Capítulo XIV



El tercer visitante

El superintendente Battle llegó a Wallingford hacia las siete de la tarde. Tenía la intención de enterarse de todo lo que pudiera por medio de las habladurías del pueblo antes de entrevistarse con la señorita Meredith. No fue difícil conseguir los informes que necesitaba. Sin comprometerse haciendo manifestaciones concretas, el superintendente dio diferentes impresiones acerca de su rango y ocupaciones de la vida social.

Dos de sus interlocutores, por lo menos, hubieran asegurado que era un contratista de Londres, venido expresamente para ver si se podía añadir una nueva ala al chalet en que vivía la muchacha. Otros decían que era un caballero que deseaba alquilar una finca amueblada para pasar los fines de semana, y dos más afirmaban categóricamente que representaba a la empresa de un frontón.

La información que recogió Battle era enteramente favorable.

—¿Wendon Cottage? Sí, eso es, en la carretera de Marlbury. No puede perderse. Sí, dos jóvenes. La señorita Dawes y la señorita Meredith. Dos muchachas muy amables. No son de las que gustan del bullicio.

—¿Si hace años que están aquí? No, no tanto. Un poco más de dos. Llegaron a principios de septiembre. Compraron la finca al señor Pickersgill. Después que murió su esposa yo no venía mucho por aquí.

El informador no había oído nunca decir que procedieran de Northumberland. Él personalmente creía que vinieron de Londres. Las chicas se habían hecho populares en la vecindad, aunque algunos anticuados creyeron que no estaba bien el que dos jóvenes vivieran solas. Pero eran muy sensatas. Nada de gente acostumbrada a llenarse de combinados en los fines de semana. La señorita Rhoda era más decidida y la señorita Meredith la más callada. Sí, la señorita Dawes pagaba las facturas. Fue quien puso el dinero para comprar la casa.

Las averiguaciones del superintendente le llevaron por fin inevitablemente a la señora Astwell... que «cuidaba» de las señoras de Wendon Cottage.

La señora Astwell resultó ser una persona muy locuaz.

—Pues no, señor. No creo que quieran venderla. Al menos por ahora. La compraron hace dos años tan sólo. He trabajado para ellas desde que llegaron, sí, señor. De ocho a doce es mi jornada. Son unas señoritas muy amables y vivarachas, siempre dispuestas a gastar una broma y divertirse un poco. Nada engreídas.

—Desde luego, no puedo decir si es la misma señorita Meredith que usted conoce, señor... si pertenece a la misma familia, quiero decir. Tengo idea de que procede del Devonshire. Cuando le envían nata de vez en cuando, dice que le recuerda su hogar, por lo cual deduzco que debe ser de allí.

—Como dice usted, señor, es muy triste que tantas jóvenes tengan que ganarse la vida en estos días. Las chicas no son lo que pudiéramos llamar ricas, pero llevan una vida muy agradable. La señorita Dawes es la que tiene dinero, desde luego, y la señorita Meredith es una especie de acompañante. La finca pertenece a la primera de ellas.

—En realidad, no sé de qué parte vino la señorita Anne. Oí que mencionaba una vez la isla de Wright y sé que no le gusta el norte de Inglaterra. Ella y la señorita Rhoda estuvieron juntas en el Devonshire, porque las he oído bromear acerca de sus colinas y hablar de sus bonitas cavernas y bahías.

La corriente de información siguió fluyendo y el superintendente Battle iba tomando nota mental de todo. Más tarde anotó un par de palabras cabalísticas en su agenda.

Eran las ocho y media cuando recorrió el sendero que conducía a la puerta de Wendon Cottage.

Abrió una muchacha alta y morena, vestida con una bata de cretona color naranja.

—¿Vive aquí la señorita Meredith? —preguntó el superintendente.

—Sí, aquí vive.

—Me gustaría hablar con ella, por favor. Soy el superintendente Battle.

Fue favorecido inmediatamente con una mirada penetrante.

—Pase —dijo Rhoda apartándose a un lado.

Anne Meredith estaba sentada junto al fuego, sorbiendo una taza de café. Llevaba un pijama de crespón de China bordado.

—Es el superintendente Battle —anunció Rhoda mientras hacía pasar al visitante.

Anne se levantó y avanzó unos pasos con las manos extendidas.

—Es un poco tarde para hacer una visita —se excusó Battle—. Pero quería encontrarla en casa y hoy ha hecho un día estupendo.

La joven sonrió.

—¿Quiere tomar un poco de café, superintendente? Trae otra taza, Rhoda.

—Es usted muy amable, señorita Meredith.

—Creemos que sabemos hacer un café bastante aceptable —dijo Anne.

Indicó una silla y Battle se sentó. Rhoda trajo una taza y Anne la llenó de café. El crujido del fuego y las flores arregladas en bonitos jarrones causaron una buena impresión en el policía.

Era un agradable ambiente hogareño. Anne no parecía estar turbada y la otra muchacha continuaba mirando a Battle con absorto interés.

—Le estábamos esperando —comentó Anne.

Su voz tenía cierto tono de reproche. «¿Por qué se ha olvidado de mí?», parecía decir.

—Lo siento, señorita Meredith He tenido que hacer una gran cantidad de trabajo rutinario.

—¿Con resultado satisfactorio?

—No del todo. Pero debía hacerlo de todos modos. Puede decirse que he vuelto del revés al doctor Roberts. Y lo mismo ha sucedido con la señora Lorrimer. Ahora voy a hacer lo mismo con usted.

Anne sonrió.

—Estoy dispuesta.

—¿Y qué me dice del mayor Despard? —preguntó Rhoda.

—No lo dejaremos pasar por alto, se lo prometo —contestó Battle.

Dejó la taza de café y miró a Anne. La muchacha se había sentado un poco estiradamente.

—Estoy a su disposición, superintendente. ¿Qué quiere saber?

—Pues, en términos generales, todo lo que se refiere a usted, señorita Meredith.

—Soy una persona altamente respetable —dijo Anne sonriendo.

—Lleva una vida irreprochable —intervino Rhoda—. Se lo puedo asegurar.

—Bueno, eso está muy bien —dijo el policía jovialmente—. Entonces, ¿hace tiempo que conoce a la señorita Meredith?

—Fuimos juntas al colegio —contestó Rhoda—. Qué lejos parece eso, ¿verdad, Anne?

—Tan lejos que apenas podrá recordarlo, según supongo —dijo Battle lanzando una pequeña risita—. Bien, señorita Meredith, temo que voy a ser como uno de esos formularios que deben llenarse para solicitar el pasaporte.

—Nací... —empezó Anne.

—De padres pobres, pero honrados —comentó Rhoda.

El superintendente Battle levantó una mano con ligero aspecto de reproche.

—Vamos, vamos, joven —dijo.

—Rhoda, por favor —observó Anne con gravedad—. Esto va en serio.

—Lo siento —replicó la muchacha.

—Bien, señorita Meredith; nació usted... ¿dónde?

—En Quetta, en la India.

—¿Ah, sí? ¿Su familia pertenecía al ejército?

—Sí. Mi padre fue el mayor John Meredith. Mi madre murió cuando yo tenía once años y mi padre se retiró cuando cumplí los quince; nos fuimos a vivir en Cheltelham. Murió cuando yo tenía dieciocho años, y prácticamente no me dejó ni un penique.

Battle movió la cabeza con simpatía.

—Supongo que sería un rudo golpe para usted.

—Así fue. Sabía que no estábamos en muy buena posición económica, pero comprobar que no había absolutamente nada... bueno, era diferente.

—¿Y qué hizo usted, señorita Meredith?

—Tuve que buscar un empleo. Mi educación no había sido muy buena y, además, yo no destacaba por lista. No sabía escribir a máquina, taquigrafía o cosas parecidas. Una amiga de Cheltelham consiguió que me colocara con unos conocidos suyos... para cuidar de dos chiquillos cuando estaban en casa los días de fiesta.

—¿Cómo se llamaba su señora, por favor?

—Señora Eldon; vivía en la finca «Los Alerces», en Ventnor. Estuve con ella durante dos años y luego los Eldon se marcharon al extranjero. Después serví a una tal señora Deering.

—Mi tía —apuntó Rhoda.

—¿En calidad de qué estuvo allí... de señora de compañía?

—Sí... puede decirse que sí.

—Más bien de segundo jardinero —dijo Rhoda.

Luego explicó:

—Mi tía Emily estaba chiflada por la jardinería. Anne se pasaba la mayor parte del tiempo cruzando e injertando rosales.

—¿Y dejó usted a la señora Deering?

—Su estado de salud empeoró y tuvo que buscar a una enfermera fija.

—Tiene cáncer —observó Rhoda—. La pobrecita ha de tomar morfina y cosas por el estilo.

—Fue siempre muy amable conmigo y sentí mucho dejarla —prosiguió Anne.

—Yo buscaba entonces una finca como ésta —dijo Rhoda—, y necesitaba que alguien la compartiera conmigo. Papá se casó otra vez... no muy a mi gusto, y le rogué a Anne que viniera. Desde entonces está aquí.

—Bien. Parece realmente que es una vida intachable —comentó Battle—. Aclaremos bien las fechas. Dijo que estuvo con la señora Eldon durante dos años. A propósito ¿dónde vive ahora?

—Está en Palestina. Su marido tiene allí un cargo oficial... no estoy segura de cuál es.

—Perfectamente; pronto lo sabré. ¿Y después estuvo usted con la señora Deering?

—Sí, durante tres años —dijo rápidamente Anne—. Su dirección es Marsh Dene, Little Hemburry, en Devon.

—Comprendido —convino Battle—. Por lo tanto, tiene usted ahora veinticinco años, señorita Meredith. Y ahora, sólo una cosa más... el nombre y la dirección de un par de personas de Cheltelham que la conozcan a usted y a su padre.

Anne se los proporcionó.

—Respecto al viaje que hizo a Suiza... donde conoció al señor Shaitana, ¿fue usted sola... o la acompañó la señorita Dawes?

—Fuimos las dos. Nos juntamos con más gente. Éramos ocho.

—Cuénteme algo sobre la forma en que conoció al señor Shaitana.

Anne frunció las cejas.

—No hay mucho que decir sobre ello. Estaba allí y le conocimos de la forma en que, por lo general, se traba amistad con la gente en un hotel. Le dieron el primer premio en un baile de disfraces. Se vistió de Mefistófeles.

El superintendente Battle suspiró.

—Sí; siempre fue su disfraz favorito.

—En realidad, era maravilloso —opinó Rhoda—. No tenía necesidad de maquillarse.

El policía miró a las dos muchachas alternativamente.

—¿Quién de ustedes dos lo conocía mejor?

Anne titubeó y Rhoda fue la que contestó:

—Al principio ambas lo tratábamos igual. Es decir, muy poco. Nuestra pandilla se dedicaba exclusivamente a esquiar y la mayoría de los días nos los pasábamos en las pistas. Por las noches bailábamos juntos. Entonces pareció que Shaitana se encaprichaba por Anne. Ya sabe usted; se desvivía por complacerla. La hicimos rabiar un poco con ello.

—Creía que lo estaba haciendo para molestarme —dijo Anne—. Porque a mí no me gustaba en absoluto. Supongo que le divertía verme turbada.

Rhoda comentó, riendo:

—Le dijimos a Anne que haría un buen casamiento. Se enfadó mucho con nosotros.

—Tal vez podría facilitarme los nombres de las personas que les acompañaban en aquella excursión —solicitó Battle.

—No es usted lo que yo llamaría un hombre confiado —observó Rhoda—. ¿Cree que cada palabra de las que le decimos son mentiras preconcebidas?

El superintendente Battle parpadeó.

—Quiero asegurarme de que no lo son —replicó.

—Sospecha usted, ¿no es eso? —dijo Rhoda.

Escribió varios nombres en una hoja de papel y se la entregó.

Battle se levantó.

—Bueno; muchísimas gracias, señorita Meredith —dijo—. Como opina la señorita Dawes, parece que ha llevado usted una vida irreprochable. No creo que deba preocuparse mucho. Es extraña la forma en que el señor Shaitana cambió su forma de tratarla. Perdóneme la pregunta, ¿le pidió que se casara con él... o... ejem... la molestó con atenciones de otra clase?

—No trató de seducirla —intervino Rhoda—, si es eso lo que quiere usted decir.

Anne se sonrojó.

—Nada de eso —replicó—. Siempre fue muy cortés... y... formal. Justamente fueron sus maneras rebuscadas lo que me hacía sentirme incómoda.

—¿Y algunas cositas que dijo o insinuó?

—Sí... pero... no. Nunca insinuó nada.

—Lo siento. Esos hombres fatales lo hacen algunas veces. Bien; buenas noches, señorita Meredith. Muchísimas gracias por todo. El café era excelente. Buenas noches, señorita Dawes.

—¡Vaya! —dijo Rhoda cuando Anne volvió a entrar en la habitación después de haber cerrado la puerta cuando salió el policía—. Ya ha pasado todo y no ha sido tan terrible. Es un hombre amable y paternal que, evidentemente, no sospecha de ti lo más mínimo. Todo fue más bien de lo que yo creía.

Anne se dejó caer lentamente en un sillón dando un suspiro.

—Realmente, fue muy fácil —dijo—. Fui una tonta por preocuparme tanto. Creí que trataría de intimidarme como un fiscal desde su estrado.

—Parece ser bastante razonable —opinó Rhoda—. Sabe demasiado bien que tú no eres una mujer capaz de asesinar a nadie.

Titubeó un poco y preguntó:

—Oye, Anne. No le has dicho que estuviste en Combrease. ¿Te olvidaste?

La joven contestó lentamente:

—No creo que eso importe mucho. Estuve allí sólo unas pocas semanas. Y nadie me preguntará por ello. Le escribiré y se lo diré si crees que es necesario; pero estoy segura de que no lo es. Dejémoslo estar.

—Está bien; como quieras.

Rhoda se levantó y conectó la radio.

Una voz ronca dijo:

—Acaban ustedes de oír, interpretado por los «Black Nubans», el fox. ¿Por qué me cuentas mentiras, niña?

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