EL MES ANTERIOR

Cuando se ama a alguien, hay un patrón en el modo en que uno se acerca al otro. Puede que ni siquiera se sea consciente de ello, pero los cuerpos ejecutan una coreografía: un toque en la cadera, un movimiento del cabello. Un beso en staccato, separación, un beso más largo, la mano que se desliza bajo la camisa. Es una rutina, pero no en el sentido aburrido de la palabra. Es la forma en que se ha aprendido a encajar mutuamente, y ésa es la razón por la que, cuando se ha estado con un chico mucho tiempo, los dientes no chocan en el beso, ni las narices ni los codos.

Matt y Josie tenían un patrón. Cuando comenzaron a salir, él se inclinó hacia ella y la miró como si no fuera capaz de ver ninguna otra cosa en el mundo. Era hipnotismo, Josie se dio cuenta, porque al cabo de un momento también ella se sintió así. Luego, él la besó, tan lentamente que ella apenas sintió presión en la boca, hasta que fue la propia Josie la que presionó contra él pidiendo más. Él la acarició, desde la boca hasta el cuello, del cuello a los pechos y luego sus dedos llevarían a cabo una incursión por debajo de la cintura de sus tejanos. Esa primera vez todo el asunto duró alrededor de diez minutos; luego Matt se dio la vuelta para agarrar el condón de su cartera para que pudieran tener sexo.

Las veces posteriores habían seguido un esquema muy parecido. No es que a Josie le molestase. Para ser franca, el patrón le gustaba. Se sentía como en una montaña rusa, subiendo, consciente de qué era lo que venía a continuación, la bajada; y sabiendo también que no podría hacer nada para detenerlo.

Estaban en el salón, a oscuras, con la televisión encendida para que hiciera ruido de fondo. Matt ya le había quitado la ropa, y ahora se inclinaba sobre ella como una ola marina, bajándose los calzoncillos. Se liberó de ellos y se metió entre las piernas de Josie.

– Eh-dijo ella, mientras él intentaba penetrarla-, ¿no estás olvidándote de algo?

– Oh, Jo. Sólo por una vez quiero que no haya nada entre nosotros.

Sus palabras podían hacer que ella se derritiese, casi tanto como cuando la besaba o la tocaba; a esas alturas lo sabía perfectamente. Por otra parte, odiaba el olor a goma que impregnaba el aire desde el momento en que él rasgaba el envoltorio del preservativo, y que permanecía en sus manos hasta que terminaban. Y, Dios, ¿había algo mejor que sentir a Matt dentro de ella? Josie se levantó sólo un poco, sintió su cuerpo adaptarse al de él y sus piernas temblaron.

Cuando Josie tuvo su primera regla, a los doce, su madre no le dio la típica charla íntima entre madre e hija. En lugar de eso, le entregó a Josie un libro sobre probabilidades y estadísticas.

– Cada vez que tienes sexo, puedes quedarte embarazada o puedes no quedarte embarazada-dijo su madre-. Eso es cincuenta y cincuenta. Así que no te engañes pensando que si lo haces una vez sin protección las probabilidades están a tu favor.

Josie empujó a Matt.

– Creo que no debemos hacer esto-susurró ella.

– ¿Tener sexo?

– Tener sexo sin…ya sabes, nada.

Él estaba decepcionado, Josie lo sabía por el modo en que su cara se paralizó por un solo instante. Pero salió de ella y rebuscó en su cartera; encontró un condón. Josie se lo quitó de las manos, abrió el paquete y ayudó a que él se lo pusiera.

– Un día…-comenzó, luego él la besó y ella olvidó qué era lo que iba a decirle.


Lacy había comenzado a echar maíz en el patio trasero en noviembre, para ayudar a los ciervos durante el invierno. Había muchos vecinos que fruncían el cejo ante la actitud de echar una mano artificialmente durante el invierno-la mayoría era la misma gente cuyos jardines eran destrozados en verano por los ciervos que sobrevivían-, pero para Lacy, tenía que ver con el karma. Mientras Lewis insistiera en cazar, ella haría lo mínimo que pudiera para compensar sus acciones.

Se puso las pesadas botas-todavía había mucha nieve en el suelo, aunque ya hacía suficiente calor como para que la savia comenzara a fluir, lo que quería decir que, al menos en teoría, la primavera estaba llegando. Tan pronto como Lacy salió, pudo oler el jarabe de arce refinándose en la cabaña en la que lo hacían sus vecinos, como cristales de dulce en el aire. Cargó el cubo de maíz hacia el columpio que había en el patio de atrás; una estructura de madera en la que los muchachos se habían balanceado cuando eran pequeños y que Lewis nunca se había molestado en quitar.

– Eh, mamá.

Lacy se volvió y se encontró con Peter de pie, cerca de ella, con las manos metidas profundamente en los bolsillos de sus tejanos. Llevaba puesta una camiseta y otra debajo, y ella supuso que tenía que estar congelándose.

– Hola, cariño-dijo Lacy-, ¿qué sucede?

Se podrían contar con los dedos de una mano el número de veces que Peter había salido de su habitación últimamente, y mucho menos al exterior. Sabía que eso formaba parte de la pubertad; que los adolescentes se escondían en sus madrigueras y hacían lo que fuera que hicieran, con la puerta cerrada. En el caso de Peter, eso incluía la computadora. Estaba constantemente conectada-no tanto para navegar por la Red como para programar-, y ¿cómo podría criticar ella ese tipo de pasión?

– Nada. ¿Qué haces?

– Lo mismo que he hecho todo el invierno.

– ¿En serio?

Ella lo miró. En la belleza del refrescante exterior, Peter parecía sumamente fuera de lugar. Sus rasgos eran demasiado delicados como para encajar con la escarpada línea de las montañas que había tras él como un de telón de fondo; su piel parecía tan blanca como la nieve. No encajaba, y Lacy se dio cuenta de que la mayor parte de las veces en que veía a Peter, fuera donde fuese, podría haber hecho la misma observación.

– Ven-dijo Lacy, pasándole el cubo-, ayúdame.

Peter tomó el cubo y comenzó a echar puñados de maíz en el suelo.

– ¿Puedo preguntarte una cosa?

– Claro.

– ¿Es verdad que fuiste tú quien invitó a salir a papá?

Lacy sonrió ampliamente.

– Bueno, si no lo hubiera hecho yo, probablemente habría tenido que esperar más o menos toda la vida. Tu padre es muchas cosas, pero perceptivo no es una de ellas.

Lacy había conocido a Lewis en un mitin a favor del aborto. Aunque Lacy hubiera sido la primera en decir que no había regalo más maravilloso que tener un bebé, era realista; había mandado a casa a suficientes madres demasiado jóvenes o demasiado pobres o demasiado sobrecargadas como para saber que las probabilidades de que esos niños tuvieran una buena vida eran escasas. Había ido con una amiga a manifestarse frente al ayuntamiento, en Concord, y estaba desfilando con un grupo de mujeres que portaban pancartas que decían: ESTOY A FAVOR DEL ABORTO Y VOTO SÍ. ¿ESTÁS EN CONTRA? NO ABORTES. Miró alrededor, a la multitud, y se dio cuenta de que había un solo hombre; bien vestido, con traje y corbata, exactamente en el lugar donde había más manifestantes. Lacy se quedó fascinada. Como manifestante, era completamente atípico.

– Guau-había dicho Lacy, dirigiéndose a él-, qué día.

– Dímelo…

– ¿Habías estado aquí antes?-preguntó Lacy.

– Es mi primera vez-contestó Lewis.

– También para mí.

Fueron separados por un nuevo flujo de personas que marchaban y que habían bajado de los escalones de piedra. Un papel salió volando de la pila que llevaba Lewis pero, para cuando Lacy tuvo tiempo de recogerlo, él ya había sido tragado por la multitud. Era la primera página de un trabajo, Lacy lo supo por los agujeros de la grapa en el extremo, y tenía un título que casi la hizo dormir: «La asignación de los recursos de educación pública en New Hampshire: un análisis crítico». Pero figuraba también el nombre del autor: Lewis Houghton, Departamento de Ciencias Económicas de la Universidad de Sterling.

Cuando ella llamó a la universidad para decirle a Lewis que tenía un papel que le pertenecía, él dijo que no lo necesitaba. Podía imprimir otra copia.

– Sí-había dicho Lacy-, pero yo necesito devolverte éste.

– ¿Por qué?

– Para que puedas explicármelo durante la cena.

Hasta que salieron a cenar sushi, Lacy no supo que la razón por la que Lewis había estado en la manifestación no tenía nada que ver con asistir a un mitin a favor del aborto, sino que tenía una cita concertada con el gobernador.

– Pero ¿cómo le dijiste-preguntó Peter-que te gustaba, ya sabes, de ese modo?

– Según recuerdo, después de nuestra tercera cita, me acerqué a él y lo besé. Luego otra vez, que debió de ser para hacerle callar, porque él estaba dale que te pego con el libre comercio.-Lacy echó un vistazo a su hijo por encima del hombro y de repente todas sus preguntas cobraron sentido-. Peter-dijo ella, con una sonrisa incipiente-, ¿hay alguien que te guste?

Peter ni siquiera necesitó contestar, su rostro se había vuelto carmesí.

– ¿Puedo saber su nombre?

– No-contestó él categóricamente.

– Bueno, no importa.-Ella enganchó su brazo alrededor del brazo de Peter-. ¡Vaya por Dios! Te envidio. No hay nada comparable con esos pocos primeros meses en los que en lo único que piensas es en el otro. Quiero decir, el amor en cualquiera de sus formas es fabuloso…pero enamorarse…bueno…

– No es así-dijo Peter-, quiero decir, no es mutuo.

– Apuesto a que ella está tan nerviosa como lo estás tú.

Él hizo una mueca:

– Mamá, ella apenas sabe que existo. No soy…no ando con el tipo de gente con el que anda ella.

Lacy miró a su hijo:

– Bueno-dijo-, entonces lo primero que tienes que hacer es cambiar eso.

– ¿Cómo?

– Encuentra formas de conectar con ella. Quizá en los lugares en los que sabes que sus amigos no estarán. E intentar mostrarle el lado de las cosas que ella no ve normalmente.

– ¿Como qué?

– El interior.-Lacy dio un golpecito en el pecho de Peter-. Si le dijeras cómo te sientes, creo que podrías sorprenderte con su reacción.

Peter agachó la cabeza y pateó una pila de nieve. Luego levantó la vista hacia ella, tímidamente:

– ¿En serio?

Lacy asintió con la cabeza:

– A mí me funcionó.

– Bueno-dijo Peter-, gracias.

Ella lo miró caminar pesadamente de regreso hacia la casa, y luego volvió a concentrar su atención en los ciervos. Lacy tendría que alimentarlos hasta que la nieve se derritiera. Una vez que comienzas a ocuparte de ellos, debes seguir adelante, o ellos solos no lo logran.


Estaban en el suelo del salón y estaban casi desnudos. Josie podía notar la cerveza en el aliento de Matt, pero ella también debía de tener ese sabor. Ambos habían bebido algunas en casa de Drew; no tanto como para emborracharse pero sí para estar un poco alegres. Lo suficiente como para que las manos de Matt parecieran estar por todo su cuerpo, de modo que la piel de él encendiera la de ella.

Josie había estado flotando placenteramente en la bruma de lo familiar. Sí, Matt la había besado; primero uno corto, luego uno más largo, un beso hambriento, mientras su mano maniobraba para abrir el broche de su sujetador. Ella permanecía indolente, tendida debajo de él como un banquete, mientras dejaba que le quitara las tejanas. Pero entonces, en lugar de hacer lo que normalmente venía a continuación, Matt se irguió sobre ella otra vez, y luego la besó tan fuerte que le dolió.

– Mmmm-dijo ella, empujándole.

– Relájate-murmuró Matt, y entonces hundió sus dientes en el hombro de ella. Le inmovilizó las manos sobre la cabeza y presionó sus caderas contra las de ella. Josie podía sentir su erección, caliente, contra su estómago.

No era la forma habitual, pero tenía que admitir que era excitante. Ella no podía recordar haberlo sentido antes tan cercano, como si su corazón le latiera entre las piernas. Arañó la espalda de Matt para atraerlo más hacia ella.

– Sí-gimió él, y empujó entre sus muslos. Entonces, de repente, Matt la penetró, arremetiendo con tal fuerza que ella procuraba escabullirse hacia atrás arrastrándose por la alfombra, quemándose la parte trasera de las piernas.

– Espera-dijo Josie, intentando salir de debajo de él, pero Matt le tapó la boca y empujó una y otra vez con más y más fuerza, hasta que Josie sintió cómo eyaculaba dentro de ella.

Semen, pegajoso y caliente, resbalando sobre la alfombra, debajo de ella. Matt le tomó la cara entre las manos.

– Dios, Josie-susurró, y ella se dio cuenta de que él tenía lágrimas en los ojos-, te amo tanto, maldición.

Josie volvió la cara hacia otro lado:

– Yo también te amo.

Permaneció diez minutos en los brazos de él y luego le dijo que estaba cansada y que necesitaba dormir. Después de despedirse de Matt con un beso en la puerta de entrada, fue a la cocina y tomó el limpiador de alfombras de debajo del fregadero. Lo echó sobre la mancha húmeda y restregó la alfombra; rogó para que no quedaran rastros.

# include ‹stdio.h›

main ()

{

int time;

for (time=0; time‹infinity (1); time++)

{printf (“Te amo”);)

}

Peter seleccionó el texto en la pantalla de su computadora y luego lo borró. Aunque pensaba que debía estar bueno abrir un correo electrónico y que apareciera automáticamente un mensaje que dijera TE AMO repetido una y otra vez en la pantalla, podía entender que a otra persona-alguien a quien le importara una mierda el C++- [9] pensara que era algo muy extraño.

Se había decidido por un correo electrónico porque, de ese modo, si ella lo mandaba a paseo, pasaría la vergüenza en privado. El problema era que su madre le había dicho que mostrase lo que tenía en su interior, y él no era muy bueno poniendo nada en palabras.

Pensó que algunas veces, cuando la veía, se sentía como formando parte de ella: su brazo apoyado en la ventanilla del acompañante en el coche, su cabello volando por la ventanilla. Pensó en cuántas veces había fantaseado con ser él el que iba al volante.

«Mi viaje no tenía rumbo-escribió-. Hasta que tomé un cambio de sentido». [10]

Gruñendo, Peter borró también eso. Hacía que sonara como una tarjeta de Hallmark o, incluso peor, una que Hallmark ni siquiera querría.

Pensó en lo que le gustaría poderle decir, si tuviese agallas, y sus manos permanecieron suspendidas sobre el teclado.

Sé que no piensas en mí.

Y que desde luego nunca nos has imaginado juntos.

Pero probablemente la mantequilla de cacahuete no fue más que mantequilla de cacahuete durante mucho tiempo, antes de que alguien alguna vez pensara en combinarla con jalea. Y había sal, pero comenzó a tener mejor sabor cuando hubo pimienta. ¿Y qué es la mantequilla sin pan?

«(¿¿¿Por qué me salen todos estos ejemplos de COMIDAS?!?!?!)»

Por mí mismo, no soy nada especial. Pero contigo, creo que podría serlo.

Lo pasó mal para encontrar un final.

Tu amigo, Peter Houghton.

Bueno, técnicamente eso no era cierto.

Sinceramente, Peter Houghton.

Eso era verdad, pero todavía era poco convincente. Claro, estaba la obvia:

Con amor, Peter Houghton.

Lo tecleó, lo leyó una vez más. Y luego, antes de que pudiera arrepentirse, apretó el botón de INTRO y, a través de la Ethernet, envió su corazón a Josie Cormier.


Courtney Ignatio estaba desesperadamente aburrida.

Josie era su amiga, pero era como si no hubiera nada que pudieran hacer. Ya habían visto tres películas de Paul Walker en DVD, revisado la página web de Lost para buscar la biografía del tipo bueno que hacía el personaje de Sawyer y leído todas las Cosmo que no habían sido recicladas, pero no había HBO, nada de chocolate en el refrigerador y ninguna fiesta en la Universidad de Sterling en la que colarse. Ésa era la segunda noche de Courtney en el hogar Cormier, gracias al cerebrito de su hermano, que había arrastrado a sus padres a una excursión tipo torbellino por las universidades de la Ivy League de la Costa Este. Courtney hizo un ruidito de satisfacción que salió de su estómago, y frunció el gesto con sus ojos como botones. Había intentado conseguir detalles de la última noche de Josie con Matt-cosas importantes, como cuán grande tenía la polla y si tenía idea acerca de cómo usarla-, pero Josie asumía una actitud mojigata ante ella y actuaba como si nunca antes hubiera oído la palabra «sexo».

Josie estaba en el baño, dándose una ducha; Courtney podía oír el agua corriendo. Se volvió de lado y escudriñó una fotografía enmarcada de Josie y Matt. Hubiera sido fácil odiar a Josie, porque Matt era el supernovio, siempre echando una mirada por ahí en la fiesta para asegurarse de que no se había alejado mucho de Josie; llamándola para darle las buenas noches, incluso si la había dejado en casa media hora antes (sí, Courtney había sido una espectadora privilegiada de ese tipo exacto de cosas la noche anterior). A diferencia de la mayoría de los chicos del equipo de hockey-con muchos de los cuales Courtney había salido-, Matt realmente parecía preferir la compañía de Josie a la de cualquier otra persona. Pero había algo de Josie que hacía que Courtney no tuviera celos. Era el modo en que su expresión cambiaba de vez en cuando permitiendo ver lo que había de verdad por debajo. Josie podía haber sido una mitad de la Pareja Más Fiel del Instituto Sterling, pero casi parecía que la razón más importante por la que ella se aferraba a esa etiqueta, era porque le permitía saber quién era.

– «Tienes un correo electrónico»-dijo el automático de la computadora de Josie.

Hasta ese momento, Courtney no se había dado cuenta de que habían dejado la computadora funcionando y, mucho menos, conectada. Se instaló en el escritorio, moviendo el ratón para que la pantalla volviera a iluminarse. Quizá Matt estuviera escribiendo algún tipo de ciberpornografía. Sería divertido coquetear con él un poco y hacerse pasar por Josie.

La dirección del destinatario, sin embargo, no era ninguna que Courtney pudiera reconocer; y ella y Josie tenían una Lista de Amigos casi idéntica. No había asunto. Courtney fue a abrirlo dando por sentado que era algún tipo de correo basura: alarga tu pene; agrupa tus deudas; verdaderos chollos en tinta para impresora.

El correo electrónico se abrió y Courtney comenzó a leer.

– Oh, Dios mío-murmuró-, puta madre, esto es demasiado bueno.

En un instante reenvió el correo electrónico.

Drew-escribió-, envía masivamente esto a todo el ancho mundo.

La puerta del baño se abrió y Josie regresó a la habitación con un albornoz y una toalla envolviéndole la cabeza. Courtney cerró la ventana del servidor.

– Adiós-dijo el automático.

– ¿Qué pasa?-preguntó Josie.

Courtney se volvió en la silla, sonriendo:

– Sólo revisaba mi correo-contestó.


Josie no podía dormir; su mente daba vueltas como un remolino. Tenía exactamente la clase de problema que hubiera deseado poder hablar con alguien, pero ¿con quién? ¿Su madre? Sí, justo. Matt por supuesto estaba descartado. Y Courtney-o cualquier otra de las amigas que tenía-…bueno, tenía miedo de que si pronunciaba sus peores miedos en voz alta, quizá eso fuera suficiente como para que se convirtieran en realidad.

Josie esperó hasta escuchar la respiración regular de Courtney. Se deslizó desde la cama hasta el baño. Cerró la puerta y se bajó el pantalón del pijama.

Nada.

Tenía un retraso en la regla de tres días.


El martes por la tarde Josie estaba sentada en un sofá en el sótano de Matt, a punto de escribirle un trabajo de ciencias sociales sobre el histórico abuso de poder en América, mientras él y Drew levantaban pesas.

– Hay un millón de cosas de las que puedes hablar-dijo Josie-. Watergate. Abu Ghraib. Kent State.

Matt se dobló bajo el peso de la pesa cuando Drew se la pasó a él.

– Lo que sea más fácil, Jo-dijo él.

– Vamos, gatita-intervino Drew-. A este paso van a degradarte a categoría junior.

Matt sonrió ampliamente y extendió por completo los brazos.

– A ver si levantas esto-le gruñó a Drew.

Josie le miró los músculos, los imaginó lo suficientemente fuertes como para hacer eso y también lo bastante tiernos como para abrazarla. Matt se incorporó, limpiándose la frente y el banco de pesas, para que Drew pudiera ocuparlo.

– Podría hacer algo acerca del Patriot Act-sugirió Josie, mordiendo el extremo del lápiz.

– Sólo procuro por tus intereses-dijo Drew-. Quiero decir, que si no subes de peso muscular por el entrenador, al menos hazlo por Josie.

Ella levantó la mirada:

– Drew, ¿tú naciste idiota o te fuiste haciendo con el tiempo?

– Estoy diseñado inteligentemente-bromeó él-. Lo único que digo es que mejor que Matt se ande con ojo, ahora que tiene competencia.

– ¿De qué hablas?-Josie le miró como si estuviera loco, pero en secreto estaba aterrada. En realidad no importaba si Josie había prestado atención a alguien más o no; sólo importaba que Matt lo creyera así.

– Era una broma, Josie-dijo Drew, recostándose en el banco y cerrando los puños alrededor de la barra de metal.

Matt se rió:

– Sí, ésa es una buena descripción de Peter Houghton.

– ¿Vas a vengarte?

– Eso espero-dijo Matt-, sólo que todavía no he decidido cómo.

– Quizá necesites un poco de inspiración poética para que te surja un plan adecuado-dijo Drew-. Eh, Jo, toma mi carpeta. El correo electrónico está justo encima.

Josie se estiró sobre el sofá hasta la mochila de Drew y hurgó en su carpeta. Sacó una hoja de papel doblada y la abrió. Vio su propia dirección de correo electrónico justo arriba de todo y todo el cuerpo de estudiantes del Instituto Sterling como dirección del destinatario.

¿De dónde había salido aquello? ¿Y por qué nunca lo había visto?

– Léelo-dijo Drew, levantando las pesas.

Josie dudó.

– Sé que no piensas en mí. Y que desde luego nunca nos has imaginado juntos.

Sentía las palabras como piedras en la garganta. Dejó de leer en voz alta, pero eso no importó, porque Drew y Matt estaban recitando el mensaje palabra por palabra.

– Por mí mismo, no soy nada especial-dijo Matt.

– Pero contigo…creo…-Drew se partía de risa, las pesas cayeron de golpe otra vez en su horquilla-. Carajo, no puedo hacer esto cuando me río.

Matt se hundió en el sofá junto a Josie y deslizó su brazo alrededor de ella, con su pulgar posado en su pecho. Ella se movió un poco porque no quería que Drew lo viese, pero Matt sí y se movió con ella.

– Inspiras poesía-dijo él, sonriendo-. Mala poesía, pero incluso Helena de Troya probablemente comenzó con, por ejemplo, un Limerick, [11] ¿no?

La cara de Josie enrojeció. No podía creer que Peter hubiera escrito esas cosas para ella, que él hubiera pensado siquiera que pudiera ser receptiva a ellas. Josie no podía creer que toda la escuela supiera que le gustaba a Peter Houghton. Ahora no podía permitirse, por ellos, sentir nada por él.

Ni siquiera lástima.

Más devastador era el hecho de que alguien hubiera decidido hacerla pasar por tonta. No era una sorpresa que hubieran entrado en su cuenta de correo electrónico-todos conocían las contraseñas de todos-; podría haber sido cualquiera de las chicas, e incluso el propio Matt. Pero ¿por qué sus amigas harían algo así, algo tan absolutamente humillante?

Josie ya sabía la respuesta. La gente del grupo que ella consideraba el suyo, en realidad no eran sus amigos. Los chicos y chicas populares no tenían amigos, sólo tenían alianzas. Estabas a salvo únicamente mientras mantuvieras tu verdad escondida; en cualquier momento alguien podía convertirte en el hazmerreír, porque así sabrían que nadie se estaría riendo de ellos.

Josie estaba herida, pero también sabía que parte de la jugada consistía en ver el modo en que ella reaccionaría. Si ella se encaraba con sus amigos y los acusaba de entrar sin permiso en su correo electrónico, estaba condenada. Por encima de todo, se suponía que no debía mostrar emoción. Ella estaba socialmente tan por encima de Peter Houghton que un mensaje de correo electrónico como ése no era humillante, sino chistosísimo.

En otras palabras; ríe, no llores.

– Es un perdedor total-dijo Josie, como si no le molestara en absoluto; como si ella lo encontrara tan gracioso como Drew y Matt. Hizo una pelota con la hoja del correo y la lanzó detrás del sofá. Las manos le temblaban.

Matt apoyó su cabeza en la falda de ella, todavía sudando:

– ¿Sobre qué he decidido escribir, finalmente?

– Pobladores nativos de América-respondió Josie ausente-. De qué forma el gobierno rompió todos los acuerdos y les quitó sus tierras.

Era, ella se dio cuenta, algo con lo que podría simpatizar: esa carencia de raíces, la comprensión de que nunca te sentirías en casa.

Drew se irguió, con una pierna a cada lado del banco

– Eh, ¿cómo me consigo una chica que pueda mejorar mi promedio?

– Pregúntale a Peter Houghton-respondió Matt con una amplia sonrisa-. Es un maestro del amor.

Mientras Drew se reía, Matt buscaba la mano de Josie, aquella en la que sostenía el lápiz. Le besó los nudillos:

– Eres demasiado buena para mí.


Los casilleros del Instituto Sterling estaban escalonadas, una hilera encima y una hilera debajo, lo que significaba que, si te tocaba un casillero de los de abajo, tenías que sacar tus libros, tu abrigo y tus cosas con alguien prácticamente de pie junto a tu cabeza. El casillero de Peter no sólo estaba en la hilera de abajo, sino que además estaba en una esquina; lo que quería decir que nunca podía reducirse lo suficiente como para sacar lo que necesitaba.

Peter disponía de cinco minutos para ir de una clase a la otra, pero tenía que ser el primero en llegar al vestíbulo cuando sonara el timbre. Era un plan cuidadosamente calculado: si salía lo más pronto posible, estaría en los pasillos durante la mayor aglomeración de tráfico y así era menos probable que alguno de los chicos populares lo distinguiera. Caminaba con la cabeza gacha, con la mirada en el suelo, hasta que alcanzaba su casillero.

Estaba de rodillas frente a ésta, cambiando su libro de matemáticas por el de ciencias sociales, cuando un par de tacones de cuña negros se detuvieron a su lado. Echó un vistazo a las medias caladas hasta la minifalda de tweed, el suéter asimétrico y una larga cascada de cabello rubio. Courtney Ignatio estaba allí de pie, con los brazos cruzados, impaciente, como si Peter estuviera haciéndole perder el tiempo.

– Levántate-dijo ella-. No llegaré tarde a clase.

Peter se levantó y cerró su casillero. Él no quería que Courtney viera lo que había dentro, había pegado una imagen de él y Josie cuando eran pequeños. Había tenido que subir al desván, donde su madre guardaba los viejos álbumes de fotos, porque Peter hacía dos años que se había pasado al formato digital, y ahora todo lo que tenía estaba en CD. En la foto, él y Josie estaban sentados en el borde de un cajón de arena de la guardería de la escuela. La mano de Josie estaba en el hombro de Peter. Ésa era la parte que más le gustaba.

– Mira, lo último que quiero es estar aquí y que me vean hablando contigo, pero Josie es mi amiga, y por eso me ofrecí voluntaria para hacer esto.-Courtney miró el vestíbulo, para asegurarse de que no venía nadie-. Le gustas.

Peter la miraba fijamente.

– Quiero decir que le gustas, retrasado. Ella ya no quiere a Matt, pero no quiere abandonarle hasta que sepa con seguridad que tú vas en serio.-Courtney miró de reojo a Peter-. Le dije que es el suicidio social, pero supongo que eso es lo que la gente hace por amor.

Peter sentía que toda la sangre le subía a la cabeza, un océano en sus oídos:

– ¿Por qué debería creerte?

Courtney se apartó el cabello:

– Me importa un bledo si lo haces o no. Sólo estoy diciéndote lo que ella ha dicho. Lo que hagas depende de ti.

Courtney se fue pasillo adelante y desapareció al doblar la esquina en el mismo instante en que sonaba el timbre. Peter iba a llegar tarde; odiaba llegar tarde, porque entonces sentía los ojos de todo el mundo sobre él cuando entraba en clase, como miles de cuervos picoteándole la piel.

Pero eso apenas importaba, no en el gran plan de las cosas.


El mejor producto de la cafetería eran las Tater Tots, [12] empapadas de aceite. Prácticamente podías sentir cómo la cintura de los tejanos te apretaba al instante y la cara te explotaba; y así y todo, cuando la señora de la cafetería extendía el brazo para servirlas, Josie no podía resistirse. A veces se preguntaba: si fueran tan nutritivas como el brócoli, ¿las desearía tanto? ¿Sabrían así de bien si no fueran tan malas para la salud?

La mayoría de las amigas de Josie sólo bebían gaseosa dietética con sus comidas; comer algo sustancioso y con hidratos de carbono te catalogaba prácticamente como una ballena o como una bulímica. Normalmente, Josie se limitaba a tres Tater Tots y después dejaba el resto para que lo devorasen los chicos. Pero ese día, ella había estado salivando durante las dos últimas clases sólo de pensar en las Tater Tots, y después de comerse una no podía parar. No tratándose de embutidos ni de helado, ¿podía calificarse igualmente de antojo?

Courtney se inclinó sobre la mesa y señaló con el dedo la grasa que cubría la bandeja con las Tater Tots:

– Asqueroso-dijo-. ¿Cómo puede la gasolina ser tan cara, cuando aquí hay aceite suficiente como para llenar el camión de Drew?

– Es un tipo diferente de aceite, Einstein-contestó Drew-. ¿Realmente creías que en la gasolinera cargabas grasa?

Josie se agachó para abrir el cierre de su mochila. Se había llevado una manzana; tenía que estar allí, en algún lado. Hurgaba entre papeles sueltos y maquillaje tan concentrada que no se dio cuenta de que las bromas entre Drew y Courtney-o cualquier otro-se habían silenciado.

Peter Houghton estaba de pie junto a su mesa, con una bolsa marrón en la mano y un cartón de leche abierto en la otra:

– Hola, Josie-dijo, como si ella estuviera escuchándolo, como si ella no estuviera muriéndose de miles de muertes en ese mismo segundo-. Pensé que quizá quisieras comer conmigo.

La palabra «humillada» quería decir convertirse en granito; no poder moverse aunque en ello fuese la vida. Josie imaginó que años más adelante, los estudiantes señalarían la gárgola congelada que sería ella, todavía sentada en la silla de plástico de la cafetería y dirían, «Oh, sí, he oído hablar de lo que le pasó a esta chica».

Josie oyó un crujido detrás, pero en ese momento era por completo incapaz de moverse. Levantó la mirada hacia Peter, deseando que hubiera algún tipo de lenguaje secreto mediante el cual lo que dijeras no fuera lo que querías decir y el que te escuchara automáticamente pudiera saber que tú estabas hablando esa lengua.

– Em…-comenzó Josie-Yo…

– Le encantaría-dijo Courtney-, cuando el infierno se congele.

Toda la mesa se disolvió en carcajadas, una reacción que Peter no entendió:

– ¿Qué hay en la bolsa?-preguntó Drew-. ¿Mantequilla de cacahuete y jalea?

– ¿Sal y pimienta?-intervino Courtney.

– ¿Pan y mantequilla?-añadió Emma.

La sonrisa en el rostro de Peter se marchitaba a medida que se daba cuenta de cuán profundo era el foso en el que había caído, y cuánta gente lo había cavado. Desvió su mirada desde Drew a Courtney, a Emma y luego otra vez a Josie. Cuando lo hizo, ella tuvo que mirar hacia otro lado, de modo que nadie-ni siquiera Peter-pudiera ver cuánto le dolía lastimarle; y así se diera cuenta de que, en lugar de lo que él había creído, ella no era diferente del resto.

– Creo que Josie debería obtener por lo menos una muestra de la mercancía-dijo Matt y, al oírlo, Josie se dio cuenta de que él ya no estaba sentado a su lado, sino de pie; de hecho, detrás de Peter, y con un suave gesto enganchó los pulgares en las presillas de los pantalones de Peter y se los bajó hasta los tobillos.

La piel de Peter era blanca como la luna debajo de las chillonas lámparas fluorescentes de la cafetería; su pene, una minúscula espiral en un ralo nido de vello púbico. Él se cubrió inmediatamente los genitales con la bolsa de la comida y, al hacerlo, dejó caer el cartón de leche. El contenido se desparramó en el suelo, entre sus pies.

– Eh, mira eso-dijo Drew-, eyaculación precoz.

Toda la cafetería comenzó a dar vueltas como un tiovivo: luces brillantes y colores de arlequín. Josie podía oír las carcajadas, e intentaba hacer coincidir las suyas con las del resto. El señor Isles, el profesor de español, que no tenía cuello, se acercó presuroso a Peter mientras éste se subía los pantalones. Agarró a Matt con una mano y a Peter con la otra.

– Ustedes dos, ya está bien-ladró-. ¿O es que hace falta que vayamos a ver al director?

Peter escapó, pero, para ese momento, todos en la cafetería estaban ya reviviendo el glorioso momento en que le habían bajado los pantalones. Drew chocó los cinco con Matt:

– Óyeme, éste ha sido el maldito mejor entretenimiento que he visto nunca en un almuerzo.

Josie volvió a dedicarse a su mochila; hacía como si buscara aquella manzana, pero no tenía más hambre. Lo único que quería era no ver a todos los que la rodeaban en ese momento; no quería dejar que ellos la vieran.

La bolsa con la comida de Peter Houghton estaba junto a su pie, donde él la había dejado caer cuando huyó. Ella miró dentro. Un emparedado, quizá de pavo. Una bolsa de pretzels. Zanahorias, peladas y cortadas por alguien a quien él le importaba.

Josie deslizó la bolsa marrón dentro de su mochila, pensando si debería buscar a Peter y devolvérsela o dejársela cerca de su casillero, aun sabiendo que no haría ninguna de las dos cosas. Lo que haría, en cambio, sería llevarla por ahí hasta que comenzara a heder, hasta que tuviera que tirarla y pudiera fingir que le era fácil deshacerse de ella.


Peter salió disparado de la cafetería y corrió accidentadamente por los pasillos, como la bola de una máquina del millón, hasta que al final llegó a su casillero. Cayó de rodillas y reposó su cabeza contra el metal frío. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido para confiar en Courtney, para creer que a Josie podía importarle lo más mínimo, para pensar que él era alguien de quien ella podía enamorarse?

Se golpeó la cabeza hasta que le dolió, luego marcó ciegamente los números de su casillero. La abrió y sacó la foto de él y de Josie. La hizo una pelota en su palma y caminó por el pasillo otra vez.

En el camino, lo detuvo un profesor. El señor McCabe frunció el cejo, con una mano en su hombro, cuando seguramente pudo ver que Peter no toleraba que le tocasen, que reaccionaba como si un millón de agujas se le clavaran en la piel:

– Peter-dijo el señor McCabe-, ¿te encuentras bien?

– Baño-rechinaron los dientes de Peter, y empujó al profesor apurando el paso por el pasillo.

Se encerró dentro de un retrete y lanzó la imagen de él y Josie a la taza del inodoro. Luego se bajó el cierre y le orinó encima:

– Púdrete-susurró, y entonces dijo lo suficientemente fuerte como para sacudir las paredes del compartimiento-: ¡Que se pudran todos!


Un minuto después de que su madre saliera de la habitación, Josie se sacó el termómetro de la boca y lo acercó a la lámpara de su mesilla de noche. Miró con los ojos entrecerrados para leer los diminutos números y luego, al oír los pasos de su madre, volvió a metérselo en la boca.

– Uh-dijo su madre, sosteniendo el termómetro contra la ventana para poder leer mejor-: Creo que estás enferma.

Josie soltó un gemido que esperaba fuera convincente y se volvió.

– ¿Estás segura de que estarás bien aquí, sola?

– Sí.

– Puedes llamarme si me necesitas. Puedo suspender la sesión del juzgado y volver a casa.

– Está bien.

Se sentó en la cama y la besó en la frente:

– ¿Quieres jugo? ¿Sopa?

Josie sacudió la cabeza:

– Creo que sólo necesito dormir un poco más.-Cerró los ojos para que su madre entendiera el mensaje.

Esperó hasta que oyó que el coche se alejaba, e incluso se quedó diez minutos más en la cama para asegurarse de que realmente estaba sola. Entonces salió de la cama y encendió la computadora. Buscó en Google «abortivo», la palabra que había buscado ya el día anterior, y que significaba «algo que interrumpe el embarazo».

Josie había estado pensando en ello. No era que no quisiera un bebé; ni tampoco que no quisiera un bebé de Matt. Lo único que sabía con certeza era que aún no quería tener que tomar esa decisión.

Si se lo dijera a su madre, ésta proferiría maldiciones y gritaría y luego encontraría la forma de llevarla a un programa de planificación familiar o a la consulta del médico. A decir verdad, no eran las maldiciones ni los gritos lo que preocupaba a Josie, sino darse cuenta de que si su propia madre hubiera hecho eso hacía diecisiete años, Josie ni siquiera estaría viva como para estar teniendo ese problema.

Incluso había contemplado la idea de ponerse en contacto con su padre otra vez, lo cual hubiera supuesto una enorme cuota de humildad. Él no había querido que Josie naciera, así que, en teoría, probablemente se tomaría la molestia de ayudarla a abortar.

Pero.

Había algo en el hecho de ir a un médico, o a una clínica, o siquiera acudir a uno de sus padres, con lo que no podía. Parecía tan…deliberado.

Así, antes de llegar a ese punto, Josie había decidido hacer un poquito de investigación. No podía arriesgarse a ser descubierta en una computadora de la escuela mirando esas cosas, de modo que decidió faltar a clase. Se hundió en la silla del escritorio, con una pierna doblada debajo de sí, y se maravilló de haber encontrado casi 99.000 resultados.

Algunos ya los conocía: meterse una aguja de tejer dentro, como en el viejo cuento de la esposa; tomar laxantes o aceite de castor. Pero otros nunca los hubiera imaginado: una ducha de potasio, tragar raíces de jengibre, comer piña verde. Y luego estaban los de hierbas: infusiones aceitosas de cálamo aromático, artemisa, salvia, gaulteria; cócteles hechos de cemicifuga racemosa y menta poleo. Josie se preguntaba dónde se comprarían, no eran cosas que estuvieran en el pasillo donde se encontraban las aspirinas.

Los remedios a base de hierbas, decía el sitio de Internet, funcionaban entre el 40 y el 45% de las veces. Lo cual, supuso ella, era al menos un comienzo.

Se acercó más, mientras leía.

No comenzar el tratamiento a base de hierbas después de la sexta semana de embarazo.

Tener en cuenta que éstos no son métodos seguros para interrumpir el embarazo.

Beber los tés de día y de noche, para que no se interrumpa el progreso logrado durante el día.

Recoger la sangre que salga y agregarle agua para diluirla, mirar bien los coágulos y tejidos para asegurarse de que la placenta ha sido expulsada.

Josie hizo una mueca.

Usar entre media y una cucharada de té de la hierba seca por cada taza de agua, tres o cuatro veces al día. No confundir tanaceto con hierba cana, que crecen juntas, lo cual ha resultado ser fatal para las vacas que lo habían comido.

Entonces encontró algo que parecía menos, bueno, medieval: vitamina C. Eso no podía ser demasiado malo para ella, ¿verdad? Josie tecleó en el vínculo. «Ácido ascórbico, ocho miligramos, durante cinco días. La menstruación debe comenzar en el sexto o séptimo día.»

Josie se levantó de la computadora y fue al botiquín de medicinas de su madre. Había una gran botella blanca de vitamina C, junto con otras más pequeñas de antiácidos, vitamina B12 y suplementos de calcio.

Abrió la botella y dudó. La otra precaución que todos los sitios de Internet recomendaban era que te aseguraras de que tenías motivos para someter tu cuerpo a esas hierbas, antes de comenzar.

Josie caminó cansinamente de regreso a su habitación y abrió su mochila. Dentro, todavía en la bolsa de plástico de la farmacia, estaba la prueba de embarazo que había comprado el día anterior antes de volver a casa. Leyó las instrucciones dos veces. ¿Cómo puede alguien hacer pis en una tirita durante tanto tiempo? Con el cejo fruncido, se sentó y orinó, sosteniendo la varita entre sus piernas. Después la colocó en su pequeño receptáculo y se lavó las manos.

Josie se sentó en el borde de la bañera y observó cómo la línea de control se volvía azul. Y luego, lentamente, observó cómo aparecía la segunda línea, perpendicular a ésta: un signo más, un positivo, una cruz con la que cargar.


Cuando el quitanieves se quedó sin gasolina en medio del camino, Peter fue a por la lata de repuesto que guardaba en el garaje, sólo para descubrir que estaba vacía. La volcó, una sola gota salpicó el suelo entre sus zapatillas.

Normalmente, sus padres tenían que pedírselo unas seis veces antes de lograr que saliera de casa y limpiara los caminos que llevaban a las puertas de delante y de atrás, pero ese día, Peter se había puesto con la labor sin que le insistieran; él quería-no, fuera eso-, necesitaba salir ahí fuera para sentir que sus pies podían moverse al mismo ritmo que su mente. Al entrecerrar los ojos a la luz del sol del ocaso, todavía podía ver la misma secuencia de imágenes en la parte interna de sus párpados: el aire frío golpeando su trasero mientras Matt Royston le bajaba los pantalones, la leche salpicando en sus zapatillas, la mirada de Josie desviándose a otro lado.

Peter recorrió con dificultad el camino hacia la casa de su vecino del otro lado de la calle. El señor Weatherhall era un policía retirado y su casa lo reflejaba. Había un gran mástil en medio del patio delantero; en verano, el césped estaba bien cuidado, como un corte de pelo a cepillo, en otoño nunca había hojas. Peter solía preguntarse si Weatherhall salía a media noche para rastrillarlas.

Hasta donde Peter sabía, el señor Weatherhall pasaba su tiempo mirando el «Game Show Network» y practicando la jardinería militar calzado con sandalias y calcetines negros. Dado que no dejaba que su césped creciera más de un centímetro de alto, normalmente tenía un galón de gasolina de sobra por ahí; Peter se lo había pedido prestado en nombre de su padre otras veces para la cortadora de césped o para el quitanieves.

Peter tocó el timbre-que sonaba como Hail to the Chief-, y el señor Weatherhall respondió.

– Hijo-dijo, aunque sabía que se llamaba Peter y lo había sabido durante años-, ¿cómo andas?

– Bien, señor Weatherhall. Me preguntaba si tendría un poco de gasolina que pudiera prestarme para el quitanieves. Bueno, gasolina que pudiera usar. Quiero decir, no puedo devolvérsela antes de comprar más.

– Pasa, pasa-sostuvo la puerta abierta para Peter, que entró a la casa. Olía a cigarros y a comida de gato. Sobre la mesa baja tenía un cuenco de Fritos; en la televisión, Vanna White soltaba unas vocales:

– Grandes esperanzas-gritó el señor Weatherhall a los concur-santes al pasar-: ¿Qué son, unos imbéciles?

Acompañó a Peter hasta la cocina.

– Espera aquí. El sótano no es apto para compañía.-Lo cual, pensó Peter, probablemente significara que había una mota de polvo en un estante.

Se inclinó sobre el mostrador y extendió las manos sobre la formica. A Peter le gustaba el señor Weatherhall, porque, incluso cuando intentaba ser rudo, entendías que en realidad sólo era que echaba de menos el hecho de ser un policía, y que no tenía otra persona con quien ponerlo en práctica. Cuando Peter era más pequeño, Joey y sus amigos siempre intentaban fastidiar a Weatherhall amontonando nieve en el extremo de su recién aseado camino, o dejando que sus perros usaran como váter su cuidado césped. Podía recordar que, cuando Joey tenía alrededor de once años, en Halloween había lanzado huevos a la casa de Weatherhall. Él y sus amigos habían sido cazados en el acto.

– El tipo está como una cabra-le había dicho Joey-. Tiene un arma en el tarro de la harina.

Peter aguzó el oído hacia el hueco de la escalera que llevaba al sótano. Podía oír al señor Weatherhall haciendo cosas allí abajo, buscando la lata de gasolina.

Se dirigió hacia el fregadero, sobre el cual había cuatro botes de acero inoxidable. SOSA, ponía en el más pequeñito, y luego en tamaño creciente: AZÚCAR MORENO, AZÚCAR, HARINA. Peter, cautelosamente, abrió el tarro de harina.

Un soplo de polvo blanco voló hacia su cara.

Tosió y sacudió la cabeza. Se lo tendría que haber imaginado: Joey había mentido.

Pero Peter destapó también el tarro de azúcar que estaba al lado y se encontró contemplando una nueve milímetros semiautomática.

Era una Glock 17, probablemente la misma que el señor Weatherhall había llevado como policía. Peter lo sabía porque entendía de armas, había crecido con ellas. Pero había una diferencia entre un rifle de caza o una escopeta y aquella arma limpia y compacta. Su padre decía que cualquiera que no estuviera ya activo en una fuerza del orden y tuviera un revólver, era un idiota; era más probable que te hiciera daño que te protegiera. El problema con un revólver era que el cañón era tan corto que olvidabas mantenerla a una distancia prudencial para tu propio bien; apuntar era tan simple e indiferente como señalar con el dedo.

Peter lo tocó. Frío, suave. Hipnótico. Rozó el gatillo, ajustando el arma a su mano casi sin darse cuenta, un peso reluciente.

Pasos.

Peter tapó corriendo el tarro y se movió rápidamente, cruzándose de brazos. El señor Weatherhall apareció en el extremo de la escalera, acunando una lata roja de gasolina.

– Hecho-dijo-. Devuélvela llena.

– Lo haré-respondió Peter. Salió de la cocina, y no miró en dirección al bote, aunque era lo que quería hacer por encima de todo.


Después de la escuela, Matt llegó con sopa de pollo de un restaurante local y libros de cómics:

– ¿Qué haces fuera de la cama?-preguntó.

– Has llamado al timbre-contestó Josie-. Bien tenía que abrirte la puerta, ¿no?

Él la mimaba como si ella tuviera mononucleosis o cáncer, no sólo un virus, que era la mentira que le había dicho cuando la llamó al móvil desde la escuela esa mañana. Haciendo que se metiera otra vez en la cama, le colocó la sopa en el regazo.

– Esto se supone que cura algo, ¿verdad?

– ¿Y los cómics?

Matt se encogió de hombros:

– Mi madre solía comprármelos cuando era pequeño y me quedaba en casa enfermo. No sé. Siempre me hacían sentir un poco mejor.

Mientras él se sentaba al lado de ella en la cama, Josie escogió una de las historietas. ¿Por qué Wonder Woman era siempre tan admirable? Si tuvieses un 36C, francamente, ¿irías a brincar entre edificios y a combatir el crimen sin un buen sostén de deporte?

Pensar en eso hizo que Josie recordara que ella apenas podía ponerse su propio sujetador en esos días, tan sensibles estaban sus pechos. E hizo que recordara la prueba de embarazo que había envuelto en papel higiénico y había lanzado en el contenedor de basura que había fuera, para que su madre no pudiera encontrarla.

– Drew está planeando una fiesta este viernes por la noche-dijo Matt-. Sus padres se van a Foxwoods el fin de semana.-Matt frunció el cejo-. Espero que te sientas mejor para entonces, y que puedas ir. De todas formas, ¿qué crees que tienes?

Ella se volvió hacia él e inspiró hondo:

– Más bien es lo que no tengo: la regla. Se me ha retrasado dos semanas. Hoy me he hecho una prueba de embarazo.

– Ya ha hablado con un tipo de la Universidad de Sterling para comprar un par de barriles de cerveza de una fraternidad. Te lo aseguro, esa fiesta será algo fuera de serie.

– ¿Me estás escuchando?

Matt le sonrió del modo en que lo haría ante un niño que acabara de decirle que el cielo está cayéndose:

– Creo que estás exagerando.

– Ha dado positivo.

– El estrés puede hacer eso.

Josie abrió la boca con desconcierto:

– ¿Y qué pasa si no es estrés? ¿Y qué pasa si es real?

– Entonces estamos en esto juntos.-Matt se inclinó hacia ella y la besó la frente-. Cariño-dijo-, nunca podrás deshacerte de mí.


Unos días después, cuando volvió a nevar, Peter vació deliberadamente el tanque del quitanieves, y cruzó la calle en dirección a la casa del señor Weatherhall de nuevo.

– No me digas que te has vuelto a quedar sin gasolina-dijo, mientras abría la puerta.

– Supongo que mi padre no ha llenado todavía nuestro tanque-respondió Peter.

– Hay que encontrar el tiempo-gruñó el señor Weatherhall, pero ya estaba metiéndose en su casa, dejando la puerta abierta para que Peter lo siguiera-. Hay que ponerlo en la agenda, así es como se hace.

Cuando pasó junto al televisor, Peter echó un vistazo al reparto de «Match Game»:

– Big Bertha es tan grande-decía el presentador-que en lugar de lanzarse desde un avión con un paracaídas, usa una manta.

En el mismo instante en que el señor Weatherhall desapareció escalera abajo, Peter abrió el tarro de azúcar del estante de la cocina. El arma todavía estaba allí. Peter la sacó y se recordó a sí mismo que debía respirar.

Tapó el tarro y lo colocó exactamente donde estaba. Después, tomó el arma y la encajó por la fuerza, el cañón primero, dentro de la cintura de los tejanos. El abrigo se la tapaba de modo que no se podía ver el bulto para nada.

Cautelosamente, abrió el cajón de los cubiertos y echó una mirada a los armarios. Al pasar la mano por la polvorienta superficie de encima del refrigerador, sintió el suave cuerpo de un segundo revólver.

– ¿Sabes?, conviene tener un tanque de repuesto…-La voz del señor Weaterhall desde el pie de la escalera del sótano, acompañada por la percusión de sus pasos, hizo que Peter dejase el arma, y dejara caer los brazos a los lados del cuerpo.

Cuando el señor Weatherhall entró en la cocina, Peter estaba sudando:

– ¿Estás bien?-le preguntó el hombre, mirándolo fijamente-. Estás un poco blanco alrededor de los ganglios.

– Me he quedado estudiando hasta tarde. Gracias por la gasolina. Otra vez.

– Dile a tu padre que no lo sacaré de apuros la próxima vez-dijo el señor Weatherhall, y saludó a Peter con la mano desde el porche.

Peter esperó hasta que el señor Weatherhall hubo cerrado la puerta y luego comenzó a correr, pateando la nieve a su paso. Dejó la lata de gasolina junto al quitanieves e irrumpió en su casa. Cerró con llave la puerta de su habitación, sacó el arma de sus pantalones y se sentó.

Era negra y pesada. Parecía de plástico, pero en realidad estaba hecha de una aleación de acero. Lo que era absolutamente sorprendente era lo falsa que parecía-como el arma de juguete de un niño-, aunque Peter supuso que lo dejaría maravillado lo realistas que eran las armas de juguete. Movió el seguro y lo soltó. Expulsó el cargador.

Cerró los ojos y sostuvo el arma a la altura de su cabeza:

– Bang-susurró.

Luego lo dejó sobre su cama y sacó la funda de una de las almohadas. Envolvió el arma con ella, enrollándola como una venda. La deslizó entre el colchón y las varillas del somier y se recostó.

Sería como en el cuento aquel de la princesa que podía sentir una habichuela, una arveja o lo que fuera. Sólo que Peter no era un príncipe, y el bulto no lo mantendría despierto por la noche.

De hecho, quizá hiciera que durmiera mejor.


En el sueño de Josie, ella estaba en un hermosísimo tipi. Las paredes estaban hechas de brillante piel de ciervo, cosida tirante con hebras doradas. Había historias pintadas todo alrededor en tonos rojos, ocres, violeta y azules; relatos de cacerías, de amores y pérdidas. Mullidas pieles de búfalo estaban apiladas a modo de cojines; los carbones resplandecían como rubíes en el hoyo del fuego. Cuando alzó la vista, pudo ver las estrellas a través del agujero de salida del humo.

De repente, Josie se dio cuenta de que resbalaba; de que no había forma de detenerse. Echó un vistazo hacia abajo y sólo vio el cielo; se preguntaba si es que había sido tan tonta como para creer que podía caminar entre las nubes o si el suelo de debajo de sus pies había desaparecido cuando ella miraba hacia otro lado.

Comenzó a caer. Podía sentir cómo su cuerpo daba tumbos; sentía que la falda se hinchaba y el viento le corría entre las piernas. No quería abrir los ojos, pero no podía evitar hacerlo: se aproximaba al suelo a un ritmo alarmante, sellos de correos cuadrados de color verde, marrón y azul que se hacían cada vez más grandes, más detallados, más realistas.

Veía su escuela. Su casa. El techo de encima de su habitación. Josie sintió cómo se precipitaba hacia él y se preparó para el inevitable choque. Pero en los sueños nunca se choca contra el suelo; nunca se llega a ver cómo uno se muere. En cambio, Josie sintió salpicaduras; su ropa ondeando como partes de una medusa mientras pisaba agua tibia.

Se despertó, sin aliento, y se dio cuenta de que aún se sentía mojada. Se sentó, levantó las mantas y vio el charco de sangre debajo de sí.

Después de tres pruebas de embarazo positivas, después de un retraso de tres semanas, estaba abortando de forma espontánea.

«Graciasdiosgraciasdiosgracias». Josie enterró el rostro en las sábanas y comenzó a llorar.


Lewis estaba sentado a la mesa de la cocina el sábado por la mañana, leyendo el último número de The Economist y comiéndose metódicamente un gofre de trigo, cuando sonó el teléfono. Echó un vistazo a Lacy, la cual, en el fregadero, estaba técnicamente más cerca, pero ella levantó las manos, chorreando de agua y jabón:

– ¿Podrías…?

Él se levantó y contestó:

– Hola.

– ¿Señor Houghton?

– El mismo-dijo Lewis.

– Habla Tony, de Burnside’s. Sus balas de punta hueca ya están aquí.

Burnside’s era una tienda de armas; Lewis había estado allí en otoño, a buscar disolvente y municiones; una o dos veces había tenido la suerte de llevar un ciervo para que lo pesaran. Pero estaban en febrero; la veda de ciervos estaba cerrada.

– No las he pedido-dijo Lewis-. Debe de haber algún error.

Colgó el teléfono y volvió a sentarse frente a su gofre. Lacy sacó una gran sartén fuera del fregadero y la colocó en el escurridor para que se secase:

– ¿Quién era?

Lewis pasó una página de su revista:

– Número equivocado-dijo.


Matt tenía un partido de hockey en Exeter. Josie solía ir a los partidos que se jugaban en Sterling, pero rara vez iba a aquellos en los que el equipo viajaba. Ese día, sin embargo, le había pedido prestado el coche a su madre y había conducido hasta la costa, partiendo lo suficientemente temprano como para alcanzar a Matt en el vestuario. Asomó la cabeza por la puerta del vestuario del equipo visitante y de inmediato le dio en la cara el hedor de todo el equipo. Matt estaba de espaldas a ella, con el protector del pecho, los pantalones acolchados y los patines puestos. Todavía le faltaba la camiseta.

Alguno de los otros chicos la vieron primero:

– Eh, Royston-dijo un senior-, creo que la presidenta de tu club de fans ha llegado.

A Matt no le gustaba que ella se presentara antes de un partido. Después, bueno, era algo convenido, él necesitaba a alguien que celebrara su victoria. Pero le había dejado bien claro que no tenía tiempo para ella cuando estaba preparándose. Los chicos no jugaban bien si las chicas se les acercaban tanto; el entrenador quería que el equipo estuviera a solas para concentrarse en el juego. Con todo, Josie pensó que ésa podía ser la excepción.

El rostro de él se ensombreció mientras su equipo comenzaba con los silbidos.

– Matt, ¿necesitas ayuda para ponerte el equipo?

– Eh, rápido, que le den al chico un palo más grande…

– Sí-disparó Matt en respuesta, mientras caminaba por las colchonetas de goma hacia Josie-. Ya quisieras tú tener a alguien que te lamiera la verga.

Josie sintió que las mejillas se le encendían mientras todo el vestuario se partía de risa a expensas de ella. Entonces los comentarios groseros pasaron de concentrarse en Matt a concentrarse en ella. Tomándola por el brazo, Matt la sacó de allí de un tirón.

– Te he dicho que no quiero verte antes de un partido-dijo él.

– Lo sé. Pero era importante…

– Esto es importante-le corrigió Matt, señalando la pista.

– Estoy bien-soltó Josie.

– Bueno.

Ella lo miró fijamente:

– No, Matt. Quiero decir…Estoy bien. Tenías razón.

Cuando él se dio cuenta de lo que ella estaba intentando decirle en realidad, le pasó los brazos alrededor de la cintura y la levantó del suelo. El protector quedó atrapado como una armadura entre los dos mientras la besaba. Eso le hizo pensar a Josie en caballeros dirigiéndose a una batalla; y en las damas que dejaban atrás.

– Para que no te olvides-dijo Matt y sonrió.

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