28 de marzo de 1997
A primera hora estamos ya en Barajas. Hassan se despide de mí, rápida y fríamente, porque no le gusta mostrar emociones en público. Cuestión de cultura. No sé cuándo le volveré a ver. Tampoco se lo he preguntado. Luego, cojo el puente aéreo que me lleva hacia un ajetreado día en Barcelona. Después, por la noche, tengo una cita: el director de una oficina de banco a quien, un día, entregué mi tarjeta con mi teléfono personal apuntado a mano en el dorso, me ha invitado a cenar. Nunca pensé que me iba a llamar, sin embargo lo ha hecho. Así que esta noche tendré que ir más que preparada.
Después de la jomada laboral, empiezo el ritual previo a una cita y me voy a duchar. Utilizó mi gel de sándalo de Cabtree and Evelyn, apropiado para este tipo de circunstancias. Me encanta el olor porque dicen que el sándalo despierta el deseo, es decir, que es afrodisíaco. Su suave aroma a madera me hipnotiza, y deseo que también emborrache mi piel. Vierto el gel en la palma de la mano antes de extederlo en los pies y las piernas. Cuando tengo todo el cuerpo cubierto, aprovecho para fumarme un cigarro, el tiempo justo para que el perfume a sándalo se quede impregnado en la piel. Luego, después de enjuagarme, me paso la loción corporal del mismo perfume.
Mientras me estoy vistiendo -he elegido un vestido de noche verde esmeralda con medias transparentes y zapatos de tacón alto- me pongo a pensar en los momentos previos al encuentro, cargados de emoción y de deseo. Éstos son, en definitiva, los mejores momentos. Por eso, hoy no tengo la menor intención de entregarme fácilmente. Quiero que dure. Primero, iremos a cenar. Durante la cena, le provocaré y le entregaré mis bragas y las medias para i[ue sepa lo que puede pasar luego. Que se imagine cada poro de mi piel sin el contacto de la fibra. Que pueda oler mi deseo sin el filtro de la ropa. Haré eso: entregarle la lencería. Que imagine a qué sabe mi sexo, mientras está masticando un trozo de entrecot a la pimienta.
Me he maquillado un poco, no demasiado. No quiero acabar con el rímel corrido en las mejillas al primer contacto físico. Este defecto le puede dar a cualquiera un aire de puta barata que es detestable. Gloss en los labios. Blush en las mejillas. He dibujado una suave línea blanca en la parte interna de los ojos. Es suficiente.
Han llamado a la puerta a la hora acordada y, tras bajar, me he encontrado con un hombre realmente muy atractivo. Es curioso, porque no lo recordaba así. Lleva una corbata de seda azul marino con pequeños reflejos violeta, muy sutiles. El traje es de corte clásico, azul marino también, y su camisa blanca le da un toque de elegancia que le hace irresistible. El reflejo de sus zapatos me dice que los ha limpiado justo antes de venir y ese detalle me confirma que debe poner mucho empeño en todo lo que se propone.
Cristian tiene la sonrisa de los actores americanos de los años cincuenta, con dos pequeños hoyuelos en la comisura de los labios. El primer día que le vi percibí una gran sensibilidad en él. Seguro que debe de ser buen amante.
Sin embargo, no pasa absolutamente nada entre él y yo esta noche. A pesar de no tener mucho que decirnos, no me he atrevido a ejecutar el plan que tenía previsto para llenar el silencio. Nada de medias entregadas furtivamente debajo de la mesa, nada de insinuaciones por mi parte. Me ha pedido volver a verme otro día, y, haciendo una excepción en mi propio reglamento, le he dicho que sí.
Noche del 29 de marzo de 1997
He ido a visitar a Franco, un amigo italiano, y a su familia a su casa de campo. Por la noche me ha resultado fácil conciliar el sueño, entre otras cosas porque el aire puro me ha agotado. He tenido un sueño curioso del que lo que más recuerdo, porque ha quedado grabado en mi memoria, ha sido mi cambio de imagen. Tenía el pelo teñido de negro, como una japonesa, la melena cortada un poco más arriba de los hombros, y una franja que casi me caía sobre los ojos. Era una peluca. Me aterró verme así, porque parecía que me habían impuesto esta imagen a la fuerza. Pero para el tipo de trabajo que se me ofrecía era perfecta. Recuerdo estar en una especie de convento, con muchas chicas. Por la noche íbamos a trabajar al primer piso, que era, sencillamente, una casa de geishas. Me he despertado sudada y he encendido una vela aromatizada para relajarme. Después de haber inhalado el dulce perfume de la vela, me he puesto boca arriba, con las manos hacia atrás, debajo de las almohadas. He comenzado a emprender una especie de viaje en el espacio. Parecerá raro, pero he visto a mi alma levantarse de mi cuerpo y volar. De repente, he sentido que alguien desde atrás (creo que era un hombre) cogía mis manos y tiraba hacia atrás, para llevarme con él. Yo le daba puñetazos, pero mi postura me impedía moverme con total libertad. Al no conseguir arrastrarme, se levantó de repente y se dejó caer sobre mi cuerpo con la intención de fundirse en mí. Tenía una túnica de color oscuro, y para evitar que entrara en mi cuerpo, he encendido nuevamente la luz y me he fumado un cigarro. Tengo la sensación de no estar sola en la habitación. Tengo miedo.
Mi amiga Sonia me ha hecho su particular interpretación del sueño, explicándome que el hombre con la túnica negra representa todas mis fobias y energías negativas, y que es buena señal que haya podido librarme de él.
– Es el anuncio del principio de una nueva etapa en tu vida -me ha dicho, orgullosa de ser clarividente por un día.
30 de marzo de 1997
Por fin me voy a Francia con mi abuela, mi querida Mami. Tras los Achuchones eternos y muchos besos húmedos en ambas mejillas, voy a deshacer mi maleta en el cuarto que cuidadosamente me ha preparado. Cenamos tranquilas las dos y luego salgo a dar una vuelta por el pueblo y los alrededores. Llovió mucho la víspera, y el aire huele a limpio esta noche. He decidido ir al cementerio. Para mí es un lugar especial, y más aún cuando todo está oscuro y silencioso. Necesito meditar. Cuando llego, el olor de la tierra empieza a cosquillearme la nariz, como si todos aquellos cadáveres la hubiesen alimentado con sus carnes y huesos, adquiriendo así más carácter y personalidad. Una tumba enorme, preciosa, de mármol, me llama de repente poderosamente la atención, y no puedo evitar acercarme a ella y ponerme a acariciar el mármol frío. Este contacto es muy singular pero me procura inmediatamente consuelo y paz. Y me imagino que el colmo de esta situación sería burlar a la muerte practicando la vida misma, es decir, hacer el amor aquí mismo.
Unas ramas que crujen o alguien que pisa las hojas caídas me arrancan de repente de mi abstracción. Podría ser mi imaginación, que me juega uno de sus trucos, y decido no inmutarme hasta discernir una luz. Estoy asustada, pero también siento curiosidad, y voy acercándome hacia la luz, cada vez más grande, como una luna grante caída del cielo. Parece una linterna. El saber que no estoy sola me hace temblar un poco, y noto que mis manos se van poniendo húmedas, no sé si por el miedo o por la excitación. Súbitamente, llegan hasta mí unas voces. Las siluetas de dos hombres se vuelven cada vez más nítidas y constato que están excavando en medio del cementerio. Uno de ellos ha notado mi presencia:
– ¿Hay alguien ahí?
Me acerco un poco más y me pongo justo enfrente de la linterna.
– Perdone. He oído ruidos y he venido hasta aquí para ver lo que pasaba.
– No son horas para visitar un cementerio, señorita -me hace notar uno de ellos, apuntándome de arriba abajo con la linterna-. ¡No es supersticiosa!
– ¿Por qué me dice eso? No creo en los muertos vivientes, ¿sabe?
Los dos hombres se echan a reír.
– Mañana hay un entierro y por eso estamos excavando una fosa a estas horas -me dice el otro.
Al fijarme en sus pantalones veo que están abultados. Él nota mi mirada y comenta:
– La naturaleza humana no se calma nunca, incluso en estos lugares.
Me observa minuciosamente y como mis ojos ya se han ido acostumbrando a la oscuridad, puedo entrever cómo cambia su expresión, aunque no distingo muy bien su rostro.
Llevo una falda larga, negra, un top ajustado de manga corta pero con cuello alto, del mismo color, y unas sandalias. A pesar de estar totalmente tapada, la tela de mi ropa es muy fina, y un poco de aire picarón invade mi cuerpo. Mis pezones se contraen de repente y noto cómo mi respiración se va acelerando cada vez más. Por el silencio que pesa en este lugar, tengo la sensación de que los dos hombres la pueden oír, y pueden apreciar mis pechos encerrados en aquel top.
Uno de ellos se acerca de repente, empieza a tocarme suavemente el pelo, a acariciarme la cara, y me introduce dos dedos en la boca.
– ¡Chúpamelos! -me va susurrando.
Obedezco. El otro se ha puesto detrás de mí, meneándome el trasero con las manos sucias de barro; la tierra está mojada por la Inerte lluvia de la víspera. Me sube la falda y me quita las bragas, llevándoselas a la cara para olerías.
– Tú sí que hueles a vida, cariño -dice, excitado.
Se agacha para coger un poco más de la tierra que han ido sacando a medida que excavaban. Empieza a masajearme el trasero con ella, con más energía. Yo sigo chupando los dedos de su compañero, pasando mi lengua entre cada uno de ellos. Sus manos tienen un olor curioso, son manos de trabajador; la rugosidad de su piel le ha traicionado.
El otro se baja los pantalones, coge su pene con la mano derecha v empieza a masturbarse, mirándome el trasero con la linterna.
– ¡Tienes un culo de vicio, nena!
Yo, a pesar de no verle la cara, puedo sentir el frenesí con el cual se menea y eso me excita un poco más. A partir de ese momento, me atan las manos con una cuerda, luego, uno de ellos me tumba en el suelo, al lado del agujero que han hecho para el entierro, y mi cabeza queda suelta en el vacío, de modo que puedo ver el fondo de la tumba. Noto que uno se libera cuando un enorme calor munda mi vientre. El otro me pone la linterna en plena cara, como si de un interrogatorio se tratara.
– ¡Seguro que le gusta!
El de la linterna me coge de repente la cabeza, con violencia y me pone su sexo en la boca. El contacto con mi saliva le hace correrse enseguida, mojándome el paladar y las encías. Pierdo el conocimiento.
No sé cuánto tiempo pasa después, minutos, quizá horas. Me levanto, todo el cuerpo me duele. Parece un sueño. Estoy totalmente sola y sucia. Aparte de eso, no quedan huellas de nada y la cuerda ha desaparecido. Decido volver a casa.
31 de marzo de 1997
Me he pasado todo el día reflexionando sobre lo que ocurrió ayer, mientras Mami está haciendo punto, echándome ojeadas de vez en cuando, intrigada por el aire serio que he adoptado para escribir mi diario. Estoy sentada en un pequeño sillón, cubierto por una manta que ella ha puesto encima para no estropearlo, ya que a Bigudí, el gato, le encanta echarse allí y asearse. Bigudí está delante de mí, mirándome con recelo por haberle robado su sitio preferido. Le cojo en mis brazos, le doy besitos en la cabeza y le acaricio el pelo, para que entone mi melodía favorita, cargada de placer y satisfacción. Cierro mi diario para que pueda acomodarse mejor encima de mis piernas, pero el gato, que es muy cabezota, se queda sentado, mirándome.
– Va a llover otra vez hoy -le digo a Mami, mientras observo cómo el gato se limpia detrás de las orejas.
– Eso está bien para el jardín -me contesta, con una pequeña sonrisa que se queda colgada de sus labios.
Mami siempre sonríe. Es una abuela simpática de un metro ochenta, que colaboró con la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, cruzando bosques para pasar mensajes escondidos en un carrito de bebé. La admiro por ello.
La observo detenidamente mientras va cruzando una y otra vez la lana. No conozco a Mami con otra cara que la que tiene ahora. Es como si hubiese tenido amnesia toda la vida o como si yo hubiese perdido la memoria.
– ¿Alguna vez tuviste un amante antes de conocer a Papi? Mi pregunta no parece sorprenderla. Me contesta tranquilamente, sin dejar de concentrarse en el punto.
– Tu abuelo ha sido el único hombre de mi vida. Me casé con él porque otra cosa no podía hacer. Pero aprendí a quererle. Recuerda: como decían en una película, una mujer sin estudios tiene dos opciones en la vida, o el matrimonio o la prostitución, que, en definitiva, es lo mismo, ¿no? Nunca me he pegado un revolcón con otro hombre, si a eso te refieres, ni antes de conocer a tu abuelo.
– Y si pudieras volver a empezar, ¿qué harías?
– Pues pegarme todos los revolcones del mundo, hijita -me contesta riéndose.
Ahora ya sé de dónde me viene este carácter tan liberal. Me levanto y le doy dos besos como agradecimiento a su sinceridad y a la complicidad que me acaba de brindar.
– ¡Ah!, y estás autorizada a escribirme y contarme con todo detalle tus revolcones, hijita mía.
– Te lo prometo.
1 de abril de 1997
Esperanza, Esperanza, sólo sabe bailar chachachá. Esperanza, Esperanza, sólo sabe bailar chachachá.
La radio del taxi que he cogido en el aeropuerto de Barcelona está a pleno volumen. Hasta he tenido que chillarle varias veces al taxista para que entendiera la dirección. Ni se le ha ocurrido bajar el volumen. El coche está lleno de objetos religiosos con la foto de no se qué santo colgada en el retrovisor interior. En la parte de atrás, incluso el perrito articulado de los años sesenta, que mueve la cabeza y saluda sin cansarse a los coches que nos están siguiendo, y que tene una cruz colgada al cuello.
– ¿De la Frunce es usted? Ya me di cuenta enseguida, señorita. ¿Qué? ¿De vacaciones por aquí?
No es su culpa, pobre hombre, pero no tengo ninguna gana de darle conversación, así que le contesto sólo con un gesto afirmativo de la cabeza. No parece entender y sigue hablando.
– Yo hablo un petit peu el francés. Y también speankin inglis.
– Speaking english -le corrijo.
– ¿Cómo? Pues eso, speankin inglis -repite orgulloso-. De joven me fui a Inglaterra a trabajar de cocinero, ¿sabe usted?, y allí aprendí un poco el idioma. Pero han pasado muchos años y no me acuerdo de gran cosa. Lo que sí sigo haciendo es cocinar para mi mujer. No se puede quejar. Todos los domingos le preparo una fideuá, ¿sabe usted? No es fácil hacer una buena fideuá como Dios manda.
Después de contarme todo sobre los gustos culinarios de su mujer, la profesión de sus hijos, los buenos chicos que son, ¿sabe usted?, y lo bien que han aceptado a sus nueras en el pueblo, me despido del taxista, dejándole una buena propina.
Es tarde pero, a lo mejor, encuentro todavía al director del banco de la otra noche. Tengo ganas de verle y empezar lo que no quise hacer durante la cena del otro día. Al llamarle por teléfono responde el buzón de voz, y, ni corta ni perezosa, le dejo un mensaje. -Llámame al 644 44 44 42, a cualquier hora. ¿A cualquier hora? Va a pensar que me pasa algo, o bien que estoy como una cabra. Es igual. Así veré si le intereso de verdad. La una de la mañana, nada. Las dos, todavía nada. Las tres, no puedo más, y me voy a dormir. Las cuatro y media, todavía estoy dando vueltas en la cama sin pegar ojo. Las cinco menos cuarto, me voy a hacer pipí. Las cinco, ¡por Dios!, no hay manera de dormir. Las cinco y cuarto, me como unas natillas de chocolate ¿repetimos? Nada de nada. Esta noche no puedo dormir, así que me levanto con mala cara y unas ganas de sexo que ni mi mano va a poder apaciguar hoy.
2 de abril de 1997
Mi día ha transcurrido bastante mal por el cansancio de no haber dormido nada anoche. Por la mañana, he estado de mal humor, y además, he tenido que preparar mi viaje a Perú con todas las gestiones necesarias que eso supone. Mis compañeros no me han preguntado nada, no se han atrevido, pero he estado tan pálida que Marta, la secretaria, me ha preguntado si necesitaba algo de glucosa, tipo Coca-Cola, para reponer fuerzas.
– ¡La odio! -le digo, sin desviar la cabeza de mi ordenador.
Estoy redactando un fax solicitando una reunión a una compañía peruana. «A la espera de nuestra Coca-Cola, le saludo muy atentamente.» Al releerlo me doy cuenta de que tengo que corregirlo.
– Marta, por favor, no me molestes más, que luego hago tonterías -le reprocho a la pobre Marta, que se va suspirando y cerrando, sin hacer ruido, la puerta de mi despacho.
No hay manera de que pase el fax. Compruebo los números, para averiguar que no me he equivocado, y vuelvo a mandarlo. Al final, lo consigo. Espero recibir una respuesta pronto. Ya tengo unas cuantas citas previstas pero no quiero irme de España sin tener todo planificado y concretado antes.
Por la tarde, Andrés, mi jefe, me convoca en su despacho para repasar mi planning.
– Entonces, hijita mía, ¿cómo te sientes con tu próximo viaje?
¿Por qué se empeña en llamarme hijita mía? Andrés tiene unos sesenta años, y yo más de treinta menos, pero solamente trabajamos juntos. Su actitud hacia mí me hace sentir muchas veces como una niña pequeña. Tiene una melena bastante larga, con muchas canas, y apostaría que, unos cuantos años atrás, debió de ser un faldero de mucho cuidado. Ahora, seguro que el caracol ha vuelto a su caparazón. Por eso, sólo le queda adoptar esta figura paternalista.
– ¿Qué te pasa hoy? -me pregunta, sacándose las gafas y cerrando sus pequeños ojos.
– No me pasa nada, Andrés. He tenido una mala noche, nada más. ¿Por qué hoy os habéis puesto todos de acuerdo para estar en contra mía?
– Bueno, dejémoslo aquí. Recuerda, hijita, que necesito que veas a todo el mundo allí.
– Sí, sí. No te preocupes. Venderé mi alma al diablo si hace falta. Ya sabes cómo soy. -Intento tranquilizarle con esta frase que ni yo me creo.
– Si las cosas se ponen muy difíciles, te mando a alguien para echarte una mano.
Salgo de su despacho como un cohete, porque la tarde se me está echando encima y me quedan muchas cosas que hacer. Al salir, casi estoy a punto de caerme encima de la mesa de Marta, al chocarme con un montón de archivos tirados en el suelo. En ese mismo momento, suena mi móvil.
Sin aliento, y visiblemente de mal humor -Marta lo ha notado y bucea en sus papeles para no cruzarse con mi mirada-, llego a mi despacho. Demasiado tarde. «Llame 123, mensajes recibidos: 1», me indica la pantalla del móvil. Nerviosísima, llamo a mi buzón de voz, sin conseguirlo a la primera. Los nervios me juegan malas pasadas muchas veces. Cálmate, me digo a mí misma. Cálmate, que así no vas a conseguir nada.
«Soy Cristian. Me dejaste un mensaje en mi móvil ayer por la noche. Sólo te devolvía la llamada.»
Es mi director de banco. Cierro inmediatamente las puertas correderas de mi despacho y marco su número.
– Hola, Cristian. Soy yo.
– ¡Qué rapidez! -me dice sorprendido.
Si tú supieras las ganas que tengo de pegarte un revolcón, pienso.
– Verás, ayer volví de Francia y quería saber de ti. ¿Cómo estás?
– Bien, mucho trabajo, pero afortunadamente soy un privilegiado. Acabo siempre a mitad de la tarde.
– ¡Qué suerte! ¿Y qué haces toda la tarde? Debes de tener mucho tiempo libre, ¿no?
Me interesa saber más de él, y si me puede hacer un hueco en su agenda.
– Hago deporte. Voy de compras. A veces, me voy a tomar una copa en un bar con una bella amiga, por ejemplo. ¿Qué haces mañana al final de la tarde?
Bien, pienso. Tiene ganas de verme.
– Si quieres quedamos. No sé a qué hora acabaré, pero te llamo en cuanto salga del despacho. ¿Te parece bien? -le pregunto.
– De acuerdo. Hasta mañana.
Cuando salgo del despacho, un diluvio empieza a caer sobre la ciudad. No he traído paraguas porque el tiempo ha sido bueno todo el día, y justo al salir es cuando me tengo que transformar en un pequeño Noé sin barco. Siempre me pasa lo mismo. Todo el mundo en la calle se pone a correr como locos, saltando los charcos de agua y barro que se han ido acumulando encima de la acera. Yo decido andar. No sirve de nada correr, sin paraguas y visto el grosor de las gotas, me voy a empapar igual. Además, me gusta la sensación de pelo mojado cuando hace calor, y este olor de asfalto húmedo. Esta lluvia me recuerda mis fines de semana en el campo, con mis abuelos, cuando era pequeña. Y también aquellas vacaciones de verano pasadas con mi amiga Emma.
Estoy completamente mojada al abrir la cerradura de mi puerta. Un baño caliente, con muchas sales, se impone.
En el pasillo me quito toda la ropa -hasta el sostén está goteando-, luego me voy desnuda al salón para poner un CD de Loreena McKennitt, The visit, me sirvo una copa de vino tinto y enciendo varias velas perfumadas en todo el baño. Mientras suena un poema de Shakespeare, cantado con acompañamiento de arpa, me voy sumergiendo en un baño de una hora, el cual me dejará las extremidades completamente arrugadas. ¡Qué maravilla! Me gus-taría morirme así. Confieso que he imaginado varias veces cómo sería. Creo que se parece a un largo sueño hacia un viaje interno de nuestra alma.
El dolor es sin duda lo que debe de asustar a la gente. Pero la muerte no puede ser dolor, si el dolor es físico y la muerte, el estado definitivo en el que perdemos nuestra envoltu- ra. Tengo mi propia teoría acerca de lo que debe de pasar cuando una muere. Somos pura energía, y al morir, todos nuestros átomos se irán mezclando con el resto del Universo. Nuestra energía propia acabará mezclándose con la energía del Cosmos. Ni Paraíso, ni Infierno. Somos una unidad del Cosmos, o sencillamente el Cosmos entero. Así me siento yo cuando hago el amor. Siento una mezcla de energía con la otra persona, que me hace viajar y fundirme con el Cosmos. La energía de mi orgasmo es una pequeña parte de mí misma que se va y acaba mezclándose con el Universo, y cuando acabo rendida, vuelvo a mi estado humano. Es un viaje sideral de mis células que se quedan dispersas para siempre, prisioneras de un tumulto energético, el cual no sé gestionar y que me llama permanentemente.
Por eso siempre queremos repetir esta experiencia. Para comprenderla mejor. Sin embargo, yo nunca consigo comprender nada. Es una pequeña muerte que intento domesticar cada vez. Además, es la expresión que nosotros, los franceses, utilizamos para denominar poéticamente al orgasmo. Cada acto amoroso es una manera de acercarme a este estado de éxtasis. Pero no lo puedo nunca atrapar y estoy condenada a repetirlo una y otra vez para discernirlo mejor. En otros términos, es una montaña, con un gran abismo, al cual no caigo nunca, un pie en la tierra, otro en el vacío. Y mi cuerpo se balancea entre la humanidad y lo divino como un autómata.
Son las once de la noche. Cuando salgo del baño, tengo un SMS de Cristian.
«Lluvia, champán, tu piel… ¿por qué me siento tan excitado?»
Cristian sabe, indudablemente, provocar a través de mensajes sugerentes.
«Cuando nos veamos, tengo la firme intención de saberlo todo acerca de los puntos suspensivos», le escribo a modo de respuesta.
«Buenas noches…», me responde, utilizando de nuevo los puntos suspensivos para que hagan su efecto en mi mente
Es un hombre listo, no cabe duda.
Me acuesto y tengo problemas para conciliar el sueño. Sus mensajes han trastornado todas mis hormonas, y no sé si tendré la paciencia de esperar hasta mañana.
3 de abril de 1997
Me he citado al final de la tarde con Cristian en un bar, ya sabiendo que no puede pasar nada porque tengo la regla. Mierda. Me ha llegado esta mañana, sin previo aviso. Se ha adelantado, como para hacerme entender que mi cuerpo necesita un poco de descanso y que ya está bien. Tenía que haber anulado nuestro encuentro esta misma mañana pero no he podido hacerlo. Tengo demasiadas ganas de verle.
Después de una conversación interesante en torno a un vino tinto francés y unas tapas, me invita a bailar en la discoteca de moda del momento. Cuando veo bailar a alguien, me basta una mirada para saber si es sensual o no. En el caso de Cristian, no hay lugar a duda. Baila muy bien. Y… Lluvia, champán, su piel… Y desaparezco.
Desaparezco en un lugar paralelo, huit-clos sin sueño, donde mi cuerpo se funde eternamente en un abrigo de terciopelo, donde el placer supera el límite de lo soportable, y se transforma en gotitas adiamantadas en los rincones de los ojos, donde el roce de sus manos es igual a las alas de una mariposa, donde las agujas del reloj dan veinticuatro horas la vuelta, y yo me quedo suspendida en ellas.
Todo empieza por un baile frenético, entre risas y coqueteo con unos amigos que encontramos en la discoteca; las copas de ron con Coca-Cola o lima están más fuertes que la música que sale de los altavoces del local. Yo bailo sobre un hilo finito de seda como un pequeño funámbulo, atrapada entre su sexo que me roza, hinchado debajo de los calzoncillos y sus pantalones de corte italiano, y la mirada de un desconocido que contempla mi balanceo demasiado provocador. Y voy cayendo. Pierdo el control. Quiero sentirme viva.
– ¡Domestícame! -le susurro con los ojos.
Yo, irónica, busco a una persona especial, a un hombre capaz de expresar sentimientos en el sexo. En su casa, ante una infusión de frutas tropicales, pierdo el sentido y acabo abierta de piernas frente a un sexo demasiado gordo para mis entrañas, pero exquisito. Tres largas horas tardo en recorrer con mi boca lo ancho v lo largo de este vibrador carnoso. Transformada en un fantasma de cómic, con las sábanas cubriendo todo mi cuerpo, dejo que me diga que le vuelvo loco de placer, y le como hasta sentir que me baña cada uno de los empastes que voy coleccionando desde niña.
Tengo dos obturadores en mi sensualidad escondida. Uno que quito rápidamente, avergonzada, sentada encima del bidé, y otro que me pone él, ayudado de su mano experta. Me dejo manejar, como una muñeca desarticulada frente a la decisión de un poder superior, demasiado excitada.
No me molesta la rugosidad de su barba cuando baja, en un acto de generosidad, hasta el centro de gravedad del placer femenino, olvidándose de que lo íntimo se tiene que ganar, y no se roba nunca porque sí. Pero él tiene un don extrasensorial, que le hace ser peligroso, y mis ojos sólo pueden aprobar todo lo que está sucediendo.
A él tampoco le molesta mi depilación imperfecta, testimonio de que nada está planificado, de que todo fluye porque así tiene que ser. El olor que desprende toda la habitación es sin igual.
– Es esencia de rosa -me dice, leyendo mi pensamiento.
Y todo se va mezclando. Ron de la noche anterior, infusión de madrugada, esencia de rosa al amanecer, Armani botella negra en cada una de mis visitas al baño, la muestra del bagnoschiuma de un hotel Meliá de Italia que impregna mi piel en una ducha dada furtivamente, para no perder ni un momento de su presencia: estos olores-sabores corren por mis venas y, mientras tanto, se van reproduciendo maliciosamente y a una velocidad infernal los leucocitos de mi sangre.
Me está mortificando los labios porque no me sabe besar de otra manera, lo que me ha valido una pequeña herida en la parte interna de la boca. Porque me chupa los labios como un perro que hace la fiesta a su amo, después de reencontrarlo y constatar que nunca le ha abandonado. Me muerde el cuello como un gato en celo que sólo sabe reconocer la reproducción animal con este acto tan ritual que tienen los felinos. Y yo tengo la piel de gallina. Pelos erguidos horas y horas y alterados en su crecimiento.
Por la mañana, estoy yaciendo, abandonada a los placeres carnales, sobre su alfombra de pelos tan negros que van contrastando con la palidez de mi cuerpo.
Me ha dejado pronto debajo de mi casa, he subido como un zombi y me he convertido de repente, sin quererlo, en una Duras improvisada, obsesionada de por vida con un amante que la volvió loca a los quince años, condenada a escribir esa pasión que la fijó para siempre en ese momento adolescente.