Capítulo XXI



El mayor Despard

Quelle femme! —murmuró Hércules Poirot—. Ce pauvre Despard! Ce qu'il a du souffrir! Quel voyage épouvantable! De pronto empezó a reír.

Pasaba entonces por la Brompton Road. Se detuvo, sacó el reloj e hizo un cálculo.

—Sí, tengo tiempo. De todas formas, el esperar no me hará ningún daño. Me ocuparé ahora del otro asunto. ¿Qué era aquello que cantaba mi amigo, el policía inglés hace... cuántos años... cuarenta por lo menos? Ah, sí: «Un terroncito de azúcar para el canario.»

Canturreando aquella tonadilla pasada de moda. Hércules Poirot entró en una tienda de suntuosa apariencia, dedicada casi exclusivamente a géneros de señora y productos de belleza. Se dirigió hacia la sección donde vendían medias.

Seleccionó a una damisela de aspecto simpático y nada altivo, a quien expuso sus deseos.

—¿Medias de seda? Sí; tenemos un magnífico surtido. De seda natural garantizada.

Poirot las desechó con un gesto y pidió algo mejor con gran elocuencia.

—¿Medias de seda francesa? Ya sabe usted que son muy caras, debido a los derechos de Aduanas.

La muchacha sacó una nueva pila de cajas.

—Muy bonita, mademoiselle; pero quisiera otras que fueran de tejido más fino.

—Éstas son del número cien. Tenemos también extrafinas, pero valen cerca de treinta y cinco chelines el par. Y no duran nada. Son como telas de araña.

C'est ça. C'est ça, exactamente.

Esta vez la joven tardó más en regresar.

Por fin volvió y dijo:

—Valen treinta y siete chelines y seis peniques cada par. Pero son magníficas, ¿verdad?

En fin... esto es exactamente.

—Estupendas, ¿no le parece? ¿Cuántos pares, señor?

—Necesito... vamos a ver... diecinueve pares.

La joven casi se desplomó detrás del mostrador, pero su larga práctica en recibir desplantes de la clientela, la hizo mantenerse firme en su puesto.

—Le haremos una rebaja si se queda con dos docenas —dijo débilmente.

—No. Sólo necesito diecinueve pares. De colores que no se diferencien mucho, por favor.

La muchacha las escogió obedientemente, las envolvió y extendió la factura.

Cuando Poirot se marchó con su compra, la vecina de mostrador dijo:

—Me gustaría saber quién es la afortunada. Parece un viejo intratable, pero, por lo que se ve, su amiguita le sabe llevar bien. ¡Nada menos que medias de treinta y siete chelines y seis peniques!

Ajeno a la baja opinión que de su carácter estaban formando las dependientas de la casa Harvey Robinson, Poirot se dirigió hacia su domicilio.

Media hora después, poco más o menos, sonó el timbre de la puerta y, al cabo de un momento, el mayor Despard entró en la habitación donde estaba Poirot.

Era evidente que el joven trataba de contener su cólera.

—¿Por qué diablos ha ido a visitar a la señora Luxmore? —preguntó.

El detective sonrió.

—Deseaba saber la verdad respecto a la muerte del profesor Luxmore.

—¿La verdad? ¿Cree usted que esa mujer es capaz de decir alguna? —exclamó Despard furiosamente.

Eh bien, eso me pregunté varias veces —admitió Hércules Poirot.

—Me lo figuraba. Está loca.

—No del todo —objetó el detective—. No es más que una romántica.

—Nada de romanticismo. Es una mentirosa empedernida. Muchas veces pienso que ella misma cree las mentiras que cuenta.

—Es posible.

—Es una mujer terrible. Me hizo pasar una temporada de perros en aquella expedición.

—Eso también lo creo.

Despard tomó asiento bruscamente.

—Oiga, monsieur Poirot; voy a contarle la verdad.

—Querrá usted decir que me va a exponer su versión de lo ocurrido.

—La mía será la verdadera.

Poirot no replicó y Despard prosiguió en tono seco:

—Me doy perfecta cuenta de que no puedo alegar ningún mérito por venir ahora a contárselo. Estoy diciendo la verdad, porque es la única cosa que se puede hacer en esta situación. Si me cree o no, es cosa suya. No tengo ninguna prueba para demostrarle que mi relato es verídico.

Calló durante un momento.

—Preparé el viaje de los Luxmore —prosiguió—. El marido era un tipo agradable; chiflado completamente por las plantas, musgos y cosas parecidas. Ella era... bueno... era tal y como usted mismo habrá podido ver. El viaje fue una pesadilla. A mí no me importaba la mujer en absoluto... y si he de decirle la verdad, no me acababa de gustar. Es de esas mujeres vehementes y espirituales que me causan desazón cuando tropiezo con ellas. Todo fue bien durante la primera quincena, pero luego los tres tuvimos unos accesos de fiebre. Tanto ella como yo los sufrimos sólo ligeramente, pero el viejo Luxmore se puso muy malo. Una noche... fíjese bien en lo que voy a decirle... estaba yo sentado a la puerta de mi tienda. De pronto vi que Luxmore se dirigía tambaleándose hacia los matorrales que bordeaban el río. Estaba delirando y, por lo tanto, inconsciente de sus actos. Si avanzaba unos pasos más caería al agua... lo cual, en aquel sitio, hubiera significado su muerte cierta, pues no había posibilidad de salvarle. No tenía tiempo de correr tras él. Sólo podía hacer una cosa. Tenía el rifle a mi lado, como costumbre. Lo cogí. Soy un buen tirador y estaba seguro de que lograría detener a Luxmore dándole en una pierna. Pero en el preciso instante en que apretaba el gatillo, se me vino encima esa mujer gritando: «No dispare; por el amor de Dios, no dispare.» Me cogió del brazo y lo desvió ligeramente al propio tiempo que salía el tiro... con el resultado de que la bala le dio en la espalda a Luxmore y lo dejó muerto en el acto.

»Le aseguro que fue un momento desagradable. Y la muy tonta de ella seguía sin comprender lo que había hecho. En lugar de darse cuenta de que era responsable de la muerte de su marido, creía firmemente que yo había tratado de matarlo a sangre fría... porque estaba enamorado de ella. Tuvimos una escena violenta... ella insistía en que debíamos decir que había muerto a causa de la fiebre. Le tuvo lástima, especialmente cuando me di cuenta de que no se percataba de lo que había hecho. Pero tendría que enterarse por fuerza si salía a relucir la verdad. Además, su completa seguridad de que yo estaba loco por ella, me conmovió un poco. Iba a organizarse un buen jaleo si lo contaba por ahí. Por fin accedí a lo que ella quería... Después de todo, tanto daba que hubieran sido las fiebres como un accidente. Por otra parte, no me gustaba ver envuelta a una mujer en un cúmulo de disgustos... aunque se tratara de una tonta como aquélla.

Al día siguiente hice correr la voz de que el profesor había muerto en uno de los accesos de fiebre y lo enterramos. Desde luego, los porteadores indígenas sabían lo que había pasado, pero todos me eran leales y sabía que jurarían ser cierto cuanto yo dijera, en caso necesario. Enterramos al pobre Luxmore y volvimos a la civilización. Desde entonces he empleado mucho tiempo eludiendo a esa mujer.

Calló, y al cabo de un rato dijo tranquilamente:

—Tal es mi historia, monsieur Poirot.

El detective preguntó:

—¿Se refirió a ese incidente el señor Shaitana, o al menos así lo pensó usted, cuando cenamos juntos la otra noche?

Despard asintió.

—Debió contárselo la señora Luxmore. No le resultaría muy difícil hacerla hablar. A nuestro difunto amigo le debieron encantar esas cosas.

—Podía haber sido una historia peligrosa... para usted... en manos de un hombre como Shaitana.

Despard se encogió de hombros.

—No le tenía miedo.

Poirot calló.

—En eso tendrá usted que creerme también bajo mi palabra. Está bastante claro, según supongo, que yo tenía ciertos motivos para desear la muerte de Shaitana. Ahora ya sabe la verdad. Admítala o no.

Poirot levantó una mano.

—La admito, mayor Despard. No me cabe la menor duda de que las cosas sucedieron en Sudamérica tal como usted las ha descrito.

La cara de Despard se iluminó.

—Gracias —dijo lacónicamente.

Y estrechó con efusión la mano del detective.

Загрузка...