UN AÑO ANTES

– Sigo sin creer que haya sido una buena idea-dijo Lewis mientras abría la puerta trasera de la furgoneta. El perro, Dormilón, estaba tumbado de costado, respirando con gran esfuerzo.

– Ya oíste al veterinario-dijo Lacy, mientras acariciaba la cabeza del animal. Lo tenían desde que Peter tenía tres años; y ahora que tenía doce, los riñones del perro habían dejado de funcionar. Mantenerlo con vida mediante medicamentos era un bien en todo caso para ellos, no para el animal: se les hacía demasiado difícil imaginarse la casa sin el amortiguado ruido de sus patas por los pasillos.

– No me refería a lo de sacrificarlo-aclaró Lewis-. Sino a lo de venir todos.

Peter y Joey bajaron de la parte trasera de la furgoneta como dos piedras pesadas. Entornaron los ojos a la luz del sol, con los hombros encorvados. Sus espaldas le hicieron pensar a Lacy en árboles cuyo tronco se estrechara al penetrar en la tierra. Ambos torcían el pie izquierdo hacia dentro al caminar. Cuánto habría deseado que ellos hubieran sido capaces de ver lo mucho que se parecían.

– No puedo creer que nos hayan hecho venir-dijo Joey.

Peter dio una patada a la gravilla del estacionamiento.

– Vaya mierda.

– Eh, ese lenguaje-le riñó Lacy-. Y en cuanto a lo de venir todos, soy yo la que no puede creer que sean tan egoístas como para no querer despedirse de un miembro de la familia.

– Podríamos habernos despedido en casa-murmuró Joey.

Lacy se llevó las manos a las caderas.

– La muerte forma parte de la vida. Cuando llegue mi hora, a mí me gustaría estar rodeada de las personas a las que quiero.-Esperó a que Lewis tomara a Dormilón en brazos, y luego cerró la portezuela trasera de la furgoneta.

Lacy había pedido ser la última de las visitas del día, para que el veterinario no tuviera prisa. Se sentaron en la sala de espera, con el perro arropando como si fuera una manta los muslos de Lewis. Joey tomó un número de la revista Sports Illustrated de hacía tres años y se puso a leer. Peter se cruzó de brazos y se quedó mirando el techo.

– Que cada uno diga el mejor recuerdo que tiene de Dormilón-propuso Lacy.

Lewis suspiró.

– Por el amor de Dios…

– Esto es patético-añadió Joey.

– Para mí-continuó Lacy, como si ellos no hubieran abierto la boca-, fue cuando Dormilón era un cachorro, y me lo encontré subido a la mesa del comedor, con la cabeza metida dentro del pavo.-Acarició la cabeza del perro-. Ese año tuvimos que comer sopa el Día de Acción de Gracias.

Joey dejó con exasperación la revista sobre la mesita del rincón y suspiró.

Marcia, la ayudante del veterinario, era una mujer con una larga trenza que le llegaba hasta más abajo de las caderas. Lacy la había asistido en el parto de sus mellizos, cinco años atrás.

– Hola, Lacy-dijo, acercándose y dándole un abrazo-. ¿Todo bien?

Lo malo de lo relacionado con la muerte, como Lacy sabía, era que te priva de las palabras que normalmente son eficaces para tranquilizar.

Marcia fue hasta Dormilón y le acarició detrás de las orejas.

– ¿Quieren esperar aquí?

– Sí-le dijo Joey a Peter sin sonido, articulando exageradamente con los labios.

– Entraremos todos-afirmó Lacy con firmeza.

Siguieron a Marcia hasta una de las salas de curas y depositaron a Dormilón sobre la mesa de reconocimiento. El animal pateó buscando un asidero, haciendo chasquear las pezuñas contra el metal.

– Buen chico-dijo Marcia.

Lewis y los chicos entraron en fila en la sala, colocándose uno tras otro contra la pared, como si se tratara de una rueda de reconocimiento policial. Cuando entró el veterinario blandiendo la aguja hipodérmica, se pegaron aún más a la pared.

– ¿Podrían sujetarlo, por favor?-preguntó el veterinario.

Lacy dio un paso al frente, asintiendo con la cabeza, y unió sus brazos a los de Marcia.

– Bueno, Dormilón, has sido un buen combatiente-dijo el veterinario, y a continuación se volvió hacia los chicos-. No sentirá nada.

– ¿Qué es?-preguntó Lewis, mirando la aguja.

– Una combinación de productos químicos que relajan la musculatura e interrumpen la transmisión nerviosa. Y sin transmisión nerviosa no hay pensamiento, ni sensibilidad, ni movimiento. Es un poco como quedarse dormido.-Buscó una vena en la pata del perro, mientras Marcia lo sujetaba con firmeza. El veterinario le inyectó la solución y acarició la cabeza del animal.

El perro dio un profundo suspiro y se quedó quieto. Marcia se retiró un paso, dejando a Dormilón entre los brazos de Lacy.

– Nos marchamos un minuto-dijo, y ella y el veterinario salieron de la sala.

Lacy estaba acostumbrada a sostener una nueva vida entre las manos, y no a sentir que la vida se escapaba del cuerpo que tenía entre ellas. Era tan sólo otro tipo de transmisión: del embarazo al nacimiento, de la infancia a la edad adulta, de la vida a la muerte…Pero había algo en el hecho de despedirse de la mascota familiar que resultaba más difícil, como si fuera un poco tonto albergar sentimientos tan fuertes hacia algo que no era humano. Como si admitir que uno amaba a un perro que estaba metiéndose siempre entre los pies, y arañando el cuero, y entrando barro en la casa, tanto como a los propios hijos biológicos fuera una idiotez.

Pero aun así…

Era el mismo perro que había dejado estoicamente y en silencio que Peter, un niño de tres años, cabalgara sobre él por el jardín como si fuera un poni. Era el perro que había alarmado a toda la casa con sus ladridos cuando Joey, entonces un adolescente, se había quedado dormido en el sofá mientras se preparaba la cena y el horno se había prendido fuego. Era el perro que se sentaba bajo el escritorio a los pies de Lacy, en pleno invierno mientras ella contestaba el correo electrónico, dejándola compartir el calor de su pálido y rosado vientre.

Lacy se inclinó sobre el cuerpo sin vida del perro y empezó a llorar, al principio en silencio, y luego con ruidosos sollozos que obligaron a Joey a mirar a otro lado y a Lewis a hacer muecas.

– Hagamos algo-oyó decir a Joey, con voz hueca y floja.

Notó una mano en el hombro, y dio por sentado que era la de Lewis, pero era Peter, que empezó a decir:

– Cuando era un cachorro, cuando fuimos a recogerlo de la camada, sus hermanos y hermanas intentaban trepar para salir de la jaula, pero él estaba en lo alto de los escalones, nos miró, se tropezó y se cayó encima de todos.-Lacy levantó la vista hacia él-. Ése es mi mejor recuerdo-dijo Peter.

Lacy siempre se había considerado afortunada porque le había tocado en suerte, por así decir, un niño que no era el típico chico americano; un niño sensible y emotivo, y que sabía captar de tal modo lo que los demás sentían y pensaban. Soltó el cuerpo del perro y abrió los brazos para acoger a Peter en ellos. A diferencia de Joey, que era ya más alto que ella y tenía más musculatura que Lewis, a Peter aún podía abarcarlo de un abrazo. Incluso la cuadrada envergadura de sus omoplatos, que se percibían tan fácilmente bajo la camiseta de algodón, parecía más delicada entre sus manos. Tallado aún en bruto y sin acabar, un hombre a la espera de su hombría.

Si se los pudiera mantener así: conservados en ámbar, sin acabar de crecer.


En todos los conciertos y representaciones en los que había participado en su vida, Josie sólo había contado con uno de sus padres entre el público. Su madre, cosa que había que ponerla en su haber, había reorganizado la agenda de sesiones del tribunal para poder ver a Josie haciendo de placa dental en la obra del colegio sobre higiene bucal, o para oír su solo de cinco notas en la coral de Navidad. Había también otros niños a cuyas funciones asistía sólo uno de sus padres, en los casos en que éstos estaban divorciados, por ejemplo, pero Josie era la única persona del colegio que no conocía a su padre. Cuando era pequeña, y toda la clase de segundo curso hacía tarjetas en forma de corbata para el Día del Padre, ella estaba en un rincón, con otra niña cuyo padre había muerto prematuramente de cáncer, con cuarenta y dos años.

Con la curiosidad connatural de cualquier niño, al crecer le había preguntado a su madre sobre la cuestión. Josie quería saber por qué sus padres ya no estaban casados; no se había imaginado siquiera que nunca lo hubieran estado.

– No es un tipo de hombre al que le guste el matrimonio-le dijo Alex, aunque Josie no entendía por qué eso implicaba que tampoco fuera el tipo de hombre al que le gustara enviar un regalo por el cumpleaños de su hija, o invitarla una semana a su casa en vacaciones, o incluso llamar para escuchar su voz.

Aquel año en el colegio tendrían la asignatura de biología, y Josie estaba nerviosa de antemano por la lección de genética. No sabía si su padre tenía los ojos castaños o azules; si tenía el pelo rizado, o pecas, o seis dedos. Su madre había contestado las preguntas de Josie con un encogimiento de hombros:

– Seguro que en tu clase habrá más de uno que sea adoptado-dijo-. Tú ya sabes el cincuenta por ciento de tu herencia genética más que ellos.

Esto era lo que Josie había ido coligiendo por cosas dichas aquí y allá acerca de su padre:

Su nombre era Logan Rourke. Era profesor de la facultad de derecho a la que había asistido su madre.

Se le había puesto el pelo blanco de forma prematura, pero, según aseguraba su madre, eso no le había restado atractivo.

Era diez años mayor que su madre, lo cual significaba que tenía cincuenta.

Tenía los dedos largos y tocaba el piano.

No sabía silbar.

Todo eso no daba para completar una biografía estándar, según el parecer de Josie, aunque tampoco nadie se había molestado en confeccionarla.

Estaba sentada con Courtney en el laboratorio de ciencias naturales. Por regla general no solía escoger a Courtney como compañera en el laboratorio, no era precisamente una lumbrera, pero no parecía importar mucho. La señora Aracort era la maestra-consejera de las animadoras, y Courtney era una de ellas. Por malos que fueran los trabajos de laboratorio de éstas, no se sabía cómo, se las arreglaban siempre para sacar sobresaliente.

En la mesa de delante, junto a la señora Aracort, había un cerebro de gato disecado. Olía a formol y parecía el de un gato atropellado en una cuneta. Por si no era suficiente, acababan de volver de la hora del almuerzo. («Esa cosa-había comentado Courtney con un escalofrío-, va a hacer que me vuelva aún más bulímica».) Josie intentaba no mirarlo mientras trabajaba en su proyecto para la clase: a cada alumno se le había proporcionado una computadora portátil Dell con conexión inalámbrica a Internet para que navegaran por la Red en busca de ejemplos de investigación animal humana. Hasta el momento, Josie había encontrado un estudio sobre primates llevado a cabo por un fabricante de pastillas contra la alergia, por el que se volvía asmáticos a los monos para luego curarlos; y otro estudio concerniente a cachorros y al síndrome de muerte súbita infantil.

Por error, le dio a otro botón del navegador y fue a parar a una página del periódico Boston Globe. En la pantalla apareció información electoral, sobre la pugna entre la titular de la plaza de fiscal del distrito y su oponente: el decano de la facultad de derecho de Harvard, un hombre llamado Logan Rourke.

Josie sintió como si se le encogiera el estómago. No podía haber más de un hombre con ese nombre y apellido. ¿O sí? Entornó los ojos, acercándose a la pantalla, pero la fotografía era granulosa, y el sol reflejaba.

– Pero ¿qué haces?-le susurró Courtney.

Josie sacudió la cabeza y cerró la tapa del portátil, como si así pudiera guardar su secreto.


Nunca lo hacía en uno de los urinarios. Aunque tuviera muchas ganas de orinar, a Peter no le gustaba ponerse de pie junto a algún gigantón de algún curso superior que pudiera hacer algún comentario acerca de, bueno, del hecho de que él fuera un canijo de noveno, en particular por lo que se refería a sus partes bajas. Prefería meterse en un retrete y cerrar la puerta para poder tener intimidad.

Le gustaba leer lo que había escrito en las paredes. En uno de los retretes había una retahíla de chistes breves. En otro aparecían nombres de chicas que supuestamente hacían mamadas. Había una inscripción hacia la que Peter se daba cuenta de que los ojos se le iban repetidamente: TREY WILKINS ES MARICÓN. No conocía a Trey Wilkins, ni creía que fuera ya alumno del Instituto Sterling, pero Peter se preguntaba si Trey había entrado en aquellos baños y había utilizado aquellos mismos inodoros para orinar.

Peter había salido de la clase de inglés en mitad de una prueba sorpresa de gramática. Sinceramente, no creía que en la gran trama de la vida importara mucho si un adjetivo modificaba o no un sustantivo o un verbo, o si desaparecía de la faz de la tierra, que era lo que de verdad esperaba que sucediera antes de volver a clase. Ya había hecho lo que tenía que hacer en el baño; ahora simplemente estaba dejando pasar el tiempo. Si suspendía aquel examen, sería el segundo seguido. No era el enojo de sus padres lo que preocupaba a Peter, sino la forma en que lo mirarían, defraudados por que no se pareciese más a Joey.

Oyó que se abría la puerta del baño, y el bullicio propio de los pasillos que traían consigo los dos chicos que entraron. Peter se agachó, mirando por debajo de la puerta de su cabina. Unas Nike.

– Estoy sudando como un cerdo-dijo una voz.

El segundo chico se rió.

– Eso te pasa por culo-gordo.

– Sí, ya. Podría darte una paliza en la pista de baloncesto con una mano atada a la espalda.

Peter oyó el agua que corría de un grifo abierto, y un chapoteo.

– ¡Eh, que me mojas!

– ¡Aaah, mucho mejor!-dijo la primera voz-. Así al menos ya no estoy mojado porque sude. Eh, mírame el pelo, parezco Alfalfa.

– ¿Quién?

– ¿No sabes, o qué? El tipo de la serie «Little Rascals», el que lleva una cola atada a la nuca.

– No sé, pero en serio, pareces marica total…

– Ya te digo…-Más risas-. Pero a que sí me parezco un poco a Peter.

En cuanto oyó su nombre, a Peter le dio un vuelco el corazón. Abrió el pestillo de la puerta del retrete y salió. Delante de los lavatorios había un jugador del equipo de fútbol al que conocía sólo de vista, junto con su propio hermano. Joey llevaba el pelo empapado, goteando, y se lo había levantado por la parte de atrás, como lo llevaba a veces Peter, por mucho que hubiera intentado aplastárselo con el gel para el pelo de su madre.

Joey le lanzó una mirada.

– Piérdete, pendejo-le ordenó, y Peter salió a toda prisa del servicio, preguntándose si era posible perderse cuando uno no se había encontrado en toda tu vida.


Los dos hombres que comparecían delante de Alex compartían un dúplex, pero se odiaban mutuamente. Arliss Undergroot era un instalador de pladur con los brazos tatuados de arriba abajo, la cabeza rapada y el suficiente número de piercings en la cara como para hacer saltar los detectores de metales del tribunal. Rodney Eakes era un cajero de banco vegetariano estricto que poseía una colección premiada de grabaciones originales de espectáculos de Broadway. Arliss vivía en el piso de abajo; Rodney, en el de arriba. Unos meses atrás, Rodney había comprado una bala de heno que pensaba utilizar para recubrir su jardín orgánico, pero no llegó a cumplir su propósito, dejando todo este tiempo la bala de heno en el porche de Arliss. Éste le pidió a Rodney que quitase el heno de allí pero Rodney le dio largas. Así que, una noche, Arliss y su novia cortaron el cordón del embalaje y esparcieron el heno por el césped.

Rodney llamó a la policía, que arrestó a Arliss por mala conducta criminal, una forma legal de decir: por destruir una bala de paja.

– Explíqueme por qué los contribuyentes de New Hampshire tienen que pagar con su dinero las costas de un juicio por un caso como éste-pidió Alex.

El fiscal se encogió de hombros.

– A mí se me ha pedido que siga adelante con el procedimiento-dijo, aunque poniendo los ojos en blanco.

Ya había demostrado que Arliss había agarrado la bala de heno y la había esparcido por el césped: el hecho estaba probado, pero la imposición de una condena le acarrearía a Arliss tener antecedentes penales para el resto de su vida.

Puede que hubiera sido un mal vecino, pero tampoco merecía eso.

Alex se volvió hacia el fiscal.

– ¿Cuál fue el precio que pagó la víctima por esa bala de heno?

– Cuatro dólares, Su Señoría.

Entonces se encaró con el demandado.

– ¿Lleva encima cuatro dólares?

Arliss asintió con la cabeza.

– Bien. El caso se archivará sin fallo en el momento en que se indemnice a la víctima. Saque cuatro dólares de la cartera y entrégueselos a ese agente de policía, que a su vez se los dará al señor Eakes, en el fondo de la sala.-Lanzó una mirada a su escribiente-. Haremos un receso de quince minutos.

Una vez en su despacho, Alex se despojó de la toga y tomó una caja de cigarrillos. Bajó por la escalera de atrás hasta el piso inferior del edificio y encendió un cigarrillo, aspirando profundamente. Había días en que se sentía muy orgullosa de su trabajo, y otros, en cambio, como aquél, en que se preguntaba por qué se molestaba siquiera.

Encontró a Liz, la encargada de mantenimiento, pasando el rastrillo por el césped de entrada de los juzgados.

– Te invito a un cigarrillo-dijo Alex.

– ¿Cuál es el problema?

– ¿Cómo sabes que hay algún problema?

– Porque hace años que trabajas aquí, y nunca antes me habías invitado a un cigarrillo.

Alex se apoyó contra un árbol, mientras observaba las hojas, brillantes como joyas, atrapadas entre los dientes del rastrillo de Liz.

– Es que acabo de malgastar tres horas en un caso que jamás debería haber llegado a la sala de un tribunal. Tengo un dolor de cabeza terrible. Y además, se ha acabado el papel higiénico del baño de mi despacho y he tenido que llamar a la escribiente para que fuera a buscarme un rollo al servicio de mantenimiento.

Liz alzó la vista hacia la copa del árbol, mientras una ráfaga de viento enviaba un nuevo montón de hojas sobre la hierba por la que acababa de pasar el rastrillo.

– Alex-dijo-. ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Claro.

– ¿Cuándo fue la última vez que te echaron un polvo?

Alex se volvió, boquiabierta.

– ¿Y eso qué tiene que ver con…?

– La mayor parte de la gente, cuando está en el trabajo se pasa el día pensando en el tiempo que les falta para volver a casa y hacer lo que de verdad tienen ganas de hacer. En tu caso es justo al revés.

– Eso no es verdad. Josie y yo…

– ¿Qué hicieron este fin de semana para divertirse?

Alex apresó una hoja y tiró de ella. En los últimos tres años, la agenda social de Josie había estado repleta de llamadas telefónicas, de noches pasadas en casa de amigas y de grupos de chicos y chicas quedando para ir al cine o para reunirse en una guarida ubicada en el sótano de alguno de ellos. Aquel fin de semana, Josie había ido de compras con Haley Weaver, una estudiante de segundo de instituto que acababa de sacarse el carnet de conducir. Alex había redactado dos resoluciones y había limpiado los cajones de la fruta y de las verduras del refrigerador.

– Te voy a arreglar una cita a ciegas-dijo Liz.


Un buen número de establecimientos en Sterling contrataban adolescentes para trabajar después de las clases. Después de su primer verano en la copistería QuikCopy, Peter concluyó que ello se debía a que la mayoría de aquellos trabajos eran una mierda, y sus propietarios no encontraban a nadie más que quisiera hacerlos.

Él era el encargado de fotocopiar la mayor parte del material docente de la Universidad de Sterling, material que le traían los propios profesores. Sabía reducir un documento a un treintaidosavo de su tamaño original y reponer el tóner. Cuando los clientes se disponían a pagarle, a él le gustaba intentar adivinar de qué valor sería el billete que sacarían de la cartera, sólo por la forma de ir vestidos o peinados. Los estudiantes universitarios siempre llevaban billetes de veinte. Las mamás con cochecitos de bebés blandían tarjetas de crédito. Los profesores usaban billetes de un dólar arrugados.

La razón de que se hubiera puesto a trabajar era que necesitaba una computadora nueva con una tarjeta gráfica mejor, para poder poner en práctica algunos de los diseños para juegos que él y Derek habían estado configurando últimamente. A Peter nunca dejaba de asombrarle el modo en que una serie de comandos, en apariencia sin sentido, en la pantallas podían convertirse, como por arte de magia, en un caballero, o en una espada, o en un castillo. Le gustaba la idea misma: que algo que una persona corriente podía desestimar como un galimatías incomprensible pudiera ser en realidad algo llamativo y emocionante, si sabías cómo mirarlo.

La semana anterior, cuando su jefe le había dicho que iba a contratar a otro alumno del instituto, Peter se había puesto tan nervioso que había tenido que encerrarse veinte minutos en el baño antes de ser capaz de actuar como si no le importara en absoluto. Por estúpido y aburrido que fuera aquel trabajo, para él era un refugio. Allí, Peter estaba solo la mayor parte de la tarde, sin tener que preocuparse por encontrarse con los chicos más populares.

Pero si el señor Cargrew contrataba a alguien del Instituto Sterling, seguro que quien viniera sabría quién era Peter. Y aunque el chico no formara parte del grupo de alumnos más populares, la copistería dejaría de ser un lugar en el que pudiera sentirse a sus anchas. Peter tendría que pensar las cosas antes de decirlas o de hacerlas, si no quería convertirse en pasto para los rumores del colegio.

Sin embargo, para gran sorpresa de Peter, resultó que su compañera de trabajo iba a ser Josie Cormier.

Entró en el establecimiento detrás del señor Cargrew.

– Ésta es Josie-dijo a modo de introducción-. ¿Se conocían ya?

– Más o menos-repuso Josie, mientras Peter contestaba:

– Psé.

– Peter te enseñará los secretos-dijo el señor Cargrew, y los dejó para irse a jugar al golf.

A veces, cuando Peter iba por un pasillo del instituto y veía a Josie con su nuevo grupo de amigos, no la reconocía. Vestía de forma diferente, con pantalones vaqueros que le dejaban al aire su liso vientre, y varias camisetas de diferentes colores superpuestas una sobre otra. Y se maquillaba de un modo que le hacía unos ojos enormes, cosa que le daba un aspecto un poco triste, pensaba él a veces, pero dudaba que ella lo supiera.

La última conversación de verdad que había mantenido con Josie había sido hacía cinco años, cuando ambos estaban en sexto curso. Él estaba convencido de que la Josie de verdad lograría salir de aquella nube de popularidad y comprender que el brillo de aquellas personas con las que iba era como el del oropel. Estaba seguro de que, tan pronto como empezaran a despellejar a otras personas, ella volvería con él. «Dios mío», diría ella, y ambos se reirían de su periplo por el Lado Oscuro. «Pero ¿en qué estaría pensando?».

Pero eso no sucedió, y luego Peter empezó a frecuentar a Derek, a partir de su coincidencia en el equipo de fútbol, y en séptimo le costaba ya creer que alguna vez él y Josie se hubiesen pasado semanas saludándose con un apretón de manos secreto que nadie habría sido jamás capaz de imitar.

– Bueno-había dicho Josie aquel primer día, como si no lo conociera de nada-, ¿qué es lo que tenemos que hacer?

Ahora ya llevaban trabajando juntos una semana. Bueno, quizá no tanto como juntos; más bien era como si ambos llevaran a cabo una danza interrumpida por los suspiros o los roncos gruñidos de las fotocopiadoras y por el timbre agudo del teléfono. Cuando hablaban, la mayor parte de las veces se trataba de un mero intercambio de información: «¿Queda tóner para la fotocopiadora en color? ¿Cuánto tengo que cobrar por la recepción de un fax?».

Aquella tarde, Peter estaba fotocopiando artículos para un curso de psicología de la facultad. De vez en cuando, mientras las hojas se depositaban en las bandejas separadoras, veía imágenes escaneadas de cerebros de esquizofrénicos, unos círculos de un rosa brillante en los lóbulos frontales que se reproducían en diversas tonalidades de gris.

– ¿Cómo se llama cuando dices el nombre de la marca de una cosa en lugar de lo que es en realidad?

Josie estaba grapando un trabajo. Se encogió de hombros.

– Como Xerox-insistió Peter-. O Kleenex.

– Jell-O-repuso Josie después de pensarlo.

– Google.

Josie levantó la vista de su trabajo.

– Band-Aid-dijo.

– Q-Tip.

Reflexionó unos segundos, mientras esbozaba una amplia sonrisa.

– Fed-Ex. Wiffle ball.

Peter sonrió a su vez.

– Rollerblade. Frisbee.

– Crock-Pot.

– Ésa no…

– Compruébalo si quieres-replicó Josie-. Jacuzzi. Post-it.

– Magic Marker.

– ¡Ping-Pong!

Los dos habían dejado de trabajar y estaban riéndose, cuando repiqueteó la campanilla situada sobre la puerta.

Matt Royston entró en el establecimiento. Llevaba una gorra de hockey del equipo de Sterling: aunque la temporada no comenzaría hasta al cabo de un mes, todo el mundo sabía que iba a ser seleccionado para el equipo titular, a pesar de ser alumno de primer año. Peter, que se había dejado embelesar por el espejismo de haber recuperado a la Josie de antes, vio cómo ella se volvía hacia Matt. A la chica se le sonrojaron las mejillas, y los ojos le resplandecían como una llama.

– ¿Qué haces tú aquí?

Matt se inclinó apoyando los brazos sobre el mostrador.

– ¿Así es como tratas a tus clientes?

– ¿Necesitas que te fotocopie algo?

La boca de Matt se torció formando una sonrisa.

– De eso nada. Soy puro original.-Lanzó una mirada alrededor de la tienda-. Así que aquí es donde trabajas.

– No, vengo porque dan caviar y champán gratis-bromeó Josie.

Peter asistía a la conversación desde detrás del mostrador. Esperaba que Josie le dijera a Matt que estaba ocupada, cosa que no tenía por qué ser necesariamente verdad, pero de hecho, cuando él entró, ellos también estaban teniendo una conversación. O algo así.

– ¿A qué hora acabas?-preguntó Matt.

– A las cinco.

– Hemos quedado algunos del grupo en casa de Drew, esta noche.

– ¿Eso es una invitación?-preguntó ella, y Peter se fijó en que, cuando sonreía, cuando sonreía mucho, se le formaba un hoyuelo que él no le conocía. O quizá fuera que con él nunca había sonreído así.

– ¿Tú quieres que lo sea?-preguntó Matt.

Peter se acercó al mostrador.

– Tenemos que seguir con el trabajo-espetó.

Los ojos de Matt se clavaron en los de Peter.

– ¿Quieres dejar de mirarme, marica?

Josie se interpuso entre ambos, de forma que Matt no pudiera ver a Peter.

– ¿A qué hora?

– A las siete.

– Allí nos vemos-dijo ella.

Matt dio un golpe con ambas manos sobre el mostrador.

– Genial-repuso, y salió de la tienda.

– Saran Wrap-dijo Peter-. Vaseline.

Josie se volvió hacia él, confusa.

– ¿Qué? Ah, sí.

Recogió los trabajos que había estado grapando y amontonó unas cuantas hojas más, unas sobre otras, alineando los bordes.

Peter cargó de papel la fotocopiadora con la que estaba trabajando.

– ¿Te gusta?-preguntó.

– ¿Matt? Supongo.

– ¿No lo sabes?-dijo Peter. Apretó el botón de copia y se quedó mirando cómo la máquina comenzaba a parir un centenar de bebés idénticos.

Al ver que Josie no contestaba, se colocó a su lado junto a la mesa de clasificación. Formó un juego de hojas y lo grapó, y acto seguido se lo pasó a ella.

– ¿Cómo se siente uno?-le preguntó.

– ¿Cómo se siente uno cuándo?

Peter se lo pensó unos segundos.

– Cuando está en la cresta de la ola.

Josie tomó otro juego de hojas y lo metió en la grapadora. Repitió la operación tres veces, y cuando Peter ya estaba seguro de que ella iba a ignorar su pregunta, Josie dijo:

– Que al primer paso en falso, te caes.

Al decir aquello, Peter apreció en su voz un tono que le recordó a una canción de cuna. Le asaltó el vívido recuerdo de un caluroso día de julio, sentado con Josie en el camino de entrada de casa de ésta, mientras intentaban hacer fuego con virutas de madera, sus anteojos y la acción de los rayos del sol. Y aún podía escuchar los gritos de Josie por encima del hombro al volverse hacia él desafiándolo a que la atrapara en el trayecto de vuelta a casa desde el colegio. Vio aparecer un ligero rubor en sus mejillas, y comprendió que la Josie que había sido su amiga seguía allí, atrapada bajo varias capas, como esas muñecas rusas que cada una encierra a otra más pequeña.

Si al menos pudiera lograr que ella compartiera con él aquellos recuerdos. A lo mejor el ser popular no era lo que había hecho que Josie empezara a salir con Matt y compañía. A lo mejor sólo era que se había olvidado de que le gustaba ir con Peter.

Miró a Josie con el rabillo del ojo. Ella se mordía el labio inferior, concentrada en colocar recta la grapa. A Peter le habría gustado saber cómo hacía Matt para estar tan suelto y natural, en cambio él toda la vida le había parecido que siempre se reía demasiado fuerte, o a destiempo; que se daba cuenta demasiado tarde de que era de él de quien se reían los demás. No sabía cómo se hacía para ser diferente a como siempre se había sido, así que respiró hondo y se dijo que, no hacía tanto tiempo, a Josie le había parecido bien siendo como era.

– Ven-le dijo Peter-. Te enseñaré una cosa.

Se metió en el despacho adyacente, en el que el señor Cargrew tenía una foto con su mujer y sus hijos, y la computadora, a la que nadie podía tener acceso y que estaba protegido con una clave de seguridad.

Josie le siguió y se quedó de pie detrás de la silla en la que se sentó Peter. Éste apretó algunas teclas, y de pronto la pantalla se abrió.

– ¿Cómo lo has hecho?-le preguntó Josie.

Peter se encogió de hombros.

– Últimamente me ha dado por jugar con computadoras. La semana pasada conseguí meterme en este de Cargrew.

– Creo que no deberíamos…

– Espera.

Peter fue abriendo carpetas hasta llegar a un archivo de descargas muy protegido, del que abrió la primera página.

– ¿Qué es eso…? ¿Un…enano?-murmuró Josie-. ¿Y un burro?

Peter ladeó la cabeza.

– Yo creía que era un gato muy grande.

– Sea lo que sea, es de pésimo gusto-dijo Josie con un escalofrío-. Agh. ¿Cómo voy a aceptar ahora un cheque de la mano de ese tipo?-Miró a Peter-. ¿Qué más puedes hacer con esta computadora?

– Cualquier cosa-se jactó él.

– ¿Como…meterte en otras computadoras, por ejemplo? ¿Del colegio y esas cosas?

– Pues claro-dijo Peter, aunque en realidad eso aún no sabía hacerlo. Estaba empezando a aprender cosas sobre codificaciones y cómo sortearlas.

– ¿Serías capaz de encontrar una dirección?

– Pan comido-replicó Peter-. ¿De quién?

– De alguien totalmente al azar-dijo ella, inclinándose por encima de Peter para teclear. Le llegaba el aroma de su pelo, que olía a manzanas, y podía sentir la presión de su hombro contra el suyo. Peter cerró los ojos, esperando la caída del rayo. Josie era guapa, y era una chica, y aun así…él no sentía nada.

¿Se debería tal vez a que ella le resultaba demasiado familiar…como una hermana?

¿O porque ella no era él?

«¿Quieres dejar de mirarme, marica?».

A Josie no se lo había dicho, pero cuando encontró la página porno del señor Cargrew, se había sorprendido a sí mismo mirando a los chicos en lugar de a las chicas. ¿Quería eso decir que le atraían? Pero bueno, también había mirado a los animales. ¿No podía deberse a la curiosidad? ¿Incluso al deseo de compararse con los hombres que salían en esas imágenes?

¿Y si resultara que Matt, y todos los demás, tenían razón?

Josie buscó con el ratón hasta que en la pantalla apareció un artículo del Boston Globe.

– Por ejemplo-dijo ella, señalando con el dedo-. Ese tipo de ahí.

Peter entornó los ojos leyendo el titular.

– ¿Quién es Logan Rourke?

– Y qué más da-contestó ella-. Alguien que tiene cara de tener una dirección que no sale en las guías.

Así era, en efecto, pero Peter imaginó que cualquiera que se dedicara a una carrera pública era lo bastante listo como para suprimir su información personal de la guía telefónica. Tardó diez minutos en averiguar que Logan Rourke era profesor en la facultad de derecho de Harvard, y otros quince en introducirse en los archivos de recursos humanos de la institución.

– ¡Ta-chán!-exclamó Peter-. Vive en Lincoln. En la calle Conant.

Se volvió hacia Josie por encima del hombro y notó cómo se le dibujaba una sonrisa al ver el rostro de ella. Josie se quedó mirando largo rato la pantalla.

– Eres bueno-dijo.


Suele decirse que los economistas conocen el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. Lewis pensaba en ello en su despacho mientras abría un enorme archivo en la computadora: el Estudio Mundial sobre Valores. Los datos, recogidos por expertos noruegos en ciencias sociales, se habían obtenido a partir de encuestas realizadas a cientos de miles de personas de todo el mundo, y constituían una serie interminable de detalles, algunos de ellos muy sencillos, como la edad, el sexo, el orden de nacimiento, el peso, la religión, el estado civil, el número de hijos; y también informes más complejos, como las opiniones políticas y la filiación religiosa. El informe había tenido en cuenta incluso la organización del tiempo: cuántas horas pasaba una persona en el trabajo, con cuánta frecuencia iba a misa, cuántas veces por semana tenía relaciones sexuales, y con cuántas parejas.

Lo que a la mayor parte de la gente le habría parecido tedioso, para Lewis era como un viaje en montaña rusa. Cuando uno se ponía a organizar los patrones que encerraban una cantidad de datos tan ingente, no sabía adónde lo iban a llevar, cuán profunda sería la caída o cuán elevada la subida. Había examinado aquellos números lo bastante a menudo como para saber que a duras penas era capaz de elaborar una ponencia para la conferencia de la semana siguiente. Pero bueno, no tenía por qué ser perfecta; la reunión era reducida, y sus colegas de mayor prestigio no estarían presentes. Siempre podía hacer ahora algo con lo que salir del paso y pulirlo más tarde para su publicación en una revista académica.

El artículo debía centrarse en el dilema de ponerle un precio a las variables de la felicidad. Todo el mundo decía que el dinero daba la felicidad, pero ¿qué cantidad de dinero? ¿Tenían los ingresos económicos un efecto directo o causal en la felicidad? La gente más feliz, ¿era también la que tenía más éxito en el trabajo, o bien obtenían un salario más alto precisamente porque eran personas más felices?

Sin embargo, la felicidad no podía reducirse a los ingresos monetarios. El matrimonio, ¿era más valioso en Norteamérica o en Europa? ¿Era el sexo importante? ¿Por qué las personas que frecuentaban la iglesia alcanzaban mayores niveles de felicidad que quienes no lo hacían? ¿Por qué los escandinavos, que estaban muy arriba en la escala de la felicidad, tenían uno de los mayores índices de suicidio del mundo?

Mientras Lewis empezaba a cotejar los diferentes elementos a través de un análisis de regresión multivariable con el programa Stata, reflexionó acerca del valor que daría a las variables de su propia felicidad. ¿Qué compensación monetaria habría sido necesaria a cambio de no tener en su vida a una mujer como Lacy? ¿O de no ocupar una plaza titular en la Universidad de Sterling? ¿O a cambio de su salud?

Al ciudadano medio no le haría demasiada gracia saber que su estado civil repercutía sólo en un 0,07% de aumento de nivel de felicidad (con un margen de error de un 0,02%). Es decir, que estar casado tenía sobre la felicidad en general el mismo efecto que una bonificación anual de cien mil dólares.

Éstas eran las conclusiones a las que había llegado por el momento:

A mayores ingresos económicos, mayor felicidad, pero no en progresión constante. Por ejemplo, una persona que ganaba cincuenta mil dólares manifestaba ser más feliz que otra con un salario de veinticinco mil dólares. Sin embargo el incremento adicional de felicidad que resultaba de un aumento de cincuenta mil dólares a cien mil dólares era mucho menor.

A pesar de la mejora de las condiciones materiales, la línea de la felicidad con el tiempo tiende a la horizontalidad. Los ingresos relativos pueden ser más importantes que las ganancias absolutas.

El grado de bienestar era mayor entre las mujeres, las personas casadas, las personas con educación elevada y aquellas cuyos padres no se habían divorciado.

La felicidad en la mujer ha ido disminuyendo a través del tiempo, posiblemente por haber logrado una mayor equilist Item ción con los hombres en el mercado laboral.

En Estados Unidos, la población negra era mucho menos feliz que la blanca, pero su satisfacción iba incrementándose.

Según los cálculos, la «indemnización» necesaria para compensar ser un desempleado sería de sesenta mil dólares anuales; la «indemnización» por ser negro, treinta mil dólares por año; la «indemnización» por ser viudo o separado, cien mil dólares al año.

Había un juego al que Lewis solía jugar consigo mismo, cuando sus dos hijos habían nacido ya, y él se sentía tan ridículamente feliz que estaba seguro de que algo trágico tenía que pasar. Se tumbaba en la cama y se forzaba a escoger entre qué preferiría perder primero, su matrimonio, su trabajo o un hijo. Se preguntaba cuánto podía soportar un hombre antes de quedar reducido a nada.

Cerró la ventana de datos y se quedó mirando el fondo de pantalla de su computadora. Era una foto de cuando sus hijos tenían ocho y diez años, en un zoo infantil de Connecticut. Joey llevaba a su hermano a la espalda, y ambos sonreían, con una rosada puesta de sol como telón de fondo. Momentos después, un gamo (que debía de haber tomado esteroides, según dijo Lacy luego) había hecho perder el equilibrio a Joey dándole un topetazo, y los dos hermanos se habían caído al suelo, deshaciéndose en lágrimas…Pero no era así como a Lewis le gustaba recordarlo.

La felicidad no sólo era lo que podía consignarse con datos objetivos, sino también aquello que uno elegía recordar.

Había otra conclusión más que había incluido en su ponencia: la felicidad tenía forma de U. Las personas eran más felices cuando eran muy jóvenes y cuando eran muy mayores. El bajón se producía, más o menos, al cumplir los cuarenta.

O, en otras palabras, pensó Lewis con alivio, eso era lo peor que podía pasar.


Aunque sacaba sobresalientes y le gustaba la asignatura, la nota de matemáticas era por la que Josie más debía esforzarse. No tenía una facilidad extraordinaria para los números, si bien era capaz de razonar con lógica y de escribir un ensayo sin esfuerzo. En eso era como su madre, suponía.

O posiblemente como su padre.

El señor McCabe, el profesor de matemáticas, se paseaba por los pasillos entre las filas de pupitres, arrojando una pelota de tenis hacia el techo y cantando un remedo de una canción de Don McLean:

Bye-bye, ¿cuál es el valor de pi?

Calculen los dígitos con los dedos.

Hasta el final de clase, McCabe

A los de noveno hace sudar y suspirar.

Y ellos dicen: venga, McCabe, ¿por qué?

Oh, señor McCabe, ¿por qué, por qué…?

Josie borró una coordenada del papel milimetrado que tenía delante.

– Si hoy no entra el número pi-dijo un chico.

El profesor giró en redondo y lanzó la pelota de tenis, que botó sobre el pupitre del chico que había hablado.

– Andrew, estoy muy contento de que te hayas despertado a tiempo para darte cuenta de eso.

– ¿Va a contar para nota?

– No. A lo mejor tendría que ir a la tele-reflexionó el señor McCabe-. ¿No hay ningún programa tipo «Quiere ser matemático»?

– Dios, espero que no-murmuró Matt, sentado detrás de Josie. Le dio un empujoncito en el hombro, y ella colocó su hoja en la esquina superior izquierda del pupitre, de forma que él pudiera ver mejor sus respuestas.

Aquella semana estaban trabajando con gráficas. Además de un millón de tareas a partir de las cuales había que obtener datos y encajarlos en gráficas de barras y tablas, cada uno de los alumnos había tenido que idear y presentar una gráfica de algo que les resultara familiar y estimado. El señor McCabe reservaba diez minutos al final de las clases para las presentaciones. El día anterior, Matt había mostrado con presunción una gráfica con la edad relativa de los jugadores de hockey sobre hielo de la NHL. Josie, que debía presentar la suya al día siguiente, había encuestado a sus amigos para comprobar si existía una relación proporcional entre el número de horas que empleaban para hacer los deberes y la media de las notas obtenidas.

Aquel día le tocaba el turno a Peter Houghton. Ella le había visto llevar su gráfica a clase, en forma de póster enrollado.

– Vaya, qué les parece-dijo el señor McCabe-. Resulta que hoy tenemos quesitos de postre.

Peter había optado por un diagrama circular, con sectores triangulares en forma de quesito. Resultaba muy claro y esquemático, con colores y etiquetas hechas con computadora que identificaban cada una de las secciones. El título de la parte superior del gráfico decía: POPULARIDAD.

– Cuando quieras, Peter-dijo el señor McCabe.

Peter parecía como si fuera a perder el conocimiento de un momento a otro pero, por otra parte, siempre tenía ese aspecto. Desde que Josie trabajaba en la copistería, volvían a hablar y relacionarse, aunque, siguiendo una norma tácita, sólo fuera del ámbito escolar. Dentro del instituto era diferente, como una pecera en la que nada de lo que hicieran o dijeran era observado y tenido en cuenta por ninguno de ellos.

Cuando eran pequeños, Peter nunca parecía darse cuenta de si llamaba la atención. Como cuando le dio por hablar en marciano en el recreo, por ejemplo. Josie suponía que el reverso de la moneda de esa actitud, es decir, su lado positivo, era que Peter no intentaba imitar nunca a nadie, lo cual no era algo que ella pudiera decir de sí misma.

Peter se aclaró la garganta.

– Mi gráfica es sobre el estatus en este instituto. Mi muestra estadística está sacada de los veinticuatro alumnos de esta clase. Aquí se puede ver-continuó, señalando uno de los quesitos del círculo-que algo menos de un tercio de la clase son populares.

En violeta, el color de la popularidad, había siete quesitos, cada uno de ellos con el nombre de un alumno diferente de la clase. Estaban Matt y Drew, y algunas de las chicas que se sentaban con Josie a la hora del almuerzo. Pero también el payaso de la clase estaba incluido en el grupo, advirtió Josie, así como el chico nuevo, cuya familia se había trasladado procedente de Washington, D.C.

– Aquí están los fuera de serie-dijo Peter, y Josie pudo ver los nombres del cerebrín de la clase y de la chica que tocaba la tuba-. El grupo más amplio es el que yo llamo normal. Y apenas un cinco por ciento son los desclasados.

Todo el mundo se había quedado mudo. Josie pensó que aquél era uno de esos momentos en que podría llamarse a los asesores escolares para que administraran a todos una inyección de refuerzo de tolerancia hacia lo diferente. Pudo apreciar cómo el entrecejo del señor McCabe se arrugaba como una figurita de papel mientras se esforzaba por imaginar cómo podía reconvertir la presentación de Peter en una enseñanza asimilable. Vio a Drew y a Matt intercambiar una sonrisa. Y, sobre todo, observaba a Peter, feliz e ignorante como un bendito de haber destapado la caja de los truenos.

El señor McCabe carraspeó.

– Está bien, Peter, tal vez tú y yo podríamos…

Matt levantó la mano de pronto.

– Señor McCabe, tengo una pregunta.

– Matt…

– No, en serio. Desde aquí no leo esa porción pequeña de la gráfica. La de color naranja.

– Oh-dijo Peter-. Eso es un puente. Bueno, una persona que puede encajar en más de una categoría, o que se relaciona con diferentes tipos de personas. Como Josie.

Se volvió hacia ella con una sonrisa de oreja a oreja, mientras Josie percibía que todas las miradas convergían en su persona, como una lluvia de flechas. Se encogió escondiéndose en su pupitre, como una flor nocturna, haciendo que el pelo le cubriera el rostro. Para ser sincera, estaba acostumbrada a que la miraran, como cualquiera que fuera a cualquier sitio con Courtney, pero era diferente que la gente te mirara porque quería ser como tú, a que la gente te mirara porque tu desgracia les hacía subir un peldaño.

Como mal menor, todos se acordarían de que hubo un tiempo en que Josie había sido una desclasada que se relacionaba con Peter. O bien todo el mundo pensaría que a Peter le gustaba, lo cual era aún peor, y el asunto podía traer cola. Un murmullo se extendió por la clase como una descarga eléctrica. «Freak», dijo alguien, y Josie rogó, rogó, rogó que no lo dijeran por ella.

Prueba de que hay Dios, sonó el timbre.

– Eh, Josie-dijo Drew-, ¿así que eres el Golden Gate?

Josie se puso a recoger los libros para guardarlos en la mochila, pero se le cayeron al suelo y se le desparramaron, abiertos por la mitad.

– Más bien el puente de Londres-intervino John Eberhard-. Mira cómo se derrumba.

Para entonces, seguro que alguien de su clase de matemáticas le habría contado ya a cualquier otra persona en los pasillos lo que había sucedido. Josie tendría que aguantar las risas a sus espaldas persiguiéndola como la cola de una cometa todo el día…si no más tiempo.

Se dio cuenta de que alguien intentaba ayudarla a recoger los libros del suelo, y en seguida, al cabo de un segundo, de que ese alguien era Peter.

– No-dijo Josie, con la mano en alto, a modo de campo de fuerza que detuvo en seco a Peter-. No vuelvas a dirigirme la palabra, ¿entendido?

Una vez fuera de la clase, fue recorriendo los pasillos a ciegas hasta llegar al pequeño corredor que conducía al taller de marquetería. Qué ingenua había sido Josie al pensar que, una vez contabas, estabas ya consolidada. Pero dentro sólo existía porque alguien había trazado una línea en la arena, dejando a todos los demás fuera; y esa línea cambiaba constantemente. Era posible verte de repente, sin haber hecho nada para ello, en el lado malo de la línea.

Lo que Peter no había incluido en su gráfica era lo frágil que era la popularidad. Ahí estaba la ironía: ella no era ningún puente; ella ya lo había cruzado, y había pasado al otro lado para formar parte de su grupo. Ya había excluido a otras personas para estar allí donde con tanta ansia quería estar. ¿Por qué iban ellos a recibirla de vuelta con los brazos abiertos?

– Eh.

Al oír la voz de Matt, Josie dio un respingo.

– Oye, quiero que sepas…que yo ya no soy amiga suya.

– Bueno, la verdad es que no se ha equivocado en lo que ha dicho.

Josie se quedó mirándolo, pestañeando. Ella misma había sido testigo de primera mano de la crueldad de Matt. Le había visto disparar gomas elásticas a estudiantes de inglés como lengua extranjera, que pertenecían a minorías étnicas y que, por tanto, no conocían lo bastante bien el idioma como para denunciarlo a la dirección. Le había oído llamar Terremoto Ambulante a una chica con sobrepeso. O esconderle el libro de texto de matemáticas a un chico muy tímido, sólo por el placer de verlo ponerse nervioso al creer que lo había perdido. Todo eso había sido divertido en su momento porque no se lo había hecho a Josie. Pero si tú eras el objeto de su humillación, entonces era como si te hubieran dado una bofetada. Ella había creído, erróneamente, que si salías con el grupo adecuado obtenías la inmunidad, pero eso había resultado un chiste. Ellos la iban a rebajar de todos modos, con tal de sentirse más divertidos, más excepcionales, diferentes.

Ver a Matt con aquella sonrisa en la cara, como si ella fuese alguien de quien reírse, aún le dolía más, porque Josie lo había considerado un amigo. Bueno, para ser sincera, a veces incluso había deseado que fuera algo más: cuando le caía el flequillo sobre los ojos y se le dibujaba tan lentamente aquella sonrisa, ella se volvía por completo monosilábica. Pero Matt producía ese efecto en todas, hasta en Courtney, que había salido con él durante dos semanas en sexto curso.

– Nunca hubiera creído que algo de lo que pudiera decir el marica fuera digno de escuchar. Pero los puentes te llevan de un sitio a otro-dijo Matt-. Y eso es lo que tú haces conmigo.-Tomó la mano de Josie y se la llevó al pecho.

El corazón del chico latía con tal fuerza, que ella podía percibirlo, como si el anhelo de lo que pudiera pasar fuese algo que pudiera abarcarse con la palma de la mano. Ella levantó los ojos hacia él, manteniéndolos abiertos mientras él se inclinaba para besarla, para no perderse un solo detalle de aquel inesperado momento. Josie podía notar su sabor a caramelo de canela, de esos que parece que te queman en la boca.

Por fin, cuando Josie se acordó de que tenía que respirar, se separó de Matt. Nunca había sido tan consciente de cada centímetro de su propia piel; hasta las zonas más ocultas bajo la camiseta y el suéter habían cobrado vida.

– Por favor-dijo Matt, dando un paso atrás.

A ella le entró pánico. A lo mejor él acababa de darse cuenta de que había besado a una chica que hacía apenas cinco minutos era una paria social. O quizá ella había cometido algún error durante el beso. Porque, que ella supiera, no había ningún manual que pudieras leer y que te dijera cómo había que hacerlo.

– Me parece que no soy muy…buena en esto-balbuceó Josie.

Matt arqueó las cejas.

– Pues si lo fueras…podrías matarme.

Josie sintió aflorar una sonrisa en su interior como la llama de una vela.

– ¿En serio?

Él asintió con la cabeza.

– Ha sido mi primer beso-confesó ella.

Cuando Matt le tocó el labio inferior con el pulgar, Josie pudo sentirlo en todo su cuerpo, de la punta de los dedos a la garganta, y hasta en la zona cálida entre las piernas.

– Bueno-dijo él-. No va a ser el último.


Alex se estaba arreglando en el baño cuando entró Josie buscando una cuchilla nueva.

– ¿Qué es eso?-preguntó Josie, escrutando el rostro de Alex en el espejo como si fuera el de una extraña.

– ¿El rímel?

– Bueno, sé lo que es-dijo Josie-. Me refería a qué haces tú poniéndotelo.

– Nada, me apetecía maquillarme un poco.

Josie se sentó en el borde de la bañera, con una sonrisa irónica.

– Ya, y yo soy la reina de Inglaterra. ¿De qué va la cosa…? ¿Una foto para alguna revista de abogados?-Arqueó las cejas de golpe-. No tendrás, digamos, una cita o algo así, ¿no?

– Algo así, no-dijo Alex, ruborizada-. Es una cita en toda regla.

– Ay, Dios. Cuéntame, ¿quién es?

– No tengo ni idea. Lo ha preparado Liz.

– ¿Liz? ¿La portera?

– Es la encargada de mantenimiento-dijo Alex.

– Lo que sea. Pero ha tenido que contarte algo de ese tipo.-Josie dudó unos segundos-. Porque es un tipo, ¿no?

– ¡Josie!

– Bueno, es que hace tanto…La última vez que yo recuerde que saliste con alguien, fue con aquel tipo que no comía nada que fuera verde.

– No era eso-dijo Alex-. Lo que pasaba es que no dejaba que yo comiera nada que fuera verde.

Josie se levantó y fue a buscar un tubo de lápiz de labios.

– Este color te sienta muy bien-dijo, y se puso a aplicarle el cosmético en los labios.

Alex y Josie eran exactamente de la misma talla. En los ojos de su hija, Alex veía un diminuto reflejo de sí misma. Se preguntaba por qué nunca había hecho aquello mismo con Josie: sentarla en el cuarto de baño y jugar con ella a aplicarle sombra de ojos, pintarle las uñas de los pies, rizarle el pelo. Eran recuerdos que parecían tener todas las demás madres con hijas. Sólo ahora, Alex se daba cuenta de que siempre había estado en su mano crearlos.

– Ya está-dijo Josie, haciendo que Alex se volviera para que se mirara en el espejo-. ¿Qué tal?

Alex miraba al espejo, pero no su reflejo. Por encima de su hombro estaba Josie, y por vez primera, Alex pudo apreciar de verdad una parte de sí misma en ella. No era tanto la forma de su cara como el resplandor; no tanto el color de los ojos, cuanto el sueño encerrado en ellos como humo. No había cantidad suficiente del más caro de los maquillajes que pudiera proporcionarle un aspecto como el de Josie; eso era lo que el enamoramiento hacía con una persona.

¿Puede una madre sentir celos de su propia hija?

– Bien-dijo Josie, dándole a Alex unas palmaditas en los hombros-. Yo te pediría una segunda cita.

Sonó el timbre de la puerta.

– Pero si aún no estoy vestida-dijo Alex, presa del pánico.

– Yo le entretengo.

Josie bajó la escalera a toda prisa. Mientras Alex se retorcía para enfundarse un vestido negro y unos zapatos de tacón, podía oír un expectante intercambio de palabras procedente del piso de abajo.

Joe Urquhardt era un banquero canadiense que había sido compañero de habitación del primo de Liz, en Toronto. Era un buen tipo, le había prometido ella. Alex le había preguntado por qué entonces, siendo tan buen tipo, aún seguía soltero.

– ¿Y tú? ¿Por qué no te preguntas eso mismo de ti?-le había replicado Liz, y Alex había tenido que pensarlo unos segundos.

– Yo no soy un buen tipo-había respondido.

Se llevó una agradable sorpresa al descubrir que Joe no tenía la envergadura de un troll, que tenía una mata de pelo castaño ondulado que no parecía enganchada con pegamento a la cabeza, y que tenía dientes. Dejó escapar un silbido cuando vio a Alex.

– Todos de pie-dijo-. Y por todos me refiero también al Señor Feliz.

A Alex se le heló la sonrisa en la cara.

– ¿Querría disculparme un momento?-le pidió, y arrastró a Josie hasta la cocina-. Tierra trágame.

– Cierto, eso ha sido bastante lamentable, pero al menos come verdura. Se lo he preguntado.

– ¿Por qué no sales y le dices que me he puesto malísima?-dijo Alex-. Podríamos salir tú y yo, ¿qué te parece? O alquilar un vídeo, qué sé yo.

A Josie se le borró la sonrisa de la cara.

– Pero mamá, yo ya tengo planes.-Espió por la puerta hacia donde estaba Joe esperando-. Podría decirle a Matt que…

– No, no-dijo Alex, forzando una sonrisa-. Por lo menos que una de las dos se lo pase bien.

Salió de la cocina y se encontró a Joe con un candelabro en la mano, examinándolo por debajo.

– Lo siento mucho, pero me ha pasado una cosa.

– Cuéntamelo, muñeca-dijo Joe con mirada lasciva.

– No, me refiero a que no puedo salir esta noche. Es por un caso urgente-mintió-, tengo que volver al tribunal.

Quizá el hecho de que fuera de Canadá impidió que Joe comprendiera lo increíble e improbable que era que un tribunal celebrara una sesión un sábado por la noche.

– Oh-dijo-. Bueno, lejos de mi intención impedir el buen funcionamiento de los engranajes de la justicia. ¿En otra ocasión, a lo mejor?

Alex asintió con la cabeza, mientras lo acompañaba al exterior. A continuación entró, se quitó los zapatos de tacón y corrió descalza escalera arriba para cambiarse y ponerse el chándal más viejo que encontrara. Se pondría hasta arriba de chocolate para cenar y vería dramones hasta hartarse de llorar. Al pasar junto a la puerta del cuarto de baño, oyó correr el agua de la ducha. Josie se estaba preparando para ir a su cita.

Por un momento, Alex se quedó con la mano apoyada en la puerta, preguntándose cómo la recibiría Josie si entraba y la ayudaba a maquillarse y a arreglarse el pelo, tal como Josie había hecho con ella hacía un momento. Pero para Josie aquello era natural, se había pasado la vida arañando minutos del tiempo de Alex, mientras ésta se preparaba para irse. De algún modo, Alex había dado por sentado que el tiempo era infinito, que siempre tendría a Josie allí esperándola. Nunca había imaginado que algún día sería a ella a la que su hija dejaría.

Por fin, Alex se alejó de la puerta sin llamar. Tenía demasiado miedo a oír que Josie le decía que no necesitaba la ayuda de su madre como para arriesgarse a dar aquel primer paso.


Lo único que había salvado a Josie de un total ostracismo social tras la exposición de Peter en clase de matemáticas había sido su designación simultánea como novia oficial de Matt Royston. A diferencia de casi todo el resto de estudiantes de segundo, que formaban uniones ocasionales (encuentros aleatorios en fiestas, amigos con derecho a roce, etc.), ella y Matt eran pareja. Matt la acompañaba hasta clase y muchas veces, al dejarla en la puerta, le daba un beso delante de todo el mundo. Cualquiera tan estúpido como para asociar el nombre de Peter Houghton con el de Josie habría tenido que rendirle cuentas a Matt.

Cualquiera salvo el propio Peter, se entiende. En el trabajo, parecía incapaz de captar las señales que Josie le enviaba, volviéndose de espaldas cuando él entraba en la misma habitación, ignorándole cuando le hacía una pregunta. Hasta que al final, una tarde, él la había arrinconado en el almacén de repuestos.

– ¿Por qué te comportas así conmigo?-le había preguntado.

– Porque cuando era amable contigo, tú entendías que éramos amigos.

– Pero es que somos amigos-había replicado él.

Josie se le había encarado.

– Tú no eres quién para decidir eso-le había dicho.

Una tarde, en el trabajo, cuando Josie salió a tirar un montón de desechos al contenedor, se encontró a Peter allí. Eran sus quince minutos de descanso, durante los que solía cruzar la calle y comprarse un jugo de manzana. Pero aquel día allí estaba, subido sobre la tapa de metal del contenedor.

– Aparta-dijo ella, alzando las bolsas de desechos.

En cuanto cayeron al fondo del contenedor, saltó una lluvia de chispas.

Casi de inmediato, el fuego prendió en el cartón almacenado en el interior, crepitando al contacto con el metal.

– Peter, bájate de ahí-gritó Josie.

Peter no se movió. Las llamas danzaban delante de su rostro, cuyos rasgos parecían distorsionados por el calor.

– ¡Peter! ¡Por favor!

Ella lo tomó del brazo y tiró de él hacia el suelo, mientras algo-¿tóner? ¿gasolina?-explotaba en el interior del contenedor.

– Tenemos que llamar a los bomberos-gritó Josie, mientras se ponía en pie con dificultad.

Los bomberos llegaron en cuestión de minutos, apagando el fuego. Josie llamó al busca del señor Cargrew, que estaba en el club de golf.

– Gracias a Dios que no les ha pasado nada-les dijo a los dos al llegar.

– Josie me ha salvado-replicó Peter.

Mientras el señor Cargrew hablaba con los bomberos, ella se volvió al interior de la copistería, seguida de Peter.

– Sabía que me salvarías-le dijo Peter-. Por eso lo he hecho.

– Hecho, ¿el qué?

Pero no necesitaba oír la respuesta de Peter, porque Josie ya sabía por qué se lo había encontrado subido en el contenedor cuando se suponía que estaba en su rato de descanso. Sabía quién había tirado el fósforo dentro en el momento en que la había oído salir por la puerta de atrás con las bolsas de basura.

En el momento en que le decía al señor Cargrew que tenía que hablar un momento con él a solas, Josie se dijo a sí misma que estaba haciendo lo que cualquier empleado responsable habría hecho: contarle al dueño quién era la persona que había atentado contra su propiedad. No reconoció estar asustada por lo que había dicho Peter; por el hecho de que fuera verdad. Y fingió no sentir aquella ligera vibración en el interior de su pecho, una versión reducida del fuego provocado por Peter, la cual identificó por primera vez en su vida como un deseo de venganza.

Cuando el señor Cargrew despidió a Peter, Josie no estuvo delante y no oyó la conversación. Luego sintió la mirada de Peter clavada en ella, intensa, acusadora, cuando se marchaba, aunque ella procuró concentrarse en el encargo que estaba haciendo para un banco local. Mientras observaba las páginas que salían de la fotocopiadora, reflexionaba acerca de la extraña naturaleza de aquel trabajo, cuyo éxito se medía en función de la similitud del producto con su original.


Después de clase, Josie esperaba a Matt junto al asta de la bandera. Él llegaba por detrás de ella, a escondidas, y ella hacía como que no lo había visto, hasta que la besaba. La gente los miraba, cosa que a Josie le encantaba. En cierto modo, pensaba en su posición en la pequeña sociedad del instituto como en una identidad secreta: ahora, si sacaba sobresalientes o decía que a ella le gustaba leer, ya no pensaban que fuera un bicho raro, y eso por el mero hecho de que cuando la gente la veía, antes que nada se fijaban en su popularidad. Se imaginaba que era un poco como lo que experimentaba su madre allá adonde fuera: si tú eras la jueza, las demás cosas pasaban a un segundo término.

A veces tenía pesadillas en las que Matt se daba cuenta de que lo suyo era una impostura, que no era guapa, ni excepcional, que no tenía nada que fuera digno de admiración. «¿En qué estaríamos pensando?», se lo imaginaba diciéndoles a sus amigos, y quizá por esa razón le fuera tan difícil pensar en ellos en términos de amistad aun despierta.

Ella y Matt tenían planes para aquel fin de semana…Planes importantes, que apenas era capaz de guardarse para ella. Mientras estaba sentada en los escalones de piedra de la base del asta de la bandera, esperándole, notó que alguien le daba unas palmadas en el hombro.

– Llegas tarde-dijo en tono acusatorio y sonriendo; pero al volverse se encontró con Peter.

Éste pareció tan sorprendido como ella, aunque hubiera sido él quien la había ido a buscar. Durante los meses posteriores al despido de Peter de la copistería, Josie había procurado que sus caminos no se cruzaran para evitar cualquier posible contacto con él. Cosa nada fácil, porque coincidían todos los días en clase de matemáticas y recorrían los pasillos varias veces entre clase y clase. En esas ocasiones, Josie se aseguraba siempre de tener las narices metidas en un libro o la atención centrada en otra conversación.

– Josie-dijo Peter-, ¿podemos hablar un minuto?

Riadas de alumnos salían del instituto. Josie percibía sus miradas sobre ella como un látigo. ¿La miraban por ella, o por quien estaba con ella?

– No-dijo de forma tajante.

– Es que…necesito en serio que el señor Cargrew me acepte de nuevo en el trabajo. Sé que cometí un error. Pero había pensado que…a lo mejor…si tú hablabas con él…-Calló de pronto-. A él le gustas-concluyó.

Josie tenía ganas de decirle que se largara, que no quería volver a trabajar con él, y mucho menos que los vieran hablando. Pero algo había pasado durante los meses transcurridos desde que Peter prendiera aquel fuego en el contenedor. El pago que ella había pensado que él merecía después de su panegírico a favor de Josie en clase de matemáticas quemaba en su interior cada vez que lo recordaba. Y Josie había empezado a preguntarse si la causa de que Peter se hubiera hecho aquella idea errónea no era porque estaba loco, sino porque ella lo había inducido. Después de todo, cuando no había nadie en la copistería, hablaban y reían juntos. Era un chico apuesto…sólo que no era de esas personas con las que necesariamente quieres que te asocien en público. Pero las simpatías y antipatías que uno pudiera sentir por alguien no eran lo mismo que actuar contra esa persona, ¿no? Ella no era como Drew, y Matt, y John, que empujaban a Peter contra la pared cuando se cruzaban con él en los pasillos, y que le robaban la bolsa de papel de estraza del almuerzo y se ponían a jugar con ella en medio del vestíbulo hasta que se rasgaba y todo el contenido se caía por el suelo…¿O sí?

No quería hablar con el señor Cargrew. No quería que Peter creyera que quería ser su amiga, ni siquiera una conocida.

Pero tampoco quería ser como Matt, cuyos comentarios hacia Peter a veces la hacían sentirse muy mal.

Peter se había sentado delante de ella, a la espera de una respuesta, hasta que de pronto se dio cuenta de que ya no estaba. Estaba caído al pie de los escalones mientras Matt lo miraba, de pie a su lado.

– Apártate de mi chica, maricón-dijo Matt-. Vete a buscar algún niñito lindo para jugar.

Peter había caído de bruces sobre el pavimento. Cuando levantó la cabeza, Josie vio que le sangraba el labio. Peter la miró y, para sorpresa de ella, no parecía alterado, ni siquiera enojado…sólo muy cansado, profundamente cansado.

– Matt-dijo Peter, incorporándose del suelo-. ¿Tienes el pito grande?

– ¿Te gustaría saberlo?-preguntó Matt.

– La verdad es que no.-Peter acabó de ponerse de pie, tambaleándose-. Era porque si la tenías lo bastante larga, que te dieras por el culo a ti mismo.

Josie percibió cómo el aire a su alrededor se llenaba de carga eléctrica justo antes de que Matt se abalanzara sobre Peter como un huracán, y se pusiera a darle puñetazos en la cara derribándolo pesadamente contra el suelo.

– Eso es lo que a ti te gusta, ¿verdad?-le espetó Matt mientras sujetaba a Peter con furia.

Peter movió la cabeza a uno y otro lado, mientras las lágrimas le caían por las mejillas, mezcladas con la sangre.

– Suelta…me…

– Apuesto a que te gustaría-se mofó Matt.

Para entonces se había congregado ya una multitud. Josie miró con frenesí a su alrededor, buscando un profesor, pero ya habían acabado las clases y no había ninguno a la vista.

– ¡Basta!-gritó, viendo cómo Peter lograba zafarse pero Matt lo agarraba de nuevo-. ¡Matt, basta ya!

Éste se disponía a asestarle un nuevo puñetazo, pero al oírla se levantó, dejando a Peter acurrucado de costado en el suelo, en posición fetal.

– Tienes razón, ¿para qué perder el tiempo?-dijo Matt, y dio unos pasos esperando a que Josie llegara a su lado.

Se encaminaron hacia el coche de Matt. Josie sabía que darían un rodeo para pasar por el centro a tomar un café antes de volver a casa. Una vez allí, Josie se concentraría en los deberes hasta que le fuera imposible ignorar las caricias de Matt en sus hombros o sus besos en el cuello, y luego retozarían hasta que oyeran el coche de su madre entrando en el garaje.

Matt, presa todavía de una ira desatada, caminaba con los puños cerrados a ambos lados del cuerpo. Josie le agarró uno, le desplegó la mano y entrelazó sus dedos con los de él.

– ¿Puedo decir algo sin que te pongas furioso?-preguntó.

Josie sabía que era una pregunta retórica: Matt ya estaba furioso. Era la otra cara de la pasión que la hacía sentir como si por su interior pasara una corriente eléctrica, sólo que dirigida, con carga negativa, hacia alguien más débil.

Al ver que él no contestaba, Josie siguió adelante.

– No entiendo por qué tienes que meterte con Peter Houghton.

– Ha sido el marica el que ha empezado-arguyó Matt-. Tú misma has oído lo que ha dicho.

– Bueno, sí-dijo Josie-. Después de que tú le tiraras escaleras abajo.

Matt dejó de caminar.

– ¿Desde cuándo eres su ángel de la guarda?

Le clavaba los ojos, con una mirada que la atravesaba hasta lo más vivo. Josie se estremeció.

– No lo soy-se apresuró a decir, respirando hondo-. Es que…no me gusta tu manera de tratar a los que no son como nosotros, ¿entiendes? Sólo porque no te gusten los fracasados no significa que tengas que torturarlos, ¿no?

– Pues sí-dijo Matt-. Porque sin ellos, no podríamos ser nosotros.-Entornó los ojos-. Tú deberías saber eso mejor que nadie.

Josie sentía crecer en su interior una confusión que la paralizaba. No sabía si Matt le estaba sacando a relucir el tonto gráfico de la clase de matemáticas de Peter, o peor aún, su historial como amiga de Peter en los primeros cursos…Pero tampoco tenía ningunas ganas de averiguarlo. A fin de cuentas, aquél era el mayor de sus temores: que la gente guapa que estaba dentro del círculo descubriera que ella estaba fuera, que siempre lo había estado.

No pensaba hablar con el señor Cargrew de Peter. Ni siquiera lo miraría, si él volvía a intentar acercársele. Y tampoco iba a seguir mintiéndose a sí misma, fingiendo ser mejor que Matt cuando éste se burlara de Peter o lo golpease. Cada cual hacía lo que tenía que hacer, que era cimentar su puesto en la jerarquía. Y la mejor forma de estar arriba era pasando por encima de otro para alcanzar ese lugar.

– Bueno-dijo Matt-, ¿vienes conmigo o no?

Ella se preguntó si Peter estaría todavía llorando. Si tendría la nariz rota. Si eso sería lo peor.

– Sí-dijo Josie, y siguió a Matt sin volver la vista atrás.


Lincoln, Massachusetts, era un suburbio de Boston que había sido tierra de labranza en tiempos pasados y que ahora era una mezcolanza de enormes casonas con unos precios ridículamente altos. Josie miraba por la ventanilla ese escenario de lo que podría haber sido el ambiente en el que se criara si las circunstancias hubieran sido otras: las paredes de piedra que serpenteaban entre las diferentes propiedades; las placas con la inscripción de «Propiedad Histórica» que ostentaban unas casas que debían de tener casi doscientos años; el pequeño puesto de helados que olía a leche fresca. Se preguntaba si Logan Rourke le propondría dar un paseo y tomarse un helado. A lo mejor se iba directo al mostrador y pedía un helado de nueces sin necesidad de preguntarle a ella cuál era su favorito; a lo mejor un padre era capaz de adivinar una cosa así por instinto.

Matt conducía con desgana, con la muñeca apoyada en el borde del volante. Nada más cumplir los dieciséis años se había sacado el carnet de conducir y estaba siempre listo y dispuesto para ir a donde fuera, a buscar un litro de leche por encargo de su madre, a dejar la ropa en la tintorería, a acompañar a Josie a casa después del colegio. Para él, lo importante no era el destino, sino el viaje mismo, razón por la cual Josie le había pedido que la llevara a ver a su padre.

Además, tampoco es que ella tuviera muchas alternativas. No podía pedírselo a su madre, dado que ésta ni siquiera sabía que Josie hubiera estado buscando el paradero de Logan Rourke. Seguramente podría haberse informado de algún autobús que fuera a Boston, pero encontrar una casa en los suburbios no era tan fácil. Así que al final se había decidido contarle a Matt toda la verdad: que no conocía a su padre y que había dado con su nombre en un periódico, porque optaba a un cargo público.

El camino de entrada a la casa de Logan Rourke no era tan grandioso como algunos de los otros por delante de los cuales habían pasado, pero era impecable. El césped estaba igualado a dos centímetros del suelo; un ramillete de flores silvestres estiraban el cuello alrededor de la base de hierro del buzón. De la rama de un árbol colgaba el número de la casa: el 59.

Josie sintió que se le erizaba el vello. Cuando el año anterior había formado parte del equipo de hockey sobre hierba, aquél había sido el número de su camiseta.

Aquello era una señal.

Matt torció por el camino de entrada. Había dos vehículos, un Lexus y un jeep, y también un camión de bomberos de niño pequeño, de esos para subirse. Josie no podía apartar los ojos de él. Sin saber por qué, no había imaginado que Logan Rourke pudiera tener otros hijos.

– ¿Quieres que entre contigo?-le preguntó Matt.

Josie negó con la cabeza.

– Estoy bien.

Mientras se acercaba a la puerta principal, la asaltaron las dudas acerca de lo que había ido a hacer allí. No podías presentarte así como así delante de un tipo que era un personaje público. Seguro que habría por allí un agente del Servicio Secreto, o algo por el estilo; un perro de presa.

Como si lo hubiera invocado, se oyó un ladrido. Josie se volvió en dirección a él y se encontró con un diminuto cachorro de Yorkshire con un lazo rosa en la cabeza, que fue directo hacia sus pies.

Se abrió la puerta principal.

Tinkerbell, deja al cartero en…-Logan Rourke se interrumpió al advertir la presencia de Josie-. Tú no eres el cartero.

Era más alto de lo que ella había imaginado, y tenía el mismo aspecto que en el Boston Globe…el pelo blanco, la nariz aguileña, el porte estirado. Pero los ojos eran del mismo color que los suyos, tan eléctricos que Josie no podía apartar la mirada. Se preguntó si habían sido también la perdición de su madre.

– Tú eres la hija de Alex-dijo.

– Bueno-replicó Josie-. Y la suya.

A través de la puerta abierta, Josie oyó los chillidos de un niño aún medio dormido y encantado de que lo persiguieran. Y también la voz de una mujer:

– Logan, ¿quién es?

Él echó la mano atrás y cerró la puerta para que Josie no pudiera seguir asomándose a su vida. Parecía terriblemente incómodo, aunque, para hacerle justicia, Josie pensó que debía de ser un poco chocante verse delante de la hija a la que habías abandonado antes de que naciera.

– ¿Qué haces aquí?

¿No era evidente?

– Quería conocerle. Pensé que quizá usted también querría conocerme a mí.

Él respiró hondo.

– La verdad es que no es un buen momento.

Josie echó un vistazo hacia el camino de entrada, donde seguía el coche de Matt estacionado.

– Puedo esperar.

– Mira…es que…Estoy en plena campaña política. Ahora mismo sería una complicación que no puedo permitirme…

A Josie se le atragantó una palabra. ¿Ella era una complicación?

Vio cómo Logan Rourke se sacaba la cartera del bolsillo y separaba tres billetes de cien dólares del resto.

– Toma-dijo, metiéndoselos en la mano-. ¿Será suficiente?

Josie intentó recuperar la respiración, pero alguien le había clavado una estaca en el pecho. Comprendió que trataba de compensarla con dinero; que su propio padre creía que ella había ido allí a chantajearle.

– Cuando pase la elección-dijo-, a lo mejor podríamos comer juntos un día.

Los billetes le crujían en la palma de la mano, acababan de entrar en circulación. A Josie la asaltó un recuerdo repentino de una ocasión, cuando era pequeña, en que había ido con su madre al banco; ésta le había dejado que contara los billetes para comprobar que el cajero le había dado la cantidad correcta; el dinero fresco olía siempre a tinta y a buena fortuna.

Logan Rourke no era su padre, no tenía más que ver con ella que el tipo que recibe las monedas en la cabina de un peaje, o que cualquier otro extraño. Puedes compartir el mismo ADN de alguien y no tener nada en común con él.

Josie cayó en la cuenta, de un modo fugaz, de que ya había aprendido aquella lección de su madre.

– Bueno-dijo Logan Rourke, e hizo ademán de volver a meterse en casa; se quedó dudando, con la mano en el pomo-. Yo…no sé cómo te llamas.

Josie tragó saliva.

– Margaret-dijo, para igualarse con él en cuanto a falsedad.

– Margaret-repitió él, y entró en la casa.

Mientras iba hacia el coche, Josie abrió los dedos como los pétalos de una flor. Se quedó mirando los billetes caer al suelo junto a una planta que, como todo lo demás a su alrededor, parecía crecer por momentos.


Para ser sinceros, la idea entera del juego le había venido a Peter estando dormido.

Ya había ideado juegos de computadora antes-reproducciones de ping-pong, carreras de coches, e incluso un guión de ciencia ficción que permitía jugar online con otro jugador de otro país si todos se conectaban a la página-, pero aquélla era la mayor idea que había concebido hasta el momento. El origen había que buscarlo en una tarde, después de uno de los partidos de fútbol de Joey, en que se habían parado en una pizzería en la que Peter se había atiborrado de albóndigas y pizza de salchichas, y había estado observando una consola de juegos llamada «Caza del ciervo». Te metías en tu cabina y te ponías a disparar con un rifle simulado a los ciervos macho que iban asomando la cabeza desde detrás de unos árboles. Si le dabas a una hembra, perdías.

Por la noche, Peter había tenido un sueño en el que iba a cazar con su padre, pero en vez de perseguir ciervos, perseguían a personas.

Se había despertado sudoroso, con un calambre en la mano como si hubiera estado sosteniendo un rifle.

Tampoco debía de ser tan difícil crear avatares, personajes virtuales. Había hecho ya varios experimentos, y aunque el tono de la piel no era muy logrado y los grafismos no eran perfectos, sabía representar las diferencias propias entre razas, así como colores de pelo diferentes, y manejarse con el lenguaje de programación. Le parecía algo genial, idear un juego en el que las presas fueran humanas.

Pero los juegos bélicos estaban muy vistos, y los juegos con pandilleros habían llegado al extremo gracias a Grand Theft Auto. Lo que necesitaba, pensaba Peter, era un nuevo personaje malvado, alguien a quien los demás también quisieran abatir. Ésa era la gracia de un videojuego: poder darle su merecido a alguien que se lo había buscado.

Trató de imaginar otros microcosmos del universo que pudieran constituirse en campos de batalla: invasiones alienígenas, tiroteos en el Salvaje Oeste, misiones de espías. Hasta que se le ocurrió pensar en la primera línea de fuego a la que debía enfrentarse él cada día.

¿Y si tomabas a las presas…y las convertías en cazadores?

Peter se levantó de la cama y se sentó en su escritorio. Sacó el anuario escolar de octavo curso del cajón en el que lo había confinado hacía meses. Diseñaría un videojuego que sería como una Revancha de los novatos actualizada para el siglo XXI. Un mundo de fantasía cuyo equilibrio de poder fuera a la inversa, en el que el más desvalido tuviera finalmente la oportunidad de vencer a los matones.

Tomó un rotulador y se puso a hojear el anuario escolar, señalando con un círculo las fotografías.

Drew Girard.

Matt Royston.

John Eberhard.

Peter volvió la página, y se quedó inmóvil unos segundos. Luego trazó un círculo también alrededor del retrato de Josie Cormier.


– ¿Puedes parar ahí?-dijo Josie, cuando pensó que ya no era capaz de soportar un minuto más en aquel coche fingiendo que el encuentro con su padre había sido un éxito. Matt apenas había detenido el vehículo y Josie ya abría la puerta y salía disparada, corriendo sobre la alta hierba hacia el bosque que bordeaba la carretera.

Se dejó caer sobre el manto de hojas de pino y se echó a llorar. Qué era lo que había esperado, no habría podido decirlo en realidad…salvo que no era aquello. Una aceptación incondicional, quizá. Curiosidad al menos.

– ¿Josie?-dijo Matt, acercándose por detrás-. ¿Estás bien?

Ella trató de decir que sí, pero ya no podía seguir mintiendo. Sintió la mano de Matt acariciándole el pelo, lo cual sólo hizo que llorara con mayor sentimiento; la ternura podía ser tan cortante como cualquier otro cuchillo.

– No le importo una mierda.

– Entonces por qué tiene que importarte una mierda él a ti-replicó Matt.

Josie levantó los ojos hacia él.

– No es tan sencillo.

Él la atrajo hacia sus brazos.

– Ay, Jo.

Matt era la única persona que le había dado un apodo. No recordaba que su madre la hubiera llamado nunca con algún tonto mote familiar, como Calabacita o Bichito, tal como hacían otros padres. Cuando Matt la llamaba Jo, a ella le recordaba Mujercitas, y aunque estaba más que convencida de que Matt jamás había leído la novela de Alcott, la complacía secretamente que la asociaran con un personaje tan fuerte y seguro de sí mismo.

– Soy idiota. Ni siquiera sé por qué estoy llorando. Es que…es sólo que hubiera querido gustarle.

– Yo estoy loco por ti-le dijo Matt-. ¿Eso vale algo?

Se inclinó y la besó, en medio del rastro de sus lágrimas.

– Vale un montón.

Notó los labios de Matt yendo de su mejilla al cuello, hasta aquel punto detrás de la oreja que la hacía sentirse como si se derritiera. Era novata en cuanto a tontear con un chico, pero Matt se acaramelaba cada vez más cuando se quedaban a solas. «Es por tu culpa-le decía él, con aquella sonrisa suya-. Si no estuvieras tan buena, no me costaría tanto quitarte las manos de encima». Eso sólo ya era un afrodisíaco para Josie. ¿Ella? ¿Buena? Y además, tal como Matt le prometía siempre, le gustaba que él la tocara por todas partes, dejar que la saboreara. Cada paso adelante en el grado de intimidad con Matt la hacía sentir como si estuviera al borde de un precipicio…aquella falta de aire, aquella sensación en el estómago…Un paso más, y volaría. A Josie no se le ocurría pensar que, al saltar, en lugar de volar pudiera caer.

Ahora sintió las manos de él moverse por debajo de su camiseta, colándose bajo la blonda de su sujetador. Sus piernas se enredaron entre las de él. Matt restregó su cuerpo contra el suyo. Cuando él le levantó la camisa y el aire frío le acarició la piel, ella volvió de pronto a la realidad.

– No podemos-susurró.

Oyó sobre su hombro que a Matt le chirriaban los dientes.

– Estamos estacionados a un lado de la carretera.

Él la miró, ebrio, enfebrecido.

– Si supieras cuánto te deseo-le dijo, como le había dicho una docena de veces.

En esta ocasión, sin embargo, ella levantó la vista.

«Te deseo».

Josie podía haberle hecho parar, pero se daba cuenta de que no pensaba hacerlo. Él la deseaba, y en aquel momento eso era lo que ella necesitaba escuchar más que cualquier otra cosa.

Hubo un instante en que Matt se quedó quieto, preguntándose si el hecho de que ella no le apartara las manos significaba lo que él creía que significaba. Josie oyó rasgarse el envoltorio plateado de un condón…«¿Cuánto tiempo habrá estado llevando eso encima?» Luego se despojó de los vaqueros de un tirón y fue subiéndole a ella la falda, despacio, como si aún esperara que fuera a cambiar de idea. Josie notó cómo Matt le bajaba la ropa interior por la goma, sintió el ardor de su dedo al penetrar dentro de ella. Aquello no se parecía en nada a lo sucedido hasta entonces, cuando sus caricias le dejaban una estela como la de un cometa sobre la piel, cuando se sentía morir después decirle que ya era suficiente. Matt cambió el peso del cuerpo y se colocó de nuevo encima de ella, sólo que esta vez con más ardor, con mayor presión.

– Au-gimió ella, y Matt vaciló.

– No quiero hacerte daño-dijo.

Ella volvió la cabeza a un lado.

– Hazlo-le pidió Josie, y Matt hundió sus caderas entre las de ella. Fue un dolor que, aunque esperado, le arrancó un grito.

Matt lo interpretó erróneamente como pasión.

– Ya lo sé, nena-gruñó.

Ella podía sentir el corazón de él, pero como si estuviera dentro de ella, hasta que de pronto él comenzó a moverse más de prisa, retorcién-dose contra ella como un pez liberado del anzuelo sobre la dársena.

Josie habría querido saber si a Matt también le había dolido la primera vez. No sabía si siempre le dolería. Tal vez el dolor era el precio que todo el mundo pagaba por el amor. Volvió la cara hacia el hombro de Matt y se preguntó, con él todavía dentro de ella, por qué se sentía vacía.


– Peter-dijo la señora Sandringham al finalizar la clase de lengua-. ¿Podría hablar contigo un momento?

Ante el requerimiento de la profesora, Peter se quedó hundido en su asiento. Empezó a pensar en alguna excusa que pudiera darles a sus padres cuando volviera a casa con otro suspenso.

La señora Sandringham le gustaba de verdad. Aún no había cumplido los treinta años…Si la mirabas mientras parloteaba cosas sobre gramática inglesa y Shakespeare, aún podías imaginártela no hacía tanto, cuando ella también debía de estar repanchigada en su asiento, como cualquier otro alumno, preguntándose por qué no había manera de que el reloj avanzara.

Peter esperó a que el resto de la clase se hubiera marchado, antes de acercarse a la mesa de la profesora.

– Sólo quería comentarte una cosa acerca de tu redacción-dijo la señora Sandringham-. Aún no he corregido las de todos, pero he tenido ocasión de leer la tuya y…

– Puedo rehacerla-la cortó Peter.

La señora Sandringham arqueó las cejas.

– Pero Peter…Lo que quería decirte es que te he puesto un sobresaliente.

Le devolvió el trabajo. Peter se quedó mirando la brillante nota en rojo, en el margen.

La tarea había consistido en escribir acerca de algún suceso relevante que les hubiera pasado y que hubiera supuesto un cambio en sus vidas. Aunque había sucedido hacía sólo una semana, Peter había explicado su despido del trabajo por haber prendido fuego en un contenedor. En la redacción no había la menor mención del nombre de Josie Cormier.

La señora Sandringham había subrayado una de las frases de la conclusión: «He aprendido que, al final, siempre te atrapan, así que es mejor pensar las cosas antes de obrar».

La profesora posó la mano sobre la muñeca de Peter.

– En verdad has obtenido una enseñanza de ese incidente-le dijo, sonriéndole-. Yo confiaría en ti sin pensarlo dos veces.

Peter asintió con la cabeza y tomó la hoja con su redacción de la mesa. Se fundió en el torrente de estudiantes del pasillo con ella en la mano. Imaginaba lo que le diría su madre si llegaba a casa con un trabajo suyo con un sobresaliente en letras rojas escrito en él; si, por una vez en la vida, era él el que hacía algo propio de Joey.

Pero para eso, habría tenido que explicarle a su madre lo del incidente del contenedor, para empezar. O confesar que le habían despedido, y que ahora se pasaba las tardes en la biblioteca, en lugar de en la copistería.

Peter estrujó la redacción y la tiró a la primera papelera que vio.


Tan pronto como Josie empezó a pasar la mayor parte de su tiempo libre casi exclusivamente en compañía de Matt, Maddie Shaw fue ocupando de forma paulatina el puesto de acólita de Courtney. En cierto modo, a esa chica le iba mejor el papel de lo que le había ido nunca a Josie: si se miraba a Courtney y Maddie de espaldas, era casi imposible decir quién era quién. Maddie había cultivado con tal fidelidad y perfección el estilo y los gestos de Courtney, que había elevado la imitación a la categoría de arte.

Aquella noche, el grupo se reunía en casa de Maddie, ya que los padres de ésta habían ido a visitar a su hijo mayor, alumno universitario de segundo año en Syracuse. No bebían; estaban en plena temporada de hockey y los jugadores habían firmado en este sentido un acuerdo previo con el entrenador, pero Drew Girard había alquilado la versión íntegra de una comedia sexual de adolescentes, y los chicos se habían puesto a discutir acerca de quién estaba más buena, si Elisha Cuthbert o Shannon Elizabeth.

– Si las tuviera a las dos en la cama, no le haría ascos a ninguna-dijo Drew.

– ¿Y qué te hace pensar que ninguna de ellas iba a meterse en tu cama?-rió John Eberhard.

– Tengo la reputación muy larga…

Courtney sonrió de medio lado.

– Debe de ser lo único.

– Eh, Court, a lo mejor te gustaría comprobarlo.

– A lo mejor no…

Josie estaba sentada en el suelo, con Maddie, intentando activar un tablero de Ouija. Lo habían encontrado en un armario del sótano, junto con un Trivial Pursuit y otros juegos. Josie apoyaba ligeramente la punta de los dedos en la tablilla móvil.

– ¿La estás moviendo?

– Te juro por Dios que no-dijo Maddie-. ¿Y tú?

Josie negó con la cabeza. Se preguntaba qué tipo de espíritu podía acudir a una fiesta de adolescentes. El de alguien que hubiera tenido una muerte trágica, sin duda, y a una edad muy joven, en un accidente de coche tal vez.

– ¿Cómo te llamas?-dijo Josie en voz alta.

La tablilla giró señalando la letra A y luego la B, y se detuvo.

– Abe-pronunció Maddie-. Podría ser un nombre.

– O Abby.

– ¿Eres hombre o mujer?-preguntó Maddie.

La tablilla se salió entera del tablero. Drew soltó una risotada.

– A lo mejor es gay.

– A lo mejor hay que serlo para reconocerlo-dijo John.

Matt bostezó y se estiró, subiéndosele la camisa. Aunque Josie estaba de espaldas a él, había podido casi sentirlo, tan sincronizados estaban sus cuerpos.

– Es apasionante y divertido, chicos, pero nosotros nos abrimos. Vamos, Jo.

Josie miró cómo la tablilla deletreaba una palabra: N-O.

– Yo no quiero irme-dijo-. Lo estoy pasando bien.

– Oh-oh-dijo Drew.

Desde que habían empezado a salir, Matt pasaba más tiempo con Josie que con sus amigos. Y aunque le había dicho que prefería tontear con ella a estar rodeado de tontos, Josie sabía que para él seguía siendo importante contar con el respeto de Drew y John. Pero eso no quería decir que tuviera que tratarla como a una esclava, ¿no?

– He dicho que nos vamos-insistió Matt.

Josie levantó la mirada hacia él.

– Y yo digo que no. ¿Por qué tengo que irme ahora corriendo?

Matt sonrió a sus amigos, con engreimiento.

– Pero si tú no sabías lo que era correrse antes de salir conmigo-dijo.

Drew y John soltaron una carcajada, mientras Josie notaba cómo se ruborizaba de vergüenza. Se puso de pie desviando la mirada, y subió a toda prisa la escalera del sótano.

En el vestíbulo de la casa de Maddie recogió su abrigo, sin volverse siquiera al oír pasos tras ella.

– Yo lo estaba pasando bien…

Se interrumpió lanzando un pequeño grito cuando Matt la agarró con fuerza del brazo y la hizo darse la vuelta, sujetándola contra la pared por los hombros.

– Me haces daño…

– Ni se te ocurra volver a hacerme esto.

– Eres tú el que…

– Me has hecho quedar como un idiota-dijo Matt-. Te he dicho que era hora de irnos.

Le estaba dejando marcas allí donde la agarraba, como si ella fuera un lienzo y él estuviera dispuesto a dejar su firma. Hasta que al final se sintió flojear bajo sus manos, como si el instinto la llevara a rendirse.

– Yo…lo siento-dijo en un susurro.

Aquellas palabras funcionaron como un código de acceso, y Matt relajó el apretón.

– Jo-suspiró, apoyando su frente contra la de ella-. No me gusta compartirte. No puedes culparme por ello.

Josie negó con la cabeza, pero aún no había recuperado la suficiente confianza en sí misma como para hablar.

– Es por lo mucho que te quiero.

Ella pestañeó.

– ¿En serio?

Él aún no le había dicho nunca aquellas palabras, ni ella tampoco, aunque había estado a punto; pero temía que si él no le respondía lo mismo, se evaporaría en el aire de pura humillación. Y ahora resultaba que era Matt el que le decía que la quería, primero.

– ¿Es que no se nota?-dijo él, y le tomó la mano. Se la llevó a los labios y le besó los nudillos con tal suavidad, que Josie casi olvidó lo que acababa de pasar, y lo que los había llevado a aquella situación.


Kentucky Fried People-dijo Peter, dándole vueltas a la idea de Derek mientras se sentaban junto a la línea de banda en la clase de gimnasia y se formaban los equipos para el partido de baloncesto-. No sé…¿no parece un poco demasiado…?

– ¿Explícito?-dijo Derek-. ¿Desde cuándo te preocupa lo políticamente correcto? Mira, imagínate que llegas hasta el aula de bellas artes con los puntos suficientes como para poder usar el horno como arma.

Derek había estado probando el nuevo videojuego de Peter, señalando las cosas que podían mejorarse y los fallos de diseño. Sabían que aún podían hablar un buen rato, porque estaban destinados a ser los últimos elegidos para formar equipo.

Spears, el preparador de educación física, había designado a Drew Girard y Matt Royston como capitanes, lo cual no era ninguna sorpresa, pues aunque novatos en el instituto, ya eran deportistas de élite.

– Eh, métanle ganas, chicos-les espoleaba el preparador-. Que sus capitanes vean que se mueren de ganas por jugar. Háganles creer que van a ser el nuevo Michael Jordan.

Drew señaló a un chico de la parte de atrás del grupo.

– Noah.

Matt hizo un gesto con la cabeza hacia el muchacho que estaba sentado junto a él.

– Charlie.

Peter se volvió hacia Derek.

– Dicen que, aunque esté retirado, Michael Jordan gana cuarenta millones de dólares al año en bonificaciones.

– Eso son casi ciento diez mil dólares al día por no trabajar-calculó Derek.

– Ash-llamó Drew.

– Robbie-dijo Matt.

Peter se inclinó, acercándose más a Derek.

– Si fuera al cine, la entrada le costaría siete pavos, pero ganaría más de nueve mil mientras veía la película.

Derek sonrió.

– Si se pone a cocer un huevo duro y lo hierve durante cinco minutos, gana trescientos ochenta dólares.

– Stu.

– Freddie.

– El Niño.

– Walt.

Al final sólo quedaban tres chicos a elegir para los dos equipos: Derek, Peter y Royce, que tenía problemas de agresividad y venía con tutor incluido.

– Royce-escogió Matt.

– Gana cuatro mil quinientos sesenta dólares más que si trabajara en un McDonald’s-añadió Derek.

Drew examinó a Peter y Derek.

– Mientras ve la reposición de un capítulo de Friends, gana dos mil doscientos ochenta y tres dólares-dijo Peter.

– Si quisiera ahorrar para comprarse un Maserati, tardaría vein-tiuna horas-prosiguió Derek-. Vaya, cómo me gustaría saber jugar al baloncesto.

– Derek-se decidió Drew.

Derek se levantó lentamente.

– Sí-dijo Peter-, pero aunque ahorrara el cien por cien de sus ingresos durante los próximos cuatrocientos cincuenta años, Michael Jordan no llegaría a lo que tiene Bill Gates en este mismo segundo.

– Está bien-dijo Matt-, me quedo con el marica.

Peter fue, arrastrando los pies, hasta la cola del equipo de Matt.

– Esto se te debe dar bien, ¿no, Peter?-le dijo Matt, en voz lo bastante alta para que todos lo oyeran-. No tienes más que no apartar las manos de las pelotas.

Peter se apoyó contra una colchoneta que alguien había colgado de la pared, como si se tratara de la habitación de un manicomio, con las paredes protegidas con cosas mullidas en previsión de que allí pudieran desatarse todas las iras del infierno.

A él le habría gustado estar tan seguro de quién era como todo el mundo parecía estarlo.

– Está bien-dijo el entrenador Spears-, ¡empecemos!


La primera tormenta de nieve de la temporada llegó antes del Día de Acción de Gracias. Se desencadenó pasada la medianoche, con el viento sacudiendo el viejo esqueleto de la casa y el granizo tamborileando contra las ventanas. Se fue la luz, pero Alex ya había imaginado que podía pasar. Se despertó sobresaltada, en mitad del absoluto silencio que siguió a la pérdida de energía eléctrica, y buscó a tientas la linterna que había dejado preparada junto a la cama.

También tenía velas. Alex encendió dos de ellas y observó su propia sombra, extensa como la vida misma, deslizándose a lo largo de la pared. Se acordó de noches como aquélla, cuando Josie era pequeña, en que se metían juntas en la cama y su hija se quedaba dormida cruzando los dedos para que no hubiera colegio al día siguiente.

¿Cómo era que los adultos nunca tenían aquellos imprevistos días de asueto? Aunque se suspendieran las clases al día siguiente, cosa muy probable si Alex no se equivocaba, aunque el viento siguiera aullando como si la tierra sufriera un gran dolor, y los limpiaparabrisas se hubiesen congelado, Alex tendría que presentarse en el tribunal a la mañana siguiente. Las clases de yoga, los partidos de baloncesto y las representaciones teatrales se aplazarían, pero nadie podía cancelar la vida real.

La puerta del dormitorio se abrió de golpe. Josie apareció en el umbral, con una camiseta sin mangas y unos calzoncillos de chico que Alex no tenía ni la menor idea de dónde podían haber salido, aunque rogó por que no pertenecieran a Matt Royston. Por un momento, Alex apenas fue capaz de relacionar a aquella joven con curvas y pelo largo, con la hija que aún esperaba encontrarse, una niña pequeña, con la trenza deshecha y un pijama de muñequitos. Levantó las sábanas por un lado de la cama, a modo de invitación.

Josie se metió dentro, subiéndose las mantas hasta la barbilla.

– Qué noche más horrible-dijo-. Parece que se vaya a caer el cielo a pedazos.

– Yo temo más por las carreteras.

– ¿Crees que mañana aún nevará?

Alex sonrió en la oscuridad. Por mayor que se hubiera hecho, las prioridades de Josie seguían siendo las mismas.

– Lo más probable.

Con un suspiro de satisfacción, Josie se dejó caer sobre la almohada.

– Tal vez Matt y yo podamos ir a esquiar a algún sitio.

– No saldrás de casa si las carreteras no están en condiciones.

– Tú saldrás.

– Yo no tengo más remedio-replicó Alex.

Josie se volvió hacia ella. En sus pupilas se reflejaba la llama de una de las velas.

– Todo el mundo lo tiene-dijo, apoyándose en el codo-. ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Claro.

– ¿Por qué no te casaste con Logan Rourke?

Alex se sintió como si de repente la hubieran sacado afuera, bajo la tormenta, desnuda; tan desprevenida la pilló la pregunta de Josie.

– ¿A qué viene eso?

– ¿Qué había en él que no te gustara? Me dijiste que era guapo e inteligente. Y tú debías de quererle, al menos en determinado momento…

– Josie, todo eso pertenece al pasado…Y no deberías preocuparte por ello porque no tiene nada que ver contigo.

– Tiene todo que ver conmigo-dijo Josie-. Soy mitad de él.

Alex se quedó mirando el techo. Puede que, después de todo, el cielo estuviera cayéndose a pedazos. Puede que eso fuera lo que pasaba cuando pensabas que tus cortinas de humo y tus juegos de espejos podían crear una ilusión duradera.

– Era todo eso que has dicho-continuó Alex con voz pausada-. No fue por él. Fue por mí.

– Ya. Y por lo de su matrimonio, eso también debió de pesar lo suyo.

Alex se incorporó en la cama.

– ¿Cómo te has enterado?

– Se presenta a un cargo público, sale en todos los periódicos. No hay que ser un científico aeroespacial.

– ¿Has hablado con él?

Josie la miró a los ojos.

– No.

Una parte de Alex habría deseado que Josie hubiera hablado con él…Para comprobar si había seguido su carrera como magistrada, incluso si había preguntado por ella. La decisión de abandonar a Logan, que le había parecido tan justa en su momento para con el bebé no nacido, se le antojaba ahora egoísta. ¿Por qué nunca antes había hablado con Josie de eso?

Porque había estado protegiendo a Logan. Puede que Josie se hubiera criado sin conocer a su padre, pero ¿no era eso mejor que enterarse de que él había querido que abortara? «Otra mentira más-pensó Alex-, sólo una pequeña mentira más. Para no lastimar a Josie».

– Él no quería separarse de su esposa.-Alex miró a Josie de reojo-. Y yo no podía hacerme tan pequeña como para caber en el espacio en el que él quería que yo cupiera, si deseaba formar parte de su vida. ¿Te parece una decisión lógica?

– Supongo.

Por debajo de las sábanas, Alex buscó la mano de Josie. Era el tipo de gesto que habría parecido algo forzado de haberlo hecho a la luz del día, algo demasiado emotivo y abierto como para reivindicarlo ninguna de las dos. Pero allí, en la oscuridad, con el mundo totalmente oculto a su alrededor, pareció perfectamente natural.

– Lo siento-dijo.

– ¿Por qué?

– Por no haberte dado la oportunidad de tenerlo contigo mientras crecías.

Josie se encogió de hombros y retiró la mano.

– Hiciste lo que debías.

– No lo sé-suspiró Alex-. Hacer lo que uno debe, a veces te deja en una soledad inconcebible.-Se volvió hacia Josie de repente, mientras en su boca se dibujaba una brillante sonrisa-. ¿Y por qué tenemos que hablar siquiera de todo esto? A diferencia de mí, tú eres afortunada en amores, ¿no?

Justo en ese momento, volvió la luz. En el piso de abajo, el microondas emitió un pitido al conectarse; la luz del cuarto de baño lanzó un resplandor amarillo hacia el pasillo.

– Supongo que es mejor que vuelva a mi cama-dijo Josie.

– Oh. Como quieras-repuso Alex, cuando lo que quería decir era que, si quería, podía quedarse donde estaba.

Mientras Josie se alejaba sin hacer ruido por el pasillo, Alex buscó a tientas el despertador para volver a programar la alarma. El diodo luminoso parpadeaba nervioso: 12:00 12:00 12:00, como un recordatorio que avisara a Cenicienta de que los finales felices sólo existen en los cuentos de hadas.


Para sorpresa de Peter, el gorila que estaba en la puerta del Front Runner ni siquiera miró su carnet de identidad falsificado, así que, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de que de verdad, por fin, estaba allí, se vio empujado dentro.

Una nube de humo lo envolvió, y hubo de pasar un minuto hasta que se acostumbró a la tenue luz del local. La música llenaba los espacios vacíos entre las personas, música tecno de discoteca, tan fuerte que Peter la notaba retumbar en los tímpanos. Dos mujeres muy altas flanqueaban la puerta de entrada por dentro, controlando con la mirada a los que entraban. Peter tuvo que mirarlas dos veces para darse cuenta de que a una de ellas se le apreciaba sombra de barba en el rostro. A uno de ellos, porque el otro tenía más aspecto de chica que la mayoría de las chicas que conocía; aunque, por supuesto, Peter nunca había visto a un travesti tan de cerca. A lo mejor eran muy perfeccionistas.

Los hombres estaban en grupos de dos o tres, salvo los solitarios, que, desde un balcón, observaban como halcones la pista de baile. Había tipos que llevaban chaparreras de cuero sin ropa interior debajo; otros hombres se besaban por los rincones, o bien se pasaban porros. Los espejos que recubrían las paredes hacían que el club pareciera mucho mayor, y sus cubículos interminables.

No había sido muy difícil conocer la existencia del Front Runner, gracias a los chats de Internet. Como Peter aún estaba sacándose el carnet de conducir, había tenido que tomar un autobús hasta Manchester y luego un taxi hasta la puerta del local. Aún no estaba muy seguro de por qué estaba allí, en su mente era algo así como un experimento antropológico. Ver si encajaba en aquella sociedad más que en la suya.

No es que tuviera ganas de que pasara algo con un tipo…aún no, en cualquier caso. Sólo quería saber cuál era la sensación de encontrarse rodeado de un montón de gays, que no tenían el menor problema en reconocerlo. Quería saber si ellos eran capaces de mirarle y saber al instante si Peter «entendía».

Se detuvo delante de una pareja que se encaminaba hacia un rincón oscuro. Ver a un hombre besando a otro hombre era raro en la vida real. Por supuesto, había programas de televisión en los que podían verse besos entre gays; eran programas que solían generar la suficiente polémica como para llegar a la prensa, de modo que Peter sabía cuándo iban a emitirlos. A veces los había visto, para saber si sentía algo al verlos. Pero los que salían en la tele actuaban, como en todo show programado…algo muy diferente al espectáculo que se ofrecía a sus ojos en aquellos momentos. Quería ver si el corazón empezaba a latirle con un poquitín más de fuerza, si todo aquello le decía algo.

Sin embargo no sintió una emoción particular. Curiosidad desde luego: ¿te picaba la barba si te besabas con un barbudo? Repulsión, no especialmente. Pero Peter tampoco hubiera podido asegurar que aquello fuera algo que deseara probar.

Los dos tipos se separaron, y uno de ellos entornó los ojos.

– Esto no es ningún peep show-dijo, apartando a Peter de un empujón.

Peter trastabilló, yendo a chocar contra alguien que estaba sentado a la barra.

– ¡Eh, quieto!-dijo el tipo, al que se le iluminaron los ojos de repente-. Pero ¿qué tenemos aquí?

– Perdón…

– Perdonado.-Tenía poco más de veinte años, el pelo casi al rape, de un amarillo casi blanco, y manchas de nicotina en los dedos-. ¿Es la primera vez que vienes aquí?

Peter se volvió hacia él.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por tus ojos de cervatillo deslumbrado.-Apagó el cigarrillo que estaba fumando y llamó al camarero, que a Peter le pareció salido de las páginas de una revista-. Rico, ponle algo a mi amigo. ¿Qué te apetece tomar?

Peter tragó saliva.

– ¿Una Pepsi?

El tipo mostró su reluciente dentadura.

– Bueno, está bien.

– Yo…no bebo.

– Oh-dijo el otro-. Toma, entonces.

Le ofreció a Peter un par de tubitos y luego sacó del bolsillo otros dos para él. No había ningún tipo de polvos en el interior…sólo aire. Peter observó cómo abría la tapa e inhalaba profundamente, y cómo, acto seguido, repetía la operación con el segundo frasquito en la otra ventana de la nariz. Después de imitarle paso por paso, Peter sintió que la cabeza le daba vueltas, como aquella vez que se había bebido un pack de seis cervezas aprovechando que sus padres habían ido a ver un partido de fútbol de Joey. Pero a diferencia de aquella ocasión, en que lo único que había pasado era que le habían entrado unas ganas enormes de dormir, Peter sentía ahora como si todas las células del cuerpo vibraran, completamente desveladas.

– Yo me llamo Kurt-dijo el tipo, dándole la mano.

– Peter.

– ¿Debajo o encima?

Peter se encogió de hombros, tratando de fingir que sabía de qué estaba hablando aquel tipo, cuando en realidad no tenía la menor idea.

– Dios mío-dijo Kurt boquiabierto-. Savia nueva.

El camarero depositó una Pepsi en la barra, delante de Peter.

– Déjalo en paz, Kurt. Es un niño.

– Entonces a lo mejor podríamos jugar a algo-dijo Kurt-. ¿Te gusta el billar?

Una partida de billar era algo con lo que Peter se atrevía.

– Sí, genial.

Vio a Kurt sacarse un billete de veinte dólares de la cartera y dejarlo en la barra, para Rico.

– Quédate con el cambio-dijo.

La sala de billar estaba en un espacio contiguo a la parte principal del club, y en ella había cuatro mesas, con partidas ya comenzadas. Peter se sentó en un banco adosado a la pared, mientras estudiaba a los allí reunidos. Algunos se tocaban entre sí con frecuencia, un brazo en el hombro aquí, una palmadita en el trasero allí; pero la mayoría se comportaba como cualquier grupo de hombres. Como si fueran amigos sin más.

Kurt sacó un puñado de monedas de veinticinco centavos del bolsillo y las colocó en el borde de una mesa. Pensando que aquello era el bote por el que iban a jugar, Peter sacó a su vez dos billetes arrugados de dólar.

– No es ninguna apuesta-rió Kurt-. Es lo que vale la partida.

Se puso de pie cuando el grupo que les precedía colaba la última bola, y comenzó a introducir monedas en la mesa, hasta que cayó un torrente multicolor de bolas lisas y rayadas.

Peter agarró un taco de la pared y le frotó tiza en la punta. No era demasiado bueno jugando al billar, pero lo había hecho un par de veces sin cometer ninguna tontería de retrasado, como rasgar el tapete o arrojar la bola por el borde.

– Así que te gusta apostar-dijo Kurt-. Podría hacerlo más interesante.

– Pondré cinco pavos-dijo Peter, con la esperanza de así parecer mayor.

– A mí no me gusta apostar con dinero. A ver qué te parece: si gano yo, te llevo yo a casa; y si ganas tú, me llevas tú a mí.

Peter no veía qué podía ganar él en un caso ni en otro, puesto que no tenía ningún interés especial en ir con Kurt a su casa, y, desde luego, tan seguro como que hay Dios, no iba a llevarse a Kurt a su propia casa. Apoyó el taco en el borde de la mesa.

– Me parece que no tengo muchas ganas de jugar.

Kurt tomó a Peter por el brazo. Sus ojos brillaban en medio de aquel rostro, como dos pequeñas estrellas incandescentes.

– Yo ya he metido mis moneditas ahí dentro. Ahora ya no puedo sacarlas. Tú has querido empezar…así que ahora tienes que jugar hasta el final.

– Deja que me vaya-dijo Peter, con una voz que parecía ascender por la escalera del pánico.

Kurt sonrió.

– Pero si acabamos de empezar…

Peter oyó la voz de otro tipo a sus espaldas.

– Creo que ya has oído al chico.

Peter se dio la vuelta, asido todavía por Kurt, y vio detrás de él al señor McCabe, su profesor de matemáticas.

Fue uno de esos momentos de extrañeza, como cuando estás en el cine y te encuentras a la señora que trabaja en la oficina de correos, y sabes que la conoces de algo, pero sin las cajas de los apartados de correo, las balanzas ni los expendedores de sellos, no acabas de reconocer quién es. El señor McCabe llevaba una cerveza en la mano y una camisa de un tejido sedoso. Dejó la botella y se cruzó de brazos.

– Con éste no te acuestas, Kurt, o llamo a la poli para que te pongan de patitas en la calle.

Kurt se encogió de hombros.

– Lo que tú digas-dijo, y se marchó hacia el bar lleno de humo.

Peter se quedó mirando al suelo, esperando a que el señor McCabe hablara. Estaba seguro de que el profesor llamaría a sus padres, le rompería el carnet de identidad delante de las narices, o como mínimo le preguntaría qué demonios estaba haciendo en un local gay del centro de Manchester.

De pronto, Peter cayó en la cuenta de que él también podía hacerle al señor McCabe aquella misma pregunta. Mientras levantaba la vista, le vino a la mente un principio matemático que sin duda su profesor ya conocía: si dos personas comparten el mismo secreto, ya no es ningún secreto.

– Seguramente necesitas que alguien te lleve a casa-dijo el señor McCabe.


Josie levantaba la mano reteniendo la de Matt, una manaza de gigante.

– Mira qué pequeña eres en comparación conmigo-dijo Matt-. Es asombroso que no te mate.

Él cambió la posición de apoyo sin salir de ella, dejándola sentir todo el peso de su cuerpo. Entonces le puso la mano en el cuello.

– Porque podría-dijo-, ¿sabes?

Apretó un poco nada más, cerrándole el paso de la tráquea. No tanto como para dejarla sin aire, pero sí para impedirle hablar.

– No-logró decir Josie.

Matt se quedó mirándola, atónito.

– No, ¿qué?-preguntó. Y cuando comenzó a moverse de nuevo, Josie estaba segura de haber oído mal.


Durante la mayor parte del trayecto en coche de una hora desde Manchester, la conversación entre Peter y el señor McCabe fue tan superficial como el vuelo rasante de una libélula sobre un lago. Ambos se dedicaron a probar someramente temas sobre los que ninguno de los dos se interesaba de un modo particular: entradas para ver al equipo de hockey de los Bruins, el inminente baile oficial de invierno, cuáles eran las buenas facultades universitarias que buscaban por entonces los alumnos.

Hasta después de dejar la carretera 89 en la salida de Sterling, y mientras recorrían oscuras carreteras secundarias en dirección a la casa de Peter, el señor McCabe no hizo mención del motivo por el que ambos estaban en aquel coche.

– Sobre lo de esta noche…-empezó-. No hay mucha gente en el instituto que lo sepa. No he salido del armario, todavía.

El pequeño rectángulo de luz reflejada por el espejo retrovisor le dibujaba un antifaz en los ojos, como un mapache.

– ¿Por qué no?-se oyó Peter preguntar a sí mismo.

– No es que crea que el resto del profesorado no me apoyaría…Es sólo que me parece que no es de la incumbencia de nadie. ¿Entiendes?

Peter no sabía qué contestar, hasta que comprendió que el señor McCabe no estaba pidiéndole su opinión, sino que estaba dándole instrucciones.

– Claro-dijo Peter-. Gire por aquí, y luego es la tercera casa a la izquierda.

El señor McCabe aparcó delante del camino de entrada de la casa de Peter, sin entrar el coche.

– Si te cuento todo esto es porque confío en ti, Peter. Y porque si necesitas a alguien con quien hablar, quiero que sepas que conmigo puedes hacerlo con total libertad.

Peter se desabrochó el cinturón de seguridad.

– Yo no soy gay.

– Entendido-replicó el señor McCabe, aunque con un destello de dulce comprensión en los ojos.

– Yo no soy gay-repitió Peter con mayor firmeza, y tras abrir la portezuela del coche, corrió lo más de prisa que pudo hacia su casa.


Josie agitó el botellín de esmalte de uñas OPI y miró la etiqueta de la parte inferior. «No Soy Rojo Camarera».

– ¿A ustedes a quién les parece que se le ocurren estas cosas? ¿Serán un grupo de mujeres reunidas en torno a una mesa de ejecutivos?

– No-dijo Maddie-. Seguramente son viejas amigas que se juntan para emborracharse una vez al año y apuntar todos los sabores que se les ocurren.

– No son sabores, puesto que no te los comes-señaló Emma.

Courtney se dio la vuelta rodando sobre sí misma, de forma que el pelo le cayó por uno de los lados de la cama como una cascada.

– Esto es un rollo-manifestó, aunque era su casa y se habían reunido para dormir juntas-. Tiene que haber algo emocionante que hacer.

– ¿Por qué no llamamos a alguien?-propuso Emma.

Courtney consideró la posibilidad.

– ¿Una travesura?

– Podríamos encargar pizzas y hacer que se las llevaran a alguien-dijo Maddie.

– Eso ya se lo hicimos la última vez a Drew-suspiró Courtney, que esbozó una repentina sonrisa y fue a tomar el teléfono-. Tengo otra cosa mejor.

Conectó el manos libres y marcó. Se oyó un tintineo musical que a Josie le resultó terriblemente familiar.

– Diga-contestó una voz brusca en el otro extremo de la línea.

– ¿Matt?-dijo Courtney, llevándose el dedo a los labios para que las demás guardaran silencio-. Hola.

– Oye, Court, son las tres de la mañana.

– Ya lo sé. Es que…llevo mucho tiempo queriéndote decir algo, pero no sé cómo hacerlo, porque Josie es mi amiga y todo eso y…

Josie quiso hablar, para que Matt supiera que le estaban tendiendo una trampa, pero Emma le tapó la boca con la mano y la tumbó sobre la cama.

– Me gustas-dijo Courtney.

– Tú a mí también.

– No, escucha…me gustas en serio…

– Uau, Courtney. Si llego a saberlo, creo que me habría acostado contigo en plan salvaje. Lástima que quiera a Josie, y que lo más probable es que ella esté a menos de un metro de ti en este mismo momento.

El silencio se hizo añicos, roto por las risas hasta entonces contenidas.

– ¡Puta madre! ¿Cómo lo has sabido?-dijo Courtney.

– Porque Josie me lo cuenta todo, incluso cuando va a quedarse a dormir en tu casa. Y ahora desconecta el altavoz y pásamela para que le dé las buenas noches.

Courtney le pasó el teléfono a Josie.

– Muy buena-dijo Josie.

La voz de Matt sonaba brumosa por el sueño.

– ¿Lo habías dudado?

– No-replicó Josie con una sonrisa.

– Bueno, que te diviertas. Pero no a mi costa.

Oyó que Matt bostezaba.

– Vete a la cama.

– Me gustaría que estuvieras aquí-dijo él.

Josie les dio la espalda a las demás chicas.

– A mí también.

– Te quiero, Jo.

– Yo también te quiero.

– Y yo-dijo Courtney en voz alta-creo que voy a vomitar.

Alargó la mano y pulsó el botón de colgar.

Josie arrojó el teléfono sobre la cama.

– Ha sido idea tuya llamarle.

– Te has puesto celosa-dijo Emma-. Ya me gustaría a mí tener a alguien que no pudiera vivir sin mí.

– Eres muy afortunada, Josie-convino Maddie.

Josie volvió a abrir el botellín de esmalte de uñas y, al hacerlo, una gota del pequeño pincel fue a aterrizar sobre su muslo, como una perla de sangre. Cualquiera de sus amigas, quizá Courtney no, pero la mayoría de ellas, mataría por estar en su lugar.

«Pero morirían si lo estuvieran», susurró una voz en su interior.

Levantó la vista hacia Maddie y Emma y se forzó a sonreír.

– Díganmelo a mí-dijo Josie.


En diciembre, Peter encontró trabajo en la biblioteca del instituto. Le pusieron a cargo del equipamiento audiovisual, lo que significaba que cada día, durante una hora después de las clases, tenía que rebobinar microfilms y organizar DVD alfabéticamente. Tenía que llevar retroproyectores y TV/VCR a las aulas para que estuvieran preparados cuando los profesores que los necesitaban llegaran por la mañana al instituto. Lo que más le gustaba era que en la biblioteca nadie le molestaba. Los chicos populares no iban por allí ni muertos una vez acabadas las clases; era más probable que Peter encontrara sólo a los alumnos especiales, con sus tutores, haciendo los deberes.

Había conseguido el trabajo después de ayudar a la señora Wahl, la bibliotecaria, a arreglar su vieja computadora para que la pantalla no se le pusiera azul. Ahora Peter era su alumno favorito del Instituto Sterling. Cuando ella se marchaba a su casa, dejaba que fuera él el que cerrara, y le hizo una copia de su llave del ascensor de mantenimiento, para que pudiera transportar los diferentes equipos de un piso a otro del instituto.

La última tarea que le quedaba a Peter aquella tarde era trasladar un proyector desde el laboratorio de ciencias naturales del segundo piso y guardarlo en su lugar en la sala de audiovisuales de la planta baja. Había entrado en el ascensor y girado la llave para cerrar la puerta cuando oyó que alguien lo llamaba, pidiéndole que esperase.

Al cabo de un momento entró Josie Cormier cojeando.

Iba con muletas, con una pierna enyesada. Miró a Peter mientras se cerraban las puertas del ascensor, y bajó rápidamente la vista hacia el suelo de linóleo.

Aunque habían pasado meses desde que lo habían despedido por su chivatazo, Peter aún sentía una oleada de rabia cada vez que veía a Josie. Casi podía oírla contar mentalmente los segundos hasta que volvieran a abrirse las puertas del ascensor. «Como si a mí me entusiasmara estar metido aquí dentro contigo», pensó para sí, y justo en ese momento el ascensor dio un traqueteo y se quedó atorado con un chirrido.

– ¿Qué pasa ahora?-Josie pulsó el botón del primer piso.

– Eso no servirá de nada-dijo Peter. Alargó el brazo por delante de ella, advirtiendo que por poco pierde el equilibrio al echarse hacia atrás, como si él tuviera una enfermedad contagiosa, y apretó el botón rojo de Emergencia.

No sucedió nada.

– Vaya mierda-dijo Peter.

Miró arriba, hacia el techo del ascensor. En el cine, los héroes de acción siempre se encaramaban al techo de la cabina para llegar a los conductos de aireación a través del hueco del ascensor, pero aunque utilizara el proyector que llevaba para subirse a él, no veía cómo iba a poder abrir la trampilla sin un destornillador.

Josie apretó de nuevo el botón.

– ¿Oiga?

– No te oirá nadie-dijo Peter-. Los profesores se han ido, y el vigilante ve el show de Oprah de cinco a seis, en el sótano.-La miró-. ¿Qué estás haciendo aquí, por cierto?

– Un trabajo personal.

– ¿Y eso qué es?

Ella levantó una muleta.

– Una actividad suplementaria a cambio de la clase de gimnasia. ¿Y tú, por cierto?

– Yo trabajo aquí-dijo Peter, y ambos guardaron silencio.

Por una mera cuestión de logística, pensó Peter, tarde o temprano acabarían encontrándolos. Seguramente los descubriría el vigilante cuando tuviera que subir el pulidor de superficies al siguiente piso y, si no, lo peor que podría suceder sería que tuvieran que esperar a la mañana siguiente, cuando todo el mundo volviera de nuevo al instituto. No pudo evitar una ligera sonrisa, al pensar en lo que podría decirle a Derek sin mentir un ápice: «¿Sabes qué? He dormido con Josie Cormier».

Abrió un iBook y pulsó una tecla, inicializando una presentación en Power Point en la pantalla. Amebas, blastosferas. División celular. Un embrión. Era asombroso pensar que todos habíamos empezado igual, microscópicos, indistinguibles.

– ¿Cuánto pueden tardar en encontrarnos?

– No sé.

– ¿Y el personal de la biblioteca no te echará en falta?

– A mí no me echan en falta ni mis propios padres.

– Oh, santo cielo…¿y si se nos acaba el aire?-Josie aporreó la puerta con una de las muletas-. ¡Socorro!

– Eso no puede pasar-dijo Peter.

– ¿Cómo estás tan seguro?

No lo estaba. Pero ¿qué otra cosa podía decir?

– Me agobian los espacios cerrados-dijo Josie-. No puedo soportarlo.

– ¿Tienes claustrofobia?

Se preguntó cómo era que no sabía eso de Josie. Pero bien pensado, ¿por qué iba a saberlo? Tampoco es que hubiera formado parte activa de su vida durante los últimos seis años.

– Me parece que voy a vomitar-gimió Josie.

– Vaya mierda-dijo Peter-. No, espera. Cierra los ojos, así no te darás cuenta de que estás en un ascensor.

Josie cerró los ojos, pero al hacerlo se tambaleó sobre las muletas.

– Espera.

Peter sostuvo las muletas de forma que ella se quedó guardando el equilibrio sobre una sola pierna. Luego la agarró por las manos mientras ella se dejaba caer en el suelo, estirando la pierna lastimada.

– ¿Cómo te lo hiciste?-le preguntó él, señalando la escayola con un gesto con la cabeza.

– Me resbalé en el hielo.

Josie se echó a llorar, y a jadear…Hiperventilación, supuso Peter, aunque sólo había visto esa palabra escrita, no en la vida real. Lo que había que hacer era respirar dentro de una bolsa de papel, ¿no era eso? Peter examinó el ascensor en busca de algo que pudiera servirle. En el carrito de audiovisuales había una bolsa de plástico con documentos dentro, pero no sabía por qué no le pareció una idea muy brillante taparse la cara con una bolsa de plástico.

– Está bien-lanzó la sugerencia-, hagamos algo para mantener tu pensamiento alejado de aquí.

– ¿Como qué?

– A lo mejor podríamos jugar a algo-propuso Peter, cuyas palabras le retumbaron en la cabeza, repetidas, con la voz de Kurt, del Front Runner; sacudió la cabeza para liberarse de ellas-. ¿A las veinte preguntas?

Josie dudó unos segundos.

– ¿Animal, vegetal o mineral?

Después de seis rondas de veinte preguntas, y de una hora de geografía, a Peter le estaba entrando sed. También tenía ganas de orinar, y eso sí que le preocupaba, porque no creía que fuera capaz de aguantar hasta la mañana siguiente, y desde luego, de ningún modo pensaba echar una meada con Josie delante. Josie había enmudecido, pero al menos había dejado de temblar. Peter pensó que a lo mejor se había dormido.

Pero entonces habló.

– ¿Verdad o prenda?-dijo Josie.

Peter se volvió hacia ella.

– Verdad.

– ¿Me odias?

Él agachó la cabeza.

– A veces.

– Deberías-dijo Josie.

– ¿Verdad o prenda?

– Verdad-dijo Josie.

– ¿Me odias tú?

– No.

– Entonces, ¿por qué te comportas así conmigo?-le preguntó Peter.

Ella movió la cabeza a ambos lados.

– Yo tengo que comportarme como la gente espera que me comporte. Forma parte de todo el…embrollo. Si no lo hiciera así…-Tamborileó con los dedos en el asidero de plástico de la muleta-. Es muy complicado. No lo entenderías.

– ¿Verdad o prenda?-dijo Peter.

Josie sonrió.

– Prenda.

– Chúpate la planta del pie.

Ella se echó a reír.

– Si ni siquiera puedo sostenerme sobre la planta del pie-dijo, pero se agachó hacia delante y se quitó el mocasín, sacando la lengua-. ¿Verdad o prenda?

– Verdad.

– Ninguna prenda, ¿eh?-dijo Josie-. ¿Has estado enamorado alguna vez?

Peter miró a Josie, y se acordó de aquella vez en que ambos habían atado un papel con sus direcciones a un globo de helio, que habían soltado en el patio trasero de la casa de Josie, convencidos de que llegaría hasta Marte. En lugar de eso, habían recibido una carta de una viuda que vivía dos calles más arriba.

– Psé-dijo él-. Supongo que sí.

A ella se le abrieron los ojos.

– ¿De quién?

– Eso ya es otra pregunta. ¿Verdad o prenda?

– Verdad-dijo Josie.

– ¿Cuál ha sido la última mentira que has dicho?

A Josie se le borró la sonrisa de la cara.

– Cuando te he dicho que me resbalé en el hielo. Matt y yo nos peleamos, y él me pegó.

– ¿Que te pegó?

– Bueno, no es eso…Yo le dije algo que no debí decirle, y cuando él…bueno, el caso es que perdí el equilibrio y me torcí el tobillo.

– Josie…

Ella agachó la cabeza.

– No lo sabe nadie. No se lo cuentes a nadie, ¿de acuerdo?

– No.-Peter vaciló unos instantes-. ¿Y tú por qué no se lo has contado a nadie?

– Eso ya es otra pregunta-dijo Josie, remedándole.

– Pues te la hago ahora.

– Entonces elijo prenda.

Peter apretó los puños contra los costados.

– Dame un beso-dijo.

Ella se inclinó hacia él poco a poco, hasta que su cara estaba demasiado cerca como para verla. El pelo le caía sobre el hombro de Peter como una cortina, y tenía los ojos cerrados. Olía a otoño y a sidra, al sol que declina y a las primeras señales del frío que se acerca. Él sentía forcejear su corazón, atrapado en los confines de su propio cuerpo.

Los labios de Josie tocaron la comisuras de los suyos, casi en la mejilla más que en la boca.

– Me alegro de no haberme quedado aquí sola encerrada-dijo ella con timidez, y él saboreó aquellas palabras, dulces como su aliento mentolado.

Peter se miró la entrepierna, rogando para que Josie no se diera cuenta que se le había puesto dura como una piedra. Empezó a sonreír con tal intensidad que le dolían las mejillas. No era que no le gustaran las chicas, era que sólo había una que era la adecuada.

En ese momento, se oyó un golpe en la puerta metálica, por fuera.

– ¿Hay alguien ahí dentro?

– ¡Sí!-gritó Josie, intentando ponerse en pie con las muletas-. ¡Ayúdenos a salir!

Se oyó un fuerte golpe y una percusión, y luego el ruido de una palanca al intentar abrir brecha. La doble puerta se abrió por fin, y Josie se precipitó fuera del ascensor. Matt Royston la esperaba junto al conserje.

– Me preocupé al ver que no habías llegado a casa-dijo Matt, sosteniendo a Josie entre sus brazos.

«Pero le pegaste», pensó Peter, que recordó de inmediato que le había hecho una promesa a Josie. Oyó sorprendido los gritos de júbilo de ella al tomarla Matt en brazos, llevándola así para que no tuviera que utilizar las muletas.

Peter se llevó el iBook y el proyector en el carrito para volver a guardarlos en la sala de audiovisuales. Se había hecho tarde, y tenía que volver andando a casa, pero casi no le importaba. Decidió que lo primero que haría sería borrar el círculo alrededor de la foto de Josie en el anuario escolar; y suprimir sus características de la lista de los malos de su videojuego.

Estaba repasando mentalmente los retoques que debería hacer en el programa, cuando llegó por fin a casa. Peter tardó unos segundos en darse cuenta de que algo pasaba…Las luces estaban apagadas, aunque los coches estaban allí.

– ¿Hola?-dijo en voz alta, mientras iba de la sala del estar al comedor y luego a la cocina-. ¿Hay alguien?

Encontró a sus padres sentados a la mesa de la cocina, a oscuras. Su madre se levantó, aturdida. Era evidente que había estado llorando.

Peter sintió una calidez liberándose en el interior de su pecho. Le había dicho a Josie que sus padres ni siquiera se enterarían de su ausencia, pero estaba claro que eso no era verdad: sus padres estaban angustiados.

– Estoy bien-les dijo Peter-. De verdad.

Su padre se puso en pie, parpadeando con los ojos humedecidos, y tiró de Peter hacia sus brazos. Peter no podía recordar cuándo había sido la última vez que le habían abrazado así. A pesar de que él quería ser un tipo duro, y de que ya tenía quince años y medio, se fundió en el cuerpo de su padre y apretó con fuerza. Primero Josie, ¿y ahora aquello? Aquél acabaría resultando el mejor día en la vida de Peter.

– Es Joey-dijo su padre entre sollozos-. Ha muerto.


Pregúntenle a cualquier chica de hoy al azar si quiere ser popular y les dirá que no. Pero la verdad es que, si estuviera en medio del desierto muriéndose de sed y tuviera que elegir entre un vaso de agua y la popularidad instantánea, probablemente escogería lo segundo. Lo que pasa es que no puedes reconocer que lo deseas, porque eso te hace parecer menos interesante. Para ser popular de verdad, ha de parecer que eres así, cuando en realidad es algo por lo que te esfuerzas.

No sé si hay nadie que ponga tanto esfuerzo en conseguir algo como los jóvenes en ser populares. Quiero decir que hasta los controladores aéreos y el presidente de los Estados Unidos de América se toman vacaciones, pero si echan una ojeada al alumno medio de instituto, verán a alguien que se dedica a buscar la popularidad en cuerpo y alma, las veinticuatro horas del día, durante todo lo que dura el año escolar.

Entonces, ¿cómo entrar a formar parte de ese sanctasanctórum? Bueno, ésa es la cuestión: no depende de ti. Lo que cuenta es lo que los demás piensan de tu forma de vestir, de lo que comes para almorzar, de los programas de la tele que grabas, de la música que llevas en el iPod.

Pero yo siempre me pregunto cosas como: si lo que cuenta es la opinión de los demás, entonces, ¿tú tienes una opinión que sea tuya de verdad?

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