Peter comprendió que estaba sentenciado el primer día de clase de sexto, cuando su madre le dio un regalo mientras estaba desayunando.
– Sabía cuánto lo deseabas-le dijo, y esperó a que él lo desenvolviera.
Dentro del paquete había una carpeta de tres anillas con un dibujo de Superman en la tapa. Era verdad que él había deseado una carpeta así. Hacía tres años, cuando estaba de moda tener una.
Consiguió esbozar una sonrisa.
– Gracias, mamá-dijo, y ella le sonrió de oreja a oreja, mientras él pensaba ya en todas las consecuencias que podía acarrearle presentarse en clase con una estúpida carpeta como aquélla.
Josie, como de costumbre, acudió en su ayuda. Le dijo al vigilante de la escuela que se le habían roto las asas del manubrio de la bici y que necesitaba cinta aislante para poder hacer un apaño hasta volver a casa. En realidad no iba en bici a la escuela, iba caminando con Peter, que vivía un poco más a las afueras de la ciudad y que pasaba a recogerla de camino hacia el colegio. Aunque ya nunca quedaban fuera del horario escolar-de hecho, hacía años que no quedaban por culpa de una acalorada discusión entre sus respectivas madres cuyos detalles ninguno de los dos recordaba con exactitud-, Josie seguía juntándose con Peter. Gracias a Dios, por cierto, porque era la única. Se sentaban juntos a la hora de comer, se leían el uno al otro los borradores de las redacciones de lengua, siempre formaban pareja en el laboratorio. Los veranos solían ser una época difícil. Podían comunicarse por correo electrónico y, de vez en cuando, se encontraban en el estanque del parque de la ciudad, pero eso era todo. Luego, cuando llegaba septiembre, volvían a ponerse al día como la cosa más normal del mundo. Aquello debía de ser lo que se entendía por mejor amiga, suponía Peter.
Aquel día, gracias a la carpeta de Superman, el curso empezaba con una situación crítica. Con la ayuda de Josie, Peter se confeccionó una especie de funda de quita y pon con la cinta adhesiva y un periódico viejo que habían sustraído del laboratorio de ciencias naturales. Así podría quitarla al llegar a casa, argumentó ella, para que su madre no se sintiera ofendida.
Los alumnos de sexto tenían el cuarto turno del almuerzo poco antes de las once de la mañana, pero parecía que llevaran meses sin comer. Josie no se llevaba el almuerzo de casa, sino que se lo compraba en la cafetería, y es que, como decía ella, las dotes culinarias de su madre se limitaban a extender un cheque para el comedor. Peter estaba con ella en la cola, esperando para agarrar un envase de leche. Su madre le ponía un sándwich sin las puntas del pan, una bolsa de zanahoria rallada y una fruta orgánica.
Peter mantenía la carpeta oculta bajo la bandeja, avergonzado a pesar de llevarla tapada con el forro de papel de periódico. Clavó una pajita en el envase de leche.
– ¿Sabes qué?-le dijo Josie-, no debería importarte tanto la carpeta que llevas. ¿Y a ti qué lo que piensen los demás?
Mientras se dirigían a la zona de almuerzo, Drew Girard chocó contra Peter.
– Mira por dónde andas, subnormal-dijo Drew, pero ya era demasiado tarde, a Peter se le había caído la bandeja.
La leche se desparramó sobre la carpeta, y el papel de periódico se empapó y reveló el dibujo de Superman que había debajo.
Drew se echó a reír.
– ¿También llevas los calzoncillos de Superman, Houghton?
– Cállate, Drew.
– Y si no, ¿qué? ¿Me lanzarás rayos X por los ojos?
La señora McDonald, la profesora de expresión artística que vigilaba el comedor, y a la que Josie juraba haber visto una vez aspirando cola del armario de material, dio un tímido paso hacia ellos. En séptimo curso ya había chicos como Drew y Matt Royston que eran más altos que las maestras, a los que les había cambiado la voz, y que se afeitaban. Pero también había chicos como Peter, que rogaban cada noche que les llegara la pubertad, de la cual no había manera que descubrieran signo visible alguno todavía.
– Peter, ¿por qué no buscas un sitio y te sientas tranquilamente…?-suspiró la señora McDonald-. Drew te traerá otro envase de leche.
«Envenenado, probablemente», pensó Peter. Se puso a secar la carpeta con unas servilletas de papel. Pero aunque la secara, no se le iría el olor. A lo mejor podría decirle a su madre que se le había caído la leche encima cuando estaba almorzando. Después de todo, era la verdad, aunque le hubieran dado una pequeña ayuda. Y, con un poco de suerte, podía ser estímulo suficiente para que le comprara una carpeta nueva, una carpeta normal, como todo el mundo.
Peter se reía por dentro: Drew Girard le había hecho un favor.
– Drew-dijo la profesora-. Quería decir ahora.
Mientras Drew se volvía hacia el interior de la cafetería y se dirigía a la pirámide de envases de leche, Josie, furtivamente, le puso una ladina zancadilla que dio con él de bruces en el suelo. En la zona de comedor, algunos chicos habían empezado a reírse. Tal era la dinámica de aquella sociedad: a ti te tocaba el palo más bajo del gallinero, mientras no encontraras a alguien que ocupara tu lugar.
– Ten cuidado con la kriptonita-le dijo Josie en voz baja, pero lo bastante audible para que Peter lo oyera.
A Alex, las dos cosas que más le gustaban de ser juez de tribunal de distrito eran, en primer lugar, ser capaz de abordar los problemas de la gente y hacer que sintieran que alguien les escuchaba, y en segundo lugar, el reto intelectual que representaba. Había tantos factores que sopesar cuando tenías que tomar decisiones: las víctimas, la policía, la aplicación de la ley, la sociedad. Y todos ellos había que considerarlos dentro del contexto de los precedentes.
Lo peor de aquel trabajo era que, cuando las personas llegaban al tribunal, no podías darles lo que realmente necesitaban: en el caso del acusado, una sentencia que fuera más un tratamiento que un castigo; en el caso de la víctima, una disculpa.
Aquel día tenía a una chica delante que no era mucho mayor que Josie. Llevaba una campera Nascar y una minifalda negra plisada, era rubia y tenía acné. Alex había visto chicas como aquélla merodeando por los estacionamientos después de la hora de cierre nocturna de los comercios del Mall de New Hampshire, dando giros de trescientos sesenta grados en el interior de los I-Rocs de sus novios. Se preguntó cómo se habría criado aquella jovencita de haber tenido una jueza por madre. Se preguntó si en algún momento de su infancia aquella chica había jugado con muñecos de peluche bajo la mesa de la cocina, o si leía libros tapada con las sábanas hasta la cabeza y con una linterna cuando los demás la creían dormida. A Alex nunca dejaba de asombrarla el hecho de que, apenas con el roce de una mano, el camino de la vida de una persona pudiera tomar un derrotero por completo diferente.
La joven estaba acusada de aceptar mercancía robada: un collar de oro de quinientos dólares que le había regalado su novio. Alex la contemplaba desde lo alto del estrado. Algún motivo había para que un caso como aquél hubiera llegado hasta la sala de justicia, y no era un motivo que tuviera que ver con la logística procesal, sino más bien con la intimidación por parte de terceros.
– ¿Estás renunciando a tus derechos de forma consciente, voluntaria y sabiendo lo que haces? ¿Comprendes perfectamente que declarándote culpable estás reconociendo la veracidad de la acusación?
La chica pestañeó.
– Yo no sabía que fuera robado. Creía que era un regalo de Hap.
– Si lees lo que dice la denuncia, verás que se te acusa de haber aceptado el collar, sabiendo que era robado. Si no sabías que era robado, tienes derecho a ir a juicio. Tienes derecho a preparar una defensa. Tienes derecho a exigirme que te asigne un abogado para que te represente, porque estás acusada de un delito clasificado A, y ello supone que puedes recibir una condena de hasta un año de cárcel y se te puede aplicar una multa de hasta dos mil dólares. Tienes derecho a que la acusación demuestre que eres culpable más allá de toda duda razonable. Tienes derecho a ver, oír y preguntar a todos los testigos que declaren en tu contra. Tienes derecho a pedirme que presente cualquier prueba y que cite a declarar a cualquier testigo a tu favor. Tienes derecho a recurrir la sentencia ante el Tribunal Supremo, o ante el Tribunal Superior de Justicia para que se repita un juicio con jurado de novo si yo hubiera cometido algún error de ley o si tú no estás de acuerdo con mi decisión. Declarándote culpable, renuncias a estos derechos.
La chica tragó saliva.
– Bueno-insistió-, pero es que lo empeñé.
– Ése no es el fundamento de la acusación-le explicó Alex-. De lo que se te acusa es de haber aceptado el collar aun después de saber que era robado.
– Pero yo quiero declararme culpable-dijo la chica.
– Estás diciéndome que no hiciste lo que la acusación dice que hiciste, por tanto no puedes declararte culpable de algo que no has hecho.
Una mujer se levantó en el fondo de la sala. Parecía una mala copia de la acusada.
– Yo ya le dije que se declarara no culpable-dijo la madre de la joven-. Es lo que pensaba hacer cuando venía hoy hacia aquí, pero luego el fiscal le dijo que saldría ganando si decía que era culpable.
El fiscal dio un salto de la silla como un muñeco de resorte.
– Yo en ningún momento le he dicho eso, Su Señoría. Lo que yo le he dicho es que si se declaraba culpable, tenía la decisión en sus manos, simple y llanamente. Y que si en lugar de eso se declaraba no culpable e iba a juicio, entonces la decisión del caso ya no estaba en sus manos, sino que sería Su Señoría la que optaría por lo que considerara oportuno.
Alex trató de ponerse en el lugar de aquella chica, totalmente abrumada por la gigantesca mole del sistema jurídico, incapaz de hablar su lenguaje. Al mirar al fiscal debía de ver un concurso de la tele. «¿Te quedas con el dinero? ¿O prefieres ver lo que hay detrás de la Puerta Número Uno, que puede ser un descapotable, pero también un pollo?»
La chica había escogido el dinero.
Alex le hizo una señal al fiscal para que se acercara al estrado.
– ¿Tiene alguna prueba, de acuerdo con su investigación, de que ella supiera que era robado?
– Sí, Su Señoría.
Sacó el informe policial y se lo entregó. Alex lo examinó. Teniendo en cuenta lo que les había dicho a los agentes y lo que ellos habían dejado consignado, era imposible que ella no supiera que el collar era robado.
Alex se volvió hacia la joven.
– Según los hechos recogidos en el informe policial, contrastados con las pruebas, considero que ha lugar a tu declaración. Hay base suficiente para refrendar el hecho de que sabías que el collar era robado y que lo aceptaste de todos modos.
– Yo no…no la entiendo-dijo la chica.
– Significa que acepto tu declaración de culpabilidad, si es que sigues manteniéndola. Pero-añadió Alex-primero tienes que decirme que eres culpable.
Alex vio cómo a la chica se le crispaba la expresión y le temblaban los labios.
– Está bien-dijo en un susurro-, lo soy.
Era uno de esos días de otoño de una belleza increíble, de esos en que vas al colegio por la mañana arrastrándote por la acera porque no puedes creer que tengas que perder ocho horas ahí dentro. Josie estaba sentada en clase de matemáticas, contemplando el azul del cielo: «cerúleo», una palabra que habían aprendido en repaso de vocabulario aquella semana, y con sólo decirla, a Josie le pareció como si la boca se le llenara de cristales de hielo. Podía oír a los alumnos de séptimo jugando al juego del pañuelo en el patio, durante la clase de gimnasia, y el zumbido del cortacésped al pasar el cuidador bajo su ventana. Le tiraron un papel que fue a caerle en el regazo. Josie lo desdobló, y leyó la nota de Peter.
¿Por qué tenemos siempre que calcular lo que vale la x? ¿¿¿Por qué no lo hace ella misma y nos ahorra la TORTURA???
Se volvió y lo miró con media sonrisa. A ella en realidad le gustaban las mates. Le encantaba el hecho de saber que, si se esforzaba de verdad, al final siempre había una respuesta que lo explicaba todo.
Si ella no encajaba con la masa de la escuela era por ser una estudiante de sobresalientes. El caso de Peter era diferente, él sacaba notables y suficientes, y una vez un insuficiente. Él tampoco encajaba, pero no porque fuera más inteligente que la media, sino porque era Peter.
En una hipotética clasificación que midiese la popularidad y la impopularidad de la clase, Josie sabía que ella aún hubiera estado por encima de unos cuantos. A veces se preguntaba si se juntaba con Peter porque le gustaba su compañía, o porque así se sentía mejor consigo misma.
Mientras la clase estaba ocupada con la prueba de repaso, la señora Rasmussin navegaba por Internet. Era una broma que se había extendido por toda la escuela: a ver quién la sorprendía comprándose unas bragas en la tienda online de Gap, o visitando sitios de fans de series de televisión. Había un chico que juraba que un día la había sorprendido mirando una página porno al acercarse a su mesa a hacerle una pregunta.
Josie había acabado en seguida, como de costumbre, y miró a la señora Rasmussin enfrascada en su computadora…Distinguió lágrimas en las mejillas de la profesora, como cuando una persona no se da cuenta siquiera de que está llorando.
La mujer se levantó y salió del aula sin decir una palabra, sin advertir siquiera a la clase que permanecieran en silencio durante su ausencia.
Al minuto de salir la profesora, Peter llamó la atención de Josie dándole una palmada en el hombro.
– ¿Qué le pasa?
Antes de que ella pudiera contestarle, la señora Rasmussin volvió a entrar en el aula. Tenía la cara blanca como el papel, y los labios tensos y apretados.
– Atención todos-dijo-. Ha sucedido algo terrible.
En la sala de comunicaciones, donde se había reunido a los estudiantes de secundaria, el director les explicó lo que sabía: dos aviones se habían estrellado contra el World Trade Center. Otro más acababa de caer sobre el Pentágono. La torre sur del World Trade Center se había desplomado.
El bibliotecario había dispuesto un receptor de televisión para que todos pudieran ver la cobertura informativa de los medios de comunicación. Aunque los habían sacado de clase, por lo general motivo de celebración, había tal silencio en aquella sala que Peter podía oír los latidos de su propio corazón. Miró alrededor de las paredes de la estancia, al pedazo de cielo que se veía por las ventanas. Aquella escuela no constituía una zona de seguridad. Nada lo era, a despecho de lo que les hubieran dicho.
¿Era eso estar en guerra?
Peter se quedó mirando la pantalla. En Nueva York, la gente lloraba y gritaba aunque casi no se les veía a causa del polvo y el humo que llenaban el aire. Había fuego por todas partes, y se oía el ulular de las sirenas de los camiones de bomberos y ambulancias, así como las alarmas de los coches. No se parecía en nada a la Nueva York que recordaba de la vez que había ido de vacaciones con sus padres. Habían subido a lo alto del Empire State Building y pensaban tomar una cena de lujo en Windows on the World, pero Joey se puso malo por comer demasiadas palomitas, así que tuvieron que volverse al hotel.
La señora Rasmussin se había marchado del colegio y ya no volvería aquel día. Su hermano era agente de aduanas en el World Trade Center.
Ya no.
Josie estaba sentada junto a Peter. A pesar de los centímetros que los separaban, él podía notar que ella estaba temblando.
– Peter-le dijo en susurro, horrorizada-, hay gente que está saltando.
Él no tenía la vista tan aguda, ni siquiera con lentes, pero entornó los ojos y vio que Josie tenía razón. Le dolía el pecho al mirar, como si las costillas le fueran una talla pequeñas de repente. ¿Qué tipo de persona era capaz de hacer una cosa así?
Él mismo respondió a su propia pregunta: «Una persona que ya no ve otra salida».
– ¿Tú crees que podrían llegar hasta aquí?-murmuró Josie.
Peter se volvió hacia ella. Hubiera deseado saber qué decir para hacer que ella se sintiera mejor, pero la verdad era que tampoco él se sentía muy bien, y ni siquiera sabía si existían palabras en su lengua capaces de sacar a alguien de aquella especie de estado de shock, de aquella repentina toma de conciencia de que el mundo ya no era el lugar que tú creías.
Se volvió de nuevo hacia la pantalla para no tener que responder a Josie. Seguían saltando personas al vacío por las ventanas de la torre norte. Hasta que de pronto se oyó un estruendo ensordecedor como si el mismo suelo abriera sus fauces. Al derrumbarse el segundo edificio, Peter dejó escapar el aire que tenía retenido en los pulmones…sintiendo alivio, porque ahora ya no podía ver nada más.
Las líneas de los colegios estaban totalmente colapsadas por las llamadas de los padres, divididos en dos categorías: aquellos que no querían asustar a sus hijos de forma innecesaria presentándose en el centro y llevándoselos a un búnker en el sótano, y quienes querían sobrevivir a aquella tragedia con sus hijos al alcance de la mano.
Tanto Lacy Houghton como Alex Cormier pertenecían a esta última categoría, y ambas llegaron al colegio simultáneamente. Estacionaron una al lado de la otra en la parada del autobús y se apearon de sus respectivos vehículos. Sólo entonces se reconocieron la una a la otra. No habían vuelto a verse desde el día en que Alex se había llevado a su hija con gesto airado del sótano de Lacy, donde guardaban las armas de fuego.
– ¿Sabes si Peter…?-dijo Alex.
– No lo sé. ¿Y Josie?
– Vengo a llevármela.
Llegaron juntas a la oficina principal, donde les indicaron que fueran hasta el final del pasillo, la sala de comunicaciones.
– No puedo creer que les estén dejando ver las noticias-dijo Lacy, corriendo junto a Alex.
– Son lo bastante mayores como para entender lo que está pasando-contestó ésta.
Lacy sacudió la cabeza en señal de negación.
– Yo misma no soy lo bastante mayor como para entender lo que está pasando.
La sala de comunicaciones estaba repleta de alumnos, unos sentados en sillas, otros en las mesas, otros diseminados por el suelo. Alex tardó unos segundos en comprender qué era lo que le parecía tan poco natural en todo aquel tropel: nadie hacía el menor ruido. Hasta las profesoras estaban de pie, tapándose la boca con la mano, como si temieran dejar escapar alguna emoción; porque si se abrían las compuertas, la inundación lo barrería todo a su paso.
En la parte delantera de la estancia había un único televisor, sobre el que estaban fijas todas las miradas. Alex distinguió a Josie porque ésta llevaba una de las cintas de Alex para el pelo, una con un diseño de piel de leopardo.
– Josie-llamó, y su hija se volvió en redondo, para acto seguido dirigirse hacia ella, pasando casi por encima de los demás chicos en su esfuerzo por llegar hasta su madre.
Josie se abalanzó sobre ella como un huracán de emoción y de furia, pero Alex sabía que dentro, en algún lugar, estaba el ojo de aquella tempestad, por lo que, como con cualquier otra fuerza de la naturaleza, habría que prepararse para otra arremetida antes de que las cosas volvieran a la normalidad.
– Mamá-sollozó-, ¿ya se ha acabado?
Alex no sabía qué decirle. Como madre, se suponía que debía tener todas las respuestas, pero no las tenía. Se suponía que era capaz de proteger a su hija y mantenerla a salvo, pero tampoco eso podía prometérselo. Tenía que poner al mal tiempo buena cara y decirle a Josie que todo iría bien, cuando ella ni siquiera sabía si eso era verdad. Incluso en el trayecto desde los juzgados hasta allí, había tomado conciencia de la fragilidad de las carreteras por las que transitaban; de la brecha que con tanta facilidad podía abrirse en la divisoria del cielo. Al pasar junto a varias fuentes había pensado en la posibilidad de una contaminación del agua potable; se había preguntado a qué distancia estaba la planta nuclear más cercana.
Y sin embargo se había pasado años siendo la jueza que otras personas esperaban que fuera: fría y sosegada, capaz de llegar a conclusiones sin ponerse histérica. Sin duda, podría adoptar aquella actitud también ante su hija.
– Aquí todos estamos bien-dijo Alex con calma-. Ya ha pasado.
No sabía que, mientras decía aquello, un cuarto avión se estrellaba en el campo, en Pennsylvania. No se dio cuenta de que la crispación con que agarraba el brazo de Josie contradecía sus palabras.
Alex hizo un gesto afirmativo con la cabeza por encima del hombro de Josie, dirigido a Lacy Houghton, que se marchaba llevándose consigo a Peter. No sin asombro, vio lo alto que estaba el chico, casi tan alto como un hombre.
¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que lo había visto?
«En un abrir y cerrar de ojos le pierdes la pista a la gente», pensó Alex. Se prometió que no dejaría que eso sucediera entre ella y su hija. Porque, si se pensaba bien, ser juez no tenía la menor importancia en comparación con ser madre. Cuando el asistente de Alex le había dado la noticia de lo sucedido en el World Trade Center, su primer pensamiento no había sido para sus administrados…sino sólo para Josie.
Durante unas semanas, Alex se mantuvo fiel a su promesa. Reorganizó su agenda para estar en casa cuando llegara Josie; dejó los documentos legales en la oficina en lugar de llevárselos a casa para leerlos durante el fin de semana; todas las noches a la hora de la cena, hablaban, pero no una mera charla, sino que sostenían conversaciones de verdad, por ejemplo acerca de por qué Matar a un ruiseñor era posiblemente el mejor libro que se había escrito nunca, o acerca de cuándo una podía decir que se había enamorado, o incluso acerca del padre de Josie. Pero entonces, una semana, hubo un caso particularmente espinoso que la tuvo hasta tarde en la oficina. Y Josie empezó a ser capaz de dormir de nuevo toda la noche de un tirón en lugar de despertarse gritando. Volver a la normalidad significaba en parte borrar los límites de lo que era anormal, y al cabo de unos meses, las emociones suscitadas en Alex con motivo del 11-S habían ido quedando olvidadas poco a poco, como una marea que borrara un mensaje escrito en la arena.
Peter odiaba el fútbol, aunque a pesar de ello formaba parte del equipo del instituto, donde seguían una política de «todo el mundo vale»; de modo que los chicos que en condiciones normales no hubieran entrado en el equipo como titulares, ni como de suplentes, ni ¿a quién pretendían engañar?, ni siquiera en el equipo, incluso éstos eran aceptados. Era este motivo, además de la convicción de su madre de que encajar pasaba por unirse a la multitud, el que lo había llevado a apuntarse a los entrenamientos que se hacían por la tarde, y en los que se vio practicando el pase de pelota, que Peter tenía que ir corriendo a buscar más veces de las que conseguía devolvérsela al compañero. Y también se encontró en los partidos, que tenían lugar dos veces por semana, calentando los banquillos de los campos de las escuelas de secundaria de todo el condado de Grafton.
Sólo había una cosa que Peter odiara más que jugar a fútbol, y era vestirse de futbolista. Después de clase, siempre encontraba algo que hacer en su casillero, o una pregunta que plantear a la maestra, de modo que, cuando él llegara al vestuario, sus compañeros estuvieran ya fuera calentando y haciendo estiramientos. Entonces, en un rincón, Peter se desnudaba sin necesidad de tener que oír a nadie burlándose de su pecho hundido, ni que nadie le estirara de la goma de los calzoncillos para darle un chasquido. Le llamaban Peter Homo, en lugar de Peter Houghton, e incluso cuando se quedaba último y no había nadie más en el vestuario, aún les seguía oyendo chocar las palmas de las manos, y sus risas llegaban hasta él como la mancha de una marea negra.
Cuando acababa el entrenamiento, por lo general solía encontrar algo que hacer y que le permitiera ser el último en el vestuario: recoger las pelotas utilizadas en el entrenamiento, hacerle al entrenador alguna pregunta relativa al siguiente partido, o volver a atarse las botas. Si tenía mucha suerte, para cuando llegaba a las duchas todos estaban ya camino de casa. Pero aquel día, nada más acabar el entrenamiento, se había desencadenado una tormenta. El entrenador se llevó a todos los chicos del campo de deportes y los hizo entrar en el vestuario.
Peter se dirigió a paso lento hacia el grupo de casilleros de su rincón. Había ya varios chicos camino de las duchas, con una toalla alrededor de la cintura. Drew, sin ir más lejos, junto con su amigo Matt Royston. Iban riéndose, dándose puñetazos el uno al otro a la altura del hombro para ver cuál de los dos era capaz de encajar el golpe más fuerte.
Peter se volvió de espaldas al resto de secciones del vestuario y se despojó del equipo, para taparse rápidamente con una toalla. El corazón le latía con fuerza. Podía imaginar lo que todos veían al mirarlo, entre otras cosas porque también él lo veía al observarse en el espejo: una piel blanca como el vientre de un pescado; los bultos nudosos que le sobresalían de la columna y de las clavículas. Unos brazos sin una fibra de músculo.
Lo último que hizo Peter fue quitarse los anteojos y dejarlos en el estante de su casillero abierto. Todo se volvió felizmente borroso.
Se fue hacia la ducha con la cabeza gacha, esperando al último segundo para desprenderse de la toalla. Matt y Drew ya se estaban enjabonando. Peter dejó que el chorro de agua le diera en la frente. Imaginó que era un aventurero en un río salvaje y espumoso, recibiendo el embate de una gran cascada mientras era succionado por un remolino.
Al quitarse el agua de los ojos y darse la vuelta, vio los contornos borrosos de dos cuerpos, eran Matt y Drew. Y la mancha oscura entre sus piernas: el vello púbico.
Peter aún no tenía.
Matt se volvió de lado con gesto brusco.
– Por Cristo, deja de mirarme la verga.
– Maricón de mierda-dijo Drew.
Peter se dio la vuelta de inmediato. ¿Y si resultaba que tenían razón? ¿Y si ésa era la razón de que su mirada se hubiera dirigido hacia allí en ese momento? Peor aún, ¿y si se le ponía dura justo entonces, cosa que últimamente le pasaba cada vez más a menudo?
Eso significaría que era gay, ¿o no?
– No te estaba mirando-soltó Peter-. No veo nada.
La risotada de Drew resonó contra las paredes embaldosadas de la ducha.
– A lo mejor es porque tienes la verga chiquita, Mattie.
De pronto Matt había agarrado a Peter por el cuello.
– No llevo anteojos-dijo Peter ahogándose-. Por eso…
Matt le soltó, empujando a Peter contra la pared, y luego salió de la ducha dando una zancada. Agarró la toalla de Peter que estaba colgada de un gancho, y la tiró bajo el chorro de agua. Fue a caer, completamente mojada, encima del desagüe central.
Peter la recogió y se la puso alrededor de la cintura. La tela de algodón estaba empapada, y él estaba llorando, pero pensó que a lo mejor los demás no se daban cuenta, pues todo él estaba chorreando. Todos lo miraban.
Cuando estaba con Josie no sentía nunca nada; no le entraban ganas de darle un beso, ni de tomarla de la mano, ni cosas así. Pero le parecía que tampoco sentía nada de eso por los chicos. Aunque no había duda de que tenías que ser o gay, o hetero. No podías no ser ninguna de las dos cosas.
Se apresuró a volver al grupo de casilleros del rincón y se encontró a Matt de pie delante de la suya. Peter entornó los ojos, intentando ver qué era lo que Matt sostenía en la mano, y entonces lo oyó: Matt tomó sus anteojos y cerró de golpe la puerta del casillero aplastándolos. Luego dejó caer al suelo la montura retorcida.
– Ahora ya no puedes mirarme-dijo, y se marchó.
Peter se arrodilló en el suelo, intentando recoger los fragmentos rotos de cristal. Como no veía bien, se cortó la mano. Se quedó sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la toalla ahuecada en el regazo. Se acercó la palma de la mano al rostro, hasta que lo vio todo claro.
Alex soñó que caminaba por la calle Mayor completamente desnuda. Entraba en el banco y depositaba un cheque.
– Su Señoría-le dijo el cajero, sonriente-, ¿verdad que hace un día radiante?
Al cabo de cinco minutos, entró en la cafetería y pidió un café con leche descremada. La camarera era una chica con el cabello de un improbable color púrpura y un piercing que le atravesaba el puente de la nariz a la altura de las cejas. Cuando Josie era pequeña y entraban en aquella cafetería, Alex le decía que no se quedara mirando.
– ¿Tomará también biscotti, Su Señoría?-le preguntó la camarera.
Fue a la librería, a la farmacia y a la gasolinera, y en todas partes notó que la gente la miraba. Ella sabía que iba desnuda, ellos sabían que ella iba desnuda, pero nadie le dijo nada hasta que fue a la oficina de correos. El empleado de la oficina era un viejo que trabajaba allí probablemente desde que abandonaron el Pony Express. Al darle a Alex una tira de sellos, puso furtivamente la mano sobre la suya.
– Señora, puede que yo no sea la persona indicada para decírselo…
Alex lo miró a los ojos, a la expectativa.
Las arrugas de preocupación de la frente del empleado se suavizaron.
– …pero lleva usted un vestido precioso-concluyó.
Era su paciente la que gritaba. Lacy podía oír su llanto desde el otro extremo del pasillo. Corrió todo lo aprisa que pudo, hasta que dobló la esquina y se metió en la habitación.
Kelly Gamboni tenía veintiún años, era huérfana y tenía un coeficiente intelectual de 79. La habían violado en grupo, uno tras otro, tres alumnos del instituto que ahora esperaban ser juzgados en el centro de detención de menores de Concord. Kelly vivía en una residencia católica, donde, como era natural, no se contemplaba la posibilidad de abortar. Pero ahora el médico de guardia del servicio de urgencias había considerado necesario, por motivos médicos, provocar un aborto en la trigésimo sexta semana de embarazo. Kelly estaba tumbada en la cama del hospital, con una enfermera al lado que trataba en vano de consolarla, mientras ella se abrazaba a un osito de peluche.
– ¡Papá!-gritaba, a un padre que hacía años que había muerto-. ¡Llévame a casa, papá! ¡Me duele mucho!
El médico entró en la habitación, y Lacy se le encaró.
– ¿Cómo se atreve?-dijo-. ¡Es mi paciente!
– Bueno, la han traído a urgencias estando yo de guardia, así que ahora es mi paciente-replicó el médico.
Lacy miró a Kelly y salió al pasillo. A Kelly no le haría ningún bien que los dos se pelearan delante de ella.
– Ha ingresado quejándose de que llevaba dos días mojando la ropa interior. Se le ha hecho una exploración y, según todas las apariencias, ha sufrido una ruptura prematura de membranas-dijo el médico-. No tiene fiebre, y la traza del monitor fetal es reactiva. Un aborto inducido es totalmente razonable. Y además ella ha firmado la hoja dando su consentimiento.
– Puede que sea razonable, pero no es aconsejable. Es retrasada mental. Ahora mismo no entiende lo que le está pasando, está aterrorizada. Y, por descontado, no tiene capacidad para dar su consentimiento.-Lacy giró en redondo-. Voy a llamar al psiquiatra.
– Eso ya lo veremos-dijo el médico, agarrándola por el brazo.
– ¡Suélteme!
Aún seguían increpándose mutuamente cuando, al cabo de cinco minutos, se presentó un médico del servicio de psiquiatría. El joven que se plantó delante de Lacy aparentaba la edad aproximada de Joey.
– Debe de ser una broma-dijo el médico; era el primer comentario que hacía con el que Lacy estaba de acuerdo.
Ambos siguieron al psiquiatra a la habitación de Kelly. Para entonces, la joven se abrazaba el vientre, hecha un ovillo, sin dejar de gemir.
– Necesita que le pongan la epidural-murmuró Lacy.
– No es seguro ponerla con dos centímetros-replicó el médico.
– Me da igual, necesita que se la pongan.
– ¿Kelly?-dijo el psiquiatra, agachándose delante de ella-. ¿Sabes lo que es una cesárea?
– Ajá…-gruñó Kelly.
El psiquiatra se puso de pie.
– Tiene capacidad para dar su consentimiento, mientras un juez no dictamine lo contrario.
Lacy se quedó boquiabierta.
– ¿Ya está?
– Tengo otras seis consultas esperando-le espetó el psiquiatra-. Lamento haberla decepcionado.
Mientras él se marchaba, Lacy le soltó:
– ¡No es a mí a quien ha decepcionado!-Se agachó junto a Kelly y le apretó la mano-. Bueno, bueno. Yo cuidaré de ti.-Improvisó una oración dirigida a quienquiera que fuera capaz de mover las montañas en que podían convertirse los corazones de los hombres. Luego alzó la mirada hacia el médico-. Sobre todo, no le haga daño-dijo con suavidad.
El médico se pellizcó en el arco de la nariz.
– Diré que le pongan la epidural-suspiró.
Y sólo entonces Lacy se dio cuenta de que había estado aguantando la respiración.
Lo último que tenía ganas de hacer Josie era salir a cenar con su madre y pasarse tres horas viendo cómo maîtres, cocineros y otros comensales la adulaban. Era la celebración del cumpleaños de Josie, así que, la verdad, no entendía por qué no podían pedir comida china por teléfono y alquilar un vídeo. Pero su madre no dejaba de insistir en que, si se quedaban en casa sin salir, aquello no sería una celebración ni sería nada. Así que allí estaba ella, detrás de su madre como una dama de honor.
Lo había ido contando todo: cuatro veces «Encantado de verlas, Su Señoría»; tres veces «Sí, Su Señoría»; dos «Es un verdadero placer, Su Señoría». Y una vez: «Para Su Señoría, tenemos la mejor mesa de la casa». Josie había leído a veces en la revista People que había famosas a las que siempre les hacían regalos las marcas de bolsos y las zapaterías, y les daban entradas gratis para primeras representaciones en Broadway o para el Yankee Stadium…A fin de cuentas, su madre era una famosa de la ciudad de Sterling.
– No puedo creer-decía su madre-que tenga una hija de doce años.
– ¿Ahora es cuando yo debería decir que debiste de ser una niña muy precoz?
Su madre se rió.
– Bueno, estaría bien.
– Dentro de tres años y medio ya podré conducir-señaló Josie.
Su madre golpeó con el tenedor en el plato.
– Gracias por recordármelo.
El camarero se acercó a la mesa.
– Su Señoría-dijo, depositando una bandeja con caviar delante de la madre de Josie-, el chef desearía obsequiarlas con este aperitivo.
– Qué asco, ¿huevas de pescado?
– ¡Josie!-Su madre dirigió al camarero una sonrisa de apuro-. Por favor, dele las gracias al chef.
Podía sentir la mirada de su madre fija en ella.
– Bueno, ¿qué?-soltó al fin desafiante.
– Nada, sólo que le habrás parecido una mocosa malcriada, nada más.
– ¿Por qué? ¿Porque no me gusta tener un montón de embriones de pez delante de las narices? Tú tampoco te los comes. Yo al menos he sido sincera.
– Y yo he sido discreta-dijo su madre-. ¿No te parece que es posible que ahora el camarero vaya y le diga al chef que menuda hija tiene la jueza Cormier?
– ¿Y eso debería importarme?
– A mí me importa. Lo que tú haces repercute en mí, y yo tengo una reputación que proteger.
– ¿Reputación de qué? ¿De alguien a quien le gusta que le hagan la corte?
– De alguien que está fuera del alcance de las críticas tanto dentro como fuera del tribunal.
Josie ladeó la cabeza.
– ¿Y si yo hiciera algo malo?
– ¿Malo? ¿Cómo de malo?
– Digamos…que fumara droga, por ejemplo-dijo Josie.
Su madre se quedó petrificada.
– ¿Hay algo que quieras contarme, Josie?
– Por Dios, mamá, no fumo droga. Lo decía en sentido hipotético.
– Porque ya sabrás que ahora que estás en la secundaria te encontrarás con chicos y chicas que hacen cosas peligrosas…o simplemente estúpidas…Y espero que tú seas…
– …lo bastante fuerte como para saber decir que no-concluyó Josie, imitándola con burla-. Ya. Captado. Pero ¿y si no fuera así, mamá? ¿Y si llegas un día a casa y me encuentras colocada en la sala de estar? ¿Me entregarías?
– ¿Qué quieres decir con, si te entregaría?
– A la poli. Si llamarías a la policía y les enseñarías…-Josie sonrió de medio lado-…¡mi montoncito de hachís!
– No-dijo su madre-. No te denunciaría.
Cuando era más pequeña, Josie pensaba que al crecer se parecería a su madre: huesos delicados, pelo oscuro, ojos claros. En sus rasgos había todos esos elementos, pero al ir haciéndose mayor había empezado a parecerse a otra persona totalmente diferente, alguien a quien ella no había llegado a conocer. A su padre.
Se preguntaba si su padre, al igual que la propia Josie, era capaz de memorizar las cosas en un instante, y de imaginarlas en la página simplemente cerrando los ojos. Se preguntaba si su padre desafinaba al cantar y si le gustaban las películas de miedo. Se preguntaba si tenía las cejas en línea recta, tan diferentes de los delicados arcos de las cejas de su madre.
Se preguntaba, punto.
– Si no me denuncias porque soy tu hija-insistió Josie-, entonces no estarías siendo justa, ¿no?
– En ese caso estaría actuando como madre, no como jueza.-Su madre pasó la mano por encima de la mesa y le tocó en el brazo, lo cual le resultó raro, pues en general no era de esas personas toconas-. Josie, siempre que quieras puedes acudir a mí, ya lo sabes, ¿verdad? Cuando necesites hablar, yo te escucho. No te vas a meter en un lío con la justicia por decírmelo…no si tú eres la implicada, ni siquiera si lo fueran tus amigos.
Para ser del todo sincera, Josie no tenía muchos. Estaba Peter, a quien conocía desde siempre…A pesar de que Peter ya no iba a su casa ni viceversa, seguían juntándose en el colegio, y era la última persona en el mundo a la que Josie imaginaría haciendo algo ilegal. Sabía de sobra que una de las razones por las que las demás chicas excluían a Josie del grupo era porque ella siempre salía en defensa de Peter, pero se decía a sí misma que eso le daba igual. No era lo que quería, estar rodeada de gente a la que lo único que le importaba era lo que pasaba en las series de televisión tipo «One Life to Live», y que ahorraban el dinero que ganaban como niñeras para ir al Limited. A veces le parecían personas tan vacías que a Josie le daba por pensar que, si hurgaba en ellas con con un lápiz afilado, explotarían como un globo.
Así que, ¿por qué preocuparse si ella y Peter no eran populares? Siempre le estaba diciendo a Peter que eso no importaba, de modo que ya podía empezar a creérselo ella misma.
Josie se deshizo del contacto de la mano de su madre y fingió que estaba maravillada con la sopa de crema de espárragos. No sabía qué tenían los espárragos que a ella y a Peter les hacían mucha gracia. Una vez habían hecho un experimento consistente en comprobar cuántos tenías que comerte para que el pipí te oliera raro. Por Dios que no habían necesitado ni dos mordiscos.
– Y deja ya de poner tu voz de juez-dijo Josie.
– ¿Mi qué?
– Tu voz de juez. La que pones cuando contestas al teléfono. O cuando estás en público. Como ahora.
Su madre frunció el entrecejo.
– Qué tontería, es la misma voz que…
El camarero se presentó como deslizándose, como si fuera patinando por todo el comedor.
– No pretendía interrumpirlas…¿Está todo a su gusto, Su Señoría?
Sin alterarse en lo más mínimo, su madre se volvió hacia el camarero.
– Está todo delicioso-dijo, congelando la sonrisa hasta que se marchó; entonces se volvió de nuevo hacia Josie-. Es mi voz de siempre.
Josie la observó, y luego miró hacia la espalda del camarero.
– Ya, puede que sí-dijo.
El otro integrante del equipo de fútbol que hubiera estado más a gusto en cualquier otro sitio se llamaba Derek Markowitz. Se presentó a Peter un día en que estaban los dos sentados en el banquillo, durante un partido con North Haverhill.
– ¿A ti quién te ha obligado a anotarte?-le preguntó Derek, y cuando Peter le dijo que su madre, respondió-: A mí también la mía. Es nutricionista, y está que no caga con el fitness.
Durante la cena, Peter les decía a sus padres que el entreno había ido de primera. Les contaba cosas inventadas a partir de los partidos que había visto jugar a los demás: proezas deportivas que él jamás podría haber realizado. Lo hacía para ver a su madre volverse hacia Joey y decir cosas tales como:
– Ya lo ves, no eres el único deportista de la familia.
Cuando en alguna ocasión habían ido a animarle en algún partido, y Peter no había abandonado el banquillo, les decía que era porque el entrenador sólo ponía a sus preferidos. Cosa que, en cierto modo, era verdad.
Derek compartía con Peter la condición de ser uno de los peores jugadores de fútbol del planeta. Era tan blanco que las venas parecían un mapa de carreteras bajo su piel, y tenía el pelo tan claro que era muy difícil distinguirle las cejas. Ahora, siempre que había partido se sentaban juntos en el banquillo. A Peter le gustaba, porque pasaba de contrabando barras de Snickers en los entrenamientos y se las comía cuando el entrenador no miraba; y también porque sabía contar chistes. La cosa llegó al punto de que Peter estaba deseando que llegara otro entrenamiento de fútbol, sólo por oír las cosas que decía Derek…Aunque al cabo de poco, Peter empezó a preocuparse una vez más por la duda de si le gustaba Derek por ser quien era, o porque él era gay; y entonces se apartaba un poco de su lado, o se decía que, por encima de todo, no miraría a Derek a los ojos en todo el entrenamiento, no fuera a ser que se hiciera una idea equivocada.
Un viernes por la tarde estaban sentados en el banquillo, viendo cómo los demás jugaban contra Rivendell. Todo el mundo sabía que Sterling podía propinarle una paliza a Rivendell con los ojos cerrados, pero eso no era motivo suficiente para que el entrenador sacara a Peter o a Derek en un partido de liga de verdad. En el último minuto del partido, el marcador señalaba algo tan humillante como Sterling 24, Rivendell 2, y Derek le estaba contando a Peter otro chiste de los suyos.
– Un pirata entra en un bar con la pata de palo, el parche en el ojo y el loro en la hebilla del cinturón. El camarero le dice: «Eh, amigo, llevas el loro en el cinturón». Y el pirata le contesta: «Sí, ya lo sé, arrrrgh. Ya me está rompiendo los huevos».
– Buen partido-dijo el entrenador, felicitando a cada uno de los jugadores con un apretón de manos-. Buen partido, chico. Buen partido.
– ¿Vienes?-preguntó Derek, poniéndose de pie.
– Sí, ve tú, ahora voy-dijo Peter, y mientras estaba agachado atándose las botas, vio pararse un par de zapatos de mujer delante de él. Unos zapatos que conocía bien, porque siempre los pisaba sin querer cuando pasaba por el vestidor de la entrada de su casa.
– Hola, cielo-dijo su madre con una sonrisa.
Peter se quedó helado. ¿A qué chico de secundaria su madre lo iba a buscar a la cancha de juego, como si saliera del jardín de infantes y necesitara que le dieran la mano para cruzar la calle?
– Déjame a mí, Peter-le dijo su madre.
Tuvo tiempo de ver cómo el equipo, en lugar de meterse en el vestuario, como de costumbre, se quedaba para presenciar su última humillación. Cuando ya pensaba que las cosas no podían ir peor, su madre se fue derecho hacia el entrenador.
– Señor Yarbrowski-le dijo-, ¿podría hablar con usted?
«Tierra, trágame», pensó Peter.
– Soy la madre de Peter. Me preguntaba por qué no hace salir a mi hijo en los partidos.
– Son motivos tácticos, señora Houghton. Además, estoy dándole tiempo a Peter para que se ponga al nivel de algunos de los otros…
– Estamos a mitad de temporada, y mi hijo tiene el mismo derecho que cualquier otro a jugar en este equipo de fútbol.
– Mamá-la interrumpió Peter, preguntándose por qué no había terremotos en New Hampshire, por qué no se abría una grieta bajo sus pies y se la tragaba a media frase-. Déjalo ya.
– Tranquilo, Peter, yo me encargo de esto.
El entrenador se pellizcó el arco de la nariz, entre los ojos.
– Haré salir a Peter en el partido del lunes, señora Houghton, pero no va a ser muy bonito.
– No tiene por qué ser bonito, basta con que sea divertido.-Se volvió hacia Peter sonriente; no tenía ni idea-. ¿Está bien?
Peter casi no podía ni oírla. La vergüenza le zumbaba con tal fuerza en los oídos, que sólo era capaz de distinguir el murmullo sordo de sus compañeros. Su madre se agachó delante de él. Nunca antes había comprendido lo que era amar y odiar a alguien al mismo tiempo, pero ahora estaba empezando a captarlo.
– En cuanto te vea en acción, te pondrá de titular.-Le dio unas palmaditas en la rodilla-. Te espero en el estacionamiento.
Los demás jugadores se reían mientras él pasaba junto a ellos.
– Es el niñito de mamá-le decían-. ¿Siempre te saca las castañas del fuego, marica?
Una vez en el vestuario, se sentó y se quitó las botas. Se le había hecho un agujero en el calcetín, por el que le salía el dedo gordo, y se quedó mirándoselo como si ese hecho fuese algo verdaderamente asombroso, y no porque estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano por no llorar.
Casi se le salió el corazón del pecho cuando notó que alguien se sentaba a su lado.
– Peter-dijo Derek-, ¿estás bien?
Peter intentó decir que sí, pero era incapaz de hacer que aquella mentira le saliera de la garganta.
– ¿En qué se diferencia este equipo de un ramo de rosas?-le preguntó Derek.
Peter sacudió la cabeza.
– En el ramo sólo hay capullos a veces.-Derek sonrió de medio lado-. Nos vemos el lunes.
Para Josie, Courtney Ignatio era una de esas chicas que siempre parecen ir vestidas con una camiseta de tirantes de las que dejan el ombligo al aire. De las que en los recitales organizados por los estudiantes se inventaba bailes al son de canciones como Bootylicious o Lady Marmalade. Courtney había sido la primera alumna de séptimo curso en tener teléfono móvil. Era de color rosa, y a veces sonaba en mitad de la clase, aunque los profesores no se enojaban nunca con ella.
Cuando la emparejaron con Courtney en la clase de ciencias sociales para hacer un cuadro cronológico de la guerra de la independencia, Josie refunfuñó, porque estaba segura de que le iba a tocar hacer todo el trabajo. Pero Courtney la invitó a su casa para organizarse, y la madre de Josie le dijo que, si no iba, entonces sí cargaría con el peso de todo. Así que allí estaba, sentada en la cama de Courtney, comiendo galletas de chocolate y organizando fichas de anotaciones.
– ¿Qué?-dijo Courtney, poniéndose en jarras delante de ella.
– ¿Qué de qué?
– ¿Por qué pones esa cara?
Josie se encogió de hombros.
– Por nada. Es que tu habitación es muy diferente de la mía.
Courtney echó una ojeada a su alrededor, como si viera su habitación por primera vez.
– ¿Diferente en qué?
En la habitación de Courtney había una alfombra de un color púrpura chillón y lámparas bordadas con cuentas que colgaban envueltas en vaporosos pañuelos de seda, para crear ambiente. Tenía la parte superior de un tocador dedicada por entero a productos de maquillaje; un póster de Johnny Depp colgado de la parte de atrás de la puerta y un equipo estéreo a la última en un estante. Tenía también su propio reproductor de DVD.
En comparación, la habitación de Josie era de lo más espartano. Había en ella una estantería de libros, un escritorio, un tocador y una cama. Su edredón parecía la colcha de una vieja dama comparada con la de satén de Courtney. Si Josie tenía algún estilo, sería algo así como Soso Americano Primitivo.
– Pues diferente, sólo eso-dijo Josie.
– Mi mamá es decoradora. A ella le parece que esto es con lo que soñaría cualquier quinceañera.
– ¿Y a ti también te parece?
Courtney se encogió de hombros.
– No lo sé. A mí más bien me parece como un burdel o algo así, pero no quiero estropearle el capricho. Deja que vaya a buscar mi carpeta y nos ponemos…
Cuando se fue escalera abajo, Josie se quedó mirándose al espejo. Inclinada hacia el tocador, con todos los potes de maquillaje encima, se puso a agarrar y mirar frasquitos y tubos que le eran completamente desconocidos, como un arqueólogo que examinara sus hallazgos. Su madre raramente se maquillaba; se pintaba los labios tal vez, pero eso era todo. Josie levantó un tubito de rímel y desenroscó el tapón, pasando el dedo por el negro cepillo. Destapó un botellín de perfume y lo olió.
En la imagen reflejada en el espejo, vio a una chica idéntica a ella que agarraba una barra de lápiz de labios («¡Absolutamente arrebatador!», se leía en la etiqueta), y se la aplicaba. Su rostro se iluminó de color, como si hubiera cobrado vida.
¿Tan fácil era convertirse en otra persona?
– ¿Qué haces?
Josie se sobresaltó al oír la voz de Courtney. Vio por el espejo cómo ésta se acercaba a ella y le quitaba el lápiz de labios de las manos.
– Yo…yo…lo siento-balbuceó Josie.
Ante su sorpresa, Courtney Ignatio la miró con una sonrisa ladeada.
– La verdad es que te favorece.
Joey sacaba mejores notas que su hermano pequeño; también era mejor deportista que Peter. Era más gracioso; más sensato; más imaginativo; era el centro de atención en las fiestas. Sólo había una cosa, que Peter supiera (y las había contado todas), de la que Joey no fuera capaz: no podía soportar la visión de la sangre.
Cuando Joey tenía siete años y su mejor amigo se cayó de la bicicleta saltando por encima del manubrio y abriéndose una brecha en la frente, fue Joey el que se desmayó. Siempre que daban un reportaje de medicina por televisión, tenía que salir de la sala. Por esta causa no había ido nunca a cazar con su padre, a pesar de que Lewis les había prometido a sus hijos que en cuanto cumplieran doce años podrían salir con él al bosque y aprender a disparar.
A Peter le parecía que había estado esperando todo el otoño la llegada de aquel fin de semana. Se había informado leyendo cosas sobre el rifle que su padre le iba a dejar utilizar, un Winchester modelo 94 de palanca 30-30 que había sido de su padre antes de comprar el Remington 721 de cerrojo 30.06 que usaba ahora para cazar venados. A las cuatro y media de la mañana, Peter apenas podía creer que estuviera sosteniéndolo en sus manos, con el seguro puesto. Avanzaba entre los árboles, detrás de su padre, mientras el vaho de su respiración se cristalizaba en el aire.
Había nevado durante la noche, razón por la cual las condiciones eran perfectas para la caza del venado. Habían salido el día anterior para buscar marcas frescas, señales dejadas en los árboles que indicaran que algún macho se había frotado en ellos la cornamenta repetidamente para marcar su territorio. Ahora era cuestión de encontrar esos lugares y rastrear las huellas frescas, para comprobar si el ciervo había pasado ya por allí o aún no.
El mundo era muy diferente cuando no había nadie en él. Peter intentaba seguir las pisadas que iba dejando su padre, pisando en las mismas huellas. Se imaginaba que estaba en el ejército, enfrascado en una misión guerrillera. El enemigo podía estar detrás de cualquier árbol. De un momento a otro podía verse envuelto en un tiroteo.
– Peter-susurró su padre por encima del hombro-. ¡Mantén el rifle apuntado!
Se acercaban al círculo de árboles en los que el día anterior habían visto las marcas de cuernos. En esos momentos, las señales de cornamenta eran frescas; la blanca madera del árbol y las pálidas tiras verdes del tronco pelado estaban al desnudo. Peter miró a sus pies. Había tres tipos de huellas diferentes, unas mucho mayores que las otras dos.
– Ya ha pasado por aquí-dijo el padre de Peter en voz baja-. Seguramente va siguiendo a las ciervas.
Los ciervos en celo perdían instinto de conservación. Estaban tan concentrados en las hembras que perseguían, que se olvidaban de los seres humanos que pudieran ir a su caza.
Peter y su padre caminaban con paso quedo a través del bosque, siguiendo las huellas que les llevaban hacia la zona pantanosa. De pronto, su padre levantó la mano para señalarle que se detuviera. Al levantar la vista, Peter pudo distinguir dos ciervas, una adulta, la otra primal. Su padre se volvió hacia él y, moviendo los labios, articuló: «Quédate quieto».
Cuando el macho salió de detrás de un árbol, a Peter se le cortó la respiración. Era imponente, majestuoso. Su recio cuello sostenía el peso de una cornamenta de seis puntas. El padre de Peter le hizo un imperceptible gesto con la cabeza, señalándole el rifle. «Dispárale».
Peter maniobró a duras penas con el rifle, que parecía como si le pesase veinte kilos. Lo elevó hasta apoyárselo en el hombro y apuntó al ciervo. El pulso le latía con tal fuerza, que el arma le temblaba.
Aún le parecía estar oyendo las instrucciones de su padre, como si se las estuviera repitiendo en voz alta: «Dispara a la parte baja del cuerpo, por debajo de las piernas delanteras. Si le aciertas en el corazón, lo matarás al instante. Y si no le das al corazón, entonces lo habrás herido en los pulmones, de modo que quizá pueda correr cien metros o poco más, antes de caer abatido».
Entonces el ciervo se volvió y le miró, clavando los ojos en el rostro de Peter.
Peter apretó el gatillo. El disparo salió desviado.
A propósito.
Los tres ciervos se agacharon al unísono, sin saber a ciencia cierta de dónde les llegaba el peligro. Mientras Peter se preguntaba si su padre se habría dado cuenta de que se había arredrado, o si habría pensado que era un pésimo tirador, restalló un segundo disparo procedente del rifle de su padre. Las ciervas salieron en estampida, en tanto el macho caía a plomo en el suelo.
Peter se acercó al venado, contemplando cómo le salía sangre del corazón.
– No ha sido por robarte la pieza-le dijo su padre-, pero si esperaba a que volvieras a cargar el rifle, hubieran oído el ruido y se habrían escapado.
– No-dijo Peter, que no podía apartar los ojos del ciervo-. Si no pasa nada.
Se dio la vuelta y se puso a vomitar entre unos arbustos.
Oía a su padre hacer algo detrás de él, pero no se volvió. Peter se quedó mirando una porción de nieve que había empezado ya a derretirse. Notó que su padre se acercaba. Peter podía oler la sangre en sus manos, y su decepción.
El padre de Peter le dio unas palmadas en el hombro.
– La próxima vez será-suspiró.
A Dolores Keating la habían trasladado a la escuela de secundaria aquel curso, en el mes de enero. Era una de esas alumnas que pasa desapercibida, ni muy guapa, ni muy inteligente, ni problemática. Se sentaba delante de Peter en clase de francés, y su pelo recogido en una cola se movía arriba y abajo mientras conjugaba verbos en voz alta.
Un día, mientras Peter hacía esfuerzos desesperados por no dormirse mientras Madame recitaba la conjugación del verbo avoir, advirtió que Dolores se había sentado justo encima de una mancha de tinta. Le pareció una cosa muy graciosa, dado que la chica llevaba unos pantalones blancos, pero entonces se dio cuenta de que aquello no era una mancha de tinta.
– ¡Dolores tiene la regla!-gritó en voz alta, verdaderamente conmocionado. En un hogar de hombres, con la excepción de su madre, claro está, la menstruación era uno de esos grandes misterios relacionados con las mujeres; como también lo era cómo conseguían ponerse rímel sin arrancarse los ojos, o cómo eran capaces de abrocharse ellas solas el sujetador a la espalda; ese tipo de cosas.
Todos se volvieron hacia Dolores, que se puso tan roja como sus pantalones. Madame la acompañó al pasillo y le aconsejó que fuera a la enfermería. En la silla de delante de Peter había quedado una pequeña mancha de sangre. Madame llamó al encargado, pero para entonces la clase estaba ya fuera de control. Los cuchicheos corrían como la pólvora acerca de la gran cantidad de sangre que había, de que ahora Dolores era otra de las chicas de las que todo el mundo sabía que ya le había venido la menstruación.
– A Keating le ha venido la regla-le dijo Peter al chico sentado a su lado, cuyos ojos se iluminaron.
– A Keating le ha venido la regla-repitió el chico, y la cantinela se difundió por toda el aula. «A Keating le ha venido. A Keating le ha venido». Peter se encontró al otro lado de la clase con la mirada de Josie. Josie, que últimamente había empezado a ponerse maquillaje. Ella también repetía el estribillo junto con el resto de la clase.
Formar parte del grupo tenía un efecto euforizante. Peter sintió como si lo inflaran por dentro con helio. Había sido él quien había iniciado todo aquello. Al señalar a Dolores, él había pasado a formar parte del círculo cerrado.
Aquel día, durante el almuerzo, estaba sentado con Josie cuando Drew Girard y Matt Royston se acercaron con sus bandejas.
– Dicen que tú lo has visto todo-le dijo Drew, y se sentaron para que Peter les contara los detalles. Él exageró la cosa. Lo que había sido un poco de sangre se convirtió en un charco; la pequeña mancha en sus pantalones blancos pasó a ser una de enormes proporciones propia de un test de Rorschach. Llamaron a sus amigos, algunos de ellos compañeros de Peter en el equipo de fútbol, pero que no le habían dirigido la palabra en todo el año.
– Explícaselo a ellos también, es para partirse el pecho-dijo Matt, sonriéndole a Peter como si éste fuera uno de ellos.
Aquel día, Dolores no volvió a clase. Peter sabía que lo mismo daría que se quedara un mes entero en casa, o más. La memoria de los alumnos de séptimo era como una caja hermética de acero, y durante el resto de su carrera escolar en el instituto, a Dolores se la recordaría siempre como la chica a la que le vino la regla en clase de francés y dejó la silla perdida de sangre.
La mañana en que la chica volvió al instituto, nada más bajarse del autobús, Matt y Drew la flanquearon de inmediato.
– Para ser una mujer-le dijeron, alargando las palabras-, no es que tengas muchas tetas.
Ella se alejó de ellos, y Peter no volvió a verla hasta la hora de francés.
A alguien, Peter no sabía a quién, se le había ocurrido un plan. Madame llegaba siempre a clase con retraso, pues venía del otro extremo del edificio. Así que, antes de que entrara, todo el mundo tenía que acercarse al pupitre de Dolores y ofrecerle un tampón, que les había proporcionado Courtney Ignatio, la cual le había sustraído una caja a su madre.
El primero fue Drew. Al depositar el tampón encima del pupitre de la chica, dijo:
– Me parece que se te ha caído.
Seis tampones más tarde, Madame no había aparecido todavía en el aula. Peter se levantó, con el tubito en el puño, dispuesto a dejarlo sobre el pupitre…cuando vio que Dolores estaba llorando.
Lo hacía en silencio, y apenas era perceptible. Pero cuando Peter alargó el brazo con el tampón en la mano, repentinamente cayó en la cuenta de que así era como se había sentido él cuando estaba al otro lado, del lado del infierno.
Peter estrujó el tampón cerrando el puño.
– Ya está bien-dijo en voz baja, y se volvió hacia los siguientes tres alumnos que hacían cola para humillar a Dolores-. Basta ya.
– ¿Qué pasa contigo, marica?-preguntó Drew.
– Que ya no tiene gracia.
Tal vez no la había tenido nunca. Aunque esta vez no le había tocado a él, y eso ya era mucho.
El chico que venía detrás de él empujó a Peter apartándolo a un lado y tiró el tampón de forma que rebotó en la cabeza de Dolores y rodó bajo la silla de Peter. Entonces llegó el turno de Josie.
Primero miró a Dolores, y luego a Peter.
– No-musitó él.
Josie apretó los labios y abrió los dedos, dejando caer el tampón encima del pupitre de Dolores.
– Ups-exclamó, y cuando Matt Royston se rió, se fue hacia él y se quedó a su lado.
Peter estaba al acecho. Aunque hacía varias semanas que Josie ya no volvía a casa caminando con él, sabía lo que hacía después del colegio. Por lo general, se iba a pasear al centro, donde se tomaba un té helado con Courtney y compañía, y luego se iban a mirar escaparates. A veces él se mantenía a una distancia prudencial y la observaba, como quien contempla una mariposa a la que sólo conociera bajo el aspecto de oruga, preguntándose cómo demonios podían darse cambios tan drásticos.
Esperó hasta que Josie se despidió de las demás chicas, y entonces la siguió por la calle que llevaba hasta su casa. Cuando llegó a su altura y la agarró del brazo, ella chilló.
– ¡Por Dios!-exclamó-. ¿Es que quieres matarme de un susto, Peter? Había estado repasando mentalmente lo que quería preguntarle, porque le costaba mucho expresarse. Pero cuando tuvo a Josie tan cerca, después de todo lo que había sucedido, las palabras no le salieron. Y en lugar de preguntarle lo que había ensayado, se dejó caer en el bordillo, mesándose los cabellos.
– ¿Por qué?-preguntó.
Ella se sentó a su lado, cruzando los brazos sobre las rodillas.
– No lo hago para hacerte daño a ti.
– Eres tan falsa cuando estás con ellos.
– Es sólo que soy diferente de cuando estoy contigo-dijo Josie.
– Pues eso: falsa.
– Hay maneras diferentes de ser uno mismo.
Peter se mofó.
– Si eso es lo que te enseñan esos imbéciles, entérate de que es una idiotez.
– Ellos no me están enseñando nada-replicó Josie-. Voy con ellos porque me gustan. Se divierten y son divertidos, y cuando estoy con ellos…-se calló de repente.
– ¿Qué?-la instó Peter.
Josie le miró a los ojos.
– Cuando estoy con ellos-dijo-, yo gusto a la gente.
Peter supuso que sí, que los cambios podían ser así de drásticos: en un instante, podías pasar de querer matar a alguien, a querer suicidarte.
– No permitiré que vuelvan a burlarse de ti nunca más-le prometió Josie-. Eso es algo bueno también para ti, ¿no te parece?
Peter no respondió. No se trataba de él.
– Es que…es que ahora mismo no puedo salir contigo, de verdad-se justificó Josie.
Él levantó la cara.
– ¿No puedes?
Josie se puso de pie, retrocediendo y alejándose de él.
– Nos vemos, Peter-dijo, y salió de su vida.
Uno nota cuando la gente lo mira. Es como el calor que despide el asfalto en verano, como la punta de un atizador en la espalda. No se necesita oír ni siquiera un solo cuchicheo para saber que se trata de ti.
Antes solía mirarme en el espejo del baño para ver qué era lo que ellos tanto miraban. Quería saber qué era lo que les hacía volver la cabeza; qué había en mí que fuera tan increíblemente diferente. Al principio no lo entendía. Quiero decir que era yo, y ya está.
Hasta que un día al verme reflejado lo entendí. Miré mis propios ojos y sentí aversión hacia mí mismo, quizá tanta como la que ellos sentían.
Aquel día empecé a creer que ellos tenían razón.