Capítulo IV



¿El primer asesino?

Hércules Poirot, la señora Oliver, el coronel Race y el superintendente Battle, estaban sentados alrededor de la mesa del comedor.

Había pasado una hora. Se habían llevado el cadáver, después de haber sido examinado y fotografiado. También llegó y se fue un perito en huellas digitales.

El superintendente miró a Poirot.

—Antes de que hagamos pasar a los cuatro sospechosos, necesito oír todo lo que me iba a decir antes. ¿Cree usted que la reunión de esta noche tenía un doble significado?

Con mucho cuidado y lujo de detalles, Poirot relató la conversación que sostuvo con Shaitana en la Wessex House,

Battle frunció los labios y casi lanzó un silbido.

—De modo que ejemplares de museo, ¿eh? ¡Asesinos vivos! ¿Cree usted que se lo dijo en serio? ¿No le estaría tomando el pelo?

Poirot sacudió la cabeza.

—No. Lo dijo en serio. Shaitana era un hombre que se preciaba de su actitud mefistofélica ante la vida Tenía una gran cantidad de vanidad. Era, además, un mentecato... por eso ha muerto.

—Ya lo entiendo —dijo el superintendente como si expusiera los pensamientos a medida que se le ocurrían—. Una reunión de ocho personas y él mismo. Cuatro «sabuesos», por decirlo así... ¡y cuatro asesinos!

—¡Es imposible! —exclamó la señora Oliver—, Absolutamente imposible. Ninguno de los cuatro puede ser un criminal.

Battle hizo lentamente un gesto negativo.

—No estoy tan seguro de ello, señora Oliver. Los asesinos se parecen en conducta y aspecto a la mayoría de la gente. Amables, modestos y de conducta intachable muy a menudo.

—En ese caso, es el doctor Roberts —aseguró la novelista con firmeza—. Tan pronto como le vi presentí instintivamente que en él había algo malo. Mis instintos nunca me engañan.

Battle se dirigió al coronel Race.

—¿Qué opina usted, señor?

El coronel se encogió de hombros. Consideró la pregunta como referente a la declaración de Poirot y no a las sospechas de la señora Oliver.

—Puede ser —dijo—. Puede ser. Ello demuestra que Shaitana tenía razón, al menos por lo que se refiere a uno de ellos. Al fin y al cabo, pudo sospechar solamente que los cuatro eran asesinos, sin estar seguro de ello por completo. Tal vez acertó respecto a los cuatro casos, o a uno solo... En uno de ellos no se equivocó, y su muerte lo prueba.

—Uno de los cuatro perdió el dominio de sus nervios. ¿No cree usted, monsieur Poirot?

El detective asintió.

—El difunto señor Shaitana tenía cierta fama —comentó—. Poseía un peligroso sentido del humor y reputación de ser despiadado. La víctima creyó que Shaitana se estaba divirtiendo esta noche, en espera de que llegara el momento en que lo entregara a la policía... ¡a usted! Él, o ella, debió pensar que Shaitana tenía pruebas fehacientes.

—¿Y las tenía?

Poirot se encogió de hombros.

—Nunca lo sabremos.

—¡El doctor Roberts! —repitió la señora Oliver tenazmente—. Un hombre muy cordial. Los asesinos lo son a menudo... ¡para disfrazar su verdadera condición! Si estuviera en su lugar, superintendente, lo arrestaría en seguida.

—Es posible que lo hiciera, si una mujer estuviera al frente de Scotland Yard —dijo Battle, mientras un destello brillaba en sus ojos impasibles—. Pero ya comprenderá que, siendo hombres los que se ocupan de ello, debemos tener mucho cuidado. Deberemos ir despacio, sin precipitaciones.

—Hombres... hombres —suspiró la novelista, mientras en su pensamiento componía varios artículos periodísticos sobre el particular.

—Será mejor que los hagamos pasar ahora —dijo el superintendente—. No quiero tenerlos esperando demasiado tiempo.

El coronel Race hizo un movimiento como si fuera a incorporarse.

—Si quiere usted que salgamos...

Battle dudó un instante al ver la elocuente mirada que le dirigió la señora Oliver. Estaba perfectamente enterado de la posición oficial que ocupaba el coronel Race, y en cuanto a Poirot, había trabajado con la policía en diversas ocasiones. El único tanto dudoso era decidir si la novelista podía quedarse. Pero el superintendente era un hombre comprensivo. Recordó que la señora Oliver había perdido tres libras y siete chelines y que había soportado la pérdida sin enfadarse.

—Por mí, pueden quedarse todos —dijo—. Pero no quiero que me interrumpan —miró a la señora Oliver—. Y no quiero que se haga ninguna referencia a lo que monsieur Poirot nos acaba de contar. Era el secreto de Shaitana y, a todos los efectos, ha muerto con él. ¿Entendido?

—Perfectamente —dijo la señora Oliver.

Battle se dirigió hacia la puerta y llamó al agente que montaba la guardia en el vestíbulo.

—Vaya al saloncito. Encontrará a Anderson y a los cuatro invitados. Dígale al doctor Roberts que haga el favor de venir.

—Yo lo hubiera guardado para el final —dijo la señora Oliver—. Si hubiera sido en una novela, quiero decir —añadió como excusándose.

—La vida real es un poco diferente —comentó Battle.

—Ya lo sé —replicó la novelista—. En ella todo está muy mal dispuesto.

El doctor Roberts entró, amortiguando un tanto la viveza de sus movimientos.

—Oiga, Battle —dijo—. ¡Esto es un asunto endiablado! Perdone, señora Oliver, pero es así. Hablando profesionalmente, casi no lo puedo creer. Apuñalar a un hombre a pocos pasos de otras tres personas... —sacudió la cabeza—. ¡Cáspita! ¡No me hubiera gustado hacerlo! —Una ligera sonrisa levantó las comisuras de sus labios—. ¿Qué es lo que debo hacer o decir para convencerle de que yo no fui?

—Bueno... podemos considerar el motivo, doctor Roberts.

El médico asintió enfáticamente.

—Esto está claro. No tenía ni el más ligero motivo para desembarazarme del pobre Shaitana. Lo que es más, no le conocía a fondo. Me divertía, era un tipo muy fantástico. Tenía cierto aire oriental. Como es lógico, investigarán detenidamente mis relaciones con él al menos, así lo espero. No soy tonto. Pero no encontrarán nada. No tenía ninguna razón para matar a Shaitana y no lo maté.

Battle asintió gravemente.

—Eso está muy bien, doctor Roberts. Investigaré ese aspecto, como supone. Usted es un hombre razonable. Y ahora, ¿qué puede decirme acerca de sus otros tres compañeros de juego?

—Temo que no sé muchas cosas de ellos. A Despard y a la señorita Meredith los he conocido esta noche por vez primera. Tenía referencias de Despard... leí su libro de viajes, que por cierto me pareció un bonito cuento chino.

—¿Sabía usted que él y Shaitana se conocían?

—No. Shaitana nunca me habló de él. Como le he dicho, había oído hablar de Despard, pero no le conocía personalmente. A la señorita Meredith no la había visto nunca. Sin embargo, conozco a la señora Lorrimer.

—¿Qué sabe de ella?

Roberts se encogió de hombros.

—Es viuda. De posición económica bastante desahogada. Una mujer inteligente y bien educada... una jugadora muy buena de bridge. Puede decirse que la conocí así... jugando al bridge.

—¿Y el señor Shaitana tampoco le habló de ella en ninguna ocasión?

—No.

—Hum... no parece que eso nos ayude mucho. Vamos a ver, doctor Roberts: tal vez tendrá usted la amabilidad de repasar cuidadosamente su memoria y decirme cuántas veces se levantó de la mesa y contarme, de paso, todo lo que pueda recordar acerca de lo que hicieron los demás compañeros de juego.

El doctor Roberts tardó unos instantes en contestar.

—Es difícil —dijo al fin con franqueza—. Poco más o menos, puedo recordar lo que yo hice. Me levanté tres veces... es decir, en las tres ocasiones en que hice de «muerto», dejé mi asiento y procuré ser útil. Una de las veces añadí leña al fuego. En otra, lleve bebidas a las dos damas. Y en la otra, me serví un whisky con soda.

—¿Puede usted acordarse de la hora exacta en que hizo eso?

—De una manera muy vaga. Creo que empezamos a jugar hacia las nueve y media. Yo diría que una hora después arreglé el fuego. Al cabo de un rato llevé las bebidas par las señoras; creo que fue al cabo de las dos manos siguientes. Y serían, quizá, las once y media cuando me serví el whisky... pero todo ello es aproximado. No lo puedo asegurar.

—La mesita en que estaban las bebidas se hallaba colocada al otro lado del sillón que ocupaba el señor Shaitana, ¿verdad?

—Sí. Ello quiere decir que pasé tres veces muy cerca de él.

—Y en esas tres ocasiones, ¿cree usted que estaba dormido?

—Eso creí la primera vez. La segunda no lo miré siquiera. Y en la tercera pensé: «¡Cómo duerme el muy bribón!» Pero no le miré detenidamente.

—Muy bien. Y ahora, dígame, ¿cuándo se levantaron de la mesa los demás jugadores?

El doctor Roberts frunció el ceño.

—Eso es muy difícil de asegurar... muy difícil. Despartí se levantó, según creo, para traer un cenicero. Y luego trajo un vaso de whisky. Eso fue antes de que yo lo hiciera, porque recuerdo que me preguntó si había bebido y le dije que todavía no había tenido ocasión de ello.

—¿Y las señoras?

—La señora Lorrimer se acercó una vez al fuego para atizarlo. Creo que habló con Shaitana, pero no estoy seguro de ello. Me hallaba yo entonces muy entretenido jugando un «triunfo» verdaderamente arriesgado.

—¿Y la señorita Meredith?

—Se levantó una sola vez. Se puso a mi espalda y dio una ojeada a mis cartas... éramos compañeros en aquel rubber. Luego estuvo mirando las cartas de los demás y dando una vuelta por la habitación. No sé qué es lo que hizo exactamente, pues no presté atención a ella.

—Tal como estaban ustedes sentados, ¿no había ninguna silla encarada directamente a la chimenea? —preguntó el superintendente.

—No. La mesa estaba colocada en posición oblicua respecto a ella y, además, entre nosotros y la chimenea había una vitrina china bastante grande... muy bonita. Desde luego, me doy perfecta cuenta de que pudo ser posible apuñalar a nuestro viejo amigo. Pero, al fin y al cabo, cuando uno está jugando al bridge no piensa en otra cosa.

No mira a su alrededor ni se da cuenta de lo que pasa. La persona que lo hizo tuvo la posibilidad de actuar en una de las ocasiones en que no le correspondía jugar. Y entonces, en ese caso ..

—En ese caso, sin lugar a dudas, el asesino no jugaba cuando cometió el crimen —dijo Battle.

—De todas formas —comentó el doctor Roberts—, se necesita tener sangre fría para ello. ¿Quién asegura que no mirara nadie precisamente en el momento crítico?

—Sí —convino el superintendente—. Corrió un gran riesgo. El motivo debió ser muy fuerte. Me gustaría saber cuál fue —añadió, mintiendo descaradamente.

—Supongo que ya lo averiguarán —aseguró Robert—. Revisarán sus papeles y demás efectos. Seguramente entre ellos encontrarán una pista.

—Así lo esperamos —dijo Battle hoscamente.

Dirigió una aguda mirada a su interlocutor.

—Le quedaría muy reconocido, doctor Roberts, si me diera usted su opinión personal... de hombre a hombre.

—Claro que sí.

—¿Cuál de los tres cree usted que fue?

El médico se encogió de hombros.

—Eso es fácil. Así, de pronto, yo diría que Despard. Es un hombre de nervios bien templados y está acostumbrado a una vida llena de peligros en la que hay que estar dispuesto a obrar con presteza. No hubiera dudado en correr un riesgo. Estimo que las mujeres no tienen nada que ver con este asunto, pues, según creo, se necesita cierto vigor físico para ello.

—No tanto como se imagina. Dé un vistazo a esto.

Obrando con la ligereza de un prestidigitador, Battle sacó de pronto un instrumento de metal reluciente, largo y afilado, de cabeza redonda cubierta de piedras preciosas.

El doctor Roberts se inclinó, cogió aquel objeto y lo examinó con el detenimiento de un profesional. Tocó la punta y silbó.

—¡Vaya herramienta!... ¡Vaya herramienta! Un juguete hecho ex profeso para matar. Puede penetrar en cualquier cuerpo con la misma facilidad con que atravesaría un trozo de mantequilla. Supongo que lo llevaría consigo el asesino.

Battle sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Era propiedad del señor Shaitana. Estaba encima de la mesa situada cerca de la puerta, entre gran cantidad de cachivaches.

—Entonces, el criminal se aprovechó de las circunstancias. Tuvo suerte de encontrar por casualidad un utensilio como éste.

—Bueno... es una forma de considerar el asunto —comentó Battle con lentitud.

—Desde luego; no fue tanta suerte para el pobre Shaitana.

—No me refería a esto, doctor Roberts. Quería decir que existe otro punto de vista respecto a la cuestión. Me figuro que la vista de este puñal despertó la idea del asesinato en la mente del criminal.

—¿Opina usted que fue una inspiración momentánea... que el asesinato no fue premeditado? ¿Que concibió la idea una vez estuvo en la casa? Ejem... ¿hay algo que le sugiera esa suposición?

Miró a Battle escrutadoramente.

—Es solamente una idea —dijo el superintendente con aire impasible.

—Bien; pudo ser así, desde luego —asintió Roberts lentamente.

Battle tosió para aclararse la garganta.

—No quiero entretenerle más, doctor. Muchas gracias por su colaboración. ¿Hará el favor de facilitarme su dirección?

—Naturalmente. 200 Gloucester Terrace, W. 2. El número de mi teléfono es, Bayswater 23896.

—Muchas gracias. Seguramente tendré que verle dentro de poco.

—Me encantará hablar con usted cuando guste. Espero que la Prensa no dará mucha publicidad al asunto. No quiero que se preocupen mis enfermos nerviosos.

El superintendente se volvió hacia Poirot y dijo:

—Perdone, monsieur Poirot. Si desea hacer usted alguna pregunta, estoy seguro de que el doctor no tendrá inconveniente en contestar.

—Claro que no. No faltaba más. Soy un gran admirador de usted, monsieur Poirot. Las pequeñas células grises... el orden y el método. Estoy enterado de todo ello. Presiento que habrá usted pensado en hacerme una pregunta verdaderamente intrigante:

Hércules Poirot extendió las manos con un ademán de pura raíz latina.

—No. No. Sólo necesito fijar con claridad en mi pensamiento todos los detalles. Por ejemplo, ¿cuántos rubbers jugaron?

—Tres —respondió Roberts rápidamente—. Íbamos a terminar el primer game del cuarto cuando llegaron ustedes.

—¿Y quién jugó contra quién?

—En el primero, Despard y yo contra las señoras. Nos dieron un buen vapuleo, por cierto. No pudimos hacer nada, pues no cogimos ninguna carta que valiera la pena. En el segundo, la señorita Meredith y yo, contra Despard y la señora Lorrimer —prosiguió—, y en el tercero, la señora Lorrimer y yo, contra la señorita Meredith y Despard. Sorteamos cada vez, pero salió la cosa de forma que en cada rubber cambiamos de compañero. En el cuarto volví a jugar con la señorita Meredith.

—¿Quiénes ganaron?

—La señora Lorrimer ganó en todos los rubbers. La señorita Meredith ganó en el primero y perdió en los dos siguientes. Yo gané un poco y la muchacha y Despard debieron perder algo.

Poirot dijo sonriendo:

—Nuestro buen amigo el superintendente le ha preguntado acerca de su opinión sobre sus compañeros de juego, como probables asesinos. Ahora le ruego que me diga cuál es la que ha formado de ellos como jugadores de bridge.

—La señora Lorrimer es una jugadora de primera categoría —replicó Roberts sin titubear—. Apuesto cualquier cosa a que obtiene unos buenos ingresos anuales jugando al bridge. Despard es también un buen jugador... lo que yo llamo un jugador cabal... un individuo que sabe emplear la cabeza. A la señorita Meredith se la puede describir como una jugadora muy segura. No comete equivocaciones, pero sus jugadas no revisten brillantez alguna.

—¿Y qué opina de usted mismo, doctor?

Los ojos de Roberts chispearon.

—Me gusta cargar la mano un poco, según dicen. Pero me he dado cuenta de que siempre da buenos resultados.

Poirot sonrió.

El doctor Roberts se levantó.

—¿Alguna cosa más? —preguntó.

El detective hizo un gesto negativo.

—Bien, entonces, buenas noches. Buenas noches, señora Oliver. Debiera tomar nota de lo que ha ocurrido. Es mucho mejor que esos venenos que no dejan traza, ¿no le parece?

El médico salió de la habitación, caminando otra vez con su habitual vivacidad.

Cuando la puerta se cerró tras él, la señora Oliver comentó con sorpresa:

—¡Tomar nota...! ¡Tomar nota! Hay que ver la poca inteligencia que tiene la gente. Si quiero, puedo inventarme cada día un asesinato mucho mejor que cualquier crimen real. Nunca me han faltado ideas. ¡Y mis lectores prefieren los venenos que no dejan huella!

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