CINCO MESES DESPUÉS

Se puede deducir muchas cosas acerca de la gente por los hábitos que tienen. Por ejemplo, Jordan se había encontrado con potenciales miembros del jurado que llevaban religiosamente sus tazas de café hasta sus computadoras y leían todo el New York Times online. Había otros cuyas pantallas de inicio de AOL ni siquiera incluían nuevas actualizaciones, porque les parecía demasiado deprimente. Había gente del campo que tenía televisión pero con un solo canal, el público, que se veía todo granulado porque no podían pagar el dinero que costaba llevar las líneas de cable por su sucia carretera; en cambio otros se habían abonado a complicados sistemas de satélite para poder ver telenovelas japonesas o «La hora de la oración de la hermana Mary Margaret» a las tres de la mañana. Estaban los que miraban la CNN y los que miraban Fox News.

Era la sexta hora de examen preliminar individual; el proceso mediante el cual se elegiría a los miembros del jurado para el juicio de Peter. Eso implicaba largos días en el tribunal con Diana Leven y el juez Wagner, mientras el conjunto de posibles miembros del jurado iban pasando de uno en uno por el asiento del testigo para que tanto la defensa como la acusación les hicieran una serie de preguntas. El objetivo era encontrar a doce personas del pueblo, más un suplente, no personalmente afectados por el tiroteo; un jurado que pudiera comprometerse con un juicio largo si fuera necesario, en lugar de preocuparse por sus asuntos domésticos u ocupándose de sus niños pequeños. Un grupo de gente que no hubiera estado viviendo y respirando las noticias acerca del juicio durante los últimos cinco meses; o, como Jordan estaba comenzando a pensar cariñosamente de ellos: los pocos afortunados que hubieran estado viviendo debajo de una piedra.

Era agosto, y durante la última semana, las temperaturas habían alcanzado casi los treinta y ocho grados durante el día. Para empeorar las cosas, el aire acondicionado del tribunal no funcionaba bien y el juez Wagner olía a bolas de naftalina y a pies cuando sudaba.

Jordan ya se había quitado el saco y se había desabrochado el botón superior de su camisa por debajo de la corbata. Incluso Diana-quien Jordan creía secretamente que debía de ser una especie de mujer-robot de Stepford-se había recogido el pelo haciéndose un moño asegurado con un lápiz:

– ¿En qué estamos?-preguntó el juez Wagner.

– Miembro del jurado número seis millones setecientos treinta mil-murmuró Jordan.

– Miembro del jurado número ochenta y ocho-anunció a continuación el secretario.

Esa vez era un hombre, con pantalones color caqui y camiseta de manga corta. Tenía el cabello ralo, llevaba zapatillas de pesca y un anillo de matrimonio. Jordan tomó nota de todo eso en su bloc.

Diana se puso de pie y se presentó, luego comenzó con su letanía de preguntas. Las respuestas determinarían si un potencial miembro del jurado debía ser descartado para la causa; si por ejemplo tenía un hijo que hubiera sido asesinado en el Instituto Sterling, no podía ser imparcial. Si no, Diana podría elegirlo o no según sus corazonadas. Ambos, tanto Jordan como ella, contaban con quince oportunidades de descartar a un potencial miembro del jurado sólo por instinto visceral. Hasta el momento, Diana había utilizado una de sus posibilidades para no aceptar a un productor de software bajo, calvo, callado. Jordan había descartado a un antiguo oficial de los marines.

– ¿A qué se dedica, señor Alstrop?-preguntó Diana.

– Soy arquitecto.

– ¿Está casado?

– Este octubre hará veinte años.

– ¿Tiene hijos?

– Dos, un varón de catorce años y una hija de diecinueve.

– ¿Van a la escuela pública?

– Bueno, mi hijo sí. Mi hija está en la universidad. Princeton-dijo con orgullo.

– ¿Sabe algo acerca de este caso?

Decir que sí, Jordan lo sabía, no lo excluiría. Era lo que él creyera o no creyera lo que lo haría, no lo que los medios hubiesen dicho.

– Bueno, sólo lo que he leído en los periódicos-contestó Alstrop; y Jordan cerró los ojos.

– ¿Lee algún periódico en especial diariamente?

– Solía leer Union Leader-dijo él-, pero los editoriales me volvían loco. Ahora intento leer lo que puedo del New York Times.

Jordan consideró eso. El Union Leader era un periódico notoriamente conservador; el New York Times, uno liberal.

– ¿Y la televisión?-preguntó Diana-. ¿Algún programa que le guste especialmente?

Probablemente no querrías a un miembro del jurado que mirara «Court TV» diez horas al día. Pero tampoco a uno que se deleitara con maratones de prensa rosa.

– «60 minutos»-respondió Alstrop-. Y «Los Simpson».

«Éste-pensó Jordan-es un tipo normal». Se puso de pie mientras Diana le cedía el turno de preguntas.

– ¿Qué recuerda haber leído acerca de este caso?

Alstrop se encogió de hombros:

– Hubo un tiroteo en el instituto y uno de los estudiantes fue acusado.

– ¿Conoce a alguno de los alumnos?

– No.

– ¿Conoce a alguien que trabaje en el Instituto Sterling?

Alstrop sacudió la cabeza:

– No.

– ¿Ha hablado con alguien que esté involucrado en el caso?

– No.

Jordan caminó hasta el estrado del testigo.

– En este Estado hay una regla que dice que se puede doblar a la derecha en rojo si uno se detiene antes en el semáforo rojo. ¿Le suena familiar?

– Claro-dijo Alstrop.

– ¿Qué pasaría si el juez le dijera que no puede girar a la derecha en rojo, que debe quedarse detenido hasta que el semáforo se ponga en verde otra vez, aunque haya una señal delante de usted que diga, específicamente, GIRO A LA DERECHA EN ROJO? ¿Qué haría?

Alstrop miró al juez Wagner:

– Supongo que haría lo que él dijera.

Jordan sonrió para sí. A él no le importaban en absoluto los hábitos de conducción de Alstrop. Ese planteamiento y esa pregunta eran una forma de eliminar a la gente que no podía ver más allá de las convenciones. En aquel juicio habría información no necesariamente convencional, y él necesitaba gente en el jurado lo suficientemente predispuesta a entender que las reglas no siempre eran lo que uno creía que eran; que podía haber otras reglas susceptibles de ser acatadas.

Cuando terminó su interrogatorio, él y Diana caminaron hacia el estrado:

– ¿Hay alguna razón por la que se descarte este miembro del jurado?-preguntó el juez Wagner.

– No, Su Señoría-dijo Diana, y Jordan negó también con la cabeza.

– ¿Entonces?

Diana asintió. Jordan echó una ojeada al hombre, todavía sentado en la tribuna de los testigos.

– Por mí, bien-dijo.


Cuando Alex se despertó, fingió que seguía durmiendo. Con los ojos entrecerrados miró fijamente al hombre tumbado junto a ella. Esa relación-ahora de cuatro meses-todavía era un misterio, lo mismo que la constelación de pecas en los hombros de Patrick, el valle de su columna vertebral, el sobresaliente contraste de su pelo negro contra la sábana blanca. Parecía que él hubiese entrado en la vida de ella por ósmosis: había encontrado su camisa mezclada con su ropa de la lavandería; percibía el olor de su champú en la funda de su almohada; levantaba el teléfono pensando en llamarle y él ya estaba en la línea. Alex había estado sola tanto tiempo; ella era práctica, resuelta y tenía sus costumbres tan establecidas (oh, ¿a quién quería engañar?…Todo eso eran sólo eufemismos para lo que ella era en realidad: terca) que había pensado que semejante ataque repentino a su privacidad le resultaría desconcertante. En cambio se descubría desorientada cuando Patrick no estaba por allí, como el marinero que acaba de arribar después de meses en el mar y que todavía siente el océano moviéndose debajo de él cuando ya está en tierra.

– Sé que me estás mirando, ¿sabes?-murmuró Patrick. Una sonrisa perezosa dulcificó su rostro, pero sus ojos permanecían cerrados.

Alex se inclinó sobre él, deslizando su mano bajo las sábanas:

– ¿Cómo lo sabes?

Con un movimiento rápido como la luz, él la tomó por la cintura y la colocó debajo de él. Sus ojos, todavía velados por el sueño, eran de un azul transparente que a Alex le recordaba los glaciares y los mares del norte. Él la besó y ella se abrazó a él.

Luego, repentinamente, sus ojos se abrieron de golpe:

– Oh, mierda-dijo ella.

– No era eso precisamente lo que esperaba lograr…

– ¿Sabes la hora que es?

Habían bajado las persianas del dormitorio a causa de la luna llena de la noche anterior. Pero ahora el sol entraba por la finísima grieta de debajo del alféizar. Alex podía oír a Josie trasteando ollas y sartenes abajo, en la cocina.

Patrick tomó de la mano de Alex el reloj de pulsera que había dejado en la mesilla la noche anterior.

– Oh, mierda-repitió él, y apartó las mantas-. Ya llego una hora tarde al trabajo.

Agarró sus calzoncillos mientras Alex salía de la cama de un salto y se estiraba hacia su albornoz.

– ¿Qué pasa con Josie?

No era que le escondieran su relación; Patrick pasaba por allí a menudo cuando salía de trabajar, para cenar o para guarecerse en las noches. Unas pocas veces, Alex había intentado hablar con Josie de él, para ver qué pensaba del milagro de que su madre saliera con alguien otra vez, pero Josie había hecho todo lo posible para no tener esa conversación. Alex no estaba segura de adónde llevaría todo aquello, pero ella y Josie habían sido una unidad durante tanto tiempo que agregar a Patrick a la combinación significaba que Josie se convertía en la solitaria; y justo cuando Alex estaba decidida a evitar que eso ocurriera. Estaba intentando muy en serio recuperar el tiempo perdido, poniendo a Josie por delante de cualquier otra cosa. Con ese fin, si Patrick pasaba la noche en casa, ella se aseguraba de que se fuera antes de que Josie se levantase y pudiera encontrárselo allí.

Excepto ese día, era un perezoso martes de verano casi a las diez en punto.

– Quizá sea un buen momento para decírselo-sugirió Patrick.

– ¿Decirle qué?

– Que estamos…-Él la miró.

Alex lo miró a su vez, fijamente. No podría terminar su frase; ni ella misma sabía en realidad la continuación. Nunca se había imaginado que ésa sería la forma en que Patrick y ella tendrían esa conversación. ¿No estaba con Patrick porque él era bueno en eso: en acoger al desamparado que lo necesitaba? Cuando el juicio hubiera terminado, ¿él seguiría su camino? ¿Y ella?

– Que estamos juntos-dijo Patrick con decisión.

Alex le dio la espalda y se anudó resuelta el cinturón del albornoz. No era eso, parafraseando a Patrick un rato antes, lo que había esperado lograr. Pero ¿cómo podría saberlo él? Si ahora le preguntara exactamente qué quería ella de aquella relación…bueno, Alex sabría qué contestarle: quería amor. Quería tener a alguien a quien regresar como a un hogar. Quería soñar con las vacaciones que se tomarían a los sesenta, y saber que él estaría ahí el día que se subieran al avión. Pero nunca admitiría nada de eso. ¿Qué pasaría si lo hiciera y él sólo la mirara extrañado? ¿Qué pasaría si era demasiado pronto para pensar en cosas como ésas?

Si él le preguntara, en esos momentos, ella no respondería. Porque hacerlo era la forma más segura de que tu corazón te fuera devuelto.

Alex miró debajo de la cama, en busca de sus zapatillas. En cambio, encontró el cinturón de Patrick y se lo lanzó. Quizá la razón por la que no le había dicho abiertamente a Josie que estaba durmiendo con Patrick no tuviera nada que ver con proteger a su hija y fuera en realidad para protegerse a sí misma.

Patrick se pasó el cinturón por los tejanos.

– No tiene por qué ser un secreto de Estado-dijo-. Tienes permiso para…ya sabes.

Alex lo miró:

– ¿Para tener sexo?

– Estaba intentando decir algo un poco menos brusco-admitió Patrick.

– También se me ha permitido mantener cosas en privado-señaló Alex.

– Supongo que debería irme al trabajo, entonces.

– Eso sería una buena idea.

– Sin embargo, supongo que también podría traerte, por ejemplo, alguna joya.

Alex bajó la mirada hacia la alfombra para que Patrick no pudiera ver que intentaba retener esa frase, escudriñar en busca del compromiso vinculado a esas palabras.

«Dios, ¿siempre era tan frustrante no tener el control de la situación?».

– Mamá-llamó Josie desde la escalera-Las crepes ya están listas, si quieres.

– Mira-suspiró Patrick-, podemos seguir intentando que Josie no lo descubra. Lo único que tienes que hacer es distraerla mientras salgo a hurtadillas.

Ella asintió con la cabeza:

– Procuraré retenerla en la cocina. Tú…-echó un vistazo a Patrick-, date prisa.

Cuando Alex salía de la habitación, Patrick le agarró la mano y la acercó de un tirón.

– Eh-dijo-, adiós.-Se inclinó y la besó.

– Mamá, ¡se enfrían!

– Nos vemos más tarde-dijo Alex, empujándola.

Bajó la escalera de prisa y encontró a Josie comiendo un plato de crepes de arándanos:

– Qué bien huelen…No puedo creer que haya dormido hasta tan tarde-comenzó Alex, y entonces se dio cuenta de que había tres cubiertos en la mesa de la cocina.

Josie se cruzó de brazos:

– Y, ¿cómo le gusta el café?

Alex se hundió en la silla.

– Se suponía que no tenías que descubrirlo.

– A: soy mayor. B: Entonces el brillante detective no debería haber dejado sus zapatos en el felpudo.

Alex resiguió un hilo del mantelito individual:

– Sin leche y con dos de azúcar.

– Bueno-dijo Josie-, supongo que lo recordaré la próxima vez.

– ¿Cómo te sienta?-preguntó Alex en voz baja.

– ¿El qué, prepararle café?

– No. Esa parte de la próxima vez.

Josie se puso un gran arándano encima de la crepe:

– En realidad no es algo en lo que tenga voto, ¿no?

– Desde luego que sí-respondió Alex-, porque si no estás de acuerdo con esto, Josie, dejaré de verle.

– ¿A ti te gusta?-preguntó su hija, con la mirada fija en su plato.

– Sí.

– ¿Y tú le gustas a él?

– Eso creo.

Josie levantó la mirada:

– Entonces no debes preocuparte por lo que piense ninguna otra persona.

– Me preocupo por lo que tú piensas-dijo Alex-. No quiero que sientas que eres menos importante para mí por su culpa.

– Sólo sé responsable-replicó Josie esbozando una lenta sonrisa-. Cada vez que tienes sexo puedes quedar embarazada o puedes no quedar embarazada. Es cincuenta y cincuenta.

Alex levantó las cejas:

– Guau. Nunca pensé que estuvieras escuchando cuando te di aquella charla.

Josie puso el dedo sobre una mancha de jarabe de arce que había caído en la mesa, con los ojos fijos en la madera:

– Entonces ¿tú…así…le amas?

Las palabras sonaron suaves, tiernas:

– No-contestó Alex rápidamente, porque si podía convencer a Josie, entonces seguramente también podría convencerse a sí misma de que lo que sentía por Patrick tenía todo que ver con la pasión y nada con…bueno…con aquello-. Sólo hace un mes.

– No creo que haya un período de gracia-dijo Josie.

Alex decidió que la mejor manera de atravesar aquel campo minado evitando que ambas salieran heridas era hacer como si aquella historia no fuera nada, una aventurilla, un capricho.

– No sabría cómo es eso de estar enamorada aunque me golpeara en la cara-replicó con ligereza.

– No es como en la televisión, donde de repente todo es perfecto.-La voz de Josie descendió hasta que fue apenas un murmullo-. Es más como, en cuanto ocurre, pasarte todo el tiempo consciente de cuántas cosas pueden salir mal.

Alex levantó la mirada hacia ella, petrificada:

– Oh, Josie.

– No pasa nada.

– No quería hacer que tú…

– Déjalo, ¿está bien?-Josie forzó una sonrisa-. No está nada mal, ¿sabes?, para alguien de su edad.

– Es un año más joven que yo-señaló Alex.

– Mi madre, la robabebés.-Josie levantó el plato de crepes y se lo pasó-: Se están enfriando.

Alex agarró el plato:

– Gracias-dijo, pero le sostuvo la mirada a Josie lo suficiente como para que ella se diera cuenta de qué le estaba agradeciendo en realidad.

Justo entonces, Patrick bajó deslizándose con sigilo por la escalera. Al llegar abajo, se volvió para hacerle a Alex una seña con el pulgar hacia arriba.

– Patrick-lo llamó ella-, Josie nos ha hecho crepes.


Selena sabía lo que era políticamente correcto: se supone que no hay diferencia entre los niños y las niñas, pero también sabía que si preguntabas a cualquier madre o maestra de la guardería, te dirían algo distinto, off the record. Esa mañana, ella estaba sentada en un banco de la plaza mirando a Sam intercambiar cubos de arena con un grupo de compañeros, niños tan pequeños como él. Dos niñas hacían como si hornearan pizzas hechas de arena y piedras. El niño al lado de Sam estaba intentando destrozar un camión volquete, golpeándolo con todas sus fuerzas repetidamente contra el marco de madera de la caja de arena.

«No hay diferencia-pensó Selena-. Sí, claro.»

Estaba pensando eso y observando con interés cuando Sam se alejó un poco del niño que tenía al lado y comenzó a imitar a las niñas, tamizando arena en un cubo para hacer un pastel.

Selena sonrió ampliamente, esperando que ése fuera un indicio de que su hijo se rebelaría contra los estereotipos y haría aquello con lo que se sintiera más cómodo. Pero ¿funcionaba así? ¿Podías mirar a un niño y ver en qué se convertiría? A veces, cuando observaba a Sam, podía vislumbrar el adulto que sería algún día: estaba allí, en sus ojos; la cáscara del hombre que crecería y lo habitaría al hacerse mayor. Pero había más que atributos físicos en lo que se podía intuir. ¿Se volverían aquellas niñas amas de casa y madres o empresarias de negocios? ¿El comportamiento destructivo de aquel niño derivaría en una adicción a las drogas o en alcoholismo? ¿Había Peter Houghton empujado a sus compañeros de juegos o pisoteado insectos o hecho algo como niño que hubiera permitido vislumbrar su futuro como asesino?

El niño del camión lo dejó y empezó a cavar, aparentemente hacia China. Sam abandonó lo que estaba horneando para agarrar el vehículo de plástico, pero entonces perdió el equilibrio y se cayó, dándose con la rodilla contra el marco de madera.

Selena se levantó del asiento de un salto, lista para agarrar a su hijo antes de que éste comenzara a berrear. Pero Sam miró a los niños que había a su alrededor, como si se diera cuenta de que tenía público. Y, aunque su carita se frunció y se puso colorada, con un asomo de dolor, no lloró.

Era más fácil para las niñas. Ellas podían decir «Esto duele» o «No me gusta esto» y que la queja fuera aceptable socialmente. Los niños, en cambio, no hablaban ese lenguaje. No lo aprendían de pequeños y tampoco se las arreglaban de adultos para adquirirlo. Selena se acordó del último verano, cuando Jordan había ido a pescar con un viejo amigo cuya esposa acababa de pedirle el divorcio.

– ¿De qué hablaron?-le preguntó ella cuando Jordan regresó a casa.

– De nada-contestó él-. Estuvimos pescando.

Eso no tenía sentido para Selena. Habían estado fuera durante seis horas. Cómo era posible estar sentado junto a alguien en un pequeño bote durante todo ese tiempo y no tener una conversación íntima acerca de cómo estaba llevándolo; si estaba atascado después de semejante crisis; si le preocupaba el resto de su vida.

Selena miraba a Sam, quien ahora tenía el camión en la mano y lo hacía circular por encima de lo que había sido su pizza. El cambio podía llegar así de rápido, ella lo sabía. Pensó en cómo Sam la abrazaría con sus pequeños bracitos alrededor de su cuello y la besaría; cómo correría hacia ella si Selena le extendía los brazos. Pero tarde o temprano él se daría cuenta de que sus amigos no iban de la mano de su madre cuando cruzaban la calle; que no horneaban pizzas y pasteles en el cajón de arena; que, en cambio, ellos construían ciudades y cavaban cuevas. Un día-cuando fuera al instituto, o incluso antes-, Sam comenzaría a encerrarse en su habitación. Rehuiría el contacto con ella. Respondería gruñendo, actuaría con rudeza, sería un hombre.

«Quizá sea nuestra maldita culpa que los hombres sean como son», pensó Selena. Quizá la empatía, como un músculo sin usar, simplemente, se atrofiaba.


Josie le dijo a su madre que había conseguido un trabajo de verano como voluntaria de enseñanza, para ser tutora de chicos de escuela primaria y de matemáticas en el instituto. Le habló de Angie, cuyos padres se habían separado durante el año lectivo y que fallaba en álgebra como una consecuencia indirecta. Le describió a Joseph, un niño con leucemia que había faltado a la escuela a causa del tratamiento, y al que le resultaba difícil entender las fracciones. Cada día durante la cena, su madre le preguntaba por su trabajo y Josie le contaba una historia. El problema era que sólo era eso: una historia, una ficción. Joseph y Angie no existían; y ya puestos, tampoco su trabajo como tutora.

Esa mañana, como cada mañana, Josie se iba de casa. Se subía al autobús y saludaba a Rita, la conductora que venía haciendo esa ruta todo el verano. Cuando los otros pasajeros se bajaban en la parada que estaba más cerca de la escuela, Josie permanecía en su asiento. De hecho no se levantaba hasta la última parada, la que estaba a un kilómetro y medio del cementerio Whispering Pines.

A ella le gustaba estar allí. En el cementerio no tenía que hablar con nadie sin tener ganas. No tenía que hacerlo aunque no le apeteciera. Caminaba por la senda serpenteante, que para entonces le era tan familiar que podría decir, con los ojos cerrados, cuándo el pavimento bajaba un poco y cuándo había que girar hacia la izquierda. Sabía que la hortensia violentamente azul estaba a mitad de camino de la tumba de Matt; que, a unos pocos pasos de distancia de ésta, olía a madreselva.

Ahora había una lápida, un prístino bloque de mármol con el nombre de Matt cuidadosamente grabado. El césped comenzaba a crecer. Josie se sentaba sobre la tierra, que estaba tibia, como si el sol hubiera estado filtrándose y calentándola para cuando llegara ella. Buscó en su mochila y sacó una botella de agua, un emparedado de mantequilla de cacahuete y una bolsa de snacks salados.

– ¿Puedes creer que las clases comienzan ya en un mes?-le dijo a Matt, porque a veces hacía eso. No era que esperara una respuesta de él; sólo que se sentía mejor hablándole después de tantos meses de no hacerlo-. Sin embargo, todavía no inaugurarán la verdadera escuela. Dicen que quizá para el Día de Acción de Gracias, cuando la reconstrucción esté terminada.

Lo que realmente estaban haciendo en la escuela era un misterio; Josie había pasado por delante lo suficiente como para saber que la biblioteca y el gimnasio habían sido demolidos, así como la cafetería. Ella se preguntaba si la administración era tan ingenua como para pensar que, si se deshacían de la escena del crimen, los estudiantes pensarían que el crimen nunca se había cometido.

Había leído en algún lado que los fantasmas dan vueltas alrededor de los emplazamientos físicos; que a veces, pueden aparecerse. Josie no daba demasiado crédito a lo paranormal, pero eso sí lo creía. Ella sabía que había algunos recuerdos de los que, aunque se intentara huir para siempre, nunca se debilitaban.

Josie se recostó, con el cabello desparramado sobre el césped recién crecido.

– ¿Te gusta tenerme aquí?-susurró-. ¿O si pudieras hablar preferirías que me perdiera?

No quería escuchar la respuesta. En realidad, ni siquiera quería pensar en ello. De modo que abrió los ojos tanto como pudo y miró fijamente al cielo, hasta que el azul brillante le escoció en las retinas.


Lacy permaneció en la sección de hombres de Filene’s, tocando trajes de tweed, otros de color azul oscuro y los tejidos de diversas texturas de los sacos sport. Había conducido dos horas hasta Boston para poder elegir la mejor ropa para que Peter la llevara en el juicio. Brooks Brothers, Hugo Boss, Calvin Klein, Ermenegildo Zegna. Había sido fabricada en Italia, Francia, Inglaterra, California. Ella echaba una mirada a la etiqueta del precio, suspiraba, y luego se daba cuenta de que en realidad no importaba. Lo más probable era que ésa fuese la última vez que comprara ropa para su hijo.

Lacy se movía sistemáticamente por la sección masculina. Escogía unos calzoncillos cortos hechos del algodón egipcio más exquisito, un paquete de camisetas blancas Ralph Lauren, calcetines de hilo de Escocia. Encontró unos pantalones de color caqui. Sacó del perchero una camisa oxford azul con botones en el cuello, porque Peter siempre había odiado llevar el cuello asomando de un suéter de cuello cerrado. Y eligió una americana azul, tal como Jordan le había dicho. «Lo quiero vestido como si fuéramos a mandarlo a las entrevistas para la universidad», le había recalcado.

Recordó cómo, cuando Peter tenía alrededor de once años, había desarrollado una aversión a los botones. A priori parecía fácil lidiar con algo así, pero eso eliminaba la mayor parte de los pantalones. Lacy recordaba haber conducido hasta los confines de la tierra para encontrar pantalones de pijama de paño con elástico en la cintura, que pudiesen utilizarse como pantalones de diario. Ella recordaba haber visto a chicos yendo a la escuela con pantalones de pijama hacía tan poco como un año, y preguntándose si Peter habría impuesto la tendencia o si simplemente había ido un poco desincronizado.

Incluso después de que Lacy tuviera todo lo que necesitaba, continuó caminando por la sección de hombres. Tocó un arco iris de pañuelos de seda que se volcaban sobre sus dedos, eligiendo uno que era del color de los ojos de Peter. Revisó los cinturones de cuero-negros, marrones, moteados, de caimán-, y corbatas estampadas con lunares, con flores de lis, con rayas. Escogió un albornoz tan suave que casi la hizo llorar; zapatillas de lana de oveja; un traje de baño rojo cereza. Compró hasta que el peso en sus brazos fue tanto como el de un niño.

– Oh, déjeme ayudarla con eso-le dijo una vendedora, quitándole algunas de las prendas de los brazos y llevándolas al mostrador. Comenzó a doblarlas, una por una-. Sé cómo se siente-dijo, sonriendo comprensivamente-. Cuando mi hijo se fue de casa, pensé que iba a morirme.

Lacy la miró fijamente. ¿Era posible que no fuera la única mujer que hubiera pasado por algo tan horrible? Una vez que lo has pasado, como esa vendedora, ¿podías identificar a otras entre la multitud, como si se tratara de una sociedad secreta formada por las madres cuyos hijos las habían herido en lo más vivo?

– Crees que es para siempre-prosiguió la mujer-, pero hazme caso: cuando regresan a casa por Navidad o durante las vacaciones de verano, y empiezan a comerse todo lo que hay en el refrigerador otra vez, desearías que la universidad durase todo el año.

La cara de Lacy se petrificó:

– Exacto-dijo-. La universidad.

– Tengo una hija en la de New Hampshire, y mi hijo está en Rochester-explicó la vendedora.

– Harvard. Ahí es adonde irá mi hijo.

Habían hablado de eso una vez. A Peter le gustaba más el departamento de informática de Stanford, y Lacy le había tomado el pelo al respecto, diciéndole que ella había tirado todos los folletos de las universidades que estaban al oeste del Mississippi, porque en ellas Peter estaría demasiado lejos.

La prisión estatal estaba cien kilómetros al sur, en Concord.

– Harvard-repitió la vendedora-. Debe de ser un chico listo.

– Lo es-le confirmó Lacy y continuó contándole a la mujer sobre la ida ficticia de Peter a la universidad, hasta que la mentira dejó de saberle a regaliz en la lengua; hasta que casi se la creyó ella misma.


A las tres en punto, Josie se tumbó boca abajo, abrió los brazos y apretó la cara contra el césped. Parecía que estuviera intentando agarrarse a la tierra, lo cual suponía que no estaba muy lejos de la verdad. Inspiró intensamente; en general no olía más que a malas hierbas y a tierra, pero de vez en cuando, cuando había llovido, percibía la esencia de hielo y champú de Matt, como si éste todavía fuera él mismo y estuviera allí mismo, bajo la superficie.

Recogió el envoltorio del emparedado y la botella de agua vacía y los metió en la mochila, luego se dirigió al serpenteante camino que conducía hasta las puertas del cementerio. Un coche obstruía la entrada; sólo dos veces en ese verano Josie había coincidido con un cortejo fúnebre y le había dado una mala sensación en el estómago. Comenzó a caminar más de prisa, con la esperanza de que pasaran después de que ella se hubiese ido y estuviera ya sentada en el autobús cuando comenzara el servicio. Entonces se dio cuenta de que el coche de delante de las puertas no era un coche fúnebre; ni siquiera era negro. Era el mismo coche que estaba a veces en la entrada de su casa, y Patrick estaba apoyado contra él, con los brazos cruzados.

– ¿Qué haces aquí?-preguntó Josie.

– Yo podría preguntar lo mismo.

Ella se encogió de hombros:

– Éste es un país libre.

Josie no tenía nada en realidad contra Patrick Ducharme. Sólo era que la ponía nerviosa; de muchas maneras. No podía mirarlo sin pensar en Aquel Día. Pero ahora tenía que hacerlo, porque él era el amante de su madre (era tan raro decir eso) y, de algún modo, eso era incluso más irritante. Su madre estaba en el séptimo cielo, enamorada, mientras Josie tenía que escabullirse a escondidas para visitar la tumba de su novio.

Patrick se apartó del coche y dio un paso hacia ella:

– Tu madre cree que en estos momentos estás enseñando a dividir.

– ¿Ella te ha pedido que me espiaras?-preguntó Josie.

– Yo prefiero llamarlo vigilancia-corrigió Patrick.

Josie bufó. No quería sonar como una arrogante, pero no podía evitarlo. El sarcasmo era como un terreno obligado; Si Josie lo abanderaba, él podría darse cuenta de que ella estaba cerca de romperse en pedazos.

– Tu madre no sabe que estoy aquí-dijo Patrick-. Quería hablar contigo.

– Voy a perder el autobús.

– Luego te llevaré en coche a donde sea que quieras ir-dijo él, exasperado-. ¿Sabes?, cuando estoy haciendo mi trabajo, paso mucho tiempo deseando mover el reloj hacia atrás, llegar a la víctima de la violación antes de que ocurra, salvar la casa antes de que los ladrones entren. Y sé que es como levantarse en mitad de la noche reviviendo un momento una y otra vez tan vívidamente como si fuese verdad. De hecho, apuesto a que tú y yo revivimos el mismo momento.

Josie tragó. En todos aquellos meses, más allá de todas las conversaciones bienintencionadas que había tenido con médicos y psiquiatras, e incluso con otros chicos de la escuela, nadie había captado, tan sucintamente, cómo se sentía ella. Pero no podía dejar que Patrick supiera eso; no podía admitir su debilidad, incluso aunque tuviera la sensación de que él podía notarla de todos modos.

– No hagas como si tuviéramos algo en común-dijo Josie.

– Pero es que lo tenemos-respondió Patrick. Miró a Josie a los ojos-. Tu madre me gusta. Mucho. Y me encantaría saber que tú lo aceptas.

Josie sintió que la garganta se le cerraba. Intentó recordar a Matt diciéndole lo mucho que le gustaba ella; se preguntó si alguna vez alguien volvería a decirlo.

– Mi madre es mayor. Puede tomar sus propias decisiones acerca de con quién se acues…

– No-la interrumpió Patrick.

– ¿No qué?

– No digas algo que desearás no haber dicho.

Josie dio un paso atrás, con los ojos relucientes.

– Si crees que haciéndote mi amigo vas a ganártela, estás muy equivocado. Más te valdría probar con flores y chocolate. Yo no podría importarle menos.

– Eso no es verdad.

– No has estado suficiente tiempo por aquí como para saberlo, ¿o si?

– Josie-dijo Patrick-, ella te quiere con locura.

Josie sintió que se atragantaba con la verdad, más duro incluso que hablar era tragar.

– Pero no tanto como a ti. Ella es feliz. Es feliz y yo…Yo sé que debería sentirme feliz por ella.

– Pero en cambio estás aquí-dijo Patrick, señalando el cementerio-. Y estás sola.

Josie asintió con la cabeza y rompió a llorar. Se dio la vuelta, avergonzada, y entonces sintió cómo Patrick la abrazaba. Él no dijo nada y, durante ese momento, él incluso le gustó; ninguna palabra en absoluto, ni siquiera una bienintencionada, hubiera bastado ante la inmensidad de su dolor. Se limitó a dejarla llorar hasta que, finalmente, ella dejó de hacerlo, y descansó por un momento contra el hombro de él, preguntándose si aquello era sólo el ojo de la tormenta o su punto final.

– Soy una bruja-susurró-. Estoy celosa.

– Creo que ella lo entendería.

Josie se alejó de él y se enjugó los ojos.

– ¿Vas a decirle que vengo aquí?

– No.

Josie levantó la mirada hacia él, sorprendida. Ella hubiera dicho que él estaría del lado de su madre.

– Te equivocas, ¿sabes?-dijo Patrick.

– ¿Acerca de qué?

– De estar sola.

Josie echó un vistazo hacia la colina. Desde allí no podía verse la tumba de Matt, pero sin embargo estaba allí; exactamente como todo lo demás sobre Aquel Día.

– Los fantasmas no cuentan.

Patrick sonrió:

– Las madres sí.

Cuando le abrió la puerta del coche, Josie se zambulló adentro. Mientras Patrick daba la vuelta hacia el asiento del conductor, ella pensó en lo que había dicho acerca de su trabajo. Se preguntó cómo se sentiría si supiera que, esa vez, había llegado justo a tiempo.


Lo que Lewis más odiaba era el sonido de las puertas de metal cerrándose. Apenas importaba que, al cabo de treinta minutos, él pudiera irse de allí. Lo que importaba era que los presos no podían. Y uno de esos presos era el mismo chico al que había enseñado a montar en bicicleta sin las ruedas de equilibrio; el mismo cuyo pisapapeles de la guardería todavía estaba en su escritorio; el mismo de quien había presenciado su primera respiración.

Sabía que para Peter sería un impacto verle. ¿Cuántos meses había estado diciéndose a sí mismo que ésa sería la semana en que haría acopio de valor para ir a ver a su hijo a la cárcel, sólo para encontrar otro recado que hacer u otro artículo para leer? Pero en cuanto el funcionario abrió la puerta e hizo pasar a Peter a la sala de visitas, Lewis se dio cuenta de que había subestimado el impacto que sería para él ver a Peter.

Estaba más grande. Quizá no más alto pero sí más ancho. Sus hombros llenaban la camiseta; sus brazos habían ganado músculo. Su piel parecía translúcida, casi azul debajo de aquella luz poco natural. Sus manos no paraban de moverse, tenían como un tic nervioso cuando las tenía junto al cuerpo, y luego, cuando se sentó, a los lados de la silla.

– Bueno-dijo Peter-, qué cuentas.

Lewis había ensayado seis o siete discursos, explicaciones de por qué no había sido capaz de ir a ver a su hijo, pero cuando lo vio sentarse allí, sólo dos palabras salieron de su boca:

– Lo siento.

La boca de Peter hizo una mueca:

– ¿Qué cosa? ¿Haberme fallado durante seis meses?

– Yo he estado pensando-admitió Lewis-que más bien han sido dieciocho años.

Peter se apoyó en el respaldo de la silla, mirando a Lewis fijamente. Éste se forzó a su vez para no apartar la vista. Sintió que los huesos se le aflojaban, que los músculos se le relajaban. Hasta ese momento no había sabido en realidad qué esperar de Peter. Él podía razonar consigo mismo todo lo que quisiera y asegurar que una disculpa siempre sería aceptada; podía recordarse a sí mismo que él era el padre, el que estaba a cargo; pero todo eso era demasiado duro de recordar cuando estabas sentado en la sala de visitas de una prisión, con una mujer a tu izquierda que intentaba jugar con los pies de su amante a través de la línea roja de separación y un hombre a tu derecha que estaba maldiciendo con una sarta de insultos.

La sonrisa en el rostro de Peter se hizo más tosca, se transformó en una mueca de desprecio:

– Que te den-le escupió-. Que te den por venir aquí. No te importo una mierda. No quieres decirme que lo sientes. Sólo quieres escucharte diciéndolo. Estás aquí por ti, no por mí.

Lewis sentía su cabeza como si la tuviera llena de piedras. Se inclinó hacia adelante, su cuello era incapaz de seguir sosteniendo el peso, hasta que apoyó la frente en las manos.

– No puedo hacer nada, Peter-susurró-. No puedo trabajar, no puedo comer, no puedo dormir.-Entonces levantó el rostro-. Los nuevos estudiantes están llegando al campus justo ahora. Los miro por mi ventana; señalan los edificios o van por la calle principal, o escuchando a las guías que los llevan a través del patio, y pienso en cuánto esperaba que hiciéramos eso mismo contigo.

Unos años atrás, después de que Joey naciera, Lewis había escrito un artículo sobre el aumento exponencial de la felicidad: los momentos en que el cociente cambiaba a saltos y brincos después de un incidente que lo estimulara. La conclusión a la que había llegado era que el resultado era variable, no basado en el evento que causaba la felicidad sino más bien en el estado en que uno estaba cuando ocurría. Por ejemplo, el nacimiento de un hijo era una cosa cuando estabas felizmente casado y planeabas formar una familia, y otra completamente distinta si tenías dieciséis años y habías dejado embarazada a una chica. El tiempo frío era perfecto si estabas de vacaciones esquiando, pero decepcionante si estabas disfrutando de una semana en la playa. Un hombre que hubiera sido rico una vez, en medio de una depresión económica se sentiría delirantemente feliz con un dólar; un cheff podría comer gusanos si estuviera encallado en una isla desierta. Un padre que había esperado que su hijo fuera estudioso, tuviera éxito y fuera independiente podría, en otras circunstancias, simplemente ser feliz con que estuviera sano y salvo, porque así podría decirle al chico que nunca había dejado de quererle.

– Pero ya sabes lo que se dice de la universidad-prosiguió Lewis, sentándose un poco más erguido-. Que está sobreestimada.

Sus palabras sorprendieron a Peter.

– Todos esos padres, aflojando más de cuarenta mil al año-dijo, sonriendo débilmente-, y yo aquí, sacándole el máximo provecho a nuestros impuestos.

– ¿Qué más podría pedir un economista?-bromeó Lewis, aunque no era divertido; nunca sería divertido. Pero se dio cuenta de que también era una especie de felicidad: podía decir algo, hacer algo, para mantener a su hijo sonriendo de aquella manera, como si hubiera algo por lo que sonreír, incluso aunque cada palabra hiciera que él se sintiera como si tragara cristales.


Patrick estaba repantigado en la silla y con los pies cruzados ante la mesa de la fiscal, mientras Diana Leven examinaba los informes que habían llegado de balística días después del tiroteo, en preparación del testimonio de él en el juicio.

– Había dos escopetas que nunca fueron usadas-explicó Patrick-, y dos revólveres combinados, ambos Glock 17, que fueron registrados por un vecino de la casa de delante. Un policía retirado.

Diana le echó un vistazo por encima de los papeles.

– Adorable.

– Sí. Bueno, ya conoces a los policías. ¿Qué objetivo tiene poner el arma en un armario cerrado con llave si tienes que recurrir a ella rápidamente? De todos modos, el arma A es la que se usó para todos los disparos, las estrías de las balas que recuperamos coincidían con ésa. El arma B fue disparada, según balística, pero no se recuperaron balas que coincidieran con su cañón. Esa arma fue encontrada, atascada, en el suelo del vestuario. Houghton todavía empuñaba el arma A cuando fue detenido.

Diana se recostó sobre su silla, con los dedos cruzados delante del pecho.

– McAfee va a preguntarte por qué Houghton había sacado el arma B en el vestuario, si el arma A había funcionado tan espléndidamente hasta ese momento.

Patrick se encogió de hombros.

– Tal vez la usó para dispararle a Royston en el pecho y, cuando se atascó, volvió al arma A. O quizá más simple que eso. A partir del hecho de que la bala del arma B no fue recuperada, es posible que fuera el primer tiro disparado. Se atascó, el chico cambió al arma A y guardó el arma atascada en su bolsillo…y después, al final de su ronda asesina, o bien la descartó o se le cayó por accidente.

– O. Odio esa palabra. Una sola letra y tiene todos los requisitos de la duda razonable.

Se calló al oír que llamaban a la puerta; su secretaria asomó la cabeza.

– Su cita de las dos está aquí.

Diana se volvió hacia Patrick:

– Estoy preparando a Drew Girard para que testifique. ¿Por qué no te quedas?

Éste asintió y retiró su silla a uno de los lados de la sala para dejarle a Drew el lugar enfrente de la fiscal. El chico entró, llamando con un golpe suave.

– ¿Señora Leven?

Diana salió de detrás de su escritorio.

– Drew. Gracias por venir.-Señaló a Patrick con un gesto-. ¿Recuerdas al detective Ducharme?

Drew asintió con la cabeza. Patrick observó los pantalones ceñidos del muchacho, su camiseta cerrada, sus modales. Aquél no era el impertinente muchachote, estrella de hockey, que había sido descrito por los estudiantes durante las investigaciones de Patrick, pero por otra parte, Drew había visto cómo asesinaron a su mejor amigo: él mismo había recibido un disparo en el hombro. Cualquiera que fuese el mundo sobre el que reinaba como amo y señor, ahora había desaparecido.

– Drew-dijo Diana-, te hemos pedido que vinieras porque tienes una citación, y eso significa que testificarás en algún momento de la semana que viene. Ya te diremos cuándo, cuando se acerque el momento…pero, por ahora, quería asegurarme de que no estuvieras nervioso por tener que ir a la corte. Hoy repasaremos algunas de las cosas acerca de las que se te preguntará y cómo funciona el procedimiento. Si tienes alguna pregunta, nos la haces, ¿de acuerdo?

– Sí, señora.

Patrick se inclinó hacia él:

– ¿Cómo está el hombro?

Drew se volvió para mirarle a la cara, flexionando inconscientemente esa parte del cuerpo.

– Todavía tengo que hacer terapia física y esas cosas, pero está mucho mejor. Excepto…-su voz se apagó.

– ¿Excepto qué?-preguntó Diana.

– Echaré de menos la temporada de hockey todo este año.

Diana se encontró con la mirada de Patrick; aquello era compasión por un testigo.

– ¿Crees que podrás volver a jugar luego?

Drew resopló:

– Los médicos dicen que no, pero yo creo que se equivocan-dudó-. Este año soy senior, y contaba con una beca deportiva para ir a la universidad.

Hubo un silencio incómodo, en el que ninguno reconoció el coraje de Drew, ni la verdad.

– Entonces, Drew-prosiguió Diana-, cuando subas al estrado, comenzaré por preguntarte tu nombre, dónde vives y si estabas en la escuela ese día.

– Está bien.

– Vamos a ensayar un poquito, ¿de acuerdo? Cuando llegaste a la escuela esa mañana, ¿cuál fue tu primera clase?

Drew se sentó un poco más recto.

– Historia americana.

– ¿Y la segunda?

– Inglés.

– ¿Adónde fuiste después de la clase de inglés?

– Tenía la tercera hora libre y la mayoría de la gente con clases libres se va a la cafetería.

– ¿Es allí adonde fuiste?

– Sí.

– ¿Había alguien contigo?-continuó Diana.

– Fui solo, pero cuando llegué allí, me encontré con un grupo de gente.-Miró a Patrick-. Amigos.

– ¿Cuánto tiempo estuviste en la cafetería?

– No lo sé, ¿media hora, quizá?

Diana asintió con la cabeza.

– ¿Qué pasó luego?

Drew bajó la mirada hacia sus pantalones y siguió la raya con el pulgar.

Patrick se dio cuenta de que estaba temblando.

– Estabamos todos, ya sabe, hablando…y entonces oí un estruendo realmente grande.

– ¿Podías decir de dónde venía el sonido?

– No. No sabía qué era.

– ¿Viste algo?

– No.

– Entonces-preguntó Diana-, ¿qué hiciste al oírlo?

– Bromeé-dijo Drew-. Dije que probablemente fuera la comida de la escuela incendiándose. «Oh, finalmente, esa hamburguesa con queso radiactiva», algo así.

– ¿Te quedaste en la cafetería después del estruendo?

– Sí.

– ¿Y luego?

Drew bajó la mirada hacia sus manos.

– Se oyó un sonido como de petardos. Antes de que nadie pudiera imaginar qué era, Peter entró en la cafetería. Llevaba una mochila y sostenía un arma; comenzó a disparar.

Diana levantó la mano.

– Una pequeña pausa, Drew…Cuando estés en el estrado y digas eso, te pediré que mires al acusado y lo identifiques para el registro. ¿Entendido?

– Sí.

Patrick se dio cuenta de que no veía el tiroteo del modo en que habría visto cualquier otro crimen. Ni siquiera lo visualizaba, a pesar de la escalofriante cinta de vídeo de la cafetería que había visto. Se imaginaba a Josie-una de las amigas de Drew-sentada a una larga mesa, oyendo aquellos petardos, sin imaginarse en absoluto lo que vendría después.

– ¿Cuánto tiempo hacía que conocías a Peter?-preguntó Diana.

– Ambos crecimos en Sterling. Habíamos ido a la misma escuela desde siempre.

– ¿Eran amigos?

Drew sacudió la cabeza.

– ¿Enemigos?

– No-contestó-. No éramos enemigos, en realidad.

– ¿Alguna vez habías tenido problemas con él?

Drew levantó la mirada:

– No.

– ¿Alguna vez te habías metido con él?

– No, señora.

Patrick sintió que sus manos se cerraban como puños. Él sabía, por las entrevistas que había hecho a cientos de chicos, que Drew Girard había encerrado a Peter Houghton en los casilleros; que le había hecho tropezar cuando bajaba la escalera; que le había escupido en el pelo. Ninguna de esas cosas justificaba lo que había hecho Peter, pero aun así…Había un chico pudriéndose en la cárcel; había diez personas descomponiéndose en sus tumbas, había docenas en rehabilitación y cirugía correctiva; había cientos-como Josie-que todavía no podían pasar un día sin romper a llorar; había padres-como Alex-que confiaban en que Diana hiciera justicia en su nombre. Y aquel pequeño imbécil estaba mintiendo con toda la boca.

Diana levantó la vista de sus notas y miró fijamente a Drew:

– Así, si se te pregunta bajo juramento si alguna vez te habías metido con Peter, ¿cuál sería tu respuesta?

Drew la miró, y su arrojo se desvaneció lo suficiente como para que Patrick se diera cuenta de que estaba muerto de miedo de que supieran más de lo que admitían ante él. Diana echó una mirada a Patrick y dejó caer su lápiz. Ésa era toda la invitación que él necesitaba; saltó de su asiento en un instante, agarrando a Drew Girard por la garganta.

– Escucha, pequeño imbécil-dijo Patrick-. No la cagues en esto. Sabemos lo que le hacías a Peter Houghton. Sabemos que eras uno de los principales. Hay diez víctimas muertas, dieciocho más cuyas vidas nunca serán como pensaban que serían y muchas familias en esta comunidad que nunca van a dejar de llorar tantas pérdidas que ni siquiera puedo contarlas. No sé cuál es tu plan aquí, si quieres jugar al niño del coro para proteger tu reputación o si sólo tienes miedo de decir la verdad, pero créeme, si subes a ese estrado a testificar y mientes sobre tus acciones del pasado, me aseguraré de que termines en la cárcel por obstrucción a la justicia.-Soltó a Drew, y se dio la vuelta, mirando fijamente por la ventana de la oficina de Diana.

Él no tenía autoridad para arrestar a Drew por nada, ni siquiera si cometía perjurio, ni mucho menos para mandarlo a la cárcel, pero el chico no lo sabía. Y quizá bastaba con asustarle para que se comportase. Con una profunda respiración, Patrick se inclinó y recogió el lápiz que Diana había dejado caer, alcanzándoselo.

– Ahora deja que te pregunte de nuevo, Drew-dijo suavemente ella-, ¿alguna vez te has metido con Peter Houghton?

Drew echó un vistazo a Patrick y tragó. Luego abrió la boca y comenzó a hablar.


– Es lasaña a las brasas-anunció Alex después de que Patrick y Josie hubieran dado cada uno su primer bocado-. ¿Qué les parece?

– No sabía que la lasaña pudiese asarse-dijo Josie con cautela. Y comenzó a separar la pasta del queso, como si estuviera diseccionándola.

– ¿Cómo es eso, exactamente?-preguntó Patrick, alcanzando la jarra de agua para volverse a llenar el vaso.

– Era lasaña normal. Pero algunos de los rellenos se desparramaron por el horno y empezó a salir humo…Estaba a punto de comenzar de nuevo, pero entonces me di cuenta de que sólo agregando una cosa, carbón, cambiaría el sabor de la mezcla.-Esbozó una sonrisa-. Ingenioso, ¿verdad? Quiero decir, miré en todos los libros de cocina, Josie, y esto nunca se ha hecho antes, hasta donde puedo asegurar.

– ¡Fíjate!-dijo Patrick y tosió en su servilleta.

– En realidad me gusta cocinar-dijo Alex-. Me gusta escoger una receta y, ya sabes, irme por la tangente para ver qué ocurre.

– Las recetas son un poco como las leyes-respondió Patrick-. Puede que sea mejor intentar ceñirse a ellas, antes de cometer una felonía…

– No tengo hambre-dijo Josie de repente. Alejó su plato, se puso de pie y subió corriendo la escalera.

– El juicio comienza mañana-dijo Alex, a modo de explicación, y fue detrás de Josie, sin ni siquiera excusarse. Sabía que Patrick lo entendería. Josie había cerrado la puerta de golpe y subido el volumen de la música; no tendría sentido golpear. Giró el pomo de la puerta y entró, se llegó al estéreo para bajar el volumen.

Josie estaba acostada boca abajo en su cama, con la almohada sobre la cabeza. Cuando Alex se sentó en el colchón a su lado, ella no se movió.

– ¿Quieres hablar de eso?-preguntó Alex.

– No-dijo Josie, con la voz apagada.

Alex se tendió y le quitó la almohada de la cabeza.

– Inténtalo.

– Es sólo que, Dios, mamá, ¿qué pasa conmigo? Es como si el mundo hubiera comenzado a girar otra vez para todos los demás, pero yo ni siquiera pudiera volver a subirme a la calesita. Incluso ustedes dos. Ambos deben estar pensando en el juicio como locos, pero aquí están, riendo y sonriendo como si pudieran sacar lo que ocurrió y lo que pasará fuera de sus cabezas, mientras que yo no puedo no pensar en eso cada uno de los segundos que estoy despierta.-Josie levantó la mirada hacia Alex con los ojos llenos de lágrimas-: Todo el mundo ha salido adelante. Todo el mundo menos yo.

Alex puso la mano en el brazo de Josie y lo frotó. Podía recordar el examen físico de neonatología de Josie, después de que naciera-de que de algún modo, de la nada, ella hubiera creado aquella minúscula, cálida, encogida, impecable criatura-. Había pasado horas en su cama, con Josie al lado de ella, tocándole su piel de bebé, sus deditos de los pies como saquitos, el pulso de su fontanela.

– Una vez-dijo Alex-, cuando estaba trabajando como defensora de oficio, el cuatro de julio, un tipo de la oficina organizó una fiesta para todos los abogados y sus familias. Yo te llevé, aunque sólo tenías unos tres años. Había fuegos artificiales y yo desvié la mirada un segundo para verlos; cuando volví a mirar, tú te habías ido. Comencé a gritar y alguien se dio cuenta de que yacías en el fondo de la piscina.

Josie se sentó, fascinada por una historia que nunca antes había oído.

– Me lancé y te saqué fuera; te hice la respiración boca a boca y tú escupiste. Ni siquiera podía hablar de lo asustada que estaba. Pero tú reviviste peleando y furiosa conmigo. Me dijiste que estabas buscando sirenas y que yo te había interrumpido.

Metiendo las rodillas debajo de su mentón, Josie sonrió un poco.

– ¿En serio?

Alex asintió con la cabeza.

– Te dije que la próxima vez tenías que llevarme contigo.

– ¿Hubo una próxima vez?

– Bueno, dímelo tú-replicó Alex, y ella dudó-. No necesitas agua para sentir que estás ahogándote, ¿o sí?

Cuando Josie sacudió la cabeza, las lágrimas se dispersaron. Se levantó, colocándose dentro del abrazo de su madre.

– No estás sola en esto-dijo Alex: una promesa para Josie, un voto para sí misma.


Aquello, Patrick lo sabía, sería su ruina. Por segunda vez en su vida, estaba acercándose tanto a una mujer y a su hija que se olvidaba de que realmente él no formaba parte de la familia. Miró la mesa, con los restos de la horrible cena de Alex y comenzó a vaciar los platos intactos.

La lasaña a las brasas se había enfriado en su fuente, un ladrillo ennegrecido. Apiló los platos en el fregadero y abrió el grifo del agua caliente; luego agarró un trapo y comenzó a fregar.

– Oh, Dios mío-dijo Alex detrás de él-: Realmente eres el hombre perfecto.

Patrick se dio la vuelta, con las manos todavía enjabonadas.

– Ni de lejos.-Siguió con los platos-. ¿Josie está…?

– Está bien. Estará bien. O al menos ambas seguiremos diciéndolo hasta que sea cierto.

– Lo siento, Alex.

– ¿Y quién no?-Ella se sentó en una silla de la cocina, con una pierna a cada lado, y apoyó la mejilla en el respaldo-. Mañana iré al juicio.

– No esperaba menos.

– ¿Realmente crees que McAfee puede conseguir que lo absuelvan?

Patrick dobló el paño de cocina y lo dejó junto al fregadero, luego se acercó a Alex. Se arrodilló frente a la silla y quedó mirándola desde el otro lado de las varillas verticales, como si ella estuviera atrapada en una celda de prisión.

– Alex-dijo-, ese chico entró a la escuela como si estuviera llevando a cabo el plan de una batalla. Comenzó en el estacionamiento, colocando una bomba para distraer. Dio la vuelta hasta la fachada de la escuela y le disparó a una chica en los escalones. Fue a la cafetería, disparó a un grupo de chicos, asesinó a algunos de ellos y luego se sentó a comer un maldito tazón de cereales antes de seguir con su excursión de asesinatos. No veo cómo, presentado con ese tipo de pruebas, un jurado podría sobreseer los cargos.

Alex lo miraba fijamente:

– Dime una cosa…¿por qué Josie tuvo suerte?

– Porque está viva.

– No, quiero decir, ¿por qué está viva? Ella estaba en la cafetería y en el vestuario. Vio gente morir a su alrededor. ¿Por qué Peter no le disparó a ella?

– No lo sé. Hay en todo eso un montón de cosas que no entiendo. Algunas de ellas…bueno, son como el tiroteo. Y otras…-Cubrió la mano de Alex con la suya y tomó una de las varillas de la silla-. Otras no lo son.

Alex lo miró y Patrick recordó otra vez que haberla conocido-estar con ella-era como el primer azafrán de primavera que veías en la nieve. Justo cuando te habías hecho a la idea de que el invierno duraría para siempre, aquella belleza inexplicable te tomaba por sorpresa; y si no apartabas los ojos de ella, si seguías mirándola, el resto de la nieve se derretiría de una u otra forma.

– Si te pregunto una cosa, ¿serás honesto conmigo?-preguntó Alex.

Patrick asintió con la cabeza.

– Mi lasaña no era muy buena, ¿verdad?

Él le sonrió a través de los listones de la silla.

– No menosprecies tu trabajo del día-dijo.


En mitad de la noche, Josie seguía sin poder dormir. Se levantó de la cama y fue a recostarse en el césped de delante de la casa. Miró fijamente al cielo, que en ese momento de la noche se veía tan bajo, que casi parecía que las estrellas fueran a pincharle la cara. Allí fuera, sin su habitación cayéndosele encima, casi era posible creer que cualesquiera que fuesen los problemas que tuviera, eran minúsculos en el gran esquema del universo.

Al día siguiente, Peter Houghton iba a ser juzgado por diez asesinatos. Tan sólo esa idea-la del último asesinato-hacía que Josie se descompusiera. Ella no podía acudir al juicio, por mucho que lo deseara, porque estaba en una estúpida lista de testigos. En cambio, estaba aislada, una extravagante palabra para definir el ser mantenido sin información.

Josie respiró profundamente y pensó en la clase de ciencias sociales en la que les habían enseñado que alguien-¿los esquimales, quizá?-creía que las estrellas eran huecos en el cielo por los que la gente que había muerto podía mirarte. Se suponía que era consolador, pero para Josie era un poco espeluznante, como si la estuvieran espiando.

Le hizo pensar también en un chiste realmente tonto sobre un tipo que va caminando junto a la valla de un manicomio y oye unas voces dentro que corean: «¡Diez ¡Diez! ¡Diez!» Va a espiar por un hueco que hay en la valla para ver de qué se trata y entonces le dan en el ojo con un palo. A continuación los pacientes gritan: «¡Once! ¡Once! ¡Once!»

Matt le había contado ese chiste.

Puede que ella incluso se hubiese reído.

Eso es lo que los esquimales no dicen: las personas que están del otro lado tienen que tomarse la molestia de observarte. Pero tú puedes verlos en cualquier momento. Lo único que tienes que hacer es cerrar los ojos.


La mañana del juicio de su hijo por asesinato, Lacy escogió una falda negra de su armario, a conjunto con una blusa negra y medias negras. Se vistió como si se dirigiera a un funeral, aunque quizá eso no fuera tan desacertado. Rasgó tres pares de medias porque las manos le temblaban y finalmente se decidió a salir sin ellas. Al final del día, los zapatos le habrían rozado tanto que tendría ampollas en los pies. Lacy pensó que quizá eso fuera algo bueno; quizá entonces podría concentrarse en ese dolor concreto y material.

No sabía dónde estaba Lewis; ni siquiera si iba a ir al juicio. En realidad, no habían hablado desde el día en que ella lo siguió hasta el cementerio. Después de eso, él dormía en la habitación de Joey. Ninguno de los dos había vuelto a entrar en la de Peter.

Pero esa mañana, Lacy se obligó a sí misma a girar a la izquierda en lugar de a la derecha en el rellano y abrió la puerta de esa habitación. Después de que la policía se fuera, ella había devuelto al lugar un orden aparente, diciéndose a sí misma que no quería que Peter volviera a casa y se encontrara con una habitación saqueada. Todavía había huecos: el escritorio parecía desnudo sin su computadora; los estantes de los libros se veían medio vacíos. Ella se dirigió a uno de ellos y agarró un libro en rústica. El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. Peter estaba leyéndolo para la clase de inglés cuando fue arrestado. Se preguntó si habría tenido tiempo de terminarlo.

Dorian Gray tenía un retrato que envejecía y se hacía desagradable mientras él permanecía joven y con apariencia inocente. Quizá la madre silenciosa y reservada que testificaría en el juicio de su hijo tendría un retrato en algún lado devastado por la culpa, con el color distorsionado. Quizá la mujer de ese retrato fuera capaz de llorar y gritar, de romperse, de agarrar a su hijo por los hombros y decirle «¿Qué has hecho?».

Se sobresaltó al oír que alguien abría la puerta. Lewis estaba en el umbral, con el traje que reservaba para conferencias y graduaciones universitarias. Sostenía una corbata de seda azul en la mano sin decir nada.

Lacy tomó la corbata y se la puso alrededor del cuello, tiró suavemente para colocarle el nudo en su lugar y le bajó el cuello de la camisa. Mientras lo hacía, Lewis le agarró la mano y ya no se la soltó.

En realidad, no había palabras para momentos como aquél; en los que te das cuenta de que has perdido a un hijo y el otro está fuera de tu alcance. Con la mano de Lacy todavía aferrada, Lewis la sacó de la habitación de Peter y cerró la puerta detrás de ellos.


A las seis de la mañana, cuando Jordan bajó sigilosamente la escalera para leer sus notas y prepararse para el juicio, encontró un cubierto puesto en la mesa: un tazón, una cuchara y una caja de cereales de coco; con lo que siempre empezaba la batalla. Con una amplia sonrisa-Selena debía de haberse levantado de madrugada para preparar aquello, ya que ambos se habían ido a dormir juntos por la noche-, tomó asiento y se sirvió una generosa cantidad; luego fue al refrigerador a por la leche.

Una nota en un post-it estaba pegada al envase. BUENA SUERTE.

En cuanto Jordan empezó a comer, sonó el teléfono. Lo atendió. Selena y el bebé todavía estaban dormidos.

– ¿Hola?

– ¿Papá?

– Thomas-dijo-, ¿qué haces levantado a esta hora?

– Bueno, es que no me he acostado todavía.

Jordan sonrió:

– Ah, ser joven y universitario otra vez.

– Sólo llamaba para desearte buena suerte. Comienza hoy, ¿no?

Bajó la mirada hacia sus cereales y de repente recordó la filmación tomada por la cámara de vídeo de la cafetería del Instituto Sterling: Peter sentado igual que él para comerse un tazón de cereales, con estudiantes muertos a sus pies. Jordan apartó el tazón.

– Sí-dijo-, así es.


El guardián abrió la celda de Peter y le extendió una pila de ropa doblada.

– Hora del baile, Cenicienta-dijo.

Peter esperó hasta que se hubiese ido. Sabía que su madre la había comprado para él; incluso había dejado las etiquetas, para que viese que no provenían del armario de Joey. Eran lujosas, el tipo de prendas que se llevaban en los partidos de polo; no es que hubiera visto nunca ninguno.

Peter se quitó el atuendo y se puso los calzoncillos y los calcetines. Se sentó en su litera para ponerse los pantalones, que eran un poco estrechos de cintura. Se abrochó mal la camisa la primera vez y tuvo que hacerlo de nuevo. No sabía cómo anudarse correctamente la corbata. La enrolló y se la metió en el bolsillo para que Jordan le ayudase.

En la celda no había espejo, pero Peter imaginó que ahora debía de parecer normal. Si se lo trasladara desde aquella prisión a una calle abarrotada de Nueva York o a las gradas de un campo de fútbol, la gente probablemente no lo miraría dos veces; no se darían cuenta de que, debajo de toda aquella lana fría y aquel algodón egipcio había alguien que nunca imaginarían. O, en otras palabras, nada había cambiado.

Estaba a punto de abandonar la celda cuando se dio cuenta de que no le habían dado un chaleco antibalas, como para la comparecencia. Probablemente no sería porque fuera menos odiado ahora; más bien habría sido un descuido. Abrió la boca para preguntarle al guardia por el chaleco, pero la cerró de golpe.

Quizá, por primera vez en su vida, Peter tuviera suerte.


Alex se vistió como si fuera a trabajar, cosa que era cierta, sólo que no como jueza. Se preguntó cómo sería sentarse en un tribunal como un civil. Se preguntó si la sufriente Lacy de la comparecencia estaría allí.

Sabía que sería duro asistir a ese juicio y se daría cuenta de nuevo de lo cerca que había estado de perder a Josie. Alex fingiría escuchar porque era su trabajo; cuando estaría escuchando porque tenía que hacerlo. Un día, Josie recordaría, y entonces necesitaría a alguien en quien apoyarse; y dado que Alex no había estado allí la primera vez para protegerla, tenía que resistir ahora como testigo.

Bajó de prisa la escalera y encontró a Josie sentada a la mesa de la cocina, vestida con una falda y una blusa.

– Voy a ir-anunció.

Era un déjà vu. Exactamente lo mismo que había pasado el día de la primera comparecencia, con la excepción de que parecía que de eso hacía mucho tiempo, y ella y Josie eran personas muy diferentes de las de entonces. Ahora, Josie estaba en la lista de testigos de la defensa, y no había recibido una citación, lo que significaba que no tenía que estar en el tribunal durante el juicio.

– Sé que no puedo estar en la sala, pero Patrick también está aislado, ¿no?

La última vez que Josie había pedido ir al tribunal, Alex se opuso de lleno. Esta vez, sin embargo, se sentó frente a su hija.

– ¿Tienes idea de cómo va a ser? Habrá cámaras, muchas. Y chicos en sillas de ruedas. Y padres enojados. Y Peter.

La mirada de Josie cayó en su regazo como una piedra.

– Otra vez estás intentando evitar que vaya.

– No, estoy intentando evitar que salgas herida.

– No salí herida-dijo Josie-. Por eso es por lo que tengo que ir.

Cinco meses antes, Alex había tomado la decisión por su hija. Ahora, ella sabía que Josie merecía hablar por sí misma.

– Te veré en el coche-dijo con calma. Mantuvo esa máscara hasta que Josie cerró la puerta detrás de sí; luego se encerró en el baño de arriba y vomitó.

Tenía miedo de que revivir el tiroteo, incluso a distancia, hiciera que Josie se alterase y eso retrasara su recuperación. Pero lo que más le preocupaba era que, por segunda vez, ella fuera incapaz de proteger a su hija y evitar que saliera herida.

Alex apoyó la frente contra el frío borde de porcelana de la bañera. Luego se puso de pie, se lavó los dientes y se refrescó la cara con agua. Se dio prisa para llegar al coche, donde su hija ya estaba esperando.


Como la niñera había llegado tarde, Jordan y Selena se encontraron luchando contra la multitud en los escalones del tribunal. Selena sabía que sería así, pero todavía no estaba preparada para las hordas de periodistas, las camionetas de las televisiones, los curiosos sosteniendo las cámaras de sus teléfonos móviles para captar una toma rápida del tumulto.

Jordan era hoy el villano. La gran mayoría de los espectadores eran de Sterling y, dado que Peter era trasladado al tribunal por un túnel subterráneo, a Jordan le tocaba el papel de chivo expiatorio sustitutivo.

– ¿Cómo duermes de noche?-le gritó una mujer mientras Jordan apuraba el paso por los escalones, junto a Selena. Otra sostenía un cartel que decía: «TODAVÍA HAY PENA DE MUERTE EN NEW HAMPSHIRE».

– Oh, Dios-dijo Jordan en un susurro-. Esto será divertido.

– Todo saldrá bien-respondió Selena.

Pero él se detuvo. Un hombre, de pie en los escalones, sostenía un póster con dos grandes fotos montadas una junto a otra: una de una chica y otra de una bella mujer. Kaitlyn Harvey. Selena la reconoció. Encima del cartel dos palabras: DIECINUEVE MINUTOS.

Jordan se encontró con la mirada del hombre. Selena sabía lo que él estaba pensando: que aquél podría ser él; que también él tenía mucho que perder.

– Lo siento-murmuró Jordan y Selena enroscó su brazo alrededor del de él y lo llevó otra vez a la escalera.

Sin embargo, allí había una multitud diferente. Llevaban camisetas amarillo fluorescente con las letras VAA y coreaban:

– Peter, no estás solo. Peter, no estás solo.

Jordan se acercó a ella.

– ¿Qué cuernos es esto?

– Las Víctimas de Acoso de América.

Jordan sonrió por primera vez desde que comenzó a conducir hacia el tribunal.

– ¿Y los has encontrado para nosotros?

Selena le apretó el brazo con firmeza.

– Puedes agradecérmelo después-dijo.


Su cliente parecía que fuera a desmayarse. Jordan asintió con la cabeza al asistente, que le dejó entrar en la celda en la que Peter era mantenido en el tribunal y entonces se sentó.

– Respira-le ordenó.

Peter asintió con la cabeza y se llenó de aire los pulmones. Estaba temblando. Jordan lo esperaba; lo había visto desde el comienzo en cada juicio en el que había participado. Incluso el criminal más endurecido, de repente era presa del pánico cuando se daba cuenta de que aquél era el día en que su vida estaba en la cuerda floja.

– Tengo algo para ti-dijo Jordan, y sacó un par de anteojos de su bolsillo.

Eran gruesas, con montura de carey y con un cristal de culo de botella; muy diferentes de las metálicas finitas como un cable que Peter usaba normalmente.

– No…-dijo Peter y luego su voz se quebró-: No necesito unas nuevas.

– Bueno, póntelas de todos modos.

– ¿Por qué?

– Porque nadie dejará de notarlas-contestó Jordan-. Quiero que parezcas alguien que nunca, ni en un millón de años, vería lo bastante como para dispararle a diez personas.

Las manos de Peter se enroscaron alrededor del borde metálico del banco.

– Jordan, ¿qué va a ocurrirme?

Había algunos clientes a los que había que mentirles, sólo así lograrían soportar el juicio. Pero, llegados a ese punto, Jordan pensó que Peter merecía la verdad.

– No lo sé, Peter. No tenemos un gran caso, con todas las pruebas que hay en tu contra. La probabilidad de que seas sobreseído es escasa; pero así y todo, yo haré todo lo que pueda, ¿de acuerdo?-Peter asintió con la cabeza-. Lo que quiero es que intentes estar tranquilo ahí fuera. Que parezcas patético.

Peter bajó la cabeza, con la cara distorsionada. «Sí, exactamente así», pensó Jordan, y entonces se dio cuenta de que Peter estaba llorando.

Jordan se dirigió hacia la puerta de la celda. Aquél, también era un momento familiar para él como abogado defensor. Jordan normalmente dejaba que su cliente recibiera ese golpe final en privado, antes de entrar al tribunal. No formaba parte de su negocio y, a decir verdad, para Jordan, todo se reducía al negocio. Pero oía a Peter sollozando detrás de él, y en esa canción triste hubo una nota que alcanzó a tocar a Jordan en lo más profundo de su interior. Antes de que pudiera pensarlo mejor, se había dado la vuelta y estaba otra vez sentado en el banco. Pasó un brazo alrededor de Peter y sintió cómo el chico se relajaba contra él.

– Todo va a salir bien-dijo, y esperó no estar diciendo una mentira.


Diana Leven contempló la sala abarrotada y luego pidió al alguacil que apagase las luces. En la pantalla apareció un cielo azul y algunas nubes blancas, como algodón de azúcar. Una bandera flameaba al viento. Tres autobuses escolares estaban alineados en el centro de la imagen. Diana la dejó congelada, sin decir nada, durante quince segundos.

La sala estaba tan silenciosa que podía oírse el zumbido la computadora portátil del transcriptor.

«Oh, Dios-pensó Jordan-. Voy a tener que aguantar esto durante los próximos tres meses».

– Así se reía el Instituto Sterling el día seis de marzo del dos mil siete. Eran las siete cincuenta de la mañana y las clases acababan de comenzar. Courtney Ignatio estaba en clase de química, en un examen. Whit Obermeyer estaba en la oficina principal, para pedir un pase de retraso porque había tenido un problema con el coche esa mañana. Grace Murtaugh salía de la enfermería, donde había tomado un Tylenol para el dolor de cabeza. Matt Royston estaba en clase de historia con su mejor amigo, Drew Girard. Ed McCabe estaba anotando en la pizarra las tareas para la clase de matemáticas que iba a dar. A las siete cincuenta del seis de marzo, no había nada que sugiriese a ninguna de estas personas, ni a ningún otro miembro de la comunidad del Instituto Sterling, que aquél no fuera a ser sino otro típico día de escuela.

Diana presionó un botón y apareció una nueva foto: Ed McCabe, en el suelo, con los intestinos desbordándole del estómago mientras un chico lloroso apretaba con sus dos manos la herida abierta.

– Así era el Instituto Sterling a las diez y diecinueve de la mañana del seis de marzo del dos mil siete. Ed McCabe nunca llegó a dar a sus alumnos las tareas de matemáticas, porque diecinueve minutos antes, Peter Houghton, de diecisiete años, un estudiante de tercero del Instituto Sterling, irrumpió por las puertas con una mochila que contenía cuatro armas: dos escopetas recortadas, y dos pistolas semiautomáticas de nueve milímetros completamente cargadas.

Jordan sintió un tirón en el brazo.

– Jordan-susurró Peter.

– Ahora no.

– Es que voy a vomitar…

– Trágatelo-ordenó Jordan.

Diana volvió a la diapositiva anterior, la perfecta imagen de Instituto Sterling.

– Les he dicho, damas y caballeros, que nadie en el Instituto Sterling podía imaginarse que ese día fuera a ser distinto de cualquier otro día de escuela normal. Pero una persona sí sabía que iba a ser diferente.-Caminó hacia la mesa de la defensa y señaló directamente a Peter, que miró con firmeza su propio regazo-. En la mañana del seis de marzo de dos mil siete, Peter Houghton comenzó su día llenando una mochila azul con cuatro armas y los componentes de una bomba, suficiente munición como para matar potencialmente a cuatrocientas dieciséis personas. Las pruebas demostrarán que, cuando llegó a la escuela, colocó esa bomba en el coche de Matt Royston para desviar la atención de su persona.

»Mientras ésta explotaba, subió los escalones de la entrada de la escuela y disparó sobre Zoe Patterson. Luego, en el vestíbulo, disparó a Alyssa Carr. Se dirigió a la cafetería y disparó a Angela Phlug y Maddie Shaw, su primera baja, así como a Courtney Ignatio. Mientras los estudiantes comenzaban a huir, disparó a Haley Weaver, Brady Price, Natalie Zlenko, Emma Alexis, Jada Knigt y Richard Hicks. Luego, mientras los heridos sollozaban y morían a su alrededor, ¿saben qué hizo Peter Houghton? Tomó asiento en la cafetería y se tomó un tazón de cereales.

Diana dejó que esa información fuera asimilada.

– Cuando terminó-prosiguió-, tomó su arma y dejó la cafetería, disparando a Jared Weiner, Whit Obermeyer y Grace Murtaugh en el vestíbulo y a Lucia Ritolli, una profesora de francés que intentaba llevar a sus alumnos a algún lugar seguro. Pasó por el baño de hombres y disparó a Steven Babourias, Min Horuka y Topher McPhee; y luego fue al baño de chicas y disparó a Kaitlyn Harvey. Siguió escaleras arriba y disparó a Ed McCabe, su profesor de matemáticas, John Eberhard y Trey MacKenzie antes de llegar al gimnasio y abrir fuego contra Austin Prokiov, el entrenador Dusty Spears, Noah James, Justin Friedman y Drew Girard. Finalmente, en el vestuario, el acusado disparó a Matt Royston dos veces: una en el estómago y otra vez más en la cabeza. Puede que recuerden este nombre: es el propietario del coche que Peter Houghton hizo explotar al comienzo de sus desmanes.

Diana miró de frente al jurado.

– Toda esta excursión sólo duró diecinueve minutos de la vida de Peter Houghton, pero las pruebas demostrarán que sus consecuencias durarán para siempre. Y hay muchas pruebas, damas y caballeros. Hay muchos testigos, y hay muchos testimonios…Al final de este juicio, ustedes estarán convencidos, más allá de toda duda razonable, de que Peter Houghton, con determinación y a sabiendas, con premeditación, causó la muerte a diez personas e intentó causar la muerte a otras diecinueve en el Instituto Sterling.

Caminó hacia Peter.

– En diecinueve minutos se puede segar el césped del jardín, teñirse el cabello, mirar el tercer tiempo de un partido de hockey. Se pueden hornear galletas o el dentista puede colocarnos un empaste. Se puede doblar la ropa lavada de una familia de cinco miembros. O, como Peter Houghton sabe, en diecinueve minutos se puede detener el mundo.


Jordan caminó hacia el jurado con las manos en los bolsillos.

– La señora Leven ha dicho que esa mañana del seis de marzo de dos mil siete, Peter Houghton entró en el Instituto Sterling con una mochila llena de armas cargadas, y que disparó a un montón de gente. Bueno, eso es cierto. Las pruebas van a demostrarlo y no lo ponemos en duda. Sabemos que es una tragedia, tanto para la gente que murió como para aquellos que vivirán con las secuelas. Pero he aquí lo que la señora Leven no ha dicho. Cuando Peter Houghton entró en el Instituto Sterling esa mañana, no tenía intención de convertirse en un asesino masivo, sino que entró intentando defenderse del abuso que había sufrido durante los últimos doce años.

»El primer día de clase de Peter-continuó Jordan-, su madre lo había acompañado al autobús después de regalarle una fiambrera de Superman completamente nueva. Al final del recorrido, esa fiambrera había sido lanzada por la ventana. Todos nosotros tenemos recuerdos infantiles en los que otros niños nos atormentan o son crueles con nosotros, y la mayoría de nosotros somos capaces de superarlos; pero la vida de Peter Houghton no era una de esas en las que eso pasa ocasionalmente. Desde ese primer día de escuela, Peter experimentó un bombardeo diario de burlas, tormentos, amenazas e intimidaciones. Este chico ha sido encerrado en casilleros, le han metido la cabeza en inodoros, le han puesto zancadillas y ha sido golpeado y pateado. Uno de sus mensajes privados de correo electrónico fue reenviado a toda la escuela. Le bajaron sus pantalones en medio de la cafetería. La realidad de Peter era un mundo en el que, sin importar lo que hiciera, sin importar lo pequeño e insignificante que intentara ser, él seguía siendo siempre la víctima. Como resultado de esto, comenzó a volcarse en un mundo alternativo: uno creado por él mismo en la seguridad del código HTML. Peter construyó su propia página web, diseñaba videojuegos y los llenaba con el tipo de gente que desearía que le rodeara.

Jordan recorrió la baranda de la tribuna del jurado con la mano.

– Uno de los testigos que van a escuchar es el doctor King Wah. Es un médico psiquiatra que examinó a Peter y habló con él. Él les explicará que Peter era víctima de una enfermedad llamada síndrome de estrés postraumático. Es un complicado diagnóstico médico, pero es real: un niño que no puede distinguir entre una amenaza inmediata y una amenaza distante. Aunque ustedes y yo podamos caminar por el vestíbulo y mirar a un matón que no está prestándonos atención, Peter vería a esa misma persona y su pulso se aceleraría…, su cuerpo se acercaría, con sigilo, a la pared…, porque Peter estaría seguro de ser reconocido, amenazado, golpeado y herido. El doctor Wah no sólo les hablará acerca de los estudios que se han hecho en niños como Peter, les hablará de cómo Peter estaba directamente afectado por años y años de tormento en manos de la comunidad del Instituto Sterling.

Jordan miró de frente a los miembros del jurado otra vez.

– ¿Recuerdan cuando, hace unos días, hablábamos acerca de si serían jurados adecuados para decidir sobre este caso? Una de las cosas que le pregunté a cada uno de ustedes durante ese proceso era si entendían que necesitaban escuchar las pruebas en el tribunal y aplicar la ley tal como el juez les instruyera. Más allá de cuanto hayamos aprendido de las clases de civismo en octavo grado o en «Ley y Orden» en la televisión…hasta que hayan escuchado las pruebas y las instrucciones del tribunal, en realidad no saben cuáles son las reglas.

Sostuvo la mirada de cada uno de los miembros del jurado por turno.

– Por ejemplo, cuando la mayoría de la gente oye las palabras «en defensa propia», asume que eso significa que alguien está sosteniendo un arma o un cuchillo ante nuestra garganta, que hay una amenaza física inmediata. Pero en este caso, «defensa propia» puede no significar lo que piensan. Y lo que las pruebas demostrarán, damas y caballeros, es que la persona que entró en el Instituto Sterling y disparó todos esos tiros no era un asesino a sangre fría que actuó con premeditación, como la fiscalía quiere hacerles creer.-Jordan caminó hasta detrás de la mesa y puso las manos en los hombros de Peter-. Era un chico muy asustado que había pedido protección…y nunca la había obtenido.


Zoe Patterson seguía mordiéndose las uñas, aunque su madre le había dicho que no lo hiciera; aunque una cantidad de pares de ojos y (¡Dios mío!) cámaras de televisión la enfocaban mientras estaba sentada en el estrado de los testigos.

– ¿Qué tuviste después de la clase de francés?-preguntó la fiscal. Ya había pasado por la parte del nombre, la dirección y el comienzo de ese día horrible.

– Matemáticas, con el señor McCabe.

– ¿Fuiste a clase?

– Sí.

– ¿Y a qué hora comenzó esa clase?

– A las nueve cuarenta-contestó Zoe.

– ¿Viste a Peter Houghton en algún momento antes de la clase de matemáticas?

Ella no pudo evitarlo, lanzó una mirada hacia Peter, sentado a la mesa de la defensa. Ahí estaba lo extraño: ella era una estudiante de primero y no le conocía en absoluto. E incluso ahora, incluso después de que él le disparara, si fuera caminando por la calle y se lo cruzara, pensaba que no lo reconocería.

– No-dijo Zoe.

– ¿Ocurrió algo inusual en la clase de matemáticas?

– No.

– ¿Permaneciste allí durante toda la clase?

– No-dijo Zoe-. Tenía una cita con el ortodoncista a las diez y cuarto, así que me fui un poco antes de las diez para firmar la salida en la oficina y esperar a mi madre.

– ¿Dónde iba a encontrarse contigo?

– En los escalones de la entrada. Iba a conducir hasta allí.

– ¿Firmaste la salida de la escuela?

– Sí.

– ¿Fuiste a los escalones de la entrada?

– Sí.

– ¿Había alguien más allí fuera?

– No. Todos estaban en clase.

Ella miró a la fiscal sacar una gran fotografía de la escuela y del estacionamiento, de cómo solía ser. Zoe había pasado por delante de la construcción y ahora había una gran valla alrededor de toda el área.

– ¿Puedes mostrarme dónde estabas parada?

Zoe se lo señaló.

– Que quede registrado que la testigo señaló los escalones de entrada del Instituto Sterling-dijo la señora Leven-. Ahora bien, ¿qué ocurrió mientras estabas de pie y esperabas a tu madre?

– Hubo una explosión.

– ¿Sabías de dónde venía?

– De algún lugar de detrás de la escuela-contestó Zoe, y echó un vistazo a la foto otra vez, como si la bomba pudiera detonar justo en esos momentos.

– ¿Qué ocurrió a continuación?

Zoe comenzó a frotarse la pierna con la mano.

– Él…dio la vuelta alrededor de la escuela y luego vino hacia los escalones…

– ¿Por «él» quieres decir el acusado, Peter Houghton?

Zoe asintió con la cabeza, tragando.

– Vino hacia los escalones, le miré y él…él me apuntó con una arma y me disparó.-Ahora parpadeaba muy rápido, intentando no llorar.

– ¿Dónde te disparó, Zoe?-preguntó la fiscal suavemente.

– En la pierna.

– ¿Te dijo Peter algo antes de dispararte?

– No.

– ¿Sabías quién era él en ese momento?

Zoe sacudió la cabeza.

– No.

– ¿Reconociste su rostro?

– Sí, de la escuela y eso…

La señora Leven dio la espalda al jurado e hizo un pequeño guiño a Zoe que hizo que se sintiera mejor.

– ¿Qué tipo de arma llevaba, Zoe? ¿Era un arma pequeña sostenida con una sola mano o un arma grande que llevara con las dos manos?

– Una pequeña.

– ¿Cuántas veces te disparó?

– Una.

– ¿Dijo algo después de haberte disparado?

– No lo recuerdo-contestó Zoe.

– ¿Qué hiciste tú?

– Quería huir de él, pero me sentía la pierna como si se hubiera prendido fuego. Intenté correr pero no podía hacerlo, me desplomé y me caí por la escalera, entonces tampoco podía mover el brazo.

– ¿Qué hizo el acusado?

– Entró en la escuela.

– ¿Viste en qué dirección fue?

– No.

– ¿Cómo está tu pierna ahora?-preguntó la fiscal.

– Todavía necesito un bastón-respondió Zoe-. Tuve una infección porque la bala arrastró un fragmento de tela de los tejanos adentro de la pierna. El tendón está adherido al tejido de la cicatriz y esa parte todavía está muy sensible. Los médicos no saben si quieren hacer otra operación, porque eso podría causar más daño.

– Zoe, ¿estabas en un equipo deportivo el año pasado?

– Fútbol-contestó ella y bajó la mirada hacia su pierna-. Hoy comienzan los entrenamientos de la temporada.

La señora Leven se volvió hacia el jurado.

– Nada más-dijo-. Zoe, el señor McAfee quizá tenga algunas preguntas que hacerte.

El otro abogado se puso de pie. A Zoe la ponía nerviosa esa parte, porque aunque había practicado con la fiscal, no tenía ni idea de lo que el abogado de Peter le preguntaría. Era como un examen; y ella quería dar las respuestas correctas.

– Cuando Peter te disparó, ¿estaba a un metro de ti, más o menos?-preguntó el abogado.

– Sí.

– No parecía que estuviera dirigiéndose hacia ti, ¿verdad?

– Supongo que no.

– Parecía que estuviera intentando subir la escalera, ¿no?

– Sí.

– Y tú sólo estabas esperando en la escalera, ¿correcto?

– Sí.

– Entonces, ¿se podría decir que estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado?

– Protesto-intervino la señora Leven.

El juez-un hombre grande con melena de pelo blanco que parecía asustar a Zoe-sacudió la cabeza.

– Denegada.

– No más preguntas-dijo el abogado, y entonces la señora Leven se levantó otra vez y le preguntó:

– Después de que Peter entrara en la escuela, ¿qué hiciste?

– Comencé a gritar para pedir ayuda.-Zoe miró hacia el público de la sala, intentando encontrar a su madre. Si miraba a su madre, entonces podría decir lo que tenía que decir a continuación, porque ya todo habría terminado y eso era lo que tenía que tener presente, sin importar hasta qué punto sintiera que no era así-. Al principio no vino nadie-murmuró Zoe-. Y luego…vino todo el mundo.


Michael Beach miró cómo Zoe Patterson se iba de la sala en la que estaban aislados los testigos. Era una extraña colección: había de todo, desde perdedores como él, hasta chicos populares, como Brady Price. Más extraño todavía era que nadie pareciera inclinado a romper las reglas habituales: los antisociales en una esquina, los atletas en otra y así. En cambio, todos se habían sentado a una larga mesa de conferencias. Emma Alexis-que era una de las chicas populares, muy hermosa-ahora estaba paralizada de la cintura para abajo, sentada en una silla de ruedas al lado de Michael. Le había pedido a éste si podía comerse la mitad de su rosquilla glaseada.

– Cuando Peter entró en el gimnasio-preguntó la fiscal-, ¿qué hizo?

– Agitó un arma-dijo Michael.

– ¿Pudiste ver qué tipo de arma era?

– Bueno, una pequeña.

– ¿Un revólver?

– Sí.

– ¿Dijo algo?

Michael echó un vistazo a la mesa de la defensa.

– Dijo: «Todos ustedes, atletas, adelante y al centro».

– ¿Qué ocurrió?

– Un chico comenzó a correr hacia él, como si fuera a tumbarlo.

– ¿Quién era?

– Noah James. Él es, era, un estudiante de último año. Peter le disparó y él cayó.

– ¿Qué ocurrió luego?-preguntó la fiscal.

Michael respiró hondo.

– Peter dijo «¿Quién es el próximo?», y mi amigo Justin me agarró y comenzó a arrastrarme hacia la puerta.

– ¿Desde cuándo eran amigos Justin y tú?

– Desde tercer grado-contetó Michael.

– ¿Y entonces?

– Peter debió de ver que algo se movía, así que se dio la vuelta y comenzó a disparar.

– ¿Te dio a ti?

Michael sacudió la cabeza y apretó los labios.

– Michael-insistió la fiscal amablemente-, ¿a quién le dio?

– Justin se puso delante de mí en cuanto comenzó el tiroteo. Y entonces él…él cayó. Había sangre por todas partes y yo intentaba detenerla, como hacen en la televisión, apretándole el estómago. No estaba prestando atención a nada más, sólo a Justin, y entonces, de repente, sentí un arma presionando contra mi cabeza.

– ¿Qué ocurrió?

– Cerré los ojos-dijo Michael-. Pensé que me mataría.

– ¿Y entonces?

– Oí un ruido, y cuando abrí los ojos, estaba sacando una de esas cosas que llevan balas y metiendo otra.

La fiscal caminó hacia la mesa y agarró un cargador. El solo hecho de verlo hizo que Michael se estremeciera. Entonces le preguntó:

– ¿Era como esto lo que estaba metiendo dentro del arma?

– Sí.

– ¿Y qué ocurrió después de eso?

– No me disparó-contestó Michael-. Tres personas pasaron corriendo por el gimnasio y él los siguió hasta el vestuario.

– ¿Y Justin?

– Yo le miraba-susurró Michael-. Le miraba la cara mientras moría.

Era lo primero que veía cada mañana al despertar y lo último antes de dormirse: el momento en que el brillo de los ojos de Justin se apagaba. La vida no abandonaba a una persona de manera gradual. Lo hacía en un instante, como alguien que cierra de golpe la persiana de una ventana.

La fiscal se acercó a él.

– Michael-le dijo-, ¿estás bien?

Él asintió con la cabeza.

– ¿Eran Justin y tú atletas?

– Ni de lejos-admitió.

– ¿Formaban parte de los populares?

– No.

– ¿Alguien se metió con ustedes en la escuela en alguna ocasión?

Por primera vez, Michael echó una mirada a Peter Houghton.

– ¿Quién no lo hizo?-contestó.


Mientras Lacy esperaba su turno para testificar, recordó la primera vez que se dio cuenta de que podía odiar a su propio hijo.

Lewis iba a llevar a cenar a un pez gordo, un economista de Londres y, para prepararse, Lacy se había tomado el día libre en el trabajo para limpiar. Aunque no tenía dudas sobre su habilidad como partera, la naturaleza de su trabajo implicaba que, en cambio, los cuartos de baño de su casa no estuvieran regularmente limpios; que las bolas de polvo florecieran debajo de los muebles. En general, a ella no le importaba-pensaba que una casa en la que hubiera vida era preferible a una que fuera estéril-, a menos que hubiera invitados; entonces el orgullo hacía su aparición. Así que aquella mañana se levantó, preparó el desayuno, y ya había quitado el polvo del salón para cuando Peter-estudiante de segundo año, por entonces-se dejó caer con enfado en una de las sillas de la mesa de la cocina.

– No tengo ropa interior limpia-dijo irritado, aunque la regla de la casa era que cuando su cubo de ropa estuviese lleno, él debía hacer su propio lavado; era tan poco lo que Lacy le pedía que hiciera, que no creía que esa única tarea fuera poco razonable.

Lacy había sugerido que tomara prestada alguna prenda de su padre, pero eso a Peter le repugnaba, así que decidió dejar que lo resolviera por sí mismo. Ella ya tenía suficiente con lo suyo.

Lacy, normalmente, dejaba que la habitación de Peter fuera una pocilga en total desorden, pero cuando pasó por allí esa mañana, se fijó en su cubo de la ropa sucia. Bueno, ya que ella se había quedado en casa y él estaba en la escuela, por una vez podía echarle una mano. De modo que, cuando Peter llegó a casa ese día, Lacy no sólo había pasado el aspirador y fregado los suelos, cocinado una comida de cuatro platos y limpiado la cocina, sino que también había lavado, secado y doblado tres lavadoras con ropa de Peter. Estaba apilada en su cama, ropa limpia que cubría el espacio entero del colchón, separada en pantalones, camisas, calzoncillos. Lo único que él tenía que hacer era guardarlo todo en su armario y sus cajones.

Peter llegó, hosco y malhumorado, e inmediatamente subió la escalera aprisa hacia su habitación y su computadora, el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo. Lacy, con el brazo metido en la taza del váter en ese momento, fregando, esperó a que Peter se diera cuenta de lo que ella había hecho por él. Pero, en cambio, lo oyó gruñir:

– ¡Dios! ¿Se supone que ahora tengo que sacar todo esto de aquí?-Y cerró la puerta de su habitación con un portazo tan fuerte que Lacy sintió cómo la casa temblaba alrededor de ella.

De repente, se ofuscó. Ella había hecho, por propia voluntad, algo bueno por su hijo, su hijo ridículamente consentido, y ¿así era como él se lo agradecía? Se quitó los guantes de fregar y los dejó en el baño. Luego subió la escalera dando fuertes pisadas hacia la habitación de Peter, y abrió la puerta de golpe.

– ¿Cuál es tu problema?

Peter la miró enfurecido.

– ¿Cuál es tu problema? Mira este desastre.

Algo dentro de Lacy se quebró encendiéndola por dentro.

– ¿Desastre?-repitió-. Yo he limpiado el desastre. ¿Quieres ver un desastre?-Pasó al lado de Peter, golpeando una pila de camisetas cuidadosamente dobladas. Tiró los calzoncillos al suelo. Agarró los pantalones y los arrojó contra su computadora; la torre de CD-ROM se cayó y los discos plateados se desparramaron.

– ¡Te odio!-gritó Peter.

Y, sin que pasara un segundo, Lacy le gritó como respuesta:

– ¡Yo también te odio!

Justo entonces, Lacy se dio cuenta de que Peter y ella eran igual de altos; de que estaba discutiendo con un niño que la miraba a los ojos desde la misma altura.

Salió de la habitación de Peter dando un portazo. Casi inmediatamente, Lacy rompió a llorar. Ella no había querido decir lo que había dicho, por supuesto que no. Quería a Peter, sólo que, en ese momento, odió lo que él había dicho; cómo se había comportado. Cuando llamó a la puerta, él no respondió.

– Peter-dijo-, Peter, siento haberte dicho eso.

Mantuvo la oreja pegada a la puerta pero no salió ningún sonido del interior. Lacy bajó la escalera y terminó de limpiar el cuarto de baño. Durante la cena, se comportó como una zombi entablando conversación con el economista sin saber en realidad qué era lo que estaba diciendo. Peter no bajó a cenar. De hecho, Lacy no lo vio hasta la mañana siguiente, cuando fue a despertarlo. Él ya se había levantado y la habitación estaba ordenada e inmaculada. La ropa había sido doblada otra vez y guardada. La cama estaba hecha. Los CD organizados nuevamente, en su pila.

Peter estaba sentado a la mesa de la cocina, comiendo un tazón de cereales, cuando Lacy bajó la escalera. Los ojos de él no se encontraron con los de ella ni los de ella con los de él: el terreno entre los dos todavía era demasiado delicado como para eso, pero Lacy le preparó un vaso de jugo y se lo llevó a la mesa. Él le dio las gracias.

Nunca hablaron de lo que se habían dicho el uno al otro y Lacy se había jurado a sí misma que, sin importar cuán frustrante fuera ser padre de un adolescente, sin importar cuán egoísta y centrado en sí mismo se volviera Peter, ella nunca se permitiría alcanzar de nuevo un punto en el que verdadera, visceralmente, odiara a su propio hijo.

Pero mientras las víctimas del Instituto Sterling contaban sus historias en el tribunal debajo mismo del vestíbulo en el que Lacy estaba sentada, ella esperó que no fuera ya demasiado tarde.


Al principio, Peter no la reconoció. La chica a quien una enfermera acompañó por la rampa, la chica cuyo cabello había sido recortado para que cupiera debajo de los vendajes y cuyo rostro estaba recorrido por una cicatriz de tejido, con el hueso bajo el mismo roto y modelado, se acercó al estrado de los testigos de un modo que a él le hizo pensar en un pez introducido en una nueva pecera. Nadando alrededor del perímetro cautelosamente, como si tuviera que evaluar los peligros del nuevo lugar antes de poder comenzar a hacer nada.

– ¿Puedes decir tu nombre para que conste en el registro?-preguntó la fiscal.

– Haley-dijo la chica suavemente-, Haley Weaver.

– El curso pasado, ¿eras estudiante de último año del Instituto Sterling?

Su boca se dobló, en una mueca. La cicatriz rosada, que formaba una curva parecida a la costura de una pelota de béisbol sobre su sien, se oscureció, poniéndose de un rojo furioso.

– Sí-contestó. Cerró los ojos y una lágrima resbaló por su mejilla hundida-. Era la reina anual.-Se inclinó hacia adelante, meciéndose ligeramente mientras lloraba.

A Peter le dolía el pecho, como si le fuera a explotar. Pensó que quizá se moriría allí mismo y le ahorraría a todo el mundo tener que pasar por aquello. Tenía miedo de levantar la mirada, porque si lo hacía tendría que ver otra vez a Haley Weaver.

Una vez, cuando era pequeño, jugando con una pelota de fútbol en la habitación de sus padres, tiró una botella antigua de perfume que había pertenecido a su bisabuela. Era de cristal, y se rompió en pedazos. Su madre le dijo que sabía que había sido un accidente y la pegó para recomponerla. La mantuvo en su tocador, y cada vez que Peter pasaba por allí, veía los defectos del pegamento. Durante años, él pensó que eso era peor que si lo hubieran castigado.

– Tomémonos un breve receso-dijo el juez Wagner, y Peter dejó que su cabeza se hundiera en la mesa de la defensa; era un peso demasiado grande para soportarlo.


Los testigos estaban aislados según para quién declarasen; los de la fiscal en una sala y los del defensor en otra. Los policías también tenían su propia sala. Se suponía que los testigos de defensa y fiscalía no podían verse entre ellos, pero en realidad nadie se daba cuenta de si iban a la cafetería a tomar un café o una rosquilla, y Josie estaba allí hacía rato. Ahí fue donde se topó con Haley, que bebía jugo de naranja con una pajita. Brady estaba con ella, sosteniéndole la taza para que ella pudiera alcanzarla.

Se alegraron de ver a Josie, pero ella se alegró cuando se fueron. Dolía, físicamente, tener que sonreír a Haley y hacer como si no estuvieras mirando los huecos y cicatrices de su cara. Le contó a Josie que ya la habían operado tres veces; un cirujano plástico de Nueva York que había donado sus servicios.

Brady no le soltaba la mano; a veces le pasaba los dedos por el pelo. Eso hacía que Josie tuviera ganas de llorar, porque sabía que, cuando él la miraba, todavía podía verla de un modo en el que nadie más volvería a verla nunca.

Allí también había otros que Josie no había visto desde el tiroteo. Profesores, como la señora Ritolli y el entrenador Spears, que habían pasado a saludar. El DJ que llevaba la emisora de radio en la escuela, estudiantes, algunos con un acné tremendo. Todos iban pasando por la cafetería mientras ella estaba allí sentada tomándose una taza de café.

Levantó la mirada cuando Drew acercó una silla para sentarse frente a ella.

– ¿Cómo es que no estás en la sala con el resto de nosotros?

– Porque estoy en la lista de la defensa.-O, como estaba segura de que todos en la otra sala pensaban, en el lado del traidor.

– Ah-dijo Drew, como si entendiera, aunque Josie estaba segura de que no-, ¿estás lista para esto?

– No tengo que estar lista. En realidad, no van a llamarme.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

Antes de que ella pudiera responder, Drew saludó con la mano y entonces Josie vio que había llegado John Eberhard.

– Oye-dijo Drew, y John se dirigió hacia ellos. Caminaba cojeando, pero caminaba. Chocó los cinco con Drew y, cuando lo hizo, ella pudo ver en su cuero cabelludo el lugar por donde había entrado la bala.

– ¿Dónde has estado?-preguntó Drew, haciendo sitio para que John se sentara a su lado-. Pensé que te vería por aquí en verano.

Él asintió con la cabeza.

– Soy…John.

La sonrisa de Drew se borró como si hubiese sido pintada.

– Esto…es…-prosiguió John.

– Esta mierda es increíble-murmuró Drew.

– Él puede oírte-reaccionó Josie, y se inclinó hacia John-. Hola John. Yo soy Josie.

Jooooz.

– Exacto. Josie.

– Soy…John-dijo él.

John Eberhard había jugado de portero en el primer equipo de hockey del Estado desde que estaba en primer año. Cada vez que el equipo ganaba, el entrenador siempre elogiaba los reflejos de John.

– Shoooo-dijo él, y arrastró un pie.

Josie miró hacia abajo y vio la correa de velcro de su zapatilla suelta.

– Aquí vamos-dijo ella, abrochándosela.

De repente, no soportó más estar allí, viendo aquello.

– Tengo que volver-dijo Josie, levantándose. Mientras se alejaba, al doblar la esquina a ciegas, chocó contra alguien.

– Perdón-murmuró, y entonces oyó la voz de Patrick.

– ¿Josie? ¿Estás bien?

Ella se encogió de hombros y luego sacudió la cabeza.

– Ya somos dos.-Patrick sostenía una taza de café y una rosquilla-. Lo sé-prosiguió-: soy un cliché andante. ¿Lo quieres?-Le dio la rosquilla y ella la aceptó aunque no tenía hambre-: ¿Vienes o vas?

– Voy a la cafetería-mintió, antes incluso de darse cuenta de que lo hacía.

– Entonces hazme compañía durante un par de minutos.-La llevó a una mesa en el otro extremo de donde se encontraban Drew y John; podía notar cómo la miraban, seguramente preguntándose por qué se sentaba allí con un policía-: Odio la parte en la que hay que esperar-dijo Patrick.

– Por lo menos tú no estás nervioso por tener que testificar.

– Claro que lo estoy.

– Pero ¿no lo haces todo el tiempo?

Patrick asintió con la cabeza.

– Pero eso no hace más fácil ponerse de pie frente a una sala llena de gente. No sé cómo lo hace tu madre.

– Entonces, ¿qué haces para superar el miedo escénico? ¿Te imaginas al juez en ropa interior?

– Bueno, no a este juez-contestó Patrick y luego, al darse cuenta de lo que había implícito en lo que había dicho, se sonrojó por completo.

– Eso probablemente sirva-comentó Josie.

Patrick tomó un pedazo de la rosquilla.

– Intento decirme a mí mismo que, si digo la verdad, no puedo meterme en problemas. Después dejo que Diana haga todo el trabajo.-Tomó un trago de su café-. ¿Necesitas algo? ¿Una bebida? ¿Más comida?

– Estoy bien.

– Entonces te acompaño de regreso. Vamos.

La sala de los testigos de la defensa era minúscula, porque éstos no eran muchos. Un hombre asiático al que Josie nunca había visto antes estaba sentado de espaldas a ella, escribiendo en su computadora portátil. Había una mujer dentro que tampoco estaba cuando Josie salió, pero no podía verle la cara.

Patrick se detuvo frente a la puerta.

– ¿Cómo crees que van las cosas en el tribunal?-le preguntó ella.

Él dudó.

– Van.

Josie pasó junto al alguacil que les estaba haciendo de niñera, y se dirigió hacia el asiento que había al lado de la ventana, donde antes se había acurrucado para leer. Pero en el último minuto decidió sentarse a la mesa que había en medio de la sala. La mujer ya sentada allí tenía las manos cruzadas frente a ella y la mirada fija en la nada.

– Señora Houghton-murmuró Josie.

La madre de Peter se volvió.

– ¿Josie?-la miró con los ojos entreabiertos, como si así pudiera enfocar mejor.

– Lo siento mucho-susurró Josie.

La señora Houghton asintió con la cabeza.

– Bueno-empezó, e inmediatamente se detuvo, como si la frase no fuera más que un acantilado desde el que saltar.

– ¿Cómo va todo?-Josie deseó inmediatamente poder retirar la pregunta. ¿Cómo pensaba que le podía ir a la madre de Peter, por el amor de Dios? Probablemente, en esos momentos estuviera ejer-ciendo todo su autocontrol para no disolverse como la espuma e irse volando por la atmósfera. Lo cual, Josie se dio cuenta, significaba que tenían algo en común.

– No esperaba verte aquí-dijo la señora Houghton suavemente.

Por aquí no quería decir el tribunal, sino aquella sala. Con los escasos testigos que habían sido citados para defender a Peter.

Josie se aclaró la garganta para abrir paso a palabras que no había dicho en años, palabras que todavía tenía miedo de pronunciar delante de nadie por miedo a oír el eco.

– Él es mi amigo-dijo.


– Comenzamos a correr-dijo Drew-. Era como un éxodo en masa. Sólo quería alejarme de la cafetería tanto como pudiera, así que me dirigí hacia el gimnasio. Dos de mis amigos habían oído los disparos, pero no sabían de dónde venían, así que les dije que me siguieran.

– ¿Quiénes eran?-preguntó Leven.

– Matt Royston y Josie Cormier-contestó Drew.

Al oír el nombre de su hija en voz alta, Alex se estremeció. Lo hacía tan…real. Tan inmediato. Drew había localizado a Alex entre el público de la sala y la miró directamente a ella al decir el nombre de Josie.

– ¿Adónde fueron?

– Pensamos que, si llegábamos al vestuario, podríamos trepar por la ventana y alcanzar el arce y que entonces estaríamos a salvo.

– ¿Llegaron al vestuario?

– Josie y Matt sí-dijo Drew-, pero a mí me alcanzó un disparo.

Alex escuchaba mientras la fiscal interrogaba a Drew sobre la gravedad de sus heridas y cómo éstas habían terminado con su carrera en el hockey. Luego lo miró directamente a la cara.

– ¿Conocías a Peter de antes del día del tiroteo?

– Sí.

– ¿De qué?

– Estábamos en el mismo curso. Todo el mundo se conoce.

– ¿Eran amigos?-preguntó Leven.

Alex miró a través de la sala a Lewis Houghton. Estaba sentado directamente detrás de su hijo, sus ojos fijos en el banco. Alex tuvo una imagen fugaz de él, años atrás, abriendo la puerta de la casa cuando ella había ido a recoger a Josie tras una tarde de juegos. «Aquí viene la jueza», había dicho él, y se rió de su propio chiste.

– ¿Eran amigos?

– No-dijo Drew.

– ¿Tenías problemas con él?

Drew dudó.

– No.

– ¿Alguna vez discutiste con él?-preguntó Leven.

– Probablemente intercambiamos un par de palabras-contestó Drew.

– ¿Alguna vez te burlaste de é?

– A veces. Sólo estábamos bromeando.

– ¿Alguna vez le atacaste físicamente?

– Cuando éramos pequeños, quizá le empujé un poquito.

Alex miró a Lewis Houghton. Tenía los ojos cerrados, apretados.

– ¿Has hecho eso alguna vez en el instituto?

– Sí-admitió Drew.

– ¿Alguna vez has amenazado a Peter con un arma?

– No.

– ¿Alguna vez amenazaste con matarle?

– No…éramos, ya sabe, sólo éramos chicos.

– Gracias.-Diana Leven se sentó y Alex vio cómo McAfee se levantaba.

Era un buen abogado, mejor de lo que ella hubiera creído. Había montado una buena escenificación: susurrando con Peter, poniendo la mano en el brazo del chico cuando él se molestaba por algo, tomando copiosas notas en los interrogatorios y compartiéndolas con su cliente. Estaba humanizando a Peter, a pesar del hecho de que la fiscalía estaba haciendo de él un monstruo, a pesar del hecho de que la defensa aún no había comenzado su turno.

– No tenías problemas con Peter-repitió McAfee.

– No.

– Pero él sí tenía problemas contigo, ¿verdad?

Drew no contestó.

– Señor Girard, tendrá que responder-dijo el juez Wagner.

– A veces-concedió Drew.

– ¿Alguna vez has clavado el codo en el pecho de Peter?

La mirada de Drew se deslizaba hacia los lados.

– Quizá. Por accidente.

– Ah, sí. Es muy fácil clavarle el codo a alguien cuando menos te lo esperas…

– Protesto…

McAfee sonrió.

– De hecho, no era un accidente, ¿o sí, señor Girard?

En la mesa de la fiscalía, Diana Leven levantó su lápiz y lo dejó caer al suelo. El ruido hizo que Drew mirara hacia allí y un músculo se tensionó en su mandíbula.

– Sólo estábamos bromeando-dijo.

– ¿Alguna vez encerraste a Peter en un casillero?

– Quizá.

– ¿Sólo bromeando?-preguntó McAfee.

– Sí.

– Muy bien-continuó-. ¿Alguna vez le pusiste la zancadilla?

– Supongo.

– Espera…déjame adivinar…una broma, ¿correcto?

Drew lo miró con odio.

– Sí.

– En realidad, le has estado haciendo este tipo de cosas a Peter desde que eran niños pequeños, ¿verdad?

– Nunca fuimos amigos-dijo Drew-. Él no era como nosotros.

– ¿Quiénes son «nosotros»?

Drew se encogió de hombros.

– Matt Royston, Josie Cormier, John Eberhard, Courtney Ignatio. Gente así. Todos nosotros estuvimos juntos durante años.

– ¿Conocía Peter a todos los de ese grupo?

– Es una escuela pequeña, claro.

– ¿Conoce Peter a Josie Cormier?

A Alex se le aceleró la respiración.

– Sí.

– ¿Alguna vez viste a Peter hablando con Josie?

– No lo sé.

– Bueno, más o menos un mes antes del tiroteo, cuando todos ustedes estaban juntos en la cafetería, Peter se acercó para hablarle a Josie. ¿Puedes decirnos algo sobre eso?

Alex se inclinó hacia adelante en su silla. Podía sentir las miradas convergiendo en ella, calientes como el sol en un desierto. Se dio cuenta de que ahora Lewis Houghton la estaba mirando a ella.

– No sé de qué estaban hablando.

– Pero estabas allí, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y Josie es amiga tuya? ¿No una de las personas que anda con Peter?

– Sí-dijo Drew-, ella es una de nosotros.

– ¿Recuerdas cómo terminó la conversación de la cafetería?-preguntó McAfee.

Drew bajó la mirada al suelo.

– Déjeme que le ayude, señor Girard. Terminó con que Matt Royston se colocó detrás de Peter y le bajó los pantalones mientras él estaba hablando con Josie Cormier. ¿Es correcto esto?

– Sí.

– La cafetería estaba atiborrada de chicos ese día, ¿verdad?

– Sí.

– Y Matt no sólo bajó los pantalones de Peter…le bajó también los calzoncillos, ¿es correcto?

La boca de Drew se torció.

– Sí.

– Y ustedes vieron todo eso.

– Sí.

McAfee se volvió hacia el jurado.

– A ver si lo adivino-dijo-. Otra broma, ¿verdad?

El tribunal permanecía en absoluto silencio. Drew miraba a Diana Leven, rogando que lo sacaran del banquillo de los testigos, le pareció a Alex. Drew era la primera persona, sin contar a Peter, ofrecida en sacrificio.

Jordan McAfee volvió a la mesa de la defensa y levantó un papel.

– ¿Recuerdas qué día le bajaron los pantalones a Peter?

– No.

– Permíteme que te lo muestre, entonces, Prueba de la Defensa Número Uno. ¿Reconoces esto?

Extendió el papel a Drew, que lo agarró, encogiéndose de hombros inmediatamente después.

– Esto es una parte de un correo electrónico que recibiste el tres de febrero, dos días antes de que le bajasen los pantalones a Peter en la cafetería del Instituto Sterling. ¿Puedes decirnos quién te lo envió?

– Courtney Ignatio.

– ¿Era una carta dirigida a ella?

– No-contestó Drew-. Había sido escrita para Josie.

– ¿Quién la escribió?-lo presionó McAfee.

– Peter.

– ¿Qué decía?

– Era sobre Josie. Y de cómo estaba por ella.

– Quieres decir que estaba enamorado.

– Supongo-dijo Drew.

– ¿Qué hiciste tú con este correo electrónico?

Drew levantó la vista.

– Lo mandé a todos los estudiantes del instituto.

– A ver si lo entiendo bien-dijo McAfee-. ¿Tú tomaste una nota de contenido altamente privado que no te pertenecía, una carta que hablaba de los más profundos y secretos sentimientos de Peter, y la reenviaste a todos y cada uno de los chicos de tu escuela?

Drew permanecía callado.

Jordan McAfee dio un golpecito con el papel del correo electrónico contra la baranda de delante del estrado.

– Bueno, Drew-dijo-. ¿Fue una buena broma?

Drew Girard estaba sudando tanto que no podía creer que toda aquella gente no se diera cuenta. Podía sentir la transpiración corrién-dole entre los omoplatos y formando círculos debajo de sus brazos. Aquella bruja de la fiscal lo había sentado en una silla caliente. Había dejado que aquel abogado despreciable le pinchara el trasero y ahora, durante el resto de su vida, todo el mundo pensaría de él que era un imbécil, cuando él-como todos los demás en el Instituto Sterling-sólo había estado divirtiéndose un poco.

Se puso de pie, listo para salir disparado del tribunal y posiblemente correr hasta los confines de Sterling, pero Diana Leven estaba caminando hacia él.

– Señor Girard-dijo ella-, todavía no he terminado.

Se hundió en el asiento, desinflado.

– ¿Alguna vez pusiste motes a alguien que no fuera Peter Houghton?

– Sí-contestó él cautelosamente.

– Es lo que hacen los chicos, ¿no?

– A veces.

– ¿Alguna vez alguien a quien hubieras puesto motes te ha disparado?

– No.

– ¿Alguno de los chicos a los que le han bajado los pantalones alguna vez te ha disparado?

– No.

– ¿Alguna vez has reenviado masivamente el correo electrónico de alguien a modo de broma?

– Una o dos veces.

Diana se cruzó de brazos.

– ¿Alguno de esos chicos alguna vez te disparó?

– No, señora-respondió él.

Ella se dirigió de regreso a su asiento.

– Nada más.


Dusty Spears entendía a los chicos como Drew Girard, porque él mismo había sido uno de ellos una vez. Bajo su punto de vista, los matones eran lo suficientemente buenos como para tener una beca de fútbol para las diez Grandes Escuelas, donde podrían establecer contactos para jugar en campos de golf durante el resto de sus vidas, o si se rompían las rodillas, acabar dando clases de gimnasia en el instituto.

Llevaba camisa y corbata, cosa que le molestaba, porque su cuello todavía era tan musculoso como cuando era jugador de fútbol americano en Sterling, en 1988, aunque sus abdominales ya no lo fueran.

– Peter no era un verdadero atleta-dijo a la fiscal-. En realidad, nunca lo vi fuera de las clases.

– ¿Alguna vez vio cómo otros chicos se metían con él?

Dusty se encogió de hombros.

– Lo normal en el vestuario, supongo.

– ¿Usted intervino?

– Probablemente les dije a los chicos que terminaran con aquello. Pero eso forma parte del crecimiento, ¿no?

– ¿Alguna vez oyó que Peter amenazara a alguien?

– Protesto-dijo Jordan McAfee-. Es una pregunta hipotética.

– Admitida-respondió el juez.

– Si hubiera oído eso, ¿habría intervenido?

– ¡Protesto!

– Admitida. Otra vez.

La fiscal no perdió el ritmo.

– Pero Peter no pidió ayuda, ¿o sí?

– No.

Ella volvió a sentarse y el abogado de Houghton se puso de pie. Era uno de esos tipos zalameros que a Dusty caían inmediatamente mal. Seguro que había sido uno de esos chicos que apenas podían interceptar y devolver una pelota, pero sonreían con sorna cuando intentabas enseñarles cómo hacerlo, como si ya supieran que algún día ganarían el doble del dinero que ganaba Dusty.

– ¿En el Instituto Sterling hay alguna política con respecto a la intimidación?

– No permitimos la intimidación.

– Ah-dijo McAfee secamente-. Bueno, es estimulante escuchar eso. Así pues, digamos que si usted presencia intimidaciones de un modo casi diario en los vestuarios, bajo sus narices…, de acuerdo con la política del centro, ¿qué se supone que tiene que hacer?

Dusty le miró fijamente.

– Puede leerlo en las directrices. Como es lógico no las tengo aquí delante.

– Afortunadamente, yo sí-dijo McAfee-. Permítame que le muestre lo que se presenta como Prueba de la Defensa Número Dos. ¿Es ésta la política contra la intimidación del Instituto Sterling?

Agarrándola, Dusty echó un vistazo a la página impresa.

– Sí-confirmó.

– Usted la recibe junto con su Manual del Profesor todos los años en agosto, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y ésta es la versión más reciente, la que corresponde al año académico 2005-2006?

– Supongo que sí-contestó Dusty.

– Señor Spears, quiero que revise este texto muy cuidadosamente, las dos páginas enteras, y me muestre dónde dice qué debe hacer si, como profesor, presencia una intimidación.

Dusty suspiró y comenzó a examinar los papeles. Normalmente, cuando recibía el manual, lo metía en el cajón con los prospectos de comida para llevar. Se sabía lo más importante: no perderse un día de entrenamiento; presentar cambios en el currículo a los jefes de departamento; abstenerse de quedarse solo en una sala con una estudiante de sexo femenino.

– Aquí está-dijo, leyendo-: La Junta Escolar del Instituto Sterling se compromete a proveer un entorno de aprendizaje y trabajo que garantice la seguridad personal de sus miembros. La intimidación física o verbal, el hostigamiento, la agresión, persecución, abuso verbal y el acoso no serán tolerados-concluyó Dusty, levantando la vista-. ¿Eso responde a su pregunta?

– En realidad, no. ¿Qué se supone que usted, como profesor, tiene que hacer si un estudiante intimida a otro?

Dusty leyó un poco más adelante. Había una definición de intimidación, amenaza, abuso verbal. Luego se mencionaba que se recurriría a un profesor o administrador si el comportamiento era presenciado por otro estudiante. Pero no había reglas, ni indicaciones de lo que debería hacer ese profesor o administrador en sí.

– No puedo encontrarlo aquí-dijo.

– Gracias, señor Spears-respondió McAfee-. Eso es todo.


Era lógico que Jordan McAfee llamara a Derek Markowitz a declarar por el hecho de que era el único testigo amigo reconocido de Peter Houghton; pero para Diana tenía valor por lo que había visto y oído, no por sus lealtades. A lo largo de los años que llevaba en la abogacía había visto a muchísimos amigos declarar unos en contra de otros.

– Así que, Derek-dijo Diana, intentando hacer que él se sintiera cómodo-, tú eras amigo de Peter.

Ella lo vio mirar a Peter e intentar sonreírle.

– Sí.

– ¿A veces salías con él después de la escuela?

– Sí.

– ¿Qué tipo de cosas les gustaba hacer?

– Los dos estábamos muy metidos en computadoras. A veces jugábamos a videojuegos y estábamos aprendiendo a programar para crear algunos juegos nosotros mismos.

– ¿Alguna vez Peter diseñó un videojuego sin ti?-preguntó Diana.

– Claro.

– ¿Qué ocurría cuando lo terminaba?

– Lo probábamos. Pero también hay sitios de Internet en los que puedes colgar el juego para que otra gente lo valore.

Derek levantó la mirada y vio las cámaras de televisión en la parte trasera de la sala. Se quedó paralizado.

– Derek-dijo Diana-. ¿Derek?-Ella esperó a que él volviera a prestarle atención-. Permíteme que te entregue un CD-ROM. Es la Prueba del Estado Trescientos Dos…¿Puedes decirme qué es?

– Es el juego más reciente de Peter.

– ¿Cómo se llama?

– «Escóndete y chilla».

– ¿De qué se trata?

– Es uno de esos juegos en los que vas por ahí disparándoles a los malos.

– ¿Quiénes son los malos en este juego?-preguntó Diana.

Derek miró a Peter otra vez.

– Son atletas.

– ¿Dónde tiene lugar el juego?

– En una escuela-contestó Derek.

Con el rabillo del ojo, Diana pudo ver a Jordan removiéndose en su silla.

– Derek, ¿estabas en la escuela la mañana del seis de marzo del dos mil siete?

– Sí.

– ¿Cuál fue la primera clase que tuviste esa mañana?

– Trigonometría avanzada.

– ¿Y la segunda?-preguntó Diana.

– Inglés.

– ¿Adónde fuiste luego?

– Tenía gimnasia en la tercera hora, pero estaba muy mal del asma, así que tenía una nota del médico para librarme de la clase. Como había terminado pronto mi trabajo de inglés, le pregunté a la señora Eccles si podía ir a mi coche a buscar la nota.

Diana asintió.

– ¿Dónde estaba estacionado tu coche?

– En el estacionamiento de estudiantes, detrás de la escuela.

– ¿Puedes mostrarme en este diagrama qué puerta usaste para salir de la escuela al final de la segunda clase?

Derek se inclinó hacia el caballete y señaló una de las puertas traseras de la escuela.

– ¿Qué viste, al salir?-prosiguió Diana.

– Mmm, muchos coches.

– ¿Alguna persona?

– Sí-contestó Derek-, a Peter. Parecía como si estuviera sacando algo del asiento trasero de su coche.

– ¿Qué hiciste?

– Me acerqué a saludarle. Le pregunté por qué llegaba tarde a la escuela, y él se quedó de pie y me miró de una manera extraña.

– ¿Extraña? ¿Cómo quieres decir?

Derek sacudió la cabeza.

– No lo sé. Como si por un segundo no supiera quién era yo.

– ¿Te dijo algo?

– Dijo «Vete a casa. Está a punto de pasar algo».

– ¿Crees que eso era inusual?

– Bueno, era un poco como la «Dimensión desconocida»…

– ¿Alguna vez Peter te había dicho algo así antes?

– Sí-respondió Derek quedamente.

– ¿Cuándo?

Jordan protestó, como Diana esperaba que lo hiciera, y el juez Wagner denegó la protesta, como ella también esperaba.

– Unas semanas antes-dijo Derek-, la primera vez que estábamos jugando al «Escóndete y chilla».

– ¿Qué dijo?

Derek bajó la mirada y musitó una respuesta.

– Derek-dijo Diana acercándose-, tengo que pedirte que hables más alto.

– Dijo «Cuando esto ocurra realmente, será impresionante».

Un zumbido recorrió el público de la sala, como un enjambre de abejas.

– ¿Sabías lo que quería decir con eso?

– Pensé que…pensé que estaba bromeando-contestó Derek.

– El día del tiroteo, cuando encontraste a Peter en el estacionamiento, ¿te dijo qué era lo que estaba haciendo en el coche?

– No…-Derek hizo una pausa. A continuación carraspeó-. Yo me reí de lo que había dicho y le dije que tenía que volver a clase.

– ¿Qué pasó a continuación?

– Volví a entrar a la escuela por la misma puerta por la que había salido y fui a la oficina a que la señora Whyte, la secretaria, me firmara la nota. Ella estaba hablando con otra chica, que tenía que salir de la escuela porque tenía cita con el ortodoncista.

– ¿Y luego?-preguntó Diana.

– Una vez que ella se fue, la señora Whyte y yo oímos una explosión.

– ¿Sabías dónde había sido?

– No.

– ¿Qué pasó después de eso?

– Miré la pantalla de la computadora del escritorio de la señora Whyte-dijo Derek-. Salía una especie de mensaje.

– ¿Qué decía?

– «Preparados o no…ahí voy»-Derek tragó-. Luego oímos unas pequeñas explosiones, como tapones de botellas de champán, y la señora Whyte me agarró del brazo y me arrastró a la oficina del director.

– ¿Había una computadora en esa oficina?

– Sí.

– ¿Qué había en la pantalla?

– «Preparados o no…ahí voy».

– ¿Cuánto tiempo estuvieron en la oficina?

– No lo sé. Diez, veinte minutos. La señora Whyte intentó llamar a la policía, pero no pudo. Pasaba algo con el teléfono.

Diana miró de frente al estrado.

– Señoría, en este momento, la fiscalía quisiera que la Prueba del Estado Número Trescientos Tres sea mostrada al jurado.-Observó cómo el asistente instalaba un monitor de televisión conectado a una computadora, desde donde podría leerse el CD-ROM. ESCÓNDETE Y CHILLA, proclamaba la pantalla. ¡ESCOGE TU PRIMER ARMA!

Un dibujo en tres dimensiones de un chico con anteojos de montura de pasta y un polo de golf cruzaba la pantalla y miraba una colección de ballestas, Uzis, AK-47 y armas biológicas. Elegía una y luego, con la otra mano, la cargaba con municiones. Había un zoom de su rostro: pecas; ortodoncia; ardor en la mirada.

Luego la pantalla se ponía azul y comenzaba a pasar un texto.

«PREPARADOS O NO-se leía-, AHÍ VOY».


A Derek le gustaba el señor McAfee. Él no era gran cosa, pero su esposa era sexy. Además, era probablemente la única otra persona que, sin estar relacionado con Peter, sentía lástima por él.

– Derek-dijo el abogado-, Peter y tú han sido amigos desde sexto grado, ¿verdad?

– Sí.

– Y has pasado mucho tiempo con él en la escuela y fuera de ella.

– Sí.

– ¿Alguna vez viste que otros chicos se metieran con Peter?

– Sí. Todo el tiempo-contestó Derek-. Nos llamaban maricones y homosexuales. Nos daban empujones. Cuando caminábamos por los pasillos, nos ponían la zancadilla o nos encerraban en los casilleros. Cosas como ésas.

– ¿Alguna vez hablaste con algún maestro acerca de esto?

– Solía hacerlo, pero eso sólo empeoraba las cosas. Luego nos hacían puré por bocones.

– ¿Peter y tú hablaron alguna vez de esa situación?

Derek sacudió la cabeza.

– No. Pero estaba bien poder tener a alguien que lo entendía.

– ¿Con qué frecuencia se daban esos comportamientos de acoso? ¿Una vez por semana?

Él bufó.

– Más bien una vez al día.

– ¿Sólo con Peter y contigo?

– No, también con otros.

– ¿Quién era responsable de la mayor parte de las intimidaciones?

– Los atletas-contestó Derek-. Matt Royston, Drew Girard, John Eberhard…

– ¿Alguna chica participaba en las intimidaciones?

– Sí, las que nos miraban como si fuéramos insectos en su parabrisas-respondió Derek-. Courtey Ignatio, Emma Alexis, Josie Cormier, Maddie Shaw.

– Entonces, ¿qué haces cuando alguien te encierra en un casillero?-preguntó el señor McAfee.

– No puedes hacerles frente, porque no eres tan fuerte como ellos, y no puedes impedirlo…así que te limitas a esperar que pase.

– ¿Sería justo decir que este grupo que has nombrado, Matt, Drew, Courtney, Emma y el resto, iban tras una persona en especial?

– Sí-contestó Derek-, Peter.

Derek miró al abogado de Peter sentarse junto a éste, y a la fiscal levantarse y comenzar a preguntarle de nuevo.

– Derek, has dicho que también se metían contigo.

– Sí.

– Tú nunca ayudaste a Peter a poner juntos una bomba casera para hacer explotar el coche de alguien, ¿o sí?

– No.

– Nunca ayudaste a Peter a manipular las líneas telefónicas y las computadoras del Instituto Sterling para que, una vez que comenzara el tiroteo, nadie pudiera pedir ayuda, ¿o sí?

– No.

– Nunca has robado armas y las has ocultado en tu habitación, ¿o sí?

– No.

La fiscal se acercó un paso a él.

– Nunca has elaborado un plan, como Peter, para entrar en la escuela y matar sistemáticamente a las personas que más te han herido, ¿o sí, Derek?

Derek se volvió hacia Peter, para que pudiera verle los ojos cuando respondiera.

– No-dijo-. Pero a veces desearía haberlo hecho.


De vez en cuando, a lo largo de su carrera como partera, Lacy se había topado con antiguas pacientes en la tienda de comestibles, en el banco o en el sendero de bicicletas. Le habían presentado a sus bebés, que ya tenían tres, siete, quince años. «Mire qué gran trabajo hizo», decían, como si el hecho de traer el niño al mundo tuviera algo que ver con en quién se habían convertido.

Cuando se encontró con Josie Cormier, no supo exactamente cómo reaccionar. Se habían pasado el día jugando al ahorcado; la ironía de lo cual, dado el destino de su hijo, a Lacy no se le había pasado por alto. Conocía a Josie desde que nació; cuando era una niña pequeña y compañera de juegos de Peter. A causa de eso, hubo un momento en que había llegado a odiar a Josie de una manera visceral, cosa que no parecía haberle pasado a Peter; por ser lo suficientemente cruel como para dejar a su hijo atrás. Quizá Josie no hubiera sido responsable del tormento que Peter había sufrido en la escuela y en el instituto, pero tampoco había intervenido y, para Lacy, eso la hacía igualmente responsable.

Sin embargo, Josie Cormier había crecido y se había convertido en una joven despampanante, que permanecía en silencio y pensativa y que no se parecía en nada a esas chicas materialistas y vacuas, asiduas del centro comercial de New Hampshire, o que componían la élite social del Instituto Sterling; chicas que Lacy siempre había comparado mentalmente con las arañas viuda negra, a la constante búsqueda de algo que pudieran destruir. A Lacy la había sorprendido-por lo que sabía, Josie y su novio habían sido la pareja número uno del Instituto Sterling-que Josie la hubiera acribillado a preguntas sobre Peter: ¿Estaba nervioso por el juicio? ¿Era duro estar en la cárcel? ¿Le molestaban allí dentro?

– Deberías enviarle una carta-le había sugerido Lacy-, estoy segura de que le gustaría saber de ti.

Pero Josie había desviado la mirada, y entonces fue cuando Lacy se dio cuenta de que Josie en realidad no estaba interesada en Peter; sólo había intentado ser amable con Lacy.

Cuando la sesión finalizó por ese día, a los testigos se les dijo que podían irse a casa, con la condición de que no miraran las noticias ni leyeran los periódicos ni hablaran del caso. Lacy pidió permiso para ir al baño mientras esperaba a Lewis, que debía de estar luchando con la aglomeración de periodistas que seguramente ocupaban el vestíbulo del tribunal. Acababa de salir del retrete y estaba lavándose las manos, cuando entró Alex Cormier.

El alboroto del pasillo entró con ella, pero se cortó abruptamente cuando cerró la puerta. Sus ojos se encontraron en el largo espejo sobre la hilera de lavamanos.

– Lacy-murmuró Alex.

Lacy se enderezó y agarró una toalla de papel para secarse las manos. No sabía qué decirle a Alex Cormier. En ese momento, tampoco podía imaginar que ella tuviera algo que decirle.

Había una planta en la consulta de maternidad de Lacy que había ido muriéndose paulatinamente. Sin embargo, antes de marchitarse del todo, la mitad de los brotes se habían esforzado por desafiar su destino. Lacy y Alex eran como esa planta: Alex se había marchado con un rumbo diferente mientras que Lacy, bueno, Lacy no. Ella se había decaído, había marchitado, había sucumbido bajo el peso de sus buenas intenciones.

– Lo siento-dijo Alex-. Siento que tengas que pasar por esto.

– Yo también lo siento-respondió Lacy.

Parecía que Alex fuera a decir algo más, pero no lo hizo, y a Lacy se le había agotado la conversación. Fue a salir del baño para encontrarse con Lewis, pero entonces Alex la llamó:

– Lacy-dijo-. Yo recuerdo.

Lacy se volvió para mirarla de frente.

– A él solía gustarle la mantequilla de cacahuete en la mitad de arriba del pan y el dulce de malvavisco en la parte de abajo.-Alex sonrió un poco-. Y tenía las pestañas más largas que yo haya visto nunca en un niño pequeño. Podía encontrar cualquier cosa que se cayera, un pendiente, una lentilla, una aguja, antes de que se perdiera para siempre.-Dio un paso hacia Lacy-. Las cosas aún existen mientras haya alguien que las recuerda, ¿verdad?

Lacy miró fijamente a Alex a través de las lágrimas.

– Gracias-susurró, y salió antes de venirse abajo completamente frente a una mujer, una extraña en realidad, que podía hacer lo que Lacy no podía: agarrarse al pasado como si fuera algo que atesorar, en lugar de rastrillarlo para encontrar indicios de fracaso.


– Josie-dijo su madre, mientras conducía de regreso a casa-, hoy en el tribunal han leído un correo electrónico. Uno que Peter te había escrito a ti.

Josie la miró, angustiada. Debería haber caído en la cuenta de que eso saldría en el juicio; ¿cómo podía haber sido tan estúpida?

– No sabía que Courtney Ignatio lo había mandado. Ni siquiera lo vi hasta después de que lo vieron todos.

– Debió de ser algo humillante-dijo Alex.

– Desde luego. Toda la escuela se enteró de que Peter estaba enamorado de mí.

Su madre le echó un vistazo de reojo.

– Quería decir para Peter.

Josie pensó en Lacy Houghton. Habían pasado diez años, pero Josie todavía se sorprendía de lo delgada que estaba; cuán gris tenía casi todo el cabello. Se preguntaba si el dolor podía hacer que el tiempo se acelerase, como un desperfecto en el reloj. Era increíblemente deprimente, ya que Josie recordaba a la madre de Peter como una persona que nunca usaba reloj de pulsera, alguien a quien no le importaba el desastre si el resultado valía la pena. Cuando Josie era pequeña y jugaba en casa de Peter, Lacy les hacía galletas de lo que fuera que tuviera en su alacena: harina de avena, germen de trigo, ositos de gominola y dulce de malvavisco; harina de algarroba, maicena y arroz inflado. Una vez, vertió un montón de arena en el sótano para que ellos pudieran hacer castillos durante el invierno. Les dejaba dibujar en sus emparedados con colorante para comida y leche; así, cada comida era una obra maestra. A Josie le gustaba estar en casa de Peter; era lo que ella siempre había imaginado que se sentía siendo una familia.

Josie miraba por la ventanilla.

– Crees que fue mi culpa, ¿verdad?

– No…

– ¿Eso es lo que los abogados han dicho hoy? ¿Que el tiroteo ocurrió porque a mí no me gustaba Peter…del modo en que yo le gustaba a él?

– No. Los abogados no han dicho eso en absoluto. La mayor parte del tiempo la defensa ha hablado del tormento que sufría Peter. Que no tenía muchos amigos.-Su madre se detuvo en un semáforo en rojo y giró, con la muñeca ligeramente apoyada en el volante-. ¿Por qué dejaste de verte con él, de todos modos?

Ser impopular era una enfermedad contagiosa. Josie podía recordar a Peter en la escuela primaria, modelando el papel de aluminio de su sándwich del almuerzo y haciendo con él un sombrero con antenas, y llevándolo puesto por todo el patio para intentar recibir transmisiones de radio de los extraterrestres. No se daba cuenta de que la gente se reía de él. Nunca se dio cuenta.

Le vino la imagen de él en la cafetería, con los pantalones bajados hasta los tobillos, una estatua que intentaba cubrirse el bajo vientre con la bolsa de la comida. Ella recordaba la voz de Matt: «Los objetos en los espejos son mucho más pequeños de lo que parecen».

Quizá Peter finalmente hubiese entendido lo que la gente pensaba de él.

– No quería que me trataran como a él-dijo Josie, en respuesta a su madre, cuando lo que en realidad quería decir era «No fui lo suficientemente valiente».


Volver a la cárcel era como una capitulación. Tenías que renunciar a los símbolos de humanidad-los zapatos, el traje, la corbata-y agacharte desnudo para que te revisaran, para que uno de los guardias te palpara con un guante de goma. Te daban un traje carcelario, y chancletas demasiado grandes para tu pie; así volvías a ser de nuevo como cualquier otro preso y no podías creer que eras diferente ni mejor.

Peter se recostó en la litera con los brazos apoyados sobre los ojos. El interno de la celda de al lado, un tipo que esperaba juicio por la violación de una mujer de sesenta y seis años, le preguntó cómo le había ido en el tribunal, pero él no le contestó. Ésa era la única libertad que le quedaba y quería mantener en secreto esa verdad: que cuando lo metían de nuevo en su celda, se sentía aliviado de estar de regreso (¿podía decirlo?) en el hogar.

Allí, nadie lo miraba fijamente, como si fuera un tumor. En realidad, nadie lo miraba en absoluto.

Allí, nadie hablaba de él como si fuese un animal.

Allí, nadie lo culpaba, porque estaban todos en el mismo barco.

La cárcel no era tan diferente de la escuela, en realidad. Los funcionarios eran como los profesores: su trabajo era mantener a todos en su lugar, alimentarles y asegurarse de que nadie resultara grave-mente herido. Más allá de eso, te abandonaban a tus propios recursos. Y, como en la escuela, la cárcel era una sociedad artificial, con sus propias reglas y jerarquías. Cualquier trabajo era inútil; limpiar los váteres cada mañana o llevar el carro de la biblioteca por la parte de mínima seguridad no era diferente, en realidad, de escribir un ensayo sobre la definición de civitas o memorizar los números primos, porque nada de eso servía para la vida real. Y, como el instituto, la única manera de pasar por la cárcel era aguantar y cumplir tu condena.

Huelga decirlo: Peter tampoco era popular en la prisión.

Pensó en los testigos que Diana había hecho desfilar o arrastrarse o deslizarse sobre sus ruedas hasta la tribuna. Jordan le había explicado que se trataba de buscar compasión; la fiscalía quería presentar todas esas vidas arruinadas antes de que ellos pasaran a las pruebas duras; que él pronto tendría oportunidad de mostrar cómo la vida de Peter también estaba arruinada. A Peter eso apenas le importaba. Después de volver a ver a todos esos estudiantes, él se había asombrado más de cuán poco había cambiado todo.

Peter miraba fijamente los muelles cruzados de la litera de arriba, parpadeando rápidamente. Luego se volvió hacia la pared y se metió la esquina de la funda de su almohada en la boca para que nadie pudiera oírlo llorar.

Aunque John Eberhard no pudiera llamarle maricón nunca más, no pudiera ni siquiera hablar…

Aunque Drew Girard nunca volviera a ser el atleta que había sido…

Aunque Haley Weaver no fuese ya la belleza que había sido…todavía formaban parte de un grupo en el que Peter no encajaba y nunca lo haría.

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