Hay amores que matan
Lo peor que le puede pasar a uno en la vida es que tenga a su más feroz y peor enemigo metido en casa, sin saberlo.
Mi aburrimiento por tener una vida sexual descabellada, pasando de una cama a otra, para luego estar una temporada completamente sola, me pesaba en el fondo. No es que quisiera encontrar al amor de mi vida y cambiar de la noche a la mañana, pero sí me apetecía encontrar a alguien especial que me hiciera vibrar de verdad, y que me correspondiera. Empezaba a pensar que Sonia estaba en lo cierto, y que mi momento había llegado.
Después de la muerte de Mami, me fui a Francia para asistir al entierro y recoger lo que me había dejado antes de irse: un almanaque que llevaba colocado en el baño desde que lo había comprado en los años cincuenta y a Bigudí, el gato, que nadie quería quedarse porque era bastante asocial y no soportaba ni a los humanos ni a los animales.
Bigudí me había adoptado de alguna forma, pues era la única que podía acercarse a él sin que se pusiera a emitir ruiditos más propios de un perro que de un felino.
Un fatídico día, me enamoré.
Me acordaré toda la vida de ese momento. Jaime tenía el físico de Imanol Arias. Era un hombre menudo pero alto, de mejillas descarnadas y con una potente nariz que gozaba de una pequeña verruga en su puntita. Lejos de acomplejarle, esa característica física le servía de pretexto para centrar la conversación en él, con cualquiera que hiciera una reflexión al respecto.
En el momento de nuestro encuentro, me fijé primero en sus manos, de largos dedos finos que podían perfectamente haber pertenecido a un gran virtuoso del piano. Tenía el gesto cansino, la mirada sibilina y una facilidad de palabra que hacía que tanto los hombres como las mujeres cayeran extasiados a sus pies, enamorados. De hecho, se jactaba siempre de conseguir a todas las mujeres que quisiera, y yo, viendo que en el fondo éramos iguales, me enamoré. Pensé al principio que Jaime era un personaje creado a mi medida por Felipe. Al final, esa impresión desapareció, porque por muchas discusiones que hubiésemos tenido Felipe y yo, nadie podía ser tan cruel y retorcido, incluso por venganza, como para inventarse a una persona tan vil y maquiavélica.
Jaime era, en el fondo, un perdedor resentido, un desecho humano. Nunca había conseguido su sueño de ser un empresario prestigioso, y, en sus múltiples intentos, se inventó a otra persona. De hecho, nunca entendí por qué no había llegado a ser un gran hombre de negocios pues, la verdad sea dicha, era absolutamente brillante y tenía todas las cartas a su favor: economista de formación y un largo y brillante curriculum. Se ve que las fuerzas del mal, en su caso, pudieron más que la bondad que cada ser humano lleva dentro. Y Jaime canalizó su potencialidad en destruir todo lo que le rodeaba y, particularmente, a la gente de éxito. Nunca podía soportar que alguien consiguiera las cosas en su lugar.
La primera vez que me acosté con Jaime, descubrí que tenía en el lateral del tobillo derecho una larga mancha de piel muerta que se quitaba con un escalpelo, para evitar que se acumulara y cojeara. La mancha tenía un color violáceo que me asustó la primera vez. Ese defecto físico, más que mermar sus encantos, como la verruga en la nariz, contribuía a dar más misterio a ese personaje que resultó ser un monstruo. Sabía convertir los defectos, que podían haber sido repulsivos para muchos, en ventajas a su favor.
Fue un amor a primera vista sin lugar a dudas. Al menos, por mi parte. Para él, fue sencillamente un juego, y había decidido jugar conmigo hasta las últimas consecuencias.