DOCE AÑOS ANTES

En su primer día de jardín de infantes, Peter Houghton se despertó a las cuatro y treinta y dos minutos de la mañana. Entró sin hacer ruido en la habitación de sus padres y preguntó si ya era la hora de tomar el autobús de la escuela. Desde que le alcanzaba la memoria, había visto siempre a su hermano Joey tomando el autobús, el cual constituía para él un misterio de proporciones dinámicas: la forma en que rebotaba sobre su hocico amarillo; la puerta que se abría sobre sus goznes como las fauces de un dragón; el quejumbroso suspiro al detenerse en una parada. Peter tenía un autobús de juguete exactamente igual que aquel de verdad en el que Joey se montaba dos veces al día…El mismo autobús en el que también él iba a subirse ahora.

Su madre le dijo que se volviera a su cama y durmiera hasta que se hiciera de día, pero él no pudo. En lugar de ello, se vistió con la ropa que su madre le había comprado especialmente para su primer día de colegio y se tumbó encima de la cama a esperar. Bajó primero para el desayuno; su madre preparó crepes crujientes con chocolate…sus favoritas. Le dio un beso en la mejilla y le tomó una foto sentado a la mesa, desayunando, y luego otra cuando se puso el abrigo y la mochila vacía a la espalda, como el caparazón de una tortuga.

– No puedo creer que mi hijo vaya ya a la escuela-dijo su madre.

Joey, que aquel año empezaba segundo curso, le dijo que dejara de comportarse como un tonto.

– Sólo es el cole-le dijo-. Ya ves tú qué cosa.

La madre de Peter le abrochó el abrigo hasta el cuello.

– También para ti fue una gran cosa en su día-dijo.

Y entonces le dijo a Peter que tenía una sorpresa para él. Fue a la cocina y reapareció con una fiambrera de Superman. El héroe estaba representado con el puño avanzado, como si tratara de perforar el metal. Su cuerpo en relieve sobresalía muy ligeramente de la superficie, como las letras de los libros que leen los invidentes. A Peter le gustó pensar que aunque no pudiera ver, siempre sería capaz de reconocer su fiambrera. La tomó de manos de su madre y la abrazó. Oyó el golpe sordo de una pieza de fruta que rodaba dentro, el ruido del papel encerado al arrugarse, y se imaginó las entrañas de su comida como si fueran órganos misteriosos.

Esperaron al final del camino de entrada, y tal como Peter había soñado una y otra vez, el autobús amarillo apareció por encima de la cresta de la colina.

– ¡La última!-dijo su madre, y le hizo una fotografía más a Peter, con el autobús rezongando al detenerse a su lado-. Joey-le instruyó-, cuida de tu hermano.-Y le dio a Peter un beso en la frente-. Mi chico, qué grande-dijo, apretando los labios con fuerza, como hacía cuando intentaba aguantarse el llanto.

De repente, Peter sintió como si el estómago se le encogiera. ¿Y si el colegio no era tan genial como él se había imaginado? ¿Y si la maestra era como la bruja que salía en aquel programa de la tele que a veces le producía pesadillas? ¿Y si se olvidaba de hacia qué lado se escribía la letra E y todos se reían de él?

Subió con recelo los escalones del autobús. El conductor llevaba una chaqueta del ejército y le faltaban los dos dientes de delante.

– Hay asientos libres al fondo-dijo, y Peter recorrió el pasillo, buscando a Joey.

Su hermano se había sentado con un chico al que él no conocía. Joey lo miró al pasar, pero no le dijo nada.

– ¡Peter!-oyó que lo llamaban.

Se volvió y vio a Josie dando unas palmaditas en el asiento libre junto a ella. Llevaba el pelo oscuro recogido con trenzas y una falda, aunque ella odiaba llevar falda.

– Te lo estaba guardando-dijo Josie.

Se sentó a su lado, y ya se sintió mejor. Iba montado en un autobús. Y además sentado con su mejor amiga.

– Qué fiambrera genial-dijo Josie.

Él la sostuvo en alto para enseñarle a Josie cómo hacer para que pareciera que Superman volaba moviendo la fiambrera, y justo en ese momento una mano apareció desde el otro lado del pasillo. Un chico con brazos de orangután y una gorra de béisbol con la visera hacia atrás arrebató la fiambrera de la mano de Peter.

– Eh, anormal-dijo-, ¿quieres ver volar a Superman?

Antes de que Peter pudiera comprender lo que aquel chico mayor se proponía, éste abrió la ventanilla y arrojó por ella la fiambrera de Peter. Peter se levantó, estirando el cuello para mirar por la ventanilla trasera de emergencia. Su fiambrera se abrió de golpe al rebotar contra el asfalto. La manzana rodó sobre la línea discontinua de la carretera y desapareció bajo el neumático de un coche que pasaba.

– ¡Siéntate!-gritó el conductor del autobús.

Peter se dejó caer en su asiento. Tenía la cara fría, pero las orejas ardiendo. Oyó cómo se reían aquel chico y sus amigos, tan fuerte como si los tuviera metidos dentro de la cabeza. Entonces notó la mano de Josie que tomaba la suya.

– Yo llevo crema de cacahuete-le dijo en un susurro-. Hay para los dos.


Sentado delante de Alex, en la sala de visitas de la prisión, estaba su nuevo cliente, Linus Froom, el cual aquella misma mañana, a las cuatro, se había vestido de negro, se había puesto un pasamontañas y había atracado a punta de pistola el autoservicio de una gasolinera de Irving. Cuando la policía acudió a la llamada de socorro, Linus había huido, pero encontraron un teléfono móvil en el suelo. Éste sonó cuando el detective de policía estaba ya de vuelta en su despacho.

– Eh, compadre-dijo la voz que llamaba-. Este móvil te lo has encontrado, ¿verdad? Pues es mío, ¿entiendes?-El detective le dijo que sí, que se lo había encontrado, y le preguntó dónde lo había perdido-. En la gasolinera de Irving. Hace, yo qué sé, media hora o algo así.

El detective le propuso encontrarse en el cruce de la carretera 10 con la 25A, asegurándole que le devolvería el teléfono.

Ni que decir tiene que Linus Froom se presentó, y que fue arrestado por robo.

Alex observaba a su cliente, sentado al otro lado de la mesa llena de marcas. En aquellos momentos, su hija estaba comiendo galletas con jugo, o escuchando un cuento, o pintando con lápices de colores, o haciendo lo que fuera que hiciesen en el primer día de escuela; y ella estaba allí, sentada en la silla de una sala de la prisión del condado, con un criminal tan estúpido que no valía ni para su oficio.

– Aquí dice-dijo Alex, examinando el informe policial-, que cuando el detective Chisholm te leyó tus derechos se produjo algún tipo de altercado verbal…

Linus levantó la cabeza. Era un muchacho de apenas diecinueve años, con acné, y cejijunto.

– Pensó que era un retrasado de mierda.

– ¿Él te dijo eso?

– Me preguntó si sabía leer.

Los policías lo preguntan siempre antes de leerle al sospechoso sus derechos constitucionales.

– Y tu respuesta, según parece, fue: «Qué pasa, cornudo, ¿es que tengo cara de imbécil?».

Linus se encogió de hombros.

– ¿Qué se supone que tenía que decir?

Alex se pellizcó en el puente de la nariz. El trabajo de defensor de oficio era un agotador y confuso cúmulo de momentos como aquél: una gran cantidad de tiempo y de energía empleados para ayudar a alguien que, al cabo de una semana, un mes o un año, acabaría de nuevo sentado delante de ella. Pero ¿qué otra cosa tenía que hacer? Aquél era el mundo que ella misma había elegido habitar.

Su beeper sonó. Miró el número y lo apagó.

– Linus, creo que vamos a tener que hacer frente a un juicio.

Dejó a Linus en manos de un agente y se metió en la oficina de una secretaria de la prisión para llamar por teléfono.

– Gracias a Dios-dijo Alex, cuando la persona a quien llamaba descolgó al otro lado de la línea-. Me has salvado de saltar desde una ventana del segundo piso de la cárcel.

– Te has olvidado de que tienen barrotes-dijo Whit Hobart riendo-. Recuerdo que siempre pensaba que no los instalaron para mantener dentro a los presos, sino para evitar que sus abogados de oficio salten por ellas cuando toman conciencia de lo difícil que será defenderlos.

Whit era el jefe de Alex cuando ésta entró a formar parte de la abogacía de oficio de New Hampshire, pero se había retirado hacía nueve meses. Toda una leyenda por derecho propio, Whit se había convertido en el padre que ella nunca había tenido, un padre que, a diferencia del suyo, la había alabado siempre en lugar de criticarla. Hubiera deseado tener a Whit junto a ella, en lugar de que estuviera en algún club de golf, a orillas del mar. Se la habría llevado a comer y le habría contado historias que le habrían hecho comprender que todo abogado de oficio tiene clientes y casos como Linus. Y al final se las habría arreglado para dejarla a ella con la cuenta y con un renovado impulso para levantarse y salir a luchar contra todo una vez más.

– ¿Qué haces levantado tan pronto?-le dijo Alex con ironía-. ¿Una partidita de golf de madrugada?

– Qué va, ese maldito jardinero me ha despertado con su máquina para limpiar de hojas el jardín. ¿Qué me he perdido?

– Nada, la verdad. Sólo que el despacho no es lo mismo sin ti. Falta como una…energía.

– ¿Energía? ¿No te estarás volviendo New Age, con bola de cristal y todo, eh, Al?

Alex sonrió.

– No…

– Estupendo. Porque te llamo porque tengo un trabajo para ti.

– Yo ya tengo trabajo. De hecho tengo como para dos trabajos.

– Tres juzgados de distrito de la zona ofrecen una plaza. En serio, Alex, deberías presentarte.

– ¿A jueza?-Se echó a reír-. Whit, ¿a estas alturas te ha dado por fumar porros?

– Serías muy buena, Alex. Sabes tomar decisiones. Tienes un temperamento equilibrado. Sabes impedir que tus emociones interfieran en el trabajo. Tienes la perspectiva de la defensa, de modo que comprendes muy bien a los litigantes, y siempre has sido una abogada excelente en los juicios.-Dudó unos segundos-. Además, no es frecuente que New Hampshire, que tiene a una mujer como gobernadora y del Partido Demócrata, busque juez.

– Gracias por el voto de confianza-dijo Alex-, pero no sabes hasta qué punto no soy la persona idónea para ese puesto.

Ella sí lo sabía, porque su padre había sido juez del Tribunal Superior. Alex recordaba cuando era pequeña y se subía a su sillón giratorio, y se ponía a contar clips, o a pasar el pulgar a lo largo de la verde superficie aterciopelada dibujando una cuadrícula. Descolgaba el teléfono y fingía que hablaba con alguien. Interpretaba un papel. Y entonces, inevitablemente, llegaba su padre, y la reñía por haber movido de lugar un lápiz, o un dossier, o por haberlo molestado a él, Dios la perdonara.

El beeper zumbó de nuevo en su cintura.

– Escucha, tengo que volver a los tribunales. A lo mejor podemos quedar para comer la semana que viene.

– Los jueces tienen un horario muy regular-añadió Whit-. ¿A qué hora vuelve Josie a casa del colegio?

– Whit…

– Piénsalo-dijo él, y colgó.


– Peter-suspiró su madre-, ¿cómo es posible que la hayas perdido otra vez?

Rodeó a su marido, que estaba sirviéndose una taza de café, y rebuscó en lo más recóndito de la despensa para sacar una bolsa de papel para la comida.

Peter odiaba aquellas bolsas marrones. Las bananas no cabían, y el sándwich siempre acababa aplastado. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

– ¿Qué es lo que ha perdido?-preguntó su padre.

– La fiambrera. Es la tercera vez en lo que va de mes.

Su madre se puso a llenar la bolsa marrón: fruta y un jugo en el fondo, y un sándwich encima de todo. Miró a Peter, que en lugar de tomarse el desayuno estaba viviseccionando la servilleta de papel con un cuchillo. De momento, había formado las letras H y T.

– Si sigues perdiendo el tiempo, se te escapará el autobús.

– Tienes que empezar a ser responsable-dijo su padre.

Cuando su padre hablaba, Peter se imaginaba las palabras como si fueran de humo. Se apelmazaban junto al techo de la habitación por un momento, hasta que, antes de que te dieras cuenta, habían desaparecido.

– Por el amor de Dios, Lewis, sólo tiene cinco años.

– No recuerdo que Joey perdiera su fiambrera tres veces en el primer mes en que fue al colegio.

Peter miraba a veces a su padre jugar al fútbol en el jardín con Joey. Las piernas de su hermano subían y bajaban como si fueran bielas y pistones, atrás y adelante, adelante y atrás, como si juntas conformaran una danza con la pelota aprisionada entre ellas. Cuando Peter intentaba sumarse al juego, era torpe con el balón, y acababa sintiendo una gran frustración. La última vez se había marcado un gol en propia puerta.

Miró a sus padres por encima del hombro.

– Yo no soy Joey-dijo, y aunque nadie contestó, era como si hubiera oído la respuesta: «Ya lo sabemos».


– ¿La abogada Cormier?-Al levantar la vista, Alex se encontró con un antiguo cliente de pie delante de su escritorio, con una sonrisa de oreja a oreja.

Tardó un momento en identificarle. Teddy MacDougal, o Mac Donald, o algo así. Recordaba los cargos: un caso de agresión doméstica violenta. Él y su mujer se habían emborrachado y se habían buscado las cosquillas. Alex había obtenido su absolución.

– Tengo algo para usted-dijo Teddy.

– Espero que no me hayas comprado nada-replicó ella, y lo decía en serio, pues eran personas que vivían en el norte del país, tan pobres que el suelo de su casa era de tierra, y llenaban el refrigerador con los restos de las cosas que él cazaba. Alex no es que fuera una gran defensora de la caza, pero comprendía que, para alguno de sus clientes, como era el caso de Teddy, no se trataba de una actividad deportiva, sino de una cuestión de supervivencia. Por esa razón una condena habría resultado devastadora para él: le habrían despojado de sus armas de fuego.

– No he pagado dinero. Se lo prometo.-Teddy sonrió-. Lo tengo en la camioneta. Venga.

– ¿No puedes traérmelo aquí?

– Oh, no. No puedo hacer eso.

«Oh, estupendo-pensó Alex-. ¿Qué puede llevar en la camioneta que no pueda entrar aquí?». Siguió a Teddy hasta el estacionamiento, y en el remolque de la camioneta vio un enorme oso muerto.

– Directo al congelador-dijo él.

– Teddy, es enorme. Tendrías carne para todo el invierno.

– Pues claro. Por eso pensé en usted.

– Te lo agradezco mucho, de verdad. Pero resulta que yo…vaya, no como carne. Y no quisiera tener que desperdiciarla.-Le tocó el brazo-. Me gustaría que te lo quedaras tú, en serio.

Teddy entornó los ojos a la luz del sol.

– De acuerdo.

Le hizo un gesto con la cabeza a Alex, se subió a la cabina de la camioneta y salió dando saltos del estacionamiento mientras el oso iba dando golpes contra las paredes del remolque.

– ¡Alex!

Se volvió y vio a su secretaria que la llamaba desde la puerta.

– Acaban de telefonear del colegio de su hija-dijo la secretaria-. Han llamado a Josie al despacho del director.

¿Josie? ¿Se habría metido en problemas en el colegio?

– ¿Por qué?-preguntó Alex.

– Por darle una paliza a un chico en el patio.

Alex salió disparada hacia el coche.

– Dígales que voy para allá.


Durante el trayecto de vuelta a casa, Alex iba lanzando fugaces miradas a su hija por el espejo retrovisor. Josie había ido al colegio aquella mañana con un saco blanco de punto y unos pantalones caqui; el saco estaba ahora manchado de tierra. Tenía ramitas enganchadas en el pelo y la trenza medio deshecha. El codo del suéter se le había agujereado, y el labio aún le sangraba. Pero lo asombroso era que, por lo visto, había salido mejor parada que el niño con el que se había peleado.

– Vamos-dijo Alex conduciendo a Josie al baño del piso de arriba.

Le quitó la camisa y le limpió los cortes y rasguños, en los que aplicó desinfectante y tiritas. Se sentó delante de Josie, sobre la esterilla de baño que parecía hecha de la piel del Monstruo de las Galletas.

– ¿Tienes ganas de hablar?

A Josie le tembló el labio inferior, y se echó a llorar.

– Es por Peter-dijo-. Drew no para de meterse con él. Pero hoy le ha hecho tanto daño que he querido que por una vez fuera al revés.

– ¿No había profesores en el patio?

– Monitores.

– Ya. Pues tendrías que haber ido a decirles que se estaban metiendo con Peter. Para empezar, si tú le pegas a Drew, a los ojos de los demás eres tan mala como él.

– Pero es que ya se lo dijimos a los monitores-se quejó Josie-. Ellos siempre le dicen a Drew y a los demás chicos que dejen en paz a Peter, pero no les hacen caso.

– Entonces-dijo Alex-, ¿tú hiciste lo que creíste que era lo mejor en ese momento?

– Sí. Por Peter.

– Ahora imagina que siempre hicieras eso. Pongamos que un día decides que el abrigo de otra niña te gusta más que el tuyo. Entonces tú vas y lo agarras.

– Eso sería robar-dijo Josie.

– Exacto. Por eso existen las normas. No puedes romper las normas, ni siquiera cuando todo el mundo parece saltárselas. Porque si tú lo haces, si todos lo hiciéramos, entonces el mundo se convertiría en un lugar donde no se podría vivir. Un lugar en el que se robarían los abrigos, y a los niños les pegarían en el patio. En lugar de hacer lo que nos parece lo mejor, a veces tenemos que optar por lo más correcto.

– ¿Cuál es la diferencia?

– Lo mejor es lo que tú crees que debería hacerse. Lo más correcto es lo que hay que hacer…cuando no te limitas a pensar sólo en ti y en cómo te sientes, sino en todos los demás, en las demás personas que hay involucradas, en lo que ha sucedido antes, y en lo que dicen las normas.-Miró a Josie-. ¿Por qué Peter no se defendió él mismo?

– Por no meterse en más problemas.

– Es todo lo que tenía que oír-concluyó Alex.

Las pestañas de Josie estaban perladas de lágrimas.

– ¿Estás enojada conmigo?

Alex titubeó.

– Estoy enojada con los monitores, por no prestar la suficiente atención cuando se estaban metiendo con Peter. Y no estoy entusiasmada con que le metieras un puñetazo en la nariz a un chico. Pero me siento orgullosa de ti por haber querido defender a tu amigo.-Le dio a Josie un beso en la frente-. Ve a ponerte algo que no esté agujereado, Superwoman.

Mientras Josie rebuscaba en su habitación, Alex permaneció sentada en el suelo del baño. Le sorprendía pensar que el hecho de administrar justicia tenía más que ver con prestar su presencia y su dedicación que con cualquier otra cosa. A diferencia de esos monitores del patio, por ejemplo. Se podía mostrar autoridad sin ser autoritario; se podía poner empeño en conocer y en hacer conocer las normas; se podían tomar en consideración todas las pruebas antes de llegar a una conclusión.

Ser una buena jueza, pensó Alex, no se diferenciaba tanto de ser una buena madre.

Se levantó, bajó al piso de abajo y agarró el teléfono. Whit contestó a la tercera llamada.

– Está bien-dijo Alex-. Dime qué tengo que hacer.


La silla era demasiado pequeña para Lacy; las rodillas no le cabían debajo del pupitre; los colores de la pared eran demasiado brillantes. La maestra sentada enfrente era tan joven, que Lacy se preguntaba si al volver a su casa podía beber una copa de vino sin infringir la ley.

– Señora Houghton-dijo la maestra-, me gustaría poder darle una explicación, pero es un hecho que hay niños que, sencillamente, atraen como un imán las burlas de los demás. Los otros niños perciben una debilidad, y la explotan.

– ¿Cuál es la debilidad de Peter?-preguntó ella.

La maestra sonrió.

– Yo no lo veo como una debilidad. Es sensible, y dulce. Pero ese temperamento hace que, en lugar de salir corriendo con los demás chicos para jugar a policías y ladrones, prefiera quedarse pintando con Josie en un rincón. Los demás niños de la clase lo notan.

Lacy se acordó de cuando ella estaba en la escuela primaria. Sería no mucho mayor que Peter, y criaron pollos en una incubadora. Los seis huevos se abrieron, pero uno de los pollos nació con una pata malformada. Siempre llegaba último al comedero y al bebedero, y era más tímido y estaba más enclenque que sus hermanos. Un día, ante los horrorizados ojos de toda la clase, los demás pollos se pusieron a picotear al pollito lisiado hasta matarlo.

– No crea que toleramos el comportamiento de los demás chicos-le aseguró a Lacy la maestra-. Cuando vemos que alguien se pasa, lo mandamos de inmediato al director.-Abrió la boca como para añadir algo más, pero finalmente guardó silencio.

– ¿Qué iba a decir?

La maestra bajó la vista.

– Pues que, por desgracia, esta medida tiene a veces el efecto contrario. Los chicos identifican entonces a Peter como la razón de que hayan tenido problemas, lo cual perpetúa el círculo de violencia.

Lacy sintió que se le acaloraba el rostro.

– Y, personalmente, ¿qué medidas toma usted para evitar que esto vuelva a suceder?

Esperaba que la maestra le hablara de cosas como sentar al abusón en una silla para que reflexionara, o de algún tipo de castigo a aplicar si Peter era de nuevo atacado por el grupo. Pero en lugar de eso la joven dijo:

– Estoy tratando de enseñarle a Peter a defenderse solo. Si alguien se le cuela en la cola de la comida, o si se burlan de él, enseñarle a replicar en lugar de aceptarlo.

Lacy parpadeó.

– No…no puedo creer lo que oigo. Entonces, si le empujan, ¿tiene que devolver el empujón? Si le tiran la comida al suelo, ¿tiene que hacer él lo mismo?

– Por supuesto que no…

– ¿Está diciéndome que, para que Peter se sienta a salvo en la escuela, va a tener que empezar a comportarse como los chicos que le están fastidiando?

– No. De lo que le estoy hablando es de la realidad de la escuela primaria-la corrigió la maestra-. Mire, señora Houghton, si usted lo prefiere, yo puedo decirle lo que usted desea escuchar. Podría decirle que Peter es un niño maravilloso, que lo es, que la escuela enseñará tolerancia y disciplina a los niños que han estado convirtiendo la vida de Peter en un tormento, y que todo eso bastará para acabar con la situación. Pero la triste realidad es que, si Peter quiere que las cosas cambien, él va a tener que poner de su parte.

Lacy bajó los ojos mirándose las manos, que parecían las de un gigante sobre la superficie del minúsculo pupitre.

– Gracias. Por su sinceridad al menos.

Se levantó con cuidado, porque es la mejor manera de conducirse en un mundo en el que ya no encajas, y salió de aquella clase del curso de preescolar.

Peter la esperaba sentado en un pequeño banco de madera del vestíbulo, debajo de los casilleros. Su trabajo como madre era apartar los obstáculos del camino de su hijo para que no tropezara con ellos. Pero ¿y si no podía estar todo el tiempo allanándole el sendero como una apisonadora? ¿Era eso lo que había querido decirle la maestra?

Se puso en cuclillas delante de Peter y le sostuvo las manitas.

– Tú sabes que yo te quiero mucho, ¿verdad?-dijo Lacy.

Peter asintió con la cabeza.

– Y sabes que sólo quiero lo mejor para ti.

– Sí-dijo Peter.

– Ya sé lo de las fiambreras. Sé lo que pasa con Drew. Me he enterado de que Josie le pegó. Sé las cosas que te dice ese…-Lacy notó que los ojos se le llenaban de lágrimas-. La próxima vez que pase, no dejes que te maltraten, tienes que arreglártelas tú solito. Tienes que hacerlo, Peter, o si no yo…yo…voy a tener que castigarte.

La vida no era justa. A Lacy siempre la habían dejado de lado para los ascensos, por muy duro que hubiera trabajado. Había visto a madres que habían tenido un cuidado escrupuloso durante los embarazos dar a luz niños muertos, y adictas al crack tener hijos sanos. Había visto a chicas de catorce años morir de cáncer de ovario antes de tener siquiera la oportunidad de vivir de verdad. No se puede luchar contra la injusticia del destino. Lo único que se puede hacer es sufrirla y esperar un mañana diferente. Pero por alguna razón, todo eso era más difícil de digerir cuando se trataba de un hijo. A Lacy la desgarraba tener que ser ella la que arrancara aquel velo de inocencia para que Peter pudiera ver que, por mucho que ella le quisiera, por mucho que quisiera un mundo perfecto para él, el mundo real siempre le defraudaría.

Tragó saliva sin dejar de mirar a Peter y sin dejar de pensar en qué podía hacer ella para espolear su autodefensa, cuál podía ser el castigo que le motivara a cambiar de actitud, aunque a ella misma le rompiera el corazón.

– Si esto vuelve a suceder…durante un mes no podrás quedar para jugar con Josie.

Cerró los ojos ante el ultimátum que acababa de darle. No era la forma en que a ella le gustaba llevar las cosas como madre, pero por lo que parecía, sus consejos habituales, ser amable, ser educado, comportarse como uno quisiera que los demás se comportaran, no le había hecho a Peter ningún bien. Si existía una amenaza que pudiera obligar a Peter a rugir, tan fuerte que Drew y todos esos otros niños espantosos salieran con el rabo entre las piernas, Lacy estaba dispuesta a utilizarla.

Le apartó a Peter el pelo de la cara, y vio sus rasgos ensombrecidos por la duda. Pero ¿cómo no? Su madre desde luego nunca le había dado hasta entonces instrucciones como aquéllas.

– Drew es un mequetrefe. Un matón de pacotilla. Y cuando crezca será un mequetrefe más grande aún, y cuando tú te hagas mayor, serás alguien increíble.-Lacy sonrió abiertamente a su hijo-. Algún día, Peter, todo el mundo conocerá tu nombre.


En el patio había dos columpios, y a veces había que esperar turno. Cuando eso sucedía, Peter cruzaba los dedos para que le tocara el columpio al que no le había dado una vuelta completa por encima de la barra de sujeción algún alumno de quinto, lo que hacía que el asiento quedara demasiado alto y que fuera muy difícil subirse. Tenía miedo de caerse del columpio o, lo que era más humillante, no poder siquiera subirse.

Si esperaba turno con Josie, era ella la que se subía al columpio alto, fingiendo que era porque le gustaba más. Pero Peter sabía que ella hacía como que no se daba cuenta de lo mucho que le disgustaba a él.

En el recreo de ese día, sin embargo, en vez de columpiarse, jugaban a girar los columpios una y otra vez, para que las cadenas se retorcieran y luego, al levantar los pies del suelo, los columpios comenzaron a girar sobre sí mismos. Entonces Peter echaba la cabeza hacia atrás y, mirando al cielo, imaginaba que volaba.

Al detenerse, su columpio y el de Josie chocaban, y ellos entrelazaban los pies. Ella se reía, y ambos apretaban los tobillos para quedar unidos, como eslabones humanos.

Él se volvió hacia Josie.

– Quiero gustar a los demás-dijo de repente.

Ella ladeó la cabeza.

– Pero si les gustas.

Peter separó los pies, deshaciendo la unión.

– Me refiero aparte de ti.


Alex necesitó dos días para cumplimentar la solicitud para optar a la plaza de juez, y, cuando acabó, sucedió algo notable: se dio cuenta que quería ser jueza. A pesar de lo que le había dicho a Whit, a pesar de sus reservas anteriores, estaba tomando la decisión correcta de acuerdo con los motivos adecuados.

Cuando la comisión de selección judicial la llamó para una entrevista, le dejaron claro que ese trámite no era general para todos los solicitantes. Que si entrevistaban a Alex era porque se la consideraba seriamente para el cargo.

El cometido de la comisión era proporcionar a la gobernadora una lista final de candidatos preseleccionados. Las entrevistas de la comisión judicial tenían lugar en Bridges House, la antigua residencia de la gobernadora en East Concord. Seguían un orden escalonado, de modo que los candidatos entraran por una puerta y salieran por otra, presumiblemente con el fin de que ninguno supiera quiénes eran los demás postulantes.

Los doce miembros de la comisión eran abogados, policías, directores ejecutivos de organizaciones de defensa de víctimas. Se quedaron mirando a Alex con tal fijeza que ella esperaba que la cara se le encendiera en llamas de un momento a otro. Tampoco la ayudaba demasiado haberse pasado media noche levantada por Josie, que, después de tener una pesadilla sobre una boa constrictora, había tenido miedo de volverse a la cama. Alex no sabía quiénes eran los demás candidatos al puesto, pero habría apostado a que no eran madres solteras que se hubieran visto obligadas a hurgar en los conductos del radiador con una varilla a las tres de la madrugada para demostrarle a su hija que no había serpientes escondidas en las oscuras tuberías.

– Me gusta el ritmo de trabajo-dijo con tiento, en respuesta a una de las preguntas. Sabía que había respuestas que eran las que esperaban que diera. La habilidad consistía quizá en revestir los tópicos y las contestaciones previsibles con una muestra de su personalidad-. Me gusta la presión que supone tomar una decisión rápida. Conozco muy bien cuáles son las reglas que hay que aplicar a las pruebas presentadas. He participado en juicios cuyos jueces no habían hecho el trabajo previo que les correspondía, y yo sé que ésa no sería mi manera de actuar.

Vaciló unos segundos, mientras miraba a los hombres y mujeres a su alrededor, preguntándose si debía crearse un personaje, como la mayoría de las demás personas que optaban a cargos judiciales (y que procedían de las venerables filas de las fiscalías), o si por el contrario debía ser ella misma y permitir que se le viera el forro de su toga de abogada estatal.

Oh, demonios.

– Supongo que el motivo principal por el que quiero ser jueza es porque me gusta que un tribunal sea un marco en el que prevalezca la igualdad de oportunidades. Cuando alguien tiene que acudir a un juicio, durante el breve período de tiempo que permanece en él, su caso es lo más importante que existe en el mundo para todos los allí presentes. El sistema está trabajando para ti. No importa quién eres, ni de dónde vienes…El trato que recibas dependerá de lo que diga la ley, no de las variables socioeconómicas.

Uno de los miembros de la comisión consultó sus notas.

– ¿Qué es para usted un buen juez, señora Cormier?

Alex sintió cómo le bajaba un hilo de sudor entre los omoplatos.

– El que sabe ser paciente pero firme. No pierde el control, sin ser arrogante. Atiende a lo que dicen las pruebas y los testigos, pero también a las reglas del tribunal.-Hizo una pausa-. Es probable que esto no sea lo que están acostumbrados a escuchar, pero yo pienso que un buen juez sea probablemente un as del tangram.

Una mujer de edad, perteneciente a un grupo en defensa de víctimas, la miró parpadeando.

– Perdón, ¿cómo ha dicho?

– El tangram. Verá, yo soy madre. Tengo una hija de cinco años. Se trata de un juego en el que te dan la silueta geométrica de una figura: un barco, un tren, un pájaro. Y tú tienes una serie de piezas geométricas sueltas, triángulos, paralelogramos, unas más grandes que otras, con las que tienes que formar la figura inicial. Es un juego sencillo para quien sabe disponer y relacionar espacios, porque hay que ser capaz de ver lo que conllevan una serie de piezas geométricas regulares. Ser juez es algo parecido. Se te presentan un montón de factores en conflicto, las partes involucradas, las víctimas, la aplicación de la ley, la sociedad, incluso los precedentes…Y de algún modo tienes que saber resolver el problema dentro de un marco dado.

Durante el incómodo silencio que siguió, Alex volvió la cabeza y captó a través de una ventana la imagen fugaz del siguiente entrevistado, que atravesaba el vestíbulo principal. Pestañeó, segura de haber visto mal, aunque no se olvidan tan fácilmente los rizos plateados que una vez se acariciaron; no se borra de un plumazo la geografía de las mejillas y el mentón que otrora se recorriera con los propios labios. Logan Rourke, su profesor de derecho procesal, su antiguo amante, el padre de su hija, acababa de entrar en el edificio y de cerrar la puerta.

Al parecer, él también era candidato al cargo.

Alex respiró hondo, más decidida que nunca a ganar aquel puesto.

– ¿Señora Cormier?-repitió la mujer mayor, y Alex comprendió que no había escuchado la pregunta que acababan de hacerle.

– Sí, ¿perdón?

– Le preguntaba si tiene usted mucho éxito jugando al tangram.

Alex la miró a los ojos.

– Señora-dijo, esbozando una amplia sonrisa-. Soy la campeona del estado de New Hampshire.


Al principio los números parecían más chatos y nada más. Pero con el tiempo empezaron a emborronarse un poco, y Peter tenía que entornar los ojos o bien acercarse más para ver si era un 3 o un 8. La maestra lo envió a la enfermera, que olía a bolsitas de té usadas y a pies, y que le hizo mirar un gráfico colgado de la pared.

Sus anteojos nuevos eran ligeros como una pluma y tenían unos cristales especiales que no se rayaban aunque se cayeran al suelo y al cajón de arena del patio. La montura era de metal, demasiado fino, en su opinión, para aguantar las curvadas piezas transparentes que hacían que sus ojos parecieran los de una lechuza: enormes, brillantes, azules.

Cuando le pusieron los anteojos, Peter se quedó pasmado. De pronto, la masa confusa del horizonte se concretó formando una granja, con graneros y campos y grupos de vacas. Las letras de la señal roja decían STOP. Y descubrió líneas diminutas, como las arrugas de sus nudillos, o las comisuras de los ojos de su madre. Todos los superhéroes tenían accesorios, como el cinturón de Batman, o la capa de Superman; las gafas eran el suyo, y le proporcionaban visión de rayos X. Estaba tan ilusionado con sus lentes nuevos que durmió con ellos puestos.

Sólo cuando fue al colegio al día siguiente comprendió que a la par que veía más, también oía más cosas: «cuatro-ojos, topo-ciego». Sus lentes habían dejado de ser una marca distintiva, para pasar a ser una lacra, otra cosa más que le hacía ser diferente del resto. Y eso no era lo peor.

A medida que el mundo ganaba nitidez, Peter distinguía la expresión con que los demás lo miraban. Como si fuera motivo de chiste.

Y Peter, con su visión recuperada, bajaba los ojos para no tener que ver.


– Somos unas madres muy subversivas-le dijo Alex en voz baja a Lacy, sentadas las dos con las rodillas en alto, como saltamontes, en uno de los diminutos pupitres durante el día de puertas abiertas de la escuela. Tomó las varillas de colores agrupadas en diferentes unidades, utilizadas para enseñar matemáticas, y las dispuso de modo que formaron una imprecación.

– Todo es muy gracioso y muy divertido hasta que viene alguien y se erige en juez-bromeó Lacy, deshaciendo la palabra con la mano.

– ¿Tienes miedo de que te eche de la escuela?-rió Alex-. En cuanto a lo de ser juez, me parece que, en mi caso, tengo tantas probabilidades como de que me toque la lotería.

– Ya veremos-contestó Lacy.

La maestra se inclinó entre las dos mujeres y entregó a cada una un pedazo de papel.

– Estoy proponiendo a todos los padres que escriban la palabra que crean que mejor describe a su hijo. Luego haremos un collage de amor con todas.

Alex miró a Lacy.

– ¿Un collage de amor?

– No seas tan antijardín.

– No lo soy. En realidad soy de la opinión de que todo lo que uno necesita saber acerca de la ley lo aprende en el jardín de infantes. Ya sabes: no se pega, no se toma lo que no es tuyo…No se mata, no se viola…

– Ah, sí, ya me acuerdo de esa lección. Justo después del almuerzo-dijo Lacy.

– Ya me entiendes lo que quiero decir. Todo es un contrato social.

– ¿Y qué pasa si acabas sentada en un estrado y tienes que defender una ley en la que no crees?

– En primer lugar, eso es mucho suponer-contestó Alex-. En segundo lugar, yo lo haría. Me sentiría terrible, pero lo haría. La gente no quiere jueces con programas de actuación propios, créeme.

Lacy desgarraba el borde del papel formando flecos.

– Si tanto te identificas con tu trabajo, entonces, ¿cuándo puedes ser tú misma?

Alex sonrió y formó otra palabra malsonante con las varillas de colores.

– En los días de puertas abiertas de los colegios, supongo.

De pronto apareció Josie, con las mejillas sonrosadas y sofocada, procedente de la clase de gimnasia.

– Mami-dijo, tirando de la mano de Alex mientras Peter se subía al regazo de Lacy-, ya hemos acabado.

Lacy y Alex estaban en el rincón de construcción, montando una Gran Sorpresa. Ahora se levantaron, dejándose conducir más allá de la estantería de libros y las pilas de diminutas carpetas, de la mesa de ciencias naturales, con su experimento de descomposición de una calabaza, cuyas piel picada y carne pulposa le recordaron a Alex el rostro de un fiscal al que conocía.

– Ésta es nuestra casa-anunció Josie, empujando un bloque que hacía las veces de puerta principal-. Estamos casados.

Lacy le dio un codazo a Alex.

– Siempre he soñado con llevarme bien con mi familia política.

Peter se colocó junto a una cocina de madera y empezó a preparar platos imaginarios en un pote de plástico. Josie se puso una bata de laboratorio que le venía exageradamente grande.

– Tengo que irme al trabajo. Volveré para la cena.

– Muy bien-dijo Peter-. Haré albóndigas.

– ¿Cuál es tu profesión?-le preguntó Alex a Josie.

– Soy jueza. Trabajo enviando a la gente a la cárcel y luego vuelvo a casa y como espaguetis.-Dio la vuelta entera a la casa hecha de bloques y volvió a entrar en ella por la puerta principal.

– Siéntate-le dijo Peter-. Llegas tarde otra vez.

Lacy cerró los ojos.

– ¿Yo soy así de verdad, o es como si me mirara en un espejo deformado?

Contemplaron cómo Josie y Peter apartaban sus platos y se iban hacia otro rincón de su casa de bloques, un pequeño habitáculo cuadrangular dentro del cuadrado más grande de la casa. Se tumbaron dentro.

– Ésta es la cama-explicó Josie.

La maestra se acercó por detrás de Alex y Lacy.

– Se pasan el rato jugando a casitas-dijo-. ¿No son una preciosura?

Alex vio cómo Peter se acurrucaba, colocándose de costado. Josie se abrazaba a él, pasándole el brazo alrededor de la cintura. Se preguntó cómo era posible que su hija se hubiera formado una imagen mental como aquélla de una pareja, dado que jamás había visto a su madre con nadie, ni siquiera salir para una cita.

Vio que Lacy se apoyaba en uno de los cubículos formados por los bloques y escribía en su pequeño pedazo de papel: TIERNO. Aquella palabra, en efecto, describía a Peter. Era un niño demasiado tierno. Necesitaba que alguien como Josie, aferrada a él como una ostra, le protegiera.

Alex agarró un lápiz y alisó su trozo de papel. Los adjetivos se le amontonaban en la cabeza, había tantos que podían aplicarse a su hija: dinámica, leal, brillante, impresionante…Pero se sorprendió a sí misma formando las diferentes letras.

MÍA, escribió.


Cuando esta vez la fiambrera chocó contra el asfalto, se abrió por los goznes, y el coche que iba detrás del autobús escolar aplastó el sándwich de atún y la bolsa de Doritos. El conductor del autobús no se dio cuenta, como de costumbre. A aquellas alturas, los de quinto curso habían adquirido tal pericia, que abrían y cerraban la ventanilla sin que a nadie le hubiera dado tiempo de gritarles que no lo hicieran. Peter notaba cómo se le llenaban los ojos de lágrimas mientras los demás chicos entrechocaban las palmas felicitándose. En su cabeza podía oír la voz de su madre: ¡aquél era el momento en que él debía hacer valer sus derechos! Pero su madre no entendía que lo único que conseguiría sería empeorar las cosas.

– Oh, Peter-suspiró Josie, mientras él volvía a sentarse junto a ella.

Bajó la vista, mirándose los guantes.

– Me parece que no podré ir a tu casa el viernes.

– ¿Por qué?

– Porque mi mamá me dijo que me castigaría si volvía a perder la fiambrera.

– Pero eso es injusto-dijo Josie.

Peter se encogió de hombros.

– Bueno. Todo es injusto.


Nadie se quedó más sorprendido que Alex cuando la gobernadora de New Hampshire seleccionó una lista final de tres candidatos para el puesto de juez de tribunal de distrito en la que ella estaba incluida. Aunque era lógico que Jeanne Shaheen, una gobernadora joven, mujer y del Partido Demócrata, hubiera querido incluir en la lista a una abogada joven, mujer y demócrata, cuando Alex fue a la entrevista, aún le duraba el estado de ebriedad en que la había sumido la noticia.

La gobernadora era más joven de lo que esperaba, y más guapa. «Que es exactamente lo que la mayoría de la gente pensará de mí, si llego al estrado», se dijo. Se sentó y metió las manos debajo de los muslos para evitar que le temblaran.

– Si la nombro a usted-le dijo la gobernadora-, ¿hay algo que yo debiera saber?

– ¿Se refiere a si guardo algún cadáver en el armario?

Shaheen asintió con la cabeza. Lo que de verdad contaba a la hora de una designación gubernamental era si el nominado iba a dejar en buen o mal lugar al gobernador. Shaheen intentaba poner los puntos sobre las íes antes de tomar una decisión oficial, y esto sólo podía suscitar la admiración por parte de Alex.

– ¿Va a presentarse alguien en medio de la sesión constituyente del Consejo Ejecutivo para oponerse a su nominación?-le preguntó la gobernadora.

– Depende. ¿Piensa conceder alguna amnistía en la prisión del Estado?

Shaheen se rió.

– Entiendo que ahí es donde han acabado sus desdichados clientes.

La gobernadora se puso en pie y estrechó la mano de Alex.

– Creo que vamos a entendernos, Alex-dijo.


Maine y New Hampshire eran los dos únicos Estados del país que todavía contaban con un Consejo Ejecutivo, un comité que supervisaba directamente las decisiones del gobernador. Para Alex, eso significaba que en el mes que iba a transcurrir desde su nominación a la sesión pública de su confirmación en el cargo, tenía que hacer todo lo posible por apaciguar a cinco hombres republicanos para evitar que la pusieran en la picota.

Los visitaba semanalmente, les preguntaba si tenían alguna pregunta que necesitara de una respuesta por su parte. Había tenido incluso que buscarse varios testigos para que declararan a su favor en la sesión de confirmación. Después de los años pasados en la oficina de abogados del Estado, debería haberse tratado de una tarea sencilla, pero el Consejo Ejecutivo no quería escuchar a abogados. Querían escuchar a la comunidad en la que Alex vivía y trabajaba, así que ésta tuvo que recurrir desde la maestra de primer curso hasta a un policía al que ella le caía simpática a pesar de su complicidad con el Lado Oscuro. La parte más difícil para Alex fue tener que aludir a todos sus favores anteriores para lograr que aquellas personas estuvieran dispuestas a testificar, pero también dejarles claro que, si era refrendada en su cargo como jueza, no iba a poder corresponderles con nada a cambio.

Y por fin llegó el momento en que Alex tuvo que salir a la palestra. Tomó asiento en las oficinas del Consejo Ejecutivo, en la sede del gobierno del Estado, y lidiar con preguntas que iban desde: «¿Cuál ha sido el último libro que ha leído?»; hasta: «¿Quién carga con el peso de las pruebas en casos de abusos y negligencia?». La mayor parte de las preguntas eran académicas y de temas generales, hasta que le lanzaron una patata caliente.

– Señora Cormier, ¿quién tiene derecho a juzgar a otra persona?

– Bueno-contestó-, eso depende de si se trata de juzgar en un sentido moral o en un sentido legal. Moralmente, nadie tiene derecho a juzgar a los demás. Pero legalmente, no se trata ya de un derecho…sino de una responsabilidad.

– Prosigamos; ¿cuál es su postura con respecto a las armas de fuego?

Alex dudó. Las armas de fuego no la entusiasmaban precisamente. A Josie no le dejaba ver nada en la televisión que mostrara violencia. Sabía lo que pasaba cuando pones un arma en manos de un chico con problemas, o de un marido furioso, o de una mujer maltratada…Había defendido a este tipo de clientes demasiadas veces como para pasar por alto esa clase de reacción catalítica.

Pero…

Estaba en New Hampshire, un estado conservador, delante de un grupo de republicanos a los que aterrorizaba que ella resultara ser una bomba incendiaria izquierdista. Tendría a su cargo comunidades en las que la caza era algo que la gente no sólo adoraba, sino que necesitaba.

Alex dio un sorbo de agua.

– Legalmente-dijo-, estoy a favor de las armas de fuego.


– Es una locura-le decía Alex a Lacy, ambas de pie en la cocina de esta última-. Te metes en esas tiendas on-line de confección de togas, y las modelos parecen jugadores de fútbol americano con pechos. Ésa es la percepción que tiene la gente de una mujer juez.-Se asomó al pasillo y gritó hacia lo alto de la escalera-. ¡Josie! ¡Cuento hasta diez y nos vamos!

– ¿Hay muchas opciones?

– Desde luego: negra o…negra.-Alex se cruzó de brazos-. Puede ser de algodón y poliéster o sólo de poliéster. Con las mangas acampanadas o con las mangas recogidas. Todas horribles. Lo que a mí me gustaría de verdad sería algo entallado.

– Supongo que no hay muchos diseñadores que se dediquen al derecho-dijo Lacy.

– No lo creo.-Se asomó de nuevo al pasillo-. ¡Josie! ¡Nos vamos ya!

Lacy dejó el paño de cocina con el que acababa de secar una sartén y siguió a Alex al recibidor.

– ¡Peter! ¡La madre de Josie tiene que irse a casa!-Al no recibir respuesta de los niños, Lacy subió al piso de arriba-. Seguro que se han escondido.

Alex la siguió hasta la habitación de Peter, donde Lacy abrió de golpe las puertas del armario y miró debajo de la cama. Luego buscaron en el baño, en la habitación de Joey y en el dormitorio principal. Cuando volvieron a bajar a la planta baja oyeron voces procedentes del sótano.

– Cómo pesa-decía Josie.

Y Peter:

– Mira. Se agarra así.

Alex bajó disparada los escalones de madera. El sótano de Lacy era una vieja bodega construida hacía cien años, con suelo de tierra y telarañas que colgaban como adornos navideños. Se dirigió hacia los cuchicheos que venían de un rincón, y allí, detrás de un montón de cajas y de una estantería llena de botes de mermelada casera, estaba Josie, con un rifle entre los brazos.

– ¡Oh, Dios mío!-exclamó Alex casi sin aliento, ante lo cual Josie se dio la vuelta, apuntándola a ella con el cañón.

Lacy agarró el arma y la apartó.

– ¿De dónde han sacado esto?-preguntó, y sólo entonces Peter y Josie parecieron darse cuenta de que habían hecho algo malo.

– Peter tenía una llave-dijo Josie.

– ¿Una llave?-exclamó Alex-. ¿Una llave de dónde?

– Del armero-murmuró Lacy-. Debió de ver a Lewis sacando el rifle cuando fue a cazar la semana pasada.

– ¿Tienen armas por ahí y mi hija ha estado viniendo a su casa todo este tiempo?

– No están por ahí-explicó Lacy-. Están en un armero cerrado con llave.

– ¡Que tu hijo de cinco años puede abrir!

– Lewis tiene las balas guardadas…

– ¿Dónde?-preguntó Alex-. ¿O debería preguntárselo a Peter?

Lacy se volvió hacia Peter.

– Ya vas a ver. ¿Qué demonios hacían con eso?

– Sólo quería enseñárselo a Josie, mamá. Ella me lo pidió…

Josie adoptó una expresión asustada.

– Yo no le he pedido nada.

Alex se volvió hacia Lacy.

– Y encima tu hijo le echa la culpa a Josie…

– O a lo mejor es tu hija la que está mintiendo-replicó Lacy.

Se quedaron mirándose la una a la otra, dos amigas que hasta entonces se habían mantenido al margen de las peleas de sus hijos. Alex se había puesto roja. No dejaba de pensar en lo que podía haber pasado. ¿Y si hubieran llegado a bajar cinco minutos más tarde? ¿Y si Josie hubiera resultado herida, o muerta? Como culminación de aquellos pensamientos, otro más apareció en su mente: las respuestas que había dado al Consejo Ejecutivo hacía apenas unas semanas. ¿Quién tiene derecho a juzgar a los demás?

«Nadie», había dicho ella misma.

Y sin embargo, eso era lo que estaba haciendo entonces.

«Estoy a favor de las armas de fuego», había afirmado.

¿Se revelaba ahora como una hipócrita? ¿O simplemente era una buena madre?

Alex vio cómo Lacy se arrodillaba junto a su hijo, y ello fue suficiente para activar el disparador: de pronto, la absoluta lealtad de Josie hacia Peter se le apareció como un lastre que arrastraba a su hija hacia el fondo. Quizá a Josie le conviniera hacer nuevos amigos. Amigos en cuya compañía no acabara en el despacho del director, y que no le pusieran rifles en las manos.

Alex retuvo a Josie a su lado.

– Creo que deberíamos marcharnos.

– Sí-convino Lacy con frialdad-. Creo que será lo mejor.


Estaban en el pasillo de los productos congelados cuando Josie empezó a ponerse difícil.

– No me gustan las arvejas-gimoteaba.

– Pues no te las comas.-Alex abrió la puerta del congelador, notando la caricia del aire frío en las mejillas mientras alcanzaba una bolsa de arvejas.

– Quiero galletas Oreo.

– No vamos a comprar más galletas, ya tenemos galletitas saladas con forma de animales.

Josie llevaba una semana así de protestona, desde el episodio en casa de Lacy. Alex sabía que no podía evitar que Josie se juntara con Peter durante el día en la escuela, pero eso no significaba que ella cultivara la relación permitiendo que Josie lo invitara a jugar en casa por las tardes.

Alex metió a pulso una garrafa de agua mineral en el carrito; luego agarró una botella de vino. Después de pensárselo mejor, alcanzó una segunda botella.

– ¿Qué prefieres para cenar? ¿Hamburguesa o pollo?

– Quiero tofurkey.

Alex se echó a reír.

– ¿De qué conoces tú el tofurkey? [4]

– Lacy nos lo hizo para comer. Parece un hot dog pero es mejor para la salud.

Alex dio un paso al frente cuando dijeron su número en el mostrador de la carne.

– ¿Puede ponerme un cuarto de kilo de pechuga de pollo en file-tes?

– ¿Cómo es que tú siempre tienes lo que quieres y yo nunca tengo lo que quiero?-la acusó Josie.

– Créeme, no eres una niña tan carente de cosas como te gustaría pensar.

– Quiero una manzana-declaró Josie.

Alex suspiró.

– ¿No podemos ir a un supermercado sin que tengas que estar repitiendo quiero esto, quiero lo otro?

Antes de que Alex se diera cuenta de sus intenciones, Josie le propinó una patada desde su asiento del carrito del súper que alcanzó a Alex de pleno.

– Pero qué…

– ¡Te odio!-chilló Josie-. ¡Eres la peor madre que existe en el mundo!

Alex se sintió violenta al ver que la gente se volvía a mirarlas; la señora mayor que estaba eligiendo un melón, la empleada de alimentación, con las manos cargadas de brócoli fresco. ¿Cómo se las arreglaban los niños para darte una buena en lugares públicos donde la gente iba a juzgarte por tus reacciones?

– Josie-dijo, sonriendo entre dientes-. Cálmate.

– ¡Ojalá fueras como la madre de Peter! ¡Ojalá pudiera irme a vivir con ellos!

Alex la agarró por los hombros, lo bastante fuerte como para hacer que Josie se echara a llorar.

– Escúchame bien…-dijo en voz baja y acalorada, pero se interrumpió al oír un murmullo, y la palabra juez.

En el periódico local había aparecido un artículo sobre su reciente nombramiento para el tribunal del distrito, acompañado de una fotografía. Alex había sentido el calor del reconocimiento público al pasar junto a la gente que estaba en el pasillo de la panadería y los cereales: Oh, es ella. Pero ahora sentía igualmente sus miradas críticas y ponderativas al advertir el problema que había surgido con Josie y esperando que actuara…en fin, con buen juicio.

Soltó el apretón.

– Ya sé que estás cansada-dijo Alex, lo bastante alto para que la oyeran todos los que estaban allí-. Ya sé que quieres ir a casa. Pero tienes que aprender a comportarte cuando estamos en público.

Josie parpadeó en medio de las lágrimas, mientras escuchaba la Voz de la Razón y se preguntaba qué era lo que aquella criatura alienígena había hecho con su verdadera madre, que en otras circunstancias le habría gritado diciéndole que cerrara la boca.

Un juez, comprendía Alex de repente, no sólo tenía que serlo cuando estaba en el estrado. Ella seguía siendo una jueza, tanto cuando salía a comer a un restaurante, como cuando iba a bailar a una fiesta, o cuando quería estrangular a su hija en medio del pasillo de las verduras. A Alex le habían dado una ilustre capa con la que engalanarse, y ella no se había dado cuenta de que tenía una pega: que nunca iba a poder quitársela.

Si uno se pasaba la vida pendiente de lo que pudieran pensar los demás, ¿acababa olvidándose de quién era en realidad? ¿Y si el rostro que se enseñaba al mundo acababa convirtiéndose en una máscara…sin nada debajo?

Alex empujó el carrito en dirección a las filas para pagar. Para entonces, su hija enrabietada volvía a ser una niña arrepentida. Oía los hipidos de Josie, cada vez más espaciados.

– Vamos, vamos…-dijo, tratando de consolar a su hija tanto como a sí misma-. ¿No es mejor así?


El primer día de Alex en el estrado lo pasó en Keene. Nadie salvo su asistente sabía que se trataba de su primer día. Los abogados habían oído que era nueva, pero no sabían a ciencia cierta cuándo había comenzado en el puesto. Aun así, estaba aterrorizada. Se había cambiado de ropa tres veces, aunque nadie iba a saber cómo vestía por debajo de la toga. Vomitó dos veces antes de salir de casa hacia la sede del tribunal.

Ya conocía el camino a los despachos judiciales, no en vano había defendido cientos de casos allí mismo, al otro lado del banquillo. Su asistente era un hombrecillo delgado, llamado Ishmael, que recordaba a Alex de anteriores encuentros y al que ella no le había gustado particularmente: se le había escapado la risa cuando él se presentó diciendo «Puede llamarme Ishmael». [5] Hoy, en cambio, el hombre se había lanzado prácticamente a sus pies, o a sus altos tacones por mejor decir.

– Bienvenida, Su Señoría-le dijo-. Aquí tiene la relación de casos pendientes. La acompañaré a su despacho, y ya le enviaremos a un ujier para avisarla cuando esté todo preparado. ¿Hay alguna cosa más que pueda hacer por usted?

– No-dijo Alex-. Estoy lista.

La dejó en su despacho, que estaba congelado. Alex ajustó el termostato y sacó la toga de la cartera para ponérsela. Había un baño anexo en el que entró para examinar su aspecto. Estaba impecable. Imponente.

Aunque al mismo tiempo parecía un poco una chica de coro, quizá.

Se sentó al escritorio y pensó de inmediato en su padre. «Mírame, papá», pensó, aunque él estaba ya en un lugar desde donde no podía oírla. Recordaba decenas de casos juzgados por su padre; cuando volvía a casa se los explicaba mientras cenaban. Lo que no recordaba eran momentos en los que dejara de ser juez para ser simplemente padre.

Alex examinó los expedientes que necesitaba para el total de actas de acusación de aquella mañana. Luego miró el reloj. Aún faltaban cuarenta y cinco minutos antes del comienzo de la sesión del tribunal; era sólo culpa suya estar tan nerviosa como para haber llegado tan temprano. Se levantó, se estiró. Hubiera podido hacer un doble mortar en aquel despacho, tan grande era.

Pero no lo haría, los jueces no hacían esas cosas.

Abrió con timidez la puerta que daba al vestíbulo, e Ishmael se presentó al instante.

– ¿Su Señoría? ¿Qué puedo hacer por usted?

– Café-dijo Alex-. Sería fantástico.

Ishmael dio tal salto para ir a cumplir su petición, que Alex pensó que si le pedía que fuera a comprarle un regalo a Josie para su cumpleaños, antes del mediodía lo habría tenido encima del escritorio, envuelto y con lacito. Lo siguió a una sala de descanso, compartida por jueces y abogados, y se dirigió a la máquina de café. Una joven abogada le cedió el paso al instante.

– Pase usted delante, Su Señoría-dijo, haciéndose a un lado.

Alex agarró un vaso de cartón. Tenía que acordarse de llevarse un termo de casa para tenerlo en su despacho. Aunque, puesto que se trataba de un puesto rotatorio que, según el día de la semana, la haría pasar por Laconia, Concord, Keene, Nashua, Rochester, Milford, Jaffrey, Peterborough, Grafton y Coos, tendría que proveerse de una buena cantidad de termos. Apretó el botón de la máquina de café, pero sólo para oír el silbido del vapor al salir: estaba vacía. Sin pensarlo siquiera, decidió prescindir de la máquina y preparar una cafetera, para lo cual buscó un filtro.

– Su Señoría, no hace falta que lo haga usted-dijo la abogada, cuyo embarazo ante el comportamiento de Alex era evidente. Le sacó el filtro de las manos y se puso a preparar ella el café.

Alex se quedó mirando a la abogada. Se preguntaba si alguien volvería a llamarla Alex alguna vez, o si, por el contrario, su nombre había quedado transformado de forma oficial y para siempre en el de Su Señoría. Se preguntaba si alguien tendría valor para avisarla de que se le había quedado un pedazo de papel higiénico enganchado en el zapato o un trocito de espinaca entre los dientes. Era una sensación extraña: que, por un lado, todo el mundo te escrutara con tal detenimiento y, por otro, nadie fuera a atreverse a decirte a la cara si algo estaba mal.

La abogada le ofreció una taza de café recién hecho.

– No sabía cómo le gusta, Su Señoría-dijo, pasándole el azúcar y los potecitos de nata líquida.

– Así está bien-dijo Alex, pero al alargar la mano para tomar el vaso, la ancha manga de la toga se le enganchó en el borde del vaso de polietileno derramando el café.

«Tranquilidad, Alex», pensó.

– Oh, cielos-dijo la abogada-. ¡Lo siento!

«¿Por qué habrías de sentirlo tú-le preguntó Alex mentalmente-, si ha sido culpa mía?». La joven se había puesto en seguida a limpiar el desaguisado con ayuda de unas servilletas de papel, así que Alex se dedicó a limpiar su toga. Se despojó de ella y, en un momento de debilidad, pensó en no parar ahí y seguir desnudándose hasta quedarse en bragas y sostén, y entrar de esa forma a la sala del tribunal como el emperador del cuento. «¿Verdad que es hermosa mi toga?», preguntaría, y oiría a todos los presentes responder: «Oh, sí, Su Señoría».

Lavó la manga en el baño y la escurrió bien. Luego, con la toga en las manos, se encaminó a su despacho. Pero la idea de permanecer media hora sentada allí sola, sin hacer nada, le pareció tan deprimente que en lugar de eso decidió pasear por los pasillos del juzgado de Keene. Se metió por rincones por los que nunca antes había estado, y fue a parar a la puerta de un sótano que daba a una zona de carga.

Fuera se encontró con una mujer vestida con el traje verde de los empleados de mantenimiento fumando un cigarrillo. En el aire se respiraba el invierno y la escarcha brillaba en el asfalto como cristales rotos. Alex se abrazó a sí misma, era muy posible que allí fuera hiciera más frío aún que en su despacho, y le hizo un gesto con la cabeza a la desconocida.

– Hola-saludó.

– Eh.-La mujer dejó escapar una bocanada de humo-. No te había visto nunca por aquí. ¿Cómo te llamas?

– Alex.

– Yo Liz, y soy el departamento de mantenimiento del edificio al completo.-Sonrió-. ¿Y tú en qué sección trabajas?

Alex se metió la mano en el bolsillo buscando una cajita de Tic-Tacs, no porque necesitara una bolita de menta, sino porque quería ganar un poco más de tiempo antes de que aquella conversación diera un brusco frenazo.

– Bueno-dijo-, yo soy la jueza.

Al instante, el rostro de Liz se tornó serio, y ella retrocedió, incómoda.

– Vaya, es un fastidio habértelo dicho, porque me ha encantado que hayas entablado conversación conmigo, así tan fácil y tan amable. No creo que haya nadie más por aquí dispuesto a hacerlo y…bueno, eso hace que te sientas un poco sola.-Alex dudó unos segundos-. ¿Crees que serías capaz de olvidar que soy la jueza?

Liz aplastó la colilla de su cigarrillo con la bota.

– Depende.

Alex asintió con la cabeza. Hizo girar la pequeña caja de plástico de bolitas de menta en la palma de la mano. Hicieron un ruido de sonajero.

– ¿Quieres una?

Tras pensárselo un segundo, Liz alargó la mano con la palma hacia arriba.

– Gracias, Alex-dijo, y sonrió.


Peter había tomado la costumbre de merodear como un fantasma por su propia casa. Estaba allí, enclaustrado, lo cual tenía algo que ver con el hecho de que Josie ya no fuese nunca, cuando antes solían quedar tres o cuatro veces por semana después del colegio. Joey no quería jugar con él, pues su hermano siempre estaba ocupado, o bien entrenando a fútbol, o bien jugando con un juego de computadora en el que tenías que conducir como una exhalación por una pista de carreras con unas curvas retorcidas como un clip de sujetar papeles. Todo ello significaba que, a la práctica, Peter no tenía nada que hacer.

Una noche, después de cenar, oyó ruidos en el sótano. No había vuelto a bajar allí desde la tarde en que su madre lo había encontrado con Josie con el rifle en las manos, pero en aquellos momentos se sintió atraído hacia el banco de trabajo de su padre como una mariposa hacia la luz. Bajó y vio a su padre sentado en una silla, delante de la mesa y sosteniendo la mismísima arma que tantos problemas le había ocasionado a él.

– ¿No tendrías que estar preparándote para irte a la cama?-le preguntó su padre.

– No tengo sueño.-Observaba cómo las manos de su padre acariciaban el largo cañón del rifle.

– Es precioso, ¿verdad? Es un Remington 721. Un 30-06.-El padre de Peter se volvió hacia él-. ¿Quieres ayudarme a limpiarlo?

Peter miró instintivamente hacia la escalera que subía a la planta baja, donde su madre estaba fregando los platos de la cena.

– Si te gustan las armas como me imagino, Peter, lo primero que tienes que hacer es aprender a respetarlas. Es mejor prevenir que lamentar, ¿estamos? Esto sí que no lo discute ni tu madre.-Acunaba el arma en el regazo-. Un arma de fuego es una cosa muy, muy peligrosa, pero lo que la hace tan peligrosa es que la mayoría de la gente no entiende su funcionamiento. Sin embargo, una vez que sabes cómo se maneja, no lo es más que cualquier otra herramienta, como un martillo, o un destornillador, y no funcionará a menos que sepas cómo sostenerla y utilizarla correctamente. ¿Lo has entendido?

Peter no lo había entendido, pero no iba a decírselo a su padre. ¡Lo que quería era aprender a usar un rifle de verdad! Ninguno de aquellos idiotas de su clase, aquellos auténticos imbéciles, podía decir lo mismo.

– Lo primero que hay que hacer es abrirla, así, para asegurarnos de que no han quedado balas en el interior. Hay que mirar en la recámara, aquí abajo. ¿Ves alguna?-Peter sacudió la cabeza-. Pues vuelve a comprobarlo. Nunca lo habrás comprobado demasiadas veces. Fíjate bien en este botoncito de debajo del cajón del mecanismo, justo delante del guardamontes. Apretándolo, se abre del todo.

Peter observó cómo su padre quitaba el gran trinquete plateado que unía la culata al cañón del rifle, con toda facilidad. Luego agarró una botella de disolvente de la mesa de trabajo, «Hoppes #9», leyó Peter, y derramó un poco del mismo en un trapo.

– No hay nada como ir a cazar, Peter-le dijo su padre-. Ir al bosque mientras el resto del mundo está durmiendo…ver ese venado que levanta la vista y te mira directamente a los ojos…-Sostuvo unos segundos el trapo en alto, y Peter sintió que la cabeza le daba vueltas debido al olor; luego se puso a frotar el metal con el trapo empapado de disolvente-. Ven, ¿por qué no lo haces tú?

Peter se quedó boquiabierto. ¿Le estaba pidiendo que tomara el rifle, después de lo que había pasado con Josie? Puede que fuera porque su padre estaba delante, vigilando, pero también podía ser una trampa para castigarlo por querer tomarlo de nuevo. Lo hizo con timidez, y una vez más le sorprendió su increíble peso. En un videojuego de Joey llamado Big Buck Hunter, los personajes manejaban sus rifles como si fueran ligeros como una pluma.

No era ninguna trampa. Su padre quería que lo ayudara de verdad. Peter vio cómo levantaba otra pequeña lata, con un aceite para engrasar armas, y vertía unas gotas de su contenido en un trapo limpio.

– Ahora lo secamos bien y echamos una gota en el martillo percutor…¿Quieres saber cómo funciona un arma de fuego, Peter? Ven aquí.-Le señaló el martillo percutor, un diminuto círculo dentro de otro círculo mayor-. Aquí dentro, donde no puedes verlo, hay un resorte muy grande en forma de muelle. Cuando aprietas el gatillo, ese resorte se suelta, lo que hace que el martillo percutor avance con fuerza…-Apuntó una fracción de segundo con el índice y el pulgar extendidos, a modo de ilustración-. La punta del martillo percutor golpea en el centro de la chapa de la bala…haciendo mella en un pequeño botón plateado llamado iniciador. Al producirse la muesca en la chapa, se incendia la carga de pólvora que hay dentro del casquillo de metal, que es el cartucho de la bala. Tú ya has visto cómo es, ¿verdad? Cuando la pólvora prende y explota, crea una presión tal dentro del cartucho que la bala que hay dentro de éste sale disparada.

El padre de Peter le quitó la pieza desmontada de las manos, la engrasó con el paño y la dejó a un lado.

– Y ahora fíjate en el cañón.-Apuntó con el rifle como si fuera a dispararle a una bombilla que colgaba del techo-. ¿Qué ves?

Peter miró dentro del tubo del cañón, desde la parte de detrás.

– Es como los macarrones que hace mamá.

– Sí, algo así. ¿Rotini? ¿No se llaman así? El interior del cañón es como las vueltas de una tuerca. Al salir la bala propulsada y pasar por esas estrías, sale al exterior girando sobre sí misma. Es como cuando lanzas una pelota de fútbol americano y, además de ir impulsada hacia adelante, va rodando de lado.

Alguna vez, cuando jugaba en el patio de atrás con su padre y con Joey, Peter había intentado lanzar la pelota aplicándole ese tipo de giro, pero tenía la mano demasiado pequeña, o la pelota era demasiado grande, y la mayoría de las veces acababa cayéndole sobre los pies.

– Gracias al giro que las estrías del cañón le imprimen a la bala, ésta va recta, sin desviarse ni zigzaguear.-Su padre tomó una baqueta con un lazo de alambre en el extremo. Enganchó un parche en el lazo y lo empapó en disolvente-. Lo malo es que la pólvora ensucia el cañón por dentro-prosiguió-, por eso tenemos que limpiarlo.

Peter observó cómo su padre introducía con dificultad la baqueta en el cañón del rifle, empujando y tirando repetidamente, como si batiera mantequilla. Cambió el parche impregnado por otro seco y lo pasó también por el cañón. Luego repitió la operación una vez más con otro parche limpio, hasta que ya no salió manchado de negro.

– Cuando yo tenía tu edad, también mi padre me enseñó a hacer esto.-Tiró el parche a un cubo de basura-. Algún día, tú y yo iremos juntos a cazar.

Peter apenas podía contenerse sólo de pensarlo. Él, que era incapaz de lanzar una pelota, o de regatear jugando al fútbol, y ni siquiera sabía nadar muy bien, ¿iba a ir a cazar con su padre? Le encantó la idea de dejar a Joey en casa. Se preguntaba cuánto tiempo tendría que esperar, cómo sería la sensación de hacer algo con su padre que fuera sólo cosa de ellos.

– Ah-exclamó su padre-. Mira el cañón ahora.

Peter tomó el rifle por la punta, y miró por la abertura, con el cañón apoyado en el ojo.

– ¡Por Dios, Peter!-exclamó su padre, arrebatándole el arma de las manos-. ¡Así no! ¡Lo agarraste al revés!-Le dio la vuelta al rifle de forma que apuntara hacia otro lado-. Aunque esté descargado, y sea completamente seguro, nunca jamás mires por el orificio del cañón. Y no apuntes nunca un arma hacia nada que no quieras matar.

Peter entornó los ojos, mirando en el interior del cañón por el lado correcto. Lucía un destello plateado brillante, cegador. Perfecto.

Su padre engrasó también con un paño la parte exterior del cañón.

– Ahora, aprieta el gatillo.

Peter se quedó mirándolo. Hasta él sabía que eso no tenía que hacerlo.

– No hay peligro-lo tranquilizó su padre-. Hay que hacerlo para poder volver a montar el arma.

Peter, dubitativo, dobló el dedo apretando el apéndice metálico en forma de media luna, y disparó. Se liberó un fiador, de forma que su padre pudo cerrar el rifle. Observó cómo lo guardaba de nuevo en el armero.

– Hay mucha gente que se pone nerviosa con las armas de fuego, pero es porque no las conocen-dijo su padre-. Si sabes cómo funcionan, las puedes manejar sin peligro alguno.

Peter vio cómo su padre cerraba con llave el armario donde estaba el rifle, y comprendió lo que trataba de decirle: el misterio del rifle, eso que a él lo había movido a sustraer la llave del armero del cajón de la ropa interior de su padre para enseñarle a Josie el arma, ya no era una cosa tan fascinante e irresistible. Ahora que lo había visto desmontado en piezas y vuelto a montar, lo veía como lo que era: un montón de fragmentos de metal que encajaban unos con otros; la suma de sus partes.

En realidad, un arma no era nada si no había una persona detrás.


El hecho de creer o no creer en el Destino se reduce a una cosa: a quién echarle la culpa cuando algo va mal. ¿Crees que tú eres responsable, que si lo hubieras hecho mejor o te hubieras esforzado más no habría sucedido? ¿O lo achacas simplemente a las circunstancias?

Conozco a personas que, al enterarse de la muerte de alguien, dirían que ha sido la voluntad de Dios. Conozco a otras personas que dirían que ha sido la mala suerte. Y luego está la opción que yo prefiero: que estaba en el lugar equivocado, en el momento inoportuno.

Pero claro, también podrían decir eso mismo de mí, ¿verdad?

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