Capítulo XVIII



Té en el entreacto

La señora Lorrimer salió de una de las casas de Harley Street. Se detuvo un momento en lo alto de los peldaños que conducían a la acera y luego bajó por ellos lentamente. Había una expresión rara en su cara... una mezcla de resolución e indecisión. Frunció un poco las cejas, como si se concentrara en un profundo problema.

Fue justamente entonces cuando vio a Anne Meredith en la acera opuesta.

La muchacha estaba contemplando un gran edificio que hacía esquina.

La señora Lorrimer titubeó un instante y luego cruzó la calzada.

—¿Cómo está usted, señorita Meredith?

Anne hizo un movimiento de sorpresa.

—Oh. ¿Cómo está usted?

—¿Todavía en Londres? —preguntó la mujer.

—No. Sólo he venido para pasar el día. Tenía que despachar un asunto con mi abogado.

Sus ojos se desviaban todavía hacia el edificio que había estado mirando antes.

—¿Le ocurre algo? —preguntó de nuevo la señora Lorrimer.

Anne se estremeció.

—¿Algo? No. ¿Qué podía pasarme?

—Estaba mirando como si pensara en algo.

—Pues no pensaba en nada. Bueno, en realidad, sí estaba pensando, pero en algo sin importancia; algo completamente tonto.

La muchacha rió.

—Era tan sólo, que pensé haber visto a mi amiga... la que vive conmigo... entrar en esa casa, y me preguntaba si habría venido a visitar a la señora Oliver.

—¿Aquí vive la señora Oliver? No lo sabía.

—Sí. Vino a vernos el otro día; nos dio su dirección y nos dijo que viniéramos a visitarla. Quisiera saber si era Rhoda la que vi entrar.

—¿Quiere subir y comprobarlo?

—No. No hace falta.

—Venga a tomar el té conmigo —invitó la señora Lorrimer—. Conozco un buen establecimiento aquí cerca.

—Es usted muy amable —dijo Anne titubeando.

Caminaron juntas por la calle y entraron en una adyacente. Les sirvieron té con pastas en una pequeña pastelería.

No hablaron mucho. Cada una de ellas parecía encontrar un alivio en el silencio de la otra.

Anne preguntó de pronto:

—¿Ha ido a verla la señora Oliver?

—Nadie me ha visitado excepto monsieur Poirot.

—No quería referirme a... —empezó Anne.

—¿De veras? Creí que quería saber eso.

La muchacha le dirigió una rápida y asustada mirada. Vio algo en la cara de la señora Lorrimer que pareció tranquilizarla.

Hubo un momento de silencio.

—Pues a mí no ha venido a verme ese señor —dijo lentamente.

—¿Y no la ha visitado el superintendente Battle? —preguntó a la joven.

—Sí. Desde luego.

Anne indagó con acento titubeante:

—¿Qué cosas le preguntó?

La señora Lorrimer suspiró con cansancio.

—Supongo que me hizo las preguntas corrientes en estos casos. Pura rutina. Estuvo muy agradable.

—Eso creo yo también.

Se produjo otra pausa.

—Señora Lorrimer —dijo Anne—, ¿cree usted... que llegarán a encontrar al culpable?

Tenía los ojos fijos en su platillo. No pudo ver la expresión extraña que apareció en los ojos de la mujer al mirar su cabeza inclinada.

—No lo sé... —murmuró la señora Lorrimer.

—No es... muy agradable, ¿verdad? —dijo lamentándose la joven.

La cara de la señora Lorrimer volvió a reflejar la misma expresión curiosa y a la vez comprensiva, cuando preguntó:

—¿Cuántos años tiene usted, Anne Meredith?

—Yo... yo... —la muchacha tartamudeó—. Tengo veinticinco.

—Yo tengo sesenta y tres.

Prosiguió jadeante:

—Tiene usted ante sí la mayor parte de su vida...

Anne se estremeció.

—Puede atropellarme un autobús al volver a casa —dijo.

—Sí, es verdad. Y a mí... puede que no.

Dijo aquello con un tono extraño. Anne la miró estupefacta.

—La vida es un negocio muy difícil —agregó la señora Lorrimer—. Lo sabrá cuando llegue a mi edad. Requiere una gran cantidad de coraje y otra tanta de resistencia. Y al final, una se pregunta: «¿Valía la pena?»

—¡Oh, no! —exclamó Anne.

La señora Lorrimer rió con su acostumbrada suficiencia y aplomo.

—Resulta vulgar el decir cosas tristes de la vida —comentó.

Llamó a la camarera y pagó la cuenta.

Cuando salían de la pastelería cruzaba un taxi libre ante la puerta y la señora Lorrimer lo detuvo.

—¿Puedo llevarla a algún sitio? —preguntó—. Voy a la parte sur del parque.

La cara de Anne se iluminó.

—No, muchas gracias. Mi amiga acaba de doblar la esquina. Muchísimas gracias, señora Lorrimer, Adiós.

—Adiós y buena suerte.

Arrancó el coche y Anne marchó precipitadamente hacia el otro lado.

Rhoda pareció alegrarse cuando vio a su amiga, pero luego adoptó una ligera expresión de culpabilidad.

—Rhoda, ¿has ido a ver a la señora Oliver? —preguntó Anne.

—Sí. He estado en su casa.

—Y yo te he cogido.

—No sé a qué te refieres con eso de que me has cogido. Vamos a tomar un autobús. Por lo visto, has acabado mal con tu amigo. Creí que, por lo menos, te hubiera invitado a té.

Anne guardó silencio durante un rato... una voz sonaba en sus oídos:

«¿Podríamos recoger a su amiga para tomar el té juntos?»

Y su propia contestación... rápida, sin tiempo para pensarla:

«Muchas gracias, pero tenemos que ir a tomarlo con unos amigos.»

Una mentira... una mentira tonta. La estúpida manera en que una decía la primera cosa que le venía a la cabeza, sin pararse ni un instante a reflexionar. Hubiera sido muy fácil decir: «Gracias, pero mi amiga debe haberlo tomado ya.» Eso, en el caso de que no quisiera, como así era, que Rhoda fuera con ellos.

A ella misma le extrañaba la forma en que detestaba la presencia de Rhoda. Había deseado, en definitiva, tener a Despard para ella sola. Había sentido celos. Celos de Rhoda. De Rhoda; tan ingeniosa, tan dispuesta la conversación, tan llena de entusiasmo y de vida... La otra noche parecía que el mayor Despard se había fijado mucho en Rhoda. Y sin embargo era a ella, Anne Meredith, a quien el muchacho había ido a visitar. Rhoda era así. Sin proponérselo la dejaba a una en segundo término. No; definitivamente, no había querido que Rhoda les acompañara.

Pero había obrado como una estúpida, embarullándose de aquella forma. Si se hubiera conducido mejor, a estas horas estaría tomando el té con Despard, en su club o en cualquier otro sitio.

Se sentía molesta con Rhoda. Era un estorbo. ¿Y por qué había ido a visitar a la señora Oliver?

En voz alta preguntó:

—¿Por qué has ido a ver a la señora Oliver?

—Nos dijo que viniéramos.

—Sí; pero no creí que dijera en serio. Supongo que siempre lo dice.

—Pues hablaba en serio. Ha sido muy amable... no podía haberlo sido más. Me regaló una de sus novelas. Mira.

Rhoda sacó a la luz su trofeo.

Anne preguntó suspicazmente:

—¿De qué habéis hablado? ¿No sería de mí?

—¡Miren qué presunción tiene la chica!

—Nada de eso. ¿Hablasteis de mí? ¿Hablasteis del... asesinato?

—Hablamos acerca de los asesinatos. Está escribiendo sobre uno, en que el veneno está disimulado en un relleno de salvia y cebolla. Es asombrosamente humana... dice que el escribir es un trabajo pesadísimo y me contó de qué forma se encuentra muchas veces en unos embrollos terribles al planear la trama de sus novelas. Tomamos café y tostadas calientes con mantequilla —terminó Rhoda con acento triunfal.

Y luego añadió:

—Anne. Querrás tomar el té, ¿verdad?

—No. Ya lo he tomado. Me invitó la señora Lorrimer.

—¿La señora Lorrimer? ¿No es la que... la que estaba allí?

Anne asintió.

—¿Dónde la has encontrado? ¿Fuiste a verla?

—No. La encontré en Harley Street.

—¿Qué aspecto tenía?

Anne contestó con lentitud:

—No sé cómo decirte. Estuvo... algo rara. No parecía la de la otra noche.

—¿Sigues creyendo que lo hizo ella? —preguntó Rhoda.

Su amiga permaneció silenciosa y al cabo dijo:

—No lo sé. ¡No hablemos más de esto, Rhoda! Ya sabes de qué forma aborrezco el hablar de estas cosas.

—Está bien. ¿Qué tal es el abogado? ¿Muy seco y legalista?

—Es de aspecto altivo y algo judío.

—Eso parece ser lo indicado —esperó un momento y después preguntó—: ¿Cómo se portó el mayor Despard?

—Estuvo muy amable.

—Se ha enamorado de ti, Anne; estoy segura.

—No digas tonterías, Rhoda.

—Bueno; ya lo verás.

Rhoda empezó a canturrear por lo bajo mientras pensaba:

«Está enamorado de ella, desde luego. Anne es muy bonita. Pero un poco sosa... Nunca lo acompañará en sus viajes. ¿Y cómo tenía que hacerlo si estoy segura de que chillará a la vista de una serpiente?... Los hombres siempre se vuelven locos por mujeres que no sirven para nada.»

Luego dijo en voz alta:

—Ese autobús nos llevará a Paddington. Tenemos el tiempo justo para tomar el tren de las cuatro cuarenta y ocho.

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