Capítulo XVII



El testimonio de Rhoda Dawes

Rhoda Dawes salió del Debenham y se detuvo pensativamente en la acera. La indecisión se reflejaba en su cara. Cualquier fugaz emoción se hacía patente en su faz con un rápido cambio de expresión. En aquel momento, el rostro de Rhoda Dawes parecía decir: «¿Debo hacerlo o no? Me gustaría... pero tal vez será mejor que no...»

El galoneado portero se dirigió hacia ella:

—¿Taxi, señorita?

Rhoda hizo un gesto negativo.

Una voluminosa señora cargada de paquetes, con el aspecto de quien quiere apresurarse a efectuar las compras para Navidad, tropezó fuertemente con la muchacha, pero ésta no se movió, tratando todavía de tomar una determinación.

Una revuelta confusión de ideas pasaba por su pensamiento.

—Después de todo, ¿por qué no he de hacerlo? Ella me dijo que fuera, aunque, tal vez, eso lo diga a todo el mundo... creyendo que no lo tomarán en serio... Bueno; al fin y al cabo, Anne no me necesita. Demostró bien a las claras que querían ir a ver a ese abogado sin que la acompañara más que el mayor Despard... ¿Y por qué no? Tres personas son demasiada gente... Y, además, en realidad no es asunto que me incumba... No es igual que si yo deseara ver al mayor Despard... Es muy amable... aunque creo que debe haberse enamorado de Anne. Los hombres no se toman tantas molestias, a no ser que... siempre hay algo más que amabilidad.

Un botones, que pasaba dio un empujón a Rhoda.

—Perdone, señorita —dijo con tono de reproche.

«Dios mío —pensó la joven—. No puedo estar aquí parada todo el día. Sólo porque soy una tonta que no puede tomar una determinación... Creo que esta chaqueta y esta falda me sientan muy bien. ¿No hubiera estado mejor el castaño que el verde? No, no lo creo. Bueno, vamos, ¿debo ir o no? Las tres y media... es una buena hora... no es como si quisiera que me invitaran a comer. Iré a dar un vistazo, de todos modos.»

Cruzó la calle, torció a la derecha, luego a la izquierda y entró en el Harley Street. Finalmente se detuvo ante el edificio que describía alegremente la señora Oliver como «rodeado completamente de sanatorios».

«Bueno; no me comerá», pensó Rhoda y entró valientemente en la casa.

El piso de la señora Oliver era el último. Un empleado uniformado la hizo pasar al ascensor y la dejó sobre un elegante felpudo, ante la puerta pintada de brillante color verde.

«Esto es horrible —pensó la muchacha—. Peor que el dentista. Pero debo hacerme el ánimo y acabar.»

Con la cara sonrosada por la turbación apretó el botón del timbre.

Abrió la puerta una criada de bastante edad.

—¿Está... podría... está la señora Oliver en casa? —preguntó Rhoda.

—La criada se apartó para que pasara la joven y la condujo hasta un salón bastante destartalado.

—¿A quién debo anunciar, por favor? —dijo la criada.

—Oh... ejem... a la señorita Dawes... a la señorita Rhoda Dawes.

La mujer salió y al cabo de lo que a Rhoda se le antojaron cien años, pero que en realidad fue exactamente un minuto y cuarenta y cinco segundos, volvió a entrar.

—¿Quiere pasar por aquí, señorita?

Más sonrojada todavía, Rhoda la siguió. Recorrieron un pasillo, dieron la vuelta a un recodo y se abrió una puerta. Con paso nervioso, la joven entró en lo que, a primera vista, le pareció una selva africana.

Pájaros... gran cantidad de pájaros... paraguayos, guacamayos, pájaros desconocidos por la ornitología, desparramados por lo que parecía ser un bosque en primavera. En medio de aquel tumulto de pájaros y plantas, Rhoda vio una estropeada mesa de cocina y sobre ella una máquina de escribir. El suelo estaba cubierto por gran profusión de papeles escritos. La señora Oliver, con el pelo revuelto, se levantó de una desvencijada silla.

—¡Querida amiga! ¡Qué alegría volverla a ver! —dijo la escritora extendiendo una mano manchada de papel carbón, mientras que con la otra trataba de alisarse el pelo.

Dio con el codo a una bolsa de papel que cayó al suelo y esparció por él todo su cargamento de manzanas.

—No se preocupe. Ya las recogeré luego.

Casi sin aliento, Rhoda se levantó de la posición inclinada que había adoptado. Llevaba en la mano cinco manzanas.

—Muchas gracias... no; no las volveré a poner en la bolsa de papel, porque creo que se ha roto. Póngalas en la repisa de la chimenea. Eso es. Y ahora, sentémonos y hablemos.

Rhoda aceptó otra silla, bastante estropeada, y fijó sus ojos en los de la novelista.

—Lo siento de veras. ¿He venido a interrumpirla? —preguntó respirando todavía con precipitación.

—Pues sí y no —contestó la señora Oliver—. Estoy trabajando, como puede ver. Pero mi temible finlandés se ha metido en un lío tremendo. Hizo una deducción agudísima sobre un plato de judías tiernas y ahora acababa de descubrir un veneno activísimo en el relleno de salvia y cebolla del ganso que se come por San Miguel. Pero entonces he recordado que las judías no se dan por estas fechas.

Entusiasmada por este atisbo de las interioridades del mundo de la novela policíaca, Rhoda observó con interés:

—Podían ser judías en conserva.

—Desde luego —dijo la señora Oliver con aspecto dubitativo—. Pero se estropearía el afecto. Siempre me confundo con la horticultura y cosas similares. La gente me escribe para decirme que he puesto juntas diversas clases de flores que se dan en distintas épocas del año. Como si ello importara mucho... y, además, se ven todas juntas en cualquier tienda de flores de Londres.

—Claro que no importa —comentó Rhoda con toda buena fe—. Oh, señora Oliver, escribir novelas debe ser maravilloso.

La mujer se rascó la frente con un dedo manchado de papel carbón y preguntó:

—¿Por qué?

—Porque así debe ser —Rhoda pareció desconcertarse—. Debe ser estupendo el sentarse y escribir un libro entero.

—La cosa no ocurre exactamente así —objetó la novelista—. Ya sabe usted que antes hay que pensar el asunto. Y el pensar siempre resulta aburrido. Además, se tiene que plantear la trama y luego se atasca unas repetidas veces y piensa que jamás podría salir de tal enredo... ¡pero sale! El escribir no es muy divertido que digamos. Resulta un trabajo tan pesado como cualquier otro.

—Pues no parece que lo sea —replicó Rhoda.

—A usted no, puesto que no lo tiene que hacer. Pero a mí, sí me lo parece. Algunos días no puedo hacer otra cosa más que repetirme una y otra vez la cantidad de dinero que deberé sacar por los derechos de mi próxima obra. Esto le espolea a una. Y lo mismo ocurre con la cuenta del Banco, cuando se ve que el importe de los cheques firmados excede del saldo disponible.

—Nunca creí que mecanografiara usted misma sus novelas —dijo la joven—. Pensé que tendría una secretaria.

—Tuve una, a la que acostumbraba dictar; pero era tan competente que me deprimía. Me dio la impresión de que sabía mucho más que yo acerca del idioma, de la gramática, del punto y coma. Aquello me hizo sentir una especie de complejo de inferioridad. Después empleé a otra que era una calamidad; pero, como era de esperar, tampoco dio resultado.

—Debe ser estupendo el sentirse capaz de imaginar cosas —observó Rhoda.

—Eso para mí resulta fácil —dijo la señora Oliver alegremente—. Lo pesado es escribirlas. Cuando pienso que ya he terminado, cuento lo que he hecho y entonces me doy cuenta de que sólo he escrito treinta mil palabras en lugar de sesenta mil. Por lo tanto, no me queda más remedio que introducir un nuevo asesinato a la obra y hacer que rapten a la heroína por segunda vez. Resulta muy aburrido.

Rhoda no replicó. Estaba mirando fijamente a su interlocutora con la reverencia de que siente la juventud hacia las celebridades... ligeramente matizada esta vez por la desilusión.

—¿Le gusta el papel de las paredes? —preguntó la escritora haciendo un amplio ademán con la mano—. Estoy chiflada por los pájaros. El follaje se supone que es tropical. Me hace sentir como si el día fuera caluroso, aunque en el exterior esté helando. No puedo hacer nada a menos que me sienta bien caliente. Pero el pobre Sven Hjerson tiene que romper el hielo de su baño cada mañana...

—Yo creo que todo está muy bien —contestó Rhoda—. Y ha sido usted muy amable al decir que no la he interrumpido.

—Tomaremos un poco de café y unas tostadas —dijo la señora Oliver—. Café muy cargado y tostadas bien calientes. Las como a cualquier hora.

Fue hacia la puerta, la abrió y dio unas voces. Luego volvió y dijo:

—¿Qué le ha traído a la ciudad...? ¿Ha estado de compras acaso?

—Sí. He comprado algunas rasillas.

—¿Ha venido también la señorita Meredith?

—Sí; ha ido con el mayor Despard a visitar a un abogado.

—¿Un abogado?

Las cejas de la señora Oliver se levantaron interrogantes.

—Sí. El mayor Despard le dijo que debía contratar uno. Ha sido amabilísimo de veras.

—Yo también fui amable —comentó la escritora—, pero no parece que le hiciera mucho efecto, ¿verdad? Realmente, creo que su amiga se enfadó algo por mi visita.

—No se enfadó... se lo aseguro —Rhoda se movió en la silla, en el colmo de la turbación—. Ésa es precisamente la razón de que yo haya venido hoy... para darle una explicación. Me di cuenta de que no comprendía usted lo que pasó. Anne pareció poco amable, pero no fue por aquello... por su llegada, quiero decir. Fue por algo que usted dijo.

—¿Algo que yo dije?

—Sí. Usted no se fijó, fue una lástima.

—¿Y qué dije?

—Supongo que no se acordará. Fue la forma en que lo dijo. Se refirió usted a la cuestión de un accidente a un veneno.

—¿De veras?

—Estaba segura de que no se acordaría. Sí, Anne tuvo un incidente muy desagradable en cierta ocasión. Estaba sirviendo en una casa cuando su señora tomó un veneno... creo que fue tinte para los sombreros... lo tomó por equivocación. Murió y aquello fue un rudo golpe para mi amiga. No puede soportar su recuerdo ni quiere que le hablen de ello. Al decir usted aquello, se lo recordó y, como es natural, se volvió áspera, rígida y extraña. Yo vi que usted se daba cuenta de ello, pero no podía decir nada delante de Anne, aunque deseaba que usted supiera que no era aquello lo que suponía. No fue ingrata.

La señora Oliver miró la cara sonrojada y anhelante de Rhoda.

—Comprendo —dijo.

—Anne es terriblemente sensitiva —prosiguió la muchacha—. Y no sirve para... bueno, para hacer frente a las cosas. Si algo le trastorna, puede estar segura de que no querrá hablar de ello, aunque esto no conduce a nada bueno en realidad... por lo menos, así lo creo yo. Las cosas siguen siendo las mismas... tanto si se habla de ellas como si no. Y relegarlas, pretendiendo creer que no existen, es una tontería. Yo prefiero tenerlas siempre presentes, por doloroso que ello pueda ser.

—¡Ah! —replicó la señora Oliver sosegadamente—. Es que usted tiene un espíritu luchador y Anne no.

—Anne es una buena chica.

La escritora sonrió.

—No he dicho que no lo fuera. Me refería a que ella no tiene el mismo coraje que usted.

Dio un suspiro y luego, inesperadamente, preguntó:

—¿Cree usted en el valor de la verdad, o no cree en él?

—¡Claro que creo en la verdad! —contestó Rhoda, mirándole fijamente.

—Sí; dice usted eso... pero tal vez no lo ha pensado bien. La verdad ofende muchas veces... y destruye las ilusiones.

—Lo he pensado, pero no me importa —replicó Rhoda.

—Igual me pasa a mí. Pero no creo que estemos acertadas con ello.

La joven rogó encarecidamente:

—No le diga a Anne lo que acabo de contar. ¿Lo hará? A ella no le gustaría.

—No pensé ni por un momento hacer una cosa así. ¿Y hace mucho tiempo que ocurrió ese incidente?

—Cerca de cuatro años. Es raro, ¿verdad?, la forma con que las mismas cosas le pasan a una persona repetidamente. Yo tenía una tía que se halló en varios naufragios. Y la pobre Anne se ha visto ya mezclada en dos muertes repentinas... aunque, desde luego, la segunda ha sido mucho peor. El asesinato es algo horrible, ¿no le parece?

—Sí; lo es.

El café y las tostadas calientes recubiertas de mantequilla, llegaron en aquel momento.

Rhoda comió y bebió con infantil satisfacción. Le resultaba muy emocionante el estar compartiendo una comida íntima con una celebridad.

Cuando terminaron, la joven se levantó y dijo:

—Espero que no la habré molestado mucho. ¿Tendrá inconveniente... quiero decir, si no le molestará mucho... el que le enviara uno de sus libros para que me lo dedicara?

La señora Oliver rió.

—Puedo hacer una cosa mucho mejor —abrió un armario que había al extremo de la habitación—. ¿Cuál le gusta más? Yo prefiero El caso de la segunda carpa dorada. No es tan malo como el resto de ellos.

Un tanto sorprendida al oír cómo hablaba una autora de los hijos de su ingenio, Rhoda aceptó ávidamente. La señora Oliver cogió el libro, escribió su nombre con grandes y floridos abarescos y lo entregó a la joven.

—Aquí lo tiene.

—Muchísimas gracias. Lo he pasado muy bien. ¿De veras no le ha molestado mi visita?

—Estaba deseando que viniera.

Y añadió después de una pausa:

—Es usted una buena chica. Adiós. Cuídese mucho.

«¡Vaya! ¿Por qué le habré dicho eso?», se preguntó cuando cerró la puerta una vez que salió la joven de la habitación.

Sacudió la cabeza, se revolvió el pelo todavía más y volvió a las magistrales especulaciones de Sven Hjerson ante el relleno de salvia y cebolla.

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