Platos rotos

6 de agosto de 1998


Hoy viene Sonia a cenar. Jaime se ha quedado toda la tarde trabajando en casa, en una habitación en la que hemos colocado una mesa de despacho, y yo estoy preparando la cena en la cocina. Nunca me ha gustado cocinar, pero he aprendido leyendo libros sobre ello, ya que a Jaime le gusta comer y cenar bien. Nada de bocadillos o de tapeo, me ha advertido.

Mientras Sonia está tomándose un aperitivo en el salón, voy a buscar a Jaime para decirle que nuestra invitada ha llegado. Se ha encerrado con llave, como si el cuarto contuviera un tesoro inestimable cuya existencia nadie, aparte de él, debe conocer.

– ¿Vienes a cenar, cariño? -le pregunto suavemente, por miedo a molestarle-. Sonia ya está en el salón.

Me contesta sin abrir la puerta y me dice que en diez minutos estará con nosotras, el tiempo que tarda en darse una ducha rápida y de cambiarse de ropa. Vuelvo al salón con Sonia.

– Te veo con mala cara, Val. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? ' No quiero hablar con mi amiga de las peleas que Jaime y yo hemos tenido últimamente. Decido darle una explicación muy diferente.

– Es que estoy cansada, corazón. Es mi nuevo trabajo. Hay mucho por hacer y me tengo que acostumbrar. No te olvides de que hacia meses que no trabajaba a tiempo completo.

He adelgazado bastante últimamente y ella insiste en que hay algo más.

– ¡Si sólo llevas una semana trabajando! Y ya has perdido cuatro kilos. ¿Seguro que no hay otra cosa que no me quieres decir?

– No, te lo aseguro, Sonia. No te preocupes.

Me esfuerzo en esbozar mi mejor sonrisa y tranquilizar a mi amiga que, últimamente, se ha vuelto demasiado curiosa y está cuestionando todo lo que hago. Cuando llega Jaime, está radiante, perfumado y guapísimo. Se ha puesto sus mejores galas y cuando le presento a Sonia, leo en los ojos de mi amiga que se ha quedado asombrada por su atractivo. Me lo esperaba.

– ¡La famosa Sonia! Por fin te conozco -le dice Jaime, besándole la mano.

Esta práctica antigua y pasada de moda siempre nos ha gustado a las mujeres a quienes nos atraen los caballeros. Sonia está en el cielo.

– Yo también tenía ganas de conocerte, Jaime. Para llegar a robar el corazón de Val, tienes que ser una persona especial.

Y Sonia se queda observándole, pensando, seguramente, que no aparenta los años que tiene.

Pasamos una velada muy agradable durante la cual Jaime es absolutamente encantador y divertido con Sonia y conmigo. Tiene un brillo especial en los ojos esta noche, acentuado seguramente por las botellas de vino que va abriendo, alegando que cada plato necesita el vino adecuado. Noto que Jaime está bebiendo mucho, pero parece sentarle muy bien, y no le digo nada porque está de tan buen humor que no quiero romper el encanto y la magia que reinan en la mesa. La conversación se centra esencialmente sobre Sonia, su vida y nuestra larga amistad. Habla luego un poco de él, y de las ganas locas que tiene de casarse conmigo una vez superado el cáncer de su ex esposa. Me sorprende esa confesión pública, porque nunca hasta ahora me ha hablado de que tuviera esa intención.


– Si todo va bien, nos casaremos el 2 de mayo de 1999 -le aclara a Sonia.

Al final de la velada, que se ha prolongado hasta bien entrada la noche, y después de unas copas, Sonia quiere irse a casa.

– ¿Cómo has venido hasta aquí? -le pregunta Jaime.

– En taxi -contesta ella, acabándose la copa de Bailey's que se ha servido.

– No voy a dejar que una mujer tan guapa como tú vuelva a su casa en taxi a estas horas. Así que te llevo yo. Me pongo una chaqueta y… listos.

No veo nada malo en eso, solamente la intención de Jaime de ser amable con mi amiga. Es una deferencia hacia Sonia, pero también hacia mí y me gusta su gesto. Desde luego, Sonia parece haber cambiado de opinión sobre Jaime. Él ha hecho todo para que esta noche sea inolvidable. Y lo está consiguiendo. Sonia me echa una mirada y, al ver que yo sonrío en señal de aprobación, acepta el ofrecimiento de Jaime.

Cuando se van, me pongo a recoger los platos que dejo en la cocina, ya que no tengo ninguna gana de ponerme a fregar a estas horas. Pasa más de una hora desde que se han ido y decido acostarme.

Me despierta de repente un terrible ruido que proviene de la cocina. Me levanto con un sobresalto y voy corriendo hacia allí. Parece que algo se ha caído. Todas las luces están apagadas, y no me fijo en si Jaime se ha acostado ya. Cuando enciendo la de la cocina, encuentro todos los platos y los vasos sucios rotos sobre el mármol, junto a restos de comida esparcidos en el suelo. Mi primera reacción al ver este panorama es ponerme una mano en la boca para evitar gritar. La vista de todo eso es espantosa. Al final de la cocina, en el cuarto dispuesto para el fregadero que da directamente a la calle, está Jaime, dándome la espalda, fumando un cigarro y mirando por la ventana.

Me agacho para recoger unos trozos de platos rotos, pero me detiene una frase suya:

– Si no has fregado los platos mientras estaba fuera, no quites los trozos ahora. Ya lo harás mañana. Ibas a fregar mañana, ¿no? -dice irónicamente.

No me atrevo a responder nada porque no entiendo todavía lo que está sucediendo.

Jaime sigue dándome la espalda, y se pone a gritar como un loco, apagando enérgicamente con el zapato el cigarro en el suelo.

– Si hubieses fregado los platos esta noche, nunca hubiese ocurrido esto, ¿me oyes?

La cocina apesta a alcohol. Jaime ha bebido, hasta el punto de perder la razón, y, al volver a casa, en un acto de locura, ha tirado todos los platos al suelo. Ahora está intentando provocarme, y me pongo a llorar, pero mi actitud, lejos de hacerle sentir algún tipo de remordimiento, le pone más furioso.

– ¡Y no te pongas a llorar ahora!, se te hincha la cara y luego tienes un aspecto horroroso.

No puedo más. No aguanto este estado de locura y la angustia en la que me está haciendo caer. Salgo de la cocina y me voy al cuarto de baño, donde me encierro para llorar libremente. Con la cabeza sobre el lavabo, mojándome la cara con agua fría, le oigo dar un portazo y marcharse. Es mejor. Creo que si no, habría podido acabar muy mal.


7 de agosto de 1998


Cuando me voy a trabajar esta mañana, Jaime no ha vuelto a casa. Ha pasado toda la noche fuera y no ha dado señal de vida. En la oficina, me siento muy angustiada y llamo a Sonia.

– ¡Hola, corazón! -le digo, y estallo en sollozos antes de escuchar su voz.

– Val, ¿qué te sucede?

Al principio, no puedo articular ni una palabra pero finalmente consigo, a duras penas, explicarle lo sucedido.

– Es Jaime.

– Te noto muy mal. ¿Qué ha pasado, cariño?

– Sonia, ¿qué hicisteis ayer? Jaime volvió completamente borracho y estaba como loco.

– ¿Qué? No lo entiendo. Me llevó a casa, charlamos cinco minutos delante de mi puerta y se fue. Eso es todo lo que pasó. Parecía estar bien. Ayer bebimos todos pero no hasta el punto de estar en ese estado. Jaime habrá tenido que beber algo más para ponerse tan borracho. Cuando nos despedimos ayer, estaba encantador.

– Sí, lo sé, Sonia. Por eso no entiendo nada. Debió de pasar algo más porque se puso como una furia. Cuando volvió, no era la misma persona. Me asusté tanto. No sé qué hacer ahora. Tengo miedo. Es la segunda vez que se pone violento y…

– ¿Te ha puesto la mano encima? -me pregunta, sin esperar el final de mi frase.

– No. Es una violencia verbal contra mí y contra todo lo que se le cruza por el camino. Ayer rompió toda la vajilla.

– No me lo puedo creer…

– Sí, y luego me dijo que si hubiese fregado los platos no habría pasado eso. Era como si quisiese castigarme por ello. Y después se fue. Desde entonces no sé nada de él.

Le he contado todo a Sonia, a pesar de mi orgullo, pensando que ella podría aclararme lo que le había podido pasar a Jaime. Pero al no darme ninguna explicación válida, me siento aún más confusa.

Paso todo el día con grandes dificultades para concentrarme y tengo miedo de volver a casa. Me marché sin recoger nada, y empiezo a plantearme la conveniencia de irme unos días a casa de Sonia para recapacitar. Esta relación con Jaime es cada vez más rara, y dudo que pueda ser feliz al lado de un hombre así. Algo le está pasando pero no sé el qué. Y él se niega a hablar conmigo.

Vuelvo a casa tarde, y cuando abro la puerta me doy cuenta de que Jaime ya ha regresado, porque la cerradura ya no tiene las dos vueltas que le he dado por la mañana. Me pongo a temblar pensando en lo que me está esperando.

La puerta de la cocina se encuentra justo a la izquierda de la de la entrada así que, cuando paso el umbral, veo que todo está recogido y limpio.

Jaime sale del salón con un ramo de rosas enormes en los brazos y al verle con cara de arrepentido, me tiro literalmente a su cuello llorando.

– ¡Lo siento tanto! -me dice.

Y me tiende el ramo de rosas. Estoy llorando, por el estupor de seguir sin entender nada y por la felicidad de verle con remordimientos.

– Es igual, Jaime -le digo entre sollozos-. Supongo que tienes problemas y no quieres contármelos.

– SI, es cierto que tengo problemas. Y no te los quería contar para no preocuparte. Pero veo que te estoy haciendo daño. Así que te lo voy a contar todo.

Me lleva de la mano al salón y nos sentamos el uno frente al otro, lo cual me parece un presagio de que algo grave está pasando.

– Hay cosas de las cuales uno no se enorgullece, por eso no las cuenta. Pensaba que lo podía arreglar solo, pero veo que me está afectando.

Y empieza a explicarme su situación económica, que le supone una lucha diaria. Me comenta que ha contraído deudas por culpa de Joaquín, su socio, quien pidió un préstamo al banco unos meses atrás por el cual Jaime le ha avalado. Pero Joaquín ha dejado de pagar al banco desde hace una temporada y le están reclamando a Jaime el dinero. Debe todavía unos cinco millones de pesetas y, aunque Jaime mueve gran cantidad de dinero cada mes, no ha podido reunir tal importe y están a punto de embargarle su chalé de Madrid.

– Me van a embargar lo que conseguí con tanto trabajo y sudor. Lo que pagué durante años y años y eso, ¡por culpa de mi socio!


No doy crédito a lo que me está contando. Pero, por otra parte, hay tanta sinceridad en él, y tanto dolor, que no cuestiono la verosimilitud de los hechos.

– ¿Y por qué has avalado a Joaquín? -pregunto tímidamente.

– ¿Cómo no iba a hacer eso por él? Aparte de ser socios, somos amigos, Val, ¿comprendes? Al menos, es lo que creía hasta ahora. ¿No harías tú lo mismo por Sonia? Jamás hubiese pensado que él iba a dejar de pagar y ponerme en esta situación.

– Sí, pero ¿por qué dejó de pagar al banco?

– Hace unos años que su matrimonio va mal. Bebe mucho desde hace unos cuantos meses y se gasta cada vez más dinero en mujeres. Hay días que llego a la oficina y me lo encuentro durmiendo sobre la alfombra de su despacho, sucio, borracho y sin dinero, tras haberlo gastado durante toda la noche en un club de ésos.

Ahora empiezo a comprender por qué Jaime se ha comportado así conmigo. Se debe sentir acorralado y los nervios le han hecho perder los papeles.

– Aquel domingo que volví de mal humor, ¿te acuerdas? -hago un gesto afirmativo con la cabeza, mientras cojo sus manos entre las mías-, fue porque los del banco me hablan estado buscado durante el tiempo que pasé en Málaga. El viernes tuve que ir a Madrid y me enteré de la situación real de la petición de embargo.

– ¿Y no hay manera de parar ese proceso?

– Sí, claro.

– ¿Cómo?

– Pagando.

Jaime está tan desesperado que se pone a llorar como un niño. Él, siempre tan apuesto y orgulloso, se ha derrumbado ahora como un chiquillo, con su cabeza entre mis manos, y yo no sé cómo consolarle.

– ¿Y sabes qué es lo peor? -añade.

– No.

– Que lo estoy pagando contigo. ¡Me siento tan acorralado que se lo hago pagar a la persona que más quiero en este mundo!

Le acaricio las mejillas, intentando secar sus lágrimas. Me ha emocionado su comentario. Jaime prosigue:

– Trabajo como un loco para vivir bien, y para que a mi familia no le falte nunca de nada. Mis hijos tienen todo lo que quieren. Estoy echando una mano a mi ex mujer porque está muy enferma y lo pasa mal económicamente. ¡Y ahora, esto!

No hay quien pare sus lágrimas. Estoy conmocionada y me siento impotente, pero le agradezco que me haya contado toda la verdad.

– Tengo una semana para pagar y levantar el embargo. Si no, me quitan la casa.

Nos quedamos gran parte de la noche acurrucados en el sofá, debajo de una mantita que he colocado después de que le asaltasen unos escalofríos espeluznantes. Jaime parece extenuado y yo le estoy dando vueltas y vueltas al asunto. No puedo permitir que algo así le suceda a mi pareja. Si yo le quiero y estoy viviendo con él, tengo que compartir sus problemas. No concibo la felicidad sabiendo que Jaime lo está pasando mal. Algo tengo que hacer. Dispongo de la cantidad de dinero que le hace falta. Decido sacar los cinco millones de pesetas de mi cuenta y dárselos para que pueda recuperar su casa de Madrid.

Загрузка...