HORAS DESPUÉS

Nina, la mejor amiga de Patrick, le había preguntado una vez en un bar qué era lo peor que había visto en su vida. Él le había contestado con sinceridad que, cuando estaba en Maine, un tipo se había suicidado atándose con alambre a las vías del tren. El tren lo había partido literalmente en dos. Había sangre y fragmentos corporales por todas partes. Hubo agentes veteranos que, al llegar a la escena del crimen, habían vomitado entre los matorrales. En cuanto a él, había tenido que alejarse unos metros hasta recuperar la serenidad, pero de golpe se había topado con la cabeza seccionada del hombre en el suelo, con la boca aún abierta en un grito silencioso.

Pero eso había dejado de ser lo peor que había visto Patrick en su vida.

Todavía había alumnos saliendo del Instituto Sterling cuando los equipos de emergencia empezaron a ocupar el edificio para hacerse cargo de los heridos. Había decenas de chicos y chicas con pequeños cortes y magulladuras, provocados por la salida en masa, y otros que respiraban entrecortada y aceleradamente o tenían síntomas de histeria; muchos otros sufrían de shock. Pero la prioridad de Patrick era que atendieran a los heridos de bala, que yacían dispersos por el suelo, desde el comedor comunitario hasta el gimnasio. Un rastro sangriento que constituía la crónica de los movimientos del agresor.

Las alarmas seguían sonando, y los aspersores automáticos antiincendios habían formado una corriente de agua en los pasillos. Bajo aquella lluvia artificial, dos socorristas estaban agachados junto a una chica que había recibido un balazo en el hombro derecho.

– Trasladémosla-dijo el médico.

Patrick la conocía, y, al darse cuenta, sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Trabajaba en la tienda de alquiler de vídeos del centro de la ciudad. El pasado fin de semana, cuando había ido a alquilar Harry el sucio, ella le había dicho que tenía un saldo negativo de 3,40 dólares. La veía todos los viernes por la noche, cuando iba a alquilar un DVD, pero nunca le había preguntado su nombre. ¿Por qué demonios no se lo habría preguntado?

Mientras la chica gemía, el médico tomó un rotulador y le escribió el número nueve en la frente.

– No tenemos la identificación de todos los heridos-le dijo a Patrick-, así que hemos empezado a numerarlos.

Mientras colocaban a la alumna sobre una camilla, Patrick alcanzó una manta de plástico amarilla para casos de emergencia, de las que todo agente lleva en el maletero del coche patrulla. La rompió en varios pedazos, miró el número escrito en la frente de la chica y lo anotó en uno de los pedazos.

– Dejen esto donde la encontraron-ordenó-. Así podremos saber más tarde de qué herido se trataba y dónde fue encontrado.

Un socorrista asomó la cabeza por una esquina.

– En Hitchcock dicen que tienen todas las camas ocupadas. Tenemos una fila de chicos y chicas esperando en el jardín, delante del edificio, pero la ambulancia no tiene adónde llevarlos.

– ¿Y en APD?

– También están llenos.

– Pues entonces llamen a Concord y díganles que les enviamos autobuses enteros-les ordenó Patrick. Con el rabillo del ojo vio a un socorrista al que conocía, un veterano al que le faltaban tres meses para retirarse. Acababa de apartarse de uno de los cuerpos y se acuclilló hundiendo la cara entre los brazos, llorando. Patrick agarró por la manga a un agente al pasar.

– Jarvis, necesito tu ayuda…

– Pero si me acaba de asignar al gimnasio, capitán.

Patrick había repartido a los oficiales responsables y a la unidad de crímenes de la policía del Estado de forma que cada una de las partes del instituto tuviera su propio equipo asignado. Le entregó a Jarvis el resto de pedazos de la manta de plástico y un rotulador negro.

– Olvídate del gimnasio. Quiero que recorras todo el edificio en compañía de los equipos sanitarios. Cada vez que numeren a alguien, tienes que dejar un trozo de plástico con el mismo número, en el lugar donde lo han encontrado.

– Tengo a una herida en el baño de mujeres-gritó una voz.

– Vamos-dijo un socorrista, agarrando un botiquín de primeros auxilios y corriendo hacia el lugar.

«Asegúrate de que no te olvidas nada-se dijo Patrick-. Has de acertar a la primera». Se sentía la cabeza como si la tuviera de cristal, demasiado pesada y con las paredes demasiado delgadas para manejar tanta carga de información. No podía estar en todas partes a la vez; no podía hablar lo bastante rápido y pensar lo bastante de prisa para enviar a todos sus hombres donde se les requería. No tenía la menor idea de cómo manejar una pesadilla de aquel calibre, pero tenía que fingir que sabía hacerlo, porque todos los demás lo miraban confiando en que él se encargara de todo.

La puerta doble del comedor comunitario se cerró a sus espaldas. Para entonces, el equipo que se ocupaba de aquel espacio había atendido y transportado ya a los heridos. Sólo habían dejado los cadáveres. Las paredes de bloques de hormigón estaban melladas allá donde las balas las habían agujereado o rozado. Una máquina expendedora, con la vitrina hecha añicos y las botellas perforadas, había derramado Sprite, Coca-Cola y jugo sobre el suelo de linóleo. Uno de los técnicos policiales tomaba pruebas fotográficas: bolsas de libros abandonadas, así como monederos y manuales escolares. Sacaba primeros planos de cada uno de los objetos; y luego instantáneas a distancia, una vez colocados sendos triángulos amarillos para señalar su emplazamiento en relación con el resto de la escena. Otro agente examinaba el patrón de las marcas de sangre derramada. Un tercer y un cuarto agentes señalaban hacia un lugar en el techo.

– Capitán-dijo uno de ellos-, me parece que tenemos un vídeo.

– ¿Dónde está la grabación?

El agente se encogió de hombros.

– ¿En el despacho del director?

– Vayan a averiguarlo-dijo Patrick.

Dio unos pasos hasta la mitad del pasillo principal del comedor. A primera vista, parecía el escenario de una película de ciencia ficción: todos estaban allí comiendo, hablando y bromeando con sus amigos, y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, los seres humanos habían sido abducidos por alienígenas dejando tras de sí tan sólo las carcasas. ¿Qué diría un antropólogo sobre el alumnado del Instituto Sterling, basándose en los sándwiches que únicamente habían recibido un bocado, en el lápiz de labios con una huella todavía visible en su superficie, en las libretas de apuntes con sus notas sobre la civilización azteca y frases al margen como: ¡¡¡amo a zach!!! ¡¡¡el señor keifer es un nazi!!!

Patrick golpeó con la rodilla en una de las mesas, y un manojo de hojas sueltas cayó volando. Una fue a dar en el hombro de un chico caído encima de su carpeta, con la sangre empapándola. La mano del chico se aferraba aún a sus anteojos. ¿Estaba limpiándoselos cuando Peter Houghton inició su desenfrenado ataque de violencia? ¿Se los había quitado porque no había querido verlo?

Patrick pasó con cuidado por encima de los cuerpos de dos chicas que yacían en el suelo, como reflejadas en un espejo, las minifaldas subidas y los ojos abiertos. Entró en la zona de la cocina, vio las cazuelas con arvejas grisáceas y zanahorias y la salsa del pastel de pollo; la explosión de los paquetes de sal y de pimienta había salpicado el suelo como confeti. Los brillantes recipientes de los yogures, de fresa y de frutas del bosque, de lima y de durazno, que seguían milagrosamente alineados en cuatro pulcras filas junto a la caja registradora, como un pequeño ejército impertérrito. Una bandeja de plástico gastada, con un plato de gelatina y con una servilleta, pendiente de recibir el resto de comida.

De pronto, Patrick oyó un ruido. ¿Era posible que hubieran cometido un error…? ¿Podía ser que todos hubieran pasado por alto a un segundo pistolero? ¿Estaban registrando el edificio en busca de sobrevivientes…cuando ellos mismos estaban en peligro?

Sacó su arma reglamentaria y se adentró en los intestinos de la cocina, pasando entre aparadores de rejilla con enormes latas de salsa de tomate y habichuelas verdes, y otras de queso fundido para nachos, dejando atrás enormes rollos de plástico de envoltorio y de papel de aluminio, hasta llegar a la cámara frigorífica, donde se almacenaban las carnes y demás productos. Patrick abrió la puerta de una patada, y el aire frío le dio en las piernas.

– ¡Quieto!-gritó.

Una camarera latina de mediana edad, con una redecilla para el pelo caída sobre la frente como una tela de araña, salió de detrás de una estantería de bolsas de ensalada mixta ya preparada con las manos levantadas. Estaba temblando.

– No dispare-dijo sollozando.

Patrick bajó el arma y se quitó el saco, poniéndosela a la mujer sobre los hombros.

– Ya está, ya ha pasado todo-la tranquilizó, aunque sabía que eso en realidad no era cierto. Para él, para Peter Houghton, para Sterling…todo acababa de comenzar.


– A ver si lo he entendido bien, señora Calloway-dijo Alex-. ¿Me acaba de decir que está acusada de conducción temeraria y de haber ocasionado lesiones corporales graves porque se agachó para ayudar a un pez?

La acusada, una mujer de cincuenta y cuatro años de edad, que lucía una permanente lamentable y un traje pantalón peor todavía, asintió.

– Así es, Su Señoría.

Alex apoyó los codos sobre el estrado.

– Esto hay que oírlo.

La mujer miró a su abogada.

– La señora Calloway, después de pasar por la tienda de animales, volvía a su casa con una arowana plateada-explicó la abogada.

– Es un pez tropical de cincuenta y cinco dólares, señora jueza-apostilló la acusada.

– La bolsa de plástico se cayó del asiento del acompañante y se reventó. La señora Calloway se agachó a recoger el pez y entonces fue cuando…tuvo lugar el desafortunado percance.

– Por desafortunado percance-aclaró Alex, mirando el expediente-, entiende usted atropellar a un peatón.

– Sí, Su Señoría.

Alex se volvió hacia la acusada.

– ¿Cómo está el pez?

La señora Calloway sonrió.

– Estupendamente. Le he llamado Choque.

Alex vio por el rabillo del ojo a un ujier que entraba en la sala y le decía algo en voz baja al secretario, quien levantó la vista en dirección a Alex y asintió. A continuación, escribió algo en una hoja de papel, que el ujier llevó hasta el estrado.

HA HABIDO UN TIROTEO EN EL INSTITUTO STERLING, leyó.

Alex se quedó petrificada. «Josie».

– Se aplaza la sesión-dijo casi sin voz, y salió a toda prisa.


John Eberhard apretaba los dientes, mientras se arrastraba por el suelo y ponía todo su empeño en avanzar, aunque sólo fuera un centímetro. La sangre que le cubría el rostro no le dejaba ver, y tenía el lado izquierdo completamente inmovilizado. Tampoco oía nada, los oídos aún le zumbaban por los estampidos del arma. Con todo, había conseguido huir reptando por el vestíbulo de la primera planta, donde Peter Houghton le había disparado, y refugiándose luego en el almacén de utensilios de dibujo y pintura.

Pensaba en los entrenamientos de hockey sobre hielo, cuando el preparador les hacía patinar una y otra vez de un extremo al otro de la pista, cada vez más de prisa, hasta que los jugadores se quedaban sin aliento, escupiendo saliva sobre la superficie de hielo. Se acordaba de que, cuando parecía que ya no podías más, aún encontrabas un último resto de energía. Consiguió arrastrarse unos centimetros más, clavando el codo contra el suelo.

Cuando John llegó hasta el anaquel donde estaban la arcilla, las pinturas, cuentas y el alambre, intentó incorporarse agarrándose a él, pero un dolor cegador le atravesó la cabeza. Al cabo de unos minutos, ¿o fueron horas?, recobró la consciencia. No sabía si aún era peligroso asomarse fuera del almacén. Estaba tumbado boca arriba, y algo frío le caía sobre el rostro. Procedía de una grieta en el ajuste de la ventana.

Una ventana.

John pensó en Courtney Ignatio: estaba sentada delante de él, en la mesa del comedor comunitario, cuando la pared de cristal de detrás de ella estalló; de repente, en mitad de su pecho, había aparecido una flor abriéndose, brillante como una amapola. Recordó cómo cien voces, todas a la vez, se habían unido formando un solo lamento. Recordaba a los profesores asomando la cabeza desde sus aulas como topos curiosos, y sus miradas al oír los disparos.

John se incorporó agarrándose con una mano a las estanterías, luchando contra el negro zumbido que le anunciaba que iba a desvanecerse de nuevo. Cuando consiguió ponerse de pie, apoyado contra la estructura metálica, estaba temblando. Tenía la visión tan borrosa que, cuando agarró una lata de pintura y la arrojó contra el cristal, le pareció ver dos ventanas.

El cristal se rompió en mil pedazos. Recostado sobre el alféizar, distinguió camiones de bomberos y ambulancias. Periodistas y padres agolpándose contra la cinta de la policía. Grupos de alumnos llorando. Cuerpos destrozados, esparcidos de trecho en trecho, como los rieles del ferrocarril entre la nieve. Y los socorristas que seguían sacando cadáveres.

– ¡Socorro!-intentó gritar John Eberhard, pero no pudo formar la palabra. No podía formar ninguna palabra, ni aquí, ni basta, ni su propio nombre.

– ¡Eh!-gritó alguien-. ¡Hay un chico allí arriba!

Medio llorando, John intentó hacer gestos con el brazo, pero éste no le respondía.

La gente se había puesto a señalar hacia arriba.

– ¡Quédate ahí!-le gritó un bombero, y John trató de asentir. Pero su cuerpo había dejado de pertenecerle y, antes de comprender lo que sucedía, aquel leve movimiento de la cabeza hizo que se precipitara por la ventana sobre el cemento, desde una altura de dos pisos.


Diana Leven, que había abandonado su trabajo como ayudante de fiscal del distrito en Boston hacía dos años para integrarse en un departamento un poco más discreto y agradable, entró en el gimnasio del Instituto Sterling y se detuvo junto al cadáver de un chico que se había desplomado justo encima de la línea de tres puntos, después de recibir un disparo en el cuello. Los zapatos de los peritos policiales chirriaban sobre el suelo sintético mientras tomaban fotografías y recogían casquillos de bala, que guardaban en bolsitas de plástico de las utilizadas para conservar las pruebas. Al frente del grupo estaba Patrick Ducharme.

Diana se quedó contemplando el cúmulo de pruebas a su alrededor, prendas de ropa, armas, salpicaduras de sangre, cargadores gastados, bolsas de libros, zapatillas tiradas, y comprendió que no era la única que tenía por delante una ingente cantidad de trabajo.

– ¿Qué se sabe hasta ahora?

– Creemos que se trata de un solo asaltante. Está ya arrestado-explicó Patrick-. No sabemos con seguridad si hay o no alguien más involucrado. Pero el edificio ya es seguro.

– ¿Cuántos muertos?

– Diez confirmados.

Diana asintió.

– ¿Heridos?

– Aún no lo sabemos. Tenemos aquí todas las ambulancias del norte de New Hampshire.

– ¿En qué puedo ayudar?

Patrick se volvió hacia ella.

– Monte un numerito y líbrenos de las cámaras.

Ella asintió e hizo un gesto para marcharse, pero Patrick la tomó por el brazo.

– ¿Quiere que hable con él?

– ¿Con el chico?

Patrick asintió con la cabeza.

– Podría ser nuestra única oportunidad de hablar con él antes de que tenga un abogado. Si cree que puede ausentarse de aquí, hágalo-contestó ella.

A continuación salió del gimnasio y bajó a toda prisa la escalera, con cuidado de no entorpecer la labor de médicos y policías. Nada más salir del edificio, los medios de comunicación se dirigieron hacia ella, lanzando preguntas como aguijonazos. «¿Cuántas víctimas? ¿Los nombres de las víctimas? ¿Cuál es la identidad del asaltante?»

¿Por qué?

Diana respiró hondo y se apartó el pelo de la cara. Era la parte de su trabajo que menos le gustaba, ser portavoz ante las cámaras. Aunque a medida que transcurriera el día irían llegando más furgonetas, en aquellos momentos sólo había medios locales de New Hampshire afiliados a las cadenas CBS, ABC y FOX. Tenía que aprovechar la ventaja de jugar en casa mientras pudiera.

– Mi nombre es Diana Leven, y pertenezco a la oficina del Minis-terio Fiscal. No podemos facilitarles todavía información, ya que hay una investigación pendiente, pero les garantizamos que les daremos detalles tan pronto como nos sea posible. Lo que sí puedo decirles por ahora es que esta mañana se ha producido un tiroteo en el Instituto Sterling. Aún no se ha aclarado quién o quiénes han sido los asaltantes. Hay una persona en prisión preventiva, aunque todavía no se ha efectuado una acusación formal.

Un periodista se abrió paso hasta la parte de delante del grupo.

– ¿Cuántos chicos han muerto?

– Todavía no disponemos de esa información.

– ¿Cuántos han resultado alcanzados por las balas?

– Todavía no disponemos de esa información-repitió Diana-. La haremos pública en cuanto la tengamos.

– ¿Cuándo se presentará la acusación?-preguntó en voz alta otro periodista.

– ¿Qué puede decirles a los padres que quieren saber que sus hijos están bien?

Diana apretó los labios formando una fina línea y se preparó para recibir la descarga.

– Muchas gracias-dijo, sin más respuesta.


Lacy tuvo que estacionar a seis manzanas del instituto; a tal distancia llegaba la aglomeración. Salió disparada hacia el edificio escolar, cargada con mantas para las víctimas en estado de shock tal como los comunicados de la radio local habían instado a que la gente hiciera. «Ya perdí un hijo-pensó-. No puedo perder otro».

La última vez que había hablado con Peter, acabaron discutiendo. Había sido la noche anterior, antes de que él se fuera a la cama, antes de que a ella la avisaran para asistir a un parto.

– Te pedí que sacaras la basura-le había dicho-. Ayer. ¿Es que no me escuchas cuando te hablo, Peter?

Peter la había mirado por encima de la pantalla de la computadora.

– ¿Qué?

¿Y si ahora resultaba que ésa había sido la última vez que había hablado con él?

Nada de lo que Lacy había visto en la escuela de enfermería o en su trabajo en el hospital la había preparado para lo que se encontró al doblar la esquina. Fue procesándolo por partes: cristales rotos, camiones de bomberos, humo. Sangre, llantos, sirenas. Dejó caer las mantas junto a una ambulancia y se adentró en un mar de confusión, dejándose llevar junto con el resto de padres con la esperanza de distinguir a su hijo antes de que la engullera la marea.

Había chicos corriendo por el patio embarrado. Ninguno llevaba el abrigo puesto. Lacy vio a una madre afortunada que encontraba a su hija, y se puso a escudriñar entre la multitud con angustia, buscando a Peter, recordando que ni siquiera sabía la ropa que llevaba puesta.

Fragmentos de frases dispersas llegaban a sus oídos:

«…no lo he visto…»

«…al señor McCabe le han dado…»

«…aún no la han encontrado…»

«…no creía que nunca fuera a…»

«…perdí el teléfono móvil cuando…»

«…ha sido Peter Houghton…»

Lacy se dio la vuelta como una exhalación, mirando a la chica que había hablado, la que acababa de encontrarse con su madre.

– Perdona-dijo Lacy-. Mi hijo…le estoy buscando…He oído que has mencionado su nombre: Peter Houghton…

Los ojos de la chica se abrieron de par en par, y se pegó a su madre.

– Es él el que está disparando.

De repente, a su alrededor todo empezó a moverse con lentitud: la llegada acompasada de las ambulancias, los pasos de los alumnos que corrían, las palabras rotundas que se escapaban de los labios de aquella chica. Quizá había entendido mal.

Volvió a alzar los ojos hacia ella, e inmediatamente deseó no haberlo hecho. La joven estaba sollozando. Por encima de su hombro, su madre miraba fijamente a Lacy horrorizada, hasta que fue dándose la vuelta con cuidado para resguardar a su hija de su vista, como si Lacy fuera un basilisco, como si su mera visión pudiera convertirlas en piedra.

«Tiene que ser un error, por favor que sea un error», pensó, mientras contemplaba aquella masacre y sentía que el nombre de Peter se le atascaba en la garganta.

Con un movimiento de autómata, abordó al policía que tenía más cerca.

– Estoy buscando a mi hijo-dijo Lacy.

– Señora, no es usted la única. Estamos haciendo todo lo posible por…

Lacy respiró hondo, consciente de que, a partir de aquel momento, todo iba a ser diferente.

– Su nombre-dijo-es Peter Houghton.


A Alex se le dobló uno de sus altos tacones al metérsele en una grieta de la acera, y se cayó golpeándose en una rodilla. En su esfuerzo por ponerse de pie, se agarró al brazo de una madre que pasaba a toda prisa.

– Los nombres de los heridos…¿dónde está la lista?

– Colgada en el pabellón de hockey.

Alex cruzó corriendo la calle, que había sido cerrada al tráfico y se había convertido en zona de evaluación del estado de los alumnos heridos, a los que el personal sanitario distribuía en ambulancias. Cuando se vio obligada a reducir la marcha por culpa de sus zapatos, apropiados para moverse por el recinto cerrado de un tribunal pero no para correr por la calle, optó por quitárselos y seguir corriendo calzada sólo con las medias.

La pista de hockey sobre hielo, que compartían el equipo del Instituto Sterling y los jugadores universitarios, estaba a cinco minutos a pie del recinto escolar. Alex llegó en dos minutos. Allí se vio empujada por una marea de padres ansiosos por ver las listas escritas a mano colgadas de los paneles de la entrada, las listas de los chicos que habían sido evacuados a hospitales de la zona. No decían nada acerca de la gravedad, ni si estaba heridos o algo peor. Alex leyó los primeros nombres. Whitaker Obermeyer. Kaitlyn Harvey. Matthew Royston.

«¿Matt?»

– No-dijo una mujer a su lado. Era de pequeña estatura, con los ojos penetrantes de un pájaro y un mechón de pelo rojo-. No-repitió, pero esta vez las lágrimas caían por sus mejillas.

Alex se quedó mirándola, incapaz de ofrecerle consuelo, por miedo a que el dolor fuera contagioso. Recibió un repentino empujón por el lado izquierdo, y se vio ante la lista de heridos que habían sido trasladados al centro médico Dartmouth-Hitchcock.

Alexis, Emma.

Horuka, Min.

Pryce, Brady.

Cormier, Josephine.

Alex se habría caído redonda de no haber sido por la presión de los angustiados padres a ambos lados.

– Discúlpenme-musitó, dejando su lugar a otra madre frenética. Intentaba abrirse paso entre la multitud que se agolpaba, cada vez más numerosa-. Perdón-repetía, una palabra que más que una disculpa de educación, era una súplica de absolución.


– Capitán-dijo el sargento que estaba tras el mostrador al entrar Patrick en la comisaría, al tiempo que le señalaba con los ojos a la mujer sentada al otro lado del vestíbulo, encogida sobre sí misma, en una postura que expresaba una resolución obstinada-. Es ella.

Patrick se volvió. La madre de Peter Houghton era menuda y físicamente no se parecía en nada a su hijo. Llevaba el pelo recogido sobre la cabeza, sujeto con una aguja, e iba con pijama de trabajadora de hospital y zuecos. Se preguntó si sería médico. Pensó en la ironía que supondría: «Ante todo, no causar daño».

No tenía el aspecto de ser una persona que hubiera creado a un monstruo. Patrick comprendió que los actos de su hijo debían de haberla tomado tan desprevenida como al resto de la comunidad.

– ¿Señora Houghton?

– Quiero ver a mi hijo.

– Lo lamento, pero no puede ser-replicó Patrick-. Está bajo arresto.

– ¿Tiene un abogado?

– Su hijo tiene diecisiete años…legalmente es adulto. Eso significa que Peter tendrá que reclamar por sí mismo su derecho a contar con un abogado.

– Pero es posible que él no sepa…-dijo, y se le quebró la voz-. Es posible que no sepa que eso es lo que tiene que hacer.

Patrick comprendía que, en un sentido diferente, aquella mujer también había sido víctima de los actos de su hijo. Había interrogado a suficientes padres de menores como para saber que la última cosa deseable era quemar un puente.

– Señora, estamos haciendo todo lo posible para saber qué es lo que ha pasado hoy. Y espero que usted esté dispuesta a hablar conmigo más tarde…para ayudarme a imaginar qué pudo pasar por la cabeza de Peter.-Dudó unos instantes, y añadió-: Lo lamento.

Se metió en el sanctasanctórum de la comisaría de policía tras abrir con sus llaves, y subió a la sala de registro, provista de una celda adyacente. Dentro estaba sentado Peter Houghton, en el suelo, con la espalda apoyada contra los barrotes, meciéndose levemente.

– Peter-dijo Patrick-. ¿Estás bien?

Lentamente, el chico volvió la cabeza. Se quedó mirando a Patrick.

– ¿Te acuerdas de mí?

Peter asintió.

– ¿Te apetece una taza de café, o algo?

Tras un titubeo, Peter asintió una vez más.

Patrick fue a buscar al sargento para que abriera la celda de Peter y condujo a éste a la cocina. Lo había dispuesto todo para que hubiera una cámara, por si se daba el caso y podía grabar en una cinta el consentimiento verbal de Peter a sus derechos y luego hacer que hablara. En la cocina, invitó al chico a que tomara asiento a la rayada mesa y sirvió dos tazas de café. No le preguntó cómo le gustaba, sino que se limitó a añadirle azúcar y leche y a ponérselo delante.

Patrick se sentó también. No había tenido ocasión de mirar al joven con calma, su visión afectada por la adrenalina, pero ahora lo observó con atención. Peter Houghton era de poca envergadura, pálido, pecoso, y llevaba anteojos de montura metálica. Tenía un diente de los de delante torcido, y la nuez del tamaño de un puño; los nudillos abultados y con la piel agrietada. Lloraba en silencio, lo cual habría bastado para inspirar simpatía, de no haber llevado la camiseta salpicada con la sangre de sus compañeros.

– ¿Te encuentras bien, Peter?-preguntó Patrick-. ¿Tienes hambre?

El chico sacudió la cabeza, negando.

– ¿Necesitas alguna otra cosa?

Peter apoyó la frente sobre la mesa.

– Quiero que venga mi madre-dijo en un susurro.

Patrick miró la raya del pelo del joven. Aquella mañana, al peinarse, ¿habría pensado: «hoy es el día en que voy a matar a diez alumnos»?

– Me gustaría hablar contigo acerca de lo que ha sucedido hoy. ¿Estás dispuesto a hablar conmigo?

Peter no respondió.

– Si tú me lo explicaras a mí-insistió Patrick-, quizá yo podría explicárselo a los demás.

Peter alzó el rostro. Ahora estaba llorando de verdad. Patrick comprendió que no lograría nada.

– Está bien-dijo-. Vamos.

Patrick condujo de nuevo a Peter a la celda, y vio cómo el muchacho se acurrucaba en el suelo de la misma sobre un costado, de cara a la pared de cemento. Se arrodilló detrás de él, en un último y desesperado intento.

– Ayúdame a ayudarte-le dijo. Pero Peter se limitó a sacudir la cabeza sin dejar de llorar.

Hasta que Patrick salió de la celda e hizo girar la llave en la cerradura Peter no habló de nuevo:

– Ellos empezaron-musitó.


El doctor Guenther Frankenstein ejercía como médico forense desde hacía seis años, exactamente el mismo tiempo que había conservado el título de Mister Universo a principios de los años setenta, antes de cambiar las pesas por un escalpelo, o como a él gustaba de decir, antes de pasar de formar cuerpos a desmembrarlos. Seguía teniendo una musculatura formidable, que se adivinaba perfectamente bajo el saco, lo suficiente como para cortar en seco cualquier intento de hacer chistes de monstruos a cuenta de su apellido. A Patrick le gustaba Guenther, ¿quién no admiraría a un tipo capaz de levantar tres veces su propio peso y al mismo tiempo estimar, con sólo echarle un vistazo, el peso aproximado de un hígado?

De vez en cuando, Patrick y Guenther se hacían con unas cuantas cervezas y consumían la tasa de alcohol suficiente como para que el ex culturista le contara historias acerca de las mujeres que se le ofrecían para lubricarle el cuerpo antes de una competición o sabrosas anécdotas acerca de Arnold, antes de que se dedicara a la política. Aquel día, sin embargo, Patrick y Guenther no estaban para bromas, ni para recordar los viejos tiempos. Se sentían abrumados por el presente, mientras iban de un lado a otro de las salas, catalogando a los muertos.

Patrick se había encontrado con Guenther en el instituto después de su entrevista fallida con Peter Houghton. La abogada de la acusación se había limitado a encogerse de hombros cuando Patrick le había dicho que Peter no se había mostrado dispuesto a hablar.

– Tenemos cientos de testigos que afirman que ha matado a diez personas-replicó Diana-. Proceda con el arresto oficial.

Guenther se agachó junto al cadáver de la sexta víctima mortal. Le habían disparado en el baño de las chicas, y su cuerpo había sido hallado boca abajo delante de los lavatorios. Patrick se volvió hacia el director del centro, Arthur McAllister, que había accedido a acompañarles para facilitar la identificación.

– Kaitlyn Harvey-dijo el director con voz angustiada-. Una chica especial donde las hubiera…encantadora…

Guenther y Patrick intercambiaron una mirada. El director no se limitó a identificar los cadáveres, sino que en cada ocasión pronunciaba una o dos frases elogiosas. Patrick pensó que el hombre no podía evitarlo. A diferencia de Patrick y Guenther, no estaba acostumbrado a situaciones trágicas en el transcurso de sus ocupaciones habituales.

Patrick había intentado reproducir los pasos de Peter, desde la entrada principal al comedor, donde se habían hallado las víctimas 1 y 2, Courtney Ignatio y Maddie Shaw, pasando por la escalera que salía de la sala (víctima 3: Whit Obermeyer), el baño de los chicos (víctima 4: Topher McPhee), otro vestíbulo (víctima 5: Grace Murtaugh), hasta el baño de las chicas (víctima 6: Kaitlyn Harvey). Entonces, subiendo la escalera al frente de su equipo, se metió en la primera clase a la izquierda, siempre siguiendo el rastro de manchas de sangre, hasta un lugar junto al pizarrón donde yacía la única víctima adulta…y a su lado, un joven que presionaba con la palma abierta la herida de bala en el vientre del hombre.

– ¿Ben?-dijo McAllister-. ¿Qué haces aquí?

Patrick miró al chico.

– Tú no eres personal sanitario.

– Yo…no…

– ¡A mí me dijiste que sí lo eras!

– Ben pertenece a los Eagle Scouts-dijo el director.

– No podía dejar al señor McCabe. Yo…le he aplicado presión, y funciona. ¿Lo ven? Ha dejado de sangrar.

Guenther retiró con suavidad la mano ensangrentada del muchacho del estómago de su profesor.

– Eso es porque ya no vive, hijo.

A Ben se le desencajó el rostro.

– Pero yo…yo…

– Tú has hecho todo lo que has podido-lo tranquilizó Guenther.

Patrick se volvió hacia el director.

– ¿Por qué no se lleva a Ben afuera…? Quizá no estaría de más que le echase un vistazo alguno de los médicos.-«Shock», formó la palabra con los labios por encima de la cabeza del chico.

Mientras salían del aula, Ben se agarró de la manga del director, dejándole una brillante mancha roja.

– Cielo santo-exclamó Patrick, pasándose la mano por la cara.

Guenther levantó la vista.

– Vamos. Acabemos con esto de una vez.

Se dirigieron al gimnasio, donde Guenther certificó la muerte de otros dos alumnos, un chico negro y otro blanco, y acabaron en el vestuario, donde Patrick había conseguido finalmente dar con Peter Houghton. Guenther examinó el cadáver del joven al que Patrick había visto antes, el chico con el suéter de hockey y cuya gorra le había arrancado de la cabeza el disparo de bala. Mientras tanto, Patrick entró en el espacio colindante donde se alineaban las duchas y miró por la ventana. Los periodistas seguían allí, pero la mayoría de heridos habían sido ya atendidos. Ya sólo quedaba una ambulancia a la espera, en lugar de siete, como hacía un rato.

Y había empezado a llover. Una lluvia fina, brumosa y fría. A la mañana siguiente, las manchas de sangre que había en el pavimento en el exterior del instituto habrían palidecido; ese día podía muy bien no haber existido.

– Éste tiene algo interesante-dijo Guenther.

Patrick cerró la ventana para que no entrase la lluvia.

– ¿Por qué? ¿Está más muerto que los demás?

– Bueno, algo sí. Es la única víctima que ha recibido dos disparos. Uno en el vientre y el otro en la cabeza.-Guenther alzó la vista hacia él-. ¿Cuántas armas llevaba encima el asaltante cuando lo detuviste?

– Una en la mano, otra aquí en el suelo, dos en la mochila.

– Nada que haga pensar en un plan de reserva, o algo por el estilo.

– Sobre este chico-dijo Patrick-, ¿serías capaz de decir cuál de las dos balas recibió primero?

– No. Con todo, habría argumentos para pensar que fue la del vientre…puesto que la que lo mató fue la de la cabeza.-Guenther se arrodilló junto al cadáver-. Puede que odiara a este chico más que a ninguno.

La puerta del vestuario se abrió de sopetón, dando paso a un agente que venía de la calle, empapado por el repentino aguacero.

– ¿Capitán?-dijo-. Acabamos de encontrar los útiles de fabricación de una granada casera en el coche de Peter Houghton.


Cuando Josie era pequeña, a Alex la asaltaba una pesadilla recurrente en la que ella estaba en un avión que caía a pique. Era capaz de sentir la aceleración de la gravedad, la presión que le pegaba la espalda al respaldo; veía carteras, abrigos y maletines cayendo de los compartimentos superiores contra el suelo del pasillo. «Tengo que alcanzar el móvil-pensaba Alex-, para dejarle a Josie al menos un mensaje en el contestador que pueda conservar para siempre, una prueba de que la quería y que he pensado en ella al llegar el final.» Pero a pesar de que Alex conseguía sacar el teléfono del bolso y encenderlo, no le daba tiempo. Se estrellaba contra el suelo mientras el móvil aún no tenía señal.

Se despertaba temblando y sudorosa, aun cuando en seguida descartaba la verosimilitud de aquel sueño: ella raras veces viajaba sin Josie, y desde luego no tomaba un avión para su trabajo. A continuación apartaba las sábanas y se dirigía al cuarto de baño para refrescarse la cara, pero sin poder evitar pensar: «He llegado tarde».

Sentada en la silenciosa oscuridad de la habitación de hospital en que su hija dormía bajo los efectos del sedante que le había administrado el médico de guardia, Alex se sentía del mismo modo.

Había conseguido enterarse de que Josie había perdido el conocimiento durante el tiroteo. Tenía un corte en la frente, adornado con una tirita, y una conmoción cerebral leve. Los médicos querían que pasara allí la noche en observación, para estar seguros.

Estar seguro tenía un sentido completamente nuevo a partir de ese día.

Alex se había enterado también, por las incesantes noticias de los medios de comunicación, de los nombres de las víctimas mortales. Una de las cuales era Matthew Royston.

«Matt».

¿Y si Josie hubiera estado con su novio cuando le habían disparado a éste?

Josie había permanecido inconsciente durante todo el tiempo que Alex llevaba allí. Se la veía pequeña y tranquila bajo las descoloridas sábanas de la habitación; le había deshecho el nudo del cuello de la bata de hospital. De vez en cuando movía la mano derecha con una leve contracción. Alex la tomó entre las suyas. «Despierta-pensó-. Déjame que vea que estás bien».

¿Y si a Alex no se le hubiera estado haciendo tarde aquella mañana? ¿Podría haberse quedado sentada a la mesa de la cocina con Josie, hablando de las cosas de las que imaginaba que hablaban madres e hijas, pero para las que nunca parecía tener tiempo? ¿Por qué no había observado con más detenimiento a Josie mientras bajaba corriendo la escalera, y le había dicho que se volviera a la cama a descansar un poco?

¿Por qué siguiendo un arrebato no se había llevado a Josie a un viaje a Punta Cana, a San Diego o a las islas Fidji, a todos esos lugares con los que Alex se quedaba embobada al verlos en la pantalla de la computadora de su despacho, soñando con visitarlos?

¿Por qué no habría sido una madre lo bastante clarividente como para hacer que su hija se quedase en casa aquel día?

Por supuesto, había cientos de padres que habían cometido el mismo, comprensible, error que ella. Pero era flaco consuelo para Alex: ninguno de sus hijos era Josie. Ninguno de ellos, estaba segura, tenía tanto que perder como ella.

«Cuando todo esto haya acabado-se prometió Alex en silencio-, iremos a la selva tropical, o a las pirámides, o a una playa con la arena blanca como la cal. Comeremos uva arrancada de la parra, nadaremos en compañía de tortugas de mar, caminaremos kilómetros sobre calles adoquinadas. Reiremos y hablaremos y nos haremos confidencias. Lo haremos».

Al mismo tiempo, una voz en el interior de su cabeza aplazaba la visita al paraíso. «Después-le decía-. Porque antes en la sala de tu tribunal tendrá que celebrarse el juicio».

Era verdad: un caso como aquél pasaría por procedimiento de urgencia a encabezar la lista de casos. Alex era la jueza del Tribunal Superior del condado de Grafton, y seguiría siéndolo durante los próximos ocho meses. Aunque Josie hubiera estado presente en la escena del crimen, técnicamente no era una víctima del asaltante. Si Josie hubiera resultado herida, a Alex la habrían apartado del caso de forma automática. Pero tal como habían sucedido las cosas, no había conflicto legal en la designación de Alex como jueza del caso, siempre que pudiera separar sus sentimientos personales como madre de una de las alumnas del instituto de sus decisiones profesionales como delegada de la justicia. Sería su primer gran juicio como jueza del Tribunal Superior, que marcaría la pauta del resto de su ejercicio en el estrado.

Aunque no pensaba precisamente en todo eso en aquellos momentos.

Josie se movió de pronto. Alex observó cómo la conciencia volvía a ella poco a poco, hasta alcanzar un nivel lo bastante elevado como para que Josie se despertase.

– ¿Dónde estoy?

Alex le pasó a su hija los dedos por el pelo, como si la peinara.

– En el hospital.

– ¿Por qué?

Su mano se quedó rígida.

– ¿No recuerdas nada de lo que ha pasado hoy?

– Matt vino a buscarme antes de clase-dijo Josie, y entonces se incorporó con brusquedad-. ¿Hemos tenido un accidente de coche?

Alex dudaba, sin saber muy bien qué debía decirle. ¿No sería mejor que Josie no supiera la verdad, por el momento? ¿Y si era el modo en que su mente la estaba protegiendo de lo que fuera que hubiera podido presenciar?

– Estás bien-dijo Alex con cautela-. No estás herida.

Josie se volvió hacia ella, aliviada.

– ¿Y Matt?


Lewis había ido a buscar a un abogado. Lacy se agarraba a aquello como a un clavo ardiendo, mientras se mecía hacia delante y hacia atrás, sentada en la cama de Peter, y esperaba que su marido volviera a casa.

– Todo va a salir bien-le había dicho Lewis, aunque ella no entendía cómo podía hacer una afirmación tan engañosa-. Está claro que se trata de un error-había añadido.

Pero él no había estado en el instituto. No había visto las caras de los alumnos, unos niños que ya nunca volverían a serlo.

Por un lado, Lacy deseaba creer a Lewis con desesperación, pensar que de una u otra forma aquella cosa rota podía arreglarse. Pero por otra parte se acordaba de cuando despertaba a Peter a las cuatro de la mañana para salir a cazar patos, ocultos en un apostadero. Lewis había enseñado a su hijo a cazar, sin imaginar jamás que Peter pudiese ir a buscar otro tipo de presa. Para Lacy la caza era tanto un deporte como una reivindicación de la evolución. Sabía preparar un excelente estofado de carne de venado y ganso con salsa teriyaki, y disfrutar de cualquier comida que Lewis pudiera aportar a la mesa. Pero en aquellos momentos pensó: «Es culpa suya», porque así no podía ser de ella.

¿Cómo era posible cambiarle la ropa de la cama a un chico todas las semanas y prepararle el desayuno y llevarle al ortodoncista y no conocerlo en absoluto? Siempre había considerado las respuestas monosilábicas de Peter como algo propio de la edad, dando por sentado que cualquier otra madre hubiera pensado lo mismo. Lacy escudriñaba en sus recuerdos en busca de una señal de alarma, una conversación que no hubiera sabido interpretar, algo que se le hubiese pasado por alto, pero lo único que era capaz de recordar eran miles de momentos corrientes.

Miles de momentos corrientes que algunas madres ya no podrían volver a pasar con sus hijos.

Se le saltaron las lágrimas, que se secó con el dorso de la mano. «No pienses en ellas-se regañó en silencio-. Lo que tienes que hacer ahora mismo es preocuparte de ti misma».

¿Habría pensado Peter eso mismo?

Lacy tragó saliva y se paseó por la habitación de su hijo. Estaba a oscuras, con la cama hecha, tal como la había dejado Lacy por la mañana. Se fijó en el póster de un grupo llamado Death Wish colgado de la pared y se preguntó que vería en ellos un chico. Abrió el armario y vio las botellas vacías y la cinta aislante y todo lo demás que se le había pasado por alto la primera vez.

Lacy se quedó parada de pronto. Aquello tenía que arreglarlo por sí misma. Tenía que arreglarlo por ambos. Bajó corriendo a la cocina y cogió tres grandes bolsas negras de basura, para volver acto seguido a la habitación de Peter. Se ocupó del armario, sacando paquetes de cordones para los zapatos, azúcar, nitrato potásico y, Dios mío, ¿de dónde habría sacado aquellos tubos?, en la primera bolsa. No tenía ningún plan acerca de lo que iba a hacer con todo eso, pero de lo que estaba segura era de que iba a sacarlo de casa.

Cuando sonó el timbre de la puerta, Lacy suspiró aliviada pensando que era Lewis. Aunque si lo hubiera pensado con más calma, le habría extrañado que Lewis llamara a la puerta en lugar de entrar con la llave. Abandonó la operación de limpieza y fue abajo a abrir, para encontrarse con un policía con una pequeña carpeta azul.

– ¿La señora Houghton?-dijo el agente.

¿Qué querrían ahora? Ya tenían a su hijo.

– Traemos una orden de registro.-Le mostró el documento oficial y pasó junto a ella sin esperar su permiso, seguido por otros cinco policías-. Jackson y Walhorne, vayan al piso de arriba, a la habitación del chico. Rodríguez, al sótano. Tewes y Gilchrist, empiecen por la primera planta, y a todos, asegúrense de no dejarse los contestadores automáticos y el material informático…-Entonces reparó en que Lacy seguía aún allí, apocada-. Señora Houghton, es necesario que salga usted de la casa.

El policía la escoltó mientras la acompañaba a la puerta de entrada de su propia casa. Anonadada, Lacy le siguió. ¿Qué pensarían cuando entraran en la habitación de Peter y encontraran la bolsa de basura? ¿Culparían a Peter? ¿O a Lacy, por habérselo permitido?

¿La culpaban ya?

Una ráfaga de aire frío le dio a Lacy en el rostro al abrirse la puerta principal.

– ¿Cuánto tiempo?

El agente se encogió de hombros.

– Hasta que hayamos terminado-dijo, y dejó que saliera a la fría calle.


Jordan McAfee ejercía como abogado desde hacía casi veinte años y, hasta aquellos instantes, creía sinceramente haberlo visto y oído todo. Él y su esposa Selena estaban de pie ante el televisor mirando la cobertura de la CNN del asalto con disparos al Instituto Sterling.

– Es como en Columbine-dijo Selena-. Pero en nuestrapropiacasa.

– Sólo que esta vez-murmuró Jordan-, ha quedado vivo el autor de la matanza.

Bajó la mirada hacia el bebé que su esposa sostenía en brazos, una mezcla de piel color café y ojos azules producto de la unión de sus genes de WASP [3] con las interminables extremidades y la piel de ébano de Selena; al mirarlo, tomó el control remoto y bajó el volumen, no fuera a ser que su hijo estuviera asimilando algo de todo aquello en su subconsciente.

Jordan conocía el Instituto Sterling. Estaba al final de la calle de su barbero, y apenas a dos manzanas de la oficina sobre el banco que él tenía alquilada para su despacho de abogado. Había representado a algunos alumnos a los que habían soprendido con marihuana en la guantera del coche o bebiendo a edad aún no permitida. Selena, que no sólo era su mujer sino también su investigadora privada, había ido al instituto de vez en cuando para hablar con los chicos en relación con algún que otro caso.

No hacía mucho que vivían allí. Su hijo Thomas, lo único bueno que le había quedado de su lastimoso primer matrimonio, había realizado la enseñanza secundaria en Salem Falls, y ahora era estudiante en Yale, donde Jordan pagaba cuarenta mil dólares al año, para oír periódicamente que su hijo había decidido cambiar a planes académicos más modestos, orientados a ser artista de performance, historiador del arte o payaso profesional. Jordan había acabado pidiéndole a Selena que se casara con él, y cuando ella se quedó embarazada, se trasladaron a Sterling…por la buena reputación del distrito escolar.

Quién lo iba a decir.

Cuando sonó el teléfono, Jordan, que no quería ver los informativos pero que tampoco podía apartar los ojos del televisor, no hizo ademán alguno de ir a contestar, de modo que Selena le plantó el bebé en los brazos y descolgó el aparato.

– Eh-saludó-. ¿Cómo estás?

Jordan la miró y arqueó las cejas.

«Thomas», le informó Selena moviendo los labios.

– Sí, espera, está aquí.

Jordan agarró el teléfono.

– ¿Qué demonios está pasando?-preguntó Thomas-. El Instituto Sterling sale en todas las páginas.

– No sé más de lo que puedas saber tú-contestó Jordan-. Todo es un caos.

– Conozco a varios chicos del instituto. Hemos competido contra ellos en pruebas de atletismo. No puede…no puede ser verdad.

Jordan aún seguía oyendo el sonido de las sirenas a lo lejos.

– Pues lo es-dijo. Se oyó un clic en la línea…Una llamada en espera-. Un momento, tengo que contestar a otra llamada.

– ¿El señor McAfee?

– Sí…

– Yo, bueno, tengo entendido que es usted abogado. Me dio su nombre Stuart McBride, de la Universidad de Sterling…

En la televisión comenzó a salir una lista de las víctimas mortales, ilustrada con fotos de los libros escolares.

– Verá, estaba atendiendo otra llamada-dijo Jordan-. ¿Quiere darme su nombre y número de teléfono, y le llamo luego?

– Había pensado si querría usted representar a mi hijo-continuó la voz-. Es el chico que…el chico del instituto que…-La voz se oyó entrecortada-. Dicen que mi hijo ha sido el causante…

Jordan pensó en la última vez en que había representado a un adolescente. También en aquella ocasión habían encontrado a Chris Harte con un arma humeante en la mano.

– ¿Querrá…? ¿Aceptaría usted el caso…?

Jordan se olvidó de Thomas, que seguía a la espera. Se olvidó de Chris Harte y de cómo aquel caso había estado a punto de trastornarlo. Miró a Selena y al bebé que ella sostenía en brazos. Sam se retorcía y agarraba el pendiente de su madre. Aquel chico, el chico que se había presentado aquella mañana en el Instituto Sterling y había llevado a cabo una masacre, era hijo de alguien. Y a pesar de una ciudad que tardaría años en recuperarse de la conmoción, y de los medios de comunicación, que habían alcanzado ya el punto de saturación, el chico merecía un juicio justo.

– Sí-dijo Jordan-. Lo acepto.


Por fin, después de que la brigada antiexplosivos hubiese desmontado la granada de fabricación casera hallada en el coche de Peter Houghton; después de que se hubiesen recuperado ciento dieciséis casquillos de bala diseminados por el instituto; después de que la policia hubiera evaluado y medido la disposición de las pruebas y la ubicación de los cadáveres para poder dibujar un diagrama a escala de la escena; después de que los técnicos criminólogos hubieran tomado las primeras de las cientos de instantáneas que habrían de clasificar en libros de fotografías convenientemente indexados; después de todo eso, Patrick llamó a todo el mundo al auditorio del instituto y les habló desde la tarima, en medio de la penumbra.

– Tenemos una ingente cantidad de información-dijo al grupo de investigadores y policías congregados ante él-. Vamos a tener que hacer frente a una gran presión para que hagamos nuestro trabajo con rapidez, y para que lo hagamos bien. Quiero a todo el mundo aquí de nuevo dentro de veinticuatro horas, para ver dónde estamos.

La gente comenzó a dispersarse. En el siguiente encuentro, a Patrick le entregarían los libros de fotos completados y todas las pruebas que aún no se hubiesen llevado al laboratorio, y todos los resultados ya disponibles. Al cabo de veinticuatro horas, estaría enterrado bajo una avalancha tal de información, que ni siquiera vería el camino de salida.

Mientras los demás regresaban a las diferentes zonas del edificio para completar un trabajo que les ocuparía toda la noche y gran parte del día siguiente, Patrick salió y se dirigió a su coche. Había dejado de llover. Había pensado volver a la comisaría para revisar las pruebas obtenidas en casa de los Houghton, y también quería hablar con los padres, si es que éstos seguían dispuestos. Pero casi sin pensar dirigió el coche hacia el centro médico, en cuyo estacionamiento lo dejó. Entró por urgencias, blandiendo la placa.

– Verá-le dijo a la enfermera-, ya sé que han ingresado muchos chicos aquí durante el día de hoy, pero uno de los primeros ha sido una chica llamada Josie. Estoy intentando dar con ella.

La enfermera hizo revolotear las manos sobre el teclado de la computadora.

– ¿Josie qué?

– Eso es lo malo-reconoció Patrick-, que no lo sé.

En la pantalla aparecía un torrente de información, y la enfermera posó el dedo en un punto sobre la misma.

– Cormier. Cuarta planta, habitación cuatrocientos veintidós.

Patrick le dio las gracias y se metió en el ascensor. Cormier. El apellido le resultaba familiar, pero no acababa de ubicarlo. Era bastante común, supuso, lo habría leído en los periódicos o lo habría visto en algún programa de televisión. Pasó junto al mostrador de las enfermeras y siguió la numeración a lo largo del pasillo. La puerta de la habitación de Josie estaba entreabierta. La chica estaba sentada en la cama, envuelta en las sombras, hablando con una figura de pie junto a ella.

Patrick llamó con suavidad con los nudillos y entró en la habitación. Josie le dirigió una mirada inexpresiva. La mujer que estaba con ella se volvió en redondo.

«Cormier». Patrick cayó en la cuenta. «La jueza Cormier.» Había sido llamado a testificar varias veces a su juzgado antes de que ella se convirtiera en jueza del Tribunal Superior. Había acudido a ella en busca de mandamientos judiciales como último recurso, al fin y al cabo, ella procedía del ámbito de los abogados de oficio, lo que en la mentalidad de Patrick significaba que, por mucho que ahora quisiera ser escrupulosamente equitativa, seguía existiendo el hecho de que había jugado en el bando contrario.

– Señoría-dijo-. No había caído en la cuenta de que Josie fuera su hija.-Se acercó a la cama-. ¿Cómo estás?

Josie le miraba fijamente.

– ¿Le conozco?

– Yo soy el que te ha sacado de allí…

Se interrumpió al ver que la jueza lo agarraba del brazo y lo apartaba, fuera del alcance del oído de Josie.

– No recuerda nada de lo sucedido-le susurró la jueza-. No sé por qué, pero cree que ha sufrido un accidente de coche…y yo…-se le apagó la voz-, no me he atrevido a contarle la verdad.

Patrick comprendió: cuando amas a alguien, no quieres ser la persona que haga que su mundo se venga abajo.

– ¿Quiere que se lo diga yo?

La jueza vaciló, y finalmente asintió agradecida. Patrick se acercó a Josie de nuevo.

– ¿Estás bien?

– Me duele la cabeza. Los médicos dicen que he sufrido una conmoción cerebral y que debo pasar la noche aquí, en observación.-Levantó la vista hacia él-. Supongo que debo darle las gracias por haberme rescatado.-De repente, en su rostro se reflejó un pensamiento que la preocupaba-. ¿Usted sabe cómo está Matt? ¿Era el chico que estaba conmigo en el coche?

Patrick se sentó en el borde de la cama.

– Josie-dijo con suavidad-, no has sufrido ningún accidente de coche. Ha pasado algo en el instituto. Ha entrado un alumno armado y se ha puesto a disparar contra todo el mundo.

Josie sacudió la cabeza, tratando de desprenderse del efecto de aquellas palabras.

– Y Matt es una de las víctimas…

Los ojos de Josie se llenaron de lágrimas.

– ¿Está bien?-preguntó.

Patrick bajó la vista hacia la cama.

– Lo siento.

– No-dijo Josie-. No. Me está mintiendo.

Y empezó a golpear a Patrick, sin mirarlo, en la cara y en el pecho. La jueza se abalanzó hacia ella, tratando de calmarla, pero Josie se había vuelto loca, chillaba, lloraba, arañaba, hasta que dos de las enfermeras de la planta entraron corriendo en la habitación, de la que echaron a Patrick y a la jueza Cormier, para administrarle a Josie un sedante.

En el pasillo, Patrick se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Por Dios bendito. ¿Por eso era por lo que iba a tener que hacer pasar a todos sus testigos? Estaba a punto de pedirle disculpas a la jueza por haber alterado de aquel modo a Josie, cuando también ella se enfrentó a él con ferocidad.

– Pero ¿qué diablos pretendía, contándole lo de Matt?

– Usted me lo pidió-replicó Patrick, resentido.

– ¡Le pedí que le contara lo que había pasado en el instituto!-matizó la jueza-. ¡No que le dijera que su novio estaba muerto!

– Sabe perfectamente que Josie se habría enterado tarde o temprano…

– ¡Tarde!-le interrumpió la jueza-. Mucho más tarde.

Las enfermeras aparecieron en la puerta de la habitación.

– Ahora ya duerme-susurró una de ellas-. Volveremos para ver cómo sigue.

Ambos esperaron hasta que las enfermeras ya no podían oírles.

– Escuche-dijo Patrick con firmeza-, hoy he visto chicos con disparos en la cabeza, chicos que no volverán a caminar nunca más, chicos que han muerto por estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. Su hija…está bajo los efectos del shock…pero es una de las afortunadas.

Aquellas palabras tuvieron el efecto de una bofetada. Por un instante, la jueza no parecía ya furiosa. En sus ojos grises se veían desfilar las trágicas situaciones por las que, gracias a Dios, no debería pasar; la tensión en sus labios se aflojó, y entonces, de un modo tan súbito como se habían crispado, sus rasgos se distendieron, impasibles.

– Lo siento. No suelo actuar así normalmente. Es que…ha sido un día terrible.

Por mucho que la miraba, Patrick fue incapaz de encontrar rastro de la emoción que por un momento la había descompuesto. Sin brecha. Así era ella.

– Sé que usted sólo trataba de hacer su trabajo-dijo la jueza.

– Me hubiera gustado hablar con Josie…pero no había venido a eso. He venido porque ella ha sido la primera que…bueno, necesitaba saber que estaba bien.-Le ofreció a la jueza Cormier la más leve de las sonrisas, una de esas que pueden empezar a hacer mella en un corazón-. Cuide de ella-añadió, volviéndose y alejándose por el pasillo, sintiendo el calor de una mirada en la espalda, una muy parecida a una caricia.

Загрузка...