Capítulo XXIV



¿Eliminación de tres asesinos?

Cuando llegó a Londres, el superintendente Battle fue directamente a ver a Poirot. Anne y Rhoda se habían ido hacía una hora.

Sin añadir ningún comentario, Battle hizo una relación de sus investigaciones en el Devonshire.

—Eso es lo que buscábamos... no hay duda de ello —terminó—. Era lo que Shaitana insinuó... al hablar de un «accidente doméstico». Pero lo que no veo claro es el motivo. ¿Por qué quería matar a la señora?

—Creo que le puedo ayudar en este sentido, amigo mío.

—Adelante, pues, monsieur Poirot.

—Esta tarde he realizado un pequeño experimento. Invité a la señorita Meredith y a su amiga, a que vinieran a visitarme. Le hice mi acostumbrada pregunta acerca de lo que había en aquella habitación.

Battle lo miró con curiosidad.

—Es usted muy astuto al hacer esa pregunta.

—Sí; resulta útil. Me aclara mucho las cosas. La señorita Meredith es desconfiada... muy desconfiada. Esa joven no da nada por cierto. Pero este perro viejo de Hércules Poirot realizó una de sus mejores tretas. Le tendí una trampa chapucera, como si fuera una andanada. La muchacha mencionó una caja de joyas egipcias, y yo le pregunté si estaba al otro extremo de la habitación, frente a la mesa en que descansaba el puñal. No cayó en la trampa. La evitó diestramente y con ello quedó satisfecha de sí misma, descuidando su vigilancia anterior. ¡Éste era, pues, el objeto de la visita... hacerle admitir que sabía dónde estaba la daga y que la vio! Su ánimo se rehizo cuando creyó que, al parecer, me derrotaba. Habló luego sin cortapisas acerca de las joyas. Se había dado cuenta de muchos de sus detalles... No recordaba nada más de lo que había en la habitación... excepto un jarro de crisantemos cuya agua debía ser renovada.

—¿Y bien? —dijo Battle.

—Eso es significativo. Suponga que no sabemos nada acerca de la muchacha. Sus palabras nos darán un indicio de su carácter. Se fija en las flores. ¿Es que le gustan entonces? No, puesto que omitió mencionar un pomo de tulipanes tempranos que hubieran llamado inmediatamente la atención de cualquier aficionado a las flores. No; es la señorita de compañía a sueldo la que habla... la muchacha que tiene la obligación de renovar el agua de las flores... y, unido a todo esto, tenemos una joven a quien le gustan las joyas. ¿No le parece que es sugestivo todo esto?

—¡Ah! —dijo Battle—. Ya empiezo a comprender lo que se propone.

—Exactamente. Como le dije el otro día, puse mis cartas sobre la mesa. Cuando usted nos contó lo que la chica había dicho y la señora Oliver hizo su sorprendente declaración, mi pensamiento se dirigió en seguida a un punto importantísimo. El asesinato no podía haber sido cometido por lucro, puesto que la señorita Meredith tenía todavía que ganarse la vida después de lo ocurrido. ¿Por qué entonces? Consideré el temperamento de la muchacha, tal como aparecía superficialmente Una joven algo tímida; pobre, pero bien vestida y aficionada a las cosas buenas... El temperamento de un ladrón, más bien que el de un asesino. E inmediatamente pregunté si la señora Eldon era desordenada Usted me lo confirmó, y entonces formé una hipótesis. Supongamos que Anne Meredith tenía un punto flaco en su carácter... que fuera una de esas muchachas que roban pequeños objetos en las tiendas. Supongamos que, siendo pobre y gustándole las cosas buenas, le quitara unas cuantas cosillas a su señora. Un broche; tal vez una media corona o dos; un hilo de perlas... La señora Eldon, como era descuidada, achacaría la pérdida de estos objetos a su propio desorden. No sospecharía de su asistenta. Pero ahora supongamos un tipo diferente de señora... una señora que se diera cuenta de lo que pasaba y acusara del robo a Anne Meredith. Esto podría ser un motivo para el asesinato. Como dije la otra noche, la señorita Meredith podría cometer un asesinato sólo si la acosaba el miedo. Sabe que su señora es capaz de probar su robo. Sólo una cosa podrá salvarla; su señora debe morir. Cambia por lo tanto las botellas y la señora Benson muere... convencida de que la equivocación fue suya; sin sospechar ni por un momento que la asustada muchacha tiene algo que ver en ello.

—Es posible —comentó el superintendente Battle—. Tan sólo es una hipótesis; pero es posible.

—Es un poco más que posible, amigo mío.... es también probable. Porque esta tarde le tendí una trampa bien cebada... una trampa verdadera... después de la que fingí tenderle antes. Si lo que sospechaba era verdad, Anne Meredith no sería capaz nunca de resistir ante un par de medias de alto precio. Le rogué que me ayudara y tuve mucho cuidado de hacerle saber que no estaba seguro del número de pares de medias que tenía. Salí de la habitación, dejándola sola... y el resultado, amigo mío, es que ahora sólo tengo diecisiete pares de medias, en vez de diecinueve que compré; y que los dos que faltan salieron de esta casa en el bolso de Anne Meredith.

—¡Fuiu! —silbó el superintendente—. Corrió un gran riesgo.

Pas de tout. ¿De qué creía ella que yo sospechaba? De asesinato. ¿Qué riesgo se corre entonces robando un par o dos de medias de seda? Yo no busco un ladrón.

Además, el ladrón o el cleptómano siempre piensa igual... está convencido de que nadie le descubrirá.

Battle asintió.

—Eso es verdad. Aunque es increíblemente estúpido. La cabra siempre tira al monte. Bueno; entre nosotros, creo que hemos logrado descubrir la verdad. Anne Meredith fue descubierta robando. Anne Meredith cambió las botellas de un estante a otro. Sabemos que fue asesinato... pero, maldita sea, si llegamos a probar nunca que fue ella la culpable. Anne Meredith consigue escapar. ¿Pero qué me dice de Shaitana? ¿Lo mató la muchacha?

Permaneció callado durante unos instantes y luego sacudió la cabeza.

—No coincide —dijo de mala gana—. No es de las que corren un riesgo. Cambiar un par de botellas, pase. Sabía que nadie podría imputárselo. Estaba absolutamente segura... porque cualquiera pudo hacerlo. La cosa pudo fracasar, desde luego. La señorita Benson podía haberse dado cuenta antes de beber el jarabe, o el médico pudo salvarla. Fue lo que podríamos llamar un asesinato muy problemático. El éxito era muy incierto. Pero lo tuvo. Lo de Shaitana es harina de otro costal. Fue un crimen deliberado, audaz y preconcebido.

Poirot asintió.

—Estoy de acuerdo con usted. Los dos tipos de asesinato no se parecen.

Battle se restregó la nariz.

—Esto parece eliminarla, por lo que se refiere a Shaitana. Roberts y la chica eliminados de la lista. ¿Y qué pasa con Despard? ¿Tuvo suerte con la señora Luxmore?

Poirot narró sus aventuras de la tarde anterior.

—Ya conozco ese tipo de señoras. No se pueden distinguir lo que recuerdan de lo que inventan.

Poirot prosiguió. Descubrió la visita de Despard y todo lo que éste le contó.

—¿Cree usted su versión de los hechos? —preguntó Battle bruscamente.

—Sí, la creo.

El superintendente suspiró.

—Yo también. No es de esos que disparan contra un hombre porque quieren quedarse con su esposa. Y después de todo, ¿qué cuesta conseguir el divorcio? Muchos lo hacen. Despard no tiene una carrera que pueda ser arruinada. Shaitana falló en esta ocasión. El asesino número tres no lo era en el sentido literal de la palabra,

Miró a Poirot.

—Por lo tanto, sólo queda...

—La señora Lorrimer —dijo el detective.

Sonó el timbre del teléfono. Poirot se levantó y cogió el auricular. Habló unas pocas palabras, aguardó y volvió a hablar. Luego colgó el aparato y volvió hacia donde estaba Battle.

Su cara tenía una expresión grave. —Era la señora Lorrimer —dijo—. Quiere que vaya a su casa... ahora.

Los dos hombres se contemplaron mutuamente y Battle sacudió la cabeza con lentitud.

—¿Me equivoco al pensar que estaba usted esperando que ocurriera una cosa así? —preguntó.

—Me lo figuraba —dijo Hércules Poirot—. Eso es todo. Sólo me lo figuraba.

—Será mejor que vaya usted en seguida —observó Battle—. Tal vez consiga por fin enterarse de la verdad.

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