La trampa

16 de mayo de 1998


A pesar de lo poco interesada que estoy en el puesto, el señor Rijas ejerce sobre mí una atracción difícilmente comprensible. Me ha gustado su físico, pero sobre todo su manera de ser, esa seguridad en sí mismo que parece hacerle indestructible, y su poco temor frente a las adversidades. Pienso que, en el fondo, se crece ante un no rotundo, y lo toma como algo muy personal y se siente satisfecho de poder transformarlo en un sí convencido. Eso es lo que da sal a la vida. Yo soy un no del principio al final y está empeñado a hacerme cambiar de idea a toda costa, utilizando los medios que hagan falta.

Hoy me llama personalmente, tal como ha prometido. Pero su conversación toma otro giro que no tiene nada que ver con el asunto profesional.

– Ya nos hemos decidido mi socio y yo. Pero tengo un problema y necesito hablarlo con usted.

– ¿Qué clase de problema? -pregunto intrigada, y dudando seriamente de que yo le pueda ayudar.

Jaime adopta el tono de quien hace una confidencia, sin darme ninguna explicación satisfactoria.

– Creo que usted es una persona con quien se puede hablar abiertamente. Pero para eso necesito verla. ¿Tiene algún inconveniente en que nos veamos y hablemos?

Me parece todo muy curioso, pero acepto. En el fondo, tengo ganas de volver a verle. Todavía no acabo de entender por qué estoy cayendo tan rápido en esa telaraña, que, vista desde fuera, resultaría mortal para cualquiera. Yo siempre he tenido un temperamento bastante indómito, y los retos me atraen.

– Entonces, la paso a recoger mañana sobre las siete de la tarde, ¿qué le parece?

– ¿Y no sería mejor hablarlo en su oficina? -pregunto, presintiendo que hay algo muy personal en su proposición.

– Preferiría que no fuera en mi despacho. Necesito un sitio más neutro para exponerle lo que está pasando. Aquí no tengo tranquilidad. Entran y salen los consultores. Me solicitan permanentemente. Es normal, ¿sabe? Prefiero un lugar más tranquilo. La invito a tomar una copa, sin dobles intenciones, obviamente.

– Bueno, de acuerdo.

Y no puedo evitar quedarme extrañada por su aclaración sobre las dobles intenciones. Él tiene mi dirección en el curriculum y quedamos delante de la puerta de mi casa a las siete de la tarde del día siguiente.


17 de mayo de 1998


Subo en su coche y empezamos a dar vueltas por el centro de Barcelona, buscando un sitio para aparcar. He hablado poco hasta ahora, escuchando su resumen del día y lo que piensan facturar este mes. La empresa va de maravilla, según él, está entusiasmado y me pregunto qué tipo de problemas puede tener este hombre a quien parece sonreírle todo. Me propone ir al Maremágnum, donde podríamos aparcar sin problemas y sin la amenaza de que la grúa se lleve el vehículo. Acepto.

Subimos hasta el último piso del centro comercial, que está descubierto, y donde hay una cantidad increíble de bares que se disputan a una clientela más que suficiente para llenar un estadio de fütbol. Después de hacernos sitio para poder pasar, conseguimos una mesa en una terraza, al lado de un minigolf. Pedimos dos gin-tonic.

– ¿Qué es eso tan importante que tenía que decirme y por lo que me ha traído a este sitio?

Veo que Jaime está un poco sorprendido de mi insolencia, pero quiere disipar enseguida la poca confianza que le demuestro y se apresura a contestarme.

– Bueno, primero me puede llamar Jaime. Y preferiría tutearla si no ve ningún inconveniente en ello.

Accedo con un gesto de la cabeza. Supongo que es el paso previo y necesario antes de una confidencia. El «usted» nunca me ha gustado. Además, ¡me lo ha pedido con tanta educación!

– Bien. Mira, soy economista, tengo cuarenta y nueve años y toda la vida he sido empresario, con las ideas claras sobre lo que debía hacer y lo que no. En todos esos años, nunca me había pasado una cosa igual y pensé que era importante hablarlo con una persona que no tuviera prejuicios, y creo que tú eres la persona adecuada.

– ¿Yo? -exclamo mientras mezclo mi gin-tonic.

La noche está curiosamente muy fresca, y Jaime se pone a hablar frotándose las manos para entrar en calor. Lo hace con tanta intensidad que parece que está dando un discurso ante miles de personas.

– Sí, ¡tú! -repite, apuntándome con su dedo al corazón.

– ¿Y por qué yo? Si solamente nos vimos para una entrevista de trabajo y no nos conocemos de nada. ¿Cómo puedes pensar que yo soy la persona adecuada para escuchar un problema ajeno?

– Porque, justamente, no nos conocemos. Así, tu opinión me resultará más objetiva. Algo me dice que tu ayuda me puede ser muy valiosa. No me pidas que te lo explique, porque no sabría decir por qué. Pero estoy convencido de que me puedes ayudar.

– Bueno. Depende de lo que se trate. ¿En qué te puedo ayudar? -vuelvo a preguntar, a punto de perder la paciencia.

Está tan tranquilo que no parece preocupado por un problema, y me dice con toda la serenidad del mundo:

– He conocido a una persona dentro del ámbito laboral y, dada mi condición de director general de la empresa, no sé cómo comportarme con ella. Siempre he sido capaz de controlar mis impulsos, sobre todo cuando está el trabajo de por medio. Por ética, más que nada. Siempre he actuado de esta forma. Pero ahora, este asunto me está desbordando y no sé qué hacer.

– ¿Y en qué te puedo ayudar yo?

No acabo de entender lo que pretende este hombre de mí. Se toma su tiempo, bebe de la copa, y cuando la deposita encima de la mesa se pone a jugar con el palito que hay dentro del vaso.

– ¿Qué me aconsejarías que hiciese?

– ¡Yo qué sé! ¿Quién es esa persona? ¿Forma parte de tu empresa?

– No, pero tengo un trato indirecto con ella. No la conozco mucho. Trabaja para otra compañía. Lo peor de todo es que me he enamorado locamente de ella.

– ¿Ella lo sabe?

– Creo que es una mujer lista y que tendría que haberse dado cuenta ya de que hay algo más. Pero, hasta ahora, no me ha hecho ningún comentario al respecto. Tampoco le he dicho nada acerca de mis sentimientos. Pero hay actitudes que no engañan, ¿sabes? Creo que en el fondo no quiere ver la realidad, porque tiene miedo también.

– Bueno, si quieres mi opinión, creo que tendrías que hablar con ella primero. A lo mejor, ni se ha dado cuenta.

– No. Creo que sabe perfectamente lo que está pasando. Pero es una situación muy delicada. Si fueras ella, ¿cómo reaccionarías?

– Hombre, si estuviera en esta situación y si me gustase la persona, no lo dudarla ni un segundo. Depende de la implicación laboral que tienes realmente con ella. Es difícil y complicado para serte sincera. No todo el mundo se lanzaría como yo.

– Ya. Te agradezco tu sinceridad.

Parece realmente agradecido.

– ¿Por qué no hablas con ella?

– Lo he intentado pero no encuentro las palabras y siempre que estoy a punto de lanzarme, me corto y hablo sólo de trabajo.

– ¿De qué tienes miedo?

– De que me diga que no siente lo mismo por mí.

Me sorprende esa respuesta formulada sin pensar. Las pocas veces que le he visto, siempre ha dado la impresión de controlar la situación y de demostrar una gran seguridad en si mismo. Ahora, está claro que ya no es así.

– Bueno, pero si no le hablas claramente, estarás siempre en el mismo punto. No vas a hacer evolucionar las cosas, ni para delante ni para atrás.

– Tienes razón, y por eso quería hablar contigo. Sabía que tu opinión me iba a ser de gran ayuda.

Me halaga de alguna forma que recurra a mí. A todas las mujeres nos gusta. Pero no acabo de entender todavía de dónde sale esta confianza hacia mí.

– Bueno, ¿te molesta si vamos a cenar algo? Tengo hambre y, ya que estamos hablando, ¿por qué no hacerlo alrededor de una buena mesa? Conozco un restaurante no muy lejos de aquí donde se come un marisco fresquísimo.

Su invitación podría ser la de un amigo, así que, una vez más, acepto su propuesta. Lo que en realidad pretende Jaime es hacerme bajar la guardia, intentando una relación amistosa, ya que cada vez que nos hemos visto en su empresa, yo he sido muy distante.

Paga las dos copas y nos vamos andando hasta el restaurante, que se encuentra a unos quinientos metros del Maremágnum, en dirección a la Villa Olímpica. El propietario del local, que parece conocerle, le saluda calurosamente y nos encuentra rápidamente una mesa, a pesar de lo repleto que está el sitio. Nos ofrece un aperitivo, y Jaime me pide permiso para pedir una mariscada.

– Una mariscada para dos, para levantar los ánimos, ¿te apetece?

Me encanta el marisco y me parece una óptima idea. Tenemos aparentemente los mismos gustos. Pide una botella de champán del mejorcito y se pone a brindar por la amistad. En realidad, parece estar cortejándome, y lo hace intentando impresionarme. Nos ponemos a hablar de trivialidades, hasta que empieza a hacerme más preguntas personales.

– ¿Realmente te molestó que te preguntara el otro día si tenías

novio?

– Me chocó un poco -soy muy sincera-. Que esté casada o no, lo puedo entender. Pero que tenga novio, ¿qué más da?

– Para mí era muy importante saberlo.

– Ya lo sé. Me explicaste que querías que la persona que contratases estuviera libre. Si ésos son tus requisitos, dudo que la encuentres.

– No, la verdad es que no fue por eso.

Bajo el tenedor antes de que llegue a mi boca.

– ¿Cómo que no? ¿Y por qué fue entonces?

– Fue para ver si podía salir contigo esta noche -contesta, mientras sigue comiendo-. Si me hubieses dicho que tenías novio, habría buscado otra estrategia.

– ¿Cómo?

No puedo reaccionar. Esta revelación me ha dejado sin poder articular palabra.

– Pues sí. Si hubieses tenido novio, habría ido a por ti hasta las últimas consecuencias.

Hemos bebido bastante y achaco su comentario al alcohol. Los nervios empiezan a traicionarme y me pongo a reír de inmediato.

– ¿No te hubiese molestado que tuviera novio?

– Al contrario, habría hecho todo lo posible para que lo dejaras -dice, con la seguridad que mostró durante nuestra primera

entrevista.

– Pero ¿qué dices? -prosigo, sin poder quitarme la risa nerviosa-. ¿No me acabas de contar que estás enamorado de una mujer?

Como no estoy entendiendo nada, empiezo a pensar que este tipo está completamente loco.

– Sí, y es verdad. Estoy loco por una mujer. -Ya veo -digo, perdiéndole un poco el respeto-. Estás enamorado y vas ligando por ahí. Se pone a reír a carcajadas.

– ¡Qué tonta eres! -exclama con cariño-. ¡No entiendes nada!

– Pues no. No te entiendo. Eres como todos. Tienes a una mujer, de la cual estás enamorado, y sigues mirando a las demás. No te entiendo.

Me da igual lo que piense de mí. Después de esa conversación, he decidido que nunca lo volveré a ver en la vida. Es un presumido de mucho cuidado. Jaime se pone de repente serio, llama al camarero y pide otra botella de champán. No abre la boca hasta que están nuevamente llenas nuestras dos copas. Levanta la suya y anuncia: -Brindo por ti, Val, la mujer de la cual estoy enamoradísimo. Mira mi copa y espera que yo la levante también para acompañarle en el brindis. Pero estoy paralizada y me he quedado sin habla. No me esperaba nada de eso y soy la primera sorprendida. Me invita nuevamente a coger la copa y brindar, lo que hago al final de manera automática.

– Es lo que te quería decir. Por eso te invité a cenar. Estoy loco por ti -murmura estirando el cuello, para acercarse a mi rostro-. Tú eres la mujer de quien estoy enamorado.

Me estoy quedando boquiabierta, mientras él se bebe la copa entera. Yo, en cambio, no puedo tragar nada.

– ¡Ya está! -dice aliviado-. Ya lo he soltado. Tenías razón.

Debía hablar contigo. Me acabo de quitar un gran peso de encima.

No consigo creer lo que estoy escuchando y me quedo con la copa llena en la mano, medio temblando, mirando las burbujas subiendo hasta la superficie.

Jaime se pone triste de repente y comenta:

– Lo siento. No quería que te sintieras incómoda. Lo siento de verdad.

Pide inmediatamente la cuenta. Me siento rara porque no estoy acostumbrada a que alguien, casi un desconocido, me declare su amor de esta manera. Paga y salimos en silencio.

– Te acompaño a tu casa. Espero que no te moleste. Cuando salgo con una persona, siempre me gusta acompañarla a su casa.

La cabeza me empieza a doler. He bebido demasiado y no sé qué decirle. Pero decido dejar que me lleve. Cuando estamos delante de la puerta de mi edificio, me sorprende dándome las buenas noches y marchándose sin más. No pienso hacer nada para impedirle que se vaya porque estoy asombrada con su repentina declaración de amor y necesito un tiempo para digerirlo y reponerme.


20 de junio de 1998


Ha pasado casi un mes hasta que empezamos a salir juntos. Desde aquella declaración, Jaime no volvió a llamarme, excepto una vez para decirme que si lo quería, el puesto que me ofreció era mío, sin compromiso amoroso con él. Lo rechacé, porque después de aquella cena quedó claro que no iba a trabajar en su empresa, y porque voy a buscar otro empleo pues he decidido salir con él. Es una cosa o la otra. Debo admitir que me ha gustado la osadía que ha tenido al declararme que está enamorado de mí, pero también valoro mucho la discreción que me ha demostrado hasta hoy. Ha entendido perfectamente que no me gusta sentirme agobiada, y está creando, en realidad, un clima propicio para que me enamore de él. También ha visto claramente desde un principio que el trabajo no me interesa. Debe de pensar que soy una mujer autosuficiente, con ideas claras, y que sólo se puede enamorar si no están permanentemente encima. Vamos, soy la presa ideal para cualquier cazador ambicioso.


Nos hemos ido viendo en unas cuantas ocasiones, durante las cuales, él ha dado por hecho que al final voy a caer en sus brazos. Quiere que tenga muy claro que está seguro de sí mismo en este aspecto, y que tarde o temprano va a suceder. Me empieza a gustar cada vez más y más, pero no me he ido todavía a la cama con él, como suelo hacer con los demás. Quiero esperar.

Hoy hemos quedado para charlar. Jaime dice que desea contármelo todo acerca de su vida, porque no quiere tener secretos conmigo. Me va relatando la historia de su matrimonio con su ex mujer, que tiene actualmente un cáncer de mama, y me confiesa lo mucho que la ha amado, pero me explica también que nunca ha conseguido serle fiel y que ella, un día, se cansó y le dejó.

Quiere mostrarme sus debilidades como quien lee un libro abierto, de principio a final. Eso también forma parte de su elaborada estrategia. Además, su manera de contar las cosas hace que una no pueda quedarse de piedra. Con seguridad, pero también admitiendo que se siente muy arrepentido de su actitud. Me seduce su personalidad, dia tras día, su lado cabrón en el fondo, y sus infidelidades con las mujeres, que se van mezclando con una ternura paterna invisible. Me va explicando que ha mantenido una relación de siete años con una ex modelo, Carolina, con quien ha tenido una pasión sin límites y que aquella relación también ha acabado por sus infidelidades con otra mujer, que era, ni más ni menos, que la mejor amiga de Carolina. En realidad, sé que me está transmitiendo un mensaje con cada palabra que utiliza: ¿Serás capaz de domarme? Así me ha enganchado. Ahora, es él quien representa un reto para mí.

Me habla extensamente de sus dos hijos, a quienes sólo ve los fines de semana, y su orgullo de padre me enternece. Supongo que es debido a una de sus facetas que desconozco todavía, y también a que mis hormonas de mujer casi a punto de cumplir los treinta, me empujan a la maternidad.


25 de junio de 1998


Por primera vez desde que le conozco, me he acostado con Jaime. Ha venido a mi casa, que le he abierto como si fuera suya, y me hace el amor encima de la mesa de la cocina. No ha sido nada del otro mundo, parecía muy cansado y entiendo que a veces uno no está al cien por cien por muchas ganas que tenga. Debo admitir que estoy un poco decepcionada. Pensaba que iba a ser más romántico. Ha durado cinco minutos, y me he pasado cuatro convenciéndole de que utilice un preservativo.

– ¿Tú crees que un señor de mi edad utiliza un condón? ¡Eso es una mierda!

Al final, ha aceptado. Pero sé que no le ha hecho mucha gracia.

Загрузка...