Capítulo I



El señor Shaitana

Mi apreciado monsieur Poirot!

Era una voz suave y acariciadora; una voz usada deliberadamente como instrumento. En ella no había nada impulsivo e impremeditado. Hércules Poirot dio media vuelta. Se inclinó y estrechó ceremoniosamente la mano que le tendía el otro.

En los ojos del detective se reflejó una expresión extraña. Podía decirse que aquel encuentro casual había despertado en él una emoción experimentada en raras ocasiones.

—Mi estimado señor Shaitana —dijo.

Ambos callaron. Parecían dos duelistas en garde.

Alrededor de ellos se arremolinaba, con sosiego, una masa de londinenses lánguidos y bien vestidos. Se oía el murmullo de las voces.

—¡Precioso...! ¡Exquisito...!

—Son divinas, ¿no te parece, querida?

Se encontraban en la exposición de cajas de rapé que se celebraba en la Wessex House. El precio de la entrada, una guinea, se destinaba a los hospitales de Londres.

—¡Qué agradable verle de nuevo! —dijo el señor Shaitana—. ¿Escasea el trabajo de colgar o guillotinar a la gente? ¿Decae la actividad del mundo criminal... o va a ocurrir aquí un robo esta misma tarde...? Sería estupendo.

—Siento decepcionarle, monsieur —contestó Poirot—; pero mi presencia en esta exposición se debe a motivos puramente particulares.

La atención del señor Shaitana recayó, de momento, sobre una Adorable Jovencita que llevaba unos apretados rizos en un lado de su cabeza y tres cucuruchos de paja negra en el otro.

—Pero, ¿cómo no vino a mi última fiesta? —preguntó el señor Shaitana—. ¡Fue maravillosa! Gran cantidad de gente habló conmigo. ¡Pásmese! Hasta una señora me dijo: «¿Cómo está usted?», «Adiós» y «Muchísimas gracias»; pero la pobre era provinciana, desde luego.

Mientras la Adorable Jovencita contestaba adecuadamente a estas razones, Poirot estudió con detenimiento el hirsuto adorno que campeaba sobre el labio superior del señor Shaitana.

Era un buen bigote; muy elegante. Tal vez único bigote que en Londres podía competir con el de monsieur Hércules Poirot.

«Pero no es tan exuberante —dijo para sí mismo—. No; no hay duda de que es inferior en todos los aspectos. Tout de même llama la atención.»

Toda la persona del señor Shaitana llamaba la atención, pues tal era la intención del propio interesado. Quería que su aspecto fuera lo más mefistofélico posible. Era alto y delgado, de cara larga y melancólica en la que resaltaban unas cejas fuertemente acentuadas y negras como el azabache. Llevaba un bigote con las puntas engomadas y una perilla negra. Sus ropas eran obras de arte; de correctísimo corte, aunque con cierto aire grotesco.

Todo buen inglés, cuando topaba con él, sentía un ardiente deseo de darle un puntapié. Y decían para su capote con una singular falta de originalidad: «Ahí viene ese maldito dago[1] de Shaitana».

Las esposas, hijas, hermanos, tías, madres y hasta las abuelas de tales ingleses, si bien variaban las palabras de acuerdo con su propia generación, solían decir también frases parecidas a ésta: «Ya lo sé, querida. Tiene un aspecto algo tremebundo, desde luego. ¡Pero es rico...! ¡Y, da unas fiestas tan magníficas...! Además, siempre tiene alguna cosa divertida y maliciosa que contarte acerca de la gente».

Nadie sabía si el señor Shaitana era sudamericano, portugués, griego o de cualquier otra de las nacionalidades despreciadas por los británicos.

Pero tres hechos eran ciertos por completo.

Vivía lujosamente en un costoso piso de Park Lane.

Daba fiestas de todas clases: grandes, pequeñas, macabras», respetables y extravagantes.

Era un hombre a quien casi todos temían.

Esto último era difícil de expresar con palabras concretas. Tal vez era debido a que daba la sensación de saber muchas cosas más de las convenientes acerca de todo el mundo. Y a esto unía un especial sentido del humor.

La gente intuía que era mejor no arriesgarse, ofendiendo al señor Shaitana.

Aquella tarde, su humor le incitaba a fastidiar al hombre de aspecto ridículo, llamado Hércules Poirot.

—¿De modo que un policía también necesita distraerse? —observó—. Se interesa usted por el arte a una edad demasiado avanzada, monsieur Poirot.

El detective sonrió.

—Ya he visto que envió usted tres cajas de rapé a la exposición —dijo.

El señor Shaitana agitó una mano con gesto de excusa.

—Algunas veces me dedico a comprar bagatelas. Debía usted venir un día por mi casa. Tengo algunas piezas interesantes. Pero no me limito a ningún período en particular ni a objetos determinados.

—Sus gustos son ortodoxos —comentó Poirot sonriendo.

—Exactamente.

De pronto, los ojos del señor Shaitana brillaron, levantó las comisuras de los labios y sus cejas se arquearon.

—Hasta le puedo enseñar varias cosas relacionadas con su profesión, monsieur Poirot —anunció.

—¿Acaso tiene un «Museo negro» particular?

—¡Bah! —el señor Shaitana chasqueó los dedos con desdén—. La taza que utilizó el asesino de Brighton, las herramientas de un célebre ladrón... todo eso son chiquillerías absurdas. Yo no me preocupo por esa basura. Me gusta coleccionar lo mejor de cada caso.

—Y hablando artísticamente, ¿qué objetos considera usted mejores en el crimen? —preguntó Poirot a la espera impaciente de la respuesta.

El señor Shaitana se inclinó y apoyó los dedos sobre el hombro del detective. Contestó con acento dramático y voz sibilante:

—Los seres humanos que lo cometen, monsieur Poirot.

Las cejas de éste se levantaron un poco.

—¡Aja! Le he sorprendido —exclamó el señor Shaitana—. Mi estimado amigo, usted y yo consideramos estas cosas desde diferentes puntos de vista. Para usted, el crimen es una mera rutina: un asesinato, una investigación, una pista y, por último, el descubrimiento del asesino, pues indudablemente usted es un experto en la materia. ¡Pero esas trivialidades no me interesan! No me atraen los ejemplares de poco valor. Y un asesino descubierto es, necesariamente, algo que tiene un defecto. Algo de segunda clase. No; yo considero el asunto desde el punto de vista artístico. ¡Sólo colecciono lo mejor!

—¿Y qué es lo mejor? —preguntó Poirot.

—El que ha logrado escapar. ¡El que ha tenido éxito! El criminal que disfruta de una vida agradable y sobre el cual no se tiene ni la más mínima sospecha. Debe usted admitir que mi distracción es muy divertida.

—Estaba pensando en otra palabra... y no era precisamente «divertida».

—¡Una idea! —exclamó Shaitana sin hacer caso de la observación de Poirot—. ¡Una pequeña reunión! ¡Una comida para que tenga la oportunidad de conocer mi colección! Ha sido una ocurrencia divertida, de veras. No sé cómo no pensé antes en ella. Sí... sí; eso... exactamente. Déme un poco de tiempo... la próxima semana no podrá ser, digamos la siguiente. ¿No tendrá ningún compromiso? ¿Qué día podemos elegir?

—Si es dentro de dos semanas, cualquier día me conviene —respondió Poirot inclinándose.

—Bien... entonces pongamos el viernes. El viernes, día dieciocho. Lo anotaré en mi agenda. Desde luego, la idea me satisface enormemente.

—Pues yo no estoy tan seguro de ello —replicó Poirot con lentitud—. No quiero decir con eso que desprecie su amable invitación... no; no es eso...

Shaitana le interrumpió.

—Pero ha quedado conmovida su sensibilidad burguesa, ¿verdad? Amigo mío, debe usted desembarazarse de las limitaciones que impone la mentalidad de un policía.

—Realmente, tengo un concepto absolutamente burgués acerca del asesinato —replicó el detective.

—Pero, ¿por qué? Cuando se trate de un asunto estúpido, vulgar, sanguinario... sí; estoy de acuerdo con usted. ¡Pero el asesinato puede ser un arte! Y el asesino un artista.

—Lo admito.

—Entonces, ¿qué? —preguntó el señor Shaitana.

—De todos modos, no deja de ser un asesino.

—Estoy convencido, monsieur Poirot, de que el hacer una cosa extremadamente bien, constituye en sí una justificación. Usted, dejando a un lado de toda imaginación, quiere coger el asesino, esposarle, encerrarle en la cárcel, y finalmente hacer que le rompan el cuello en las primeras horas de la mañana. En mi opinión, un asesino realmente afortunado debiera tener derecho a que el Estado le pagara una pensión, y yo no tendría inconveniente en invitarle a comer.

Poirot se encogió de hombros.

—No soy tan indiferente al arte en el crimen, como usted supone. Puedo sentir admiración hacia el asesino perfecto... como podría admirar también a un tigre... que es una fiera espléndida. Pero lo admiraría desde el exterior de la jaula. No entraría en ella, a no ser que mi deber me obligara. Porque, como usted sabe, señor Shaitana, el tigre puede saltar y...

Su interlocutor rió.

—Comprendo. ¿Y el asesino...?

—Puede matar —comentó Poirot gravemente.

—¡Pero qué alarmista es usted! Entonces, ¿no quiere venir a ver mi colección de... tigres?

—Al contrario. Tendré mucho gusto.

—¡Qué intrépido!

—No me ha entendido usted del todo, señor Shaitana. Con mis palabras quería prevenirle. Quiso hacerme admitir que su idea de coleccionar asesinos era divertida. Le dije que, en lugar de «divertida», podía emplear otra palabra. «Peligrosa», diría yo. Creo, señor Shaitana, que su distracción puede serlo.

El otro lanzó una risotada mefistofélica.

—Le espero, pues, el día dieciocho; ¿de acuerdo?

Poirot hizo una reverencia.

—Puede usted esperarme ese día. Mille remerciments.

—Arreglaré una pequeña reunión —dijo Shaitana, como si hablara consigo mismo—. No se olvide. A las ocho.

Durante unos momentos, Poirot contempló cómo se alejaba.

Después sacudió lentamente la cabeza con aspecto pensativo.

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