A pesar de que el informe de la investigación de Patrick Ducharme había estado en la mesa del despacho de Diana desde diez días después del tiroteo, la fiscal no lo había mirado. Primero había tenido que coordinar la audiencia de una probable causa, y después había estado frente a un gran jurado, intentando que condenaran a un acusado. Así que acababa de empezar a mirar los análisis de las huellas dactilares, de balística y de manchas de sangre, y todos los informes policiales originales.
Pasó toda la mañana repasando el tiroteo y organizando mentalmente su discurso de forma paralela al camino destructivo que había recorrido Peter Houghton, siguiendo los movimientos de una víctima a otra. La primera a quien disparó fue Zoe Patterson, en la escalera de la escuela. Alyssa Carr, Angela Phlug, Maddie Shaw. Courtney Ignatio. Haley Weaver y Brady Price. Lucia Ritolli, Grace Murtaugh.
Drew Girard.
Matt Royston.
Más.
Diana se quitó los anteojos y se frotó los ojos. Un libro de muertos, un mapa de heridos. Y éstos sólo aquellos cuyas heridas habían sido lo suficientemente graves como para dejarlos ingresados en el hospital. Había docenas de alumnos a los que se había curado y mandado a casa. Cientos cuyas cicatrices estaban enterradas demasiado profundamente como para que se vieran.
Diana no tenía hijos; en su posición, los hombres que conocía, o bien eran criminales, lo cual era repugnante, o abogados defensores, aún peores. Sin embargo, tenía un sobrino de tres años a quien habían llamado la atención en la guardería por apuntar con el dedo a un compañero y decirle «¡Pum! Estás muerto». Cuando su hermana la llamó indignada, contándoselo, ¿pensó Diana que su sobrino se convertiría de mayor en un psicópata? Ni por un momento. Era sólo un niño que tenía ganas de jugar.
¿Pensaron lo mismo los Houghton?
Diana miró la lista de nombres que tenía delante. Su trabajo consistía en buscar una relación entre todos ellos, pero lo que tenía que hacer de verdad era trazar antes una línea: el momento clave en que la mente de Peter Houghton había cambiado, lentamente, del ¿y si? al cuándo.
Su mirada se dirigió a otra lista, una del hospital. Cormier, Josie. Según el expediente médico, la chica-de diecisiete años-había ingresado durante la noche en observación, después de sufrir un desvanecimiento; tenía una laceración en la cabeza. La firma de su madre estaba al final del formulario de consentimiento para los análisis de sangre: Alex Cormier.
«No podía ser».
Diana se hundió en su silla. Nunca se desea ser quien le diga a un juez que se recuse a sí mismo. Es decirle que se duda de su imparcialidad, y como Diana tendría pasar por el juzgado de la jueza Cormier unas cuantas veces más en el futuro, quizá obrar así no fuera lo mejor para su carrera. Pero la jueza Cormier sabía que no podría dirigir el caso con imparcialidad. No con una hija que era uno de los testigos. Aunque no hubieran disparado a Josie, había resultado herida durante el tiroteo. La jueza Cormier se recusaría, seguro. Así que no había de qué preocuparse.
Diana volvió su atención a la documentación que tenía sobre la mesa, leyendo hasta que las letras se le volvieron borrosas. Hasta que Josie Cormier fue sólo otro nombre.
De regreso a casa desde el juzgado, Alex pasó por el memorial improvisado que habían erigido en memoria de las víctimas del Instituto Sterling. Había cruces blancas de madera, aunque uno de los chicos muertos-Justin Friedman-era judío. Las cruces no estaban cerca de la escuela, sino en un recodo de la carretera 10, en una zona encharcada del río Connecticut. En los días posteriores al tiroteo, algunos de los que habían ido a llorar allí a los muertos, a las cruces habían añadido fotografías, ositos de peluche y ramos de flores.
Alex paró el coche a un lado de la carretera. No sabía por qué lo hacía entonces, por qué no había parado antes. Sus talones se hundieron en la hierba esponjosa. Se cruzó de brazos y se acercó al lugar.
No estaban en un orden concreto, y el nombre de cada estudiante muerto estaba inscrito en la cruceta de madera. Courtney Ignatio y Maddie Shaw tenían las cruces juntas. Las flores que había junto a las señales se habían marchitado y los envoltorios verdes se estaban pudriendo en el suelo. Alex se arrodilló y acarició un poema desvaído que estaba clavado en la cruz de Courtney.
Courtney y Maddie habían ido a pasar la noche a su casa varias veces. Alex recordaba haber encontrado a las chicas en la cocina, comiendo masa de galletas cruda en lugar de cocinarla, y con cuerpos tan fluidos como olas al moverse. Recordó lo celosa que se sintió al verlas, tan jóvenes, sabiendo que aún no habían cometido ningún error que pudiera cambiar sus vidas. Alex se ruborizó, disgustada: al menos ella aún tenía una vida que cambiar.
Sin embargo, se echó a llorar al ver la cruz de Matt Royston. Apoyada sobre la base blanca de madera había una foto enmarcada, que habían puesto dentro de una bolsa de plástico para que las inclemencias del tiempo no la estropearan. En ella se veía a Matt, con aquellos ojos tan brillantes que tenía, y un brazo alrededor del cuello de Josie.
Josie no miraba a la cámara, sino a Matt. Como si no pudiera ver nada más.
Parecía más seguro llorar frente al memorial improvisado que en casa, donde Josie podría oírla. No importaba lo calmada que hubiese estado-por el bien de Josie-, la única persona a quien no podía engañar era a sí misma. Podía regresar a su rutina diaria, se podía decir a sí misma que Josie era una de las personas con suerte, pero cuando estaba sola en la ducha, o en estado de vigilia antes de dormirse profundamente, Alex se sobresaltaba; del mismo modo que ocurre cuando evitas un accidente y paras en la cuneta para ver si aún estás entera.
La vida era lo que ocurría cuando todos los ¿y si? no ocurrían, cuando lo que soñabas, esperabas o-en este caso-temías que pudiera ocurrir, no ocurría, es decir, pasaba de largo. Alex ya había pasado muchas noches pensando en la buena fortuna, en por qué era tan fina como un velo, en cómo se puede pasar perfectamente de un lado al otro. La cruz que tenía ante las rodillas podría ser perfectamente la de Josie, y el memorial de Josie el que tuviera esa foto. Un tic de la mano de la persona que disparó, un paso mal dado, una bala rebotada, y todo habría sido diferente.
Alex se irguió y respiró profundamente. Mientras volvía al coche, vio el pequeño agujero donde había habido una undécima cruz. Después de colocar las diez primeras cruces, alguien puso otra con el nombre de Peter Houghton. Noche tras noche habían arrancado o destrozado la cruz. Se habían publicado editoriales en el periódico local. ¿Merecía Peter Houghton una cruz estando vivo? Hacer un memorial con su nombre, ¿era símbolo de tragedia o de comedia? Finalmente, quien ponía la cruz por Peter Houghton decidió dejarlo correr y ya no la volvió a clavar.
Mientras Alex volvía a sentarse en el coche se preguntó cómo-antes de parar allí-podía haber olvidado que alguien, en algún momento, consideró que Peter Houghton también era una víctima.
Desde el día fatal, Lacy, como ella misma solía decir, había parido tres niños. Cada vez, aunque el parto hubiese ido bien, había habido algún problema. No por parte de la madre, sino de la partera. Cuando Lacy entraba en la sala de partos, se sentía envenenada, demasiado negativa como para ser la persona que tenía que ayudar a nacer a un nuevo ser. Sabía lo que era parir y había ayudado a esas madres en ese trance y posteriormente, pero en el momento de la verdad, el momento de cortar el cordón umbilical con el hospital y volver al hogar, Lacy siempre daba el consejo equivocado. En lugar de decirles tópicos como «Deja que mame tanto como quiera» o «No lo tengas mucho en brazos», les había dicho la verdad: «Este niño que tanto han estado esperando no es como lo imaginan. Son mutuamente unos extraños, y seguirán siéndolo durante años a partir de ahora».
Tiempo atrás, Lacy solía tumbarse en la cama y fantasear sobre cómo habría sido su vida si no hubiese sido madre. Entonces recordaba a Joey trayéndole un ramo de dientes de león y tréboles; a Peter durmiéndose sobre su pecho con la cola de su trenza entre las manos. Revivía lo duro de la tarea, el cansancio, y recordaba aquel mantra que tanto le había funcionado: «Cuando esté hecho, estará hecho». La maternidad había pintado de colores más brillantes el mundo de Lacy. Le había proporcionado la grata satisfacción de creer que su vida no podía ser más completa. De lo que no se había dado cuenta era de que, a veces, cuando tu visión es tan clara y aguda, te puede cortar. De que la contrapartida de tanta plenitud puede ser el vacío más absoluto.
No se lo había dicho a sus pacientes-cielos, ni siquiera a Lewis-, pero aquellas veces, cuando estaba tumbada en la cama pensando cómo habría sido su vida de no haber sido madre, se vio bloqueada de repente por un par de amargas palabras: «más fácil».
Lacy estaba en su consulta. Ya había visitado a cinco pacientes e iba por la sexta. Janet Isinghoff, ponía en el expediente. Aunque la llevaba otra partera, la política del grupo era que todas las mujeres debían conocer a todas las parteras, porque nunca sabías cuál te iba a tocar en el momento del parto.
Janet Isinghoff tenía treinta y tres años. Estaba embarazada de pocos meses y tenía un historial familiar de diabetes. Había sido hospitalizada una vez por una apendicitis, tenía un poco de asma y, en general, estaba bien de salud. Estaba de pie, frente a la puerta de la sala de reconocimiento hablando acaloradamente con la enfermera de obstetricia:
– No importa-decía Janet-. Si tiene que ser así, me voy a otro hospital.
– Ésa es nuestra manera de trabajar-le explicaba Priscilla.
Lacy sonrió.
– ¿Puedo ayudarle en algo?
Priscilla se volvió, poniéndose entre Lacy y la paciente.
– No pasa nada.
– Pues no lo parecía-respondió.
– No quiero que mi bebé sea traído al mundo por una mujer cuyo hijo es un asesino-espetó Janet.
Lacy sintió cómo se le caía el alma a los pies. Se quedó casi sin aliento.
Priscilla se puso colorada.
– Señora Isinghoff, creo que puedo hablar en nombre de todo el equipo de obstetricia, y le puedo asegurar que Lacy es…
– Está bien-murmuró Lacy-. Lo entiendo.
Las otras enfermeras y parteras miraban sorprendidas lo que estaba ocurriendo. Lacy sabía que la defenderían. Le dirían a Janet Isinghoff que si quería podía buscar otra partera, y le explicarían que Lacy era una de las mejores y más veteranas de todo New Hampshire. Pero en realidad eso era lo que menos importaba. El problema no era que Janet Isinghoff quisiera a otra partera para traer a su hijo al mundo, era que, cuando Janet se marchara, al día siguiente o al otro otra mujer sacaría la misma incómoda historia. ¿Quién querría que las primeras manos que tocaran a su hijo fuesen las mismas que habían ayudado a cruzar la calle a un asesino, las mismas que lo habían cuidado cuando estaba enfermo, las que le habían mecido para que se durmiese?
Lacy atravesó por el vestíbulo hacia la puerta de incendios y subió los peldaños de dos en dos. A veces, cuando tenía un día difícil, se refugiaba en la azotea del hospital. Se tumbaba en el suelo y miraba hacia el cielo, imaginando que estaba en algún otro lugar de la Tierra.
El juicio era una pura formalidad. Peter sería declarado culpable. Por otro lado, no importaba lo que dijera para convencerse a sí misma, o a Peter. Lo sucedido estaba allí, entre ellos, y luego estaban aquellas terribles visitas a la cárcel, indescriptibles. A Lacy le parecía que era como encontrarse con alguien a quien no hubiera visto durante un tiempo, y ver que había perdido el pelo y que no tenía cejas: sabría que estaba sufriendo la agonía de la quimioterapia, pero intentaría creer que no era así, porque de esa manera todo sería más fácil para los dos.
Lo que le habría gustado decir a Lacy, si hubiese tenido la oportunidad de hacerlo, era que la acción de Peter había sido tan sorprendente para ella-tan devastadora para ella-como para todo el mundo. Ella también había perdido a su hijo ese día. No sólo físicamente, en el correccional, sino también personalmente, porque el chico que ella conocía había desaparecido, tragado por aquella bestia a la que no reconocía; capaz de unos actos que su mente no podía concebir.
Pero ¿y si Janet Isinghoff tuviera razón? ¿Y si Lacy hubiera dicho o hecho algo…o dejado de decir o hacer…que llevara a Peter a cometer esa acción? ¿Se puede odiar a un hijo por lo que ha hecho, y aun así, quererlo por quien ha sido?
La puerta se abrió, y Lacy se dio la vuelta. Nadie acostumbraba a subir hasta allí, pero pocas veces había dejado a sus compañeras tan preocupadas. No era Priscilla ni ninguna de sus colegas: Jordan McAfee apareció en el umbral con un montón de papeles en la mano. Lacy cerró los ojos.
– Perfecto.
– Sí, eso es lo que me dice mi mujer-dijo acercándosele con una amplia sonrisa en su cara-. O quizá es lo que me gustaría que me dijera…Su secretaria me dijo que la encontraría aquí, y…Lacy, ¿está bien?
Lacy asintió, y después movió la cabeza. Jordan la tomó por el brazo y la acompañó hasta una silla plegable que alguien había dejado allí.
– ¿Un mal día?
– Se puede decir que sí-contestó Lacy.
Intentó que Jordan no notara que había llorado. Era estúpido, lo reconocía, pero no quería que el abogado de Peter pensara que era de ese tipo de personas a las que había que tratar con guantes. Si no, no le contaría la verdad sobre Peter, y eso era precisamente lo que ella quería oír.
– Necesito que firme unos papeles…pero puedo pasar más tarde…
– No-dijo Lacy-. Está…bien.
Mejor que bien, pensó. Era agradable estar sentada junto a alguien que creía en Peter, incluso si le estaba pagando para que así fuera.
– ¿Puedo hacerle una pregunta profesional?
– Por supuesto.
– ¿Por qué es tan fácil para la gente culpabilizar a alguien?
Jordan se sentó frente a ella, en uno de los bajos bordes de la azotea. Eso la puso nerviosa. Pero no quiso exteriorizarlo, porque no quería que pensara que era una persona frágil.
– La gente necesita un chivo expiatorio-dijo-. Forma parte de la naturaleza humana. Eso es lo más complicado que tenemos que afrontar los abogados defensores, porque, a pesar de la presunción de inocencia, el hecho de detener a alguien hace que la gente crea que es culpable. ¿Sabe usted cuántas veces la policía ha tenido que liberar a un presunto culpable que ha resultado ser inocente? Lo sé, es de locos. Pero ¿cree usted que se disculpan ante la familia, amigos y compañeros de trabajo por el error? En absoluto, sólo dicen: «Nos hemos equivocado».
La miró a los ojos.
– Sé que es duro leer todas esas noticias que culpan a Peter incluso antes de que empiece el juicio, pero…
– No es a Peter-dijo Lacy en voz baja-. Me culpan a mí.
Jordan asintió con la cabeza, como si hubiera estado esperando el comentario.
– No ha sido culpa de la educación que le hemos dado. Lo hizo a pesar de ello-dijo Lacy-. Usted tiene un hijo, ¿verdad?
– Sí. Sam.
– ¿Qué ocurriría si su hijo se convirtiera en alguien que usted nunca pensó que pudiera llegar ser?
– Lacy…
– ¿Qué pasaría si un día le dice que es gay?
Jordan se encogió de hombros.
– ¿Y qué?
– ¿Y si decidiera convertirse al islam?
– Sería su elección.
– ¿Y si se convirtiera en un suicida?
Jordan la interrumpió.
– No quiero pensar en nada de eso, Lacy.
– No-contestó ella mirándolo fijamente-. Yo tampoco quería.
Philip O’Shea y Ed McCabe llevaban juntos casi dos años. Patrick miraba las fotografías que había en la repisa de la chimenea con los dos hombres abrazados, y al fondo las Canadian Rockies, o un palacio hecho de maíz, o la Torre Eiffel.
– Nos gustaba escaparnos-dijo Philip mientras le servía a Patrick un vaso de té helado-. A veces, para Ed era más fácil escapar que quedarse aquí.
– ¿Y eso por qué?
Philip se encogió de hombros. Era un hombre alto y delgado, con unas pecas que aparecían cuando se ruborizaba.
– Ed no le contaba a nadie…nada de su vida. Y, para ser honestos, tener secretos en un pueblo pequeño es lo peor.
– Señor O’Shea…
– Philip, por favor.
Patrick asintió.
– Me pregunto si Ed te mencionó alguna vez el nombre de Peter Houghton.
– Fue profesor suyo, ya sabes.
– Sí, bueno…más que eso.
Philip lo llevó a un porche cubierto donde había unas sillas de mimbre. Cada una de las estancias de la casa que había visto parecía sacada de una revista: las almohadas reposaban en un ángulo de cuarenta y cinco grados; había unos jarrones con unas perlas de vidrio en su interior; las plantas estaban todas en flor. Patrick pensó en su salón, en la tostada que había metida entre los cojines del sofá y que seguramente se estaba pudriendo. Quizá estaba mitificando aquella casa comparándola con la suya, que era un desastre, pero la verdad es que la firma de Martha Stewart estaba por todos lados.
– Ed habló con Peter-dijo Philip-. Al menos, lo intentó.
– ¿Acerca de qué?
– Sobre lo de ser una alma perdida, creo. Los adolescentes siempre están intentando adaptarse al mundo. Si no te adaptas al mundo normal, lo intentas en el mundo de los deportes. Si eso tampoco funciona, pasas al drama…y de ahí, a las drogas-dijo-. Ed creyó que Peter estaba intentando adaptarse al mundo de los gays y las lesbianas.
– ¿Y le dijo si era gay?
– No. Ed no le quiso sonsacar nada. Todos sabemos lo difícil que era entender según qué cosas cuando teníamos su edad. Muertos de miedo de que un día apareciera otro chico gay que revelara el secreto.
– ¿Crees que Peter podía estar preocupado por si Ed descubría algo?
– Sinceramente, lo dudo, en especial en el caso de Peter.
– ¿Por qué?
Philip sonrió.
– ¿Has oído algo sobre la habilidad que tienen algunos de distinguir si un chico es gay o no?
Patrick se sonrojó. Se sintió como si un afroamericano le hubiese explicado un chiste racista simplemente porque le apetecía.
– Me lo imagino.
– Un gay no lo lleva escrito en la frente. No es como tener un color de piel diferente o una incapacidad física. Puedes ver un amaneramiento en su forma de hacer. Llegas a captar si alguien te mira porque es gay o porque eres gay.
Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, Patrick se había apartado ligeramente de Philip, quien empezó a reír.
– Relájate. Ya veo por tus vibraciones cuáles son tus gustos-dijo, mirando a Patrick-. Igual que Peter Houghton.
– No te entiendo…
– Peter podía estar confundido con su sexualidad, pero Ed lo tenía muy claro-dijo Philip-. Ese chico es heterosexual.
Peter entró por la puerta de la sala de entrevistas, inquieto.
– ¿Por qué no ha venido a verme?
Jordan levantó la vista del cuaderno en el que estaba escribiendo unas notas. Observó, de manera distraída, que Peter había puesto kilos, y músculos.
– He estado ocupado.
– Pues yo ya ve. No me he movido de aquí.
– Sí, y me estoy dejando la piel para que no sea así para siempre-contestó Jordan-. Siéntate.
Peter frunció el cejo y se sentó.
– ¿Y qué pasa si hoy no tengo ganas de hablar? Al parecer a usted no le apetece mucho hablar conmigo.
– Peter, ¿por qué no paras de decir tonterías y me dejas hacer mi trabajo?
– Como si me importara si puede hacer su trabajo o no.
– Pues debería importarte-contestó Jordan-. Es en beneficio tuyo.
«Cuando todo esto acabe-pensó Jordan-, o me satanizan o me santifican».
– Quiero que hablemos sobre los explosivos-dijo-. ¿Dónde pueden conseguirse?
– www.boom.com-contestó Peter.
Jordan se lo quedó mirando.
– Bueno, tampoco he exagerado tanto-dijo Peter-. Quiero decir que El libro de cocina del anarquista se puede encontrar en la Red. Explica unas cien maneras de hacer cócteles molotov.
– No encontraron ningún cóctel molotov en la escuela. Encontraron explosivos plásticos con una cabeza detonadora y un temporizador.
– Sí-dijo Peter-. Exacto.
– Digamos que quiero elaborar una bomba con cosas que tengo por casa. ¿Qué utilizaría?
Peter se encogió de hombros.
– Periódicos. Cualquier fertilizante de plantas, algodón, y algo de combustible diésel, pero probablemente tendrías que ir a la gasolinera para conseguirlo, de manera que, técnicamente, no lo tendrías en casa.
Jordan le observaba mientras contaba los componentes. Había algo en la voz de Peter que asustaba, pero lo peor era su tono: Peter estaba orgulloso.
– Ya lo has hecho antes, ¿verdad?
– La primera vez que me puse a construir una, lo hice por probar.
La voz de Peter era cada vez más animada.
– Después hice unas cuantas más. De esas que tiras y sales corriendo.
– ¿Y qué tenía la que encontraron de diferente?
– Los componentes. Tienes que obtener el clorato de potasio de los blanqueadores, lo cual no es tarea fácil, pero es como estar en clase de química. Mi padre entró en la cocina cuando estaba filtrando los cristales-explicó Peter-. Y le dije que estaba haciendo los deberes de una clase optativa.
– Dios mío.
– De todas formas, después de hacer eso aún necesitaba vaselina; la guardábamos en el cuarto de baño, bajo el lavatorio. Y el gas lo saqué de una pequeña cocina de camping. Y la cera, de esa que se utiliza para envasar conservas. Estaba un poco asustado por lo de la cabeza detonadora-dijo Peter-. Nunca había hecho algo tan grande antes. Pero, ya sabe, cuando empecé a preparar el plan…
– Basta-lo interrumpió Jordan-. No me cuentes nada más.
– Usted ha preguntado-dijo Peter, contrariado.
– Pero eso es algo que no puedo oír. Yo tengo que intentar que te absuelvan, y no puedo mentirle al jurado. En cambio, tampoco puedo mentir sobre algo que desconozco. Y, ahora mismo, todavía puedo decir honestamente que no planeaste nada de lo que ocurrió ese día. Me gustaría dejarlo así, y si tienes algún instinto de supervivencia tú también lo harás.
Peter se acercó a la ventana. El cristal estaba sucio, y lleno de rasguños por el paso de los años. «¿De qué serán esos rasguños?-se preguntó Jordan-. ¿De algún recluso que quería salir de aquí?». Peter no podía ver que la nieve ya se había fundido, que las primeras plantas habían encontrado su camino para asomar la cabeza. Quizá fuese mejor así.
– He estado yendo a la iglesia-dijo Peter.
Jordan no era muy religioso, pero aceptaba las creencias de los demás.
– Me parece una buena idea.
– Lo hago porque así me dejan salir de mi celda y puedo ir al baño-puntualizó Peter-. No porque quiera hablar con Jesucristo o algo así.
– De acuerdo.
Se preguntó qué tenía que ver todo aquello con los explosivos o con cualquier otra cosa relacionada con la defensa de Peter. Francamente, Jordan no tenía tiempo para discutir filosóficamente con él sobre la naturaleza de Dios-había quedado con Selena en dos horas para repasar algunos testigos de la defensa-, pero había algo que le hacía resistirse a cortar su conversación con Peter.
Éste se volvió hacia él.
– ¿Crees en el infierno?
– Sí. Está plagado de abogados defensores. Pregunta a cualquier fiscal.
– No, hablo en serio-dijo Peter-. Apuesto a que iré de cabeza.
Jordan forzó una sonrisa.
– No apuesto a nada que no pueda ganar.
– El padre Moreno, creo que así se llama el cura que está a cargo de la iglesia, dice que si aceptas a Jesús y te arrepientes, estás perdonado…La religión es algo gratuito y gigantesco que te absuelve de todo. Pero eso no puede ser cierto…porque el padre Moreno también dice que la vida de todos nosotros sirve para algo…¿y qué hay de los diez chicos que murieron?
Jordan lo sabía mejor que él, pero aún le quedaba una pregunta por hacerle a Peter.
– ¿Por qué lo dices de ese modo?
– ¿De qué modo?
– «Los diez chicos que murieron». Como si se tratara de un proceso natural.
Peter frunció el cejo.
– Porque lo fue.
– ¿Cómo?
– Imagino que como los explosivos. Una vez enciendes la mecha, o bien destruyes la bomba…o la bomba lo destruye todo.
Jordan se levantó y dio un paso hacia adelante en dirección a su cliente.
– ¿Quién encendió la mecha, Peter?
Peter alzó la mirada.
– ¿Quién no?
Josie pensaba en sus amigos que se habían quedado atrás. A Haley Weaver la habían enviado a Boston para una intervención de cirugía plástica. John Eberhard estaba en rehabilitación, leyendo libros infantiles y aprendiendo a beber con una paja. Matt, Courtney y Maddie se habían ido para siempre. Eso dejaba a Josie, Drew, Emma y Brady: una pandilla disminuida hasta tal punto que difícilmente se la podía seguir llamando así.
Estaban en el sótano de Emma, mirando un DVD. A eso se limitaba su vida social aquellos días, porque Drew y Brady seguían con vendas y escayolas y, además, aunque ninguno de ellos quisiera reconocerlo en voz alta, ir a donde solían ir les recordaba a los que faltaban.
Brady había traído la película. Josie no podía ni recordar el título, pero era una de esas en la estela de American Pie, con la esperanza de llenar los cines presentando chicas desnudas, chicos atrevidos y lo que fuera que Hollywood imaginase acerca de los adolescentes, y mezclándolo todo en una especie de ensalada universal. En ese momento, una persecución de coches ocupaba la pantalla. El personaje principal estaba gritando sobre un puente levadizo que se iba abriendo lentamente.
Josie sabía que conseguiría pasar. En primer lugar, era una comedia. En segundo lugar, nadie se atreve a matar al protagonista antes de que la historia termine. En tercer lugar, su profesor de física había usado esa misma película para demostrar científicamente que, dada la velocidad del coche y la trayectoria de los vectores, el actor podía saltar el puente de verdad, a menos que soplara viento.
Josie también sabía que la persona del coche no era el actor de verdad, sino un doble que había hecho eso miles de veces. Pero aun así, a medida que veía desarrollarse la acción en la pantalla del televisor, vio algo completamente diferente: el parachoques del coche golpeando el lado opuesto del puente que se abría, y el giro del vehículo en el aire para luego golpear el agua y hundirse.
Los adultos siempre estaban diciendo que los adolescentes conducían muy rápido, o se emborrachaban, o no usaban condones porque se creían intocables. Pero la verdad era que podías morir en cualquier momento. Brady podía sufrir una apoplejía en el campo de fútbol, como esos jóvenes atletas de instituto que, de pronto, se desploman muertos. A Emma le podía caer un rayo. Drew podía entrar en un instituto normal un día anormal.
Josie se levantó
– Tengo que tomar aire-murmuró, y se apresuró por la escalera del sótano hasta salir por la puerta delantera de la casa de Emma. Se sentó en el porche y miró al cielo, a dos estrellas gemelas. Cuando eres adolescente no eres intocable. Eres estúpido.
Oyó que la puerta se abría y se cerraba.
– Eh-dijo Drew sentándose junto a ella-, ¿estás bien?
– Sí, estoy bien.
Josie forzó una sonrisa. No muy lograda, como papel de pared que no se hubiese alisado bien. Pero lo había perfeccionado tanto-fingir una sonrisa-que era su segunda naturaleza. ¿Quién lo iba a decir? Al fin y al cabo, había heredado algo de su madre.
Drew tomó una hoja de hierba y se puso a henderla en hilos con el pulgar.
– Eso es lo que yo le digo al loquero del instituto cuando me llama para preguntarme cómo estoy.
– No sabía que también te llamara.
– Creo que llama a todos los que estuvimos, ya sabes, cerca…
Él dejó la frase por terminar. ¿Cerca de los que no salieron con vida? ¿Cerca del que disparó? ¿Cerca de palmarla?
– ¿Crees que hay alguien que le diga al loquero algo que sea verdad?-preguntó Josie.
– Lo dudo. Él no estuvo allí ese día. No puede entenderlo.
– ¿Lo entiende alguien?
– Tú. Yo. Las del piso de abajo-dijo Drew-. Bienvenida al club en el cual nadie quiere ingresar. Eres miembro de por vida.
Josie no quería, pero entre las palabras de Drew, el chico estúpido de la película que intentaba saltar el puente y la manera en que las estrellas le punteaban la piel, como inyecciones de una enfermedad terminal, la hicieron llorar. Drew la abrazó con el brazo bueno y ella se apoyó en él. Cerró los ojos y apretó la cara contra la franela de su camisa. Le resultaba familiar, como si hubiera vuelto a su cama tras años de circunnavegar en globo y encontrarse con que el colchón todavía se adaptaba a su cuerpo. Aun así, la tela de esa camisa no olía como la otra. El chico que la sostenía no era del mismo tamaño, ni tenía la misma forma, ni era el mismo chico.
– No creo que pueda-susurró Josie.
Inmediatamente, Drew se apartó de ella. Se había ruborizado y no podía mirar a Josie a los ojos.
– No era mi intención. Tú y Matt…-Se le apagó la voz-. Bueno, sé que todavía le perteneces.
Josie miró al cielo y asintió a sus palabras; como si eso fuera lo que ella hubiera querido decir en realidad.
Todo empezó cuando la estación de servicio dejó un mensaje en el contestador automático. Peter se había saltado la cita para poner a punto el coche. ¿Quería otra fecha?
Lewis estaba solo en casa, oyendo el mensaje. Había marcado el número sin darse cuenta de lo que hacía y dijo que sí a la nueva cita. Al llegar, salió del coche y le dio las llaves al encargado de la gasolinera.
– Puede esperar dentro-dijo el hombre-. Hay café.
Lewis se sirvió una taza, poniéndose tres azúcares y mucha leche, tal como Peter habría hecho. Se sentó y, en lugar de agarrar una copia desgastada del Newsweek, se puso a hojear el PC Gamer.
«Uno-pensó-. Dos, tres».
No tuvo que esperar más. El encargado de la gasolinera entró en la sala de espera.
– Señor Houghton-dijo-, su coche no necesita ninguna revisión hasta julio.
– Lo sé.
– Pero usted…ha decidido esta cita.
Lewis asintió.
– El coche para el que la fijé ahora mismo no es mío.
Estaba incautado. Como también los libros de Peter, la computadora, las revistas y Dios sabía qué más.
El hombre se lo quedó mirando, consciente de lo absurdo de la conversación.
– Señor-dijo-, no podemos inspeccionar un coche que no está aquí.
– No-dijo Lewis-, por supuesto que no.
Dejó la revista en la mesa del café y alisó la portada arrugada. Luego se pasó la mano por la frente.
– Es que…mi hijo acordó esta cita-dijo-. Yo quería mantenerla por él.
El encargado asintió, retrocediendo lentamente.
– Claro…así, dejo el coche estacionado fuera.
– Es para que sepa-dijo Lewis con suavidad-que él habría pasado la inspección.
Una vez, cuando Peter era pequeño, Lacy lo había enviado al mismo campamento al cual había ido Joey y que tanto le había gustado. Estaba más allá del río, en Vermont, y los campistas hacían esquí acuático en el lago Fairlee, recibían clases de vela y navegaban en canoa de noche. Peter había llamado la primera tarde, pidiendo volver a casa. Aunque Lacy estuvo a punto de agarrar el coche e ir a buscarlo, Lewis se lo quitó de la cabeza.
– Si no lo supera-dijo-, ¿cómo sabrá si es capaz?
Al cabo de dos semanas, cuando Lacy volvió a ver a Peter, él había cambiado. Estaba más alto y había ganado unos kilos, pero también había algo distinto en su mirada; una luz que se había convertido en ceniza. Cuando Peter la miraba, parecía recelar, como si supiera que ella ya no era una aliada.
Ahora la estaba mirando del mismo modo, incluso mientras Lacy le sonreía, fingiendo que el fluorescente sobre sus cabezas no existía, y que ella podía alargar la mano y tocarlo en lugar de mirarlo desde el otro lado de la línea roja pintada en el suelo de la sala.
– ¿Sabes lo que encontré ayer en el desván? El dinosaurio que te gustaba tanto, el que rugía cuando le tirabas de la cola. Me daba risa pensar que lo llevarías por el pasillo el día de tu boda…
Lacy se vino abajo al darse cuenta de que Peter nunca se casaría, ni habría nunca un pasillo que lo sacase de la cárcel.
– Bueno-dijo ella devolviendo a su sitio la sonrisa-. Lo he puesto en tu cama.
Peter se la quedó mirando.
– Está bien.
– Creo que la fiesta de cumpleaños que más me gustó fue la del dinosaurio, cuando enterramos los huesos de plástico en la caja de arena y tuviste que cavar para sacarlos-dijo Lacy-. ¿Te acuerdas?
– Me acuerdo de que nadie vino.
– Claro que vinieron.
– Cinco chicos, quizá, cuyas madres los obligaron-replicó Peter-. Por Dios, tenía seis años. ¿Por qué estamos hablando de eso?
«Porque no sé de qué otra cosa hablar», pensó Lacy. Echó un vistazo a la sala de visitas. Sólo había un puñado de internos y los pocos devotos que todavía creían en ellos, atrapados en el lado opuesto de la línea roja. Lacy se dio cuenta de que, en realidad, esa línea divisoria entre ella y Peter llevaba años allí. Si levantaba la cabeza, podría llegar a convencerse de que no había separación. Sólo al intentar cruzarla, como entonces, entendía lo real que era la barrera.
– Peter-le soltó Lacy de repente-, lamento no haberte sacado del campamento aquella vez.
Él la miró como si estuviera loca.
– Bueno, gracias, pero lo superé hace unos mil años.
– Lo sé. Pero yo aún lo lamento.
De pronto, ella lamentaba mil cosas: no haber prestado más atención cuando Peter le enseñaba lo que había aprendido en programación, no haberle comprado otro perro tras la muerte de Dormilón, no haber vuelto al Caribe las últimas vacaciones de invierno por suponer erróneamente que tendrían todo el tiempo del mundo para ir.
– Que lo lamentes no cambia nada.
– Sí para la persona que se disculpa.
Peter gruñó.
– ¿Qué mierda es esto? ¿Sopa de pollo para el chico sin alma?
Lacy se sobresaltó.
– No hace falta que digas palabrotas para…
– Mierda-dijo Peter-. Mierda mierda mierda mierda mierda.
– No voy a quedarme aquí mientras…
– Pues sí te vas a quedar-dijo Peter-. ¿Sabes por qué? Porque si me dejas, será otra cosa que lamentarás.
Lacy casi se había levantado, pero la verdad de lo que había dicho Peter hizo que se sentara otra vez. Por lo visto, él la conocía mucho mejor de lo que ella lo había conocido nunca.
– Mamá-dijo con una voz suave que se balanceaba sobre la línea roja-, lo siento.
Ella lo miró, con un nudo en la garganta.
– Lo sé, Peter.
– Estoy contento de que hayas venido-dijo tragando saliva-. Quiero decir que eres la única.
– Tu padre…
Peter rebufó.
– No sé lo que te ha estado diciendo, pero no lo he visto desde la primera vez que vino.
¿Lewis no visitaba a Peter? Lacy no lo sabía. ¿Adónde iba pues al salir de casa, cuando le decía que iba a la prisión?
Se imaginó a Peter sentado en la celda una semana tras otra, esperando una visita que no llegaba. Lacy forzó una sonrisa-ya se disgustaría luego, no delante de Peter-, y cambió de tema inmediatamente.
– Para la comparecencia…te he traído un lindo saco.
– Jordan dice que no lo necesito. Para la comparecencia llevaré esta ropa. No necesitaré el saco hasta el juicio-dijo Peter sonriendo un poco-. Espero que aún no hayas quitado las etiquetas.
– No lo he comprado. Es el saco de las entrevistas de Joey.
Sus miradas se cruzaron.
– Oh-murmuró Peter-. O sea que eso era lo que hacías en el desván.
Se hizo el silencio mientras ambos recordaban a Joey bajando la escalera con la americana Brooks Brothers que Lacy le había comprado en el Filene’s Basement de Boston, con un buen descuento. La habían comprado para las entrevistas con las facultades. Joey estaba haciéndolas cuando tuvo el accidente.
– ¿Alguna vez has deseado que muriera yo en lugar de Joey?-preguntó Peter.
A Lacy se le encogió el corazón.
– Por supuesto que no.
– Pero entonces aún tendrías a Joey-dijo Peter-. Y nada de esto habría sucedido.
Ella pensó en Janet Isinghoff, la mujer que no la había querido como partera. Una parte de ser adulto implicaba aprender a no ser tan directa, aprender cuándo era mejor mentir en lugar de herir a alguien con la verdad. Por eso Lacy iba a visitar a Peter con una sonrisa de Halloween en la cara, cuando lo que quería en realidad era echarse a llorar cada vez que veía entrar a Peter acompañado por el guardián. Por eso hablaba del campamento y de animales de juguete, cosas del hijo que recordaba, en lugar de descubrir en qué se había convertido. Pero Peter nunca había aprendido a decir una cosa cuando lo que pensaba era otra. Era una de las razones por las que le habían hecho daño tantas veces.
– Sería un final feliz-dijo Peter.
Lacy tomó aire.
– No si tú no estuvieras aquí.
Peter se la quedó mirando un buen rato.
– Estás mintiendo-dijo, aunque sin enojarse ni acusarla. Simplemente como si tuviera una opinión distinta a la de ella.
– Yo no…
– Puedes decirlo de mil maneras, pero eso no lo hace más verdadero.
Entonces Peter sonrió, de manera tan inocente que Lacy se dio cuenta de lo listo que era.
– Puedes engañar a papá y a los policías, y a todos los que te escuchen-dijo él-. Pero no puedes engañar a otro mentiroso.
Cuando Diana llegó al tablón de anuncios para mirar qué juez presidiría la comparecencia de Houghton, Jordan McAfee ya estaba allí. Diana lo odiaba. En primer lugar porque él no se había cargado dos pares de medias intentando ponérselas; porque no tenía el pelo mal ese día y porque no parecía nada preocupado por que la mitad de Sterling estuviera en la escalera del juzgado, pidiendo sangre.
– Buenos días-dijo él sin mirarla siquiera.
Diana no contestó, pero se quedó boquiabierta al leer el nombre de la jueza que se ocuparía del caso.
– Creo que hay un error-le dijo a la oficinista.
Ésta echó un vistazo al tablón de anuncios por encima del hombro de ella.
– La jueza Cormier es la que presidirá esta mañana.
– ¿En el caso Houghton? ¿Está de broma?
La oficinista negó con la cabeza.
– No.
– Pero su hija…-titubeó Diana, confundida-. Debemos reunirnos en las oficinas con la jueza antes de la comparecencia.
Cuando la oficinista desapareció, Diana se dirigió a Jordan.
– ¿En qué demonios está pensando Cormier?
Jordan no veía sudar muy a menudo a Diana Leven y, francamente, era entretenido. De hecho, Jordan se había quedado tan sorprendido como la fiscal al ver el nombre de Cormier en el tablón de anuncios, pero no iba a decírselo a Diana. En ese momento, su única ventaja era no mostrar sus cartas, porque la verdad era que el caso no podía pintar peor.
Diana frunció el cejo.
– ¿Esperabas que ella…?
La oficinista reapareció. A Jordan le encantaba Eleanor. Ella le dejaba hacer el Tribunal Superior e incluso se reía con los chistes de rubias tontas que él le contaba, cuando la mayoría de empleados de allí se lo tenían muy creído.
– Su Señoría los verá ahora-dijo Eleanor.
Mientras Jordan seguía a la oficinista hacia el despacho, se inclinó y le susurró la parte final del chiste que Leven había interrumpido con tan poca educación al llegar.
– Así que el marido echa un vistazo a la caja y dice: «Cariño, eso no es un puzzle…son copos azucarados».
Eleanor se rió por lo bajo y Diana frunció el cejo.
– ¿Qué es eso, un código secreto?
– Sí, Diana. Es el lenguaje secreto del abogado defensor para decir: «Pase lo que pase, no le digas a la fiscal lo que te estoy diciendo».
– No me sorprendería-murmuró Diana. Pero entonces llegaron al despacho.
La jueza Cormier ya llevaba la toga puesta, lista para empezar la comparecencia. Estaba con los brazos cruzados, apoyada en la mesa.
– Bien, hay mucha gente esperando en la sala. ¿Cuál es el problema?
Diana miró a Jordan, pero éste se limitó a arquear las cejas. Si ella quería encararse con la jueza, de acuerdo, pero él se mantendría al margen. Mejor dejar que Cormier se molestara con la acusación, no con la defensa.
– Jueza-dijo Diana, dubitativa-, por lo que sé, su hija estaba en la escuela durante el tiroteo. De hecho, la hemos entrevistado.
Jordan le reconocía el mérito a Cormier. Ésta conseguía mantener a la fiscal con la vista baja, como si hubiera dicho algo totalmente absurdo-como el final de un chiste de rubias tontas-en lugar de haber presentado un hecho irregular e incontrovertible.
– Estoy al tanto de eso-dijo la jueza-. Había mil alumnos en la escuela durante el tiroteo.
– Por supuesto, Su Señoría. Pero…quisiera preguntar, antes de que nos presentemos ante toda esa gente, si usted tiene intención de asumir sólo la comparecencia o piensa presidir todo el caso.
Jordan miró a Diana, preguntándose por qué estaba tan segura de que Cormier no debería presidir el caso. ¿Qué sabía ella acerca de Josie Cormier que él ignorase?
– Como he dicho, había miles de chicos en la escuela. Algunos de los padres son oficiales de policía, otros trabajan aquí, en el palacio de justicia. Incluso hay uno en su oficina, señora Leven.
– Sí, Su Señoría…pero ese abogado, concretamente, no lleva el caso.
La jueza se la quedó mirando tranquilamente.
– ¿Va a llamar a mi hija como testigo, señora Leven?
Diana dudó.
– No, Su Señoría.
– Bien, he visto la declaración de mi hija, abogada, y no veo ninguna razón por la cual no podamos proceder.
Jordan empezó a revisar lo que sabía hasta el momento:
Peter había preguntado por el estado de Josie.
Josie estuvo presente durante el tiroteo.
La foto de Josie en el libro escolar que había visto durante la presentación de pruebas era la única marcada con DEJAR VIVIR.
Pero según su madre, lo que le había dicho a la policía no afectaría al caso. Según Diana, nada de lo que sabía Josie era suficientemente importante como para llamarla como testigo de la acusación.
Bajó la mirada mientras su mente repasaba los hechos una y otra vez, como el rebobinado de una cinta.
Una cinta que no tenía sentido.
La antigua escuela elemental que alojaba ahora al Instituto Sterling no tenía cafetería. Los niños comían en las clases, en sus mesas. Pero eso no se consideraba sano para adolescentes, de manera que la biblioteca se había convertido en una cafetería improvisada. Ya no había libros ni estanterías, pero en la alfombra todavía se veía el abecedario impreso, y un cartel del Gato con Botas colgado junto a las puertas dobles.
En la cafetería, Josie ya no se sentaba con sus amigos. No le parecía bien. Era como si faltara masa crítica y fueran a partirse, como un átomo sometido a presión. Se aislaba voluntariamente en una esquina de la biblioteca donde había unos salientes alfombrados en los que le gustaba imaginar a una maestra leyendo en voz alta a sus niños.
Ese día, al llegar a clase, las cámaras de televisión y los periodistas ya estaban esperando. Había que caminar entre ellos para llegar a la puerta principal. Durante la última semana habían desaparecido-sin duda habían tenido que cubrir alguna otra tragedia en algún otro lugar-, pero ahora acababan de regresar con redobladas fuerzas para informar sobre la comparecencia. Josie se preguntaba cómo iban a llegar a tiempo desde la escuela hacia el norte, hasta el juzgado. Se preguntaba cuántas veces más volverían a aparecer. ¿En el último día de clase? ¿En el aniversario del tiroteo? ¿En la graduación? Se imaginó el artículo que la revista People escribiría acerca de los sobrevivientes de la masacre del Instituto Sterling diez años después. ¿Dónde están ahora? ¿Estaría John Eberhard jugando al hockey otra vez, o siquiera caminando? ¿Los padres de Courtney se habrían ido de Sterling? ¿Dónde estaría Josie?
¿Y Peter?
Su madre era la jueza del caso. Aun sin hablar de ello con Josie-legalmente no podía-, no era algo que se pudiera obviar. Josie estaba atrapada entre el alivio de saber que su madre era la encargada del proceso, y un terror absoluto. Por un lado, sabía que su madre reconstruiría lo sucedido ese día, y eso quería decir que Josie no tendría que hablar de ello. Por otro lado, una vez que su madre hubiese empezado a reconstruir lo sucedido, ¿qué llegaría a descubrir?
Drew entró en la biblioteca. Lanzaba una naranja al aire y la atrapaba con la mano, una vez tras otra. Echó un vistazo a los estudiantes, que formaban pequeños grupos sobre la alfombra, con las bandejas de comida balanceándose sobre sus rodillas dobladas, y entonces localizó a Josie.
– ¿Qué hay de nuevo?-preguntó, sentándose junto a ella.
– Nada.
– ¿Te han atrapado los chacales?
Se refería a los periodistas de televisión.
– Conseguí dejarlos atrás.
– Ojalá se fueran todos a la mierda-dijo Drew.
Josie reclinó la cabeza contra la pared.
– Ojalá todo volviera a ser como antes.
– Quizá tras el juicio-dijo él mirándola-. Supongo que es extraño, ¿no?, quiero decir con tu madre y todo eso.
– No hablamos de ello. En realidad, no hablamos de nada.
Alcanzó la botella de agua y tomó un trago para que Drew no se diera cuenta de que le temblaba la mano.
– No está loco.
– ¿Quién?
– Peter Houghton. Vi sus ojos ese día. Sabía exactamente lo que estaba haciendo.
– Drew, cállate-suspiró Josie.
– Bueno, es verdad. No importa lo que un abogado engreído diga para salvarlo.
– Creo que eso es algo que tendrá que decidir el jurado, no tú.
– Por el amor de Dios, Josie-replicó él-. No creo que justamente tú quieras defenderlo.
– No lo estoy defendiendo. Sólo te estoy diciendo cómo funciona el sistema legal.
– Bien, gracias, Marcia Clark. Pero eso no te importa cuando te están sacando una bala del hombro. O cuando tu mejor amigo, o tu novio, está desangrándose delante de…
Se calló de pronto porque a Josie se le cayó la botella de agua, mojándolos a los dos.
– Lo siento-dijo enjugando el estropicio con una servilleta.
Drew suspiró.
– Y yo. Estoy un poco nervioso con las cámaras y todo eso.
Arrancó un trozo de la servilleta mojada, se la metió en la boca y la escupió contra la espalda del chico obeso que tocaba la tuba en la banda de la escuela.
«Dios mío-pensó Josie-. No ha cambiado nada en absoluto».
Drew arrancó otro trozo de servilleta e hizo una bola con la mano.
– Para ya-dijo Josie.
– ¿Por qué?-preguntó Drew encogiéndose de hombros-. Tú eras la que quería que todo volviera a ser como antes.
Había cuatro cámaras de televisión en la sala: de la ABC, la NBC, la CBS y la CNN. Y además, periodistas del Time, el Newsweek, el New York Times, el Boston Globe y de Associated Press. Los medios de comunicación se habían reunido con Alex en las oficinas la semana anterior, para que decidiese quién estaría representado en la sala mientras los demás esperaban fuera, en la escalera del palacio de justicia. Miraba las pequeñas luces rojas de las cámaras, que indicaban que estaban grabando, y oía el ruido de los bolígrafos sobre el papel a medida que los periodistas anotaban literalmente sus palabras. Peter Houghton se había convertido en un personaje, y, en consecuencia, Alex tendría sus quince minutos de fama. Quizá dieciséis, pensó. Ése sería el tiempo que le llevaría leer todos los cargos.
– Señor Houghton-dijo Alex-, con fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Courtney Ignatio. En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia…
Se quedó mirando el nombre.
– Matthew Royston.
Aunque leer esas palabras fuera pura rutina, algo que Alex podía hacer con los ojos cerrados, se centró en ellas, intentando mantener la voz equilibrada e igualada, dando énfasis al nombre de cada muerto. La sala estaba llena. Alex reconocía a los padres de los estudiantes y a algunos de los propios estudiantes. Una madre, una mujer a quien Alex no conocía ni de vista ni de nombre, estaba sentada en primera fila, detrás de la mesa de la defensa, sujetando una foto enmarcada de una chica sonriente.
Jordan McAfee estaba sentado al lado de su cliente, quien llevaba un traje naranja de presidiario y grilletes, y hacía todo lo posible por evitar la mirada de Alex, mientras ella leía los cargos.
– En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Justin Friedman…
– En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Christopher McPhee…
– En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Grace Murtaugh…
La mujer de la foto se puso en pie mientras Alex leía los cargos. Se inclinó sobre la barra que la separaba de Peter Houghton y su abogado, y le dio tal golpe a la fotografía que rompió el cristal.
– ¿La recuerdas?-gritó la mujer con voz ahogada-. ¿Recuerdas a Grace?
McAfee se volvió sobresaltado, mientras Peter agachaba la cabeza, manteniendo los ojos fijos en la mesa.
Alex ya había tenido gente problemática en la sala, pero no recordaba que la hubiesen dejado sin respiración. El dolor de aquella madre parecía llenar todo el espacio de la sala y calentar al máximo las emociones de los demás espectadores.
Le empezaron a temblar las manos. Las deslizó bajo el banco para que nadie las viese.
– Señora-dijo-, voy a tener que pedirle que se siente…
– ¿La miraste a la cara cuando le disparaste, bastardo?
«¿Lo hiciste?», pensó Alex.
– Señoría-exclamó McAfee.
La acusación ya había puesto en duda la capacidad de Alex para llevar el proceso de manera imparcial. Aunque no tenía que justificar sus decisiones ante nadie, acababa de decirles a los abogados que podía separar su implicación personal y profesional en ese caso. Había pensado que sería cuestión de no ver a Josie como a su hija, sino como a una de los centenares de chicos y chicas presentes durante el tiroteo. No se había dado cuenta de que, en realidad, era a sí misma a la que, en lugar de ver como juez, vería como otra madre.
«Puedes hacerlo-se dijo-. Sólo recuerda por qué estás aquí».
– Alguaciles-murmuró Alex, y dos fornidos guardas aferraron a la mujer por los brazos para acompañarla fuera de la sala.
– ¡Te quemarás en el infierno!-gritó la mujer, mientras las cámaras de televisión la seguían por el pasillo.
Alex no la miró. Mantenía los ojos en Peter Houghton mientras su abogado estaba distraído.
– Señor McAfee-dijo ella.
– ¿Sí, Señoría?
– Por favor, pida a su cliente que abra la mano.
– Lo siento, juez, pero creo que ya ha habido suficiente…
– Hágalo, abogado.
McAfee hizo un gesto a Peter, que levantó las muñecas esposadas y abrió los puños. En la palma de la mano de Peter brillaba un fragmento del cristal roto de la foto. Pálido, el abogado se lo quitó.
– Gracias, Señoría-murmuró.
– De nada.
Alex miró a la sala y se aclaró la garganta.
– Confío en que no habrá más arrebatos como ése, o me veré forzada a hacer desalojar al público.
Continuó leyendo los cargos en una sala tan silenciosa que podían oírse los latidos. Se percibía que la esperanza llenaba la sala.
– En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Madeleine Shaw. En fecha 6 de marzo de 2007, se lo acusa de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A, por causar la muerte intencionada de otro, verbi gratia, Edward McCabe. Se lo acusa de intento de asesinato en primer grado, artículo 631:1-A y 629:1, por planear con premeditación un asesinato en primer grado, verbi gratia, disparando a Emma Alexis. Se lo acusa de posesión de armas de fuego en instalaciones escolares. Posesión de artefactos explosivos. Uso ilegal de un artefacto explosivo. Aceptar bienes robados, verbi gratia, armas de fuego.
Cuando Alex terminó, tenía la voz ronca.
– Señor McAfee-dijo-, ¿cómo se declara su cliente?
– Inocente de todos los cargos, Su Señoría.
Un murmullo se extendió por la sala como un virus, algo que siempre sucedía al oírse un alegato de no culpabilidad, y que a Alex siempre le parecía ridículo. ¿Qué se suponía que tenía que hacer el acusado? ¿Declararse culpable?
– Dada la naturaleza de los cargos, no tiene derecho a libertad bajo fianza. Permanecerá bajo custodia del sheriff.
Alex disolvió la audiencia y se dirigió a su despacho. Una vez dentro, con la puerta cerrada, avanzó como una atleta que hubiese acabado una carrera a vida o muerte. Si estaba segura de algo era de su habilidad para juzgar con justicia. Pero si le había resultado tan duro en la comparecencia, ¿cómo reaccionaría cuando la acusación comenzase a detallar los sucesos de ese día?
– Eleanor-dijo Alex, apretando el botón del intercomunicador de su secretaria-, anule mis citas durante dos horas.
– Pero usted…
– Anúlelas-la cortó con sequedad.
Todavía veía las caras de los padres en la sala. Llevaban escrito en la cara lo que habían perdido, como una cicatriz colectiva.
Alex se quitó la toga y bajó la escalera trasera hasta el garaje. En lugar de detenerse a fumar, se metió en el coche. Condujo hasta la escuela elemental y aparcó en el carril de incendios. Había una furgoneta de televisión en el estacionamiento de los profesores. Alex se asustó al principio, pero luego se dio cuenta de que la matrícula era de Nueva York, y de que era improbable que alguien la reconociera sin la toga de juez.
La única persona con derecho a pedirle a Alex que se recusase a sí misma era Josie, pero Alex sabía que su hija lo entendería. Era el primer gran caso de Alex en el Tribunal Superior, el que podría cimentar su reputación allí. Además, era un modelo de comportamiento para la propia Josie, para que retomara su vida. Alex había intentado ignorar la razón oculta por la que estaba luchando por permanecer en ese caso, la que llevaba clavada como una espina, como una astilla, causándole dolor hiciera lo que hiciese: le resultaría más fácil enterarse de lo que había pasado su hija por la acusación y la defensa que por la propia Josie.
Entró en la oficina principal.
– Vengo a buscar a mi hija-dijo Alex.
La secretaria sacó un formulario para que lo llenase. Alex leyó ESTUDIANTE, HORA DE SALIDA, MOTIVO, HORA DE ENTRADA.
Josie Cormier, escribió. 10:45. Dentista.
Sentía la mirada de la secretaria. Era evidente que la mujer se estaba preguntando por qué la jueza Cormier estaba delante de ella en lugar de estar en la sala, presidiendo la comparecencia de la cual todos querían noticias.
– Por favor, dígale a Josie que la espero en el coche-dijo Alex antes de salir de la oficina.
A los cinco minutos, su hija abrió la puerta del pasajero y se sentó en el coche.
– No llevo hierros.
– Tenía que pensar una excusa con rapidez-contestó Alex-. Ha sido lo primero que se me ha ocurrido.
– Entonces, ¿para qué has venido?
Alex se quedó mirando a Josie mientras ésta daba potencia al ventilador.
– ¿Necesito una razón para almorzar con mi hija?
– Bueno, son las 10:30.
– Entonces estamos huyendo de clase.
– Como quieras-dijo Josie.
Alex puso el coche en marcha. Josie estaba junto a ella, pero era como si estuviesen en continentes distintos. Su hija se limitaba a mirar por la ventana, viendo cómo pasaba el mundo.
– ¿Ya has terminado?
– ¿La comparecencia? Sí.
– ¿Por eso has venido?
¿Cómo podía contarle a Josie lo que había sentido al ver en la sala a todos esos padres y madres sin nombre, sin un hijo entre ellos? Si pierdes a tu hijo, ¿puedes seguir llamándote padre?
¿Y si, sencillamente, hubieses sido lo bastante estúpido como para dejarlo escapar?
Alex condujo hasta el final de una calle que daba al río. Bajaba crecido, como siempre en primavera. Si no lo supieses, si estuvieses mirando una foto, podrías querer tomar un baño. Sólo viéndolo no te darías cuenta de que el agua te quitaría la respiración, de que se te llevaría.
– Quería verte-confesó Alex-. Hoy había personas en la sala, personas que probablemente se despierten ahora cada día deseando haber hecho algo así, haberlo dejado todo de pronto para almorzar con sus hijas, en lugar de decirse a sí mismos que podrían hacerlo otro día.-Miró a Josie-. Esas personas no van a tener más días.
Josie tomó un hilo blanco que estaba suelto, y permaneció en silencio lo suficiente como para que Alex comenzara a torturarse mentalmente. Demasiado para su espontánea incursión en la maternidad básica. Alex se había dejado llevar por sus emociones durante la comparecencia. En lugar de decirse a sí misma que estaba haciendo el ridículo, se había apoyado en ellas. Pero ¿no es exactamente eso lo que sucede cuando empiezas a remover las arenas movedizas de los sentimientos en lugar de presentar los hechos con rapidez? Al diablo con hablar con el corazón en la mano. Lo más probable es que te lo rompan.
– Escape-dijo Josie con calma-. No almuerzo.
Alex se relajó, aliviada.
– Lo que sea-bromeó.
Se la quedó mirando hasta que Josie la miró a su vez.
– Quiero hablar del caso contigo.
– Pensaba que no podías.
– De eso quiero hablar. Incluso si ésta fuera la mayor oportunidad de mi carrera, la dejaría pasar si creyera que a ti te lo iba a hacer más difícil. Puedes acudir a mí para preguntarme lo que quieras y cuando quieras.
Ambas fingieron, por un momento, que Josie se confiaba a su madre con regularidad, cuando de hecho habían pasado años desde que había compartido alguna confidencia con ella.
Josie miró a su madre de reojo.
– ¿Incluso acerca de la comparecencia?
– Incluso acerca de la comparecencia.
– ¿Qué ha dicho Peter en la sala?
– Nada. Sólo ha hablado el abogado.
– ¿Qué aspecto tenía?
Alex se quedó pensativa. Se había sorprendido de lo muy crecido que le había parecido Peter al verlo por primera vez con su traje de presidiario. Aunque lo conocía desde hacía años y últimamente lo había ido viendo al final de los eventos escolares; en la tienda de fotocopias, donde él y Josie habían trabajado juntos un tiempo; o incluso conduciendo por la avenida, había esperado encontrarse al mismo chico que había jugado en la guardería con Josie. Alex pensó en el atuendo naranja, en las zapatillas de goma, en los grilletes.
– Tenía el aspecto de un acusado-dijo.
– Si se lo declara culpable, nunca saldrá de prisión, ¿verdad?-preguntó Josie.
A Alex se le encogió el corazón. Josie intentaba disimularlo, pero ¿cómo no iba a estar asustada de que algo así pudiese suceder? Pero, como jueza, ¿cómo iba Alex a darle esperanzas sobre Peter antes de juzgarlo? Alex se vio balanceándose en la cuerda floja, entre la responsabilidad personal y la ética profesional, intentando con todas sus fuerzas no caer.
– No tienes por qué preocuparte de nada…
– Eso no es una respuesta-dijo Josie.
– Sí, lo más probable es que pase el resto de su vida allí.
– Si así es, ¿se le podrá visitar?
De pronto, Alex ya no podía seguir la lógica de Josie.
– ¿Por qué? ¿Quieres hablar con él?
– No lo sé.
– No puedo imaginar por qué querrías algo así, después de…
– Era su amiga-la cortó Josie.
– Fueron amigos hace años-contestó Alex.
Entonces entendió por qué su hija, que aparentemente estaba aterrorizada por la posible salida de Peter de la cárcel, podía querer, aun así, comunicarse con él tras la condena: remordimiento. Quizá Josie pensara que algo que ella hubiese hecho-o dejado de hacer-podría haber llevado a Peter al punto de empezar a disparar a discreción en el Instituto Sterling.
Si Alex no entendía el concepto de una conciencia culpable, ¿quién lo haría?
– Cariño, hay gente que se ocupa de Peter, gente cuyo trabajo es ocuparse de él. No tienes que ser tú quien lo haga-dijo Alex con media sonrisa-. Tú tienes que ocuparte de ti, ¿de acuerdo?
Josie apartó la mirada.
– Tengo un examen en la próxima clase-dijo-. ¿Volvemos a la escuela?
Alex condujo en silencio, porque ya era demasiado tarde para alterar lo dicho, para decirle a su hija que también había alguien que se ocupaba de ella, que Josie no estaba sola en todo aquello.
A las dos de la madrugada, después de cinco horas acunando en sus brazos a su hijo enfermo que no paraba de llorar, Jordan se volvió hacia Selena.
– Recuérdamelo, ¿por qué hemos tenido un hijo?
Selena estaba sentada a la mesa de la cocina-bueno, no, en realidad estaba recostada sobre ella-, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados.
– Porque querías una afinada copia genética de mi línea sanguínea.
– Francamente, creo que esto es alguna mierda viral.
De pronto, Selena se incorporó.
– Eh-susurró-. Se ha dormido.
– Gracias a Dios. Quítamelo de encima.
– Que piensas de eso. No ha estado así de tranquilo en todo el día.
Jordan la miró con el cejo fruncido y se hundió en la silla que había frente a ella, con su hijo todavía en los brazos.
– Y no es el único.
– ¿Estamos hablando de tu caso otra vez? Porque, para serte franca, Jordan, estoy tan cansada que necesito pistas para orientarme…
– Es que no consigo imaginar por qué no se ha recusado a sí misma. Cuando la acusación mencionó a su hija, Cormier la descartó…y lo más importante es que Leven hizo lo mismo.
Selena bostezó y se puso en pie.
– A caballo regalado no le mires el dentado, cariño. Cormier va a ser para ti mejor juez que Wagner.
– Pero algo me está dando mala espina en todo esto.
Selena le dedicó una sonrisa indulgente.
– Te irrita el pañal, ¿eh?
– Que su hija no recuerde nada ahora no quiere decir que no vaya a hacerlo. ¿Y cómo va a permanecer imparcial Cormier, sabiendo que mi cliente disparó al novio de su hija mientras ésta estaba allí mirando?
– Bueno, podrías presentar una moción para sacarla del caso-dijo Selena-. O puedes esperar a que Diana lo haga en tu lugar.
Jordan se la quedó mirando.
– Yo en tu lugar mantendría la boca cerrada-le aconsejó ella.
Él extendió el brazo para agarrarle el cinturón de la bata y acercarla.
– ¿Cuándo he mantenido la boca cerrada?-le preguntó.
Selena rió.
– Siempre hay una primera vez-le dijo.
Cada sección de máxima seguridad tenía cuatro celdas, de uno ochenta por dos cuarenta metros. En la celda había una litera y un lavatorio, Peter había tardado tres días en cagar, ya que los oficiales del correccional pasaban por delante, pero-y ésta era la señal de que se estaba acostumbrando a estar allí-ya era capaz de controlarlo e impedir que se le agarrotasen los intestinos.
En un extremo del pasillo de la sección había un televisor pequeño. Dado que frente a éste sólo había espacio para una silla, el interno que llevaba más tiempo allí era el que se sentaba. Los demás se quedaban detrás de él, como vagabundos en la cola para recibir sopa, mirando. No había muchos programas acerca de los cuales los presos se pusieran de acuerdo. Lo común era la MTV, aunque siempre terminaban con Jerry Springer. Peter se imaginaba que era porque, aunque la propia vida estuviese muy jodida, gustaba ver que había gente aún más estúpida.
Si alguno de ellos hacía algo mal, no exactamente Peter, sino por ejemplo un capullo como Satán Jones-cuyo nombre real no era Satán, sino Gaylord, aunque si lo mencionabas ni que fuera en susurros se te lanzaba a la yugular-, que había dibujado una caricatura de dos de los oficiales bailando la danza horizontal en la pared de su celda, todos perdían el privilegio de la televisión durante una semana. Lo que dejaba el otro extremo del pasillo para pasear, donde había una ducha con una cortina de plástico y el teléfono, desde el cual se podía llamar por un dólar el minuto, y cada pocos segundos se oía «Esta llamada es desde el Correccional del Condado de Grafton», por si se te había olvidado.
Peter estaba haciendo abdominales, cosa que odiaba. En realidad, odiaba cualquier forma de ejercicio, pero las alternativas eran abandonarse y reblandecerse tanto que cualquiera pensase que podía meterse contigo, o salir afuera durante la hora al aire libre. Fue un par de veces, no a jugar a baloncesto, ni a correr, ni a hacer intercambios clandestinos cerca de la valla para conseguir drogas o cigarros introducidos en el correccional, sino sólo para estar fuera y respirar aire que no hubiesen respirado los otros presos del lugar. Desafortunadamente, desde el patio se veía el río. Parecía una ventaja, pero de hecho era la peor tomadura de pelo. A veces, el viento soplaba de tal manera que Peter lo olía, la tierra de la orilla y el agua fría, y lo destrozaba saber que no podía ir allí, sacarse los zapatos y los calcetines, meterse en el agua, nadar y ahogarse si le daba la gana. Después, dejó de salir.
Peter terminó sus cien abdominales-lo irónico era que, después de un mes, estaba tan fuerte que probablemente podría patear al mismo tiempo los culos de Matt Royston y Drew Girard-, y se sentó en su litera con el formulario de peticiones. Una vez a la semana, podías comprar cosas como elixir bucal y papel, a precios absurdamente hinchados. Peter recordó haber ido a St. John un año con su familia. En el supermercado, los cereales costaban algo así como diez dólares, porque eran un lujo. Allí, el champú no era de lujo, pero en la cárcel estabas a merced de la administración, lo que quería decir que te podían pedir tres dólares con veinticinco centavos por una botella o dieciséis dolares por un ventilador. Tu otra alternativa era esperar que un preso que se fuese a la prisión estatal te dejase sus pertenencias, pero a Peter eso le parecía propio de un buitre.
– Houghton-dijo un oficial del correccional de botas pesadas que resonaban en el suelo de metal del pasillo-, tienes correo.
Dos sobres se deslizaron a toda velocidad bajo la litera de Peter. Los agarró, rascando con las uñas el suelo de cemento. La primera carta, que él casi daba por supuesta, era de su madre. Peter recibía correo de su madre al menos tres o cuatro veces por semana. Las cartas solían tratar de estupideces como editoriales en el periódico local o lo bien que estaban sus plantas. Por un momento había pensado que ella quizá le escribía en código algo que él necesitaba saber, algo trascendente e inspirador, pero luego comenzó a darse cuenta de que lo único que hacía era llenar espacio. Entonces dejó de abrir el correo de su madre. En realidad no se sentía mal por eso. Peter sabía que la razón por la cual su madre le escribía no era para que él leyera las cartas, sino para poder decirse a sí misma que le había escrito.
Él no culpaba a sus padres por ser torpes. En primer lugar, él tenía mucha práctica en eso y, en segundo, los únicos que en realidad podían entenderlo eran los que habían estado en el instituto ese día; y ésos no le estaban llenando el buzón con misivas precisamente.
Peter tiró la carta de su madre al suelo y se quedó mirando la dirección del segundo sobre. No la reconoció. No era de Sterling, ni siquiera de New Hampshire. Elena Battista, leyó. Elena de Ridgewood, New Jersey.
Abrió el sobre y leyó la carta.
Peter:
Siento que ya te conozco, porque he estado siguiendo lo que ha sucedido en el instituto. Estoy en la universidad, pero creo que sé por lo que has pasado…porque también yo lo pasé. De hecho, estoy escribiendo mi tesis acerca del acoso escolar. Sé que no puedo esperar que quieras hablar conmigo…pero creo que si hubiese conocido a alguien como tú cuando estaba en el instituto, mi vida habría sido diferente. Quizá no sea tarde…
Sinceramente,
ELENA BATTISTA
Peter golpeó el sobre contra su muslo. Jordan le había dicho específicamente que no podía hablar con nadie; es decir, a excepción de sus padres y del propio Jordan. Pero sus padres eran inútiles y Jordan no había mantenido su parte del trato, que implicaba estar físicamente presente el tiempo necesario para que Peter le contase lo que le pasara por la cabeza.
Además, ella era una universitaria. Era divertido pensar que una universitaria quisiera hablar con él. Por otra parte no iba a decirle nada que ella no supiera ya.
Peter volvió a tomar el formulario de peticiones y marcó la casilla de la tarjeta de saludo estándar.
Un juicio se puede dividir en dos partes distintas: qué ocurrió el día del suceso, que es el tesoro de la acusación; y todo lo que llevó a eso, que es lo que la defensa tiene que presentar. En ese sentido, Selena estaba intentando entrevistar a gente que hubiese estado en contacto con su cliente durante los últimos diecisiete años de su vida. Dos días después de la comparecencia de Peter en el Tribunal Superior, Selena se sentó con el director del Instituto Sterling en su oficina de la escuela de primaria. Arthur McAllister tenía la barba rojiza, la barriga rechoncha y dientes que no mostraba al sonreír. A Selena le recordaba a uno de aquellos horribles osos parlantes de cuando ella era pequeña-Teddy Ruxpin-, y eso empeoró cuando él comenzó a contestar sus preguntas acerca de políticas contra el acoso en el instituto.
– No lo toleramos-dijo McAllister; Selena ya había esperado tal declaración-. Lo controlamos absolutamente.
– De manera que si un chico se dirige a usted para quejarse de que lo molestan, ¿cuáles son las consecuencias para el acosador?
– Una de las cosas que hemos descubierto, Selena, ¿puedo llamarla Selena?, es que si la administración interviene, la situación del chico acosado empeora.-Hizo una pausa-. Sé lo que la gente está diciendo acerca del tiroteo. Que lo están comparando con los de Columbine y Paducah, y los que vinieron luego. Pero yo creo honestamente que no fue el acoso lo que llevó a Peter a hacer lo que hizo.
– Lo que supuestamente hizo-lo corrigió automáticamente Selena-. ¿Guarda usted registros de incidentes de acoso?
– Si va a más, y los chicos terminan en mi despacho, sí.
– ¿Mandaron a alguien a su despacho por haber acosado a Peter Houghton?
McAllister se levantó y sacó una carpeta de un fichero. Se puso a hojearla y se detuvo en una página.
– En realidad, fue Peter el que vino dos veces este año. Por pelearse en el vestíbulo.
– ¿Pelearse?-preguntó Selena-. ¿O defenderse?
Cuando Katie Riccobono hundió cuarenta y seis veces un cuchillo en el pecho de su marido mientras éste dormía, Jordan recurrió al doctor King Wah, un psiquiatra forense especializado en el síndrome de mujeres maltratadas. Se trata de una derivación específica del trastorno de estrés postraumático, según la cual una mujer que haya sido repetidamente maltratada, tanto mental como físicamente, puede temer por su vida de modo tan constante, que la línea entre la realidad y la fantasía se difumine hasta el punto de que se sienta amenazada incluso cuando la amenaza esté inactiva o, en el caso de Joe Riccobono, mientras él dormía la mona de una juerga de tres días.
King les ganó el caso. En los años siguientes, se convirtió en uno de los expertos más destacados en el síndrome de mujeres maltratadas, y apareció como testigo en multitud de procesos por parte de los abogados defensores de todo el país. Sus honorarios se dispararon. Estaba muy solicitado.
Jordan se dirigió a la oficina de King en Boston sin cita previa, imaginando que su encanto lo ayudaría a ganarse a cualquier secretaria que tuviese el doctor. Pero no contaba con una bruja casi jubilada llamada Ruth.
– El doctor está ocupado hasta dentro de seis meses-dijo ella sin molestarse siquiera en mirar a Jordan.
– Pero es una visita personal, no profesional.
– Lo tendré en cuenta-replicó ella con un tono que sugería claramente lo contrario.
Jordan se imaginó que no serviría de nada decirle a Ruth que tenía un aspecto magnífico ese día, ni hacerla reír con un chiste de rubias tontas, ni dar la lata con su brillante currículo como abogado defensor.
– Es una emergencia familiar-dijo.
– Su familia tiene una emergencia psicológica-repitió Ruth con énfasis.
– Nuestra familia-improvisó Jordan-. Soy el hermano del doctor Wah.
Cuando Ruth se lo quedó mirando, Jordan añadió:
– El hermano adoptado del doctor Wah.
Ella arqueó una fina ceja y apretó un botón del intercomunicador. Un momento después dijo:
– Doctor, un hombre que dice ser su hermano ha venido a verlo.
Colgó el teléfono.
– Dice que puede pasar.
Jordan abrió la pesada puerta de caoba y se encontró a King comiendo un sándwich, con los pies sobre la mesa.
– Jordan McAfee-dijo sonriendo-. Debería habérmelo imaginado. Dime, ¿cómo está mamá?
– ¿Cómo voy a saberlo? Siempre te prefirió a ti-bromeó Jordan mientras se acercaba a darle la mano a King-. Gracias por recibirme.
– Tenía que averiguar quién era el jeta que se atrevía a hacerse pasar por mi hermano.
– «Jeta»-repitió Jordan-. ¿Lo aprendiste en la universidad china?
– Exacto.
Hizo un ademán a Jordan para que se sentase.
– ¿Cómo va todo?
– Bien-contestó Jordan-. Bueno, quizá no tan bien como te va a ti. No puedo poner «Juzgado TV» sin ver tu cara en la pantalla.
– Desde luego tengo mucho trabajo. De hecho, faltan diez minutos para mi siguiente cita.
– Lo sé. Por eso me la he jugado. Quiero que evalúes a mi cliente.
– Jordan, óyeme, sabes que lo haría, pero estoy dando cita para dentro de seis meses.
– Éste es diferente, King. Se lo acusa de varios asesinatos.
– ¿Asesinatos?-dijo King-. ¿A cuántos maridos ha matado?
– A ninguno, y no es una mujer. Es un hombre. Un chico. Lo acosaron durante años, hasta que perdió el control y entró disparando en el Instituto Sterling.
King le ofreció la mitad de su sándwich de atún a Jordan.
– De acuerdo, hermanito-dijo-. Hablemos durante el almuerzo.
Josie observó desde el desnudo suelo de baldosas grises hasta las paredes de color ceniza, desde las barras de hierro que aislaban a los policías de guardia del área de descanso hasta la puerta pesada, con su cerradura automática. Era como una celda, y se preguntó si el policía que estaba dentro había pensado alguna vez en la ironía. Entonces, tan pronto como la imagen de la cárcel apareció en su mente, Josie pensó en Peter y volvió a asustarse.
– No quiero estar aquí-dijo volviéndose hacia su madre.
– Lo sé.
– ¿Por qué sigue queriendo hablar conmigo? Ya le he dicho que no recuerdo nada.
Habían encontrado su carta en el buzón. El detective Ducharme tenía «más preguntas» que hacerle. Para Josie, eso significaba que ahora el hombre debía de saber algo que no sabía la primera vez que la interrogó. Su madre le explicó que una segunda entrevista era sólo la manera que tenía la acusación de comprobar que el testigo era coherente, no significaba nada, pero que tenía que ir a la comisaría de todos modos. Dios no permitiera que Josie fuera la que diese al traste con la investigación.
– Lo único que tienes que hacer es volver a decirle que no recuerdas nada…y ya está-dijo su madre poniendo con suavidad la mano en la rodilla de Josie, que estaba temblando.
Lo que Josie quería era levantarse, salir por la puerta de la comisaría y echar a correr. Quería correr sin parar, atravesar el garaje, la calle, los campos de juego de la escuela y meterse en el bosque que lindaba con el estanque del pueblo, hacia las montañas que a veces veía desde su habitación si las hojas de los árboles se habían caído; llegar tan alto como pudiera. Y luego…
Y luego quizá extendiese los brazos y saltase por el borde del mundo.
¿Y si todo aquello estuviera preparado?
¿Y si el detective Ducharme ya lo supiese…todo?
– Josie-dijo una voz-. Muchas gracias por venir.
Ella levantó la mirada y vio al detective frente a ella. Su madre se puso en pie. Josie lo intentó, lo intentó de veras, pero no encontró el coraje para hacerlo.
– Jueza, le agradezco que haya acompañado a su hija.
– Josie está muy disgustada por esto-dijo su madre-. Sigue sin poder recordar nada de ese día.
– Eso tengo que oírlo de la propia Josie.
El detective se arrodilló para poder mirarla a los ojos. Josie se dio cuenta de que tenía unos ojos bonitos. Un poco tristes, como los de un perro basset. Eso hizo que se preguntara cómo sería oír todas esas historias de boca de las víctimas y no poder evitar absorberlas por ósmosis.
– Te prometo que no nos llevará mucho-le dijo amablemente.
Josie comenzó a imaginar cómo sería cuando la puerta a la sala de entrevistas se cerrase, si las preguntas se acumularían como la presión en una botella de champán. Se preguntó qué le dolía más, no recordar lo que había pasado, por más que intentase llevarlo a su mente, o recordar cada pequeño y horrible detalle.
Con el rabillo del ojo, Josie vio que su madre se volvía a sentar.
– ¿No vienes conmigo?
La última vez que el detective había hablado con ella, su madre había puesto la misma excusa; era jueza, no podía estar presente en el interrogatorio policial. Pero luego habían tenido aquella conversación tras la comparecencia. Su madre se había desvivido para que Josie comprendiera que actuar como jueza en aquel caso no excluía actuar como madre. O, en otras palabras, Josie había sido lo suficientemente estúpida como para pensar que las cosas entre ellas habían empezado a cambiar.
La boca de su madre se abría y cerraba como la de un pez fuera del agua. «¿Te sientes incómoda?-pensó Josie con palabras que le golpeaban la mente-, bienvenida al club».
– ¿Quieres una taza de café?-preguntó el detective.
Entonces ella negó con la cabeza.
– O una Coca-Cola. No sé, ¿las chicas de tu edad ya beben café o te lo estoy ofreciendo porque soy tan tonto que no tengo ni idea?
– Me gusta el café-dijo Josie.
Ella evitó la mirada de su madre mientras el detective Ducharme la guiaba hacia el centro sagrado de la comisaría de policía.
Entraron en una sala de entrevistas y el detective le sirvió una taza de café.
– ¿Leche? ¿Azúcar?
– Azúcar-dijo Josie, tomando dos terrones del cuenco para añadirlos a la taza.
Entonces miró alrededor: la mesa de formica, las luces fluorescentes, la normalidad de la habitación.
– ¿Qué?
– ¿Qué qué?-dijo Josie.
– ¿Qué pasa?
– Estaba pensando que no parece el lugar adecuado para sacarle una confesión a alguien.
– Depende de si tienes una que sacar-dijo el detective.
Josie palideció, pero él se rió.
– Estoy bromeando. Para ser sincero, sólo extraigo confesiones de la gente cuando hago de policía en la televisión.
– ¿Usted hace de policía en la televisión?
Él suspiró.
– Olvídalo.
Cogió una grabadora del centro de la mesa.
– Voy a grabar la conversación, como la otra vez…principalmente porque no soy capaz de recordarlo todo punto por punto.
El detective apretó el botón y se sentó frente a Josie.
– ¿Te han dicho que te pareces a tu madre?
– No, nunca-dijo ladeando la cabeza-. ¿Me ha traído aquí para preguntarme eso?
Él sonrió.
– No.
– De todos modos, no me parezco a ella.
– Te aseguro que sí. Sobre todo los ojos.
Josie miró la mesa.
– Los míos son de un color totalmente distintos a los suyos.
– No estaba hablando del color-dijo el detective-. Josie, vuelve a decirme lo que viste el día de los disparos en el Instituto Sterling.
Bajo la mesa, Josie se agarró las manos. Se hundió las uñas en la palma para que algo le doliese más que las palabras que iba a decir.
– Tenía un examen de química. Había estudiado hasta muy tarde, y estaba pensando en eso cuando me levanté por la mañana. Eso es todo. Ya se lo he dicho, no recuerdo siquiera haber estado en la escuela ese día.
– ¿Recuerdas qué te hizo entrar en el vestuario?
Josie cerró los ojos. Le venía a la mente el vestuario, el suelo de baldosas, los casilleros grises, el calcetín desparejado en una esquina de la ducha. Y luego, todo se volvía rojo de rabia. Rojo de sangre.
– No-dijo Josie con las lágrimas formándole un nudo en la garganta-. Ni siquiera sé por qué pensar en ello me hace llorar.
Odiaba que la vieran así. Odiaba ser así. Más que nada, odiaba no saber cuándo sucedería: un cambio de viento, un ciclo de la marea. Josie aceptó el pañuelo que el detective le ofrecía.
– Por favor-susurró-, ¿puedo irme ya?
Hubo un momento de silencio en que Josie sintió el peso de la pena del detective cayendo sobre ella como una red, una que sólo atrapaba sus palabras, mientras el resto-la vergüenza, la rabia, el miedo-pasaban a través.
– Claro, Josie-dijo-. Puedes irte.
Alex fingía estar leyendo el Informe Anual de la Ciudad de Sterling cuando Josie irrumpió por la puerta de seguridad en la sala de espera de la comisaría. Estaba llorando, y Patrick Ducharme no estaba a la vista. «Lo mataré-pensó Alex de forma racional y tranquila-, en cuanto haya calmado a mi hija».
– Josie-la llamó mientras ésta pasaba por delante de ella hacia la salida del edificio, hacia el garaje.
Alex corrió detrás, atrapándola frente al coche. La abrazó por la cintura.
– Déjame sola-dijo Josie sollozando.
– Josie, cariño, ¿qué te ha dicho? Dímelo.
– ¡No te lo puedo decir! No lo entiendes. Nadie lo entiende-dijo apartándose-. Los únicos que lo entenderían están muertos.
Alex dudó. No sabía qué hacer. Podía abrazar con fuerza a Josie y dejarla llorar. O podía hacerle ver que, por más apenada que estuviese, tenía recursos para manejar la situación. Una especie de responsabilidad de Allen, pensó Alex, las instrucciones que un juez daba a un jurado que no estuviera llegando a ninguna parte con sus deliberaciones, recordándoles su deber como ciudadanos americanos y asegurándoles que podían y debían llegar a un consenso.
En el juzgado siempre le había funcionado.
– Sé que es duro, Josie, pero eres más fuerte de lo que crees, y…
Josie sacudió la mano, apartándose de ella.
– ¡Deja de hablarme así!
– ¿Cómo te hablo?
– ¡Como si fuera algún testigo o abogado a quien intentases impresionar!
– Su Señoría. Siento interrumpir.
Alex se volvió y vio a Patrick Ducharme justo detrás de ellas, oyéndolo todo. Se ruborizó. Aquél era exactamente el tipo de comportamiento que no se muestra en público cuando se es juez. Lo más seguro era que él volviese a las oficinas de la comisaría para enviar un correo electrónico general a todo el cuerpo: «Adivinen qué acabo de oír».
– Su hija-dijo-se ha dejado la camiseta.
De color rosa y con capucha, la sostenía bien doblada sobre el brazo. Se la dio a Josie. Y entonces, en lugar de irse, le puso la mano en la espalda.
– No te preocupes, Josie-dijo mirándola como si ellos dos fuesen las únicas personas en el mundo-. Todo va a salir bien.
Alex esperaba que le contestara bruscamente, pero en lugar de eso Josie se calmó. Asintió como si, por primera vez desde el día del tiroteo, así lo creyera.
Alex sintió que algo crecía en su interior. Se dio cuenta de que era alivio porque su hija había conseguido al fin tener cierta esperanza. Pero también una amarga pena por no haber sido ella quien devolviera la paz al rostro de Josie.
Ésta se enjugó los ojos con la manga de la sudadera.
– ¿Estás mejor?-preguntó Ducharme.
– Creo que sí.
– Bien.
El detective hizo un gesto hacia Alex.
– Jueza.
– Gracias-murmuró, mientras él daba media vuelta y regresaba a comisaría.
Alex oyó que Josie cerraba la puerta del coche tras sentarse en el asiento del pasajero, sin dejar de mirar a Patrick Ducharme hasta que éste desapareció de su vista. «Ojalá hubiera sido yo», pensó Alex, evitando a propósito terminar la frase.
Como Peter, Derek Markowitz era un genio de la informática. Como Peter, no había sido bendecido con músculos, altura o, para el caso, cualquier otro regalo de la pubertad. El pelo le quedaba de punta en mechones pequeños, como si se lo hubiesen plantado. Siempre llevaba la camisa por dentro de los pantalones, y nunca había sido popular.
Pero a diferencia de Peter, nunca había ido a la escuela y matado a diez personas.
Selena se sentó a la mesa de la cocina de los Markowitz, mientras Dee Dee Markowitz la observaba como un halcón. Ella había ido a entrevistar a Derek con la esperanza de que pudiera ser un testigo de la defensa, pero a decir verdad, la información que Derek le había dado hasta el momento lo hacía mucho mejor candidato para la acusación.
– ¿Y si todo es culpa mía?-dijo Derek-. Quiero decir que soy el único a quien se le dio una pista. Si hubiera escuchado mejor, quizá habría podido detenerlo. Podría habérselo dicho a alguien más. En cambio, pensé que estaba bromeando.
– No creo que nadie hubiera actuado de otro modo en tu caso-dijo Selena con amabilidad y totalmente en serio-. El Peter que conocías no es el que fue al instituto ese día.
– Sí-dijo Derek asintiendo para sí.
– ¿Ha terminado?-preguntó Dee Dee interrumpiendo-. Derek tiene clase de violín.
– Casi, señora Markowitz. Sólo quiero preguntarle a Derek acerca del Peter que conocía. ¿Cómo se conocieron?
– Ambos estábamos en el equipo de fútbol de sexto-dijo Derek-, y éramos unos desgraciados.
– ¡Derek!
– Perdona, mamá, pero es cierto.-Miró a Selena-. Por supuesto, ninguno de esos atletas podrían escribir un código HTML aunque sus vidas dependieran de ello.
Selena sonrió.
– Bueno, a mí inclúyeme en la categoría de los inútiles tecnológicos. ¿De manera que se hicieron amigos mientras estaban en el equipo?
– Permanecíamos juntos en el banquillo porque nunca nos hacían jugar-explicó Derek-. Pero no, no nos hicimos amigos hasta que dejó de verse con Josie.
Selena jugaba con el bolígrafo.
– ¿Josie?
– Sí, Josie Cormier. También va a la escuela.
– ¿Y ella era amiga Peter?
– Era la única con quien él se relacionaba-respondió Derek-, pero luego ella se convirtió en una chica popular, y lo plantó.-Se quedó mirando a Selena-. A Peter en realidad le dio igual. Dijo que se había vuelto una puta.
– ¡Derek!
– Lo siento, mamá-dijo-. Pero es cierto.
– ¿Me perdonan un momento?-preguntó Selena.
Salió de la cocina y entró en el baño, donde sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de su casa.
– Soy yo-dijo cuando Jordan contestó. Entonces se extrañó-. ¿Por qué hay tanto silencio?
– Sam está durmiendo.
– ¿No le habrás puesto otro vídeo de dibujos sólo para leer con tranquilidad tu revista?
– ¿Me has llamado para acusarme de ser un mal padre?
– No-dijo Selena-. He llamado para decirte que Peter y Josie eran buenos amigos.
En máxima seguridad, Peter tenía permitida una sola visita por semana, pero algunas personas no contaban. Por ejemplo, su abogado podía ir a verlo tantas veces como fuera necesario. Y, esto era lo raro, también los periodistas. Lo único que Peter tenía que hacer era firmar una pequeña nota diciendo que deseaba hablar con la prensa para que Elena Battista pudiera reunirse con él.
Estaba buena. Peter se dio cuenta de inmediato. En lugar de llevar un suéter informe de talla grande, se había puesto una ajustada blusa de botones. Si se inclinaba hacia adelante, incluso podía verle el escote.
Tenía el pelo espeso, largo y rizado, y ojos marrones. A Peter le costaba creer que alguien se hubiese burlado de ella en el instituto. Pero estaba sentada frente a él, eso seguro, y a duras penas podía mirarlo a los ojos.
– No puedo creerlo-dijo, acercando la punta de los pies hasta la línea roja que los separaba-. No puedo creer que esté aquí contigo.
Peter hizo como si no fuera la primera vez que oía eso.
– Sí-dijo-, está bien que hayas venido.
– Por Dios, era lo mínimo que podía hacer-dijo Elena.
Peter pensó en las historias que había oído acerca de admiradoras que se habían comenzado a cartear con presos y que, a la larga, se habían casado con ellos en una ceremonia en la prisión. Pensó en el oficial del correccional que había acompañado a Elena, y se preguntó si estaría contándoles a los demás que una que estaba buena estaba visitando a Peter Houghton.
– No te importa que tome notas, ¿verdad?-preguntó Elena-. Es para mi trabajo.
– Está bien.
La vio sacar un lápiz y aguantarlo con la boca mientras abría un cuaderno de notas por una página en blanco.
– Bueno, como te dije, estoy escribiendo acerca de los efectos del acoso.
– ¿Por qué?
– Bueno, a veces, cuando estaba en el instituto, pensaba que lo mejor sería matarme en lugar de volver a clase al día siguiente, me parecía más fácil. Imaginé que si a mí se me ocurría, tenía que haber más gente que también lo pensase…y así fue como tuve la idea.
Ella se inclinó hacia adelante-alerta de escote-y miró a Peter fijamente.
– Espero poder publicarlo en una revista de psicología o algo así.
– Eso está bien.
Él hizo una mueca. Demonios, ¿cuántas veces iba a decir que algo estaba bien? Seguramente estaba quedando como un retrasado mental.
– Bueno, quizá pudieras comenzar diciéndome cuán a menudo te sucedía. El acoso, quiero decir.
– Cada día, supongo.
– ¿Qué tipo de cosas te hacían?
– Lo usual-dijo Peter-. Meterme dentro de un casillero. Tirarme los libros por la ventanilla del autobús.
Le contó la letanía que ya le había contado a Jordan miles de veces: cómo le daban codazos mientras subía la escalera, cómo le quitaban los anteojos y se los rompían, cómo lo insultaban constantemente.
A Elena se le humedecieron los ojos.
– Eso tiene que haber sido muy duro.
Peter no sabía qué decir. Quería mantenerla interesada en su historia, pero no al precio de hacerle creer que era un debilucho. Se encogió de hombros, esperando que fuera respuesta suficiente.
Ella dejó de escribir.
– Peter, ¿puedo preguntarte algo?
– Claro.
– ¿Incluso si está fuera de lugar?
Peter asintió.
– ¿Planeaste matarlos?
Ella volvió a inclinarse hacia adelante, con los labios abiertos, como si lo que Peter iba a decir fuera una hostia, una comunión que llevase toda la vida esperando. Peter oía los pasos de un guardia que pasaba por la puerta que tenía detrás, casi podía saborear el aliento de Elena. Quería darle la respuesta correcta, una que sonase lo suficientemente peligrosa como para que se quedase intrigada y quisiera volver.
Él sonrió de una manera que fuera algo seductora.
– Digamos que aquello tenía que terminar-contestó.
Las revistas de la consulta del dentista de Jordan llevaban allí una eternidad. Eran tan viejas, que la famosa que se casaba en la portada ya se había divorciado de ese marido; tanto, que el presidente nombrado Hombre del Año ya había dejado la presidencia. En ese momento, al toparse con el último número de Time mientras esperaba su cita para un empaste, Jordan se dio cuenta de que se hallaba ante un hecho extraordinario.
INSTITUTO: ¿EL NUEVO FRENTE DE BATALLA?, decía la portada, y había una imagen del de Sterling tomada desde un helicóptero, con los chicos saliendo disparados por todas las salidas posibles del edificio. Hojeó distraídamente el artículo y las secciones, sin esperar encontrar nada que no supiera ya o que no hubiera leído en los informes, pero un subtítulo le llamó la atención.
«En la mente del asesino», leyó, y vio aquella fotografía tan usada de Peter, sacada del libro escolar de octavo.
Empezó a leer.
– Maldición-dijo poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la puerta.
– Señor McAfee-dijo la enfermera-, es su turno.
– Tengo que cambiarlo…
– De acuerdo, pero no puede llevarse nuestra revista.
– Añádala a mi cuenta-le soltó Jordan antes de echar a correr hacia el coche.
El móvil sonó justo al encender el motor. Esperaba que fuera Diana Leven, pavoneándose de su buena suerte, pero era Selena.
– Oye, ¿has terminado con el dentista? Necesito que te pases por CVS y que compres pañales de regreso a casa. Me voy.
– No voy a casa. Tengo un asunto serio ahora.
– Cariño-dijo Selena-, no hay asuntos más serios.
– Te lo explicaré luego-dijo Jordan.
Apagó el móvil, de manera que, aunque Diana llamara, no pudiera encontrarlo.
Llegó a la cárcel en veintiséis minutos, un récord personal, y se dirigió raudo hacia la entrada. Una vez allí, pegó la revista que llevaba contra el plástico que lo separaba del policía que lo estaba registrando.
– Necesito entrar esta publicación para enseñársela a mi cliente-dijo Jordan.
– No puede ser-dijo el oficial-. No puede entrar nada que tenga grapas.
Irritado, Jordan se apoyó la revista en la pierna y le arrancó las grapas.
– Ya está. ¿Puedo ver ahora a mi cliente?
Lo acompañaron a la misma sala de siempre, y se quedó dando vueltas mientras esperaba a Peter. Cuando llegó, Jordan golpeó la mesa con la revista abierta por la página del artículo.
– ¿Qué carajo estabas haciendo?
Peter se quedó con la boca abierta.
– Ella…¡Nunca dijo que escribía para Time!-dijo con la mirada clavada en la página-. No puedo creerlo-murmuró.
Jordan sentía que la sangre se le subía a la cabeza. Con toda seguridad, así era como la gente sufría apoplejías.
– ¿Te das cuenta de lo serias que son las acusaciones contra ti? ¿De lo mal que lo tienes? ¿De las pruebas que hay en contra?-Golpeó la página del artículo con la mano abierta-. ¿Crees que esto te hace parecer más simpático?
Peter frunció el cejo.
– Bueno, gracias por la lectura. Quizá si hubiese estado aquí para ahorrármelo hace unas semanas, no estaríamos discutiendo ahora.
– Oh, perfecto-replicó Jordan-. Consideras que no vengo lo suficiente, de manera que decides vengarte de mí hablando con la prensa.
– No era de la prensa. Era mi amiga.
– ¿Sabes?-dijo Jordan-, tú no tienes amigos.
– Dígame algo que no sepa-contestó Peter.
Jordan abrió la boca para gritarle de nuevo, pero no pudo. La sinceridad de su frase lo golpeó, ya que recordó la entrevista que Selena había mantenido esa misma semana con Derek Markowitz. Los amigos de Peter lo habían abandonado, o traicionado, o habían difundido sus secretos por todas partes.
Si de verdad quería hacer bien aquel trabajo, no podía limitarse a ser su abogado. Tenía que ser su confidente, y hasta la fecha lo único que había hecho era darle falsas esperanzas, como todos los demás en su vida.
Jordan se sentó cerca de Peter.
– Mira-dijo en voz baja-, no puedes volver a hacer algo así. Si alguien se pone en contacto contigo otra vez, por cualquier motivo, tienes que decírmelo. Por mi parte, vendré a verte más a menudo. ¿De acuerdo?
Peter se encogió de hombros como señal de asentimiento. Durante un momento muy largo permanecieron sentados el uno junto al otro sin decir nada, sin saber qué hacer.
– ¿Y ahora qué?-preguntó Peter-. ¿Tengo que volver a hablar de Joey? ¿O me preparo para esa entrevista psiquiátrica?
Jordan dudó. El único motivo por el que había ido a ver a Peter era para reprocharle que hubiese hablado con una periodista. De no ser por eso, no se habría dirigido a la cárcel. Supuso que podría pedirle a Peter que le contase su infancia, su vida escolar o sus sentimientos cuando lo acosaban, pero en ese momento no le parecía bien.
– Pues necesito un consejo-dijo-. Mi mujer me compró en Navidad ese juego, Agentes de Incógnito. Lo que pasa es que no consigo superar el primer nivel sin que me liquiden.
Peter se lo quedó mirando de reojo.
– Bueno, ¿está registrado como Droide o como Real?
¿Y él qué sabía? No había sacado el CD de la caja.
– Como Droide.
– Ése es su primer error. Mire, no se puede enrolar en la Legión de Pyrhphorus, tienen que citarle para que lo haga. La manera es comenzando en la Academia en lugar de en las Minas. ¿Lo entiende?
Jordan bajó la mirada al artículo, todavía sobre la mesa. El caso acababa de volverse mucho más complicado, pero quizá eso se compensara con el hecho de que la relación con su cliente se había vuelto mucho más fácil.
– Sí-dijo Jordan-. Comienzo a entenderlo.
– Esto no te va a gustar-dijo Eleanor dándole un documento a Alex.
– ¿Por qué no?
– Es una moción para que te recuses a ti misma en el caso Houghton. La acusación pide una audiencia.
Una audiencia quería decir que la prensa estaría presente, las víctimas estarían presentes, las familias estarían presentes. Quería decir que Alex estaría bajo la mirada pública antes de que el caso avanzase lo más mínimo.
– Pues no se la voy a conceder-dijo Alex desdeñosamente.
Su asistente dudó.
– Yo me lo pensaría dos veces.
Alex la miró a los ojos.
– Ya puedes irte.
Esperó a que Eleanor cerrase la puerta tras ella, y entonces cerró los ojos. No sabía qué hacer. Era cierto que durante la comparecencia había estado más nerviosa de lo que esperaba. También era cierto que la distancia entre ella y Josie se podía medir con los parámetros de su papel como jueza. Y todo eso porque Alex había asumido firmemente que era infalible, porque había estado tan segura de que podría ser justa que había llegado a un callejón sin salida. Podría recusarse antes de que el proceso comenzara. Pero si se hiciera a un lado sin más, podría parecer caprichosa, en el mejor de los casos, o inepta, en el peor. Y ella no quería que ninguno de esos adjetivos quedase asociado a su carrera judicial.
Si no le daba a Diana Leven la audiencia que estaba solicitando, parecería que Alex se estuviera escondiendo. Lo mejor sería dejarles definir sus posiciones y ser buena chica. Alex apretó el botón del intercomunicador.
– Eleanor-dijo-, prográmala.
Se pasó los dedos por el pelo y volvió a alisarlo. Necesitaba un cigarrillo. Rebuscó por los cajones de su mesa pero sólo pudo encontrar un paquete vacío de Merits.
– Mierda-murmuró, pero entonces recordó el paquete de emergencia escondido en el maletero del coche.
Alex tomó las llaves, se levantó y salió del despacho, apresurán-dose por la escalera trasera hacia el garaje.
Abrió de golpe la puerta de emergencia y notó cómo golpeaba con fuerza a alguien.
– ¡Dios mío!-gritó acercándose al hombre a quien acababa de golpear-. ¿Está usted bien?
Patrick Ducharme levantó la cabeza con una mueca de dolor.
– Su Señoría-dijo-, tengo de dejar de chocar con usted. Literalmente.
Ella frunció el cejo.
– No debería estar de pie junto a una salida de emergencia.
– Y usted no debería abrirla. ¿Y dónde está hoy?-preguntó Patrick.
– ¿Dónde está qué?
– El fuego.
Hizo un gesto de saludo a otro policía, que se estaba metiendo en un coche patrulla estacionado en el garaje.
Alex dio un paso atrás y se cruzó de brazos.
– Creo que ya tuvimos una conversación acerca de, bueno, de la conversación.
– En primer lugar, no estamos hablando del caso, a menos que haya algo metafórico de lo que yo no me entere. En segundo lugar, su posición en este proceso parece estar siendo cuestionada, a juzgar por el editorial de hoy del Sterling News.
– ¿Hoy hay un editorial sobre mí?-preguntó Alex, confusa-. ¿Qué dice?
– Bueno, se lo diría, pero eso sería hablar del caso, ¿no?-dijo sonriendo y marchándose.
– Espere-dijo Alex al detective.
Cuando él se dio la vuelta, ella miró alrededor para asegurarse de que estaban solos.
– ¿Puedo preguntarle algo? ¿Confidencialmente?
Él asintió despacio.
– ¿Le pareció que Josie estaba…no sé…bien, cuando habló con ella el otro día?
El detective se apoyó contra la pared de ladrillos del juzgado.
– Usted la conoce mucho mejor que yo.
– Bueno…claro-dijo Alex-. Es que he pensado que quizá, como desconocido, le dijera algo que no me diría a mí.-Fijó la mirada en el suelo que los separaba-. A veces es más fácil.
Sentía los ojos de Patrick sobre ella, pero no tenía el coraje de mirarlo.
– ¿Puedo decirle algo? ¿Confidencialmente?-preguntó él.
Alex asintió.
– Antes de obtener este trabajo, trabajaba en Maine. Y tuve un caso que era más que un caso, si sabe a lo que me refiero.
Alex lo sabía. Se dio cuenta de que estaba oyendo un tono de voz que no había escuchado antes en él, uno bajo, que resonaba con angustia, como un diapasón que nunca dejase de vibrar.
– Había una mujer que lo era todo para mí, y ella tenía un hijo que lo era todo para ella. Y cuando a él le hicieron daño como nunca deberían hacérselo a un niño, yo removí cielo y tierra para ocuparme del asunto, porque pensé que probablemente nadie podría hacerlo mejor que yo. Nadie podría preocuparse más por el resultado-dijo, mirando fijamente a Alex-. Estaba totalmente seguro de que podría separar cómo me sentía por lo sucedido de cómo tenía que hacer mi trabajo.
Alex intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca.
– ¿Y pudo?
– No. Porque cuando se ama a alguien, por más cosas que te digas a ti mismo, aquello deja de ser un trabajo.
– ¿Y en qué se convirtió?
Patrick se quedó pensativo un momento.
– En una venganza.
Una mañana, cuando Lewis le dijo a Lacy que iba a visitar a Peter en la cárcel, ella tomó su coche y lo siguió. Desde que Peter le había dicho que su padre no lo había visitado ni antes ni después de la comparecencia, Lacy lo había guardado en secreto. Cada vez hablaba menos con Lewis, ya que temía que, en caso de abrir la boca, se le escapase de inmediato.
Lacy tuvo cuidado de mantener un coche entre el suyo y el de Lewis. Le hacía pensar en el pasado, cuando salían juntos y ella seguía a Lewis a su apartamento o él la seguía a ella. Jugaban el uno con el otro accionando el limpiaparabrisas trasero, como un perro que mueve la cola, o haciéndose señales luminosas en código Morse.
Él condujo hacia el norte, como si fuese a la cárcel, y por un momento Lacy dudó: ¿Le habría mentido Peter por alguna razón? No lo creía. Pero tampoco había pensado que Lewis lo hiciera hasta que Peter se lo dijo.
Justo cuando llegaron al semáforo de Lyme Center empezó a llover. Lewis puso el intermitente y se metió en el pequeño parking de un banco, el estudio de un artista y una floristería. Ella no podía entrar detrás de él-la reconocería de inmediato-, de manera que se metió en el estacionamiento de la tienda de informática contigua, y aparcó tras el edificio.
Lacy salió del coche y se ocultó detrás de una boca de incendios desde donde vio que Lewis entraba en la tienda de flores para salir cinco minutos después con un ramo de rosas.
Se quedó sin respiración. ¿Tenía una amante? Nunca había considerado la posibilidad de que las cosas pudieran empeorar, que su pequeña familia se pudiera romper todavía más.
Lacy se metió en el coche y siguió a Lewis de nuevo. Era indudable que ella había estado obsesionada con el juicio de Peter. Y quizá fuera responsable, por no haber escuchado a su marido cuando él necesitaba hablar; porque ya no parecía importar nada de lo que él pudiera contar acerca de los seminarios de economía, publicaciones o eventos del momento, no cuando su hijo estaba en la cárcel. Pero ¿Lewis? Ella siempre se había creído el espíritu libre de la relación, y lo veía a él como el ancla. La seguridad era un espejismo. Estar atada a duras penas contaba cuando el otro extremo de la cuerda estaba desatado.
Se secó las lágrimas con la manga. Por supuesto, Lewis le diría que sólo era sexo, no amor. Que no significaba nada. Le diría que hay muchas maneras de superar el dolor, de llenar un agujero en el corazón.
Lewis volvió a poner el intermitente y giró a la derecha, esta vez para entrar en el cementerio.
Lacy comenzó a sentir una quemazón lenta en el pecho. Bueno, eso ya era enfermizo. ¿Allí se encontraban?
Lewis salió del coche, con las rosas pero sin paraguas. La lluvia arreciaba, pero Lacy estaba decidida a quedarse hasta el final. Permanecía detrás, suficientemente lejos, siguiéndolo hacia una nueva sección del cementerio, la que tenía las tumbas más recientes. Ni siquiera había lápidas. El terreno parecía un mosaico: tierra marrón frente al verde del césped cortado.
Lewis se arrodilló y dejó una rosa en la primera tumba. Luego fue hacia otra e hizo lo mismo. Y otra vez, y otra vez, hasta que el pelo ya le goteaba sobre la cara; hasta que tuvo la camisa empapada; hasta que hubo dejado diez flores.
Lacy se le acercó por detrás mientras él depositaba la última rosa.
– Sé que estás ahí-dijo Lewis sin volverse.
Ella enmudeció. Enterarse de lo que Lewis estaba haciendo esos días compensó el saber que no la estaba engañando. Ya no sabía si estaba llorando o si el cielo lo hacía por ella.
– ¿Cómo te atreves a venir aquí-le espetó-en lugar de visitar a tu hijo?
Él levantó la cara para mirarla.
– ¿Sabes qué es la teoría del caos?
– La teoría del caos me importa una mierda, Lewis. Lo que me importa es Peter. Que es más de lo que puedes decir…
– La idea-la interrumpió él-es que solo puedes explicar linealmente el último momento en el tiempo…pero que todo lo que te ha llevado a él puede haber llegado en cualquier secuencia de acontecimientos. Así, un chico lanza una piedra al agua en la playa, y en otro lugar del planeta hay un tsunami.-Lewis estaba de pie, con las manos en los bolsillos-. Me lo llevé de caza, Lacy. Le dije que hiciera deporte, aunque no le gustara. Le dije mil cosas. ¿Y si una de ellas fuera la que le hizo hacer eso?
Se inclinó, sollozando. Lacy se le acercó mientras la lluvia le caía en los hombros y la espalda.
– Lo hicimos lo mejor que pudimos-dijo Lacy.
– No fue suficiente.
Lewis señaló hacia las tumbas con la cabeza.
– Mira eso. Mira eso.
Lacy miró. A través del aguacero, con el pelo y la ropa pegados al cuerpo, se fijó en el cementerio y vio las caras de los chicos que seguirían vivos si su propio hijo no hubiera nacido.
Lacy se tocó el abdomen con la mano. El dolor la partía en dos como en un truco de magia; sabía que nunca volvería a sentirse unida.
Uno de sus hijos tomaba drogas. El otro era un asesino. ¿Habían sido ella y Lewis los padres equivocados para los hijos que habían tenido? ¿O acaso nunca deberían haber sido padres?
Los niños no cometen errores. Caen en agujeros guiados por sus padres. Ella y Lewis habían creído de verdad que iban por buen camino, pero quizá deberían haberse detenido para orientarse. Quizá entonces nunca habrían tenido que ver cómo Joey, y luego Peter, tomaban ese camino hacia la caída libre.
Lacy recordaba haber comparado las notas de Joey con las de Peter, o haberle dicho a Peter que quizá debería probar con el fútbol, porque a Joey le había gustado mucho. La aceptación empieza en casa, pero también la intolerancia. Lacy se dio cuenta de que, cuando comenzaron a acosarlo en la escuela, Peter ya se sentía un marginado en su propia familia.
Lacy cerró los ojos con fuerza. Se la conocería como la madre de Peter Houghton durante el resto de su vida. En determinado momento, eso la habría emocionado. Pero hay que tener cuidado con lo que se desea. Obtener reconocimiento por lo que un hijo hace bien comporta aceptar la responsabilidad por lo que hace mal. Y, para Lacy, eso quería decir que, en lugar de compensar a las víctimas, ella y Lewis tenían que comenzar más cerca de su casa, con Peter.
– Nos necesita-dijo Lacy-. Más que nunca.
Lewis sacudió la cabeza.
– No puedo ir a ver a Peter.
Ella se apartó.
– ¿Por qué?
– Porque todavía pienso cada día en el borracho que se estrelló contra el coche de Joey. Pienso en lo mucho que deseé que hubiese muerto él en lugar de Joey. En cuánto merecía morir. Los padres de cada uno de esos chicos están pensando lo mismo de Peter-concluyó Lewis-. Y, Lacy…, no los culpo.
Lacy se apartó, temblando. Lewis arrugó el cono de papel que había contenido las flores y se lo guardó en el bolsillo. La lluvia caía entre ellos como una cortina, haciéndoles muy difícil verse el uno al otro.
Jordan estaba en una pizzería cercana a la cárcel, esperando que llegara King Wah tras su entrevista psiquiátrica con Peter. Se retrasaba diez minutos, y Jordan no estaba seguro de si eso era algo bueno o malo.
La puerta se abrió y King entró junto con una ráfaga de viento que le hizo ondular la gabardina. Se sentó a la mesa donde estaba Jordan y le robó un pedazo de pizza del plato.
– Lo que tienes es lo siguiente-le dijo antes de morder la pizza-. Psicológicamente, no hay una diferencia significativa entre el tratamiento de una víctima de acoso y el tratamiento de una mujer adulta que sufra malos tratos. La consecuencia para ambos es un trastorno de estrés postraumático.
Devolvió el pedazo al plato de Jordan.
– ¿Sabes lo que me ha dicho Peter?
Jordan pensó en su cliente un momento.
– ¿Que estar en la cárcel es una mierda?
– Bueno, eso lo dicen todos. Me ha dicho que prefería estar muerto a pasar otro día enfrentándose a lo que le podía suceder en la escuela. ¿A quién te suena eso?
– A Katie Riccobono-dijo Jordan-. Después de que decidiera hacerle a su marido un triple puente coronario con un cuchillo de cocina.
– Katie Riccobono-confirmó King-, el estandarte del síndrome de las mujeres maltratadas.
– De manera que Peter se convierte en el primer ejemplo de síndrome de víctima acosada-dijo Jordan-. Sé honesto conmigo, King. ¿Crees que el jurado se va a identificar con un síndrome que ni siquiera existe en realidad?
– Un jurado no está formado por mujeres maltratadas, y sin embargo a veces han absuelto a alguna. Por otra parte, todos los miembros del jurado habrán pasado por el instituto.
Alcanzó la Coca-Cola de Jordan y tomó un sorbo.
– ¿Sabías que, con el tiempo, un solo incidente de acoso en la infancia puede ser tan traumático para una persona como un solo incidente de abuso sexual?
– Me estás tomando el pelo.
– Piénsalo. El denominador común es la humillación. ¿Cuál es el recuerdo más vívido que tienes del instituto?
Jordan tuvo que pararse a pensar un momento para que algún recuerdo del instituto acudiera a su mente, especialmente alguno destacable. Entonces sonrió.
– Estaba en clase de educación física, haciendo un examen. Una parte consistía en subir por una cuerda que colgaba del techo. En el instituto no tenía la forma física que tengo ahora.
King suspiró.
– Naturalmente.
– De manera que me preocupaba no llegar hasta arriba. Al final, ése no fue el problema. El problema fue bajar, porque al haber subido con la cuerda entre las piernas se me había puesto dura.
– Pues ahí lo tienes-dijo King-. Pregunta a diez personas, y la mitad no será capaz de recordar nada concreto del instituto, lo habrán bloqueado. La otra mitad recordará un momento doloroso o embarazoso. Se te queda para toda la vida.
– Eso es increíblemente deprimente-comentó Jordan.
– Bueno, la mayoría de nosotros crece y se da cuenta de que, en el gran esquema de la vida, esos incidentes son sólo una parte pequeña del puzzle.
– ¿Y los que no se dan cuenta?
King miró a Jordan.
– Se convierten en Peter.
El motivo por el cual Alex estaba rebuscando en el armario de Josie era, en primer lugar, porque Josie le había agarrado la falda negra y no se la había devuelto, y Alex la necesitaba para esa noche. Tenía una cena con Whit Hobart, su antiguo jefe, que se había jubilado de la oficina de abogados de oficio. Tras la audiencia del día, en que la acusación había presentado la moción para recusarla, necesitaba un consejo.
Encontró la falda, pero encontró también un tesoro oculto. Alex se sentó en el suelo, con una caja abierta en el regazo. El fleco de un antiguo vestido de Josie de las clases de jazz que había tomado cuando tenía seis o siete años le cayó en la mano como un susurro. La seda era fría al tacto. Estaba sobre la falsa piel de un disfraz de tigre que Josie había llevado un Halloween y que había guardado para disfrazarse, la primera y única incursión de Alex en la costura. A mitad de la tarea, se había dado por vencida y lo había enganchado a la tela con pegamento. Alex tenía previsto llevarse a Josie casa por casa para la petición de caramelos de ese año, pero por aquel entonces era abogada de oficio y habían arrestado a uno de sus clientes. Josie terminó saliendo con los vecinos y sus hijos, y aquella noche, cuando Alex llegó a casa, Josie vació en la cama la funda de almohada llena de caramelos. «Coge la mitad-le dijo Josie-, porque te lo has perdido todo».
Hojeó el atlas que Josie había hecho en primero, coloreando los continentes y laminando las páginas. Leyó las fichas informativas. Encontró una goma para el pelo y se la puso en la muñeca. En el fondo de la caja había una nota, escrita con la caligrafía redondeada de una niña pequeña: Mamá te quiero mucho.
Alex recorrió las letras con los dedos. Se preguntó por qué Josie la había guardado. Por qué no se la había dado nunca a su destinataria. ¿Acaso Josie había esperado tanto que se le había olvidado? ¿Se había enfadado por algo con Alex y había decidido no dársela?
Alex se puso en pie y dejó con cuidado la caja donde la había encontrado. Dobló la falda negra sobre el brazo y se fue a su habitación. Sabía que la mayoría de los padres rebuscaban entre las cosas de sus hijos por si guardaban condones o bolsitas de marihuana, intentando agarrarlos por sorpresa. Para Alex era distinto. Para ella, rebuscar entre las cosas de Josie era la manera de aferrarse a lo que había perdido.
La triste verdad de estar soltero era que Patrick no podía justificar molestarse en cocinar. Tomaba la mayor parte de las comidas de pie frente al fregadero, así que ¿de qué servía llenarlo todo con docenas de tarros, cazuelas e ingredientes frescos? No iba a decirse a sí mismo «Patrick, gran receta, ¿de dónde la has sacado?».
De modo que lo tenía perfectamente organizado. El lunes era la noche de la pizza. El martes, Subway. El miércoles, chino. El jueves, sopa. Y el viernes se comía una hamburguesa en el bar donde solía tomarse una cerveza antes de ir a casa. Los fines de semana eran para las sobras, y siempre había muchas. A veces se limitaba a encargar comida-¿hay alguna frase más triste que «Arroz con camarones y cerdo agridulce para uno»?-, pero en realidad esa rutina le había permitido hacer muchos amigos. Sal, de la pizzería, le daba pan de ajo gratis porque iba cada semana. El tipo del Subway, cuyo nombre Patrick ignoraba, lo señalaba y sonreía. «Una buena pechuga de pavo italiano con extra de queso-mayonesa-olivas y pepinillos-sal-y-pimienta», solía exclamar, el equivalente verbal de su apretón de manos secreto.
Al ser miércoles, estaba en el Dragón Dorado, esperando a que le preparasen lo que había encargado en la hoja del pedido. Vio que May movía la sartén en la cocina-siempre se preguntaba dónde demonios podría comprar alguien un wok tan grande-, y prestó atención a la televisión que había en la barra, donde la partida de los Sox acababa de comenzar. Una mujer estaba sentada sola, rompiendo el borde del posavasos mientras esperaba a que el camarero le trajera la bebida.
Ella le daba la espalda, pero Patrick era un detective, y podía deducir algunas cosas de lo que veía. Como que tenía un buen culo, por un lado, y que debería deshacerse el moño de bibliotecaria que llevaba y dejar que el pelo le cayera por los hombros. Vio que el camarero-un coreano llamado Spike, nombre que a Patrick siempre le sonaba divertido-abría una botella de Pinot Noir, de manera que archivó también ese detalle: ella tenía clase. Nada con una pequeña sombrilla de papel dentro.
Se deslizó por detrás de la mujer y le dio a Spike uno de veinte.
– La invito-dijo Patrick.
Ella se dio la vuelta, y por un momento Patrick se quedó inmóvil, preguntándose cómo era posible que aquella mujer misteriosa tuviese la cara de la jueza Cormier.
A Patrick le vino un recuerdo de haber estado en el instituto, con quince o dieciséis años, y haber catalogado de Nena Sexy en Potencia a la madre de un amigo antes de darse cuenta de quién era en realidad. La jueza le quitó a Spike el billete de veinte dólares de las manos y se lo devolvió a Patrick.
– No puede pagarme una bebida-dijo, y sacó algo de dinero del monedero para dárselo al camarero.
Patrick se sentó en el taburete junto a ella.
– Bueno, pero usted sí puede pagarme una a mí-dijo.
– No creo-contestó ella mirando alrededor-. No creo que deban vernos hablando juntos.
– El único testigo es la carpa de la pecera, junto a la caja registradora. Creo que está a salvo-replicó Patrick-. Además, sólo estamos hablando. No estamos hablando del caso. Todavía se acuerda de cómo hablar fuera de un juzgado, ¿verdad?
Ella agarró el vaso de vino.
– Por cierto, ¿qué hace aquí?
Patrick bajó la voz.
– Llevo un caso de drogas de la mafia china. Importan opio sin refinar en los paquetes de azúcar.
Ella abrió los ojos desorbitadamente.
– ¿En serio?
– No. Además, ¿se lo diría si fuera verdad?-preguntó él sonriendo-. Estoy esperando mi pedido. ¿Y usted?
– Espero a alguien.
Cuando ella dijo eso, él se dio cuenta de que estaba disfrutando de su compañía. Le encantaba ponerla nerviosa, algo que, la verdad, no era tan difícil. La jueza Cormier le recordaba al Gran y Poderoso Oz: todo voces, campanas y silbidos, pero cuando retirabas la cortina no era más que una mujer normal.
Y tenía un buen culo.
Él sintió que el calor se le subía a la cabeza.
– Familia feliz-dijo Patrick.
– ¿Perdón?
– Es lo que he pedido. Sólo intentaba ayudarla en nuestra conversación casual.
– ¿Sólo ha pedido un plato? Nadie va a un restaurante chino y pide un único plato.
– Bueno, no todos tenemos chicos en edad escolar en casa.
Ella pasó el dedo por el borde de la copa de vino.
– ¿No tiene hijos?
– Nunca me he casado.
– ¿Por qué?
Patrick sacudió la cabeza, esbozando una sonrisa.
– No he tenido ocasión.
– Deben de habérsela jugado-dijo la jueza.
Se quedó sorprendido. ¿Acaso era como un libro abierto?
– Supongo que no tiene el monopolio de las facultades detectivescas asombrosas-comentó ella, riendo-. Nosotras lo llamamos intuición femenina.
– Sí, eso le daría de inmediato la placa de policía-dijo observando su mano sin anillo-. Y ¿por qué no está usted casada?
La juez repitió su respuesta.
– No he tenido ocasión.
Sorbió algo de vino en silencio durante un momento mientras Patrick golpeaba la barra con los dedos.
– Ella ya estaba casada-admitió.
La jueza dejó la copa en la mesa, vacía.
– Él también-confesó, y cuando Patrick se dio la vuelta, ella lo miró a los ojos.
Los de ella eran de un gris pálido que evocaba el crepúsculo, el brillo de balas de plata y la llegada del invierno. El color del cielo antes de que un relámpago lo rasgue.
Patrick nunca se había dado cuenta, y pronto supo por qué.
– No lleva anteojos.
– Me encanta saber que Sterling tiene a alguien tan agudo como usted como protector y servidor.
– Usualmente lleva anteojos.
– Sólo cuando trabajo. Las necesito para leer.
«Y cuando yo suelo verla, está trabajando».
Por eso no se había dado cuenta de que Alex Cormier era atractiva. Antes, cuando se encontraban, ella iba a vestida de jueza, con la toga totalmente abotonada. No la había visto inclinada sobre la barra de un bar, como una flor en un invernadero. Nunca le había parecido tan…humana.
– ¡Alex!
La voz les llegó desde atrás. El hombre iba muy elegante, con un buen traje y zapatos de calidad, con las suficientes canas en las sienes como para parecer interesante. Llevaba escrito en la cara que era abogado. Sin duda era rico y estaba divorciado. El tipo de hombre que se pasaría la noche hablando del código penal antes de hacer el amor. El tipo de hombre que duerme en su lado de la cama en lugar de abrazado a ella con tanta fuerza que, incluso aunque se cayesen de la cama seguirían pegados.
«Dios mío-pensó Patrick mirando al suelo-. ¿A qué viene esto?».
¿Qué le importaba con quién se viera Alex Cormier, aunque el tipo fuera lo suficientemente mayor como para ser su padre?
– Whit-dijo ella-, estoy tan contenta de que hayas venido.
Lo besó en la mejilla y luego, dándole aún la mano, se dirigió a Patrick.
– Whit, éste es el detective Patrick Ducharme. Patrick, Whit Hobart.
El hombre tenía un buen apretón de manos, lo que todavía cabreaba más a Patrick. Éste esperó a ver qué más decía la jueza acerca de él, pero de hecho, ¿qué iba a decir? Patrick no era un viejo amigo y tampoco era alguien a quien hubiera conocido en el bar; y no podía mencionar que ambos estaban en el caso Houghton, porque entonces no deberían estar hablando.
Patrick se dio cuenta de que eso era lo que ella había estado intentando decirle todo el rato.
May salió de la cocina con una bolsa de papel doblada y bien cerrada.
– Aquí lo tienes, Pat-dijo-. Te vemos la semana que viene, ¿de acuerdo?
Él sabía que la jueza lo estaba mirando.
– Familia feliz-dijo ella, ofreciéndole como premio de consolación la más pequeña de las sonrisas.
– Ha sido un placer verla, Su Señoría-dijo Patrick con educación.
Abrió la puerta del restaurante con tanta fuerza que golpeó la puerta exterior. Cuando estaba a medio camino del coche, se dio cuenta de que ya no tenía hambre.
La noticia principal en los informativos locales de las 11:00 de la noche era la audiencia en el Tribunal Superior para apartar a la jueza Cormier del caso. Jordan y Selena estaban sentados en la cama, a oscuras, con un tazón de cereales cada uno sobre la barriga, viendo llorar a la madre de una chica parapléjica en la pantalla.
– «Nadie tiene en cuenta a nuestros hijos-decía-. Si el caso se complica por algún asunto legal…bueno, no son lo suficientemente fuertes como para pasar por lo mismo dos veces».
– Ni tampoco Peter-señaló Jordan.
Selena dejó la cuchara.
– Cormier va a quedarse en el caso aunque tuviera que arrastrarse hasta su silla.
– Bueno, tampoco voy a contratar a alguien que le rompa las rodillas, ¿no?
– Vamos a mirar la parte positiva-dijo Selena-. Nada de lo que diga Josie puede perjudicar a Peter.
– ¡Dios mío, tienes razón!
Jordan se incorporó tan rápido que salpicó con leche el edredón. Dejó el tazón en la mesita de noche.
– Es brillante.
– ¿El qué?
– Diana no va a llamar a Josie como testigo de la acusación porque no puede declarar nada que les sea útil. Pero nada me impide llamarla a mí como testigo de la defensa.
– ¿Estás bromeando? ¿Vas a poner a la hija de la jueza en tu lista de testigos?
– ¿Por qué no? Era amiga de Peter y él ha tenido contados amigos. Lo hago de buena fe.
– Pero no puedes…
– No creo que tenga que llamarla. Pero la acusación no va a saberlo-dijo sonriendo a Diana-. Y, a propósito, tampoco la jueza.
Selena también dejó el tazón.
– Si incluyes a Josie en tu lista de testigos…Cormier tiene que abandonar.
– Exactamente.
Selena se abalanzó para tomarle la cara con las manos y darle un beso en los labios.
– Eres diabólicamente bueno.
– ¿Cómo?
– Ya me has oído.
– Sí-dijo Jordan sonriendo-, pero no me importaría nada oírlo de nuevo.
El edredón se deslizó hacia abajo mientras él la abrazaba.
– Mi pequeño glotón-murmuró Selena.
– ¿No fue eso lo que te hizo enamorarte de mí?
Selena se echó a reír.
– Bueno, desde luego no fueron ni tu encanto ni tu gracia, cariño.
Jordan se inclinó sobre Selena, besándola hasta que dejara de burlarse de él, o al menos eso esperaba.
– Vamos a hacer otro niño-susurró él.
– ¡Aún estoy amamantando al primero!
– Entonces vamos a practicar cómo tener otro.
Para Jordan no había nadie en el mundo como su mujer. Escultural e impresionante, la más lista de los dos-aunque nunca lo hubiese admitido ante ella-y tan perfectamente compenetrada con él que casi se veía obligado a abandonar su escepticismo y a creer que los telépatas existían. Enterró la cara en la parte de Selena que más le gustaba: donde la nuca daba paso al hombro, donde su piel tenía el color del jarabe de arce y era incluso más dulce.
– Jordan-dijo-, ¿nunca te preocupas por nuestros hijos? Quiero decir…ya sabes. Haciendo lo que haces…y viendo lo que ves…
– Bueno-dijo poniéndose boca arriba-, acabas de matar el momento.
– Lo digo en serio.
Jordan suspiró.
– Por supuesto que pienso en eso. Me preocupo por Thomas. Y por Sam. Y por cualquier otro que pueda venir.
Se apoyó en un codo para verle los ojos en la oscuridad.
– Pero luego me imagino que los hemos tenido para eso.
– ¿Qué quieres decir?
Él miró por encima del hombro de Selena, hacia la luz verde que parpadeaba en el monitor del bebé.
– Quizá-dijo Jordan-ellos sean los que cambien el mundo.
Whit no había hecho cambiar a Alex de opinión. Ella ya pensaba así cuando se vieron para cenar. No obstante, él fue el ungüento que ella necesitaba para sus heridas, la justificación que temía darse a sí misma.
– A la larga tendrás otro gran caso-le había dicho él-. Pero no recuperarás este momento con Josie.
Alex entró en la oficina con energía, principalmente porque sabía que eso era lo más fácil. Apartarse del caso y escribir la moción para recusarse a sí misma no sería ni con mucho tan terrible como lo que sucedería al día siguiente, cuando ya no fuera la jueza del caso Houghton.
Cuando, en lugar de eso, tuviera que comportarse como una madre.
Eleanor no aparecía por ninguna parte, pero había dejado el papeleo sobre la mesa de Alex. Ésta se sentó y lo estudió.
Jordan McAfee, quien el día anterior ni siquiera había abierto la boca durante la audiencia, estaba pensando llamar a Josie como testigo.
Notó un cosquilleo en la barriga. Era una emoción para la cual Alex no tenía palabras, el instinto animal que aparece cuando te das cuenta de que alguien a quien amas está atrapado.
McAfee había cometido el pecado imperdonable de involucrar a Josie, y a Alex le daba vueltas la cabeza preguntándose qué podría hacer para hacer que se fuera o incluso expulsarlo. Pensando en ello, ni siquiera le importaba si la venganza estaba dentro o fuera de la ley. Entonces Alex se detuvo de pronto. No sería de Jordan McAfee de quien se ocuparía, sino de Josie. Haría lo que fuera para evitar que volvieran a herir a su hija.
Quizá debería agradecerle a Jordan McAfee que le hubiera hecho darse cuenta de que ya tenía en su interior la materia prima para ser una buena madre.
Alex se sentó frente al portátil y empezó a escribir. El corazón le palpitaba con fuerza cuando se dirigió a la mesa de Eleanor y le entregó la hoja de papel. Es lo normal cuando se está a punto de saltar por el precipicio.
– Tienes que llamar al juez Wagner-dijo Alex.
La orden de búsqueda no estaba a cargo de Patrick, pero cuando oyó que otro oficial decía que iba a pasarse por el juzgado, intervino.
– Yo voy hacia allí-le dijo-. Déjamelo a mí.
En realidad, no tenía que ir hacia el juzgado; y tampoco era tan buen samaritano como para conducir de buena gana sesenta kilómetros en lugar de que lo hiciera otro. Si Patrick quería ir allí era por una única razón: tener una excusa para ver a Alex Cormier.
Estacionó en una plaza vacía y salió del coche, localizando de inmediato el Honda de ella. Eso era bueno. Por lo que sabía, ella no tenía por qué estar en el juzgado ese día. Y entonces se dio cuenta de que había alguien en el coche…y que ese alguien era la jueza.
Estaba quieta, con la mirada fija en el parabrisas. Los limpiaparabrisas estaban conectados, pero no llovía. Ella misma no parecía darse cuenta de que estuviera llorando.
Patrick sintió en la boca del estómago el mismo movimiento desagradable que tenía cuando llegaba a la escena de un crimen y veía las lágrimas de las víctimas. «Llego tarde-pensó-. Otra vez».
Patrick se acercó al coche, pero la jueza no lo vio hacerlo. Cuando golpeó la ventanilla, ella dio un respingo y se enjugó los ojos apresuradamente. Él le pidió con señas que bajase la ventanilla.
– ¿Está bien?-le preguntó.
– Sí, estoy bien.
– No lo parece.
– Entonces deje de mirar-le espetó.
Él se aferró a la puerta del coche con las manos.
– Oiga, ¿quiere que vayamos a hablar a alguna parte? La invito a un café.
La jueza suspiró.
– No puede invitarme a un café.
– Bueno, aun así podemos tomarnos uno.
Rodeó el coche, abrió la puerta del pasajero y se sentó junto a ella.
– Está de servicio-observó Alex.
– Estoy en mi descanso para comer.
– ¿A las diez de la mañana?
Él agarró la llave del tablero, la introdujo y puso el motor en marcha.
– Salga del garaje y gire a la izquierda, ¿está bien?
– ¿Y si no qué?
– Por Dios, ¿no se le ocurre nada mejor que discutir con alguien que lleva una pistola Glock?
Ella se lo quedó mirando un buen rato.
– Tal vez esto pueda ser considerado un asalto-comentó ella empezando a conducir.
– Recuérdeme que luego me arreste a mí mismo-dijo Patrick.
El padre de Alex la educó desde pequeña para que hiciera todo lo mejor posible, y aparentemente ella lo aplicaba también a enojarse. ¿Por qué no apartarse de forma voluntaria del mayor juicio de su carrera, solicitar la baja administrativa y salir a tomar un café con el detective del caso, todo de golpe?
Pero si no hubiera salido con Patrick Ducharme, se dijo a sí misma, no se habría enterado de que el restaurante chino Dragón Dorado abría a las diez de la mañana.
Si no hubiese salido con él, tendría que haberse ido a casa y comenzar su vida de nuevo.
Parecía que todos en el restaurante conocieran al detective, y que no les importase que entrara en la cocina para servirle a Alex una taza de café.
– Lo que ha visto antes-dijo Alex dubitativa-, no…
– No le diré a nadie que se lo estaba pasando bien llorando en el coche.
Ella se quedó mirando la taza que le acababa de servir sin saber cómo responder. Según su experiencia, cuando muestras a los demás que eres débil lo usan contra ti.
– A veces es difícil ser jueza. La gente espera que actúes como tal, incluso cuando estás enferma y lo único que quieres es esconderte en algún sitio para morir, o poner verde a la cajera que te ha devuelto mal el cambio a propósito. No hay mucho margen para errores.
– Su secreto está a salvo-dijo Patrick-. Por mí, nadie de la comunidad policial sabrá que usted tiene emociones.
Alex tomó un sorbo de café y volvió a mirarlo.
– En serio, no pasa nada. Todos tenemos malos días en el trabajo.
– ¿Usted llora en su coche?
– No recientemente, pero se me conocía por volcar los armarios de pruebas en mis ataques de frustración.
Puso un poco de leche en un recipiente y se sentó.
– En realidad no son mutuamente excluyentes.
– ¿El qué?
– Ser un juez y ser humano.
Alex echó un poco de leche.
– Dígaselo a todos los que quieren que me recuse a mí misma.
– ¿No es éste el momento en que me dice que no podemos hablar del caso?
– Sí-dijo Alex-. Sólo que ya no estoy en el caso. Al mediodía se hará público.
Él se puso serio.
– ¿Por eso estaba disgustada?
– No. Ya había tomado la decisión de dejarlo, pero entonces me enteré de que Josie está en la lista de testigos de la defensa.
– ¿Por qué?-preguntó Patrick-. No se acuerda de nada. ¿De qué les puede servir?
– No lo sé-dijo Alex mirándolo-. Pero ¿y si es por mi culpa? ¿Y si el abogado sólo lo ha hecho para sacarme del caso, porque yo era demasiado cabezota para recusarme cuando el asunto se trató por primera vez?-Se avergonzó al darse cuenta de que estaba llorando otra vez. Agachó la cabeza y miró hacia la barra, esperando que Patrick no se diera cuenta-. ¿Y si tiene que ponerse en pie delante de todo el juzgado y revivir ese día?
Patrick le pasó una servilleta para que se enjugase los ojos.
– Lo siento. No suelo ser así.
– Cualquier madre cuya hija haya estado tan cerca de morir tiene derecho a desahogarse-dijo Patrick-. Mire. He hablado dos veces con Josie. Me sé su declaración de memoria. No importa que McAfee la llame a declarar. Nada de lo que pueda decir la perjudicará. Consuélese pensando que ya no tiene que preocuparse por un conflicto de intereses. Lo que Josie necesita ahora mismo es una buena madre, no una buena jueza.
Alex esbozó una sonrisa.
– Me duele que me evite.
– No diga eso.
– Es verdad. Toda mi vida con Josie se ha basado en la pérdida de comunicación.
– Bueno-señaló Patrick-, eso significa que en cierto momento estuvieron conectadas.
– Ninguna de nosotras lo recuerda. Últimamente usted ha tenido mejores conversaciones con Josie que yo-comentó Alex mirando la taza de café-. Todo lo que le digo a Josie le parece mal. Me mira como si yo fuera de otro planeta. Como si ahora no tuviera derecho a actuar como una madre preocupada porque no actuaba como tal antes de que todo esto sucediera.
– ¿Por qué no lo hacía?
– Estaba trabajando. Mucho-dijo Alex.
– Muchos padres trabajan duro…
– Pero soy buena como jueza y un desastre como madre.
Aunque Alex se tapó la boca con la mano, era demasiado tarde, la verdad se deslizó por la barra como una serpiente venenosa. ¿En qué estaría pensando para confesar eso a otra persona cuando apenas lo podía admitir ante sí misma? Para el caso, lo mismo podría haberse pintado una marca en el talón de Aquiles.
– Quizá debería hablar con Josie de la misma manera en que habla a los que van al juzgado-sugirió Patrick.
– Odia que actúe como abogada. Además, en el juzgado apenas hablo. Normalmente escucho.
– Bien, Su Señoría-dijo Patrick-, eso puede funcionar también.
Una vez, cuando Josie era pequeña, Alex la dejó sola un momento, y la niña aprovechó para subirse a un taburete. Desde el otro lado de la habitación, Alex vio aterrorizada cómo el ligero peso de Josie lo desequilibraba. No podría llegar con suficiente rapidez para evitar que Josie cayera, y tampoco quería gritar, porque temía que eso la asustase y la hiciera caer. De manera que se quedó quieta, esperando el accidente.
Pero Josie consiguió encaramarse a él, ponerse en pie sobre el pequeño asiento circular y accionar el interruptor de la luz, como quería. Alex la vio encender y apagar las luces, la vio sonreír cada vez que se daba cuenta de que sus acciones podían transformar el mundo.
– Dado que no estamos en el juzgado-dijo ella con indecisión-, me gustaría que me llamara Alex.
Patrick sonrió.
– Y a mí me gustaría que me llamara Su Majestad el rey Kamehameha.
Alex no pudo evitar echarse a reír.
– Pero si eso es demasiado difícil de recordar, Patrick está bien.
Tomó la cafetera para servirse más, y le echó también a ella.
– Repetir es gratis-dijo.
Vio que él le ponía azúcar y leche en la misma proporción en que ella se había echado en su primera taza. Era un detective. Su cometido era percibir detalles. Pero Alex pensó que no era eso lo que lo hacía ser bueno en su trabajo, sino que tenía la capacidad de usar la fuerza, como cualquier otro policía, pero en realidad te atrapaba con su educación.
Y Alex sabía que eso era lo más letal.
No era algo que pudiera poner en su currículo, pero Jordan estaba especialmente dotado para bailar a ritmo de salsa. La que más le gustaba era Patata caliente, pero la que de verdad volvía loco a Sam era Ensalada de frutas. Mientras Selena estaba en el piso de arriba tomando un baño caliente, Jordan puso el DVD. Ella se oponía a bombar-dear a Sam con la tele. Ella quería que Jordan hiciera otras cosas con el bebé, como descubrirle a Shakespeare o enseñarle a resolver ecuaciones diferenciales, mientras Jordan quería dejar que la televisión hiciera su trabajo convirtiendo el cerebro de uno en puré…al menos el tiempo suficiente para ver una sesión de baile tan buena como infantil.
Los bebés siempre pesan bastante, de manera que cuando los dejas en el suelo te parece que te falta algo.
– Ensalada de frutas…¡Qué bueno!-dijo Jordan canturreando y girando mientras Sam abría la boca y dejaba escapar una risa infantil.
El timbre sonó, y Jordan, recogiendo a su pequeño compañero, se dirigió a la puerta bailoteando. Más o menos sincronizado con la canción de fondo, Jordan abrió la puerta.
– Hoy vamos a hacer un poco de ensalada de frutas-canturreaba.
Entonces vio quién había en el porche.
– ¡Jueza Cormier!
– Siento interrumpir.
Él ya sabía que ella se había retirado del caso. La feliz noticia le había llegado por la tarde.
– No pasa nada. Entre…
Jordan echó un vistazo a la estela de juguetes que él y Sam habían dejado tras de sí. Tendría que ordenarlo todo antes de que Selena bajara. Metió a patadas tantos como pudo bajo el sofá, hizo entrar a la jueza en el salón y apagó el DVD.
– Éste debe de ser su hijo.
– Sí-dijo Jordan echando un vistazo a Sam, que estaba decidiendo si se echaba o no a llorar porque se había acabado la música-. Sam.
Ella alargó la mano hacia él, dejando que el bebé le aferrara el índice. Probablemente, Sam ablandaría incluso a Hitler, pero la jueza Cormier parecía incómoda en su presencia.
– ¿Por qué ha puesto a mi hija en su lista de testigos?
«Ah».
– Porque-contestó Jordan-Josie y Peter eran amigos, y puede que necesite su declaración.
– Eran amigos hace diez años. Sea honesto. Lo ha hecho para sacarme del caso.
Jordan se acomodó a Sam sobre la cintura.
– Su Señoría, con todo mi respeto, no voy a permitir que nadie me diga cómo debo llevar este caso. Y menos una jueza que ya no está en él.
Él vio cómo le brillaban los ojos.
– Por supuesto que no-contestó ella, tensa.
Entonces se dio la vuelta y se fue.
Pregúntenle a cualquier chica de hoy al azar si quiere ser popular y les dirá que no. Pero la verdad es que, si estuviera en medio del desierto muriéndose de sed y tuviera que elegir entre un vaso de agua y la popularidad instantánea, probablemente escogería lo segundo.
Cuando oyó que llamaban a la puerta, Josie tomó el cuaderno y lo ocultó entre el colchón y el somier, en el lugar más obvio del mundo.
Su madre entró en la habitación y, por un segundo, Josie no supo decir con exactitud qué no era normal. Entonces se dio cuenta: aún no era de noche. Normalmente, cuando su madre regresaba del juzgado era ya la hora de cenar. Pero entonces eran las 3:45. Josie acababa de llegar de la escuela.
– Tenemos que hablar-dijo su madre, sentándose a su lado sobre el edredón-. He dejado el caso.
Josie se la quedó mirando. Su madre nunca se había retirado de un caso en toda su vida. Además, ¿no acababan de tener una conversación acerca de que ella no iba a recusarse a sí misma?
Sintió el mismo malestar que notaba cuando el profesor la llamaba y ella no había prestado atención. ¿Qué había descubierto su madre que no supiera ya unos días antes?
– ¿Qué ha sucedido?-preguntó Josie, esperando que su madre percibiera el temblor de su voz.
– Bueno, ése es el otro asunto del cual tenemos que hablar-contestó Alex-. La defensa te ha puesto en la lista de testigos. Puede que te pidan que asistas al juzgado.
– ¡¿Qué?!-exclamó Josie.
Por un momento se le paró todo: la respiración, el corazón, el coraje.
– No puedo ir al juzgado, mamá-dijo-. No me hagas eso. Por favor…
Su madre la abrazó, afortunadamente, porque Josie estaba segura de que se desmayaría de un momento a otro. «Sublimación-pensó-, el acto de pasar de sólido a gaseoso». Y entonces se dio cuenta de que había estudiado esa palabra para el examen de química que nunca se hizo por culpa de lo que había sucedido.
– He hablado con el detective, y sé que no recuerdas nada. La única razón por la cual estás en esa lista es porque fuiste amiga de Peter hace mucho, mucho tiempo.
Josie se hizo apartar.
– ¿Me juras que no voy a tener que ir al juzgado?
Su madre se sorprendió.
– Cariño, no puedo…
– ¡Tienes que hacerlo!
– ¿Y si vamos a hablar con el abogado defensor?-dijo su madre.
– ¿De qué serviría?
– Bueno, si ve cuánto te disgusta todo esto, puede que lo piense dos veces antes de llamarte como testigo.
Josie se tumbó en la cama. Su madre le acarició la cabeza un rato. A Josie le pareció oírla susurrar «Lo siento», y luego levantarse y cerrar la puerta al salir.
– Matt-susurró Josie, como si él pudiese oírla, como si él pudiese responder.
«Matt». Inspiró su nombre como oxígeno y lo imaginó rompién-dose en mil pedacitos, introduciéndose en sus glóbulos rojos, atravesándole el corazón.
Peter partió en dos un lápiz y luego clavó la parte de la goma de borrar en el pan.
– Cumpleaños feliz-cantó en voz baja.
No terminó la canción. ¿Para qué, si ya sabía cómo acababa?
– Eh, Houghton-dijo un funcionario del correccional-, tenemos un regalo para ti.
Detrás de él había un chico no mucho mayor que Peter. Se balanceaba adelante y atrás y llevaba los mocos colgando. El guardián lo metió en la celda.
– Asegúrense de compartir el pastel-dijo antes de irse.
Peter se sentó en la litera de abajo para que el chico entendiera quién mandaba. El otro seguía de pie, con los brazos cruzados, sosteniendo la manta que le habían dado y mirando al suelo. Levantó una mano para ponerse bien los anteojos, y entonces Peter se dio cuenta de que tenía algo raro. Tenía la mirada vidriosa y los labios caídos que tienen algunos retrasados mentales.
Se dio cuenta de por qué lo habían metido en su celda: habían pensado que a él no se le ocurriría cogérselo.
Peter apretó los puños.
– Eh, tú-dijo.
El chico levantó la cabeza hacia Peter.
– Tengo un perro-dijo-. ¿Tienes un perro?
Peter se imaginó a los funcionarios del correccional observando el numerito por el circuito cerrado de vídeo, para ver cómo se las apañaba.
Para ver algo, y punto.
Alargó la mano y le quitó los lentes de la nariz. Eran tan gruesos como el culo de una botella, con montura negra de plástico. El chico comenzó a chillar, tomándose la cara. Sus gritos parecían una sirena.
Peter tiró los anteojos al suelo y los pisoteó, pero con las chancletas de goma apenas les hizo nada. Así que los tomó y los golpeó contra los barrotes de la celda, hasta que el cristal se hizo añicos.
Entonces llegaron los guardias para alejar a Peter del chico, aunque en realidad ni lo había tocado. Lo esposaron mientras los otros reclusos lo animaban, y se lo llevaron a rastras a la oficina del superintendente.
Se sentó encorvado en una silla, respirando aceleradamente. Un guarda lo vigiló hasta que llegó el superintendente.
– ¿Qué ha pasado, Peter?
– Es mi cumpleaños-dijo Peter-. Quería estar solo.
Se dio cuenta de que lo curioso era que, antes del tiroteo, creía que lo mejor del mundo era estar solo, para que nadie pudiera decirle que era un inadaptado. Pero como terminó por ver-y no iba a decírselo al superintendente-tampoco le gustaba mucho su propia compañía.
El superintendente empezó a hablar de una acción disciplinaria. De cómo lo afectaría algo así en caso de condena. De los pocos privilegios que aún le quedaban. Peter dejó de prestarle atención a propósito.
Pensó en cómo se irritarían todos cuando se hablara de ese incidente por televisión durante una semana.
Pensó en el síndrome de víctima acosada del cual le había hablado Jordan y se preguntó si se lo creía, si alguien se lo creería.
Pensó en por qué ninguno de los que lo habían visitado en la cárcel-ni su madre ni su abogado-había dicho lo que pensaban: que Peter estaría encerrado de por vida, que moriría en una celda.
Pensó en que lo mejor sería terminar su vida con una bala.
Pensó en que, de noche, se oían las alas de los murciélagos golpear las esquinas de cemento de la cárcel, y los gritos. Nadie era tan tonto como para llorar.
A las 9:00 de la mañana del sábado, cuando Jordan abrió la puerta, todavía llevaba los pantalones del pijama.
– Tiene que ser una broma-dijo.
La jueza Cormier esbozó una sonrisa.
– Siento que hayamos empezado con mal pie-replicó-, pero ya sabe cómo son las cosas cuando es un hijo el que tiene problemas…No se piensa con claridad.
Ella estaba en pie, con su mini-yo al lado. «Josie Cormier», pensó Jordan mientras miraba a la chica, que temblaba como una hoja. El pelo castaño le caía por los hombros, y sus ojos azules no se atrevían a mirarlo a la cara.
– Josie está muy asustada-dijo la jueza-. Me preguntaba si podríamos sentarnos un momento…quizá usted pueda tranquilizarla acerca de prestar testimonio. Escuche si lo que ella sabe puede servir siquiera para el caso.
– ¿Jordan? ¿Quién es?
Él se dio la vuelta y vio a Selena en el recibidor, con Sam en los brazos. Ella llevaba un pijama de franela que no podría haber sido más formal.
– La jueza Cormier se preguntaba si podríamos hablar con Josie acerca de su testimonio-dijo él detenidamente, intentado telegrafiarle con desesperación que se encontraba en un apuro, ya que todos sabían, quizá con la excepción de Josie, que la única razón por la cual él había hecho pública la intención de llamarla era para sacar a Cormier del caso.
Jordan volvió a dirigirse a la juez.
– Mire, aún no me he planteado ese punto.
– Estoy segura de que es porque si la llama como testigo sabe lo que quiere de ella…de otro modo, no la habría incluido en la lista-señaló Alex.
– ¿Por qué no llama a mi secretaria y acuerda una cita?
– Pensaba resolverlo ahora-dijo la jueza Cormier-. Por favor. No estoy aquí como juez. Sólo como madre.
Selena dio un paso al frente.
– Venga, entren-dijo usando el brazo libre para rodear a Josie por los hombros-. Tú debes de ser Josie, ¿verdad? Éste es Sam.
Josie sonrió al bebé con timidez.
– Hola, Sam.
– Cariño, ¿por qué no traes un poco de café o jugo para la jueza?
Jordan se quedó mirando a su mujer, preguntándose qué demonios estaba haciendo.
– Vamos, entren.
Afortunadamente, la casa no tenía el mismo aspecto que la primera vez que Cormier se había presentado sin avisar. No había platos por lavar, las mesas no estaban llenas de papeles y los juguetes estaban misteriosamente desaparecidos. Jordan podía decir que su mujer era una obsesa del orden. Ofreció una de las sillas de la cocina a Josie, y luego le ofreció otra a la jueza.
– ¿Cómo quiere el café?-preguntó él.
– No hace falta que nos prepare nada-dijo Alex tomando la mano de su hija por debajo de la mesa.
– Sam y yo nos vamos a jugar al salón-intervino Selena.
– ¿Por qué no se quedan aquí?-preguntó Jordan con una mirada que suplicaba que no lo dejase solo para que lo destripasen.
– Es mejor que no te molestemos-insistió Selena llevándose al bebé.
Jordan se sentó con pesadez al otro lado de la mesa. Era bueno improvisando. Seguro que podría salir de aquello.
– Bueno-dijo-, no es nada de lo que tengas que asustarte. Sólo iba a hacerte unas preguntas básicas acerca de tu amistad con Peter.
– No somos amigos-dijo Josie.
– Sí, lo sé. Pero lo fueron. Me interesa la primera vez que se vieron.
Josie miró a Alex.
– En la guardería, o incluso antes.
– Bien. ¿Jugaban en tu casa? ¿En la suya?
– En las dos.
– ¿Había otros amigos que salieran con ustedes?
– No-dijo Josie.
Alex escuchaba, pero no podía evitar prestar atención como abogada a las preguntas de McAfee. «No tiene nada-pensó-. Esto no es nada».
– ¿Cuándo dejaron de verse?
– En sexto-contestó Josie-. Sencillamente, comenzamos a tener gustos distintos.
– ¿Tuviste algún contacto con Peter tras eso?
Josie se acomodó en la silla.
– Sólo en los pasillos, cosas así.
– También trabajaste con él, ¿verdad?
Josie volvió a mirar a su madre.
– No mucho tiempo.
Tanto la madre como la hija se lo quedaron mirando, esperando, lo que era terriblemente divertido, porque Jordan estaba improvisándolo todo.
– ¿Qué hay de la relación entre Matt y Peter?
– No tenían ninguna relación-dijo Josie ruborizándose.
– ¿Matt le hizo algo a Peter que pudiese haberlo molestado?
– Quizá.
– ¿Puedes ser más específica?
Sacudió la cabeza, apretando los labios con fuerza.
– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Matt y a Peter juntos?
– No me acuerdo-susurró Josie.
– ¿Se pelearon?
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
– No lo sé.
Miró a su madre, y entonces, se inclinó sobre la mesa lentamente, ocultando la cara en su propio brazo.
– Cariño, ¿por qué no me esperas en la otra habitación?-dijo la jueza con voz calma.
Observaron a Josie mientras se sentaba en una silla del salón, enjugándose los ojos e inclinándose hacia adelante, para ver jugar al bebé.
– Mire-dijo la jueza Cormier-, estoy fuera del caso. Sé que por eso la puso en la lista de testigos aun sin tener intención de llamarla a declarar. Pero ahora no le estoy hablando de eso. Le estoy hablando de madre a padre. Si le doy una declaración firmada por Josie, diciendo que no recuerda nada, ¿podría replantearse lo de llamarla a declarar?
Jordan echó un vistazo hacia el salón. Selena había hecho que Josie se sentara en el suelo, con ella. Estaba empujando un avión de juguete hacia los pies de Sam. Cuando él se echó a reír con ese sonido puro que sólo los bebés tienen, Josie también sonrió un poco. Selena miró a Jordan a los ojos y arqueó las cejas de forma interrogativa.
Él tenía lo que quería: la recusación de Cormier. Podía ser gene-roso con ella.
– De acuerdo-le dijo-. Deme esa declaración.
– Cuando te dicen que hiervas la leche-dijo Josie frotando con otro trapo el ennegrecido fondo del recipiente-, no creo que se refieran a esto.
Su madre agarró una servilleta.
– Bueno, ¿y cómo iba a saberlo?
– Quizá deberíamos empezar por algo más fácil que el budín-sugirió Josie.
– ¿Como qué?
– ¿Una tostada?-dijo sonriendo.
Con su madre en casa durante el día, Josie no tenía descanso. De momento, Alex se encargaba de la cocina, lo que era una buena idea sólo si se trabajaba para el departamento de bomberos y se quería un trabajo seguro. Ni siquiera cuando su madre seguía la receta el resultado era el esperado, de manera que Josie, inevitablemente, terminaba haciéndole confesar que había usado levadura en lugar de soda en polvo, o harina de trigo entero en lugar de harina de maíz; «No teníamos», se quejaba.
Al principio, Josie le sugirió clases de cocina nocturnas por motivos de supervivencia. Cuando su madre depositaba en la mesa un ladrillo de carne carbonizada con la misma reverencia sagrada que le habría dedicado al Santo Grial, ella se quedaba sin palabras. Aunque al final resultó divertido. Cuando su madre no actuaba como si lo supiera todo-porque de cocina no tenía ni idea-, era francamente divertido estar con ella. Josie se lo pasaba bien sintiendo que controlaba la situación. Cualquier situación, aunque estuvieran haciendo un budín de chocolate, o fregando los restos del fondo de la cacerola.
Esa noche hicieron pizza, y Josie lo consideró un éxito, hasta que su madre intentó sacarla del horno y, a medio camino, se le dobló sobre la rejilla, lo que quería decir que esa noche cenarían queso gratinado. Tomaron además ensalada preparada, algo que su madre no podía arruinar por más que lo intentase. Pero a causa del desastre con el budín se quedarían sin postre.
– ¿Cómo conseguiste ser Julia Child?-preguntó su madre.
– Julia Child está muerta.
– Nigella Lawson, entonces. Emeril. Lo que sea.
Josie se encogió de hombros, cerró el grifo y se quitó los guantes amarillos de plástico.
– Estaba harta de sopa-dijo.
– ¿No te dije que no encendieras el horno cuando no estuviera en casa?
– Sí, pero no te hice caso.
Una vez, cuando Josie estaba en quinto, los alumnos tuvieron que hacer un puente con palos de polos. La idea era elaborar un diseño que pudiera resistir mucha presión. Josie recordaba haber ido hasta el puente del río Connecticut para estudiar los arcos, las riostras y los soportes de los puentes reales, intentando reproducirlos luego lo mejor posible. Al final de la asignatura, vinieron dos miembros del Cuerpo de Ingenieros del Ejército con una máquina especialmente diseñada para someter los puentes a peso y presión, y dilucidar cuál era el más fuerte.
Los padres estaban invitados a la prueba. La madre de Josie estaba en el juzgado, la única madre que no estaba presente ese día. O eso era lo que había recordado Josie hasta ese momento, porque luego se acordó de que su madre sí había estado allí…durante los últimos diez minutos. Se había perdido la prueba de Josie, durante la cual los palos se astillaron y chirriaron antes de reventar de una manera catastrófica, pero había llegado a tiempo para ayudarla a recoger los pedazos.
La cacerola plateada brillaba. La botella de leche estaba medio llena.
– Podríamos comenzar de nuevo-sugirió Josie.
Al no obtener respuesta, Josie se dio la vuelta.
– Me gustaría-contestó su madre en voz baja, pero en ese momento ninguna de las dos estaba hablando ya de cocinar.
Alguien llamó a la puerta, y la conexión entre ellas, frágil como una mariposa que se posa en la mano, se rompió.
– ¿Esperas a alguien?-preguntó la madre de Josie.
No esperaba a nadie, pero fue a ver de todos modos. Cuando Josie abrió la puerta, se encontró allí al detective que la había entrevistado.
¿No es cierto que los detectives se presentan sólo cuando tienes problemas serios?
«Respira, Josie», se dijo a sí misma. Pero cuando su madre se acercó a ver quién era, se dio cuenta de que él llevaba una botella de vino.
– Oh-dijo su madre-, Patrick.
«¿Patrick?»
Josie se dio la vuelta y vio que su madre se había ruborizado.
Él le dio la botella de vino.
– Ya que parece haber un muro de contención entre nosotros…
– Bueno-dijo Josie, incómoda-, voy a…estudiar arriba.
Dejó a su madre preguntándose cómo iba a hacerlo, dado que había terminado los deberes antes de la hora de cenar.
Subió la escalera de prisa, pisando con fuerza para no oír lo que su madre estaba diciendo. En su habitación, subió la música del reproductor de CD al máximo, se tumbó en la cama y se quedó mirando el techo.
El toque de queda de Josie era a medianoche, aunque en esos momentos ni siquiera saliese. Antes, el trato era así: Matt dejaba a Josie en casa a medianoche. En contrapartida, la madre de Josie desaparecía a partir del momento en que entraban en casa. Se iba al piso de arriba para que ella y Matt pudieran estar a sus anchas en el salón. Josie no tenía ni idea de cuál era el razonamiento de su madre para comportarse así, a menos que considerase que era más seguro para Josie hacer lo que fuera en su propio salón en lugar de en el coche o bajo las gradas. Recordaba cómo Matt y ella se habían abrazado en la oscuridad, con sus cuerpos fundiéndose mientras medían el silencio. Saber que, en cualquier momento, su madre podría bajar por un vaso de agua o una aspirina sólo lo hacía mucho más excitante.
A las tres o las cuatro de la madrugada, con los ojos vidriosos y la barbilla enrojecida por el roce de la incipiente barba de él, Josie daba un beso de buenas noches a Matt en la puerta delantera. Se quedaba mirando las luces traseras del coche mientras desaparecían, como el brillo de un cigarro que se apaga. Subía de puntillas al piso de arriba y pasaba por delante de la habitación de su madre, pensando: «No tienes ni idea de lo que hago».
– Si no permito que me invites a una copa-dijo Alex-, ¿qué te hace pensar que aceptaré una botella de vino?
Patrick sonrió.
– No te la estoy dando. Voy a abrirla, y tú puedes beber si quieres.
Dicho eso entró en la casa, como si conociera el camino. Entró en la cocina, husmeó dos veces-todavía olía a cenizas de corteza de pizza y a leche quemada-, y empezó a abrir y cerrar cajones al azar hasta que encontró un sacacorchos.
Alex se cruzó de brazos, no porque tuviera frío sino porque no recordaba la última vez que había sentido esa luz interior, como si su cuerpo alojara un segundo sistema solar. Observó a Patrick sacar dos copas de vino de un armario y servirlo.
– Por ser una civil-dijo él brindando.
El vino era delicioso y tenía cuerpo. Era como el terciopelo. Como el otoño. Alex cerró los ojos. Le habría gustado aferrarse al momento, ensancharlo y completarlo hasta que cubriese todos los que había vivido antes.
– Y bien, ¿qué se siente al estar desempleada?-preguntó Patrick.
Ella permaneció pensativa un momento.
– Hoy he hecho un sándwich de queso gratinado sin quemar la sartén.
– Espero que lo hayas enmarcado.
Alex sonrió, sintiendo que se disolvía en la estela de sus pensamientos.
– ¿Alguna vez te sientes culpable?-le preguntó a Patrick.
– ¿Por qué?
– Por, durante un segundo, casi olvidar todo lo que sucedió.
Patrick dejó su copa.
– A veces, cuando repaso las pruebas y veo una huella, una foto o un zapato que pertenecieron a uno de los chicos que murieron, me tomo cierto tiempo para mirarlo. Parece una tontería, pero es como si alguien tuviera que hacerlo, de manera que se los recuerde uno o dos segundos más-dijo mirándola-. Cuando alguien muere, su vida no es la única que se detiene en ese momento, ¿sabes?
Alex vació de un trago su copa de vino.
– Dime cómo la encontraste.
– ¿A quién?
– A Josie. Ese día.
Patrick la miró a los ojos, y Alex supo que él estaba sopesando su derecho a saber por lo que su hija había pasado, frente a su deseo de mantenerla al margen de una verdad que la heriría en lo más profundo.
– Ella estaba en los vestuarios-contestó en voz baja-. Y pensé…pensé que también estaba muerta, porque estaba cubierta de sangre, boca abajo, junto a Matt Royston. Pero entonces se movió y…-Se le quebró la voz-. Fue lo más bonito que he visto nunca.
– Sabes que eres un héroe, ¿verdad?
Patrick sacudió la cabeza.
– Soy un cobarde. El único motivo por el cual entré en ese edificio fue porque, de no hacerlo, sabía que tendría pesadillas el resto de mi vida.
Alex se estremeció.
– Yo tengo pesadillas, y ni siquiera estuve allí.
Él le quitó la copa y le tomó la mano, como si fuera a leerle la palma de la mano.
– Quizá deberías dormir menos-dijo entonces Patrick.
De cerca, la piel de él olía a menta. Alex sentía los latidos de su propio corazón a través de las puntas de los dedos. Imaginó que él también los sentiría.
Alex no sabía qué sucedería, qué era lo que tenía que suceder, pero sería azaroso, impredecible, incómodo. Estaba preparándose para apartarse de él cuando las manos de Patrick la sujetaron.
– Deja de actuar como jueza, Alex-susurró, y la besó.
Cuando él se apartó, ella estaba en medio de una tormenta de colores, excitación y sensaciones. Lo único que podía hacer era permanecer allí y esperar a que la tormenta amainase. Alex cerró los ojos y se preparó para lo peor, pero eso no llegó. Simplemente fue algo distinto. Más confuso, más complicado. Ella dudó, y luego le devolvió el beso a Patrick, deseando reconocer que tienes que perder el control antes de darte cuenta de lo que te has perdido.