Capítulo XI



La señora Lorrimer

El 111 de Cheyne Lane correspondía a una casita de aspecto limpio y acicalado, situada en una calle apacible. La puerta estaba pintada de negro; los peldaños que conducían a ella desde la acera estaban especialmente blanqueados y el bronce del llamador y del pomo relumbraban al sol de la tarde.

Una criada de bastante edad, vestida con impecables cofia y delantal, abrió la puerta.

Respondiendo a la pregunta de Poirot, dijo que la señora estaba en casa.

Le precedió por la estrecha escalera.

—¿A quién anuncio, señor?

—A monsieur Hércules Poirot.

Fue introducido en un salón que tenía la acostumbrada forma de L. El detective miró a su alrededor, tomando nota de los detalles. Buenos muebles; bien pulimentados, de viejo estilo. Lustrosos tapizados en los canapés y sillones. Unos cuantos marcos de plata para fotografías, también de estilo antiguo. Además, una agradable cantidad de espacio y luz y algunos hermosos crisantemos arreglados en un jarrón de cuello alto.

La señora Lorrimer avanzó hacia él.

Le estrechó la mano sin demostrar ninguna sorpresa por su visita; le indicó una silla, tomó asiento en otra e hizo una observación sobre el buen tiempo de que disfrutaban.

Luego hubo un momento de silencio.

—Espero, madame —dijo Hércules Poirot—, que me perdonará por esta visita.

Mirándole fijamente, la señora Lorrimer preguntó:

—¿Es una visita profesional?

—¿Debo confesarlo?

—Supongo, monsieur Poirot, que se habrá dado cuenta de que, no obstante estar dispuesta a facilitar al superintendente Battle y a la policía cualquier informe y ayuda que puedan necesitar, no tengo ni la más mínima intención de hacer lo mismo con un investigador privado.

—Estoy seguro de ello, madame. Si me indica usted la puerta, saldré por ella sin rechistar.

La señora Lorrimer sonrió ligeramente.

—Todavía no estoy dispuesta a llegar a esos extremos, monsieur Poirot. Le puedo conceder diez minutos, pues pasado ese tiempo tengo que salir para acudir a una partida de bridge.

—Con diez minutos tengo de sobra para mis propósitos. Necesito que me describa, madame, la habitación donde jugaron al bridge la otra noche, el aposento en el que fue asesinado el señor Shaitana.

La mujer levantó las cejas.

—¡Vaya una pregunta! No comprendo su objeto.

—Madame, si cuando está usted jugando, alguien le pregunta por qué ha jugado el as, o por qué jugó el valet, al que gana la reina, en lugar del rey, con el que hubiera hecho la baza... si la gente le preguntara estas cosas, las respuestas serían largas y aburridas, ¿no le parece?

La señora Lorrimer volvió a sonreír.

—Quiere decir con esto que en este juego usted es el experto y yo soy la novata. Muy bien —reflexionó un momento—. Era una habitación grande y en ella había gran cantidad de cosas.

—¿Puede describirme algunas de ellas?

—Unos cuantos floreros de cristal... modernos... bastante bonitos. Y también unos cuadros chinos o japoneses. Un pomo de tulipanes encarnados... muy primerizos para la estación en que estamos.

—¿Alguna cosa más?

—Temo que no me fijé detalladamente en nada.

—Los muebles... ¿recuerda el color de la tapicería?

—Era de tela sedosa, según creo. Es todo lo que puedo decir.

—¿Reparó usted en algunos de los objetos pequeños?

—Me parece que no. Había muchos. Recuerdo que me dio la impresión de ser el salón de un coleccionista.

Callaron durante un momento y la señora Lorrimer observó al fin, sonriendo:

—Creo que no le he proporcionado mucha ayuda.

—Hay otras cosas más —el detective sacó las hojas de carnet de bridge—. Corresponden a los tres primeros rubbers. Quisiera saber si, a la vista de estos tanteos, podría usted ayudarme a reconstruir la forma en que se jugaron las «manos».

—Déjeme ver. —La señora Lorrimer parecía interesada en aquello. Se inclinó sobre las hojas.

—Éste fue el primer rubber. La señorita Meredith y yo jugamos contra los dos caballeros. El primer game se hizo con una subasta de cuatro picos. Ganamos e hicimos una baza más. La mano siguiente se jugó con una subasta de dos diamantes y el doctor Roberts falló una baza. Recuerdo que se pujó mucho en la tercera mano. La señorita Meredith pasó. El mayor Despard cantó un corazón. Yo pasé. El doctor Roberts pujó hasta tres tréboles. La señorita Meredith subastó tres picos y el mayor Despard cuatro diamantes. Yo doblé. El doctor Roberts se quedó por fin con la subasta de cuatro corazones y falló una baza.

Epatant! —exclamó Poirot—. ¡Qué memoria!

La señora Lorrimer prosiguió, sin hacer caso de la interrupción:

—En la siguiente mano el mayor Despard pasó y yo subasté un «sin triunfo». El doctor Roberts pujó a tres corazones. Mi compañera no dijo nada y Despard elevó la subasta a cuatro corazones. Yo doblé y ellos hicieron dos bazas de menos. Después fui yo mano y ganamos el rubber con una subasta de cuatro picos.

Cogió la hoja siguiente.

—Ésta es más difícil —advirtió Poirot—. El señor Despartí acostumbra tachar los tantos a medida que se juega.

—Me parece que ambos bandos fallamos una baza al empezar... después, el doctor Roberts subastó cinco diamantes; nosotros doblamos e hizo tres bazas de menos. Luego ganamos una subasta de tres tréboles, pero inmediatamente después los otros ganaron el game cantando picos. Hicimos nuestro primer game ganando una subasta de cinco tréboles. Luego perdimos un par de bazas. Los otros jugaron un corazón y nosotros dos «sin triunfo». Ganamos finalmente el rubber con una declaración de cuatro tréboles.

La mujer tomó otra hoja.

—Recuerdo que este rubber fue muy reñido. Empezó suavemente. El mayor Despard y la señorita Meredith ganaron una subasta de un corazón. Luego perdimos un par de bazas al tratar de hacer dos subastas, una de cuatro corazones y otra de cuatro picos. Los otros ganaron el game cantando picos... no pudimos hacer nada para evitarlo. Después de esto fallamos varias bazas durante tres manos consecutivas, pero sin que nos doblaran. Ganamos nuestro primer game con una declaración de «sin triunfo». Entonces empezó una verdadera batalla. Cada bando falló bazas a su vez. El doctor Roberts forzaba el juego, pero aunque falló de mala manera un par de veces, al fin salió ganando, porque en más de una ocasión la señorita Meredith se asustó de pujar su mano. Luego, Roberts subastó un original dos picos. Yo declaré tres diamantes y él subió a cuatro «sin triunfo». Hice una declaración de cinco picos y, de pronto, Roberts saltó a siete diamantes. Nos doblaron, desde luego. Mi compañero no tenía fundamento para hacer tal declaración. Puede decirse que ganaron por un milagro. Nunca creí que lo lográramos cuando extendió sus cartas. Si los otros llegan a salir de corazones, hubiéramos fallado tres bazas. Pero salieron del rey de trébol. Fue muy interesante.

Je crois bien...; un gran slam vulnerable, doblado. ¡Es emocionante! Pero yo, lo reconozco, no tengo la suficiente presencia de ánimo para llegar al slam. Me contento con mi juego.

—Pues no debe hacerlo —dijo enérgicamente la señora Lorrimer—. Debe jugar sus cartas adecuadamente.

—¿Corriendo riesgos?

—No existe ningún riesgo si se ha subastado bien. Y ello puede hacerse con seguridad matemática. Por desgracia, muy poca gente subasta como es debido. Lo hacen bien al principio, pero luego pierden la cabeza. No saben distinguir entre un juego con cartas para ganar y uno sin cartas para perder... pero yo no soy quién para darle lecciones de bridge, o sobre cálculo de pérdidas, monsieur Poirot.

—Estoy seguro de que ello me aprovechará para mejorar mi juego, madame.

La señora Lorrimer prosiguió su estudio de la hoja de carnet.

—Después de esa mano tan interesante, las demás fueron algo sosas. ¿Tiene ahí el tanteo de la cuarta partida? ¡Ah, sí! Una lucha sonada... ninguno de los dos bandos se achicó.

—A menudo ocurre eso hacia el final de la velada.

—Sí; se empieza suavemente y luego las cartas se crecen.

Poirot recogió las hojas e hizo una ligera reverencia.

—La felicito, madame. Su memoria para las cartas es magnífica... ¡verdaderamente magnífica! Puede decirse que se acuerda perfectamente de cada una de las cartas que se jugaron.

—Creo que sí.

—La memoria es un don maravilloso. Con ella, el pasado no existe. Me figuro, madame, que para usted las cosas pretéritas tienen la claridad de un hecho ocurrido ayer mismo. ¿No es eso?

Ella le dirigió una rápida mirada. Sus ojos eran grandes y oscuros.

Aquella expresión duró sólo un momento. Luego volvió a tomar el aspecto de dama de gran mundo. Pero Hércules Poirot no dudó. El disparo había dado en el blanco.

La señora Lorrimer se levantó.

—Debo marcharme en seguida. Lo siento mucho, pero no puedo retrasarme.

—Desde luego... desde luego. Le ruego que me disculpe por haberla entretenido.

—Siento mucho también no haber sido capaz de ayudarle en mayor medida.

—De todas formas, me ha ayudado —dijo Hércules Poirot.

—No sé de qué manera —replicó ella con decisión.

—Pues sí. Me ha dicho usted algo que deseaba saber.

La mujer no preguntó a qué se refería.

Poirot tendió la mano.

—Muchas gracias, madame, por su amabilidad.

La señora Lorrimer observó al estrecharle la mano:

—Es usted un hombre extraordinario, monsieur Poirot.

—Soy como Dios me ha hecho, madame.

—Todos lo somos, supongo.

—No todos, madame. Alguno de nosotros trata de corregir su modelo. El señor Shaitana, por ejemplo.

—¿A qué aspecto se refiere usted?

—Tenía un gusto muy depurado en objets de virtu y antigüedades... Debía haberse conformado con esto. Pero en lugar de ellos, coleccionaba otras cosas.

—¿De qué clase?

—Bueno... digamos..., sensacionales.

—¿Y no cree que estaba dans son caractère?

Poirot sacudió la cabeza gravemente.

—Desempeñó el papel de diablo demasiado bien. Pero no era el propio diablo. Au fond era un estúpido. Y por esa razón... murió.

—¿Porque era estúpido?

—Es un pecado que no se perdona nunca y se castiga siempre, madame.

Callaron.

—Me marcho —dijo por fin Poirot—. Mil gracias por su bondad, madame. No volveré por aquí, a menos que usted me llame.

La mujer levantó las cejas.

—Por Dios, monsieur Poirot; ¿por qué tengo que llamarle?

—Puede ser. Es sólo una idea que se me ha ocurrido. Si lo hace, vendré. Recuérdelo.

Hizo una reverencia y salió de la habitación.

Cuando se encontró en la calle murmuró para su capote:

—Estoy en lo cierto, estoy seguro de ello... ¡Tiene que ser eso!

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