Lacy tenía a catorce personas delante de ella, contando con que cada una de las siete mujeres que asistían a la clase prenatal estuviese embarazada de un solo bebé. Algunas se habían presentado provistas de bloc y bolígrafo, y se habían pasado la hora y media precedente anotando las dosis recomendadas de ácido fólico, nombres de teratógenos y dietas aconsejadas para futuras mamás. Dos habían palidecido en medio de una charla acerca de un parto normal y se habían levantado corriendo hacia el baño, con náuseas matinales, algo que no se limitaba en absoluto a la mañana, por lo que llamarlas así era como llamar fruta de estación a una que pudiera encontrarse durante todo el año.
Estaba cansada. Sólo hacía una semana que había vuelto al trabajo después de su permiso de maternidad, y no parecía muy justo que, si ya no tenía que levantarse durante la noche por su propio bebé, tuviera que hacerlo para asistir al parto de otra. Le dolían los pechos, incomodidad que le recordaba que tenía que ir a sacarse leche una vez más para que la niñera pudiera dársela a Peter al día siguiente.
Pero le gustaba demasiado su trabajo como para renunciar a él por completo. Había obtenido nota suficiente como para ingresar en la facultad de medicina, y había considerado la posibilidad de estudiar obstetricia y ginecología, hasta que comprendió que estaba profundamente incapacitada para sentarse junto al lecho de alguien y no sentir su dolor. Los médicos levantan entre ellos y sus pacientes una pared que las enfermeras echan abajo. Optó por un programa de estudios que le permitiría obtener un certificado de enfermera-partera, y prestar así atención a la salud emocional de la futura madre, además de a su sintomatología. Tal vez algunos de los médicos del hospital la consideraran blanda, pero Lacy creía de verdad que cuando le preguntas a una paciente: «¿Cómo te sientes?», lo que está mal no es ni de lejos tan importante como lo que está bien.
Les mostró el modelo en plástico de un feto y levantó en alto un manual de gran éxito comercial.
– ¿Cuántas de ustedes habían visto antes este libro?
Se alzaron siete manos.
– Muy bien. No lo compren. No lo lean. Si lo tienen en casa, tírenlo. Este libro las convencerá de que van a morir desangradas, de que tendrán ataques, de que van a caer muertas de repente o de cualquiera otra de los cientos de cosas que no suceden en un embarazo normal. Créanme, los límites de la normalidad son mucho más amplios de lo que los autores están dispuestos a contar.
Miró hacia el fondo, donde había una mujer que se ponía la mano en el costado. «¿Calambres?-pensó Lacy-. ¿Embarazo ectópico?».
La mujer llevaba un conjunto negro, y el pelo recogido en forma de pulcra y larga cola de caballo. Lacy vio cómo se tocaba el costado de nuevo, pero esta vez sacó un beeper que llevaba colgado de la cintura. Se puso de pie.
– Yo…ejem, lo siento, tengo que irme.
– ¿No puede esperar unos minutos?-preguntó Lacy-. Ahora mismo vamos a hacer una visita al pabellón de maternidad.
La mujer le entregó el formulario que le habían hecho rellenar para la visita.
– Tengo un asunto más urgente que atender-dijo, y se marchó a toda prisa.
– Bien-dijo Lacy-. Puede que sea buen momento para hacer un descanso, por si alguien quiere ir al baño.
Mientras las seis mujeres que quedaban salían en fila de la sala, miró el formulario que tenía en la mano. «Alexandra Cormier», leyó. Y pensó: «A ésta voy a tener que vigilarla».
La última vez que Alex había defendido a Loomis Bronchetti, éste había entrado con allanamiento en tres casas, en las que había robado diversos equipos electrónicos, que luego había tratado de vender en las calles de Enfield, New Hampshire. Aunque Loomis era lo bastante listo como para idear un tipo de plan como aquél, no había tenido en cuenta que, en una ciudad tan pequeña como Enfield, tratar de colocar unos equipos estéreo tan buenos era como hacer ondear una bandera roja de alarma.
Al parecer, la noche pasada Loomis había ampliado su currículum, cuando, junto con otros dos compinches, había decidido saldar cuentas con un traficante que no les había proporcionado suficiente marihuana. Se emborracharon, le ataron al tipo las manos a la espalda y luego se las ligaron a los pies y lo metieron en el maletero del coche. Loomis le dio un porrazo en la cabeza con un bate de béisbol. Le partió el cráneo, dejándolo presa de convulsiones. Cuando el desgraciado empezaba a ahogarse en su propia sangre, Loomis lo movió para que pudiera respirar.
– No puedo creer que me acusen de agresión-le dijo Loomis a Alex a través de los barrotes de la celda-. Yo le salvé la vida.
– Bueno-dijo Alex-, eso podría habernos servido de ayuda…siempre que no hubieras sido tú el que le había provocado la hemorragia.
– Tiene que conseguir que me caiga menos de un año. No quiero que me envíen a la prisión de Concord…
– Podrían haberte acusado de intento de asesinato, ¿sabes?
Loomis frunció el entrecejo.
– La policia tendría que agradecerme que haya sacado de la circulación a un mugroso como ése.
Alex sabía que lo mismo podía decirse de Loomis Bronchetti si lo declaraban culpable y lo mandaban a la prisión del Estado. Pero su trabajo no consistía en juzgar a Loomis, sino en defenderle con todo su afán, a despecho de sus opiniones personales acerca de él. Su trabajo consistía en presentar una cara de Loomis, sabiendo que tenía otra oculta; en no dejar que sus sentimientos se interpusieran a la hora de poner en juego su capacidad para lograr la declaración de no culpabilidad para Loomis Bronchetti.
– A ver qué puedo hacer-dijo.
Lacy entendía que todos los niños eran diferentes, unas criaturas diminutas cada cual con sus hábitos y rarezas, con sus deseos y aversiones. Pero aun sin ser consciente de ello, había esperado que aquella segunda incursión suya en el terreno de la maternidad diera como fruto un retoño como su primer hijo, Joey, un niño de rizos dorados que hacía volverse a los transeúntes, y ante el cual las otras mujeres se detenían para decirle la preciosidad que llevaba en el cochecito. Peter era igual de guapo, pero no cabía duda de que era más difícil. Lloraba, tenía cólicos y había que tranquilizarlo colocando su capazo encima de la secadora, para que notara las vibraciones. A lo mejor estaba mamando, y de golpe se arqueaba y se apartaba de ella.
Eran las dos de la mañana, y Lacy acababa de dejar a Peter de nuevo en la cuna, intentando que volviera a dormirse. A diferencia de Joey, que caía redondo como un gigante que se despeñara desde un precipicio, con Peter había que negociar duramente todas y cada una de las fases. Lacy le daba palmaditas en la espalda y le frotaba entre los diminutos omoplatos formando pequeños círculos, mientras él hipaba y se quejaba. Al final, a ella también le entraban ganas de hacer lo mismo. Llevaba dos horas con el bebé en brazos, mirando el mismo comercial sobre cuchillos Ginsu, y había contado las rayas del elefantiásico brazo del sofá hasta volvérsele borrosas. Estaba tan cansada que le dolía todo.
– Pero ¿qué te pasa, hombrecito?-suspiraba-. ¿Qué puedo hacer para que seas feliz?
La felicidad era algo relativo, según su marido. Aunque casi todo el mundo se reía cuando Lacy decía que el trabajo de su esposo estaba relacionado con ponerle precio a la alegría, lo que él hacía no era más que la actividad normal de los economistas: encontrar el valor de las cosas intangibles de la vida. Los colegas de Lewis en la Universidad de Sterling habían escrito artículos acerca del impulso relativo que podía suponer una determinada educación, o sobre la sanidad en el mundo, o sobre la satisfacción del trabajo. La disciplina de Lewis no era menos importante, por poco ortodoxa que fuera. Hacía de él un invitado popular en la NPR, [2] o en el programa Larry King Live, en los seminarios de la profesión…De algún modo, hablar de números parecía más sexy cuando se empezaba estimando la cantidad de dólares que valía una buena carcajada, o un chiste sobre una rubia tonta, para el caso. Practicar sexo con regularidad, por ejemplo, era equivalente (en términos de felicidad) a un aumento de sueldo de cincuenta mil dólares. Sin embargo, conseguir un aumento de sueldo de cincuenta mil dólares no era ni con mucho tan excitante si todo el mundo obtenía un aumento similar. Por la misma razón, aquello que a uno lo había hecho feliz una vez, no tenía por qué hacerle feliz en otro momento dado. Cinco años atrás, Lacy habría dado cualquier cosa por que su marido se presentara en casa con una docena de rosas; ahora, si él le hubiera regalado la posibilidad de dormir una siesta de diez minutos, eso habría sido para ella el paroxismo del deleite.
Estadísticas aparte, Lewis pasaría a la historia por ser el economista que había ideado una fórmula para la felicidad: R/E, o, lo que es lo mismo, Realidad dividido por Expectativas. Había dos caminos para ser feliz: o bien mejorar la realidad, o bien rebajar las expectativas. En una ocasión, con motivo de una cena en una fiesta vecinal, Lacy le había preguntado qué pasaba si uno no tenía expectativas. No se puede dividir nada si el divisor es cero. ¿Significaba acaso que si uno se quedaba al margen de los golpes que pudiera darle la vida, nunca podría ser feliz? Aquella noche, al volver a casa en el coche, Lewis la acusó por haberlo dejado en mal lugar.
A Lacy no le gustaba permitirse pensamientos acerca de si Lewis y ellos, su familia, eran felices de verdad. Cabría pensar que el hombre que había ideado la fórmula habría encontrado también el secreto de la felicidad, pero las cosas no eran tan sencillas. A veces le venía a la cabeza el viejo refrán: «En casa del herrero, cuchillo de palo», y se preguntaba por los que vivían en la casa del hombre que conocía el valor de la felicidad, sobre todo por los hijos de ese hombre. Por aquel entonces, cuando Lewis se quedaba hasta tarde en su despacho de la universidad para acabar a tiempo un artículo, y ella estaba tan agotada que se dormía incluso de pie en el ascensor del hospital, intentaba convencerse a sí misma de que se trataba meramente de una fase que aún no habían superado: un campamento militar infantil que sin duda se transformaría un día en alegría y satisfacción y unión y todos esos otros parámetros que Lewis incluía en sus programas informáticos. Después de todo, tenía un esposo que la quería y dos hijos sanos y una carrera que la hacía sentirse realizada. ¿Acaso tener lo que una siempre había querido no se correspondía con la definición misma de la felicidad?
Se dio cuenta de que, ¡oh, milagro de los milagros!, Peter se había quedado dormido sobre su hombro, con la suave piel de durazno de su cara presionada contra su piel desnuda. Subió la escalera de puntillas y lo depositó con cuidado en la cuna, tras lo cual echó un vistazo por la habitación y miró hacia la cama en la que yacía Joey. La luna lo acariciaba con su luz. Se preguntó cómo sería Peter cuando tuviera la edad de Joey. Se preguntó si se podía tener dos veces la misma suerte.
Alex Cormier era más joven de lo que había supuesto Lacy. Veinticuatro años, pero se comportaba con la suficiente confianza en sí misma como para que pudiera creerse que tenía diez más.
– Y bien-dijo Lacy, abordándola-, ¿cómo fue el otro asunto?
Alex parpadeó, sin dejar de mirarla, hasta que por fin lo recordó: la visita al pabellón maternal de la que había desertado una semana atrás.
– Acabó en un acuerdo, sin juicio.
– ¿Es usted abogada, entonces?-inquirió Lacy, levantando la vista de sus anotaciones.
– Defensora de oficio-repuso Alex, elevando la barbilla un milímetro, como si estuviera preparada para escuchar algún comentario desaprobatorio por parte de Lacy por implicarse con rufianes.
– Ese trabajo debe de exigirle mucho-dijo Lacy-. ¿Saben en su departamento que está embarazada?
Alex sacudió la cabeza en señal de negación.
– No tienen por qué-dijo sin más-. No voy a pedir ningún permiso de maternidad.
– Es posible que cambie de opinión a medida que…
– No voy a tener a este bebé-manifestó Alex.
Lacy se arrellanó en su silla.
– Entiendo.-A ella no le tocaba juzgar a una madre por el hecho de renunciar a su hijo-. Quizá podríamos hablar de algunas opciones-dijo Lacy. A las once semanas, Alex aún podía interrumpir su embarazo si quería.
– Iban a practicarme un aborto-dijo Alex, como si le hubiera leído a Lacy el pensamiento-. Pero no acudí a la cita.-Levantó los ojos-. Dos veces.
Lacy sabía muy bien que una mujer podía ser una firme defensora del aborto, pero luego no estar dispuesta o no ser capaz de llevarlo a la práctica…Era justamente uno de los puntos débiles de esa postura.
– En ese caso-dijo-, puedo proporcionarle información acerca de la posibilidad de darlo en adopción, si es que no ha contactado ya con alguna agencia.-Abrió un cajón y sacó varias carpetas en las que había información de todo tipo de agencias según sus orientaciones religiosas, y también de abogados especializados en adopciones privadas. Alex tomó los folletos y los sostuvo como si fueran naipes-. Pero si le parece, por ahora podríamos centrarnos en su estado de salud.
– Estoy estupendamente-replicó Alex con suavidad-. No tengo mareos, no estoy cansada.-Miró su reloj-. Pero en cambio voy a llegar tarde a una cita.
Lacy pensó que Alex era una persona competitiva y acostumbrada a controlar todas las facetas de su vida.
– No está mal moderar un poco la marcha cuando una está embarazada. Es posible que su cuerpo lo necesite.
– Sé cómo cuidar de mí misma.
– ¿Por qué no prueba a dejar que se ocupe otro de vez en cuando?
Una sombra de irritación cruzó por el rostro de Alex.
– Mire, no necesito ninguna terapia. Sinceramente, agradezco su preocupación, pero…
– ¿Su pareja apoya su decisión de renunciar al bebé?-preguntó Lacy.
Alex apartó la cara un instante. Sin embargo, antes de que Lacy encontrara las palabras adecuadas para continuar, Alex lo hizo por sí misma.
– No existe tal pareja-dijo con frialdad.
La última vez que el cuerpo de Alex había tomado las riendas haciendo lo que su mente le decía que no hiciera, había concebido a aquel bebé. Todo había comenzado de la manera más inocente…Logan Rourke, su profesor de derecho judicial, la había llamado a su despacho para decirle que dirigía la sala del tribunal con gran competencia. Logan le dijo que ningún juez sería capaz de apartar los ojos de ella…como tampoco él lo era en aquel momento. A Alex le pareció que Logan era Clarence Darrow, F. Lee Bailey y Dios todos en uno. El prestigio y el poder podían volver a un hombre tan atractivo como para dejar sin respiración; a Logan lo habían convertido en lo que ella había estado buscando toda la vida.
Alex le creyó cuando él le dijo que, en sus diez años como profesor, jamás había visto a un estudiante con una rapidez mental como la de Alex. Le creyó también cuando él le contó que su matrimonio no existía ya salvo nominalmente. Y le creyó asimismo la noche en que la acompañó a casa desde el campus, le tomó el rostro entre las manos y le dijo que ella era la razón por la que se levantaba cada mañana.
El derecho estudiaba detalles y hechos, no emociones. El error supremo de Alex había sido olvidar eso al meterse con Logan. De pronto aplazaba planes a la espera de su llamada, que unas veces se producía y otras no. Fingía no verlo flirtear con las estudiantes de primer año, que lo miraban como también ella lo había mirado. Y cuando se quedó embarazada, estaba convencida de que estaban destinados a pasar juntos el resto de su vida.
Logan le dijo que se liberara de aquella carga. Le dieron día y hora para practicarle el aborto, pero ella olvidó anotarlos en el calendario. Volvió a pedir fecha, pero no se fijó en que la que le dieron coincidía con un examen final. Después de dos intentos fallidos, fue a ver a Logan.
– Es una señal-le dijo.
– Puede que sí-contestó él-, pero no significa lo que tú piensas. Sé razonable-le aconsejó-. Una madre soltera no puede ser abogada defensora. Tiene que elegir entre su carrera y su bebé.
Lo que estaba diciéndole en realidad era que tenía que elegir entre tener el bebé y tenerlo a él.
De espaldas, la mujer le parecía familiar, como a veces pasa con la gente cuando se la ve fuera de su contexto habitual: la cajera del súper haciendo cola en el banco, o el cartero sentado al otro lado del pasillo en el cine. Alex se quedó observándola unos segundos, hasta darse cuenta de que era la partera. Cruzó el vestíbulo del edificio del tribunal a grandes zancadas, en dirección a la máquina del parking, donde estaba Lacy Houghton pagando un ticket y a punto ya de irse.
– ¿Necesita un abogado?-preguntó Alex.
Lacy levantó la vista, con el portabebés apoyado en la cadera. Le costó un momento ubicar aquel rostro, no había visto a Alex desde su última visita, hacía casi un mes.
– Ah, ¡hola!-exclamó, sonriente.
– ¿Qué la trae por mis dominios?
– Oh, pues…estaba pagando la fianza de mi ex…-Lacy esperó a que Alex abriera los ojos de par en par, y entonces se rió-. Es broma, estoy comprando un abono de estacionamiento.
Alex se sorprendió a sí misma mirando la carita del bebé de Lacy. Llevaba una gorrita azul atada por debajo de la barbilla. Las mejillas rebosaban por los bordes de la gorra. No paraba de babear y, al advertir que Alex lo miraba, le ofreció una cavernosa sonrisa.
– ¿Le apetece un café?-dijo Lacy.
Recogió los diez dólares de cambio y el abono del estacionamiento. Luego se recolocó el portabebés y salió del edificio de los juzgados en dirección a un Dunkin’ Donuts, al otro lado de la calle. Lacy se detuvo a darle los diez dólares a un vagabundo sentado fuera del tribunal, y Alex puso los ojos en blanco…Precisamente el día anterior había visto a aquel mismo individuo dirigirse al bar más cercano cuando ella salía de trabajar.
En la cafetería, Alex observó cómo Lacy despojaba sin ningún esfuerzo a su bebé de las diversas capas de ropa y lo levantaba para colocárselo en el regazo. Sin dejar de hablar, se pasó una mantita sobre los hombros y se puso a darle el pecho a Peter.
– ¿Es muy duro?-espetó Alex.
– ¿Dar de mamar?
– No sólo eso-dijo Alex-. Todo.
– Es cuestión de práctica y nada más.-Lacy elevó al bebé hasta la altura del hombro. Él empezó a darle patadas con sus botitas en el pecho, como si estuviera ya tratando de poner distancia entre ambos-. Comparado con su trabajo diario, me parece que hacer de madre debe de ser pan comido.
De inmediato, aquello le hizo pensar a Alex en Logan Rourke, que se había reído de ella cuando le había dicho que iba a pedir un puesto de abogado de oficio.
– No durarás ni una semana-le espetó-. Eres demasiado blanda para eso.
A veces se preguntaba si era una buena abogada de oficio por talento innato o bien por lo dispuesta que estaba a demostrarle a Logan lo mucho que se equivocaba. Fuera como fuese, Alex había cultivado una determinada imagen para aquel trabajo; se había creado un personaje que estaba allí para garantizar a los delincuentes un trato de igualdad dentro del sistema jurídico, pero sin dejar que sus clientes penetraran su coraza.
Ese error ya lo había cometido con Logan.
– ¿Ha tenido ocasión de ponerse en contacto con alguna de las agencias de adopción?-preguntó Lacy.
Alex ni siquiera había leído los folletos que la partera le facilitó. Si por ella fuera, aún estarían sobre el mostrador de la sala de reconocimiento.
– Hice algunas llamadas-mintió Alex. El tema estaba apuntado en su lista de asuntos pendientes, pero siempre surgía algo más urgente.
– ¿Me permite que le haga una pregunta personal?-dijo Lacy, y Alex asintió lentamente; no le gustaban las preguntas personales-. ¿Qué es lo que la ha decidido a renunciar al bebé?
¿Había llegado a tomar en realidad tal decisión? ¿O alguien la había tomado por ella?
– Que no es el momento-respondió.
Lacy se rió.
– No sé si existe un momento mejor que otro para tener un bebé. La vida te cambia de arriba abajo, eso desde luego.
Alex se quedó mirándola con fijeza.
– No me gusta que mi vida cambie.
Lacy se ocupó unos segundos de la camisa de su bebé.
– Según se mire, lo que hacemos usted y yo no son cosas tan diferentes.
– El índice de reincidencia debe de ser muy similar-dijo Alex.
– No…Yo me refería a que a ambas nos toca ver a la gente cuando está pasando por una situación crítica. Eso es lo que más me gusta de mi profesión. Te permite ver lo fuerte que es la otra persona cuando se ve obligada a enfrentarse a una situación realmente dolorosa.-Levantó los ojos hacia Alex-. ¿No cree que las personas en el fondo nos parecemos mucho?
Alex pensó en los demandados que habían pasado por su vida profesional. Sus perfiles se desdibujaban en su mente. ¿Se debía, como decía Lacy, al hecho de ser tan parecidos? ¿O era porque Alex se había vuelto una experta en no mirar demasiado de cerca?
Observó cómo Lacy se colocaba al bebé sobre las rodillas. Éste golpeó sobre la mesa con las palmas abiertas, emitiendo un pequeño gorgoteo. Lacy se levantó de súbito, soltando al bebé en brazos de Alex, de modo que ésta tuvo que sujetarlo si no quería que se cayera al suelo.
– Por favor, aguánteme a Peter. Tengo que ir corriendo al baño.
A Alex le entró pánico. «Un momento-se dijo-. No sé qué tengo que hacer». El bebé daba patadas en el aire, como un personaje de dibujos animados para no caer por un precipicio.
Alex se lo sentó con torpeza en el regazo. El pequeño era más pesado de lo que hubiera imaginado, y el tacto de su piel era como de terciopelo mojado.
– Hola, Peter-le dijo con tono formal-. Yo soy Alex.
El bebé alargó los brazos tratando de atrapar su taza de café, que ella se apresuró a poner fuera de su alcance. Peter arrugó la cara con todas sus fuerzas y rompió a llorar.
Sus chillidos eran entrecortados, altos en decibelios, anunciadores de un cataclismo.
– Basta-suplicó Alex, mientras la gente a su alrededor empezaba a volverse hacia ellos. Se levantó, y empezó a darle palmaditas en la espalda, tal como había visto hacer a Lacy, rogando interiormente por que Peter se quedara sin fuerzas, o contrajera una laringitis, o simplemente se apiadara de su inexperiencia. Alex, que siempre tenía una réplica aguda e inteligente para todo, que podía verse arrojada a una situación jurídica infernal y caer de pie sin derramar una gota de sudor, se sintió totalmente perdida.
Se sentó sosteniendo a Peter por las axilas. Para entonces él ya estaba rojo como un tomate, con la piel tan inflamada y oscura que la fina pelusa que le recubría la cabeza relucía como el platino.
– Escucha-dijo Alex-, puede que yo no sea la persona que tú quisieras, pero soy lo único que tienes ahora mismo.
Tras un último hipido, el bebé se tranquilizó. Se quedó mirando fijamente a Alex a los ojos, como si tratara de recordarla.
Aliviada, ella se lo puso sobre el brazo y se irguió un poco en su silla. Bajó la vista hacia la cabeza del bebé, observando el pulso translúcido bajo la fontanela.
Al relajar un poco la tensión de su abrazo, él se relajó también. ¿Era así de fácil?
Alex pasó el dedo sobre aquel punto blando en la cabeza de Peter. Conocía la explicación biológica: dos hemisferios craneales tenían que ser lo suficientemente móviles como para facilitar el nacimiento; acababan soldándose cuando el bebé empezaba a caminar. Era un punto vulnerable con el que todos nacíamos, que con el tiempo se convertía literalmente en la cabeza dura de un adulto.
– Lo siento-dijo Lacy, mientras volvía a sentarse a la mesa con toda naturalidad-. Gracias por aguantármelo.
Alex se lo devolvió rápidamente, como si quemara.
Habían ingresado a la paciente después de un intento de parto en casa que había durado treinta horas. Firme creyente en la medicina natural, había minimizado los cuidados prenatales y había prescindido de la amniocentesis y las ecografías, pero aun así, llegado el momento de venir al mundo, los recién nacidos encuentran siempre la manera de obtener lo que quieren y necesitan. Lacy posó las manos sobre el tembloroso vientre de la mujer con las palmas abiertas, como si fuera una curandera. «Dos kilos y tres cuartos-pensó-; el culo se encuentra aquí arriba, la cabeza allá abajo». Un médico asomó la cabeza por la rendija de la puerta.
– ¿Cómo va por aquí?
– Dígales a los de cuidados intensivos que está de treinta y cinco semanas-dijo ella-, pero que parece que todo esté bien.-Mientras el doctor retrocedía y se marchaba, ella se colocó entre las piernas de la mujer-. Ya sé que debe de parecerte que llevas así una eternidad-dijo-, pero si eres capaz de trabajar conmigo un poco más, dentro de una hora tendrás a este bebé en brazos.
Mientras hacía que el esposo de la mujer se situara detrás de ésta y la mantuviera erguida en el momento de ponerse ella a empujar, Lacy notó la vibración de la llamada del beeper a la altura de la cintura de la bata azul marino. ¿Quién demonios podía ser? Estaba de guardia, la secretaria sabía que estaba asistiendo a un parto.
– ¿Podrían disculparme un momento?-dijo, dejando a la auxiliar con ellos mientras se dirigía al mostrador de las enfermeras para tomar un teléfono-. ¿Qué pasa?-preguntó Lacy cuando la secretaria descolgó.
– Una de sus pacientes insiste en verla.
– Ahora mismo estoy un poco ocupada-dijo Lacy con intención.
– Dice que esperará el tiempo que haga falta.
– ¿Quién es?
– Alex Cormier-replicó la secretaria.
En circunstancias normales, Lacy le habría dicho a la secretaria que derivara a la paciente a alguna de las otras parteras disponibles. Pero había algo en Alex Cormier difícil de definir, algo que no habría podido concretar pero que no andaba del todo en orden.
– Está bien-dijo Lacy-. Pero dígale que puedo tardar horas.
Colgó el teléfono y se apresuró a regresar a la sala de partos, donde volvió a colocarse entre las piernas de la paciente para comprobar la dilatación.
– Parece que lo único que necesitabas era que yo desapareciera-bromeó-. Has dilatado diez centímetros. La próxima vez que sientas ganas de empujar…¡hasta el fondo!
Diez minutos más tarde, la paciente daba a luz a una niña de poco más de kilo y cuarto. Mientras los padres se embelesaban con ella, Lacy se volvió hacia la enfermera de guardia, con la que se comunicó silenciosamente con los ojos. Allí pasaba algo grave.
– Qué pequeñita es-dijo el padre-. ¿Hay algo que…? ¿Está bien…?
Lacy vaciló unos segundos, ya que no sabía muy bien cuál era la respuesta. «¿Un fibroma?», se preguntó. Lo único que sabía es que dentro de aquella mujer había mucho más que un bebé que no llegaba al kilo y medio. Y que en cualquier momento la paciente tendría una hemorragia.
Pero cuando Lacy metió la mano en el interior del vientre de la paciente y presionó en el útero, se quedó paralizada.
– ¿Nadie le había dicho que traía mellizos?
El padre se quedó lívido.
– ¿Hay dos?
Lacy sonrió de medio lado. Mellizos era algo manejable. Mellizos…Bueno, eso era un premio extra, más bien, en lugar de un desastre médico.
– Bueno, ahora ya sólo falta uno.
El hombre se agachó junto a su mujer y la besó en la frente con expresión alborozada.
– ¿Has oído eso, Terri? Mellizos.
Su mujer no apartaba los ojos de su diminuta hija recién nacida.
– Sí, es estupendo-dijo con calma-. Pero no me pidas que vuelva a empujar otra vez.
Lacy se rió.
– Bueno, creo que seré capaz de convencerte.
Cuarenta minutos más tarde, Lacy dejaba a la feliz familia, con sus dos hijas mellizas, y se dirigía por el pasillo hacia la sala de descanso del personal, donde se refrescó la cara y se cambió de pijama. Subió la escalera hasta los consultorios de las parteras y echó un vistazo a aquella colección de mujeres allí sentadas, con los brazos sobre vientres de todos los tamaños, como lunas en diferentes cuartos. Una de ellas se levantó, con los ojos enrojecidos y tambaleante, como si la llegada de Lacy la hubiera atraído por magnetismo.
– Alex-dijo, recordando en aquel instante que tenía a aquella paciente esperando-. ¿Por qué no viene conmigo?
Condujo a Alex a una sala de reconocimiento vacía y se sentó en una silla delante de ella. En ese momento, se dio cuenta de que Alex llevaba el suéter puesto al revés. Era un suéter azul cielo de cuello barco, en el que apenas se diferenciaba el derecho del revés, salvo por el detalle de la etiqueta prendida en el borde del cuello. Desde luego, es algo que puede sucederle a cualquiera, con las prisas, o si está nervioso…A cualquiera menos a Alex Cormier, probablemente.
– He tenido hemorragias-dijo Alex con voz neutra-. No muy abundantes, pero…vaya…Un poco.
Siguiendo el ejemplo de Alex, Lacy respondió con voz calmada.
– ¿Por qué no hacemos un chequeo, de todos modos?
Lacy condujo a Alex por el pasillo hasta el laboratorio de diagnóstico por imagen. Engatusó a un técnico para que las dejara saltarse la cola de pacientes y, una vez Alex estuvo tumbada en la camilla, accionó la máquina. Desplazó el transductor por encima del abdomen de Alex. Con dieciséis semanas, el feto tenía ya aspecto de bebé: minúsculo, esquelético, pero asombrosamente perfecto.
– ¿Ve esto de aquí?-preguntó Lacy, señalando un punto parpadeante en la pantalla, una intermitencia en blanco y negro-. Es el corazón del bebé.
Alex volvió la cara a un lado, pero no antes de que Lacy pudiera ver una lágrima rodar por su mejilla.
– El bebé está bien-dijo-. Y es perfectamente normal que a veces haya un poco de hemorragia. No es por nada que usted haya hecho, ni puede hacer nada por cortarlo.
– Pensé que estaba teniendo un aborto espontáneo.
– Una vez que se ha visto que el bebé es normal, como acabamos de verlo, la probabilidad de un aborto espontáneo es menor del uno por ciento. Déjeme que se lo diga de otra manera: las probabilidades de que dé a luz a un bebé normal en el plazo estipulado son de un noventa y nueve por ciento.
Alex asintió con la cabeza, secándose los ojos con la manga.
– Estupendo.
Lacy titubeó.
– Ya sé que no soy quién para decírselo, pero para ser alguien que no quiere a este bebé, parece tremendamente aliviada de saber que todo va bien, Alex.
– Yo no…no puedo…
Lacy miró la pantalla, donde el bebé de Alex había quedado fijado en un instante de tiempo.
– Piénselo al menos-dijo.
– Yo ya tengo una familia-le dijo Logan Rourke aquel mismo día, cuando Alex le comunicó que pensaba tener al bebé-. No necesito ninguna otra.
Aquella noche, Alex llevó a cabo algo así como una especie de exorcismo. Llenó la barbacoa con carbón vegetal y la encendió. Luego quemó en ella todos los trabajos que había hecho para Logan Rourke. No tenía fotos en las que salieran ambos, ni mensajes de amor…Al pensarlo ahora en retrospectiva, se dio cuenta de lo cuidadoso que había sido él, de lo fácil que le resultaba ahora a ella borrarlo de su vida.
Aquel bebé sería sólo suyo, decidió. Se quedó sentada mirando las llamas, pensando en el espacio que iría ocupándole en su interior. Imaginó sus propios órganos apartándose a un lado, la piel estirán-dose. Se figuró que se le encogía el corazón, hasta hacerse diminuto como el guijarro de una ribera, para hacer sitio. No consideró si estaba pensando en tener a aquel bebé para demostrar que su relación con Logan Rourke no había sido imaginación suya; o para trastornar su vida tanto como él había trastornado la de ella. Como cualquier abogado experto sabe, a un testigo nunca hay que hacerle una pregunta cuya respuesta uno no conoce.
Cinco semanas más tarde, Lacy no era ya sólo la partera de Alex, era también su confidente, su mejor amiga, sus oídos. Aunque por lo general Lacy no solía entablar amistad con sus clientes, con Alex había hecho una excepción. Se dijo a sí misma que ello se debía a que Alex, que había decidido ya definitivamente tener el bebé, necesitaba un verdadero apoyo, y que no contaba con nadie más con quien se sintiera cómoda.
Ése era el único motivo, decidió Lacy, por el que había aceptado salir aquella noche con las compañeras de Alex. Incluso la perspectiva de una salida nocturna sólo de chicas, sin bebés, perdía su encanto con aquella compañía. Lacy debería haberse percatado de que era preferible una visita al dentista para un empaste doble hasta la raíz que una cena con un grupo de abogadas. A todas les encantaba escucharse, estaba claro. Ella dejó que la conversación fluyera a su alrededor, como si fuera una roca en medio de un río, mientras no paraba de llenarse con Coca-Cola la copa de vino.
El restaurante era un establecimiento italiano en el que servían una salsa de tomate muy mala y cuyo chef se pasaba de ajo en todos los platos. Se preguntaba si en Italia habría restaurantes norteamericanos.
Alex se había enzarzado en una discusión acerca de un juicio con jurado. Lacy escuchaba cómo los términos eran arrojados y recogidos sobre la mesa: ley de derechos laborales, el caso de Singh versus Jutla, sanciones, incentivos. Una rubicunda mujer sentada a la derecha de Lacy sacudía la cabeza.
– Se está enviando un mensaje-dijo-. Si indemnizas por un trabajo que es ilegal, estás sancionando a una compañía por ponerse por encima de la ley.
Alex se rió.
– Sita, voy a aprovechar este preciso momento para recordarte que eres la única fiscal de esta mesa, así que no va a haber posibilidad de que ganes esta vez.
– Aquí todas somos parte. Necesitaríamos un observador imparcial.-Sita sonrió a Lacy-. ¿Qué opinas de tanta invasión de fuera?
Tal vez debería haber prestado mayor atención a la conversación. Al parecer había tomado un giro más interesante mientras Lacy estaba en las nubes.
– Bueno, yo desde luego no soy ninguna experta, pero hace poco leí un libro sobre el Área 51 y el secretismo del gobierno. Hablaba de cosas muy concretas, como el ganado mutilado…Me pareció muy sospechoso, sobre todo que de vez en cuando aparezca una vaca en Nevada a la que le faltan los riñones, y la incisión no muestre ningún tipo de traumatismo en el tejido ni de pérdida de sangre. Yo tuve un gato que para mí que fue abducido por los extraterrestres. Desapareció exactamente durante cuatro semanas justas, al minuto, y cuando volvió tenía unas quemaduras en forma de triángulo en la piel del lomo, como esos círculos de los sembrados.-Lacy se quedó dudando-. Pero sin trigo.
Todas las presentes en la mesa la miraban fijamente en silencio. Una mujer con una boquita de piñón y el pelo rubio brillante cortado a lo garçon parpadeó sin dejar de mirar a Lacy.
– Hablábamos de la invasión de inmigrantes.
Lacy notó el calor que le subía por el cuello.
– Oh-dijo-. Muy bien.
– Si quieren que les dé mi opinión-dijo Alex, desviando la atención hacia sí misma-, es Lacy la que debería dirigir el Departamento de Trabajo en lugar de Elaine Chao. No cabe duda de que tiene más experiencia…
Todas se echaron a reír mientras Lacy las observaba. Se dio cuenta de que Alex podía encajar en cualquier sitio. Allí, o en una cena con la familia de Lacy, o en la sala de un tribunal, y seguramente tomando el té con la reina de Inglaterra. Era camaleónica.
Lacy pensó, sorprendida, que no se sabe en realidad de qué color es un camaleón hasta que empieza a cambiarlo.
En todo reconocimiento prenatal había un momento en que Lacy dejaba salir a la curandera que llevaba dentro: posaba las manos sobre el vientre de la paciente y adivinaba, por el mero tacto de la superficie que tocaba, en qué dirección yacía el bebé. Le recordaba siempre a las atracciones de Halloween a las que llevaba a Joey: al meter la mano detrás de una cortina, se podían tocar unos intestinos que eran en realidad un plato de espaguetis fríos, o bien un cerebro de gelatina. No es que fuera una ciencia exacta, pero en un feto había básicamente dos partes duras: la cabeza y el culo. Si mecías la cabeza del bebé, ésta se movía a uno y otro lado. Si mecías el culo, el bebé se balanceaba entero. Moverle la cabeza movía sólo la cabeza; moverle el culo movía todo el cuerpo.
Lacy pasó las manos por toda la superficie del vientre de Alex y la ayudó a incorporarse.
– Lo bueno es que el bebé está bien-dijo Lacy-. Lo malo es que ahora mismo está al revés. Sería un parto de nalgas.
Alex se quedó inmóvil.
– ¿Tendrán que hacerme cesárea?
– Aún quedan ocho semanas. Podemos hacer aún muchas cosas en ese plazo.
– ¿Como qué?
– Moxibustión.-Alex se sentó delante de Lacy-. Te daré el nombre de una acupunturista. Tomará un palito de artemisa y te apretará con él el dedo meñique del pie. Luego hará lo mismo con el otro pie. No te dolerá, pero te dará un calor incómodo. Cuando sepas cómo hacerlo tú sola en casa, si empiezas ya, es posible que el bebé se ponga bien en una semana o dos.
– ¿Me tengo que pinchar con un palo? ¿No me marearé o algo?
– Bueno, no tienes por qué. Además quiero que apoyes también una tabla contra el sofá, formando un plano inclinado. Te colocas encima, con la cabeza hacia abajo, tres veces al día durante quince minutos.
– Cielo santo, Lacy, ¿estás segura que no quieres que también me compre una bola de cristal?
– Créeme, cualquiera de estas cosas es mucho más llevadera que dejar que el médico intente darle la vuelta al bebé…o recuperarse de una cesárea.
Alex cruzó las manos sobre el vientre.
– No creo mucho en esos cuentos de viejas.
Lacy se encogió de hombros.
– Por suerte para ti, tú no has parido de nalgas.
No era lo normal que Alex llevase a sus clientes con ella en su propio coche al tribunal, pero en el caso de Nadya Saranoff, había hecho una excepción. El marido de Nadya la había sometido a malos tratos, hasta que la había dejado por otra. No le pasaba asignación alguna por sus dos hijos, aunque se ganaba bien la vida, mientras que Nadya trabajaba en un Subway, por cinco con veinticinco dólares la hora. Había hecho una reclamación al Estado, pero la justicia trabaja demasiado lenta, de modo que había ido al Wal-Mart y había sustraído un par de pantalones y una camisa blanca para su hijo de cinco años, que empezaba el colegio la semana siguiente, y no tenía ya ropa de su tamaño que ponerse.
Nadya se había declarado culpable. Como no tenía dinero para pagar una multa, la habían condenado a treinta días de prisión diferida, lo que significaba, tal como le explicaba Alex ahora, que no tendría que cumplirla hasta al cabo de un año.
– Si vas a la cárcel-le decía, delante de la puerta del baño del edificio de los tribunales-, tus hijos sufrirán mucho. Comprendo tu desesperación, pero siempre hay alguna opción en sustitución de la cárcel. Ayudar en una iglesia. O al Ejército de Salvación.
Nadya se secó los ojos.
– No puedo ir a la iglesia o al Ejército de Salvación. No tengo coche.
Estaba claro. Ése era el motivo por el que Alex la había llevado al tribunal.
Alex trató de endurecerse frente a la pena que sentía por Nadya mientras ésta se metía en el baño. Su trabajo era conseguir para Nadya un acuerdo favorable, cosa que había hecho, teniendo en cuenta que era la segunda vez que robaba en una tienda. La primera había sido en una farmacia, de donde se había llevado Tylenol infantil.
Pensó en su propio bebé, que la obligaba a tumbarse cabeza abajo encima de una tabla de planchar y a clavarse diminutos puñales de tortura en los rosados dedos de los pies todas las noches, con la esperanza de que así cambiara de posición. ¿Qué tipo de desventaja supondría llegar a este mundo de espaldas?
Al transcurrir diez minutos y ver que Nadya no salía, Alex entró en los servicios.
– ¿Nadya?-Encontró a su cliente delante de los lavamanos, sollozando-. Nadya, ¿qué te pasa?
Su cliente agachó la cabeza, avergonzada.
– Es que me acaba de venir la regla, y no tengo tampones.
Alex buscó en su bolso y sacó una moneda de veinticinco centavos para la máquina dispensadora adosada a la pared. Pero mientras caía la cajita de cartón, algo se iluminó en su interior, y comprendió que, aunque aquel caso estaba cerrado, no había terminado todavía.
– Espérame en la puerta principal mientras voy a buscar el coche-le dijo.
Acompañó a Nadya hasta el Wal-Mart (la escena del crimen) y metió tres cajas extra grandes de Tampax en el carrito.
– ¿Qué más necesitas?
– Ropa interior-dijo Nadya en un susurro-. Eran las últimas que me quedaban.
Alex iba y venía por los pasillos del súper, agarrando camisetas, medias, bragas y pijamas para Nadya; pantalones, sacos, gorros y guantes para sus hijos; cajas de galletitas saladas, Goldfish y Saltines, y latas de sopa, pasta y Devil Dogs. Desesperada, hizo lo que tenía que hacer en aquel momento, aunque fuera exactamente lo que el departamento de abogados de oficio aconsejaba a sus letrados que no hicieran; sin embargo, era consciente, y así se lo decía la razón, de que jamás volvería a hacer algo así por un cliente. Gastó ochocientos dólares en el mismo establecimiento que había presentado cargos contra Nadya, porque era más fácil arreglar lo que estaba mal que hacerse a la idea de que su hija venía a un mundo para el que a veces ni la propia Alex tenía estómago.
La catarsis finalizó en el momento en que Alex le entregó a la cajera su tarjeta de crédito y oyó en su cabeza la voz de Logan Rourke. «Buenaza-la habría llamado con escarnio-, siempre con el corazón en la mano».
Bueno, él podía hablar con conocimiento de causa.
Por eso le había sido tan fácil rompérselo en pedazos.
«Bueno-pensó Alex con calma-. Así debe de ser morirse».
Se sintió recorrida por otra contracción. Una bala perforando el metal.
Dos semanas atrás, con motivo de la visita de la trigésimo séptima semana, Alex y Lacy habían hablado acerca de las posibilidades de aliviar el dolor en el parto.
– ¿Qué piensas sobre el tema?-le había preguntado Lacy, y Alex había bromeado:
– Pienso que deberían importarlas de Canadá.
Le había dicho a Lacy que no pensaba recurrir a ningún tipo de anestesia, que era partidaria del parto natural, que seguramente tampoco debía de doler tanto.
Pues dolía.
Se acordó de todas aquellas clases a las que Lacy la había obligado a asistir, y en las que la propia Lacy había actuado como su pareja, ya que todas las demás mujeres contaban con un esposo o compañero para ayudarlas. Les habían enseñado fotos de parturientas con la cara roja y los dientes apretados, emitiendo alaridos prehistóricos. Alex se había reído de todo aquello. «Nos enseñan los peores casos posibles-se había dicho-. Cada persona tiene una tolerancia diferente frente al dolor».
La siguiente contracción hizo que la columna vertebral se le doblara como la de una cobra, se abrazara a su propio vientre y apretara los dientes. Se le doblaron las piernas y se dio un fuerte golpe en las rodillas contra el suelo.
En las clases les habían dicho que las contracciones anteriores al parto podían durar hasta doce horas y más.
Si a ella le pasaba eso y para entonces no se había muerto, se pegaría un tiro.
Cuando Lacy era partera en prácticas, se había pasado meses yendo de un lado para otro con una pequeña regla en la mano, tomando constantes mediciones. Ahora, después de años de experiencia en la profesión, era capaz de mirar una taza de café y calcular a simple vista que tenía nueve centímetros de diámetro; que el de la naranja que había junto al teléfono del despacho de las enfermeras medía ocho. Sacó los dedos de entre las piernas de Alex y se quitó el guante de látex con un chasquido.
– Estás en dos centímetros-dijo, y Alex rompió a llorar.
– ¿Sólo dos? No podré hacerlo-jadeó, retorciendo la columna vertebral como si quisiera huir de aquel dolor. Había tratado de ocultar su malestar detrás de la máscara de competencia que siempre llevaba puesta, pero sólo para darse cuenta de que, con las prisas, debía de habérsela dejado en alguna parte.
– Sé que es frustrante-dijo Lacy-, pero te diré una cosa, que es lo que cuenta: lo estás haciendo muy bien. Y nosotras sabemos que cuando una mujer lo hace bien en el momento en que va por dos centímetros, también lo hará bien cuando esté en ocho. Vamos a ir contracción por contracción.
Lacy sabía que el parto no es fácil para nadie, pero que es especialmente difícil para las mujeres que tienen expectativas, listas y planes, porque nunca sale como lo tenías pensado. Si quieres parir bien, tienes que dejar que el cuerpo tome el mando en sustitución de la mente. En el parto toda tu persona es vulnerable, incluso las partes que tenías más olvidadas. Para alguien como Alex, acostumbrada a tenerlo todo bajo control, eso podía resultar terrible. El éxito de aquella empresa dependía de que supiera renunciar a su frialdad, aun a riesgo de convertirse en alguien que no quería ser.
Lacy ayudó a Alex a levantarse y la condujo hasta la sala de hidromasaje. Bajó la intensidad de las luces, puso música instrumental y desató la bata de Alex. Ésta había superado los límites del pudor; Lacy supuso que, en aquellos momentos, se habría desnudado delante de la población entera de una prisión masculina, si con ello hubiera podido hacer que se detuvieran las contracciones.
– Adentro-le dijo Lacy, dejando que Alex se apoyara en ella mientras se metía en la bañera de hidromasaje. Se produjo una respuesta pavloviana al agua caliente; a veces bastaba con meterse en la bañera para que los latidos se desacelerasen.
– Lacy-jadeó Alex-, tienes que prometerme…
– ¿Qué?
– Que no se lo contarás a ella. Al bebé…
Lacy cogió la mano de Alex.
– ¿Contarle qué?
Alex cerró los ojos y apoyó con fuerza la mejilla contra el borde de la bañera.
– Que en un primer momento no la quise.
Antes de que pudiera siquiera contestar, Lacy vio cómo la tensión atenazaba a Alex.
– Suelta la respiración-le dijo-. Expulsa el dolor junto con la respiración, como si pudieras arrojarlo lejos. Apóyate sobre las manos y las rodillas. Enciérrate en ti misma, como los granos de un reloj de arena. Estás en la playa. Tumbada en la arena, sintiendo el calor del sol.
»Miéntete a ti misma hasta que sea verdad.
Cuando el dolor es profundo, te vuelves hacia tu interior. Era algo que Lacy había comprobado cientos de veces. Actúan las endorfinas, la morfina natural del organismo, y te llevan a un lejano lugar donde el dolor no pueda encontrarte. En una ocasión, una paciente que había sufrido violación, experimentó una disociación tan extrema, que Lacy llegó a temer no poder alcanzarla y traerla de vuelta a tiempo para que empujara. Lacy había acabado cantándole una nana, en español.
En las últimas tres horas, Alex había recuperado la serenidad, gracias sobre todo al anestesiólogo, que le había aplicado anestesia epidural. Había dormido un rato; había jugado a las cartas con Lacy. Pero ahora el bebé se había encajado, y ella estaba empezando a empujar.
– ¿Por qué me duele otra vez?-preguntó con una voz que subía de registro por momentos.
– Es cómo actúa la epidural. Si se aumentara la dosis, no podrías empujar.
– Yo no puedo tener un bebé-soltó de pronto Alex-. No estoy preparada.
– Bueno, bueno-dijo Lacy-. Ya hablaremos de eso.
– ¿En qué estaría yo pensando? Logan tenía razón, no sé en qué me estoy metiendo. Yo no soy una madre, soy abogada. No tengo pareja, no tengo perro…Ni siquiera he conseguido criar nunca una planta de interior que no se me haya muerto. No sabré poner un pañal…
– Los dibujitos de colores van en la parte de delante-dijo Lacy.
Cogió la mano de Alex y se la llevó entre las piernas, donde asomaba la coronilla del bebé.
Alex apartó la mano de un tirón.
– ¿Es eso…?
– Pues sí.
– ¿Está saliendo?
– Tanto si estás preparada como si no.
Comenzó otra contracción.
– Oh, Alex, ya se le ven las cejas…-Lacy ayudó a sacar al bebé fuera del canal de parto manteniéndole la cabeza flexionada-. Sé muy bien cómo quema…Mira, la barbilla…qué guapa…
Lacy secó la cara del bebé, succionó el interior de la boca, le pasó el cordón umbilical por encima del cuello, y miró a su amiga.
– Alex-dijo-, hagámoslo juntas.
Lacy guió las temblorosas manos de Alex hasta colocarlas sobre la cabeza de la niña.
– Quédate así, yo mientras voy a sacar los hombros…
Cuando el bebé se deslizó por completo en las manos de Alex, Lacy lo soltó. Entre sollozos, pero aliviada, Alex se llevó el pequeño y retorcido cuerpo contra el pecho. Como siempre, Lacy se quedó sobrecogida por lo real que es un recién nacido, hasta qué punto existe. Frotó la región lumbar del bebé y contempló cómo los turbios ojos azules de la recién nacida se fijaban por vez primera en su madre.
– Alex-dijo Lacy-, es toda tuya.
Nadie está dispuesto a admitirlo, pero las cosas malas seguirán sucediendo siempre. Quizá sea porque todo es una cadena, y hace mucho tiempo alguien hizo la primera cosa mala, que llevó a otro a hacer otra cosa mala, y así sucesivamente. Como en ese juego en el que le dices algo al oído de alguien, y esa persona se lo dice a su vez al oído de otra, y al final la frase es un completo disparate.
Aunque, pensándolo bien, tal vez las cosas malas suceden porque es la única forma de que sigamos recordando cómo deberían ser las buenas.