Hago el indio

12 de abril de 1997


Cuando al abrir la puerta de mi habitación le veo con su camisa a cuadros blancos y negros, imitación de la marca Façonnable, deseo convertirme de repente en una pequeña ficha del juego de las damas para recorrer todo su torso y espalda. Me está inspirando inmediata-mente un juego con reglas más violables unas que otras.


Rafael es guapo como un dios. Tiene una melena negra, larga y fina, que recoge con una goma elástica, y no para de colocar unas mechas rebeldes detrás de las orejas, a medida que va hablando. Su piel tiene un color aceituna azulada que daría envidia a más de una mujer cuarentona que se pasa la vida bronceando su cuerpo al sol en las playas de medio mundo.

A Rafa no le importa el color de la piel. A mí tampoco. Debo admitir, al contrario, que sus orígenes indios me han atraído enseguida. Sus dientes parecen de marfil, y me siento momentáneamente parte de un safari frente a un elefante africano.

Después de hablar del presupuesto para trabajar unas horas al.día de guía, y hacer unas fotos de lo más interesante del país, le he invitado a un fin de semana loco donde su integridad física corre muchísimo peligro. Y él lo sabe, pero creo que quiere correr el riesgo. No necesito a ningún guía, pero ya está contratado.


14 de abril de 1997


Me encanta la intensidad de nuestros encuentros. Me da una felicidad que él ni siquiera sospecha. Me motiva y me inspira.

La primera vez que nos encontramos, me pregunté si su piel estaba salada o no. Luego, descubrí que olía a palito de vainilla, de los que se utilizan para dar sabor a los alimentos.

Cuando hacemos el amor esta mañana, él me habla en español, no en quechua. Este detalle revela una cierta timidez bien escondida, quiere tomar distancia para consigo mismo, pronunciando palabras en otra lengua para negar esas ganas locas de poseerme; el ruido de su discurso resbala sobre las paredes de la habitación y sus palabras asaltan mi cuerpo, que se contrae cada vez que una de ellas me penetra en los oídos y cosquillea mi trompa de Eustaquio. Y me va debilitando poco a poco. Nunca le puedo decir que no. Después del amor, acabo siempre pigmentada de frases, mi boca se llena de restos imaginarios de hojas de coca masticadas entre los dos y mi pelo brilla como nunca. El suyo también. Durante el amor, lo lleva siempre suelto y es como una gamuza suave de proteínas orgánicas que va lustrando mi cuerpo.

Me gusta la sensualidad de sus labios y, mientras le estoy chupando el dedo gordo del pie, observo, divertida, cómo lo retuerce medio de placer, medio de risa, y cómo su cuerpo se estremece encima de las sábanas inmaculadas de la cama. Le como los talones, como un cachorro que hinca sus dientes en una zapatilla. El ruidito de la madera de la cama contra la pared debe revelarle al vecino de al lado una actividad reproductora envidiable para muchas parejas; pero no se trata del fuerte sonido de una posesión loca, como la de un Cro-Magnon con su hembra, sino de algo más sutil, que pone la piel de gallina. En muchas de estas ocasiones pienso en Roberto, mi gordito.


Rafa ha jugado muchas veces a untarme el cuerpo con mermelada de naranja amarga, la que sobra del desayuno, pues nunca me ha gustado, y que conservamos en la nevera del minibar. Me lame primero, suavemente con su pequeña lengua puntiaguda, y luego me la introduce en la boca. Y el calor que desprende la suya contrasta con la temperatura de la mermelada. Su piel es más suave que el mármol italiano, y es la primera vez que tengo a mi merced un cuerpo completamente imberbe. Me siento orgullosa de tener a tal espécimen en mi cama.

Después de muchos mimos y momentos de placer, él se quita el preservativo, a punto de reventar de lo lleno que está, y lo deja al lado de la cama. Me acuerdo de repente del error que cometen muchos hombres al dejar el condón usado a la vista de todos, pero se lo perdono esta vez. Al contrario, le agradezco con una mirada complaciente el darme en ofrenda su semen cristalino. Recojo el condón con dos dedos y acerco mi nariz al pequeño depósito, buscando el aroma del agua de mar mezclada con clara de huevo, pero el único olor que capto es el del látex recubierto de una sustancia llamada SK70, que, según el prospecto de la caja, aumenta la sensibilidad.

Cuando salgo de la ducha, enrollada en una toalla de color azul eléctrico, recién estrenada, que deja un montón de bolitas enganchadas a todo el cuerpo, me pongo delante del espejo y constato con horror que algunas se han camuflado en mis partes más íntimas. Al verme así, Rafa introduce, entre risas, sus dedos por todos los rincones escondidos, con toda la seguridad de un cirujano plástico empeñado a remoldearme completamente, y me va quitando delicadamente una a una esas pelusillas viciosas, como si estuviera sacándome espinas de la piel. Hoy me siento Fort Apache frente al jefe de los indios, cuyo apodo es Toro Sentado.

– Eres muy rica, jefa -me dice, suavemente.

Y tú eres mi tótem particular, pienso.


18 de abril de 1997


Es de noche y Rafa está conduciendo hacia los cerros más peligrosos de Lima. Cuando le he pedido ir allí, me ha mirado fijamente y me ha dicho:

– De acuerdo, jefa, pero con la condición de que te ates el pelo, lo escondas para que no vean que eres extranjera. Además, llevaré un arma por si acaso, y cerraremos las puertas. Ni se te ocurra salir del carro. ¿Comprendido?

– Comprendido -le contesto, con aire serio.

No me gusta ir con el pelo recogido. Nunca me ha gustado liacerme coletas, ni trenzas, ni nada de nada. Tengo un complejo con mis orejas. En la escuela me llamaban Jumbo, porque sobresalían entre mi precioso pelo largo. Dios sabe cuan crueles son los niños. Afortunadamente, mi madre se dio cuenta y me hizo operar a los diez años. Me pasé todo un verano en la Costa Azul con una banda que me cubría toda la cabeza. Y la gente le preguntaba a mi madre si había tenido un traumatismo craneal o si estaba enferma de cáncer. Mamá cruzaba los dedos todo el día, como para excretar tantas enfermedades, por si se les ocurría aparecer de repente. Creo que el cirujano no era muy bueno porque mis orejas se pa- recen todavía a hojas de col, lo que sigue acomplejándome.

La carretera -si se le puede llamar así- consiste en un terreno salpicado de tierra, parecida a la arena, con huellas de un tráfico intenso. Nuestro coche se está moviendo como un barco en plena tempestad, pero yo, curiosamente, no tengo mucho miedo. U contrario, me gustan estas subidas de adrenalina. Además, me excita saber que tengo a mi lado a un hombre armado.

Vemos a lo lejos unas luces que parecen venir de unas casas.Asentadas en lo alto de la colina.

– ¡Para el coche! -le digo a Rafa.

– ¿Cómo? -desacelera un poco y vuelve su cabeza hacia mí.

– ¡Que pares el coche ya! -Estoy casi gritando y, en la oscuridad, no puedo ver su cara de desconcierto, pero me la imagino.

– Si me paro ahora, no podré volver a arrancar el carro, jefa. Rafa intenta dar mucho énfasis a su explicación.

– Entonces lo empujaremos.

Mi solución al problema no parece convencerle y no me hace caso. Entonces cojo el freno de mano, y con un movimiento seco y seguro, levanto sin pensar en las consecuencias que puede llegar a tener esa maniobra temeraria.

– ¡Estás loca, jefa, podemos tener un accidente! -me grita.

Su brazo me empuja, impidiendo que mi mano pueda levantar por completo el freno. El coche se para bruscamente.

– ¿Qué te pasa? -me pregunta, casi enfadado por mi atrevimiento.

– Deseo que me quieras ahora mismo.

– ¿Qué? -está casi riéndose.

Veo que comprende lo que quiero decir pero no se atreve a pensar que pueda llegar a tener tanta cara.

– Ámame ahora mismo, aquí, en medio de la carretera -digo, esforzándome en abrir la puerta del coche.

Me es difícil porque el auto está inclinado en una pendiente. Tras empujarla varias veces lo consigo. Salto del asiento como si estuviera en un estado de ingravidez y me pongo delante de los faros para que Rafa me pueda ver mejor. Quizá le despierte la libido. El paisaje es un poco hostil, y para más inri todo está silencioso. Ni un ruido. Ni pájaros que cantan. Al poco rato, Rafa sale también del coche y se sitúa detrás de mí. Con una mano, me empuja contra el capó y me levanta la camisa. Empiezo a sentir el roce de la punta de sus dedos, dibujando sobre mi espalda pequeños ochos. El signo del infinito. Comunicación de las abejas. De vez en cuando, moja con su lengua un dedo, y vuelve a dibujar esas acuarelas hasta llegar al principio de mis nalgas. Desabrocha, impaciente, el botón de mis pantalones que se van cayendo y recubren mis bambas. Con sus dos manos, levanta mis glúteos para que mi sexo hambriento esté a la altura de su falo, que se erige en la oscuridad como la reivindicación del todopoderoso. En este mismo momento, se me pasa por la cabeza unas imágenes de un film de terror que vi con unos amigos de universidad. Se llamaba El mito de Kzulu. ¡Escalofriante! Era la historia de un monstruo que, dotado de un miembro de dimensiones extraordinarias, violaba a todas las vírgenes que encontraba. Todas morían empaladas sobre esa verga gigantesca. Solíamos ver películas de terror antes de los exámenes parciales, para desahogarnos de tanta presión. Esta noche, en el fondo, estoy aprensiva, por eso quiero provocar a Rafa.

Rafa empieza su vaivén y entre dos gemidos míos, noto que está a punto de dejarse llevar. No se lo impido. Me gusta que no pueda resistir. Y se deja. Al poco rato, inicio yo mi ascensión. Me acuerdo de la estrella fugaz en la que se convirtió Cristian, y de los demás hombres que han pasado por mi vida, incluso de los que es-lan aún por llegar. Nunca he tenido la memoria tan clara. Dejo escapar un grito que seguramente se ha oído en las chabolas construidas apaciblemente sobre la colina.

– Hazme fotos, así, con los pantalones bajados. Rafa no se hace de rogar, y armando su potente flash, dispara su tercer ojo sobre mi silueta.

– Sonríe -me pide, mientras se va acercando un poco más a mí. Adopto distintas poses, orgullosa de ser modelo improvisada de una noche.

– ¡Vamonos ya! -le ordeno cuando ya estoy cansada. Subimos los dos al coche y, después de pisar varias veces el acelerador, conseguimos seguir nuestro camino. Cuando llegamos a la pequeña población encima de la colina, la vista de Lima es inigualable. Un montón de niños rodean el coche y siguen nuestro paso, corriendo detrás de nosotros. Paramos un momento.

– Toma fotos de la ciudad -le pido a Rafa-. Y de los niños., Puede ser?

– Sí, jefa. Pero quédate quieta, ¡por favor! No quiero tener problemas con esta gente. ¡Fíjate cómo nos miran!

Se está amontonando gente que va saliendo de unos bares construidos con cartones y madera, curiosos por saber quiénes son los que se han aventurado en un territorio solamente reservado a los pobres, a los sin nada.

Veo parabólicas encima de las chabolas.

– ¿Cómo pueden tener antenas parabólicas? ¡Ni siquiera yo tengo una en mi casa en España! -pregunto, completamente desconcertada.

– El gobierno les ha hecho llegar electricidad y agua. Parece increíble, pero es así. Hasta hay autobuses que llegan hasta aquí. Son guaguas privadas. Por medio sol, pueden subir o bajar a la ciudad. Muchos venden fruta en el centro de la ciudad durante el día, y luego vuelven a sus casas -me explica mientras enfoca a los niños con su cámara.

Éstos se divierten haciendo muecas raras y sacándonos la lengua.

– Toma una foto, Rafa. -Es lo que intento hacer.

En aquel mismo instante, me doy cuenta de que todavía tengo la bragueta de mis pantalones abierta. Con dificultad intento subirla, pero unos golpes tremendos contra el coche me lo impiden. Al levantar la cabeza, me doy cuenta de que la gente, con cara de pocos amigos, está intentando volcar el auto.

– Agárrate, jefa, que nos vamos de aquí pitando -me grita Rafa.

Tira la cámara sobre mis piernas y mete primera con gran nerviosismo.

La gente se va dispersando y, poco a poco, lo único que vemos es el polvo de la tierra que se va levantando detrás de nosotros.

– ¿Has conseguido hacer fotos? -rompo el silencio sólo cuando ya estamos llegando al hotel.

– Sí, jefa. Pero que sepas que ha sido una locura ir allí. Podía haber acabado mal. -Claro, Rafa. Podía.

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