Después de haber redactado un anuncio para encontrar trabajo, recibí varias ofertas, pero ninguna me atrajo lo suficiente como para contactar con esas empresas y concertar una cita. Hasta que un día recibí una carta de un tal Jaime Rijas, consultor en empresas, que buscaba a una asistente de dirección. En la carta, me informaba de que le podía llamar a su teléfono móvil para concertar una entrevista. La primera vez que traté de hablar con él no tuve suerte. Su móvil estaba permanentemente desconectado. Al final lo conseguí, y la persona que me respondió al otro lado del teléfono me dio una impresión excelente. Era muy profesional y, como tal, buscaba a una persona muy profesional también. Decidimos vernos después del almuerzo, en su despacho.
6 de mayo de 1998
Las oficinas de Jaime se encuentran en pleno corazón de Barcelona, en el barrio del Eixample, en un edificio de fachada rosa pálido con amplios balcones. Llego a la hora concertada, y un señor de unos cincuenta años, de mirada vivaracha y con una pipa en la boca, me abre la puerta. Se ve que las secretarias no han vuelto del almuerzo, y a ese señor, que parece ser más bien un ejecutivo que un administrativo, le ha tocado atenderme. Apenas intercambiamos unas palabras y Jaime aparece, cojeando ligeramente, desde el fondo del pasillo donde se encuentra su despacho. El hombre de la pipa desaparece enseguida, y Jaime me saluda dándome un fuerte.ipretón de manos.
– ¿Le ha pasado algo en la pierna? -le pregunto, con la única intención de ser amable.
– No, no es nada. Me he dado un tirón jugando al paddle este fin de semana -me responde, con un tono muy esnob y quitando importancia al asunto.
Me invita inmediatamente a entrar en su despacho. El cuarto no es muy grande, da al otro lado del edificio, a un patio interior, y es bastante oscuro. Enciende una lámpara halógena y me resulta extrano ver tan pocas cosas en el despacho de una persona que se supone que es el director general de la compañía. Una vez más, Jaime, que ha visto que estoy observando mucho a mi alrededor, vuelve a quitarle importancia al asunto y me da la siguiente explicación:
– No haga caso de cómo tengo el despacho, señorita. Nos acabamos de mudar y el traslado no se ha acabado todavía. Está aún todo por llegar.
El cuarto, de cuatro metros de ancho, dispone sólo de una mesa President, larguísima y rallada, y de un sillón negro con ruedas. Dos o tres libros sobre normas ISO yacen encima de la mesa, y poco más. Se inicia la entrevista de trabajo.
– Soy Jaime Rijas, socio de esta compañía y director general. La persona que la ha recibido es mi socio, el señor Joaquín Blanco. Estamos buscando a una persona de confianza que pueda organizar iodo el trabajo de la oficina y, además, que sea capaz de establecer una excelente relación con nuestros clientes. Es decir, que sea una especie de relaciones públicas. ¿Me ha traído su curriculum?
Jaime habla con la seriedad y solemnidad de un profesor de universidad. Supongo que está muy en su papel para imponer respeto. No parece ser una persona de trato fácil.
Le tiendo enseguida mi historial, el cual se pone a leer en silencio. Cuando levanta la cabeza es para intimidarme más.
– Espero que las referencias que me pone usted aquí sean ciertas, porque tengo la costumbre de llamar para hacer mis averiguaciones. ¿Tiene algún inconveniente en que llame a sus antiguas empresas para saber cómo fue su trabajo con ellos?
– No, señor, al contrario -le contesto, con la certeza de que nadie puede reprocharme nada.
– ¿Por qué se fue de su último empleo?
– Porque me despidieron. No sé si está bien que lo diga asi, en realidad estaban recortando personal y me tocó a mí, señor…
– Rijas.
– ¿Cómo?
– Jaime'Rijas -y se pone a buscar en un cajón hasta sacar una tarjeta de visita y entregármela-. Bueno, de todas formas ya hablaré con ellos.
– Se puede dirigir al señor Andrés Martínez. Era mi jefe.
– Bien. -Y apunta el nombre de Andrés bajo mi historial-. Obviamente -añade-, debo confesarle que usted no es la única candidata que postula para el puesto. Ya he visto a unas cuantas personas y todavía me quedan tres aparte de usted. Como comprenderá, no quiero equivocarme y pretendo hacer la elección adecuada.
– Sí, entiendo, pero creo que me he equivocado en acudir a la entrevista. Si le digo la verdad, no sé si el puesto que usted me propone me resulta conveniente. Siempre he trabajado en publicidad. Tendría que pensármelo. ¿De qué retribución estamos hablando?
– Unas doscientas cincuenta mil pesetas brutas al mes.
– Bueno, la verdad, señor Rijas, es que ese sueldo no es lo mejor que me han ofrecido.
– Es el dinero que estamos dispuestos a pagar para unos meses de prueba, y que revalorizaremos al firmar el contrato definitivo, señorita. Evidentemente, no incluyo las dietas ni la pequeña comisión que le podríamos ofrecer si su gestión con los clientes influye en la firma de un contrato.
– Comprendo. Bueno, le agradezco que me haya recibido y me haya brindado la oportunidad de postularme para este puesto.
– ¿Le puedo hacer otra pregunta, señorita?
Acaba de reincorporarse en su sillón con un aire mucho más serio que al principio de la entrevista.
– Sí, por supuesto.
– ¿Está casada?
No me sorprende demasiado que me pregunte eso. Muchos lo suelen hacer.
– No, señor. No estoy casada ni tengo hijos.
– ¿Tiene novio?
Se queda mirándome fijamente a los ojos, lo cual me incomoda bastante.
– Creo que esa pregunta es irrelevante, señor Rijas -exclamo, un poco ofendida.
Mi respuesta no parece molestarle. Al contrario, adopta inmediatamente una actitud comprensiva.
– Ya sé que la pregunta puede parecerle rara. Pero necesito a una persona que no tenga ningún compromiso familiar. Es muy probable que quien obtenga el puesto deba viajar a menudo. Asi que preferiría a una mujer que no tuviese compromisos amorosos.
Su clarificación no me convence pero le respondo igual.
– Entiendo. En mi caso, no hay ningún compromiso familiar ni amoroso.
– Bien. Era lo único que quería saber.
La conversación empieza a distenderse un poco, y nos ponemos a hablar de mi vida en España, del porqué he dejado mi país y de las posibilidades de promoción que yo pueda tener dentro de la empresa. El final del encuentro es muy cordial y nos despedimos formalmente, con su promesa de que me llamará dentro de una semana para informarme de la decisión que ha tomado, después de acabar todas las entrevistas que le quedan por hacer.
No estoy muy convencida de que este trabajo sea lo mío pero, en el fondo, no pierdo nada. Jaime ha tenido sobre mí un efecto contradictorio. Me ha dado una impresión muy profesional y seria, pero sus indagaciones descaradas sobre mi vida personal me han roto los esquemas. Esta misma mezcla de solemnidad y atrevimiento me ha seducido. Jaime es, ante todo, un gran psicólogo de mujeres.
14 de mayo de 1998
Lo he pensado muy bien y he decidido no aceptar la oferta del señor Rijas, en caso de que me llame para decirme que han retenido mi candidatura. El puesto que me ha ofrecido no es del todo acorde con lo que estoy buscando, por lo que voy a seguir tratando de encontrar un trabajo dando por hecho, de todas formas, que existen pocas posibilidades de que me vuelva a llamar.
Me he equivocado, y esta mañana me llama su secretaria para informarme de que me han seleccionado y me insta a presentarme nuevamente por la tarde, para volver a hablar con Jaime.
Sin demasiado entusiasmo, me presento en la oficina, más por profesionalismo y para quedar bien con esa gente que por ganas de empezar a trabajar con ellos.
Encuentro a Jaime Rijas más distendido y amable que la primera vez, y me sorprende con qué convicción da por hecho que voy a aceptar la oferta.
– Es un trabajo de mucho prestigio, señorita. Me he quedado con su candidatura y la de otra chica que acaba de salir de ESADE. En caso de que sea usted la elegida, va a aprender los entresijos de las empresas y entenderá los trucos de la viabilidad o el fracaso de algunas de ellas. Nosotros vendemos consultoría para establecer normas de calidad ISO, entre otras. ¡Es apasionante!
– No lo dudo, señor Rijas. No digo que no sea interesante, sólo que no me parece acorde con lo que estoy buscando. No tengo ni idea de normas de calidad, para serle sincera. Creo que una persona con un título de ESADE en el bolsillo está más preparada para de-
sempeñar una función en una consultoría de empresas que yo.
Me estoy echando piedras a mí misma. Sin embargo, Jaime insiste en convencerme de que va a ser el puesto de mi vida.
– Entre usted y yo, seamos sinceros, los títulos no valen gran cosa. Yo valoro sobre todo a las personas y su potencial.
– Sí. En eso estoy de acuerdo.
– Empezamos a entendernos -dice, con una sonrisa-. Bueno, quizá si le ofreciera un sueldo más elevado, aceptaría.
– No lo sé, señor. No se trata solamente de un tema de dinero.
– Piénselo otra vez. Piense también en su proyección profesional.
– Lo haré, señor Rijas.
Nos despedimos y me promete llamarme dentro de dos días.