Capítulo X



El Doctor Roberts (continuación)

El superintendente Battle estaba almorzando con monsieur Hércules Poirot. El primero parecía alicaído y el detective daba la impresión de simpatizar con la depresión de que daba muestras su amigo.

—De modo que la mañana no ha sido totalmente fructífera —dijo Poirot con aspecto pensativo.

Battle sacudió la cabeza.

—Va a ser un trabajo arduo, monsieur Poirot.

—¿Qué opinión ha formado de él?

—¿Del doctor? Pues, francamente, creo que Shaitana tenía razón. Es un asesino. Me recuerda a Westaway y al abogado de Norfolk. Las mismas maneras cordiales y confianzudas. La misma popularidad. Ambos fueron unos diablos muy listos... igual que Roberts. Pero de todas formas, ello no quiere decir que matara a Shaitana... ni creo que lo hiciera. Conocía muy bien, mucho mejor que un profano, el riesgo de que Shaitana gritara. No, no creo que Roberts lo matara.

—¿Pero cree que ha matado a alguien?

—Posiblemente a gran cantidad de personas. Westaway lo hizo. Pero va a ser difícil demostrarlo. He estado revisando su cuenta corriente y no hay nada sospechoso; ningún ingreso de importancia. De cualquier forma, en los últimos siete años no ha recibido ningún legado de sus pacientes. Eso elimina la posibilidad de un asesinato por lucro. Es soltero, lo cual es una lástima, porque resulta sencillísimo para un médico asesinar a su propia esposa. Está en buena posición económica, pero al fin y al cabo, tiene una clientela muy buena entre gente acomodada.

—En resumen, que al parecer lleva una vida impecable... y tal vez sea así.

—Puede ser. Pero prefiero creer lo peor.

Luego prosiguió:

—Existe cierto indicio relacionado con un escándalo en el que se vio envuelta una mujer; una de sus pacientes, llamada Craddock. Creo que valdrá la pena investigar ese asunto. Haré que se ocupen de ello en seguida. La mujer murió en Egipto a consecuencia de una enfermedad indígena, por lo que no creo que haya nada en esto... pero puede darnos algo de aprovechable luz acerca de su carácter y moralidad.

—¿Hubo un marido de por medio?

—Sí. Murió de un ántrax.

—¿Ántrax?

—Sí. Por entonces salieron al mercado gran cantidad de brochas de afeitar barbas y algunas de ellas estaban infectadas. Se organizó un regular revuelo sobre el caso.

—Muy oportuno —sugirió Poirot.

—Eso creo yo. Si el marido amenazaba con armar escándalo... Pero todo es pura conjetura. No tenemos ningún punto en que apoyamos.

—Ánimo, amigo mío. Ya conozco su paciencia. Al final tendrá usted tantos en que apoyarse, que parecerá un ciempiés.

—Y me caeré en la zanja, de tanto pensar en ellos —replicó Battle haciendo una mueca.

Después preguntó con curiosidad:

—¿Y qué me dice de usted, monsieur Poirot? ¿Nos va a echar una mano?

—Puedo visitar también al doctor Roberts.

—Dos de nosotros en el mismo día. ¿No cree que eso despertará sus sospechas?

—No se preocupe; seré muy discreto. No investigaré su vida pasada.

—Me gustaría saber qué tema va a tratar —dijo Battle—. Pero si hubiera algún inconveniente no me lo diga si no lo desea.

Du tout... du tout. Con mucho gusto. Hablaré un poco sobre bridge; eso es todo.

—Otra vez el bridge. Sigue usted aferrado a ese tema, ¿verdad, monsieur Poirot?

—Opino que es muy provechoso.

—Bueno; de gustos no hay nada escrito. Particularmente, no acostumbro a efectuar estos contactos tan sutiles. No cuadran a mi estilo.

—¿Cuál es su estilo, superintendente?

Battle respondió con un parpadeo de sus ojos al que vio en los de Poirot.

—Un policía íntegro, honrado, celoso, cumpliendo con su deber lo más diligentemente posible... ése es mi estilo. Nada de fruslerías ni de caprichos. Sólo sudor honrado. Estólido y un poco estúpido... ése es mi lema.

Poirot levantó su vaso.

—Por nuestros métodos respectivos... y que el éxito corone nuestros esfuerzos.

—Espero que el coronel Race nos proporcionará algo que valga la pena sobre Despard —dijo Battle—. Tiene a su disposición buenas fuentes de información.

—¿Y la señora Oliver?

—Es una especie de cara o cruz. Me gusta en cierto modo esa mujer. Dice muchas tonterías, pero es una deportista. Una mujer puede enterarse de cosas acerca de otras mujeres, que los hombres no podrían conseguir. Puede facilitarnos algo provechoso.

Se separaron. Battle volvió a Scotland Yard con objeto de dar unas cuantas órdenes relativas a ciertos puntos del asunto que convenía investigar.

Poirot se dirigió al 200 de Gloucester Terrace.

El doctor Roberts levantó cómicamente las cejas cuando vio al visitante.

—Dos sabuesos en un solo día —comentó—. Supongo que esta noche me encontraré con unas esposas en las muñecas.

Poirot sonrió.

—Le puedo asegurar, doctor Roberts, que mis intenciones están repartidas equitativamente entre ustedes cuatro.

—Eso es algo que debo agradecer. ¿Fuma?

—Si lo permite, prefiero fumar mis cigarrillos.

Poirot encendió uno de sus delgados pitillos rusos.

—Bien, ¿en qué puedo servirle? —preguntó Roberts.

El detective fumó en silencio durante un momento y luego preguntó:

—¿Es usted un buen observador de la naturaleza humana, doctor?

—No lo sé. Supongo que debo serlo. Un médico está obligado a ello.

—Eso era precisamente lo que yo pensaba. Me dije: «Un médico tiene que estar vigilando constantemente a sus pacientes; sus rasgos, su color, la rapidez con que respiran, cualquier signo de desasosiego... un médico se da cuenta de estas cosas automáticamente, casi sin quererlo. El doctor Roberts es el hombre que puede ayudarme.»

—No deseo otra cosa. ¿En qué puedo serle útil?

Poirot sacó de una pequeña cartera tres hojas de carnet de bridge cuidadosamente dobladas.

—Corresponden a los tres primeros rubbers que se jugaron la otra noche —explicó—. Éste es del primero de ellos... los números son de la señorita Meredith. Con esto a la vista, para refrescar la memoria, ¿puede usted decirme exactamente cómo se subastó y de qué forma se jugaron los diferentes games?

Roberts le miró con estupefacción.

—Se está usted burlando, monsieur Poirot. ¿Cómo puedo acordarme de ello?

—¿No puede? Le agradecería mucho que hiciera un esfuerzo. Considere este primer rubber. El primer game pudo venir a parar en una subasta a corazones o picos, o de otro modo, uno u otro bando tuvo que perder Una baza.

—Déjeme ver... ésa fue la primera mano. Sí; creo que salieron los picos.

—¿Y la siguiente?

—Supongo que alguno de nosotros perdería una baza... pero no recuerdo quién ni cómo fue. En realidad, monsieur Poirot, no esperará que recuerde una cosa así.

—¿No puede acordarse de alguna de las subastas o de las manos?

—Hice un gran slam... recuerdo perfectamente. Además, lo habían doblado. También recuerdo que fallé ignominiosamente... jugando a tres «sin triunfo». Creo que... no hice casi ninguna baza. Pero eso sucedió después.

—¿Recuerda con quién estaba jugando?

—Con la señora Lorrimer. Pareció enfadarse un poco. Supongo que no le gustó mi manera de forzar el juego.

—¿Y no recuerda ninguna otra subasta o mano?

Roberts rió.

—Mi apreciado monsieur Poirot, ¿esperaba usted que me acordara? En primer lugar, ocurrió un crimen lo suficiente para hacer olvidar la más espectacular de las manos; y por añadidura, he jugado, por lo menos, una docena de rubbers desde entonces.

Poirot pareció algo desilusionado.

—Lo siento —dijo Roberts.

—No importa —comentó el detective—. Esperaba que se acordara al menos de una o dos manos, porque pensé que pudiera ser útil para recordar otras cosas.

—¿Qué otras cosas?

—Pudo darse cuenta, por ejemplo, de que su compañero se hacía un lío jugando un simple «sin triunfo»; o que un contrario le regalaba un par de inesperadas bazas, al dejar de jugar una carta sobre la que no había duda.

El doctor Roberts se puso repentinamente serio. Se inclinó hacia delante.

—¡Ah! —dijo—. Ya veo lo que se propone. Perdóneme. Al principio creía que decía tonterías. ¿Quiere usted dar a entender que el asesinato, la ejecución afortunada del crimen... pudo hacer cambiar de modo notable el juego del culpable?

Poirot asintió.

—Ha calibrado usted perfectamente la idea. Hubiera sido una pista de primera calidad el que ustedes cuatro hubieran conocido a fondo la manera de jugar de los demás. Una variación; una repentina falta de atención, una oportunidad perdida... hubieran sido rápidamente advertidas. Por desgracia, no se conocían unos a otros, y cualquier cambio en el juego no podía ser tan notado. Pero piense, monsieur le docteur, le ruego que recapacite. ¿Recuerda alguna desigualdad; algunas repentinas y notorias equivocaciones en el juego de cualquiera de sus compañeros?

Hubo un silencio que duró un minuto o dos y, al fin, el doctor Roberts sacudió la cabeza.

—No puede ser. No puedo ayudarle —dijo con franqueza—. No me acuerdo. Todo lo que le puedo decir, ya se lo dije antes. La señora Lorrimer es una jugadora extraordinaria... y, según creo, no cometió ningún desliz. Jugó estupendamente de principio al final. El juego de Despard fue también uniformemente bueno. Es un jugador un tanto convencional... es decir, sus subastas son estrictamente convencionales. Nunca se sale de la regla ni corre ningún albur. La señorita Meredith... —Se detuvo indeciso.

—¿Sí? ¿La señorita Meredith? —afirmó Poirot.

—Se equivocó... una o dos veces, según recuerdo... hacia el final de la velada, pero pudo ser simplemente porque estaba cansada, ya que no es una jugadora experimentada. Le temblaba la mano...

Se detuvo.

—¿Cuándo fue eso?

—¿Cuándo fue...? No recuerdo... creo que estaba nerviosa. Monsieur Poirot, me está usted haciendo suponer cosas.

—Excúseme. Éste es otro punto sobre el cual necesito su ayuda.

—¿Sí?

Poirot habló lentamente.

—Es difícil. Como usted comprenderá, yo no deseo hacerle una pregunta directa. Si le dijera: «¿Se dio cuenta de esto o de aquello...?», bueno; le pondría la idea en la cabeza y su respuesta no tendría tanto valor. Déjeme que trate de llegar a la cuestión por otro camino. ¿Tendría la amabilidad, doctor Roberts, de describirme el aspecto de la habitación donde estuvieron jugando?

Roberts, al oír la petición de Poirot, pareció quedar completamente estupefacto.

—¿El aspecto de la habitación?

—Si me hace el favor.

—Pero, mi querido amigo; si no sé por dónde empezar...

—Empiece por donde le plazca.

—Bien: pues había muchos muebles.

Non, non, non; sea más preciso, se lo ruego.

El doctor Roberts suspiró.

Empezó a hablar alegremente, imitando el tono de un subastador.

—Un gran canapé tapizado de brocado color marfil... otro en verde... cuatro o cinco sillones. Ocho o nueve alfombras de Persia... un juego de doce sillas doradas, estilo Imperio. Un buró... (parezco un subastador)... Una vitrina china muy bonita. Un gran piano. Había otros muebles, pero temo que no me fijé en ellos. Seis buenos grabados japoneses. Dos cuadros chinos sobre espejos. Seis o siete magníficas cajas de rapé. Algunas figuritas de marfil japonesas, sobre una mesa. Objetos de plata antigua... tazzas Carlos I, según creo. Uno o dos esmaltes de Batersea...

—¡Bravo, bravo! —aplaudió durante unos segundos Poirot.

—Un par de antiguos pájaros ingleses, de porcelana... y, si mal no recuerdo, una figura de Ralph Wood. También había algunas cosillas orientales... intrincados trabajos de plata. Unas cuantas joyas, si bien yo no conozco gran cosa sobre ello. También recuerdo unos pájaros de Chelsea. Y algunas miniaturas en una caja... preciosas. Esto no es, ni mucho menos, todo lo que había allí, pero, de momento, no recuerdo nada más.

—¡Es magnífico! —exclamó Poirot, tasando debidamente aquel alarde—. Es usted, doctor, un verdadero observador.

El médico preguntó con curiosidad:

—¿He mencionado el objeto que tenía usted en el pensamiento?

—Ahí está precisamente lo interesante del caso —continuó Poirot—. Si hubiera nombrado ese objeto me hubiera sorprendido muchísimo. Pero tal como me lo figuraba no se refirió a él.

—¿Por qué?

Poirot parpadeó.

—Tal vez porque no estuviera allí.

Roberts lo miró fijamente.

—Eso parece recordarme algo.

—Le recuerda a Sherlock Holmes, ¿verdad? El curioso incidente del perro. El perro no ladró durante la noche. ¡Eso es lo curioso del caso! Bueno; no quiero utilizar los trucos de los demás.

—Sepa usted, monsieur Poirot, que estoy completamente a oscuras respecto a lo que se propone.

—Me parece muy bien. Si he de decirle la verdad, así es como consigo mis golpes de efecto.

Después, como viera que Roberts parecía seguir confundido, dijo sonriendo mientras, con gran parsimonia, se levantaba:

—Por lo menos, comprenderá usted esto: Lo que ha contado me será de mucha utilidad en mi próxima entrevista.

El médico se levantó a su vez.

—No tengo ni idea de cómo, pero me fío de su palabra.

Se estrecharon la mano.

Poirot bajó los peldaños de la casa del doctor y detuvo un taxi libre que pasaba.

—Al ciento once de Cheyne Lane, en Chelsea —ordenó al conductor.

Загрузка...