Para la sexta Navidad de Peter le habían regalado un pez. Era uno de esos peces luchadores japoneses, un beta con una cola hecha de jirones, fina como la seda, que se ondulaba como el vestido de una estrella de cine. Peter le puso por nombre Wolverine, y se pasaba horas contemplando sus escamas de destellos lunares, sus ojos de lentejuelas. Pero al cabo de unos días le dio por pensar en lo triste que debía de ser no tener más que una pecera que explorar. Se preguntaba si el pez se detenía cada vez que pasaba junto a su planta de plástico porque había descubierto algo nuevo y asombroso en relación con su forma y tamaño, o porque era una forma de saber que había dado otra vuelta más.
Peter se levantaba en mitad de la noche para ver si el pez dormía alguna vez, pero fuese la hora que fuese, Wolverine siempre estaba nadando. Se preguntaba qué era lo que el pez veía: un ojo magnificado, que se elevaba como un sol por la gruesa pared de cristal de la pecera. En la iglesia, había escuchado al pastor Ron decir que Dios lo veía todo, y se preguntaba si no sería eso lo que él era para Wolverine.
Sentado en una celda de la prisión del condado de Grafton, Peter intentaba recordar qué había sido de su pez. Se murió, supuso. Seguramente él lo había observado hasta que se murió.
Levantó la vista hacia la cámara ubicada en un rincón de la celda, que lo escrutaba impasible. Ellos, quienesquiera que fuesen, querían cerciorarse de que no se suicidara antes de que lo crucificaran públicamente. Por tal motivo su celda estaba desprovista hasta de un simple camastro, y de almohada o alfombra alguna: tan sólo un duro banco, y aquella estúpida cámara.
Aunque, pensándolo bien, quizá fuera algo bueno. Por lo que había podido deducir, estaba solo en aquel corredor de celdas individuales. Se había quedado aterrorizado cuando el coche del sheriff se había detenido delante de la cárcel. Lo había visto muchas veces en la tele, sabía lo que sucedía en lugares como aquél. Durante todo el tiempo que habían durado los trámites de su ingreso había mantenido la boca cerrada, no porque fuera un tipo duro sino porque tenía miedo de echarse a llorar si la abría, y de no poder parar.
Oyó un ruido de metal contra metal, como de espadas entrechocando, y luego unos pasos. Peter no se movió, siguió con las manos juntas entre las rodillas, los hombros encorvados. No quería parecer ansioso, ni demasiado patético. La verdad es que era bastante bueno haciéndose invisible. Era una técnica que había perfeccionado durante los últimos doce años.
Un funcionario de prisiones se detuvo delante de la celda.
– Tienes visita-dijo, abriendo la puerta.
Peter se puso de pie lentamente. Miró a la cámara junto al techo, y siguió al funcionario por un pasillo gris desconchado.
¿Sería muy difícil salir de allí? ¿Y si le propinaba una patada de kung-fu, como en los videojuegos, y tumbaba a aquel guardián, y luego a otro, y a otro, hasta salir corriendo por la puerta y saborear el aire fresco, cuyo gusto había empezado ya a olvidar?
¿Y si tenía que quedarse allí para siempre?
Entonces se acordó de lo que le había pasado a su pez. En un arrebato arrollador de sentimiento humanitario a favor de los derechos de los animales, Peter había agarrado a Wolverine y lo había tirado por el inodoro. Se había imaginado que las cañerías acababan en algún inmenso océano, como aquel junto al que había pasado las últimas vacaciones con su familia, y que a lo mejor Wolverine encontraría el camino de vuelta a Japón, junto con el resto de sus parientes. Hasta que Peter no le confió lo que había hecho a su hermano Joey, no había oído hablar de las alcantarillas, y no supo que, en lugar de darle la libertad a su mascota, la había matado.
El funcionario se detuvo delante de una puerta que decía: VISITAS PRIVADAS. Era incapaz de imaginar quién podía ir a visitarle, a excepción de sus padres, y él aún no tenía ganas de verlos. Le preguntarían cosas que él no era capaz de contestar, cosas acerca de cómo es posible arropar a un hijo por la noche, y no reconocerle a la mañana siguiente. Quizá lo más sencillo fuera volver ante la cámara de su celda, que lo miraba fijamente pero no lo juzgaba.
– Entra-le dijo el guardián, abriendo la puerta.
Peter respiró hondo, con un estremecimiento. Se preguntó qué debió de pensar su pez después de esperar encontrarse con el frío azul del mar y acabar nadando en mierda.
Jordan entró en la prisión del condado de Grafton y se detuvo en el puesto de control. Tenía que firmar en el registro antes de poder visitar a Peter Houghton. Un funcionario de prisiones, al otro lado de una mampara de plexiglás transparente, le proporcionó un distintivo de visitante. Jordan tomó la tablilla con el formulario y garabateó su nombre, para devolverla por la pequeña ventanilla de la mampara, aunque no había nadie para recogerla. Los dos funcionarios del otro lado estaban pendientes de un pequeño televisor en blanco y negro en el que daban, como en todas las demás televisiones del planeta, un informativo acerca del tiroteo en el instituto.
– Disculpen-dijo Jordan, pero ninguno de los dos hombres se volvió.
– Al oír los disparos-decía el reportero-, Ed McCabe asomó la cabeza por la puerta del aula de noveno curso, donde estaba dando clase, interponiéndose entre el asaltante y sus alumnos.
La pantalla pasó a mostrar a una mujer llorando, identificada en grandes letras blancas al pie de su imagen como JOAN MCCABE, HERMANA DE LA VÍCTIMA.
– Se preocupaba mucho por sus chicos-decía entre sollozos-. Durante los siete años en que fue profesor en Sterling siempre se preocupó por ellos, ¿por qué iba a ser diferente el último minuto de su vida?
Jordan cambió el peso de la pierna de apoyo.
– ¿Hola?
– Un segundo, amigo-dijo uno de los funcionarios de prisiones, haciéndole un gesto ausente con la mano.
El informador apareció de nuevo en la granulada pantalla, con el pelo levantado como la vela de un barco inflada por la brisa. Tras él se veía una de las paredes de ladrillo monocolor del instituto.
– Sus compañeros docentes recuerdan a Ed McCabe como un profesor entregado a su trabajo, siempre dispuesto a hacer cuanto fuera necesario cuando se trataba de ayudar a un alumno, y también como un amante de la vida al aire libre, que solía hablar de su sueño de recorrer Alaska. Un sueño-decía el periodista con tono grave-que ahora ya nunca se hará realidad.
Jordan recuperó la tablilla con el formulario y la empujó con fuerza por la abertura, de modo que cayera al suelo. Los dos guardias se volvieron a la vez.
– He venido a ver a mi cliente-dijo.
Lewis Houghton nunca había dejado de impartir una sola clase en los diecinueve años en que había sido profesor en la Universidad de Sterling, hasta ese día. Cuando lo llamó Lacy, se marchó de forma tan precipitada que ni siquiera colgó una nota en la puerta del aula. Se imaginaba a los estudiantes esperando a que él llegara para tomar nota de cada una de las palabras que salían de su boca, como si todo lo que él decía fuera irreprochable.
¿Cuál era la palabra, la obviedad, el comentario suyo que había llevado a Peter a cometer aquel acto?
¿Qué palabra, qué obviedad, qué comentario podrían haberlo evitado?
Él y Lacy estaban sentados en el patio de atrás, a la espera de que la policía abandonara la casa. Uno de los policías se había marchado, pero probablemente en busca de una ampliación de la orden de registro. A Lewis y a Lacy no les estaba permitido quedarse en su propia casa mientras durara la inspección. Durante un rato, se habían quedado en el camino de entrada, viendo cómo de vez en cuando salía un agente cargado con cajas y bolsas llenas de cosas que Lewis había encontrado lógico que se llevaran, como la computadora, o libros de la habitación de Peter, pero también de otras que nunca se le hubiesen ocurrido, como una raqueta de tenis, o una caja gigante de fósforos impermeables.
– ¿Qué hacemos?-murmuró Lacy.
Él sacudió la cabeza, con la mirada perdida. Para uno de sus artículos periodísticos sobre el valor de la felicidad, había entrevistado a personas mayores que habían intentado suicidarse. «¿Qué nos queda?», le decían. Entonces, Lewis había sido incapaz de comprender aquella falta absoluta de esperanza. En aquella época no podía imaginar que el mundo pudiera volverse tan amargo que no se fuera capaz de ver una solución.
– No podemos hacer nada-repuso Lewis, y lo decía convencido. Miró a un agente que salía con un montón de cómics viejos de Peter.
Cuando llegó a casa se encontró a Lacy paseando de un lado a otro del camino de entrada. Al verlo, ella se le había arrojado a los brazos.
– ¿Por qué?-le había dicho entre sollozos-. ¿Por qué?
Había miles de preguntas encerradas en aquel simple por qué, pero Lewis no hubiera podido responder a una sola de ellas. Se había agarrado a su esposa como si ésta fuera una madera a la deriva en medio de la riada, hasta que había advertido los ojos escrutadores de un vecino al otro lado de la calle, que les observaban desde detrás de una cortina.
Por eso se habían ido al patio de atrás. Se sentaron en el balancín del porche, rodeados por las ramas desnudas y la nieve que se derretía. Lewis permanecía en completa quietud, con los dedos y los labios insensibles por el frío y la conmoción.
– ¿Crees que tenemos la culpa?-preguntó Lacy en un susurro.
Él se quedó mirándola con fijeza, sorprendido por su valentía: acababa de expresar con palabras aquello que él ni siquiera se había atrevido a pensar. Pero nada de lo que dijesen les serviría: los disparos habían sido reales, y su hijo era quien había apretado el gatillo. No podían contradecir los hechos, como mucho podían observarlos desde un prisma diferente.
Lewis agachó la cabeza.
– No lo sé.
¿Por dónde comenzar a revisar aquellas estadísticas? ¿Había sucedido porque Lacy había tenido demasiado a Peter en brazos cuando era pequeño? ¿O porque Lewis fingía reírse cuando Peter se caía, con la esperanza de que el pequeño que daba sus primeros pasos viera que caerse no tenía importancia? ¿Tenían que haber vigilado más de cerca lo que leía, lo que veía, lo que escuchaba? ¿O con ello sólo habrían conseguido asfixiarlo y abocarlo a un resultado similar? ¿O quizá todo era culpa de la combinación de Lacy y Lewis, del hecho de haberse unido ellos dos? Si los hijos de una pareja era lo que contaba a la hora de evaluar su historial, entonces ellos habían fracasado lamentablemente.
Dos veces.
Lacy se quedó mirando el intrincado enladrillado bajo sus pies. Lewis se acordó de cuando había pavimentado aquel trozo del patio; de cuando había nivelado la arena y colocado los ladrillos él mismo. Peter había querido ayudarle, pero él no le había dejado. Los ladrillos pesaban demasiado. «Podrías hacerte daño», le había dicho.
Si Lewis no lo hubiera protegido tanto, si Peter hubiera experimentado dolor de verdad en sí mismo, ¿habría sido menos propenso a infligirlo a los demás?
– ¿Cómo se llamaba la madre de Hitler?-preguntó Lacy.
Lewis la miró pestañeando.
– ¿Cómo?
– ¿Era mala?
Lewis rodeó a Lacy con el brazo.
– No te tortures-dijo en voz baja.
Ella hundió el rostro en el hombro de su marido.
– Los demás lo harán-dijo.
Por un breve instante, Lewis se permitió el pensamiento de creer que todo el mundo estaba en un error, que Peter no podía ser el autor de los disparos que acababan de producirse aquel mismo día. En cierto sentido era verdad. Aunque hubiera cientos de testigos: el chico al que habían visto no era el mismo muchacho con el que Lewis había hablado la noche anterior, al irse a la cama. Habían mantenido una conversación acerca del coche de Peter.
Ya sabes que tienes que pasarle la inspección antes de final de mes-le había dicho Lewis.
– Sí, ya-le había contestado Peter-. Ya me han dado hora.
¿Le había mentido también sobre eso?
– El abogado…
– Me ha dicho que nos llamará-repuso Lewis.
– ¿Le has dicho que Peter es alérgico al marisco? Si le dan algo que…
– Se lo he dicho-la tranquilizó Lewis, aunque no lo había hecho. Se imaginó a Peter solo en una celda de la cárcel por delante de la cual pasaban todos los veranos, de camino hacia el parque de atracciones de Haverhill. Se acordó de cuando Peter llamaba la segunda noche que pasaba fuera de casa, durante las colonias, para suplicar que fueran a buscarlo. Pensó en su hijo, que seguía siendo su hijo, aunque hubiera hecho algo tan horrible que Lewis no podía cerrar los ojos sin imaginar lo peor, y entonces sintió tal opresión en las costillas que no pudo respirar.
– ¿Lewis?-exclamó Lacy, apartándose al notar que él jadeaba-. ¿Estás bien?
Él asintió con la cabeza, sonrió, pero se ahogaba al enfrentarse a la verdad.
– ¿Señor Houghton?
Ambos levantaron la mirada y se encontraron con un agente de pie ante ellos.
– Señor, ¿podría acompañarme un segundo?
Lacy se levantó con él, pero su marido le hizo un gesto para que esperara. No sabía adónde lo llevaba aquel policía, qué era lo que estaba a punto de ver. No quería que Lacy lo viera si no había necesidad.
Siguió al policía al interior de su propia casa, momentáneamente tomada por los agentes que, provistos de guantes de látex, registraban la cocina, el ropero. Nada más llegar a la puerta que conducía al sótano, empezó a sudar. Sabía adónde se dirigían, era algo en lo que cuidadosamente había evitado pensar desde que había recibido la llamada de Lacy.
En el sótano había otro agente esperando, que obstaculizaba la vista de Lewis. Allí abajo estaban a diez grados menos de temperatura, pero Lewis seguía sudando. Se secó la frente con la manga.
– Estos rifles-dijo el agente-, ¿son de su propiedad?
Lewis tragó saliva.
– Sí. Suelo ir a cazar.
– Señor Houghton, ¿puede decirnos si está aquí todo su armamento?-Entonces el agente se hizo a un lado para dejarle ver el armero con la puerta de cristal.
Lewis sintió que le flaqueaban las rodillas. Tres de sus cinco rifles de caza estaban allí bien guardados, como las chicas feas del baile. Pero dos faltaban.
Hasta aquel momento, Lewis se había permitido creer que aquello tan horroroso que había sucedido con Peter era algo que escapaba a todo lo esperable y predecible; que su hijo se había convertido en una persona que él no habría podido imaginar jamás. Hasta aquel momento, todo había sido un trágico accidente.
Ahora, Lewis empezaba a culparse a sí mismo.
Se volvió hacia el agente, mirándolo a los ojos sin revelar sus sentimientos. Una expresión, se dio cuenta, que había aprendido de su propio hijo.
– No-dijo-. Aquí no está todo.
La primera regla no escrita de la defensa legal es actuar como si se supiera todo, cuando en realidad no se sabe absolutamente nada. El abogado se encuentra cara a cara con un cliente al que no conoce, y que puede tener o no una remota posibilidad de salir absuelto; el truco consiste en permanecer tan impasible como firme. De inmediato hay que sentar los parámetros de la relación: «Aquí el jefe soy yo; tú dime sólo lo que yo necesito escuchar».
Jordan se había visto en una situación como aquélla cientos de veces, en una sala de visitas privadas de aquella misma prisión dispuesto a escuchar lo que le contara su cliente, y estaba convencido de haberlo visto todo. Por eso se quedó pasmado al darse cuenta de que Peter Houghton lo había sorprendido. Dada la magnitud de la matanza, el mal causado y las caras de terror que Jordan acababa de ver en la pantalla del televisor, aquel cuatro ojos, aquel muchacho flaco y pecoso, le pareció completamente incapaz de ser el responsable de una cosa como aquélla.
Ése fue su primer pensamiento. El segundo fue: «Eso me favorecerá en la defensa».
– Peter-dijo-, me llamo Jordan McAfee, y soy abogado. Tus padres me han contratado para que te represente.
Esperó oír alguna respuesta. Nada.
– Siéntate-prosiguió, pero el chico seguía de pie-. O no-añadió Jordan. Se colocó la máscara profesional y miró a Peter-. Mañana te leerán el acta de acusación. No tendrás opción a fianza. Intentaré averiguar los cargos que se van a presentar contra ti por la mañana, antes de que tengas que presentarte en el tribunal.-Le dio unos segundos a Peter para que asimilara la información-. A partir de ese momento, ya no estarás solo. Me tendrás a mí.
¿Era cosa de la imaginación de Jordan, o por los ojos de Peter había cruzado algo al escuchar aquellas palabras? Tan rápido como había aparecido se había esfumado. Peter miraba fijamente al suelo, sin expresión.
– Bien-dijo Jordan, poniéndose en pie-. ¿Tienes alguna pregunta?
Tal como esperaba, no obtuvo respuesta alguna. Demonios, a juzgar por la actitud de Peter durante aquella breve entrevista, Jordan podría haber estado hablando con alguna de las infortunadas víctimas de los disparos.
«A lo mejor lo es», pensó; y la voz sonó en su cabeza muy parecida a la de su mujer.
– De acuerdo, entonces. Nos veremos mañana.
Golpeó en la puerta con los nudillos, y estaba esperando que acudiera el guardián que había de acompañar a Peter de regreso a la celda, cuando de pronto el chico habló.
– ¿A cuántos acerté?
Jordan dudó unos segundos, con la mano en el pomo. No se volvió a mirar a su cliente.
– Nos veremos mañana-repitió.
El doctor Ervin Peabody vivía al otro lado del río, en Norwich, Vermont, y colaboraba con la facultad de psicología de la Universidad de Sterling. Seis años atrás había escrito, junto con otros seis autores, un artículo sobre la violencia escolar; un trabajo académico que casi había olvidado. Ahora había sido requerido por la agencia filial de la NBC en Burlington, para un programa de noticias matutino que él mismo había visto a veces, mientras se tomaba un tazón de cereales, por la mera diversión de ver la ineptitud de los locutores.
– Buscamos a alguien que pueda hablar del suceso del Instituto Sterling desde un punto de vista psicológico-le había dicho el productor.
Y Ervin le había contestado:
– Yo soy el que buscan.
– ¿Señales de advertencia?-dijo, en respuesta a la pregunta del presentador-. Bien, estos jóvenes suelen apartarse de los demás. Tienden a ser solitarios. Hablan de lastimarse a sí mismos, o a los demás. Son incapaces de integrarse en la escuela o reciben frecuentes castigos. Les falta estar en comunicación con alguien, quienquiera que sea, que les haga sentirse importantes.
Ervin sabía que la cadena no había ido a buscarle por sus conocimientos, sino para procurar consuelo. El resto de Sterling, el resto del mundo, quería saber que los chicos como Peter Houghton son reconocibles; como si la capacidad para convertirse en un asesino de la noche a la mañana fuese una marca de nacimiento.
– Entonces podríamos decir que existe un perfil general que define a un asesino escolar-instó el presentador.
Ervin Peabody miró a la cámara. Él sabía la verdad: que decir que tales chicos visten de negro, o les gusta escuchar música extravagante, o que se irritan con facilidad, era aplicable a la mayor parte de la población adolescente masculina, al menos durante un período de tiempo de la adolescencia. Sabía que si un individuo profundamente perturbado tenía intención de causar daño, era muy probable que lo consiguiera. Pero también sabía que todos los ojos del valle de Connecticut estaban puestos en él, tal vez todos los ojos del nordeste del país, y que él era profesor en Sterling. Un pequeño prestigio, una etiqueta de experto, no podía hacer daño.
– Podría decirse, sí-corroboró.
Lewis se encargaba de las últimas tareas domésticas antes de acostarse. Empezaba por la cocina, poniendo el lavavajillas, y terminaba cerrando con llave la puerta principal y apagando las luces. Luego subía al piso de arriba, donde Lacy solía estar ya metida en la cama, leyendo (si es que no la habían llamado para asistir a algún parto), y se detenía unos momentos en la habitación de su hijo, al que le decía que apagara la computadora y se fuera a dormir.
Aquella noche se quedó delante de la habitación de Peter, contemplando el desorden que había dejado tras de sí el registro policial. Su primera intención fue volver a colocar en las estanterías los libros que habían dejado, y guardar en su sitio el contenido de los cajones del escritorio, desparramado por la alfombra. Pero después de pensarlo mejor, cerró la puerta con suavidad.
Lacy no estaba en el dormitorio, ni cepillándose los dientes. Dudó unos segundos mientras aguzaba el oído. Se oía el bisbiseo de una charla, como si fuera una conversación furtiva, procedente de la estancia que tenía justo debajo.
Volvió sobre sus pasos en dirección a las voces. ¿Con quién estaría hablando Lacy, casi a medianoche?
En la oscuridad del estudio, el resplandor verdoso de la pantalla del televisor tenía un destello sobrenatural. Lewis había olvidado que allí hubiera un aparato, tan poco uso se hacía de él. Vio el logotipo de la CNN y la familiar franja inferior con los teletipos de última hora desplazándose hacia la izquierda. Pensó que aquella forma de dar las últimas noticias, aquella franja móvil, se utilizó por primera vez cuando el 11-S; cuando la gente empezó a tener tanto miedo que necesitaba saber sin demora los hechos que acontecían en el mundo que habitaban.
Lacy estaba de rodillas sobre la alfombra, mirando la pantalla.
– Aún no se sabe a ciencia cierta cómo obtuvo el autor de los disparos las armas que llevaba encima, ni cuáles eran éstas con exactitud…
– Lacy-dijo, tragando saliva-. Lacy, ven a la cama.
Lacy no se movió ni dio señales de haberle oído. Lewis le posó la mano en el hombro al pasar junto a ella y apagó el televisor.
– Las primeras informaciones barajan la posibilidad de que llevara dos pistolas-estaba diciendo el presentador justo antes de que la imagen desapareciera.
Lacy se volvió hacia él. Sus ojos le hicieron pensar a Lewis en el cielo que se ve desde un avión: un gris ilimitado que podría estar en todas partes y en ninguna, todo a la vez.
– Todo el rato dicen que es un hombre-comentó ella-, y no es más que un muchacho.
– Lacy-repitió él. Ella se levantó y se dejó tomar entre sus brazos, como si la hubiese invitado a bailar.
Si se escucha con atención cuanto se dice en un hospital, es posible enterarse de la verdad. Las enfermeras cuchichean entre sí mientras tú finges dormir; los policías intercambian secretos en los pasillos; los médicos entran en tu habitación hablando todavía del estado de salud del paciente al que acaban de visitar.
Josie se había ido haciendo mentalmente una lista de los heridos. La había ido confeccionando haciendo un esfuerzo por recordar cuándo los había visto por última vez; cuándo se habían cruzado con ellos por el pasillo; cuán cerca o lejos estaban de ella en el momento de recibir el disparo. Estaba Drew Girard, que había tomado del brazo a Matt y a Josie para decirles que Peter Houghton estaba disparando dentro del instituto. Emma, que estaba sentada a unas sillas de distancia de Josie en el comedor. Y Trey MacKenzie, un jugador de fútbol conocido por las fiestas que montaba en su casa. John Eberhard, que había comido de las patatas fritas de Josie aquella mañana. Min Horuka, de Tokio, un alumno de un programa de intercambio estudiantil, que el año pasado se había emborrachado en la zona de actividades al aire libre, detrás de la pista de atletismo, y luego había vomitado dentro del coche del director metiendo la cabeza por la ventanilla abierta. Natalie Zlenko, que estaba delante de Josie en la cola del comedor. El entrenador Spears y la señorita Ritolli, ex profesores ambos de Josie. Brady Pryce y Haley Weaver, la parejita del año de los de último curso.
Había otros a los que Josie sólo conocía de nombre: Michael Beach, Steve Babourias, Natalie Phlug, Austin Prokiov, Alyssa Carr, Jared Weiner, Richard Hicks, Jada Knight, Zoe Patterson…extraños con los que a partir de ahora iba a estar vinculada para siempre.
Más difícil era averiguar el nombre de los que habían muerto, pronunciados en voz aún más baja, como si su estado fuera contagioso para todas las almas que ocupaban los lechos del hospital. Josie había oído rumores: que el señor McCabe había resultado muerto, y también Topher McPhee, el traficante de marihuana del instituto. Con el fin de ir almacenando retazos de información, Josie intentaba ver la televisión, que cubría durante las veinticuatro horas el suceso del Instituto Sterling, pero al final siempre aparecía su madre y la apagaba. Lo único que había podido entresacar de sus incursiones prohibidas en la información de los medios de comunicación era que había habido diez víctimas mortales.
Matt era una.
Cada vez que Josie pensaba en ello, su cuerpo experimentaba algún tipo de reacción. Se le cortaba la respiración. Todas las palabras que conocía se le quedaban petrificadas en el fondo de la garganta, como una roca que tapara la salida de una gruta.
Gracias a los sedantes, gran parte de todo aquello le parecía irreal, como si caminara sobre el suelo esponjoso de un sueño, pero en el momento en que pensaba en Matt, todo se volvía real y crudo.
Nunca más volvería a besar a Matt.
Nunca más volvería a oírle reír.
Nunca más volvería a sentir la presión de su mano en su cintura, ni a leer una nota que él le hubiera colado por la rejilla de la casilla, ni a percibir los latidos de su propio corazón en su mano cuando él le desabrochaba la camisa.
Sólo recordaba la mitad de las cosas, como si aquellos disparos no sólo hubieran dividido su vida en un antes y un después, sino que la hubieran despojado también de ciertas facultades: la capacidad de estar una hora sin verter lágrimas; la capacidad de ver el color rojo sin que se le revolviera el estómago; la capacidad para formar un esqueleto completo de la verdad a partir de los huesos desnudos de la memoria. Después de lo sucedido, recordarlo todo sería casi una obscenidad.
Josie se sorprendió a sí misma pasando, como en un estado de ebriedad, de imágenes tiernas con Matt, a pensamientos macabros. No dejaba de recordar un verso de Romeo y Julieta que la había impresionado cuando habían estudiado la obra en noveno: «Con los gusanos que son tus doncellas». Lo había dicho Romeo ante el cuerpo de Julieta, que parecía muerta, en la cripta de los Capuleto. Polvo eres y en polvo te convertirás. Pero antes de eso había un montón de etapas intermedias de las que nadie hablaba nunca, y cuando las enfermeras se marcharon, Josie se encontró preguntándose en plena noche cuánto tiempo tardaba la carne en desaparecer por completo de los huesos pelados; qué pasaba con la materia gelatinosa del globo ocular; si Matt ya había dejado de parecerse a Matt. Luego se despertó gritando, rodeada de una docena de médicos y enfermeras que la sujetaban.
Si le das el corazón a alguien y luego se muere, ¿se lo lleva consigo? ¿Te pasas el resto de la vida con un agujero en el interior que no puede llenarse?
Se abrió la puerta de la habitación y entró su madre.
– Bueno-dijo, con una sonrisa postiza tan amplia que le dividía la cara en dos como una línea del ecuador-. ¿Preparada?
Eran sólo las siete de la mañana, pero a Josie ya le habían dado el alta. Asintió con la cabeza. En aquellos momentos, Josie casi la odiaba. Ella actuaba con gran entrega y preocupación, pero era demasiado tarde; como si hubieran hecho falta aquellos disparos para despertar a la realidad de que ya no tenían absolutamente ninguna relación. No dejaba de repetirle a Josie que si necesitaba hablar allí estaba ella, lo cual era ridículo. Aunque Josie hubiera querido, que no quería, su madre era la última persona en la tierra en la que habría confiado. Ella no lo entendería, nadie entendería, salvo quizá los demás chicos que estaban en cama en las diferentes habitaciones de aquel hospital. Aquello no había sido un asesinato en una calle cualquiera, que ya habría sido bastante malo. Aquello era lo peor que podía suceder: se había producido en un lugar al que Josie debería volver, lo quisiera o no.
Josie iba vestida con una ropa diferente a la que llevaba puesta al llegar allí, y que había desaparecido de forma misteriosa. Nadie estaba dispuesto a decirle nada, pero Josie supuso que estaba manchada con la sangre de Matt. Habían hecho bien en tirarla: por mucho blanqueador que usaran y por muchos lavados que le dieran, Josie sabía que siempre vería las manchas.
Aún le dolía la cabeza en el punto donde se la había golpeado contra el suelo al desmayarse. Se había hecho un corte, y por muy poco no había necesitado puntos de sutura, aunque los médicos habían preferido tenerla allí en observación durante toda la noche. «¿Para qué?-se había preguntado Josie-. ¿Un derrame? ¿Una embolia? ¿Por si me suicidaba?». Al hacer Josie el gesto de levantarse, su madre acudió a su lado de inmediato, pasándole el brazo alrededor de la cintura para ayudarla. Eso le hizo pensar a Josie en cuando ella y Matt caminaban a veces por la calle en verano, con la mano del uno metida en el bolsillo trasero de los vaqueros del otro.
– Oh, Josie-dijo su madre, y así fue como se dio cuenta de que había empezado a llorar de nuevo. Le pasaba de una manera tan continua, que había perdido la capacidad de percibir cuándo comenzaba y cuándo terminaba. Su madre le ofreció un pañuelo de papel-. ¿Sabes qué?, en cuanto llegues a casa empezarás a sentirte mejor. Ya lo verás.
Bueno…Desde luego peor seguro que no.
Consiguió esbozar una mueca, que podía considerarse una sonrisa si uno no se fijaba mucho, porque sabía que eso era lo que su madre necesitaba en aquellos momentos. Caminó los quince pasos que la separaban de la puerta de la habitación del hospital.
– Cuídate, tesoro-le dijo una enfermera a Josie al pasar ésta por delante de los mostradores.
Otra, la que era la preferida de Josie, la que le llevaba el hielo picado, le sonrió.
– No se te ocurra volver por aquí, ¿me oyes?
Josie se dirigió a paso lento al ascensor, que cada vez que levantaba la vista parecía más lejos. Al pasar por delante de una de las habitaciones, se fijó en un nombre que le resultaba familiar en el rótulo del exterior: HALEY WEAVER.
Haley era alumna de último año, reina de la fiesta de final de curso de los últimos dos años. Ella y su novio Brady eran los Brad Pitt y Angelina Jolie del Instituto Sterling, papel que Josie había creído que ella y Matt tenían grandes posibilidades de heredar una vez que Haley y Brady se hubieran graduado. Hasta las ilusas que suspiraban por la etérea sonrisa y el escultural cuerpo de Brady se habían visto obligadas a reconocer que constituía un acto de justicia poética el hecho de que saliera con Haley, la chica más guapa del instituto. Con su rubia melena en cascada y sus claros ojos azules, a Josie siempre le había recordado a una hada mágica, la celestial y serena criatura que desciende flotando desde las alturas para conceder los deseos de alguien.
Circulaban todo tipo de historias sobre ellos: que Brady había renunciado a becas para jugar a fútbol en varias universidades que no ofrecían estudios artísticos para Haley; que Haley se había hecho un tatuaje con las iniciales de Brady en un sitio que nadie podía ver; que en su primera cita él había esparcido pétalos de rosa en el asiento del acompañante de su Honda. Josie, que se movía en los mismos círculos que Haley, sabía que la mayor parte de aquellas historias eran tonterías. La propia Haley había explicado que, en primer lugar, se trataba de un tatuaje provisional, y en segundo lugar, que no habían sido pétalos de rosa, sino un ramo de lilas que él había robado del jardín de un vecino.
– ¿Josie?-llamó Haley en un susurro desde dentro de la habitación-. ¿Eres tú?
Josie notó la mano de su madre que la retenía por el brazo. Pero entonces los padres de Haley, que le tapaban la visión de la cama, se apartaron.
Haley tenía la mitad derecha del rostro cubierta de vendajes, y la parte correspondiente de la cabeza afeitada al cero. Tenía la nariz rota, y el ojo visible enrojecido. La madre de Josie respiró hondo, sin hacer ruido.
Josie entró en la habitación, forzándose a sonreír.
– Josie-dijo Haley-. Las mató a los dos. A Courtney y a Maddie. Y luego me apuntó a mí, pero Brady se puso delante.-Le cayó una lágrima por la mejilla que no estaba vendada-. Ya sabes, la gente siempre dice que haría eso por ti…
Josie se puso a temblar. Le quería hacer a Haley un montón de preguntas, pero le castañeteaban tanto los dientes, que no consiguió emitir una sola palabra. Haley la tomó de la mano, y Josie se sobresaltó. Quería que la soltara. Quería hacer como si nunca hubiera visto así a Haley Weaver.
– Si te pregunto una cosa-prosiguió Haley-, ¿me prometes que me dirás la verdad?
Josie asintió con la cabeza.
– Mi cara-susurró-. Está destrozada, ¿verdad?
Josie miró a Haley al ojo sano.
– No-dijo-. Está bien.
Ambas sabían que no estaba diciendo la verdad.
Josie dijo adiós a Haley y a sus padres, agarró la mano de su madre y salió a toda prisa hacia el ascensor, aunque cada paso que daba le retumbaba en el fondo de las retinas como un trueno. De repente se acordó de cuando habían estudiado el cerebro en clase de ciencias naturales. Les contaron que un hombre cuyo cerebro había sido atravesado por una barra de acero se había puesto a hablar en portugués, una lengua que no había estudiado jamás. Tal vez así sería en el caso de Josie a partir de aquel momento. Tal vez, a partir de entonces, su lengua materna sería una sarta de mentiras.
Cuando Patrick volvió al Instituto Sterling a la mañana siguiente, los detectives que se encargaban de examinar la escena del crimen habían convertido las paredes del centro en una enorme tela de araña. A partir del lugar en el que habían sido halladas las víctimas, un cúmulo de líneas irradiaban del punto en el que Peter Houghton había hecho un alto lo suficientemente prolongado como para disparar, antes de seguir adelante. Las cuerdas se entrecruzaban en determinados puntos: la cuadrícula del pánico, la gráfica del caos.
Se quedó unos momentos de pie, en el centro de toda aquella confusión, observando cómo los técnicos tejían la cuerda a través de los pasillos y entre bancos y casilleros, hasta entrar por diferentes puertas. Imaginó lo que debía de haber sido correr ante el sonido de los disparos, notar los empellones de los demás detrás de ti como una marea humana, saber que tú no corres más que una bala. Darte cuenta demasiado tarde de que estás atrapado, de que eres la presa de la araña.
Patrick se abrió paso con tiento a través de la tela, procurando no molestar a los técnicos en su trabajo. Después él utilizaría lo que ellos estaban haciendo para corroborar las versiones de los testigos. De los mil veintiséis testigos.
A la hora del desayuno, la programación de las tres emisoras locales de noticias estaba dedicada a la lectura del acta de acusación de Peter Houghton que tenía lugar aquella mañana. Alex estaba de pie delante del televisor de su dormitorio, con una taza de café entre las manos, observando la imagen de fondo que aparecía por detrás de los ansiosos reporteros: su antiguo lugar de trabajo, la sala del tribunal del distrito.
Josie estaba durmiendo el sueño sin interrupciones ni sueños de los sedados. Para ser del todo sincera, Alex también necesitaba un espacio de tiempo a solas consigo misma. ¿Quién habría podido imaginar que una mujer que había adquirido tal maestría en el arte de adoptar un rostro público encontraría tan agotador, desde un punto de vista emocional, mantener la compostura tanto rato delante de su propia hija?
Tenía ganas de sentarse y beber hasta emborracharse. De cubrirse la cara con las manos y echarse a llorar por su buena suerte: tenía a su hija allí mismo, a dos puertas de distancia. Al cabo de un rato podrían desayunar juntas. ¿Cuántos padres en aquella ciudad, al despertar aquella mañana, comprenderían que eso ya no iba a ser posible para ellos?
Alex apagó el televisor. No quería poner en riesgo su objetividad como futura jueza del caso escuchando lo que dijeran los medios de comunicación.
Sabía que habría críticas, personas que dirían que, dado que su hija iba al Instituto Sterling, Alex debía ser apartada del caso. Si Josie hubiera recibido algún disparo, habría sido del mismo parecer. Si Josie hubiera seguido siendo amiga de Peter Houghton, Alex habría sido la primera en recusarse a sí misma. Pero tal como estaban las cosas, el juicio de Alex no era menos objetivo que el de cualquier otro juez que viviera en la zona, o que conociera a algún alumno del centro, o que tuviera un hijo adolescente. Era algo que sucedía de continuo con los letrados de la región: al final, siempre había algún conocido que acababa en el tribunal donde trabajaban. Cuando Alex era jueza de tribunal de distrito y la ubicación física de su trabajo era rotatoria, se veía frente a frente con personas a las que había conocido en su vida personal: el cartero al que habían sorprendido con marihuana en el coche; un altercado doméstico entre su mecánico y su esposa. Siempre que la disputa no involucrara a Alex de una forma personal, era perfectamente legal, e incluso preceptivo, que fuera ella la que llevara el caso. Lo único que había que hacer en tales circunstancias era mantenerse al margen. Se era el juez, y nada más. Tal como lo veía Alex, el caso de los disparos en el instituto pertenecía a la misma categoría, sólo que elevada un grado. Es más, hubiera argumentado Alex, en un caso con una cobertura mediática como aquélla, para garantizar una máxima imparcialidad con respecto al agresor, lo mejor era alguien con un pasado de abogada defensora como el suyo. Y cuanto más lo pensaba, con mayor firmeza se convencía Alex de que no podría hacerse justicia sin su participación, y más absurdo le parecía que alguien pudiera sugerir que ella no era la mejor jueza posible para el caso.
Dio otro sorbo de café y fue de puntillas desde su dormitorio hasta el de Josie. Pero la puerta estaba abierta, y su hija no estaba en la cama.
– ¿Josie?-llamó Alex, presa del pánico-. Josie, ¿dónde estás?
– Aquí abajo-respondió Josie, y Alex notó que se deshacía el nudo que se había hecho en su interior. Bajó la escalera y encontró a Josie sentada a la mesa de la cocina.
Llevaba falda, panties y un suéter negro. Tenía el pelo aún mojado de la ducha, y había intentado protegerse el vendaje de la frente con una cinta para el flequillo. Levantó la vista hacia Alex.
– ¿Tengo buen aspecto?
– ¿Para qué?-preguntó Alex, atónita. ¿No pretendería ir a clase? Los médicos le habían dicho a Alex que era posible que Josie no llegara a recuperar la memoria de los minutos en que se habían producido los disparos, pero ¿era posible que hubiese borrado también de su mente el hecho de que hubieran sucedido?
– Para la sesión en el juzgado-dijo Josie.
– Cielo, ni hablar siquiera de acercarte hoy por allí.
– Tengo que ir.
– No vas a ir-dijo Alex de modo terminante.
Josie murmuró en voz baja:.
– ¿Por qué no?
Alex abrió la boca para contestar, pero no pudo decir nada. No era una cuestión de lógica, era puro instinto visceral: no quería que su hija volviera a revivir toda aquella experiencia.
– Porque lo digo yo-replicó por fin.
– Eso no es ninguna respuesta-la acusó Josie.
– Sé muy bien lo que harán los medios de comunicación si te ven hoy por los juzgados-dijo Alex-. Durante la lectura del acta de acusación no va a suceder nada que vaya a suponer una sorpresa para nadie, y en estos momentos no quiero perderte de vista.
– Pues entonces ven conmigo.
Alex sacudió la cabeza en señal de negación.
– No puedo, Josie-dijo con suavidad-. A mí me tocará juzgar el caso.
Vio que Josie se ponía pálida, y comprendió que hasta ese momento Josie no había pensado en ello. El juicio, por sí mismo, iba a levantar un muro aún más alto entre ambas. Como jueza habría información que no podría compartir con su hija, y para ésta supondría una falta de confianza. Mientras Josie estuviera luchando por superar aquella tragedia, Alex estaría metida en ella hasta el cuello. ¿Por qué había pensado tanto en el hecho de ser la jueza de aquel caso, y tan poco en lo mucho que podía afectar a su hija? En aquellos momentos, lo que menos le importaba a Josie era que su madre fuese una jueza justa. Lo único que quería, lo único que necesitaba, era una madre. Y la maternidad, a diferencia del derecho, nunca se le había dado muy bien a Alex.
De repente, pensó en Lacy Houghton, una madre que en aquellos momentos estaba en un círculo del infierno por completo diferente. Ella habría agarrado de la mano a Josie con toda sencillez y se habría sentado con ella. Habría sabido mostrarse accesible y compasiva en lugar de artificiosa. Pero Alex, que nunca había sido una madre de estilo matriarcal, tuvo que retrotraerse años en su memoria para recordar algún momento de especial comunicación, algo que Josie y ella hubieran hecho alguna vez y que pudiera funcionar otra vez para mantenerlas unidas.
– ¿Por qué no vas arriba a cambiarte, y luego nos ponemos a hacer crepes? A ti te gustaban mucho.
– Sí, cuando tenía cinco años…
– ¿Galletas de chocolate, entonces?
Josie se quedó mirando a Alex, pestañeando.
– ¿Has fumado algo?
Alex se sintió ridícula, pero estaba desesperada por demostrarle a Josie que podía cuidar de ella y lo haría, y que el trabajo era una cuestión secundaria. Se levantó y abrió varios armarios, hasta dar con un juego de Scrabble.
– Bueno, ¿y qué me dices de esto?-dijo Alex, sosteniendo la caja entre las manos-. Apuesto a que eres incapaz de derrotarme.
Josie pasó junto a ella, empujándola ligeramente.
– Tú ganas-dijo con voz opaca, y salió de la cocina.
El estudiante al que estaba entrevistando la cadena afiliada a la CBS de Nashua recordaba a Peter Houghton de la clase de inglés de noveno curso.
– Teníamos que inventarnos una historia narrada en primera persona. Tenías que elegir un personaje, el que quisieras-explicaba el chico-. Peter escogió el de John Hinckley. [6] Por las cosas que decía, parecía que hablaba desde el infierno, pero al final resultaba que estaba en el cielo. La profesora se quedó helada. Le enseñó la redacción al director y todo.-El chico vacilaba, mientras se rascaba con el pulgar la costura lateral de los vaqueros-. Peter les dijo que se trataba de una licencia poética, y de un narrador con disfraz…Eran cosas que habíamos estudiado en clase.-Miró a la cámara-. Me parece que le pusieron sobresaliente.
Patrick se quedó dormido detenido en un semáforo en rojo. Soñó que corría por los pasillos del instituto, y que oía disparos, pero cada vez que doblaba una esquina se encontraba suspendido en mitad del aire y el suelo había desaparecido bajo sus pies.
Despertó sobresaltado por un bocinazo.
Hizo un gesto de disculpa con la mano hacia el vehículo que le adelantó y él dirigió el suyo al laboratorio de criminalística del Estado, donde se había dado prioridad a las pruebas balísticas. Al igual que Patrick, los técnicos del laboratorio llevaban trabajando día y noche.
Su técnico preferida, y en la que más confiaba, era una mujer llamada Selma Abernathy, una abuela de cuatro nietos que conocía mejor los últimos adelantos que cualquier maniático de la tecnología. Levantó la vista cuando Patrick entró en el laboratorio y arqueó una ceja.
– Tú te has echado una siesta-le acusó.
Patrick movió la cabeza en señal de negación.
– Palabra de boy scout.
– Tienes demasiado buen aspecto para alguien que está agotado.
Él sonrió con una mueca.
– Selma, de verdad, ya sé que estás loca por mí, pero tienes que superarlo.
Ella se ajustó los lentes sobre la nariz.
– Tesoro, soy lo bastante inteligente como para no perder la cabeza por alguien que convertiría mi vida en un infierno. ¿Quieres tus resultados, sí o no?
Patrick la siguió hasta una mesa sobre la que había cuatro armas de fuego: dos pistolas y dos escopetas de cañones recortados. Cada una llevaba su etiqueta: arma A, arma B (las dos pistolas); arma C y arma D (las escopetas). Reconoció las pistolas, eran las que habían encontrado en el vestuario, una de ellas en manos de Peter Houghton y la otra a corta distancia de él, sobre el suelo de baldosas.
– Primero he buscado huellas ocultas-dijo Selma, mostrándole los resultados a Patrick-. El arma A tiene una huella que encaja con las de tu sospechoso. Las armas C y D estaban limpias. En el arma B he encontrado una huella parcial que no permite ninguna conclusión.
Selma señaló con la cabeza hacia el fondo del laboratorio, donde había unos enormes barriles de agua que eran utilizados para las pruebas balísticas. Patrick sabía que Selma debía de haber efectuado en ellos las pruebas pertinentes con cada una de las armas. Cuando se dispara una bala, ésta describe un movimiento giratorio al atravesar el interior del cañón, cuyas estrías dejan marcas características en el metal de la bala. Es así como se sabe con qué arma se ha disparado. A Patrick le serviría de gran ayuda para reconstruir los movimientos de Peter Houghton: en qué puntos se había detenido para disparar, cuál era el arma que había utilizado en cada caso.
– El arma A fue la que utilizó primordialmente. Las armas C y D estaban en la mochila que se encontró en la escena del crimen. Lo cual no deja de ser una buena noticia, porque seguramente habrían causado mucho más daño. Todas las balas recuperadas de los cuerpos de las víctimas se dispararon con el arma A, la primera pistola.
Patrick se preguntó de dónde habría sacado Peter Houghton todo aquel armamento. Pero al mismo tiempo reparó en que en Sterling no era difícil encontrar a alguien que fuera a cazar o a disparar al blanco en un viejo estanque en el bosque.
– Por los restos de pólvora, se puede asegurar que el arma B fue disparada. Sin embargo, de momento no hemos encontrado ninguna bala que lo corrobore.
– Aún se está trabajando…
– Déjame que acabe-dijo Selma-. Hay otra cosa interesante con respecto al arma B, y es que se encasquilló después del disparo. Al examinarla, encontramos dos balas cargadas.
Patrick se cruzó de brazos.
– ¿No hay ninguna huella en el arma?-insistió.
– Hay una huella en el gatillo, pero no es concluyente…Es posible que se borrara a medias al soltarla el sospechoso, pero no podría asegurarlo a ciencia cierta.
Patrick asintió y señaló hacia el arma A.
– Ésta es la que soltó cuando lo encontré en el vestuario. De modo que, presumiblemente, es la última que disparó.
Selma alzó una bala con unas pinzas.
– Es probable. Esta bala se extrajo del cerebro de Matthew Royston-dijo-. Y las marcas de las estrías concuerdan con las del arma A.
El chico del vestuario, el que habían encontrado con Josie Cormier.
La única víctima que había recibido dos disparos.
– ¿Y el balazo en el estómago?-preguntó Patrick.
Selma meneó la cabeza.
– Lo atravesó, con orificio de entrada y de salida. Hasta que no me traigas los restos de bala, no sabremos si fue disparada con el arma A o con la B.
Patrick se quedó mirando las armas.
– Había utilizado el arma A todo el tiempo que fue disparando por el instituto. No alcanzo a imaginar qué le hizo cambiar de pistola.
Selma lo miró. Él se fijó en los círculos oscuros bajo sus ojos, el precio de aquella noche sin dormir.
– Yo más bien no alcanzo a imaginar qué le hizo utilizar ni la una ni la otra.
Meredith Vieira miraba con gravedad, sin apartar los ojos de la cámara. Había perfeccionado el gesto a adoptar con ocasión de una tragedia nacional.
– Siguen acumulándose detalles en el caso del asalto con disparos al Instituto Sterling-decía-. Para conocerlos, recuperamos la conexión con Ann Curry, en el estudio. ¿Ann?
La presentadora de noticias asintió con un gesto.
– Hoy, los investigadores han sabido que fueron cuatro las armas que entraron en el Instituto Sterling, aunque el autor de los disparos sólo utilizó dos de ellas. Asimismo, hay pruebas de que Peter Houghton, el sospechoso, es un fan de un grupo de punk extremo llamado Death Wish, y que solía enviar correos a las páginas de fans del grupo en Internet, y bajarse las letras de las canciones a su computadora personal. Unas letras que, después de lo sucedido, hacen que algunas personas se pregunten qué cosas deberían o no deberían escuchar los muchachos.
En la pantalla verde situada por detrás de sus hombros apareció el texto:
Cae la nieve negra
Camina el cadáver de piedra
Ríen esos bastardos
Los voy a matar a todos, el día de mi Juicio Final.
Los bastardos no ven
La sangrienta bestia que hay en mí
El segador cabalga libre
Los voy a matar a todos, el día de mi Juicio Final.
– La canción Juicio Final, de Death Wish, encierra un augurio sobrecogedor de un suceso que se convirtió en una amarga realidad en Sterling, New Hampshire, en la mañana de ayer-decía Curry-. Raven Napalm, solista de Death Wish, ofreció una conferencia de prensa la pasada noche.
En la pantalla apareció de pronto un joven con una cresta negra, sombra de ojos dorada y cinco piercings en forma de aro en el labio inferior, delante de un grupo de micrófonos.
– Vivimos en un país en el que los chicos americanos están muriendo porque los enviamos al otro lado del mar a matar a la gente por petróleo. Y, en cambio, cuando un pobre chaval alterado que es incapaz de apreciar la belleza de la vida va y actúa erróneamente, dejándose llevar por la rabia y disparando en un colegio, la gente se pone a señalar con el dedo a la música heavy-metal. El problema no está en la letra de las canciones, sino en el tejido social.
El rostro de Ann Curry volvió a ocupar por entero la pantalla.
– Iremos sabiendo más cosas de la tragedia de Sterling a medida que vayan produciéndose las noticias. Por lo que respecta a la información nacional, el pasado miércoles el Senado no aprobó el proyecto de ley sobre control de armas, aunque el senador Roman Nelson apunta a que no se trata del capítulo final en esta lucha. Hoy le tenemos con nosotros desde Dakota del Sur. ¿Senador?
A Peter le pareció que no había pegado ojo en toda la noche, pero en cualquier caso no oyó al funcionario de prisiones cuando se acercó hasta su celda, y se sobresaltó al oír el chirrido de la puerta de metal al abrirse.
– Eh-dijo el guardián, que le tiró algo a Peter-. Ponte esto.
Él sabía que aquel día iban a llevarlo al juzgado, así se lo había dicho Jordan McAfee. Pensó que le daban un traje, o algo así. ¿Acaso la gente no iba siempre vestida con traje cuando se presentaban ante el tribunal, aunque vinieran directamente de la cárcel? Se suponía que era para granjearse la simpatía pública. Así lo había visto él en la televisión.
Pero lo que le dieron no era ningún traje. Era un chaleco antibalas.
En la celda de espera, ubicada bajo los juzgados, Jordan encontró a su cliente tumbado de espaldas en el suelo, protegiéndose los ojos con el brazo. Peter llevaba puesto un chaleco antibalas, un mensaje mudo que decía que todos cuantos atestaban la sala aquella mañana tenían deseos de matarle.
– Buenos días-dijo Jordan, y Peter se incorporó.
– O no-masculló.
Jordan no replicó. Se inclinó acercándose un poco más a los barrotes.
– Te cuento el plan. Te han imputado diez cargos de asesinato en primer grado y diecinueve cargos de intento de asesinato en primer grado. Voy a renunciar a la lectura de las reclamaciones, ya iremos con eso de forma individual en algún momento. Lo que tenemos que hacer ahora es entrar ahí y presentar una declaración de no culpabilidad. No quiero que digas ni una palabra. Si tienes alguna pregunta que hacerme, me la dices en voz baja. Durante la próxima hora, y a todos los efectos, eres mudo. ¿Lo has entendido?
Peter lo miraba con fijeza.
– Perfectamente-dijo con hosquedad.
Pero Jordan miraba las manos de su cliente. Le temblaban.
Entre el cúmulo de cosas que se llevaron de la habitación de Peter Houghton había:
Una computadora portátil Dell.
CD de juegos: Mortal Kombat; Grand Theft Auto 2.
Tres pósters de fabricantes de armas.
Tubos de diferentes medidas.
Libros: El guardián entre el centeno, de Salinger; El arte de la guerra, de Clausewitz; cómics novelados de Frank Miller y Neil Gaiman.
DVD: Bowling for Columbine.
Un anuario del Instituto Sterling con algunos de los rostros señalados con un círculo en negro. Junto a uno de los rostros, marcado con una X, las palabras: DEJAR QUE VIVA bajo la foto. El pie de foto identificaba a la chica como Josie Cormier.
La chica habló en voz tan baja que el micrófono que colgaba sobre su cabeza como una piña apenas era capaz de recoger los hilos enmarañados de su voz.
– La clase de la señora Edgar estaba justo al lado de la del señor McCabe, y a veces podíamos oírles cuando movían las sillas o respondían en voz alta-decía-. Pero aquella vez oímos gritos. La señora Edgar empujó su mesa hasta ponerla contra la puerta y nos dijo a todos que nos fuéramos a la otra punta del aula, junto a las ventanas, y que nos sentáramos en el suelo. Los disparos sonaban como palomitas. Y entonces…-Se detuvo y se secó los ojos-. Y entonces dejaron de oírse los gritos.
Diana Leven no esperaba que el autor de los disparos fuera tan joven. Peter Houghton estaba esposado y encadenado, y llevaba el traje naranja de los reclusos y un chaleco antibalas, pero aún tenía la afrutada piel de las mejillas propia de un chico que todavía no ha llegado al final de la pubertad, y habría apostado algo a que todavía no se afeitaba. También los anteojos la inquietaron. La defensa trataría de sacarle todo el partido posible a esa baza, de eso estaba segura, alegando que un miope no podía ser buen tirador.
Las cuatro cámaras que el juez del tribunal del distrito había aceptado como representantes de las cadenas televisivas (ABC, CBS, NBC y CNN) cobraron vida con un zumbido, cual cuarteto a cappella, tan pronto como el acusado entró en la sala. Dado que se había hecho tal silencio que habría sido posible oír los propios pensamientos, Peter se volvió de inmediato hacia los objetivos. Diana advirtió que sus ojos no eran muy diferentes de los de las cámaras: oscuros, ciegos, vacíos más allá de las lentes.
Jordan McAfee, un abogado que a Diana no le gustaba mucho desde un punto de vista personal pero que reconocía de mala gana que era condenadamente bueno haciendo su trabajo, se inclinó hacia su cliente en el momento en que Peter llegó a la mesa de la defensa. El alguacil se levantó:
– En pie-proclamó-: Su Señoría el juez Charles Albert.
El juez Albert entró de prisa en la sala, en medio del frufrú de la toga.
– Pueden sentarse-dijo-. Peter Houghton-añadió, volviéndose hacia el acusado.
Jordan McAfee se puso de pie.
– Su Señoría, renunciamos a la lectura de los cargos. Es nuestra intención solicitar la no culpabilidad para todos ellos. Pedimos que la probable vista de la causa se aplace hasta dentro de diez días.
Diana no se llevó ninguna sorpresa: ¿por qué iba a querer Jordan que el mundo entero escuchara cómo se acusaba a su cliente de diez cargos individuales de asesinato en primer grado? El juez se volvió hacia ella.
– Señora Leven, el código dictamina que un acusado sobre el que pesa alguna acusación de asesinato en primer grado, de varias en este caso, sea retenido sin posibilidad de fianza. Supongo que no verá ningún problema en ello.
Diana reprimió una sonrisa. El juez Albert, Dios le bendijera, se las había arreglado para aludir a los cargos de una forma u otra.
– Me parece correcto, Su Señoría.
El juez asintió con un gesto de cabeza.
– Bien, señor Houghton. Deberá usted seguir en prisión preventiva.
El proceso entero había durado menos de cinco minutos, por lo que el público no debía de estar muy satisfecho. Querían sangre, venganza. Diana vio que Peter Houghton daba un traspié entre los dos ayudantes del sheriff que le llevaban; luego se volvió hacia su abogado una última vez con una pregunta en los labios, que no llegó a proferir. La puerta se cerró tras él, y Diana tomó su maletín y salió de la sala, para encontrarse con las cámaras de televisión.
Se plantó delante de un ramillete de micrófonos.
– Peter Houghton ha sido acusado de diez cargos de asesinato en primer grado y de diecinueve cargos de intento de asesinato en primer grado, así como de otros cargos relacionados con la tragedia y que tienen que ver con la posesión ilegal de explosivos y armas de fuego. Las normas de la profesión judicial nos impiden hablar de las pruebas en estos momentos, pero la comunidad puede estar segura de que estamos llevando este caso con toda energía, de que hemos estado trabajando noche y día en colaboración con nuestros investigadores para garantizar la obtención de las pruebas necesarias, así como de su custodia y gestión adecuadas para que esta incalificable tragedia no quede sin respuesta.
Abrió la boca para continuar, pero se dio cuenta de que se oía otra voz, justo al otro lado del pasillo, y que los periodistas iban desertando de su conferencia de prensa improvisada para escuchar la de Jordan McAfee.
Éste tenía una actitud sobria y una expresión de arrepentimiento, con las manos en los bolsillos de los pantalones, mientras miraba fijamente hacia Diana.
– Me sumo al pesar general de la comunidad por las irreparables pérdidas sufridas, y representaré a mi cliente hasta el final. El señor Houghton es un muchacho de diecisiete años de edad, y está muy asustado. Les pido por favor que respeten en todo momento a su familia y que recuerden que este asunto debe dirimirse en los tribunales.-Jordan dudó unos segundos, con un gran sentido del espectáculo, y acto seguido dirigió la mirada a la multitud-. Les pido que recuerden que lo que se ve no siempre es lo que parece.
Diana sonrió satisfecha. Los periodistas, al igual que el resto del mundo que estuviese escuchando el medido discurso de Jordan, pensarían que al final de todas aquellas reservas tendría una verdad fabulosa para extraerse de la manga, algo que demostrara que su cliente no era un monstruo. Diana, sin embargo, sabía lo que significaba. Ella estaba más capacitada para traducir la jerga legal, porque la hablaba con fluidez. Cuando un abogado recurría a toda aquella retórica misteriosa, era porque no contaba con nada más con que defender a su cliente.
A mediodía, el gobernador de New Hampshire dio una rueda de prensa en la escalinata del edificio del Capitolio, en Concord. Llevaba en la solapa un lazo blanco y marrón, los colores del Instituto Sterling, cuya venta se había disparado, a un dólar el lazo, en las cajas regis-tradoras de las gasolineras y en los mostradores de los Wal-Mart. La recaudación estaba destinada a dar apoyo a la Fundación de Víctimas de Sterling. Uno de sus hombres había conducido casi cincuenta kilómetros para hacerse con uno, porque el gobernador tenía planeado lanzarse al gran ruedo en las primarias del Partido Demócrata en 2008 y sabía que aquél era un momento ideal desde el punto de vista mediático para mostrar su compasión y establecer vínculos emocionales. Sí, no cabía duda de que sus sentimientos hacia los ciudadanos de Sterling eran sinceros, en especial hacia aquellos pobres padres de las víctimas, pero había también en él una parte de cálculo que le decía que un hombre capaz de conducir a todo un Estado y acompañarle en el incidente de ataque escolar más trágico de Norteamérica transmitiría una imagen de líder fuerte.
– Hoy todo el país está de duelo por New Hampshire-decía-. Hoy todos sentimos el mismo dolor que siente Sterling. Todos son hijos nuestros.-Tras una pausa alzó la mirada-. He estado en Sterling y he hablado con los investigadores, que están trabajando las veinticuatro horas del día para entender lo sucedido en el día de ayer. He estado con algunas de las familias de las víctimas, y en el hospital, con los sobrevivientes. Parte de nuestro pasado y parte de nuestro futuro ha desaparecido en esta tragedia-dijo el gobernador, mientras se volvía con mirada solemne hacia las cámaras-. Lo que todos necesitamos, en estos momentos, es centrarnos en el futuro.
Josie tardó menos de una mañana en aprender las palabras mágicas: cuando quería que su madre la dejara en paz, cuando se hartaba de que no le quitara ojo, lo único que tenía que hacer era decir que necesitaba dormir un poco. Entonces su madre se retiraba, completamente inconsciente de que, en el instante en que Josie la dejaba escapar, sus facciones se relajaban, y de que sólo entonces Josie podía reconocerla.
Ésta estaba en el piso de arriba, en su habitación, sentada en la oscuridad, con las persianas bajadas y las manos cruzadas en el regazo. Era pleno día, pero allí dentro no se notaba. La gente se ha inventado todo tipo de formas de hacer que las cosas parezcan diferentes de lo que son en realidad. Una habitación puede sumirse en una noche artificial. El Botox transforma los rostros de las personas en algo que no son. El TiVo te hace creer que eres capaz de congelar el tiempo, o al menos de reordenarlo a tu antojo. Una lectura del acta de acusación en el tribunal es como una tirita en una herida que lo que necesita es un torniquete.
A tientas en la oscuridad, Josie alargó el brazo por debajo del cabezal de la cama en busca de la bolsa de plástico que tenía allí escondida, con su stock de píldoras para dormir. No era mejor que el resto de personas estúpidas de este mundo, que creían que si fingían lo bastante, podían convertir en realidad su falsificación. Ella había creído que la muerte podía ser una respuesta, porque era demasiado inmadura para comprender que en realidad era la mayor pregunta.
Hasta el día anterior no sabía qué dibujos podía formar la sangre cuando salpicaba sobre una pared blanca. No sabía que la vida abandona primero los pulmones de la persona, y en último lugar los ojos. Se había imaginado el suicidio como una declaración final, un «a la mierda» dirigido a la gente que no había entendido lo difícil que era para ella ser la Josie que querían que fuera. Había creído vagamente que, si se quitaba la vida, sería capaz de ver la reacción de los demás; y que eso sería una forma de reír la última. Hasta ese momento, no lo había comprendido en realidad: los muertos estaban muertos. Cuando uno moría, no regresaba para ver lo que pasaba. Ya no se podía pedir perdón. No se tenía una segunda oportunidad.
La muerte no era algo que se pudiera controlar. En realidad, la muerte llevaba las de ganar.
Rasgó la bolsa de plástico y vació el contenido en la palma de su mano. Se metió cinco pastillas en la boca. Fue al lavatorio y dejó correr el agua. Bebió un buen trago, notando las píldoras nadar en la pecera formada por sus mejillas hinchadas.
«Traga», se dijo.
Pero en lugar de tragar, Josie se dejó caer delante del inodoro y escupió las pastillas. Tiró el resto, que todavía llevaba en el puño cerrado. Tiró de la cadena antes de darse tiempo a pensarlo mejor.
Su madre subió a oír el llanto, que se había filtrado a través de las paredes. En realidad, iba a formar parte de aquel hogar tanto o más que los ladrillos y la argamasa, aunque ninguna de las dos mujeres se había dado cuenta aún. La madre de Josie irrumpió en el dormitorio y se dejó caer junto a su hija en el cuarto de baño.
– ¿Qué podría hacer yo, cariño?-le susurró, pasando las manos por los hombros y la espalda de Josie, como si la respuesta fuera un daño visible, en lugar de una cicatriz en el corazón.
Yvette Harvey estaba sentada en un sofá, con la foto de graduación de octavo grado de su hija en la mano, tomada dos años, seis meses y cuatro días antes de que ésta muriese. A Kaitlyn le había crecido el pelo desde entonces, pero aún se reconocía la misma sonrisa de medio lado, y la cara achatada característica de las personas con síndrome de Down.
¿Qué habría pasado si no hubiera optado por integrar a Kaitlyn en la enseñanza media, si la hubiese matriculado en una escuela para discapacitados? ¿Eran esos chicos menos agresivos, menos susceptibles de haber albergado a un asesino?
La productora del programa televisivo «El show de Oprah Win-frey» le había devuelto el montón de fotografías que Yvette le había facilitado. Hasta aquel día, no había sabido que existían diferentes niveles de tragedia; que aunque te llamaran del show de Oprah para pedirte que contaras tu triste historia, querrían asegurarse de que ésta era lo bastante triste antes de dejarte hablar ante las cámaras. Yvette no tenía previsto exponer su dolor en la televisión, de hecho, su marido estaba tan en contra que se había negado a acercarse allí cuando la productora los había llamado; pero ahora estaba decidida a hacerlo. Había escuchado las noticias. Y ahora tenía algo que decir.
– Kaitlyn tenía una sonrisa muy bonita-dijo la productora con dulzura.
– Sí, es muy alegre-repuso Yvette, que en seguida sacudió la cabeza-. Era.
– ¿Ella conocía a Peter Houghton?
– No. No eran del mismo curso. No podían haber coincidido en ninguna clase. Las de Kaitlyn se impartían en el centro de aprendizaje.-Apretó con el pulgar el borde del marco de plata del retrato hasta que le dolió-. Toda esa gente que ahora dice que Peter Houghton no tenía amigos, que todos se burlaban de él…No es cierto-dijo-. Mi hija no tenía amigos. De mi hija sí se rieron todos cada uno de los días de su vida. Mi hija sí se sentía marginada, porque lo estaba. Peter Houghton no era ningún inadaptado, como se lo quiere presentar ahora. Peter Houghton era malo, y nada más.
Yvette bajó los ojos y se quedó mirando el cristal que recubría el retrato de Kaitlyn.
– La psicóloga de la policía que me atendió me dijo que Kaitlyn fue la primera en morir. Quería que supiera que Kaitie no sabía lo que estaba pasando…que no sufrió.
– Eso debe de haberle proporcionado un cierto consuelo-le dijo la productora.
– Sí, al principio sí. Hasta que los padres hablamos entre nosotros y nos dimos cuenta de que la psicóloga nos había dicho lo mismo a todos los que habíamos perdido un hijo.-Yvette alzó la vista con lágrimas en los ojos-. No es posible que todos fueran el primero.
Durante los días que siguieron a la matanza en el instituto, las familias de las víctimas recibieron una lluvia de cosas: dinero, platos cocinados, asistencia para el cuidado de los hijos, simpatía. El padre de Kaitlyn Harvey, al despertar una mañana después de la última y ligera nevada de la primavera, descubrió que algún buen samaritano había limpiado con una pala la nieve del camino de entrada. La familia de Courtney Ignatio fueron los beneficiarios de su iglesia local, cuyos miembros se pusieron de acuerdo para aportar comida o servicios de limpieza para cada uno de los días de la semana, siguiendo un turno rotatorio que iba a durar hasta junio. La madre de John Eberhard fue obsequiada con una furgoneta adaptada para discapacitados, cortesía de Sterling Ford, para facilitarle las cosas a su hijo en su nuevo estado parapléjico. Todos los heridos del Instituto Sterling recibieron una carta del presidente de Estados Unidos, con el pulcro membrete de la Casa Blanca, felicitándoles por su valor.
Los medios de comunicación, recibidos en un principio como un tsunami, acabaron convirtiéndose en un elemento cotidiano en las calles de Sterling. Después de varios días viendo cómo sus botas negras de tacón alto se hundían en el blando barro de un mes de marzo de Nueva Inglaterra, hicieron una visita a una tienda de equipos para granjeros y se compraron zuecos y botas de goma. En el mostrador de la hospedería Sterling Inn dejaron de preguntar por qué no funcionaban sus teléfonos móviles y, en lugar de ello, se reunían en el estacionamiento de la estación de servicio Mobil, el punto más elevado de la ciudad, donde tenían una mínima cobertura. Deambulaban enfrente de la comisaría de policía, de los juzgados y de la cafetería local, a la espera de alguna migaja de información que enviar a los teletipos.
En Sterling, cada día había un funeral diferente.
El servicio religioso en memoria de Matthew Royston tuvo lugar en una iglesia que se quedó pequeña para albergar a cuantos quisieron acompañar a la familia. Compañeros de clase, parientes y amigos atestaban la nave, sentados en los bancos, de pie en los laterales, fuera de las puertas. Una representación de alumnos del Instituto Sterling habían acudido vestidos con sendas camisetas verdes con el número 19 en el pecho, el mismo que luciera la camiseta de hockey de Matt.
Josie y su madre estaban sentadas en el fondo, pero a pesar de ello, Josie no podía sustraerse al sentimiento de que todo el mundo la miraba. No estaba segura si ello se debía a que todos sabían que había sido la novia de Matt, o a que intentaban ver qué sentía.
– Bienaventurados los que lloran-leía el sacerdote-, porque serán consolados.
Josie se estremeció. ¿Estaba ella llorando en su interior? ¿Llorar era notar un agujero por dentro que se hacía más grande cada vez que querías taparlo? ¿O acaso era incapaz de llorar, porque era incapaz de recordar?
Su madre se inclinó sobre ella.
– Podemos marcharnos si quieres. No tienes más que decirlo.
Josie no tenía ni idea de quién era ella misma, pero allí, en el funeral, le pareció que, además, no tenía ni idea de quién era nadie. Gente que la había ignorado durante toda la vida ahora la conocían por el nombre. Todos parecían enternecerse cuando la miraban. Y su madre le parecía la más extraña de todos, como una de esas adictas a los grupos de terapia que ha pasado por una experiencia próxima a la muerte y después ama a todo el mundo y se abraza a los árboles. Josie pensaba que tendría que discutir con su madre para que la dejara asistir al funeral de Matt, pero para su sorpresa, había sido ella quien se lo había propuesto. El estúpido psiquiatra al que Josie tenía que ir entonces, y probablemente durante el resto de su vida, no dejaba de hablar acerca de cerrar. Por lo visto, cerrar significaba que una pérdida podía calificarse de normal si la superabas, como cuando pierdes un partido de fútbol, o una camiseta. Cerrar también significaba que su madre se había transformado en una loca máquina de emotividad ultracompensadora que no paraba de preguntarle si necesitaba algo (¿cuántas tazas de infusión podía beber una persona sin licuarse?) y de intentar comportarse como una madre corriente, o al menos como lo que ella imaginaba que debía de ser una madre corriente. «Si de verdad quieres que me sienta mejor-le daban ganas de decir a Josie-, vuelve al trabajo». Entonces podrían fingir que todo iba como siempre. Después de todo, para empezar, era su madre la que la había enseñado a fingir.
En la parte delantera de la iglesia había un ataúd. Josie sabía que no estaba abierto. Habían circulado rumores. Era difícil de imaginar que Matt estuviera dentro de aquella caja negra barnizada. Que no respirara, que sus venas se hubieran quedado sin una gota de sangre y las hubieran rellenado con productos químicos.
– Amigos, mientras nos hallamos aquí reunidos para honrar la memoria de Matthew Carlton Royston, nos encontramos bajo el cobijo protector del amor sanador de Dios-decía el sacerdote-. Somos libres para dar rienda suelta a nuestro dolor, liberar nuestra rabia, enfrentarnos a nuestro vacío, sabiendo que a Dios le importa.
El año anterior, en historia universal antigua, habían estudiado el modo que tenían los egipcios de embalsamar a los muertos. Matt, que sólo estudiaba cuando Josie le obligaba, se había mostrado verdaderamente fascinado. Le había impresionado en particular la técnica de extraer el cerebro succionándolo por la nariz; las posesiones que acompañaban al faraón en su tumba; las mascotas que se enterraban con él. Josie había leído el capítulo del libro de texto en voz alta, con la cabeza apoyada en el regazo de Matt. Él la había interrumpido poniéndole la mano en la frente.
– Cuando yo me muera-le dijo-, pienso llevarte conmigo.
El sacerdote paseó la mirada por la multitud.
– La muerte de un ser querido es algo capaz de sacudir los fundamentos mismos sobre los que nos apoyamos. Cuando la persona es tan joven y tan llena de capacidades y proyectos, los sentimientos de dolor y desamparo son aún más abrumadores si cabe. En momentos así es cuando nos volvemos hacia nuestros amigos y familiares en busca de apoyo, de un hombro sobre el que llorar, de alguien que nos acompañe en este camino de dolor y de angustia. No podemos hacer que Matt vuelva, pero sí podemos sentirnos más confortados si sabemos que él ha encontrado en la muerte la paz que se le negó en la tierra.
Matt no iba a misa. Sus padres sí, e intentaban que él fuera, pero Josie sabía que era algo que él aborrecía. Opinaba que era una forma de perder el domingo, y que si Dios creía que valía la pena estar con él, podía encontrarlo conduciendo su jeep sin capota o jugando a hockey sobre hielo, y no sentado en una sala sofocante y leyendo sensiblerías.
El sacerdote se hizo a un lado, y el padre de Matt se puso en pie. Josie lo conocía, naturalmente, siempre contaba unos chistes de pena, hacía juegos de palabras sin ninguna gracia. Había sido jugador de hockey con el equipo de la Universidad de Vermont hasta que se destrozó la rodilla, y había puesto grandes esperanzas en Matt. De la noche a la mañana se había vuelto un hombre cargado de espaldas y hosco, como si se hubiera convertido sólo en una cáscara. Al dirigirse a la congregación, habló de la primera vez que había llevado a Matt a patinar; le había dado un palo de hockey, tirando él de la punta del mismo y arrastrando al chico sobre el hielo, para advertir al cabo de poco que ya patinaba sin agarrarse del palo. En la primera fila, la madre de Matt se echó a llorar. Los sollozos, fuertes y ruidosos, se derramaban por las paredes de la iglesia como pintura.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, Josie se puso de pie.
– ¡Josie!-le susurró su madre, con irritación; una reacción instintiva propia de la madre que solía ser antes, siempre temerosa de ponerse en evidencia. Josie temblaba con tal fuerza que le parecía que sus pies no tocaban el suelo, mientras se dirigía por el pasillo, vestida de negro con ropa de su madre, en dirección al ataúd de Matt, como atraída por su magnetismo.
Sentía los ojos del padre de Matt clavados en ella, al tiempo que oía los murmullos de los asistentes. Llegó hasta el féretro, tan pulido y brillante que pudo ver su propio rostro reflejado en él, una impostora.
– Josie-dijo el señor Royston, bajando del altar para abrazarla-. ¿Estás bien?
Josie tenía la garganta apretada como el capullo de una rosa. ¿Cómo podía aquel hombre, cuyo hijo estaba muerto, preguntarle eso a ella? Se sentía como si se evaporara en el aire, y se preguntó si era posible volverse uno un fantasma sin haber muerto; y si esa parte del proceso no sería más que un tecnicismo.
– ¿Querías decir algo?-la invitó el señor Royston-. ¿Algo sobre Matt?
Antes de darse cuenta siquiera de lo que sucedía, el padre de Matt la ayudó a subir al altar. Era levemente consciente de la presencia de su madre, que se había levantado de su lugar en el banco y avanzaba poco a poco hacia el frente de la iglesia. ¿Para qué? ¿Para evitar que cometiera otro error?
Josie tenía la mirada fija en un paisaje de rostros que reconocía sin conocerlos. «Cuánto le quería-pensaban todos-. Estaba con él cuando murió». Su respiración estaba aprisionada como una mariposa nocturna en la jaula de sus pulmones.
Pero ¿qué iba a decir ella ahora? ¿La verdad?
Josie sintió que se le retorcían los labios y que se le arrugaba la cara. Se echó a llorar tan fuerte que notó cómo vibraban las tablas de madera de la tarima de la iglesia; tanto, que estaba segura de que hasta Matt podía oírla desde el interior de aquel ataúd sellado.
– Lo siento-dijo con voz ahogada, dirigiéndose a él, al señor Royston, a cualquiera que quisiera escucharla-. Oh, Dios mío, cuánto lo siento.
No se dio cuenta de que su madre había subido los escalones del altar, le había pasado un brazo alrededor de los hombros y se la llevaba hacia la parte de atrás, hasta una pequeña antesala utilizada por el organista. No protestó cuando su madre le ofreció un Kleenex y le pasó la mano por la espalda. Ni siquiera le importó que su madre le colocara el pelo por detrás de las orejas, como hacía cuando Josie era pequeña, aunque apenas recordaba el gesto.
– Todos deben de pensar que soy una idiota-dijo Josie.
– Nada de eso. Lo que creen es que lloras la pérdida de Matt.-Su madre dudó unos segundos-. Sé que crees que tú tuviste la culpa.
El corazón de Josie latía con tal fuerza que movía la fina tela de gasa del vestido.
– Tesoro-le dijo su madre-, tú no podías salvarle.
Josie agarró otro pañuelo de papel, y fingió que su madre lo había entendido.
El régimen penitenciario de máxima seguridad suponía que Peter no tenía compañero de celda. Tampoco un tiempo de recreo porque no podía salir al patio. Le llevaban la comida a la celda tres veces al día. Sus lecturas pasaban la censura de los funcionarios. Y, dado que el personal de la prisión seguía considerándolo un potencial suicida, en el espacio de su celda había solamente un inodoro y un banco: ni sábanas, ni colchón, nada que pudiera servir para confeccionar algo con lo que liberarse de este mundo.
En la pared que ocupaba el fondo de su celda había cuatrocientos quince ladrillos; los había contado. Dos veces. Después había pasado el rato mirando fijamente a la cámara que lo vigilaba. Peter se preguntaba quién habría al otro lado de aquella cámara. Se imaginó un montón de guardianes arremolinados en torno a un miserable monitor de televisión, dándose codazos y desmontándose de risa cada vez que Peter tenía que ir al retrete. En otras palabras, una vez más, un grupo de gente que se reía a su costa.
La cámara tenía una luz roja, el indicador de encendido, y un simple objetivo que rielaba como el arco iris. El objetivo estaba ceñido por una circunferencia de plástico que parecía su párpado. A Peter le asaltó el pensamiento de que, aunque él no fuera un suicida, unas semanas más en aquellas condiciones y lo sería.
En la cárcel no llegaba a hacerse nunca la completa oscuridad, tan sólo una penumbra. Tampoco le importaba mucho, de todos modos, poca cosa había que hacer salvo dormir. Peter se tumbaba en el banco, preguntándose si la capacidad auditiva se perdería al no usarla; si la facultad de hablar seguiría su mismo camino. Recordaba haber estudiado en clase de ciencias sociales que en el antiguo Oeste, cuando encerraban en la cárcel a los nativos americanos, a veces caían fulminados, muertos. Como explicación se había impuesto la teoría de que una persona tan acostumbrada a la libertad de los espacios al aire libre no podía soportar el confinamiento. Pero Peter tenía otra. Cuando la única compañía que tenías eras tú mismo, y no querías entablar relaciones sociales, sólo había una forma de salir de allí.
Acababa de pasar por delante de la celda uno de los guardianes que realizaba la ronda de seguridad, consistente en darse una vuelta por las celdas pisando fuerte con sus pesadas botas, cuando Peter oyó:
– Sé lo que hiciste.
«Mierda-pensó-. Ya he empezado a volverme loco».
Y luego:
– Todo el mundo lo sabe.
Peter bajó los pies hasta tocar el suelo de cemento, se sentó y miró a la cámara, pero ésta no le reveló secreto alguno.
La voz sonaba como el viento que pasa rozando la nieve: un susurro lúgubre.
– A tu derecha-dijo, y Peter se puso lentamente en pie y se acercó a un rincón de la celda.
– ¿Quién…quién está ahí?-preguntó.
– Maldición, ya era hora. Creí que nunca ibas a dejar de gimotear.
Peter intentó mirar por entre los barrotes, pero no pudo ver nada.
– ¿Me has oído llorar?
– Puto bebé-dijo la voz-. A ver si creces de una puta vez.
– ¿Quién eres?
– Puedes llamarme Carnívoro, como todos.
Peter tragó saliva.
– ¿Por qué estás aquí?
– Por nada de lo que ellos dicen-replicó Carnívoro-. ¿Cuánto tiempo?
– ¿Cuánto tiempo qué?
– ¿Cuánto tiempo te falta para el juicio?
Peter no lo sabía. Era la pregunta que había olvidado hacerle a Jordan McAfee, seguramente porque tenía miedo de oír la respuesta.
– El mío es la semana que viene-dijo Carnívoro, sin darle tiempo a Peter a contestar.
La puerta metálica de la celda le parecía de hielo al contacto de la sien.
– ¿Cuánto llevas aquí?-preguntó Peter.
– Diez meses-repuso Carnívoro.
Peter se imaginó sentado allí, en aquella celda, diez meses seguidos. Pensó en todas las veces que había contado aquellos estúpidos ladrillos, en todas las veces que los guardias, a través de su pequeño aparato de televisión, lo verían orinar.
– Tú has matado a niños, ¿verdad? ¿Sabes lo que les pasa en la cárcel a los tipos que han matado a niños?
Peter no respondió. Él era más o menos de la misma edad que todos los demás alumnos del Instituto Sterling. No se había puesto a disparar en una guardería. Y no le habían faltado sus razones.
No quiso seguir hablando sobre aquel tema.
– ¿Cómo es que no estás fuera bajo fianza?
Carnívoro se mofó:
– Porque dicen que violé a no sé qué camarera, y que luego la apuñalé.
¿Todos los que estaban en aquella prisión se considerarían inocentes? Peter se había pasado todo el tiempo que había estado tumbado en el banco convenciéndose de que él era totalmente diferente a todos los demás presos que pudiera haber en la prisión del condado de Grafton…y ahora resultaba que era mentira.
¿Lo mismo le habría parecido a Jordan?
– ¿Sigues ahí?-preguntó Carnívoro.
Peter volvió a tumbarse en el banco sin decir nada más. Volvió la cara hacia la pared, e hizo como que no oía nada mientras el tipo de la celda de al lado intentaba una y otra vez reanudar la comunicación.
Lo que más sorprendió a Patrick era lo joven que parecía la jueza Cormier cuando no estaba en el estrado. Abrió la puerta en vaqueros, con el pelo recogido en forma de coleta y secándose las manos en un paño de cocina. Josie apareció tras ella con el mismo rostro inexpresivo y la mirada fija que había visto en todas las demás víctimas a las que había entrevistado. Josie era una pieza vital del rompecabezas, la única testigo que había visto a Peter matar a Matthew Royston. Pero a diferencia de todas aquellas otras víctimas, Josie tenía una madre que conocía todos los entresijos del sistema judicial.
– Jueza Cormier-dijo Patrick-. Josie. Gracias por permitirme venir a su casa.
La jueza le miró a los ojos.
– Pierde el tiempo. Josie no recuerda nada.
– Con el debido respeto, señora jueza, mi trabajo es pedirle a Josie que me lo diga ella misma.
Se preparó para una discusión, pero ella retrocedió invitándole a entrar. Los ojos de Patrick recorrieron el vestíbulo de arriba abajo: la mesa de anticuario con una planta cuyas largas hojas caían sobre la superficie, los paisajes de buen gusto colgados de las paredes. De modo que así era como vivía un juez. Su casa, en cambio, era un sitio de paso, un refugio en el que se amontonaba ropa sucia, periódicos viejos y comida con fecha de caducidad más que cumplida, donde ponía los pies apenas unas horas entre turno y turno en la oficina.
Se volvió hacia Josie.
– ¿Cómo va la cabeza?
– Aún me duele-dijo ella en voz tan baja que Patrick tuvo que esforzarse para oírla.
Se volvió de nuevo hacia la jueza.
– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar con calma unos minutos?
Los acompañó a la cocina, que era justo el tipo de cocina en la que Patrick pensaba a veces, cuando imaginaba dónde debería estar a aquellas alturas. Los armarios eran de madera de cerezo y por la ventana en saledizo la luz del sol entraba a raudales; encima del mármol había una fuente con bananas. Se sentó delante de Josie pensando que la jueza se sentaría en una silla al lado de su hija, pero para su sorpresa se quedó de pie.
– Si me necesita-dijo-, estoy en el piso de arriba.
Josie la miró con aflicción.
– ¿Por qué no te quedas?
Por un momento, Patrick vio brillar algo en los ojos de la jueza. ¿Pena? ¿Remordimiento? Pero se desvaneció antes de que pudiera definirlo.
– No puedo, ya lo sabes-dijo con dulzura.
Patrick no tenía hijos, pero estaba más que seguro de que si una hija suya hubiera estado tan cerca de la muerte, le habría costado mucho dejarla sola. No sabía a ciencia cierta cómo era la relación entre la madre y la hija, y se cuidaría mucho de entrometerse entre ellas.
– Estoy segura de que el detective Ducharme no te hará pasar un mal rato-dijo la jueza.
Aquello sonó en parte a deseo, en parte a advertencia. Patrick le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Un buen policía estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de proteger y servir, pero cuando era alguien al que se conocía el que sufría el robo, las amenazas o las heridas, lo que estaba en juego era otra cosa. Se hacían algunas llamadas telefónicas extra, se trastocaban las responsabilidades de modo que una de ellas tuviera la prioridad. Esta experiencia la había vivido hacía unos años de forma mucho más intensa con su amiga Nina y el hijo de ésta. No conocía a Josie Cormier personalmente, pero su madre estaba en el bando de quienes aplicaban la ley, en lo más alto por cierto, y por eso mismo su hija requería un tratamiento de lo más delicado.
Vio a Alex subir al piso de arriba, y sacó un bloc y un lápiz del bolsillo del abrigo.
– Bueno-dijo-. ¿Cómo estás?
– Mire, no hace falta que finja que le importa.
– No estoy fingiendo-contestó Patrick.
– Ni siquiera entiendo por qué ha venido. No creo que nada de lo que pueda decirle nadie sirva para que esos chicos estén menos muertos.
– Eso es verdad-convino Patrick-, pero para poder juzgar a Peter Houghton, antes tenemos que saber qué es lo que pasó exactamente. Y, por desgracia, yo no estaba allí.
– ¿Por desgracia?
El policía bajó la mirada a la mesa.
– A veces pienso que es más fácil formar parte de los heridos que de los que no han podido hacer nada por evitarlo.
– Yo sí estaba allí-dijo Josie, con un estremecimiento-. Y no pude evitar nada.
– Eh-dijo Patrick-, pero tú no tuviste la culpa.
Ella levantó la vista hacia él, como si deseara desesperadamente poder creer lo que le decía, pero Patrick sabía que estaba equivocado. ¿Y quién era él para decirle lo contrario? Cada vez que éste repasaba mentalmente su precipitada llegada al Instituto Sterling, trataba de imaginar qué habría pasado si hubiera estado allí cuando llegó el asaltante. Si hubiera podido desarmar al joven antes de que nadie resultara lastimado.
– No recuerdo nada de los disparos-dijo Josie.
– ¿Recuerdas que estabas en el gimnasio?
Josie negó con la cabeza.
– ¿Y cuando corrías hacia allí con Matt?
– No. Para empezar, no recuerdo ni siquiera cuando me levanté y fui al instituto ese día. Es como si tuviera un agujero en la cabeza.
Patrick sabía, por haber hablado con los psiquiatras que habían atendido a las víctimas, que eso era perfectamente normal. La amnesia era una forma que tenía la mente de protegerse para no tener que revivir algo que podía destrozarlo a uno. En cierto modo, hubiera deseado ser tan afortunado como Josie, hacer que lo que había visto se desvaneciera.
– ¿Qué puedes contarme acerca de Peter Houghton? ¿Le conocías?
– Todo el mundo sabía quién era.
– ¿Qué quieres decir?
Josie se encogió de hombros.
– Destacaba.
– ¿Porque era diferente de los demás?
Josie reflexionó unos instantes.
– Porque no intentaba encajar.
– ¿Matthew Royston y tú salían juntos?
Los ojos de Josie se llenaron de inmediato de lágrimas.
– A él le gustaba que le llamaran Matt.
Patrick tomó un pañuelo de papel y se lo pasó a Josie.
– Siento mucho lo que le pasó, Josie.
Ella agachó la cabeza.
– Yo también.
Esperó a que la muchacha se secara los ojos y se sonara.
– ¿Tienes idea de por qué Peter podía sentir antipatía hacia Matt?
– La gente se reía de él-dijo Josie-. No era sólo Matt.
«¿Y tú?», pensó Patrick. Había visto el anuario que se habían llevado tras el registro de la habitación de Peter, los círculos trazados en torno a algunos chicos que luego habían resultado ser víctimas, y otros que no. Podía haber muchas razones para ello, desde el hecho de que Peter no hubiese tenido tiempo para más, hasta la constatación de que dar caza a treinta personas en un instituto de mil alumnos era más difícil de lo que él mismo había imaginado. Pero de todos los objetivos que Peter había señalado en el anuario, sólo la foto de Josie estaba tachada, como si hubiera cambiado de opinión. Su rostro era el único bajo el cual había escrito algo, en letras mayúsculas: DEJAR QUE VIVA.
– ¿Lo conocías personalmente? ¿Coincidías con él en alguna clase o algo?
Ella alzó la vista.
– Había trabajado con él.
– ¿Dónde?
– En la copistería del centro.
– ¿Se llevaban bien?
– A veces sí-dijo Josie-. No siempre.
– ¿Por qué no?
– Una vez encendió fuego dentro de la tienda, y yo me enojé. Perdió el empleo por culpa de eso.
Patrick hizo una anotación en la libreta. ¿Por qué Peter había decidido perdonarle la vida, cuando tenía motivos para guardarle rencor?
– Antes de que sucediera eso-preguntó Patrick-, ¿dirías que eran amigos?
Josie dobló el pañuelo de papel que había utilizado para secarse las lágrimas en forma de triángulo, y luego en otro más pequeño, y en otro más pequeño aún.
– No-dijo-. No éramos amigos.
La mujer que estaba junto a Lacy llevaba una camisa de franela a cuadros, apestaba a tabaco y le faltaba la mayor parte de los dientes. Lanzó una mirada a la falda y la blusa de Lacy.
– ¿Primera vez que está aquí?-le preguntó.
Lacy asintió con un gesto. Esperaban en una sala alargada, sentadas en dos sillas contiguas de una fila de ellas. Ante los pies tenían una línea roja divisoria, tras la cual había otra fila de sillas encaradas a las suyas. Reclusos y visitantes se sentaban uno enfrente de otro, como ante un espejo, y hablaban en plan taquigráfico. La mujer sentada junto a Lacy le sonrió.
– Se acostumbrará-le dijo.
Cada dos semanas, los padres de Peter, uno de ellos por vez, disponían de una hora para visitar a su hijo. Lacy llevaba una cesta llena de bollos y tartas hechos en casa, revistas, libros…todo cuanto había pensado que podía servirle de algo a Peter. Pero el funcionario penitenciario que le había hecho firmar en el libro de registro de las visitas le había confiscado todo lo que llevaba. No podía darle cosas cocinadas. Ni tampoco material de lectura; no hasta que lo hubiera examinado el personal de la cárcel.
Un tipo con la cabeza rapada y los brazos recubiertos de tatuajes en toda su extensión se dirigió hacia la mujer del lado de Lacy. Se estremeció. ¿Era una esvástica lo que llevaba grabado en la frente?
– Hola, mamá-masculló el hombre, y Lacy pudo comprobar cómo los ojos de la mujer que tenía a su lado penetraban más allá de los tatuajes, la cabeza rapada y el traje naranja y veían al niño pequeño que atrapaba renacuajos en una charca detrás de su casa. «Todo el mundo-pensó Lacy-es hijo de alguien».
Apartó la mirada de aquel encuentro y vio que conducían a Peter hacia ella. Durante un instante se le encogió el corazón. El chico estaba extremadamente delgado, y sus ojos tras los lentes parecían vacíos. Pero arrinconó sus sentimientos y le ofreció una espléndida sonrisa. Haría como si no le importara lo más mínimo ver a su hijo ataviado con el atuendo penitenciario; como si no hubiera tenido que quedarse un rato sentada en el coche para luchar contra un ataque de pánico después de llegar al estacionamiento de la prisión; como si fuera lo más normal del mundo estar rodeada de traficantes de droga y de violadores mientras le preguntaba a su hijo si le daban bastante de comer.
– Peter-dijo, estrechándolo entre sus brazos.
A él le costó unos segundos, pero acabó devolviéndole el abrazo. Ella hundió el rostro en su cuello, como solía hacer cuando era un bebé y le entraban ganas de comérselo. Pero aquél no era el olor de su hijo. Por un momento, alimentó el sueño imposible de que todo aquello fuera un error, «¡Peter no está en la cárcel! ¡Éste es el desgraciado hijo de otra!», pero entonces se dio cuenta de cuál era la diferencia. El champú y el desodorante que le proporcionaban allí no eran los mismos que los que utilizaba en casa. Aquel Peter tenía un olor más fuerte, más basto.
De pronto, notó una palmada en el hombro.
– Señora-dijo el vigilante-, será mejor que lo suelte ya.
«Si fuese así de sencillo», pensó Lacy.
Se sentaron uno a cada lado de la línea roja.
– ¿Estás bien?-le preguntó.
– Aún sigo aquí.
El modo en que lo dijo, como si hubiera esperado que para entonces hubiera tenido que ser totalmente diferente, hizo que Lacy se estremeciera. Le pareció como si no estuviera refiriéndose a salir bajo fianza, y la alternativa, la idea de que Peter pudiera suicidarse, era algo que no le cabía en la cabeza. Notó que se le hacía un nudo en la garganta, y de pronto se vio haciendo precisamente aquello que se había prometido a sí misma que no haría: se echó a llorar.
– Peter-dijo en un susurro-. ¿Por qué?
– ¿Estuvo la policía en casa?-preguntó Peter.
Lacy asintió con un gesto. Parecía como si eso hubiera sucedido hacía mucho tiempo.
– ¿Entraron en mi habitación?
– Traían una orden de registro…
– ¿Se llevaron mis cosas?-exclamó Peter; la primera emoción que veía en él-. ¿Les dejaste que se llevaran mis cosas?
– ¿Qué querías hacer con todo aquello?-musitó-. Con aquellas bombas. Aquellas armas…
– Tú no lo entenderías.
– Pues explícamelo, Peter-dijo con voz quebrada-. Explícamelo.
– No he podido hacer que lo entendieras en diecisiete años, mamá. ¿Por qué iba a ser diferente ahora?-Se le torció el gesto-. No sé ni siquiera por qué te has molestado en venir.
– Para verte…
– Pues mírame-gritó Peter-. ¿Por qué no me miras de una puta vez?
El chico se llevó las manos a la cara, mientras los estrechos hombros se le arqueaban al sonido de un sollozo.
Así que todo se reducía a eso, pensó Lacy: veías al extraño que tenías delante y decidías, categóricamente, que aquél ya no era tu hijo. O bien procurabas encontrar los restos de tu hijo que todavía pudieran quedar en aquel en que se había convertido.
¿Había posibilidad de elección, realmente, si eras una madre?
La gente podía decir que los monstruos no nacían, sino que se hacían. La gente podía criticarle sus dotes de madre, señalar con el dedo algunos momentos en los que Lacy le había fallado a Peter siendo demasiado laxa o demasiado estricta, por exceso o por defecto. La ciudad de Sterling podía analizar hasta el mínimo detalle lo que ella había hecho con su hijo, pero ¿y lo que había hecho por él? Era muy fácil sentirse orgulloso del chico que le salía a uno bien. Que sacaba sobresalientes y era bueno jugando a baloncesto. Un chico al que todo el mundo quería sin esfuerzo. Pero cuando la naturaleza del afecto se ponía a prueba era cuando se era capaz de encontrar algo que amar en un chico al que todos odiaban. ¿Y si las cosas que ella había hecho o dejado de hacer con respecto a Peter eran un criterio de medida erróneo? ¿No era como ponerle una prueba a su maternidad y ver cómo se comportaba ella a partir de aquel espantoso momento?
Se inclinó por encima de la línea roja hasta que pudo abrazar a Peter. No le importaba si estaba permitido o no. Que vinieran los guardias a separarla, pero mientras tanto, Lacy no tenía la menor intención de soltar a su hijo.
En el vídeo captado por la cámara de vigilancia del comedor del instituto, se veía a los alumnos llevando bandejas, haciendo los deberes y charlando, y a Peter que entraba en la gran sala con una pistola en la mano. Se producía una sucesión de disparos y un gran griterío. Saltaba una alarma antiincendios. Cuando todo el mundo empezaba a correr, él volvía a disparar, y esta vez caían abatidas dos chicas. En su afán por escapar, otros alumnos pasaban por encima de ellas.
Cuando los únicos que quedaban en el comedor eran Peter y las víctimas, él se paseaba por entre las mesas, supervisando su obra. Pasaba de largo junto a uno de los chicos a los que acababa de disparar y que yacía en medio de un charco de sangre encima de un libro, pero en cambio se entretenía en recoger un iPod que alguien se había dejado encima de una mesa y se ponía los auriculares en las orejas, para, acto seguido, apagarlo y volver a dejarlo donde estaba. Pasaba la página de un cuaderno abierto y luego se sentaba delante de una bandeja intacta y depositaba la pistola en ella. Abría una caja de cereales y vertía el contenido en un tazón de plástico. Añadía leche de un envase abierto y se comía el tazón entero antes de levantarse otra vez, volver a empuñar la pistola y salir del comedor.
Era la cosa más escalofriante y premeditada que Patrick había visto en su vida.
Miró el plato con la cena que se había preparado, y se dio cuenta de que había perdido el apetito. Dejándolo a un lado, encima de un montón de periódicos viejos, rebobinó el vídeo y se obligó a verlo una vez más.
Cuando sonó el teléfono, descolgó, distraído por la visión de Peter en la pantalla de su televisor.
– ¡Sí!
– Bueno, saludos para ti también-dijo Nina Frost.
Se ablandó nada más oír su voz. Cuesta desprenderse de los hábitos adquiridos.
– Perdona. Es que estaba ocupado.
– Ya me imagino. No se habla de otra cosa. ¿Cómo lo llevas?
– Bueno, ya sabes, como siempre-dijo, cuando lo que en realidad habría querido decir era que no podía dormir por las noches, que veía las caras de las víctimas cada vez que cerraba los ojos, que tenía en la punta de la lengua montones de preguntas que estaba seguro de que había olvidado formular.
– Patrick-dijo ella, porque era su mejor amiga y porque era la persona que mejor conocía, incluido él mismo-, no te culpes.
Él agachó la cabeza.
– Ha pasado en mi ciudad, ¿cómo quieres que no lo haga?
– Si tuvieras videoteléfono, podría saber si llevas un cilicio, o la capa y las botas-dijo Nina.
– No tiene gracia.
– No, no la tiene-convino ella-. Pero al menos sabes que el juicio será pan comido. ¿Cuántos testigos tienes? ¿Mil?
– Más o menos.
Nina se quedó callada. A una mujer que vivía con el remordimiento como compañero inseparable, Patrick no necesitaba explicarle que no bastaba con condenar a Peter Houghton. Patrick sólo se quedaría satisfecho si llegaba a entender por qué Peter había hecho aquello.
Para poder evitar que volviera a pasar.
De un informe del FBI, redactado por agentes especiales encargados de estudiar casos de tiroteos en centros escolares en todo el mundo:
Hemos apreciado semejanzas en la dinámica familiar de los asaltantes a escuelas con armas de fuego. Es frecuente que el agresor mantenga una relación turbulenta con sus padres, o que tenga unos padres que acepten su conducta patológica. En el seno de la familia hay una carencia de confianza. El transgresor no ha tenido límites en el uso de la televisión o de la computadora, y a veces ha tenido acceso a armas.
En cuanto al entorno escolar, encontramos, por parte de quien acabará cometiendo un asalto con disparos, una tendencia a distanciarse del proceso de aprendizaje. El propio centro escolar puede haber mostrado asimismo tendencia a aceptar conductas irrespetuosas, lo mismo que falta de equidad en la aplicación de la disciplina y una cultura muy rígida; algunos alumnos gozan de un gran prestigio, tanto por parte de los profesores como del personal.
Es muy posible que este tipo de agresores tengan acceso fácil a películas violentas, así como a programas de televisión y videojuegos del mismo género; al consumo de drogas y de alcohol; que frecuenten un grupo de personas afines, al margen del centro escolar, que dé apoyo a su comportamiento.
Cabe añadir que, con anterioridad a la perpetración del acto violento, suele haber filtraciones, indicios o pistas de que algo se avecina. Estos indicios pueden darse en forma de poemas, escritos, dibujos, mensajes vía Internet, o amenazas tanto en su presencia o como en su ausencia.
A pesar de los rasgos comunes aquí descritos, prevenimos del empleo de este informe para la confección de listas de control con la finalidad de predecir futuros casos similares. En manos de los medios de comunicación, eso podría dar como resultado calificar de peligrosos a muchos alumnos no violentos. De hecho, hay un gran número de adolescentes que jamás cometerán acto violento alguno y que en cambio muestran algunas de las características de la lista.
Lewis Houghton era un animal de costumbres. Todas las mañanas se despertaba a las cinco y treinta y cinco y bajaba al sótano a correr unos minutos en la cinta rodante. Se duchaba y desayunaba un tazón de cereales mientras repasaba los titulares del periódico. Llevaba siempre el mismo chaquetón, hiciera frío o calor, y estacionaba siempre en el mismo sitio en el parking de la facultad.
En una ocasión, había intentado realizar un cálculo matemático de los efectos de la rutina en la felicidad, pero había descubierto una variable muy interesante que afectaba al resultado final: la cantidad de felicidad aportada por los elementos con los que la persona estaba familiarizada podían verse aumentados o reducidos según fuera la resistencia del individuo a los cambios. O en lenguaje llano, como habría dicho Lacy: por cada persona a la que le gusta la rutina sin variaciones, hay otra que la encuentra sofocante. En tales casos, el coeficiente de rutina se convertía en un valor negativo, y hacer lo que dictaba la costumbre restaba valor a la felicidad.
Tal debía de ser el caso de Lacy, suponía, porque no dejaba de dar vueltas por toda la casa como si no la hubiera visto nunca, incapaz, según todos los indicios de volver a su trabajo.
– ¿Cómo puedes esperar que en estos momentos piense en los hijos de las demás?-le había dicho a Lewis.
Ella seguía insistiendo en que tenían que hacer algo, pero a él no se le ocurría qué podía ser. Y como no podía consolar ni a su esposa ni a su hijo, Lewis decidió que sólo le quedaba la opción de consolarse a sí mismo. Tras la sesión del acta de acusación, y después de haber pasado cinco días sentado en su casa de brazos cruzados, una buena mañana se preparó el maletín, desayunó los cereales, leyó el periódico y se fue al trabajo.
Camino de su despacho, iba pensando en la ecuación de la felicidad. Uno de los principios de su gran aportación (F=R/E o, lo que es lo mismo, Felicidad es igual a Realidad dividido por Expectativas), se basaba en el hecho, aceptado como una verdad universal, de que siempre se tiene alguna expectativa en relación con el porvenir. En otras palabras, E siempre era un número real, puesto que la división entre cero no es posible. Pero últimamente se preguntaba acerca de la veracidad de este supuesto. Las matemáticas no daban más de sí. En plena noche, mientras permanecía acostado, completamente despierto y mirando al techo, y sabiendo que su mujer, a su lado, fingía dormir pero estaba haciendo exactamente lo mismo que él, Lewis había llegado a creer que uno se puede ver condicionado a no esperar absolutamente nada de la vida. De esta forma, al perder a tu hijo mayor no tenías por qué sentir pesadumbre. Y cuando encerraban a tu segundo hijo en la cárcel por haber cometido una masacre, no te quedabas destrozado. Sí se podía dividir entre cero. Era como si tuvieras un agujero donde antes tenías el corazón.
Nada más poner los pies en el campus, Lewis se sintió mejor. Allí no era el padre del joven asesino de sus compañeros de instituto ni nunca lo había sido. Allí era Lewis Houghton, profesor de economía. Allí, sus escritos no habían perdido un ápice de su valor; no tenía por qué contemplar el corpus de sus investigaciones, preguntándose en qué punto fallaban.
Lewis acababa de sacar unos papeles del maletín, cuando el catedrático del departamento de economía asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Hugh Macquarie era un hombre grandullón (los estudiantes le llamaban Huge Andhairy a sus espaldas), [7] que había asumido el puesto con entusiasmo.
– ¿Houghton? ¿Qué haces aquí?
– La última vez que lo comprobé, la universidad seguía pagándome por mi trabajo-dijo Lewis, intentando responder con una broma. Él no sabía hacer bromas, nunca había sabido. Decía cosas fuera de lugar, daba palos de ciego.
Hugh entró en el despacho.
– Cielo santo, Lewis, no sé qué decir.-Dudó unos segundos.
Lewis no se lo reprochaba. Él tampoco sabía qué decir. Podía haber fórmulas verbales para expresar el pésame, o la pérdida de una mascota adorada, o para la pérdida de un trabajo, pero nadie parecía conocer las palabras apropiadas para consolar a alguien cuyo hijo había matado a diez personas.
– Pensé en llamarte a casa. Lisa hasta quería llevarles algo de comer, o cualquier cosa. ¿Cómo está Lacy?
Lewis se subió los anteojos sobre la nariz.
– Oh-dijo-. En fin, intentamos que todo siga con la mayor normalidad posible.
Al decirlo, se imaginó su vida como una gráfica. La normalidad era una raya que se prolongaba y se prolongaba, acercándose cada vez más al eje, pero sin llegar a alcanzarlo nunca.
Hugh se sentó en la silla situada delante del escritorio de Lewis. La misma silla en la que solía sentarse de vez en cuando algún estudiante que necesitaba una aclaración sobre microeconomía.
– Lewis, tómate un tiempo prudencial-le dijo.
– Gracias, Hugh. Te lo agradezco de veras.-Lewis echó una ojeada a una ecuación escrita en la pizarra, que había tratado de descifrar-. Pero lo que más necesito en este momento es estar aquí. Es una manera de sustraerme a todo aquello.-Tomó una tiza y se puso a escribir una larga serie de números que le tranquilizaran.
Sabía que no era lo mismo algo que te hiciera feliz o algo que no te hiciera desgraciado. El truco estaba en autoconvencerse de que eran una sola cosa.
Hugh le puso la mano en el brazo, interrumpiéndolo en mitad de la ecuación.
– Quizá no me he expresado bien. Necesitamos un tiempo prudencial.
Lewis se quedó mirándolo.
– Oh. Vaya, ya veo-balbuceó, aunque no lo veía. Si Lewis estaba dispuesto a separar su trabajo de su vida personal, ¿por qué no hacía lo mismo la Universidad de Sterling?
A menos que…
¿Había habido un error de base? Si uno no estaba seguro en las decisiones que tomaba como padre, ¿podía tapar sus inseguridades con la confianza demostrada como profesional? ¿O lo que uno daba por seguro siempre sería algo inconsistente, como una pared de papel sobre la que no podía colgarse ningún peso?
– Es sólo por un tiempo-dijo Hugh-. Es lo mejor.
«¿Para quién?», pensó Lewis, pero guardó silencio hasta que oyó que Hugh cerraba la puerta tras él al salir.
Una vez se hubo marchado el catedrático, Lewis levantó de nuevo la tiza. Se quedó mirando las ecuaciones hasta que se le superpusieron unas sobre otras en la visión, y entonces empezó a hacer garabatos con furia, como un compositor ante una sinfonía que avanzara demasiado de prisa para sus dedos. ¿Cómo era que no se había dado cuenta antes? Todo el mundo sabía que si divides la realidad entre las expectativas, obtienes el coeficiente de felicidad. Pero que cuando inviertes la ecuación, las expectativas divididas entre la realidad, no obtienes lo opuesto a la felicidad. El resultado obtenido, comprendió Lewis, era esperanza.
Pura lógica: tomando la realidad como una constante, las expectativas tenían que ser mayores que la realidad para generar optimismo. Por otra parte, un pesimista era una persona cuyas expectativas estaban por debajo de la realidad, una fracción de resultado cada vez más pequeño. De acuerdo con la condición humana, este número se aproximaba a cero sin llegar a alcanzarlo nunca: nunca se renunciaba por completo a la esperanza, que podía volver a subir como la marea a la menor provocación.
Lewis se retiró unos pasos de la pizarra, repasando su obra. Alguien que fuera feliz tendría poca necesidad de esperar un cambio. Pero a la inversa, una persona optimista lo era porque quería creer en algo que fuera mejor de lo que era su realidad.
Se preguntó si habría excepciones a la regla: si las personas felices podían ser personas esperanzadas; si la gente desgraciada habría renunciado a toda expectativa de que las cosas pudieran ser mejores.
Y ello llevó a Lewis a pensar en su hijo.
Allí, de pie delante de la pizarra, se echó a llorar, con las manos y las mangas cubiertas del fino polvo blanco de la tiza, como si se hubiera convertido en un fantasma.
Las oficinas de la Brigada de Locos Informáticos, como Patrick llamaba en tono afectuoso a los técnicos que se introducían en la Red en busca de pornografía o temas relacionados con la actitud antisistema, estaban llenas de computadoras. No sólo el que habían incautado de la habitación de Peter Houghton, sino de unos cuantos más del Instituto Sterling, incluido el de la secretaría general y una remesa de la biblioteca.
– Es un hacha-dijo Orestes, un técnico informático al que Patrick no le habría echado edad suficiente como para haberse acabado la secundaria-. Y no hablamos sólo de programación HTML. El tipo conocía la mierda que tocaba.
Extrajo algunos archivos de las tripas de la computadora de Peter, unos ficheros gráficos que no tenían mucho sentido para Patrick, hasta que el informático pulsó varias combinaciones de teclas y de repente en la pantalla apareció un dragón en tres dimensiones, exhalando fuego.
– ¡Vaya!-exclamó Patrick.
– Ya te digo…Por lo que se ve, el tipo hasta ideó él solito algún que otro videojuego, y los colgó en un par de páginas de Internet, de donde pueden bajárselos otros usuarios e intercambiar opiniones.
– ¿Y en esas páginas no hay registro de mensajes enviados?
– Un respiro, amigo, confía y verás-dijo Orestes, que buscó una de las páginas que tenía ya archivada en Favoritos-. Peter entraba con el alias de Death Wish. Se trata de un…
– …de un grupo de música-concluyó Patrick la frase-. Ya sé comó es el asunto.
– No son sólo un grupo de música-dijo Orestes con tono reverencial, mientras sus dedos volaban sobre el teclado-. Son la voz actual de la conciencia colectiva humana moderna.
– Eso díselo a Tipper Gore.
– ¿A quién?
Patrick se rió.
– Supongo que ya no es de tu época.
– ¿Tú qué solías escuchar cuando eras pequeño?
– A los trogloditas haciendo entrechocar las piedras-contestó Patrick con sarcasmo.
La pantalla se llenó de mensajes de Death Wish. La mayoría de ellos eran opiniones acerca de cómo mejorar determinado diseño, o bien opiniones sobre otros juegos que habían sido subidos a la página. Dos eran citas de letras de canciones de Death Wish.
– Éste es mi favorito-dijo Orestes, que seleccionó el mensaje.
De: Death Wish
A: Hades 1991
Esta ciudad está a punto de reventar. Este fin de semana hay una muestra de artesanía. Esto se va a llenar de viejas brujas que vendrán a enseñar las mamarrachadas que han hecho.
Una muestra de mierdería, tendrían que decir. Pienso esconderme entre los arbustos de los jardines de fuera de la iglesia: prácticas de tiro al blanco mientras crucen la calle…¡Diez puntos por cada vieja! ¡Yu-huuu!
Patrick se recostó en el respaldo de la silla.
– Bueno, eso no prueba nada.
– Ya-dijo Orestes-. Las muestras de artesanía son una angustia, la verdad. Pero mira esto.-Se desplazó sin levantarse de la silla hasta otra terminal, instalada en una mesa-. Se coló en el sistema de seguridad de la red informática del instituto.
– ¿Con qué objeto? ¿Falsificar sus notas?
– Qué va. El programa que configuró atravesó la protección del sistema informático del instituto a las nueve y cincuenta y ocho de la mañana.
– Fue cuando estalló la bomba del coche-murmuró Patrick.
Orestes giró el monitor para que Patrick pudiera verlo.
– Esto es lo que apareció a esa hora en todas y cada una de las pantallas de las computadoras del instituto.
Patrick miró el fondo morado, sobre el que se desplazaban unas letras de color rojo: PREPARADO O NO…ALLÁ VOY.
Jordan estaba sentado ya a la mesa de la sala de entrevistas de la prisión cuando uno de los funcionarios acompañó allí a Peter Houghton.
– Gracias-le dijo al guardián, con los ojos puestos en Peter, quien escudriñó al instante la estancia. Su mirada se detuvo en la única ventana. Era algo que Jordan había visto una y otra vez en los reclusos a los que había representado. Un ser humano podía convertirse muy fácilmente en un animal enjaulado. Era como la cuestión del huevo y la gallina: ¿se volvían animales porque estaban enjaulados…o estaban enjaulados porque eran animales?
– Siéntate-dijo, pero Peter permaneció de pie.
Jordan comenzó a hablar, haciendo caso omiso de ello.
– Quiero exponerte las normas básicas, Peter-dijo-. Todo lo que yo te diga es confidencial. Todo lo que tú me digas a mí también lo es. Yo no puedo decirle a nadie lo que tú me cuentes. Lo que yo te diga es sólo para ti, pero no para los medios de comunicación, la policía, o quien sea. Si alguien intenta ponerse en contacto contigo, llámame inmediatamente, puedes hacerlo a cobro revertido. Como abogado tuyo, soy yo el que habla por ti. De ahora en adelante, yo seré tu mejor amigo, tu madre, tu padre, tu sacerdote. ¿Ha quedado claro?
Peter lo miraba con expresión de ferocidad.
– Como el cristal.
– Muy bien. Entonces-Jordan sacó del maletín una libreta con membrete y un lápiz-, supongo que tendrás algunas preguntas que hacerme. Podemos empezar por ahí.
– No aguanto esto-espetó Peter-. No entiendo por qué tengo que estar aquí.
La mayoría de los clientes de Jordan iniciaban su estancia en la prisión silenciosos y aterrorizados, para muy pronto dar paso a la ira y la indignación. Sin embargo, en aquel momento Peter hablaba como cualquier otro muchacho normal de su edad, como Thomas lo había hecho cuando parecía que el mundo girase a su alrededor y Jordan simplemente daba la casualidad de que vivía en el mismo mundo que él. Sin embargo, el abogado triunfó sobre el padre que había en Jordan, y comenzó a preguntarse si era posible que Peter Houghton no supiera por qué estaba en la cárcel. Jordan era el primero en reconocer que las defensas basadas en alegaciones de demencia raramente salían bien y estaban en exceso sobrevaloradas, pero tal vez el caso de Peter fuera ése en realidad, y por tanto la clave para asegurarle la absolución.
– ¿Qué quieres decir?-le instó a explicarse.
– Son ellos los que me hicieron daño a mí, y ahora me toca cargar con el castigo.
Jordan se recostó en el asiento y se cruzó de brazos. Peter no sentía remordimiento por lo que había hecho, eso estaba claro. En realidad, él se consideraba la víctima.
Y esto era lo más sorprendente de ser abogado defensor: a Jordan no le importaba. En su línea de trabajo no había lugar para los sentimientos personales. Había trabajado con la escoria de la sociedad, con asesinos y violadores que fantaseaban creyéndose mártires. Su trabajo no consistía en creerles o no, ni en juzgarlos. Simplemente, tenía que hacer y decir todo aquello que contribuyera a liberarlos. A pesar de lo que acababa de decirle a Peter, él no era un clérigo, ni un psiquiatra, ni un amigo para su cliente. Él no era nada más que un asesor político.
– Bien-dijo Jordan con voz inalterable-, es preciso que entiendas la postura de las autoridades de la prisión. Para ellos, eres un asesino.
– Pues entonces son todos unos hipócritas-dijo Peter-. Si vieran una cucaracha, la aplastarían, ¿no es verdad?
– ¿Es así como definirías lo sucedido en el instituto?
Peter desvió la mirada.
– ¿Sabe que no me dejan leer revistas?-dijo-. Ni siquiera puedo salir al patio exterior como los demás.
– No estoy aquí para que me des cuenta de tus quejas.
– ¿Para qué está aquí?
– Para ayudarte a salir-dijo Jordan-. Y si quieres que eso suceda, tienes que hablar conmigo.
Peter se cruzó de brazos y pasó la vista de la camisa de Jordan a su corbata y a sus lustrosos zapatos negros.
– ¿Por qué? En realidad le importo un carajo.
Jordan se levantó y guardó la libreta de notas en el maletín.
– ¿Sabes una cosa?, tienes razón. En realidad me importas un carajo. Lo único que intento es hacer mi trabajo, porque, a diferencia de a ti, a mí el Estado no me va a pagar el alojamiento ni la comida todo el resto de mi vida.
Dio un paso en dirección a la puerta, pero lo retuvo el sonido de la voz de Peter.
– ¿Por qué a todo el mundo le afecta tanto que esos imbéciles estén muertos?
Jordan se volvió lentamente, tomando buena nota de que la amabilidad no había servido de mucho con Peter; ni tampoco la voz de la autoridad. Lo único que lo había hecho reaccionar había sido la pura y simple rabia.
– Lo que quiero decir es que todo el mundo les llora…y eran unos imbéciles. Ahora todos dicen que les he arruinado la vida, pero a nadie parecía importarle cuando era mi vida la que estaban arruinando.
Jordan se sentó en el borde de la mesa.
– ¿Cómo te arruinaban la vida?
– ¿Por dónde quiere que empiece?-replicó Peter con amargura-. ¿Por el jardín de infantes, cuando la maestra nos traía el desayuno, y alguno de ellos me apartaba la silla para que me cayera al suelo y los demás se partieran de risa? ¿O en segundo curso, cuando me metían la cabeza en el inodoro y tiraban de la cadena una y otra vez, porque sabían que podían hacerlo sin que les dijeran nada? ¿O aquella vez que me dieron una paliza cuando volvía a casa del colegio y tuvieron que darme puntos?
Jordan tomó la libreta y anotó: PUNTOS.
– ¿A quiénes te refieres cuando dices ellos?
– A un montón de chicos-dijo Peter.
«¿Esos a los que querías matar?», pensó Jordan, pero no lo preguntó.
– ¿Por qué crees que la tomaban contigo?
– ¿Porque son unos imbéciles? Yo qué sé. Son como una jauría de perros. Tienen que hacer que otro se sienta una mierda para poder sentirse ellos bien.
– ¿Qué hacías tú para intentar cambiar las cosas?
Peter resopló.
– Por si no se ha dado cuenta, Sterling no es precisamente una metrópolis. Aquí todo el mundo se conoce. En el instituto te acabas encontrando a los mismos chicos que te encontrabas en los columpios del patio cuando ibas a preescolar.
– ¿Y no podías apartarte de su camino?
– Yo tenía que ir al colegio-dijo Peter-. Le sorprendería lo pequeño que es un instituto cuando pasas allí dentro ocho horas al día.
– Entonces, ¿se metían contigo también fuera de la escuela?
– Cuando me encontraban-dijo Peter-. Si estaba solo.
– ¿Te hostigaban?-le preguntó Jordan-. Me refiero a llamadas telefónicas, cartas, amenazas…
– Sí, a través de la computadora-dijo Peter-. Me mandaban mensajes instantáneos, diciéndome que no era nadie, cosas así. Interceptaron un correo electrónico que yo había mandado y lo reenviaron a todo el instituto…burlándose…-Miró hacia otro lado y guardó silencio.
– ¿Por qué?
– Era…-Sacudió la cabeza en señal de negación-. No quiero hablar de eso.
Jordan anotó algo en la libreta.
– ¿Le contaste alguna vez a alguien lo que pasaba? ¿A tus padres? ¿A los profesores?
– A nadie le importaba una mierda-dijo Peter-. Te dicen que no hagas caso. Te dicen que estarán vigilando para que no vuelva a suceder, pero luego no vigilaban.-Fue hasta la ventana y colocó las palmas de las manos contra el cristal-. En primer curso había una chica que tenía esa cosa, esa enfermedad que se te sale la columna por fuera del cuerpo…
– ¿Espina bífida?
– Eso. Iba en silla de ruedas y no podía levantarse ni hacer nada, y antes de que entrara en clase, el profesor nos dijo que teníamos que tratarla como si fuera como el resto de nosotros. Pero no era como el resto de nosotros, y todos lo sabíamos, y ella lo sabía. ¿Teníamos que mentirle a la cara, entonces?-Peter sacudió la cabeza-. Todo el mundo dice que está muy bien ser diferente, y se supone que Estados Unidos tiene que ser esa mezcla de todo, pero eso ¿qué cuernos significa? Si tiene que ser una mezcla de todo, entonces es que todo el mundo tiene que acabar siendo igual, ¿no?
Jordan se sorprendió pensando en su hijo Thomas, en su adaptación a la escuela secundaria. Ellos se habían trasladado de Bainbridge a Salem Falls, donde había una población escolar lo bastante reducida como para que las camarillas hubieran desarrollado ya sus gruesas paredes celulares a prueba de intrusos. Durante un tiempo, Thomas se convirtió en un camaleón. Cuando volvía del instituto se refugiaba en su habitación, y salía de allí convertido en jugador de fútbol, en actor o en loco por las mates. Tardó varias mudas de su piel de adolescente en encontrar un grupo de amigos que le dejara ser la persona que él era. A partir de entonces, el resto del paso de Thomas por la enseñanza secundaria fue bastante tranquilo. Pero ¿y si no hubiera encontrado a aquel grupo de amigos? ¿Y si hubiera seguido desprendiéndose de capas de sí mismo hasta quedarse sin nada dentro?
Como si le hubiera leído el pensamiento, Peter se quedó mirándolo fijamente:
– ¿Tiene hijos?
Jordan no hablaba de su vida personal con los clientes. Su relación con ellos se reducía a los límites de los tribunales, y nada más. En las contadas ocasiones en que, durante su carrera, había roto esta regla no escrita, había estado a punto de hundirse, tanto personal como profesionalmente. Sin embargo, miró a Peter a los ojos y dijo:
– Dos. Un bebé de seis meses y el mayor, que está en Yale.
– Entonces lo ha conseguido-dijo Peter-. Todo el mundo quiere que su hijo vaya a Harvard, o que sea quarterback de los Patriots. No hay nadie que mire a su bebé y piense: «Oh, cuánto me gustaría que cuando mi hijo se haga mayor sea un freak. Que entre cada día en el instituto rezando para que nadie se fije en él». Pero ¿sabe una cosa?, todos los días hay chicos a los que les pasa eso.
Jordan se encontró sin respuesta. Una línea muy delgada separaba ser único de ser raro, en aquello que hacía que un niño, al crecer, fuera adaptándose, como Thomas, o se convirtiera en una persona inestable, como Peter. ¿Todo adolescente caía inevitablemente a uno u otro lado de esta cuerda floja; y era posible darse cuenta antes de que perdiera el equilibrio?
Pensó de pronto en Sam, cuando Jordan le había cambiado el pañal aquella misma mañana. El bebé se había agarrado los dedos del pie, fascinado de haberlos encontrado, y al instante se había metido el pie en la boca.
– Míralo-había bromeado Selena por encima de su hombro-, de tal palo tal astilla.
Al acabar de vestir a Sam, Jordan se había quedado maravillado al pensar en el misterio que debía de constituir la vida para alguien tan pequeño. Se imaginó un mundo enormemente grande en comparación consigo mismo. Se imaginó despertándose una mañana y descubriendo una parte de él que ni siquiera sabía que existía.
Cuando no encajas, te vuelves sobrehumano. Puedes sentir los ojos de todos los demás clavados en ti, como el Velcro. Eres capaz de oír una murmuración sobre ti a un kilómetro de distancia. Eres capaz de desaparecer, aun cuando parezca que sigues ahí. Eres capaz de gritar, sin que nadie oiga nada.
Eres el mutante caído en el barril de ácido, el bufón que ya no puede quitarse la máscara, el hombre biónico que ha perdido todos sus miembros y nada de su corazón.
Eres esa criatura que una vez fue normal, pero que de eso hace tanto tiempo, que ya no recuerdas cómo era.