Capítulo XV



El mayor Despard

El mayor Despard salió del Albany, dio la vuelta hacia Regent Street y subió a un autobús. Era el período más tranquilo del día. En el piso superior del coche muy pocos asientos estaban ocupados. Despard recorrió el pasillo y se sentó en una de las plazas delanteras.

Había tomado en marcha el autobús. Se detuvieron en la siguiente parada, donde subieron varios pasajeros, y luego continuaron recorriendo la Regent Street.

Uno de los viajeros recién llegados subió por la escalerilla, cruzó el pasillo y tomó asiento en el lado opuesto al que ocupaba Despard.

El mayor no se fijó en aquel hombre hasta que, después de unos minutos, una voz murmuró:

—Se consigue una buena vista de Londres desde el segundo piso de un autobús, ¿no le parece?

Despard volvió la cabeza. Pareció confundido por un momento, pero luego su cara se iluminó.

—Le ruego que me perdone, monsieur Poirot. No le había visto. En efecto, desde aquí se contempla estupendamente el mundo a vista de pájaro. Pero antes era mejor, cuando no había techos ni cristales.

Poirot suspiró.

Tout de même, no siempre resultaba agradable cuando el tiempo era húmedo y el interior iba lleno. Y ya sabe usted que en este país predomina la humedad.

—¿La lluvia? La lluvia nunca perjudicó a nadie.

—Está usted en un error —dijo Poirot—. Produce a menudo una fluxion de poitrine.

Despard sonrió.

—Ya veo que pertenece usted a la escuela de los que prefieren ir bien arropados, monsieur Poirot.

En efecto, el detective iba bien equipado contra cualquier traición de aquel día de octubre. Llevaba gabán y bufanda.

—Es raro que nos hayamos ocultado aquí —dijo Despard.

No vio la sonrisa que ocultó la bufanda. No había nada de extraño en aquel encuentro. Una vez que se aseguró de la hora en que Despard salía de sus habitaciones, Poirot lo había esperado. Con mucha prudencia, no se arriesgó a tomar el autobús en marcha, pero corrió tras él hasta la próxima parada y subió allí.

—Es verdad. No nos habíamos visto desde la noche en que cenamos en casa del señor Shaitana —replicó.

—¿Se ocupa usted de este asunto? —preguntó el joven con interés.

Poirot se rascó delicadamente una oreja.

—Reflexiono —contestó—. Reflexiono mucho. Nada de correr de aquí para allá y hacer indagaciones. Eso no cuadra con mi edad, mi temperamento y mi tipo.

Despard dijo inesperadamente:

—Reflexiona, ¿verdad? Bueno; podía hacer algo peor. Se vive muy deprisa actualmente. Si la gente se sentara y pensara las cosas antes de hacerlas, no habría tantos líos.

—¿Procede así en su vida, mayor Despard?

—Por regla general —dijo el otro sencillamente—. Concentre sus sentidos; trácese el camino a seguir; pese los pros y los contras; tome una decisión... y persevere en ello.

Contrajo los labios tercamente.

—Y después de todo, nada le hará abandonar su camino, ¿verdad? —preguntó Poirot.

—No diría tanto. No conduce a nada el ser tozudo. Si se comete una equivocación hay que reconocerla.

—No obstante, creo que usted no incurre muchas veces en equivocaciones.

—Todos las cometemos, monsieur Poirot.

—Algunos —dijo Poirot con cierta frialdad, debido sin duda al adjetivo que utilizó el otro— cometen menos que otros.

—Despard lo miró, sonrió ligeramente y dijo:

—¿No ha cometido usted nunca un error, monsieur Poirot?

—La última vez que me ocurrió eso fue hace veintiocho años —replicó el detective con dignidad—. Y aun entonces existían ciertas circunstancias... pero no importa.

—Parece ser un buen récord —comentó Despard, y añadió—: ¿Y qué me dice de la muerte de Shaitana? Supongo que eso no contará, puesto que oficialmente no se ocupará usted de ello.

—No es asunto mío... no. Pero, de todos modos, ofende mi amour propre. Considero que es una impertinencia el que se cometa un asesinato ante mis propias narices... por alguien que se burla de mi habilidad para descubrirlo.

—No sólo ante sus narices —dijo Despard con sequedad—, sino también ante las del Departamento de Investigación Criminal.

—Seguramente eso ha sido una equivocación fatal —comentó Poirot—. El honrado superintendente Battle puede parecer rudo, pero su cerebro no lo es... ni mucho menos.

—Convengo en ello —dijo Despard—. Su estolidez es una «pose». Battle es un policía muy listo y eficiente.

—Y, según creo, se ocupa de este caso con mucho interés.

—Con bastante actividad, desde luego. ¿Ve usted un individuo de aspecto marcial en uno de los asientos traseros?

Poirot miró por encima del hombro.

—No hay nadie más que nosotros.

—Estará abajo. Nunca me pierde de vista. Es un chico muy eficiente. También cambia de aspecto de vez en cuando. Tiene gusto artístico.

—Eso no debe desanimarlo. Tiene usted un ojo rápido y certero.

—Nunca se me olvida una cara... aunque sea la de un negro... y eso es mucho más de lo que cierta gente puede decir.

—Es usted justamente la persona que necesito —dijo Poirot—. ¡Qué suerte de haberle encontrado hoy! Necesito a alguien con un buen ojo y una excelente memoria. Malheureusement, ambas cualidades se reúnen pocas veces. He formulado una pregunta al doctor Roberts sin resultado alguno, y lo mismo me ha ocurrido con madame Lorrimer. Probaré ahora con usted, a ver si consigo lo que quiero. Haga retroceder su pensamiento a la habitación donde jugó al bridge en casa del señor Shaitana y dígame lo que recuerde de ella.

Despard pareció quedar perplejo.

—No le acabo de comprender.

—Déme una descripción de la sala... los muebles... los objetos que había en ella.

—No creo que le pueda ayudar mucho en este aspecto —dijo Despard lentamente—. Era una habitación hedionda... para mi gusto. No era propia de un hombre. Gran cantidad de brocado, sedas y chismes. La clase de habitación apropiada para un individuo como Shaitana.

—Pero, particularizando...

El mayor sacudió la cabeza.

—Temo que no me fijé mucho. Tenía algunas alfombras excelentes. Dos de Bokhara y tres o cuatro muy buenas, de Persia, incluyendo una de Hamadan y una de Tabriz. Una cabeza de ciervo bastante aceptable... no, estaba en el vestíbulo. De Rowland Ward, supongo.

—¿No cree usted que el difunto señor Shaitana era de los que van ellos mismos a cazar animales salvajes?

—No era de ésos. No disparaba contra nada, si no era a caza parada; apostaría cualquier cosa. ¿Qué más había por allí? Siento mucho si le fallo, pero, en realidad, no puedo ayudarle en gran cosa. Cierta cantidad de cachivaches esparcidos por la habitación. Las mesas estaban llenas de ellos. La única cosa en que me fijé fue en un ídolo bastante raro. Diría que era de la isla de Pascua. De madera muy barnizada. No se ven mucho por ahí. También me llamaron la atención algunos objetos malayos. Me parece que no le podré ayudar mucho más.

—No importa —contestó Poirot con aspecto ligeramente abatido—. La señora Lorrimer tiene una memoria asombrosa para las cartas —agregó—. Me dijo las subastas y la forma en que se jugaron casi todas las manos. Algo pasmoso.

Despard se encogió de hombros.

—Algunas mujeres son así. Supongo que será debido a que pasan jugando todo el día.

—Usted no podría hacerlo, ¿verdad?

El otro sacudió la cabeza.

—Sólo recuerdo un par de manos. Una, cuando tenía juego de diamantes... y Roberts con sus faroles me lo estropeó. Falló la subasta, pero no la habíamos doblado; mala suerte. Recuerdo también un «sin triunfo». Un asunto algo trapacero... no jugamos una carta a derechas. Fallamos un par de bazas y tuvimos suerte de no fallar más.

—¿Juega usted mucho al bridge, mayor Despard?

—No, no soy un jugador habitual. No obstante, creo que es un juego interesante.

—¿Lo prefiere al póquer?

—Personalmente, sí. El póquer es demasiado azaroso.

Poirot comentó pensativamente:

—No creo que el señor Shaitana practicara ningún juego... de cartas, quiero decir.

—Sólo había un juego que Shaitana desarrollaba con firmeza —dijo Despard con el ceño fruncido.

—¿Cuál?

—Un juego rastrero.

Poirot guardó silencio y después preguntó:

—¿Acaso sabe usted de qué se trata... o solamente se lo figura?

Despard enrojeció violentamente.

—¿Se refiere a que no debe decirse nada, sin demostrarlo con pelos y señales? Supongo que tendrá razón. Bueno; es bastante exacto. Sé de qué se trata; pero, por otra parte, no estoy dispuesto a dar esos pelos y señales. La información que poseo llegó hasta mí de forma confidencial.

—¿Quiere usted decir que se trata de una mujer o varias?

—Sí. Shaitana, como perro asqueroso que era, prefería tratar con mujeres.

—¿Cree usted que era un chantajista? Eso es interesante.

Despard movió negativamente la cabeza.

—No. No me ha comprendido. En cierto aspecto, Shaitana era un chantajista, pero no de la clase vulgar y corriente. No perseguía el dinero. Era un chantajista espiritual, si es que puede existir una cosa así.

—¿Y qué es lo que consiguió con ello?

—Que le dieran un buen puntapié. Es la única forma en que puedo expresarlo. Consiguió cierta emoción al ver cómo la gente se acobardaba y temblaba. Supongo que aquello le hacía sentirse menos garrapata y más hombre. Se limitaba a insinuar que lo sabía todo... y empezaba a contar cosas de las que, tal vez, no estaba enterado. Esto le halagaría el sentido del humor. Luego se pavoneaba por ahí con su mefistofélica actitud de «Lo sé todo. ¡Soy el gran Shaitana!» ¡Ese tipo es un simio!

—¡Por lo tanto, opina usted que asustó a la señorita Meredith en esa forma! —preguntó Poirot.

—¿A la señorita Meredith? —Despard lo miró con fijeza—. No estaba pensando en ella. No es de las que se asustaría de un hombre como Shaitana.

Pardon. ¿Se refería a la señora Lorrimer?

—No, no, no. No me ha entendido. Estaba hablando en términos generales. No sería fácil asustar a la señora Lorrimer. Y no es de esas mujeres de las cuales puede uno pensar que tienen un secreto pecaminoso. No, no pensaba en nadie particularmente.

—¿Se refería, entonces, al método general que empleaba?

—Exactamente.

—No hay duda —comentó Poirot— que lo que ustedes llaman un dago, tiene a menudo una comprensión clara de lo que son las mujeres. Sabe cómo acercárseles; sonsacarles sus secretos...

Hizo una pausa.

Despard exclamó con impaciencia:

—Es absurdo. Ese individuo era un charlatán y no tenía nada de peligroso. Y, sin embargo, las mujeres le temían. ¡Ridículo!

Se levantó de pronto.

—¡Hola! Me he pasado de la raya. Ha sido muy interesante todo lo que hemos discutido. Adiós, monsieur Poirot. Mire hacia abajo y verá cómo mi fiel sombra se apea del autobús detrás de mí.

Corrió por el pasillo, bajó la escalerilla y se oyó el timbre de la cabina del conductor. Pero antes de que éste tuviera tiempo de parar el coche se sintieron dos sacudidas.

Poirot miró hacia la calle y vio cómo Despard se alejaba. No tuvo ninguna dificultad en localizar al que la seguía. Pero había algo más que le interesaba en aquel momento.

—Nadie en particular —murmuró para sí mismo—. Me extraña.

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