Josie esperó hasta que dejó de oír la televisión en el dormitorio de su madre y se volvió de costado en la cama para poder ver las acrobacias del diodo luminoso del reloj digital. Cuando los dígitos señalaron las 2:00 de la madrugada, decidió que ya no había peligro y, tras retirar las sábanas, se levantó de la cama.
Sabía muy bien cómo bajar la escalera sin hacer ruido. Ya lo había hecho un par de veces con anterioridad, para encontrarse con Matt en el patio de atrás. Una noche él le había enviado un mensaje de móvil: «Quiero verte ahora». Ella había salido a encontrarse con él vestida con un camisón blanco de algodón, como un fantasma, y cuando él la tocó, por un momento le pareció que iba a escurrírsele entre los dedos.
Sólo había un peldaño que crujía y Josie sabía perfectamente cuál era, por lo que no era ningún problema pasar por encima sin pisarlo. Una vez en la planta baja, rebuscó en la estantería de los DVD hasta encontrar el que quería ver sin que nadie la sorprendiera haciéndolo. Luego encendió el televisor, y bajó tanto el volumen que tuvo que ponerse casi encima de la pantalla para poder oír.
La primera persona que aparecía era Courtney. Levantaba la mano para impedir que la persona que llevaba la cámara la filmara. No obstante, se reía, mientras su largo pelo le caía por delante del rostro como un velo de seda. Se oía la voz en off de Brady Price: «Enséñanos algo para “Girls Gone Wild”, Court». La imagen se difuminó unos segundos, y luego apareció un primer plano de un pastel de cumpleaños. FELICES DIECISÉIS AÑOS, JOSIE. Una rápida sucesión de rostros, incluido el de Haley Weaver, cantándole a ella.
Josie pulsó el botón de pausa del DVD. Ahí estaban, Courtney, Haley, Maddie, John, Drew. Tocó la frente de cada uno de ellos, con la yema de los dedos, recibiendo una minúscula descarga eléctrica cada vez.
Para celebrar su cumpleaños habían ido a hacer una barbacoa al lago Sunapee. Comieron hot dogs, hamburguesas, mazorcas de maíz. Se habían olvidado el ketchup, y alguien tuvo que volver en coche a la ciudad para ir al súper a comprarlo. Courtney había firmado su tarjeta de felicitación con las iniciales PMMA, «Para Mi Mejor Amiga», aunque Josie sabía que un mes antes le había puesto lo mismo a Maddie.
Para cuando la imagen volvió a difuminarse y surgió su propio rostro, Josie estaba llorando. Sabía lo que venía a continuación, lo recordaba perfectamente. La cámara fue ampliando el plano, y allí estaba Matt, rodeándola con el brazo mientras ella estaba sentada en su regazo sobre la arena. Él se había quitado la camisa, y Josie aún recordaba el calor de su piel al contacto con la suya.
Cómo puede alguien estar tan vivo en un determinado momento para luego quedar inmovil para siempre, y no sólo el corazón o los pulmones, sino la forma despaciosa de esbozar una sonrisa, la parte izquierda de la boca antes que la derecha; y el tono de la voz; y la forma de atusarse el pelo después de haber acabado los ejercicios de matemáticas.
– No puedo vivir sin ti-solía decirle Matt. Ya no tendría que hacerlo, pensó Josie.
No podía parar de llorar, y se llevó el puño a la boca para no hacer ruido. Contemplaba a Matt en la pantalla, de la misma forma que uno observaría a un animal al que no había visto antes, como si tuviera que memorizarlo para contarle al mundo entero más tarde lo que había encontrado. La mano de Matt se abrió sobre el vientre desnudo de ella, rozándole el borde de la parte superior del biquini. Se veía a ella misma rechazándolo, ruborizada.
– Aquí no-decía su voz, una voz alegre y divertida que ni siquiera a Josie le sonaba como la suya propia. Uno nunca reconoce su voz cuando la oye en una grabación.
– Pues vamos a otro sitio-decía Matt.
Josie se levantó la camisa del pijama y metió la mano por debajo. Se aplicó la palma de la mano en el vientre. Levantó el dedo pulgar, como lo había hecho Matt, hasta la curva de uno de los senos. Trató de fingir que era él.
Matt le había regalado un colgante de oro para aquel cumpleaños, una joya de la que no se había desprendido desde aquel día, hacía casi seis meses. Josie lo llevaba en la filmación. Recordó que cuando lo había mirado en el espejo, vio la huella del pulgar de Matt en él; había quedado impresa cuando se lo había colgado del cuello. Le pareció algo tan íntimo, que durante varios días había evitado con todo cuidado frotarla para no borrarla.
La noche en que Josie había salido para encontrarse con Matt en el patio trasero, a la luz de la luna, él se había echado a reír al ver su camisón, estampado con imágenes de muñequitos.
– ¿Qué estabas haciendo cuando te he enviado el mensaje?-le preguntó.
– Estaba durmiendo. ¿Para qué querías verme en plena noche?
– Para estar seguro de que soñabas conmigo-le dijo él.
En el DVD, alguien pronunciaba el nombre de Matt en voz alta. Él se volvía, sonriente. Tenía dientes de lobo, pensó Josie. Afilados, de una blancura inverosímil. Le daba a Josie un beso en la boca.
– Vuelvo en seguida-le decía.
«Vuelvo en seguida».
Le dio a la pausa justo en el momento en que Matt se levantaba. Luego se pasó la mano por el cuello y arrancó de un tirón el colgante junto con la fina cadenita de oro que lo sostenía. Abrió el cierre de uno de los cojines del sofá y metió el colgante dentro del relleno.
Apagó el televisor. Dejó a Matt suspendido así, para siempre; a apenas unos centímetros de ella, para poder acercarse a él cuando quisiera. Aunque sabía que el DVD volvería a su posición de inicio antes de que ella hubiera salido de la habitación.
A Lacy y a Lewis se les había acabado la leche. Aquella mañana, mientras ella y su marido estaban sentados como zombis a la mesa de la cocina, lo había sacado a colación:
«Dicen que va a llover otra vez».
«Se ha terminado la leche».
«¿Hay noticias del abogado de Peter?».
Lacy estaba desolada por el hecho de no poder volver a visitar a Peter hasta al cabo de otra semana más. Normas de la prisión. La atormentaba pensar que Lewis ni siquiera había ido aún a verle. ¿Cómo podía llevar a cabo con normalidad los quehaceres de la vida cotidiana, sabiendo que su hijo estaba sentado en una celda a menos de treinta kilómetros de distancia?
Había un punto crítico en el que los acontecimientos de tu vida se convertían en un tsunami. Era algo que Lacy conocía bien, porque el torrente del dolor la había arrastrado ya una vez. Y cuando eso sucedía, uno se encontraba, al cabo de unos días en medio de un terreno inhóspito, sin raíces. La única alternativa era intentar llegar hasta un nivel más alto mientras aún se podía.
Por ese motivo, Lacy estaba en una estación de servicio, comprando un cartón de leche, cuando su instinto más primario le pedía meterse debajo de las sábanas y dormir. Aquello no había sido tan sencillo como parecía: para conseguir la leche, primero había tenido que salir marcha atrás del garaje de su casa mientras los periodistas golpeaban los cristales de las ventanillas y le obstaculizaban el paso; luego había tenido que despistar a la furgoneta de la tele que la seguía por la autovía. Como resultado, de repente se veía comprando un cartón de leche en una estación de servicio en Purmort, New Hampshire, que raramente frecuentaba.
– Son dos dólares con cincuenta y nueve centavos-dijo la cajera.
Lacy abrió la cartera y sacó tres dólares. Entonces se fijó en el pequeño letrero escrito a mano junto a la caja registradora. RECAUDACIÓN DE FONDOS PARA LAS VÍCTIMAS DEL INSTITUTO STERLING, leyó; y había una lata de café para recoger los donativos.
Empezó a temblar.
– No se preocupe-dijo la cajera, comprensiva-. Una tragedia, ¿verdad?
El corazón le latía con tal fuerza, que Lacy estaba segura que la empleada tenía que oírlo.
– Aunque quieras, no puedes dejar de preguntarte por esos padres, ¿eh? ¿Cómo pudieron no darse cuenta de nada?
Lacy asentía con la cabeza, por miedo a que el mero sonido de su voz pudiera dar al traste con su anonimato. Era casi demasiado fácil estar de acuerdo: ¿podía haber un hijo más espantoso, una madre peor?
Era fácil decir que detrás de un hijo terrible había siempre un padre terrible, pero ¿y los padres que lo habían hecho lo mejor que habían sabido? ¿Y los padres, como Lacy, que habían amado de una forma incondicional, que habían protegido a su hijo con ferocidad, que lo habían querido al máximo…y que aun así habían criado a un asesino?
«Yo no me di cuenta de nada-hubiera deseado decir Lacy-. No ha sido culpa mía».
Pero guardó silencio, porque, para ser sincera, no estaba del todo segura de creerlo así.
Lacy vació el contenido de su monedero en la lata de café, tanto billetes como monedas. Salió de la tienda de la gasolinera casi sin darse cuenta, olvidándose el cartón de leche en el mostrador.
Dentro de sí no había quedado nada. Se lo había dado todo a su hijo. Y ése era el mayor sufrimiento de todos: por muy fantásticos que queramos que sean nuestros hijos, por muy perfectos que finjamos que son, están condenados a defraudarnos. Los hijos acaban siempre pareciéndose a nosotros mucho más de lo que habíamos pensado: imperfectos hasta la médula.
Ervin Peabody, el profesor de psiquiatría en la facultad, se ofreció para conducir una sesión de duelo colectivo dirigida a toda la población de Sterling en la blanca iglesia de madera del centro de la ciudad. En el diario local se había publicado un minúsculo aviso de una sola línea, y en la cafetería y en el banco se habían colgado unos carteles de color morado, pero eso había sido suficiente para difundir la convocatoria. A la hora del evento, las siete de la tarde, había coches estacionados hasta a casi un kilómetro de distancia. El gentío desbordaba las puertas de la iglesia y se desparramaba por la calle. Los representantes de la prensa, que habían acudido en masa para cubrir la noticia, eran rechazados por un batallón de policías de Sterling.
Selena abrazó al bebé contra su pecho al pasar junto a ella otra oleada de ciudadanos.
– ¿Te habías imaginado una cosa así?-le preguntó en voz baja a Jordan.
Éste negó con la cabeza, mientras sus ojos vagaban por encima de la multitud. Reconoció a varias personas que habían estado presentes en la lectura del acta de acusación, pero distinguió también muchas otras caras nuevas que no estaban relacionadas de forma personal con el instituto: personas mayores, estudiantes de la facultad, parejas con hijos pequeños. Habían acudido por una especie de efecto dominó; porque el trauma de una persona provoca una pérdida de inocencia en otra.
Ervin Peabody ocupaba un asiento delante de todo de la gran sala, junto al jefe de policía y el director del Instituto Sterling.
– Hola a todos-dijo, poniéndose en pie-. Hemos convocado esta velada de hoy porque todos seguimos aún bajo los efectos de la conmoción. Casi de la noche a la mañana, el paisaje se ha transformado a nuestro alrededor. Es posible que no tengamos respuesta para todas las preguntas, pero hemos pensado que podría ser beneficioso empezar a hablar acerca de lo sucedido. Y lo que quizá es más importante, escucharnos unos a otros.
Un hombre se levantó en la segunda fila, con el saco en la mano.
– Nosotros nos trasladamos aquí hace cinco años, porque mi esposa y yo queríamos huir de la locura de Nueva York. Acabábamos de formar una familia y buscábamos un lugar que fuera…en fin, un poco más amable y acogedor, nada más. No sé si saben a lo que me refiero: cuando vas en coche por las calles de Sterling, las personas que te conocen te saludan con la bocina…Y cuando vas al banco, el cajero te llama por tu nombre. Ya no quedan muchos sitios así en Norteamérica, y ahora…-Se le quebró la voz.
– Y ahora Sterling tampoco es ya uno de esos sitios-concluyó Ervin-. Sé lo difícil que resulta que la imagen que uno se ha forjado de algo ya no se corresponde con la realidad, que la persona pacífica con la que te cruzabas se convierta en un monstruo.
– ¿Un monstruo?-le dijo Jordan a Selena en un susurro.
– Bueno, ¿y qué quieres que diga? ¿Que Peter era una bomba de relojería? Llamarlo monstruo hará que todos se sientan más seguros.
El psiquiatra paseó la mirada por la concurrencia.
– Yo pienso que el hecho mismo de que todos ustedes estén aquí esta noche demuestra que Sterling no ha cambiado. Es posible que ya nunca vuelva a ser como antes, o al menos tal como la habíamos conocido…Entonces tendremos que crear un nuevo tipo de normalidad.
Una mujer levantó la mano.
– ¿Y qué pasará con el instituto? ¿Nuestros hijos tendrán que volver a entrar en ese sitio?
Ervin lanzó una ojeada hacia el jefe de policía y hacia el director.
– Es aún el escenario de una investigación en curso-dijo el policía.
– Esperamos poder acabar el trimestre en una ubicación diferente-añadió el director-. Estamos en conversaciones con el municipio de Lebanon, para ver si tienen alguna escuela desocupada que podamos utilizar.
Se oyó la voz de otra mujer:
– Pero tarde o temprano tendrán que regresar. Mi hija sólo tiene diez años, y la mera idea de tener que entrar alguna vez en ese edificio la aterroriza. Tiene pesadillas y se despierta a media noche gritando. Cree que hay alguien con un arma al acecho, esperándola.
– Alégrese de que aún pueda tener pesadillas-replicó un hombre junto a Jordan. Se había puesto de pie, con los brazos cruzados y los ojos enrojecidos-. Acuda a su lado por la noche cuando grite, y abrácela; dígale que no le pasará nada. Miéntale, como hice yo.
Un murmullo se extendió por la multitud como un ovillo que entre todos desenmarañaran. «Es Mark Ignatio. El padre de una de las víctimas».
Eso bastó para que una falla se abriera en Sterling, una sima tan profunda y siniestra que tendrían que pasar años para poder tender un puente sobre ella. Se había instaurado ya una diferencia en el seno de aquella comunidad: entre quienes habían perdido a algún hijo y quienes aún tenían de quién preocuparse.
– Algunos de ustedes conocían a mi hija Courtney-prosiguió el hombre-. Es posible que hiciera de niñera para alguno de sus hijos. O les sirviera una hamburguesa en el Steak Shack en verano. A lo mejor la conocían de vista, porque era una chica preciosa, preciosa.-Se volvió hacia el frente de la sala-. ¿Quiere decirme cómo se supone que puedo inventarme yo un nuevo tipo de normalidad, doctor? No pretenderá sugerirme que algún día todo será más fácil. Que seré capaz de superar esto. Que olvidaré que mi hija yace en una tumba, mientras hay por ahí un psicópata vivito y coleando.-El hombre se volvió inesperadamente hacia Jordan-. ¿Cómo es capaz de vivir consigo mismo?-le acusó-. ¿Cómo demonios puede dormir por las noches, sabiendo que está defendiendo a ese hijo de puta?
Todas las miradas de la sala se clavaron en Jordan. A su lado, percibió cómo Selena hundía la cara del bebé contra su pecho, como si quisiera protegerlo. Jordan abrió la boca para hablar, pero no llegó a hacerlo.
El sonido de los pasos de unas botas acercándose por el pasillo distrajo su atención. Patrick Ducharme avanzaba directamente hacia Mark Ignatio.
– No soy capaz de imaginar el dolor que siente, Mark-le dijo Patrick, con los ojos fijos en los del afligido padre-. Y sé que tiene todo el derecho del mundo a estar aquí, y a mostrarse como quiera. Pero así es como funcionan las leyes en nuestro país: una persona es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad. El señor McAfee sólo hace su trabajo.-Posó la mano sobre el hombro de Mark y bajó el tono de voz-. ¿Por qué no vamos usted y yo a tomar una taza de café?
Mientras Patrick se llevaba a Mark Ignatio hacia la salida, Jordan recordó lo que había querido decir.
– Yo también vivo aquí-comenzó.
Mark se volvió en redondo.
– No por mucho tiempo.
Alex no era el diminutivo de Alexandra, como todo el mundo pensaba. Sencillamente, su padre le había puesto el nombre del hijo que habría preferido tener.
La había criado él, después de que su esposa muriese de cáncer de mama cuando Alex tenía cinco años. No era la clase de padre que enseña a su hija a montar en bicicleta, o a brincar por encima de las rocas; él le había explicado la procedencia latina de palabras como «halcón», «águila» o «puercoespín», o la Declaración de Derechos Humanos. Alex se esforzaba por destacar en los estudios para atraer su atención: ganando certámenes de ortografía y pruebas de geografía; encadenando sobresalientes; siendo aceptada en todas las facultades a las que pedía acceso.
Ella quería ser como su padre, el tipo de hombre al que, cuando caminaba por la calle, los tenderos saludaban con un reverencial asentimiento de cabeza: «Buenas tardes, jueza Cormier». Quería percibir el cambio en el tono de voz de una recepcionista cuando oía que era la jueza Cormier la que estaba al aparato.
Si su padre no la había tenido nunca en el regazo, si nunca le había dado un beso de buenas noches, si nunca le había dicho que la quería…en fin, todo eso formaba parte de su personaje, nada más. De su padre, Alex aprendió que todas las cosas podían destilarse en hechos. La comodidad, la paternidad, el amor…todo eso podía reducirse por cocción a su forma más sencilla, y explicarse más que experimentarse. Y la ley…bueno, la ley era el sostén del sistema de creencias de su padre. Cualquier sentimiento que uno tuviera, en el contexto de la sala de un tribunal encontraba una explicación. Se podía ser emotivo, pero dentro de unos límites. Lo que se le demostraba a un cliente no era necesariamente lo que se sentía, o al menos se podía fingir así, de modo que nadie pudiera acercarse lo bastante como para hacernos daño.
El padre de Alex había sufrido un derrame cerebral cuando ella estaba en segundo de derecho. Alex se había sentado en el borde de la cama del hospital y le había dicho que lo quería.
– Oh, Alex-suspiró él-. No nos preocupemos por esas cosas.
Ella no lloró en su funeral, porque sabía que así le habría gustado a él.
¿Habría deseado su padre, tal como ella lo deseaba ahora, que la base de su relación hubiera sido diferente? El hecho de convertir en una relación de profesor y alumna lo que en un principio debía ser una relación de padre e hija ¿había sido una forma de renunciar a sus esperanzas personales? ¿Durante cuánto tiempo puedes seguir un camino paralelo al de tu hija antes de perder toda opción a interactuar con ella?
Había leído incontables páginas de Internet dedicadas al dolor y la tristeza y a sus etapas; había estudiado las secuelas de otros casos similares de tiroteos en centros escolares. Se sentía capacitada para realizar ese tipo de investigación, pero cuando se trataba de conectar con Josie, su hija la miraba como si no la reconociera. En otras ocasiones, Josie se echaba a llorar. Alex no sabía cómo enfrentarse a ninguna de las dos reacciones. Se sentía incompetente, entonces se recordaba a sí misma que la cuestión no era ella, sino Josie, y ello le producía un mayor sentimiento de fracaso.
A Alex no se le escapaba la gran ironía que había en todo aquello: se parecía a su padre mucho más de lo que jamás hubiera sospechado. Se sentía muy cómoda en su sala del tribunal, y en cambio parecía no reconocerse dentro de los límites de su propio hogar. Sabía muy bien qué decirle a un imputado que se presentara ante ella por tercera vez por conducir bajo los efectos del alcohol, pero era incapaz de sostener una conversación de cinco minutos con su hija.
Diez días después de la tragedia del Instituto Sterling, Alex entró en la habitación de Josie. Era media tarde, y las cortinas estaban corridas. Su hija se había refugiado en el nido hecho con el edredón de su cama. Aunque su primer instinto fue subir las persianas y dejar que entrara la luz del sol, Alex optó por tumbarse en la cama, abrazando el bulto bajo el que se ocultaba Josie.
– Cuando eras pequeña-le dijo Alex-, a veces me metía en esta cama a dormir contigo.
Se produjo un movimiento, y las sábanas se apartaron del rostro de Josie. Tenía los ojos enrojecidos, la cara hinchada.
– ¿Por qué?
Ella se encogió de hombros.
– Nunca me han entusiasmado los truenos y las tormentas.
– ¿Y cómo es que yo nunca me desperté? No recuerdo haberte encontrado nunca aquí metida.
– Siempre me volvía a mi cama antes de que tú te despertaras. Se suponía que la fuerte era yo…No quería que supieras que había algo que me asustaba.
– Supermamá-susurró Josie.
– Pero hay cosas que me asustan, como perderte-dijo Alex-. Me asusta pensar que ya te he perdido.
Josie la miró unos segundos.
– Yo también tengo miedo de perderme.
Alex se incorporó y le colocó a Josie el pelo por detrás de la oreja.
– Vamos, salgamos de aquí-propuso.
Josie se quedó inmóvil.
– No quiero salir.
– Cielo, es por tu bien. Es como una terapia física, pero para el cerebro. Hay que ponerse en marcha, seguir la rutina diaria, aunque sea por inercia. Al final volverás a hacerlo todo de una forma natural.
– Tú no lo entiendes…
– Jo, si no lo intentas-le dijo-, es como concederle la victoria a él.
Josie levantó la cabeza con brusquedad. Alex no necesitaba explicarle a quién se refería con él.
– ¿Llegaste a imaginarlo?-preguntó Alex sin pensar.
– Imaginar…¿el qué?
– Que pudiera hacer algo así.
– Mamá, no tengo ganas de…
– No puedo dejar de pensar en él cuando era un niño pequeño-prosiguió Alex.
Josie sacudió la cabeza a un lado y a otro.
– De eso hace mucho tiempo-murmuró-. La gente cambia.
– Ya lo sé. Pero a veces aún lo veo colocándote aquel rifle en las manos…
– Éramos pequeños-la interrumpió Josie con los ojos llenos de lágrimas-. Pequeños y tontos.-Apartó las sábanas con repentina premura-. ¿No querías que fuéramos a algún sitio?
Alex se quedó mirándola. Un abogado habría seguido hurgando en aquel punto débil. Una madre, sin embargo, no debía.
Al cabo de unos minutos, Josie estaba sentada en el asiento del pasajero del coche, junto a Alex. Se abrochó el cinturón de seguridad, se lo soltó y volvió a ajustárselo. Alex observó cómo daba un tirón del cinturón para comprobar que se bloqueaba.
Iban comentando obviedades durante el trayecto. Que si los primeros narcisos asomaban sus valientes yemas por entre la nieve de la mediana de la avenida. Que si los regatistas del equipo universitario de Sterling estaban entrenando en el río Connecticut, las proas de sus barcas abriéndose paso a través del hielo residual. Que si el indicador de temperatura del coche señalaba que estaban a más de diez grados. Alex dio un rodeo intencionado por la carretera que no pasaba junto al instituto. Josie sólo giró la cabeza una vez para mirar por la ventanilla, y fue cuando pasaron a la altura de la comisaría de policía.
Alex dejó el coche en un estacionamiento, enfrente del bar-restaurante. La calle estaba repleta de personas que aprovechaban la hora de la comida para ir a comprar y de transeúntes atareados, cargados con cajas destinadas a la oficina de correos, o hablando por el teléfono móvil mientras miraban los escaparates de las tiendas. Para alguien no avisado, era un día más en Sterling.
– Bueno-dijo Alex, volviéndose hacia Josie-. ¿Cómo lo llevas? Josie bajó los ojos, mirándose las manos en el regazo.
– Bien.
– No es tan terrible como creías…
– De momento no.
– Mi hija la optimista.-Alex le sonrió-. ¿Nos partimos un sándwich de tocino, lechuga y tomate y una ensalada?
– Si ni siquiera has mirado el menú-dijo Josie, y ambas se apearon del coche.
De súbito, un desvencijado Dodge Dart se saltó un semáforo de la avenida y aceleró con un petardeo estruendoso.
– Imbécil-masculló Alex-. Debería haberle tomado la matrícula…-Se calló de pronto al ver que Josie había desaparecido-. ¡Josie!
Alex no tardó en ver a su hija tumbada boca abajo en la acera, temblando y con la cara blanca.
Alex se arrodilló junto a ella.
– Sólo era un coche. Nada más.-Ayudó a Josie a ponerse de rodillas. Alrededor de ambas, la gente las miraba fingiendo no verlas.
Alex cubrió a Josie, protegiéndola de las miradas. Había fallado una vez más. Para ser alguien conocida por su buen juicio, parecía como si de repente lo hubiera perdido. Recordó algo que había leído en Internet…Que a veces, cuando uno luchaba contra la tristeza, por cada paso que avanzaba, retrocedía tres. Se preguntó por qué Internet no decía nada de que, cuando una persona a la que amas sufre algún daño, a ti también te duele hasta el tuétano.
– Está bien-dijo Alex, con el brazo rodeando los hombros de Josie-. Te llevaré a casa.
Patrick vivía, comía y dormía con aquel caso. En la comisaría actuaba con serenidad y no soltaba las riendas, pues a fin de cuentas era la persona de referencia para todos los demás investigadores; pero a solas en su casa, se cuestionaba a sí mismo todos y cada uno de los movimientos que hacía. Tenía colgadas en la puerta del refrigerador las fotos de las víctimas; en el espejo del baño había confeccionado una lista horaria, con un rotulador borrable, de las actividades de Peter. Se despertaba en plena noche y se sentaba haciéndose una lista de preguntas: ¿Qué estaría haciendo Peter en su casa antes de salir para el colegio? ¿Qué más habría en su computadora? ¿Dónde había aprendido a disparar? ¿Cómo había conseguido las armas? ¿De dónde procedía tanta rabia?
Durante el día, sin embargo, el problema era la gran cantidad de información a procesar, y la aún mayor cantidad de datos que había que filtrar. En aquellos momentos, tenía a Joan McCabe sentada delante de él. La mujer se había desahogado llorando con la ayuda de la última caja de Kleenex que quedaba en toda la comisaría, y ahora había hecho una bola de pañuelos de papel en el puño.
– Lo siento-le decía a Patrick-. Yo creía que sería más fácil cuanto más hablara de ello.
– Me temo que no es tan sencillo-dijo él con amabilidad-. De verdad que le agradezco que se haya tomado la molestia de venir a hablar de su hermano.
Ed McCabe era el único profesor que había resultado muerto en el tiroteo. Su clase estaba al final de la escalera, en el camino de paso hacia el gimnasio. Había tenido la mala suerte de salir del aula para intentar detener al agresor. Según datos del instituto, Peter había tenido a McCabe como profesor de matemáticas en décimo curso. Había sacado notables con él. Nadie recordaba que no se hubiera entendido con McCabe aquel año; la mayoría del resto de los alumnos ni siquiera recordaba la presencia de Peter en clase.
– La verdad es que yo no puedo decirle más-concluyó Joan-. Puede que Philip recuerde algo.
– ¿Su esposo?
Joan alzó los ojos hacia él.
– No. Era la pareja de Ed.
Patrick se recostó en su asiento.
– ¿La…pareja?
– Ed era gay-explicó Joan.
Aquello podía significar algo. O no, como todo lo demás. Por lo que ahora sabía Patrick, Ed McCabe, que hacía media hora no era más que una infortunada víctima, podría haber sido la causa que había desencadenado la matanza de Peter.
– En el instituto no lo sabía nadie-dijo Joan-. Supongo que tenía miedo de suscitar reacciones en contra. A la gente de la ciudad le decía que Philip era su antiguo compañero de habitación de la facultad.
Otra víctima, de las que aún seguían con vida, era Natalie Zlenko. Había resultado herida en el costado, y habían tenido que extirparle parcialmente el hígado. Patrick creía recordar haber visto que era presidenta del GLAAD [8] del Instituto Sterling. Era una de las primeras personas a las que habían disparado; McCabe había sido una de las últimas.
Quizá Peter Houghton era homófobo.
Patrick le entregó a Joan su tarjeta.
– Me gustaría mucho hablar con Philip-dijo.
Lacy Houghton depositó una tetera y un plato con apio delante de Selena.
– No tengo leche. Salí a comprar, pero…-Su voz se fue apagando, y Selena trató de completar la frase.
– Le agradezco de verdad que haya aceptado hablar conmigo-le dijo Selena-. Todo lo que pueda decirme lo usaremos para ayudar a Peter.
Lacy asintió moviendo la cabeza.
– Todo…-dijo-. Cualquier cosa que quiera saber…
– Bueno, empecemos por lo más sencillo. ¿Dónde nació?
– Aquí mismo, en la clínica Dartmouth-Hitchcock-dijo Lacy.
– ¿Fue un parto normal?
– Totalmente normal. Sin ninguna complicación.-Esbozó una leve sonrisa-. Cuando estaba embarazada, caminaba casi cinco kilómetros todos los días. Lewis decía que acabaría pariendo en cualquier portal.
– ¿Le dio el pecho? ¿Era de buen comer?
– Lo siento, no veo por qué…
– Porque tenemos que comprobar si podría existir algún tipo de desorden mental-dijo Selena sin rodeos-. Un problema somático.
– Oh-dijo Lacy con voz débil-. Sí, le di el pecho. Siempre fue un niño muy sano. Quizá un poco más pequeño de talla que otros chicos de su edad, pero tampoco Lewis ni yo somos personas muy corpulentas.
– ¿Qué puede decirme del desarrollo de sus habilidades sociales cuando era pequeño?
– Nunca tuvo muchos amigos-dijo Lacy-. No tantos como Joey.
– ¿Joey?
– El hermano mayor de Peter. Dos años mayor. Peter siempre fue menos movido. Se burlaban de él por su talla y porque no era tan buen deportista como Joey…
– ¿Cómo es la relación entre Peter y Joey?
Lacy bajó los ojos, mirándose las nudosas manos.
– Joey murió hace un año. En un accidente de tráfico, por culpa de un conductor borracho.
Selena dejó de escribir.
– Cuánto lo siento.
– Sí-dijo Lacy-. Yo también.
Selena se inclinó ligeramente hacia atrás en su silla. Sabía muy bien que era una tontería, pero por si la desgracia fuera un mal contagioso, no quería acercarse mucho. Pensó en Sam, al que había dejado durmiendo aquella mañana en su cuna. Durante la noche se había quitado un calcetín a patadas; tenía los dedos de los pies gorditos como arvejas tempranas; a Selena le daban ganas de comérselo a besos. Así era gran parte de la terminología del lenguaje del amor: devorar a alguien con los ojos, beber los vientos por alguien, comérselo a besos. El amor era sustento que se deshacía y circulaba por el torrente sanguíneo.
Se volvió hacia Lacy.
– ¿Peter se llevaba bien con Joey?
– Oh, Peter adoraba a su hermano mayor.
– ¿Eso se lo dijo él?
Lacy se encogió de hombros.
– No tenía que decírmelo. Iba a ver todos los partidos de fútbol de Joey, y gritaba y animaba igual que nosotros. Cuando entró en el instituto, todos esperaban grandes cosas de él, porque era el hermano pequeño de Joey.
Lo cual, como sabía Selena, podía constituir tanto un motivo de orgullo como de frustración.
– ¿Cómo reaccionó Peter a la muerte de Joey?
– Se quedó destrozado, como nosotros. Lloró mucho. No salía de su habitación.
– ¿Cambió su relación con Peter después de que Joey muriera?
– Yo creo que se hizo más estrecha-dijo Lacy-. Yo estaba tan abrumada…Peter…dejó que nos apoyáramos en él.
– ¿Y él? ¿Buscó apoyarse en otra persona? ¿Tenía una relación íntima con alguien?
– ¿Se refiere a si salía con chicas?
– O con chicos-dijo Selena.
– Bueno, estaba en la edad difícil, ya sabe. Sé que le pidió para salir a algunas chicas, pero no creo que nunca consiguiera nada.
– ¿Qué notas tenía?
– No era un alumno de sobresalientes, como su hermano-dijo Lacy-, pero sacaba notables, y a veces suficientes. Nosotros siempre le decíamos que lo hiciera lo mejor que pudiera.
– ¿Tenía problemas de aprendizaje?
– No.
– ¿Y fuera de la escuela? ¿Qué le gustaba hacer?-preguntó Selena.
– Le gustaba oír música. Jugar a videojuegos. Como cualquier otro adolescente.
– ¿Alguna vez escuchaba usted su música, o jugaba a sus juegos?
Lacy esbozó un atisbo de sonrisa.
– Procuraba expresamente no hacerlo.
– ¿Vigilaba el uso que hacía de Internet?
– Se supone que sólo lo debía utilizar para sus trabajos escolares. Habíamos hablado largo y tendido sobre los chats y sobre lo inseguro que podía ser Internet, pero Peter tenía la cabeza muy bien puesta en su sitio. Yo…-Calló unos instantes, apartando la mirada-. Nosotros confiábamos en él.
– ¿Sabían las cosas que él se descargaba de Internet?
– No.
– ¿Qué sabe de las armas? ¿Tiene idea de dónde las sacó?
Lacy respiró hondo.
– Lewis es aficionado a la caza. Una vez se llevó a Peter a cazar con él, pero a Peter no le gustó mucho. Los rifles de caza estaban siempre guardados en un armero, bajo llave…
– Cuyo paradero Peter conocía.
– Sí-dijo Lacy en un murmullo.
– ¿Y las pistolas?
– Nunca las tuvimos en casa. No tengo ni idea de dónde las obtuvo.
– ¿Alguna vez registraron su habitación? ¿Nunca miraron debajo de su cama, en los armarios…?
Lacy la miró a los ojos.
– Siempre respetamos su intimidad. Creo que para un chico es importante tener su espacio personal propio, y…-Apretó los labios con fuerza.
– ¿Y…?
– Y a veces, si te pones a mirar-dijo Lacy con suavidad-, es posible que encuentres cosas que hubieras preferido no ver.
Selena se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
– ¿Cuándo sucedió tal cosa, Lacy?
Lacy dio unos pasos hasta la ventana, descorriendo la cortina.
– Tendría que haber conocido a Joey para entenderlo. Era estudiante de último curso, de los mejores, y deportista. Y entonces, una semana antes de la graduación, un borracho lo mató.-Acariciaba el borde de la cortina con la mano-. Alguien tenía que entrar en su habitación…empaquetar sus cosas, tirar las que no quisiéramos conservar. Me costó decidirme, pero al final lo hice yo. Estaba vaciando los cajones cuando encontré la droga. Apenas un poco de polvo blanco en un envoltorio de plástico, una cucharilla y una aguja. No supe que era heroína hasta que lo busqué en Internet. La tiré por el inodoro, y me deshice de la aguja hipodérmica en el trabajo.-Se volvió hacia Selena, con la cara roja-. No puedo creer que esté contándole esto. No se lo había contado a nadie, ni siquiera a Lewis. No quería que él, ni nadie, pensara nada malo de Joey.
Lacy volvió a sentarse en el sillón.
– Si no me metía en la habitación de Peter era a propósito, porque tenía miedo de lo que pudiera encontrar-confesó-. No imaginaba que pudiera ser aún peor.
– ¿Nunca le interrumpió cuando estaba en su habitación? ¿Llamando a la puerta, asomando la cabeza?
– Sí, claro. Entraba a darle las buenas noches.
– ¿Qué solía estar haciendo?
– Estaba en la computadora-contestó Lacy-. Casi siempre.
– ¿Veía lo que había en la pantalla?
– No, él cerraba el archivo.
– ¿Cómo reaccionaba si lo interrumpía de forma inesperada? ¿Se ponía nervioso? ¿Le molestaba? ¿Parecía culpable?
– ¿Por qué parece como si lo estuviera juzgando?-dijo Lacy-. ¿No se supone que está de su lado?
Selena la miró a los ojos con seguridad.
– La única forma en que puedo investigar a fondo este caso es preguntándole por los hechos, señora Houghton. Eso es lo único que hago.
– Era como cualquier otro adolescente-dijo Lacy-. Se aguantaba mientras le daba un beso de buenas noches. No parecía incomodado. No reaccionaba como si estuviera ocultándome algo. ¿Era eso lo que quería saber?
Selena dejó el bolígrafo a un lado. Cuando el sujeto se ponía a la defensiva, había llegado el momento de concluir la entrevista. Pero Lacy siguió hablando de forma espontánea.
– Nunca pensé que hubiera ningún problema-reconoció-. No sabía que hubiera algo que perturbara a Peter. Ni que hubiera querido suicidarse. No sabía nada de todo eso.-Se echó a llorar-. Y todas esas familias…Yo no sé qué decirles. Quisiera poder decirles que yo también he perdido a mi hijo…que lo perdí hace mucho tiempo en realidad.
Selena estrechó a la menuda mujer entre sus brazos.
– Usted no tiene la culpa de nada-le dijo.
Unas palabras que sabía que Lacy Houghton necesitaba escuchar.
En un gesto de ironía institucional, el director del Instituto Sterling había colocado la Asociación de Estudios Bíblicos en el aula contigua a la de la Alianza de Gays y Lesbianas. Ambos grupos se reunían los martes, a las tres y media, en las aulas 233 y 234 del instituto. El aula 233 era, durante el día, la clase de Ed McCabe. Uno de los miembros de la Asociación de Estudios Bíblicos era la hija de un ministro de la iglesia local, llamada Grace Murtaugh. Había muerto, abatida por los disparos, en el pasillo que llevaba hasta el gimnasio, delante de un dispensador de agua. La presidenta de la Alianza de Gays y Lesbianas seguía en el hospital: Natalie Zlenko, fotógrafa del anuario escolar, había revelado su condición de lesbiana después de su primer año en el instituto, cuando había asistido a una reunión del GLAAD, en el aula 233, con el fin de comprobar si había alguien como ella en este planeta.
– No podemos dar nombres.
La voz de Natalie era tan débil que Patrick se veía obligado a inclinarse sobre la cama del hospital para poder oírla. La madre de Natalie lo vigilaba por encima del hombro. Cuando había entrado en la habitación para hacerle a Natalie algunas preguntas, la madre le había dicho que sería mejor que se largara si no quería que llamara a la policía. Él le había recordado que él era la policía.
– No te estoy pidiendo que me des ningún nombre-le dijo Patrick-, sólo te pido que me ayudes para que yo pueda ayudar a un jurado a entender lo que pasó.
Natalie asintió con la cabeza. Cerró los ojos.
– Peter Houghton-dijo Patrick-. ¿Asistió alguna vez a alguna de sus reuniones?
– Una vez-dijo Natalie.
– ¿Dijo o hizo algo que se te quedara grabado en la memoria?
– No dijo ni hizo nada en absoluto. Se presentó esa vez y no volvió más.
– ¿Es algo que suceda con frecuencia?
– A veces pasa-dijo Natalie-. La gente no está preparada para reconocerse como gay públicamente. Y otras veces vienen idiotas que sólo quieren saber quién lo es para luego hacernos la vida imposible en el instituto.
– En tu opinión, ¿Peter entraba en alguna de esas dos categorías?
Se quedó pensativa largo rato, con los ojos cerrados. Patrick se retiró, creyendo que la chica se había quedado dormida.
– Gracias-le dijo a su madre, justo en el momento en que Natalie hablaba de nuevo.
– La gente ya se metía con Peter mucho antes de que se dejara ver en la reunión de aquel día-dijo.
Mientras Selena entrevistaba a Lacy Houghton, Jordan estaba cambiando a Sam e intentando dormirlo. Pero éste no se mostró nada dispuesto a colaborar. Una vueltecita en coche de diez minutos solía dejar al niño K.O., de modo que Jordan abrigó al bebé, lo ató en la sillita del asiento del coche y puso el vehículo en marcha. Al arrancar el Saab marcha atrás se dio cuenta de que las llantas chirriaban contra el pavimento del camino de entrada. Tenía las cuatro ruedas reventadas.
– Mierda-exclamó Jordan, mientras Sam comenzaba a gimotear de nuevo en el asiento trasero.
Sacó al bebé de un tirón, lo llevó de nuevo dentro de casa y se lo sujetó a la mochila portabebés que Selena solía ponerse para moverse por la casa. Luego llamó a la policía para denunciar la gamberrada.
Jordan comprendió que tenía un problema cuando el agente no le pidió que deletreara su apellido: ya lo conocía.
– Nos ocuparemos de ello-le dijo-. Pero antes tenemos que ayudar a bajar a una ardilla que se ha subido hasta lo más alto de un árbol.-Y colgó.
¿Podías denunciar a un poli por comportarse como un cretino sin entrañas?
Por algún milagro, o probablemente por las feromonas generadas por el estrés, Sam se había quedado dormido, pero se despertó sobresaltado y empezó a berrear al sonar el timbre. Jordan abrió la puerta de un tirón. Era Selena.
– Has despertado al bebé-la acusó, mientras ella agarraba a Sam de la mochilita.
– Pues no hubieras cerrado por dentro. Oh, hola, mi bebé-lo arrulló Selena-. ¿Papá se ha portado como un monstruo todo el tiempo que he estado fuera?
– Alguien me ha reventado las ruedas del coche.
Selena lo miró por encima de la cabeza del bebé.
– Bueno, yo sé que tú sabes cómo hacer amigos e influir sobre las personas. Déjame que lo adivine…¿La poli ha pasado bastante de la denuncia?
– Por completo.
– Gajes del oficio, supongo-dijo Selena-. Tú aceptaste el caso.
– ¿Dónde está la esposa dulce y comprensiva?
Selena se encogió de hombros.
– Eso no estaba en los votos. Si quieres un festival de autocompasión, pon cubiertos para uno.
Jordan se pasó la mano por el pelo.
– Bueno, ¿has conseguido algo interesante de la madre al menos? ¿Como por ejemplo que Peter tiene ya un diagnóstico de algún psiquiatra?
Ella se despojó del abrigo mientras hacía juegos malabares para sostener a Sam con una mano y luego con la otra. Se desabrochó la blusa y se sentó en el sillón para darle el pecho.
– No. Pero resulta que tenía un hermano.
– Ah, ¿sí?
– Pues sí. Un hermano mayor que murió…y que, antes de que lo matara un conductor borracho, había sido el modelo de hijo del sueño americano.
Jordan se dejó caer junto a ella.
– Eso podría usarlo…
Selena puso los ojos en blanco.
– Aunque sólo fuera por una vez, ¿no podrías dejar de ser un abogado y comportarte como un ser humano? Jordan, esa familia estaba metida en tal agujero que no tenían dónde agarrarse. Ese chico era un polvorín que podía estallar por cualquier parte. Sus padres bastante tenían con su pena. Peter no tenía a quién recurrir.
Jordan levantó la mirada hacia ella, mientras se le dibujaba una sonrisa en el rostro.
– Excelente-dijo-. Tenemos un cliente digno de compasión.
Una semana después de la desgracia del Instituto Sterling, la escuela Mount Lebanon, un centro de enseñanza primaria reconvertido en edificio administrativo al disminuir la población escolar de Lebanon, se acondicionó para acoger temporalmente a los alumnos de instituto con el fin de que pudieran completar el curso escolar.
El mismo día en que se reiniciaban las clases, la madre de Josie entró en la habitación de ésta.
– No tienes que ir hoy si no quieres-le dijo-. Puedes tomarte unas semanas más de descanso si crees que lo necesitas.
Unos pocos días antes se había producido un frenesí de llamadas telefónicas; se había desencadenado un conato de pánico cuando los alumnos recibieron la notificación por escrito de que iban a reanudarse las clases. «¿Tú vas a volver? ¿Y tú?». Circulaban todo tipo de rumores, acerca de a quién su madre no iba a dejarle volver, a quién iban a cambiarlo al instituto de St. Mary, quién iba a hacerse cargo de las clases del señor McCabe. Josie no había llamado a ninguno de sus amigos. Tenía miedo de oír sus respuestas.
Josie no quería volver al colegio. No quería ni imaginarse cruzando el vestíbulo de un instituto, aunque fuera uno que no estuviera ubicado físicamente en Sterling. No sabía cuál era la actuación que esperaban de ellos el supervisor y el director. Porque desde luego no podía ser nada más que eso, una actuación. Si se comportaban de acuerdo con lo que sentían en realidad, podía ser calamitoso. Pero aun así, había algo en Josie que le decía que tenía que volver al colegio, pues era el lugar al que pertenecía. El resto de alumnos del Instituto Sterling eran los únicos que entendían de verdad lo que era despertarse por la mañana y ansiar que no transcurriesen nunca los tres segundos que tardabas en recordar que tu vida ya no era la de siempre; los únicos que habían olvidado lo natural que era confiar en que el suelo bajo tus pies era sólido.
Si vagabas a la deriva en compañía de otras mil personas, ¿hasta qué punto podías decir que estabas perdido?
– ¿Josie?-le dijo su madre, apremiándola.
– Estoy bien-mintió.
Su madre salió, y Josie empezó a recoger los libros. De pronto recordó que no habían llegado a hacer el examen de ciencias naturales. Sobre catalizadores. Hubiera sido incapaz de decir una palabra sobre el tema. La señora Duplessiers no podía ser tan infame como para hacer la prueba el primer día de vuelta a las clases. El tiempo no se había detenido durante aquellas tres semanas sin más; las cosas habían cambiado por completo.
La última vez que había ido al colegio, no pensaba nada en particular. En aquel examen, en todo caso. En Matt. En los deberes que tendría para aquella noche. En otras palabras, cosas normales. Un día normal. No había habido nada que lo hiciera diferente a cualquier otra mañana en el instituto. ¿Cómo sabía pues Josie que hoy no pasaría también alguna desgracia?
Al entrar en la cocina, vio que su madre se había puesto un traje de oficina. Su ropa de trabajo. Aquello la tomó por sorpresa.
– ¿Vas a volver hoy?-preguntó.
Su madre se volvió, con una espátula en la mano.
– Oh-repuso, titubeando-. Bueno, había pensado que, ya que tú también volvías…Si necesitas algo siempre puedes llamar; el asistente me dará el recado en seguida. Te juro Josie que, en menos de diez minutos, estaré contigo…
Josie se dejó caer en una silla y cerró los ojos. No sabría explicarlo, pero lo de menos era que ella, Josie, no fuera a estar en casa en todo el día…Se había imaginado sin embargo que su madre sí estaría, sentada, esperándola, por si acaso. Y ahora se daba cuenta de que eso era una tontería. ¿O no? Si nunca había sido así, ¿por qué iba a ser ahora diferente?
«Porque lo es-susurró una voz en la cabeza de Josie-. Todo lo demás es diferente».
– He reorganizado mi agenda para poder ir a buscarte a la salida del colegio. Y si hubiera algún problema…
– Sí, ya. Llamo a tu asistente. O lo que sea.
Alex se sentó enfrente de ella.
– Cariño, ¿qué esperabas?
Josie levantó la vista.
– Nada. Hace mucho que dejé de esperar nada.-Se levantó-. Se te están quemando los crepes-dijo, y se volvió arriba, a su habitación.
Hundió la cara en la almohada. No sabía qué demonios le pasaba. Era como si, después de aquello, hubiera dos Josies, la niña pequeña que seguía aferrándose a la esperanza de que todo fuera una pesadilla, que pudiera no haber sucedido nunca, y la persona realista que se sentía tan mal que arremetía contra quien estuviera a su alcance. El problema era que Josie no sabía cuál de las dos se impondría a la otra en un momento determinado. Y encima ahí estaba su madre, por el amor de Dios; incapaz de freír un huevo y poniéndose ahora a hacerle crepes a Josie antes de que se fuera al colegio. Cuando era más pequeña, a veces se imaginaba viviendo en un hogar en el que tu madre, el primer día de escuela, te ha preparado una mesa con un despliegue de huevos con tocino y jugo de naranja, para comenzar el día como es debido…en lugar de un elenco de cajas de cereales y una servilleta de papel. Bueno, pues ahora ya tenía lo que deseaba, ¿no? Una madre que se sentaba en el borde de su cama cuando Josie tenía ganas de llorar, una madre que había abandonado temporalmente el trabajo que era su vida para velar por ella. ¿Y cómo respondía Josie? Apartándola de un empujón. Haciendo todas las pausas entre palabra y palabra le dijo mentalmente: «Nunca te importó lo más mínimo nada de lo que pasaba en mi vida cuando no había nadie mirando, así que no creas que ahora te va a ser tan fácil».
Josie oyó de pronto el ruido del motor de un coche que se detenía en el camino de entrada. «Matt», pensó, antes de poder darse cuenta; y para entonces todos los nervios del cuerpo se le habían tensado hasta alcanzar el límite del dolor. Ahora se daba cuenta de que no había pensado en cómo iba a llegar hasta el colegio…Matt siempre la recogía de camino allá. Su madre la llevaría, claro. Pero Josie se preguntaba cómo era que no había pensado antes en todas aquellas cuestiones logísticas. ¿Porque no se atrevía? ¿Porque no quería?
Desde la ventana de su habitación vio a Drew Girard apearse de su maltratado Volvo. Para cuando bajó a abrirle la puerta, su madre había salido también de la cocina. Llevaba el detector de humos en la mano, sacado de su enclave de plástico en el techo.
A Drew le daba el sol, y se protegía los ojos haciéndose visera con la mano libre. El otro brazo lo llevaba todavía en cabestrillo.
– Debería haber llamado.
– Da igual-dijo Josie, que se sentía mareada. Se dio cuenta de que los pájaros habían regresado del lugar, cualquiera que fuera, al que se habían marchado en invierno.
Drew pasó la mirada de Josie a su madre.
– Se me ocurrió que, bueno, yo qué sé, que igual necesitaba que la llevasen.
De repente Matt estaba allí con ellos. Josie podía sentir sus dedos en la espalda.
– Gracias-dijo su madre-, pero yo la acompañaré hoy.
El monstruo se desenroscó en el interior de Josie.
– Prefiero ir con Drew-dijo, recogiendo la mochila que había dejado colgada del poste de la barandilla de la escalera-. Nos vemos a la salida.
Sin volverse siquiera a ver la expresión de su madre, Josie corrió a meterse en el coche, que refulgía como un santuario.
Dentro, esperó a que Drew le diera al contacto y saliera del camino de entrada.
– ¿Tus padres también están así?-le preguntó Josie, cerrando los ojos mientras el coche ganaba velocidad, calle abajo-. ¿Sin dejarte respirar?
Drew la miró.
– Psé.
– ¿Has hablado con alguien?
– ¿De la policía?
Josie negó con la cabeza.
– De nosotros.
Él redujo la velocidad.
– He ido al hospital a ver a John un par de veces-dijo Drew-. No recordaba mi nombre. No recuerda palabras como «tenedor», o «cepillo» o «escalera». Yo no sabía qué hacer, me sentaba allí con él, le contaba idioteces, como quién había ganado los últimos partidos de los Bruins de Boston, cosas así…Pero mientras, no podía dejar de preguntarme si él ya sabe que no podrá volver a andar.-En un semáforo en rojo, Drew se volvió hacia ella-. ¿Por qué él y no yo?
– ¿Qué?
– ¿Por qué habremos sido los afortunados?
Josie no supo qué contestarle. Miró por la ventanilla, haciendo como que se sentía fascinada por un perro que tiraba de su dueño en lugar de ser al contrario.
Drew detuvo el coche en el estacionamiento del colegio Mount Lebanon. Junto al edificio estaba el patio de recreo. Después de todo, había sido una escuela de enseñanza primaria, e incluso después de reconvertirse en centro administrativo, los chicos del vecindario aún seguían yendo a jugar con las barras y los columpios. Delante de la puerta principal del colegio estaban el director del instituto y una fila de padres, llamando en voz alta a los alumnos y dándoles ánimos al entrar en el edificio.
– Tengo algo para ti-dijo Drew, que buscó detrás del asiento y sacó una gorra de béisbol que Josie reconoció. Si alguna vez había tenido alguna inscripción bordada, hacía tiempo que se había deshilachado. El borde estaba desgastado y enrollado como un zarcillo. Se la dio a Josie, que pasó el dedo con suavidad por la costura interior.
– Se la dejó en mi coche-le explicó Drew-. Se la iba a dar a sus padres, pero después se me ocurrió que a lo mejor tú la querrías.
Josie asintió con la cabeza, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Drew apoyó la frente contra el volante. Josie tardó unos segundos en comprender que él también estaba llorando.
Le puso la mano en el hombro.
– Gracias-consiguió articular, y se encasquetó la gorra de Matt en la cabeza. Abrió la puerta del coche y sacó la mochila del asiento trasero, pero en lugar de dirigirse a la entrada principal del colegio, cruzó la verja oxidada que rodeaba el patio de recreo. Se metió en el cajón de arena y se quedó mirando las huellas de sus zapatos, preguntándose cuánto tardarían el viento o las inclemencias del tiempo en hacerlas desaparecer.
Alex se había disculpado dos veces para ausentarse de la sala del tribunal y llamar al móvil de Josie, a pesar de saber que ésta lo tenía apagado durante las horas de clase. El mensaje que había dejado era el mismo en ambas ocasiones: «Soy yo. Sólo quería saber si todo va bien».
Alex le dijo a su asistente, Eleanor, que si llamaba Josie la avisara. Llamara para lo que llamase.
Se sentía aliviada de volver al trabajo, aunque tenía que hacer grandes esfuerzos para prestar la debida atención al caso que se le presentaba. Había una demandada en el estrado que alegaba no tener ni idea del funcionamiento del sistema jurídico.
– No comprendo el proceso del tribunal-dijo la mujer, volviéndose hacia Alex-. ¿Puedo marcharme ya?
El fiscal estaba a mitad de su contrainterrogatorio.
– En primer lugar, ¿por qué no le cuenta a la jueza Cormier la razón por la que visitó el tribunal la última vez?
La mujer dudó.
– Puede que fuera por una multa por exceso de velocidad.
– ¿Y por qué más?
– No me acuerdo-dijo ella.
– ¿No está usted en libertad provisional?-le preguntó el fiscal.
– Ah-replicó la mujer-, eso.
– ¿Por qué motivo está en libertad condicional?
– No me acuerdo.-Miró al techo, frunciendo el entrecejo, como si reflexionara arduamente-. Empieza por F. F…F…F…¡Falta! ¡Eso es! ¡Por una falta!
El fiscal suspiró.
– ¿No fue por algo relacionado con un cheque?
Alex se miró el reloj, pensando que si aquella mujer se hubiera largado ya del estrado, podría ir a ver si Josie había contestado a sus mensajes.
– ¿No podría ser por falsificación?-intervino-. Empieza por F.
– Y también fraude-señaló el fiscal.
La mujer miraba a Alex de forma inexpresiva.
– No me acuerdo.
– Se suspende la sesión durante una hora-anunció Alex-. La sesión se reanudará a las once.
Tan pronto como cruzó la puerta que llevaba a su despacho, se despojó de la toga, que aquel día le parecía que la sofocaba. Eso era algo nuevo para Alex, y no acababa de entenderlo, pues con ella puesta era como se había sentido siempre cómoda. La ley consistía en un conjunto de reglas que ella era capaz de comprender, un código de conducta por el cual a determinadas acciones les correspondían determinadas consecuencias. No podía decir lo mismo de su vida personal, en la cual un colegio que se suponía un lugar seguro se había convertido en un matadero, y una hija salida de su propio seno se había convertido en alguien a quien Alex ya no comprendía.
Bueno, para ser sincera, a la que nunca había comprendido.
Frustrada, se levantó y se dirigió hacia las oficinas. Antes del comienzo de la sesión, había llamado dos veces a Eleanor para preguntarle cosas triviales, con la esperanza de que, en lugar de escuchar: «Sí, Su Señoría», su asistente bajara la guardia y le preguntara a Alex cómo estaba; o cómo estaba Josie. Que por un segundo hubiera una persona para la que dejara de ser jueza y fuera una madre más a la que habían metido el miedo en el cuerpo.
– Necesito un cigarrillo-dijo Alex-. Voy abajo.
Eleanor levantó los ojos.
– Muy bien, Su Señoría.
«Alex-pensó-. Alex, Alex, Alex».
Fuera, Alex se sentó en el bloque de cemento de cerca de la zona de carga y descarga, y encendió un cigarrillo. Aspiró profundamente, cerrando los ojos.
– Eso acabará matándola, ¿ya lo sabe?
– También la vejez-replicó Alex, y se volvió para encontrarse con Patrick Ducharme.
Éste giró el rostro hacia el sol, entornando los ojos.
– Nunca hubiera dicho que un juez tuviera vicios.
– Quizá crea también que dormimos bajo el banquillo.
Patrick sonrió de medio lado.
– Bueno, no sería muy buena idea. Allí no hay sitio ni para un colchón.
Ella le ofreció el paquete.
– Sírvase.
– Si quiere usted corromperme, hay maneras más interesantes.
Alex sintió que se le encendía el rostro. No era posible que le hubiera dicho lo que acababa de oír. ¿A una jueza?
– Si no fuma, ¿por qué sale?
– Por la fotosíntesis. Estar todo el día metido en los juzgados le cae fatal a mi feng shui.
– Las personas no tienen feng shui, sólo los lugares.
– ¿Lo ha comprobado usted?
Alex dudó unos instantes.
– Bueno, no.
– Ahí lo tiene.-Se volvió hacia ella y, por primera vez, Alex se fijó en que tenía un mechón blanco en el pelo, justo en el pico de viuda-. ¿Qué mira?
Alex apartó de inmediato la mirada.
– No pasa nada-dijo Patrick, riendo-. Es cosa del albinismo.
– ¿Albinismo?
– Sí. Ya sabe, piel muy pálida, pelo blanco. Es recesivo, por eso yo sólo tengo un mechón. Como un zorrino, por un gen no soy como un conejito blanco.-La miró, poniéndose serio-. ¿Cómo está Josie?
Alex estuvo a punto de levantar un telón de acero entre ambos diciéndole que no quería hablar de nada que pudiera comprometer su posición en el caso. Pero Patrick Ducharme acababa de hacer justo lo que Alex tanto deseaba, tratarla como a una persona, y no sólo como a un personaje público.
– Hoy ha vuelto al colegio-le confió Alex.
– Ya lo sé. La he visto.
– Ah, ¿sí…? ¿Ha estado allí?
Patrick se encogió de hombros.
– Sí. Por si acaso.
– ¿Ha pasado algo?
– No-dijo él-. Era…como siempre.
Aquellas palabras quedaron como suspendidas en el aire. Nada volvería a ser ya como siempre, y ambos lo sabían. Podía remendarse lo que se había roto, pero cuando era uno el que lo había arreglado, siempre sabría de memoria dónde estaba el remiendo.
– Eh-dijo Patrick, tocándola en el hombro-, ¿está usted bien?
Ella se dio cuenta, horrorizada, de que estaba llorando. Enjugán-dose los ojos, se desprendió de aquel contacto.
– No me pasa nada-respondió, desafiando a Patrick a contradecirla.
Él abrió la boca como si fuera a decir algo, pero la cerró de golpe.
– La dejo con sus vicios, entonces-dijo, y se volvió adentro.
Hasta que Alex volvió a sus dependencias no se dio cuenta de que el detective había dicho «vicio» en plural. En efecto, no sólo la había sorprendido fumando, sino también mintiendo.
Había nuevas reglas. Todas las puertas, a excepción de la entrada principal, se cerrarían con llave después del inicio de la jornada escolar; aunque siempre cabía la posibilidad de que el asesino estuviera ya dentro, un alumno de la propia escuela con armas. No se permitía la entrada a las aulas con mochilas; aunque alguien siempre podía introducir una pistola oculta en el abrigo, o en un bolso, o incluso dentro de una carpeta de anillas. Todos, alumnos y miembros del personal, llevarían colgadas del cuello tarjetas identificativas. Esto debía servir para hacer que todo el mundo se responsabilizara, pero Josie no pudo dejar de preguntarse si para lo único que serviría sería para que, la próxima vez, fuera más fácil decir a quién habían matado.
El director habló a todos por el altavoz a la hora de la entrada en las aulas y les dio la bienvenida de nuevo al Instituto Sterling, aunque aquél no fuera el Instituto Sterling. Propuso un minuto de silencio.
Mientras los demás chicos agachaban la cabeza, Josie miró a su alrededor. No era la única que no estaba rezando. Algunos se pasaban apuntes. Un par de ellos escuchaban sus iPods. Había un chico que copiaba algo de la libreta de un compañero.
Josie se preguntaba si también ellos tenían miedo de recordar a los muertos, porque eso les hacía sentirse más culpables.
Josie se movió y se dio un golpe en la rodilla contra el pupitre. Las sillas y los pupitres que habían devuelto a su improvisada escuela eran para niños pequeños, no para refugiados del instituto. En consecuencia, en ellos no cabía nadie. Algunos chicos ni siquiera cabían, y tenían que escribir con la carpeta apoyada en las piernas.
«Soy Alicia en el País de las Maravillas-pensó Josie-. Miren cómo caigo».
Jordan esperó a que su cliente se sentara enfrente de él en la sala de entrevistas de la prisión.
– Háblame de tu hermano, Peter-le dijo.
Escrutó el rostro de Peter, en el que vislumbró una expresión de contrariedad al ver que Jordan desenterraba algo que esperaba que permaneciera oculto.
– ¿Qué quiere saber de mi hermano?-replicó Peter.
– ¿Se llevaban bien?
– Yo no lo maté, si es eso lo que me pregunta.
– No, no es eso lo que pregunto.-Jordan se encogió de hombros-. Es sólo que me sorprende que no lo hubieras mencionado.
Peter le miró con fijeza.
– ¿Cuándo quería que lo mencionara? ¿Cuando me mandó que tuviera la boca cerrada, en el tribunal? ¿O después, cuando vino aquí y me dijo que iba a hablar usted y que yo sólo debía escuchar?
– ¿Cómo era?
– Mire, Joey está muerto, cosa que usted ya sabe, evidentemente. Así que no veo en qué puede ayudarme hablar de él ahora.
– ¿Qué le sucedió?-insistió Jordan.
Peter frotó el pulgar contra el borde de metal de la mesa.
– Un conductor borracho se llevó por delante su linda y perfecta persona.
– Debe de costar de digerir-dijo Jordan con tiento.
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, si ya debe de ser difícil convivir con el hermano perfecto…una vez muerto quedaría convertido en un santo.
Jordan desempeñaba el papel de abogado del diablo para ver si Peter mordía el anzuelo, y desde luego la expresión del chico se transformó.
– No se puede digerir-dijo con fiereza-, no tiene ni idea.
Jordan daba golpecitos con el lápiz en su maletín. ¿De dónde nacía la rabia de Peter, de los celos o de la soledad? ¿La masacre que había cometido había sido en última instancia una forma de llamar la atención para que se fijaran en él y no en Joey? ¿Cómo podía montar una defensa basándose en que Peter había actuado movido por la desesperación, y no por el afán de superar en notoriedad a su hermano?
– ¿Le echas de menos?-preguntó Jordan.
Peter dibujó una sonrisa satisfecha.
– Mi hermano-dijo-, mi hermano el capitán del equipo de béisbol, mi hermano, que quedó primero en una competencia de francés a nivel del Estado, mi hermano, que era amigo del director del instituto…Mi hermano, mi fabuloso hermano, me hacía bajar del coche a medio kilómetro de la verja del instituto para que no lo vieran llegar conmigo.
– ¿Y eso por qué?
– No resulta muy beneficioso ir conmigo, ¿o no se había dado cuenta todavía?
A Jordan le vino una imagen fugaz de las ruedas de su coche, reventadas hasta la llanta metálica.
– ¿Joey no te defendía si algún abusador se metía contigo?
– ¿Bromea? Joey era el que empezaba.
– ¿Qué hacía?
Peter se encaminó hacia la ventana de la pequeña habitación. Por el cuello le ascendió una hilera de puntos de luz, como si los recuerdos le afloraran a la carne.
– Les decía a los demás que yo era adoptado. Que mi madre era una puta adicta al crack y que eso era lo que me había jodido el cerebro. A veces decía esas cosas delante de mí, y cuando me hartaba y arremetía contra él, se reía y me daba una patada en el culo volviéndose hacia sus amigos, como si aquello fuera la prueba que demostrara todo lo que había dicho antes. ¿Le parece que lo echo de menos?-repitió Peter, encarándose con Jordan-. Me alegro de que esté muerto.
Jordan no se sorprendía fácilmente, pero en cambio Peter Houghton lo había conseguido ya varias veces. Peter tenía el aspecto que tendría cualquier persona después de cocer las más crudas emociones y filtrarlas extrayéndoles los restos de cualquier contrato social. Si te duele, lloras. Si te enfureces, golpeas.
Si albergas esperanza, te preparas para una desilusión.
– Peter-murmuró Jordan-, ¿deseabas matarlos?
Jordan se maldijo de inmediato. Acababa de hacerle la única pregunta que un abogado defensor no debía formular jamás, colocando a Peter en la tesitura de tener que reconocer que había actuado con premeditación. Pero en lugar de contestar, Peter respondió con otra pregunta cuya respuesta era igualmente perturbadora.
– Bueno-dijo-, ¿qué hubiera hecho usted?
Jordan le metió otro poco de papilla a Sam en la boca y luego chupó él la cucharilla.
– No es para ti-dijo Selena.
– Está bueno. No como esa porquería de arvejas que sueles darle.
– Perdóname por ser una buena madre.
Selena agarró una manopla húmeda y le limpió a Sam la boca; acto seguido fue a hacer lo propio con Jordan, quien hizo un gesto de rechazo.
– Estoy en un lío-dijo-. No puedo presentar a Peter como a una persona digna de compasión por haber perdido a su hermano, porque odiaba a Joey. Ni siquiera cuento con una defensa legal válida para él, a menos que alegue demencia, y eso será imposible de demostrar, con la montaña de pruebas que puede obtener la acusación de que hubo premeditación.
Selena se volvió hacia él.
– Tú ya sabes cuál es el problema, ¿no?
– ¿Cuál?
– Que tú crees que es culpable.
– Pero bueno, por el amor de Dios, también lo son el noventa y nueve por ciento de mis clientes, y eso nunca ha sido un obstáculo para obtener la absolución.-Jordan frunció el cejo-. Eso es una estupidez.
– Es una estupidez pero es verdad. Te asusta una persona como él.
– Es sólo un chico…
– …que te tiene alucinado, aunque sólo sea un poco. Porque no estaba dispuesto a cruzarse de brazos y dejar que el mundo siguiera cubriéndolo de mierda; y eso no era lo que el mundo esperaba.
Jordan la miró.
– Matar a diez estudiantes no es ninguna heroicidad, Selena.
– Lo es para los millones de chicos como él que desearían haber tenido las agallas de hacer lo mismo-replicó ella sin inmutarse.
– Fantástico. Podrías ser la presidenta del club de fans de Peter Houghton.
– No justifico lo que hizo, Jordan, pero sí veo de dónde viene ese chico. A lo mejor tú naciste con la flor en el culo. Vamos, en serio, lo que quiero decir es que tú has pertenecido siempre a la élite. En el colegio, en los tribunales, donde sea. La gente te conoce, te respeta. Tienes todas las puertas abiertas. Quizá eso hace que no te des cuenta de que hay otras personas que las han tenido todas cerradas.
Jordan se cruzó de brazos.
– ¿Me vas a salir otra vez con ese orgullo tuyo africano o lo que sea? Porque si quieres que te lo diga…
– Tú nunca has ido por la calle y has visto que alguien se cambiaba de vereda sólo porque eres negro. Tú nunca has visto que alguien te miraba con desprecio porque llevas un bebé en brazos y se te ha olvidado ponerte el anillo de casada. Te entran ganas de hacer algo, lo que sea, gritarles, decirles que son unos cretinos, pero no puedes. Vivir en la marginación es el sentimiento más desalentador que existe, Jordan. Te acostumbras de tal forma a que el mundo sea de una determinada manera, que te parece que no hay escapatoria.
Jordan sonrió con satisfacción.
– Eso último lo has tomado de mi discurso final en el caso de Katie Riccobono.
– ¿La mujer maltratada?-Selena se encogió de hombros-. Bueno, pues aunque así fuera, viene al caso.
De improviso, Jordan parpadeó. Se levantó, agarró por los brazos a su mujer y la besó.
– Eres un genio.
– No te lo discutiré, pero dime por qué.
– El síndrome de la mujer maltratada. Es una figura válida de defensa legal. Las mujeres maltratadas no reaccionan ante un mundo que las aplasta, hasta que al final se sienten tan amenazadas, que contraatacan, y llegan a creer de verdad que actúan en defensa propia, aunque sus maridos estén profundamente dormidos cuando los matan. Eso encaja con Peter Houghton. Le va que ni pintado.
– Lejos de mi intención quitártelo de la cabeza, Jordan-dijo Selena-, pero Peter no es una mujer, ni está casado.
– Eso es lo de menos. Se trata de un desorden por estrés postraumático. Cuando una de esas mujeres no puede más y le pega cuatro tiros a su marido o le corta el pene a rebanadas, no piensa en las consecuencias…sino sólo en detener la agresión que sufre. Eso es lo que Peter dice una y otra vez, que lo único que quería era que parara. Y en este caso es aún mejor, porque no tengo que enfrentarme a la refutación habitual del fiscal basada en que una mujer adulta es lo bastante mayor como para saber lo que hace cuando toma un cuchillo o un arma de fuego. Peter es un muchacho. Por definición, no sabe lo que hace.
Los monstruos no surgían de la nada. Una ama de casa no se convertía en una asesina si alguien no lo propiciaba. Su doctor Frankenstein particular era un marido dictatorial. Y, en el caso de Peter, el Instituto Sterling al completo. Los intimidadores hurgaban, pinchaban, herían y zaherían, comportamientos todos ellos tendentes a amilanar y a coartar al otro. Estaba en las manos de sus torturadores que Peter aprendiera a contraatacar.
Sam comenzó a alborotar en su silla. Selena lo levantó de ella y lo alzó en brazos.
– Nadie lo ha hecho antes-dijo-. No existe el síndrome del alumno apabullado.
Jordan tomó la papilla de Sam y rebañó los restos con el dedo.
– Ahora ya existe-concluyó, saboreando el último dulzor.
Patrick estaba sentado delante de la computadora de su despacho, a oscuras, moviendo el cursor por el juego creado por Peter Houghton.
Se trataba de elegir un personaje de entre tres chicos: el campeón de los certámenes de ortografía, el genio de las matemáticas y el loco por las computadoras. Uno de ellos era pequeño y delgaducho, y tenía acné. Otro llevaba anteojos. El otro era sumamente obeso.
El personaje elegido de entrada no llevaba arma alguna. Había que pasar por varios espacios de la escuela e ingeniárselas para conseguir alguna. Así, en la sala de profesores había vodka, con la que podían hacerse cócteles Molotov. En la sala de calderas había un bazuca. En el laboratorio de ciencias naturales había ácido corrosivo. En el aula de inglés, libros muy pesados. En la clase de matemáticas había compases que servían de puñales y reglas de metal que cortaban como un machete. En la sala de informática cables, para estrangular. En el taller de marquetería, sierras eléctricas. En el aula de labores domésticas había licuadoras y agujas de tejer. En la clase de bellas artes había un horno. Podían combinarse diversos materiales para crear armas de asalto múltiples: balas incendiarias a partir del bazuca y del vodka; puñales con ácido mezclando los productos químicos y los compases; trampas con lazo montadas con los alambres de la sala de informática y con los libros pesados.
Patrick llevó el cursor a través de pasillos y escaleras, desde los vestuarios hasta la conserjería. Mientras giraba por esquinas virtuales, lo asaltó la impresión de haber reseguido ya antes aquel mapa. Era la planta baja del Instituto Sterling.
El objetivo del juego era ir eliminando a deportistas, matones y chicos populares. Cada uno de ellos tenía un determinado valor en puntos. Si matabas dos a la vez, obtenías el triple de puntos. De todas formas, a ti también te podían herir. Podían aporrearte a traición, o aplastarte contra una pared, o encerrarte en un casillero.
Si conseguías acumular 100.000 puntos, obtenías un rifle. Al llegar a 500.000, una ametralladora. Si lograbas sobrepasar el millón de puntos, aparecías montado sobre un misil nuclear.
Patrick vio abrirse una puerta virtual. «¡No se mueva!», gritaron los altavoces, y acto seguido surgió un pelotón de policías con traje de operaciones especiales. Volvió a colocar las manos sobre el teclado, dispuesto a defenderse. Ya había llegado dos veces a aquella pantalla, y lo habían matado o se había matado a sí mismo, lo que significaba perder el juego.
Esta vez, sin embargo, apuntó con destreza la ametralladora virtual y fue abatiendo uno a uno a los policías, en medio de un charco de sangre.
¡FELICITACIONES! ¡HA VENCIDO EN EL JUEGO DE ESCÓNDETE Y CHILLA!, leyó en la pantalla. ¿VOLVER A EMPEZAR?
Diez días después de lo sucedido en el Instituto Sterling, Jordan estaba sentado en su coche en el estacionamiento del tribunal del distrito. Tal como había imaginado, por todas partes había furgonetas blancas de los informativos de televisión, con sus parabólicas orientadas hacia el cielo como girasoles. Tableteaba con los dedos en el volante siguiendo el ritmo del CD de los Wiggles, que cumplía sin ningún esfuerzo su cometido de evitar que Sam empezara un berrinche en el asiento de atrás.
Selena se había colado ya en el edificio sin dejarse intimidar. Los medios de comunicación no le conocían relación alguna con el caso. Cuando regresó de nuevo al coche, Jordan tomó el papel que le entregó.
– Estupendo-dijo.
– Nos vemos luego.-Ella se inclinó para desabrochar el cinturón de Sam en el asiento trasero del vehículo mientras Jordan se dirigía hacia el edificio del tribunal. En cuanto lo vio el primer periodista, se produjo una reacción en cadena, los flashes de las cámaras se dispararon como fuegos artificiales; por todas partes aparecían micrófonos a su paso, que apartaba con el brazo extendido; consiguió articular: «Sin comentarios», y se apresuró a entrar.
Peter había sido conducido ya a la celda de detención de la oficina del sheriff, a la espera de su comparecencia en el tribunal. Cuando acompañaron a Jordan a la celda, estaba paseando en círculo y hablando consigo mismo.
– Así que hoy es el gran día-dijo Peter, un poco nervioso y con un leve jadeo.
– Es curioso que digas eso-comentó Jordan-. ¿Recuerdas para qué estamos hoy aquí?
– ¿Qué es esto? ¿Un examen?-replicó Peter; Jordan se limitó a mirarle-. Para la vista preliminar para determinar si hay causa probable-prosiguió Peter-. Eso fue lo que me dijo la semana pasada.
– Bien. Lo que no te dije es que vamos a renunciar a ella.
– ¿Renunciar?-repitió Peter-. ¿Y eso qué significa?
– Significa que arrojamos las cartas antes de que las repartan-repuso Jordan. Le entregó a Peter la hoja de papel que Selena le había llevado al coche-. Firma.
Peter movió la cabeza en señal de negación.
– Quiero otro abogado.
– Cualquiera que sepa lo que se lleva entre manos te dirá lo mismo…
– ¿Qué? ¿Rendirse sin ni siquiera haberlo intentado? Usted dijo…
– Te dije que te proporcionaría la mejor defensa posible-le interrumpió Jordan-. Ya existe causa probable para creer que cometiste un crimen, puesto que hay cientos de testigos que aseguran haberte visto disparando aquel día en el instituto. La cuestión no es si lo hiciste o no, Peter, sino por qué lo hiciste. Celebrar hoy una vista preliminar de determinación de causa probable significaría darles a ellos un montón de tantos de ventaja y quedarnos nosotros a cero. Sería, además, darle a la acusación la oportunidad de dar a conocer las pruebas al público y a los medios de comunicación antes de que pudieran oír nuestra versión de la historia.-Puso el papel de nuevo delante de Peter-. Fírmalo.
Peter lo miraba, furioso. Finalmente tomó el papel que le ofrecía Jordan y un bolígrafo.
– Vaya mierda-dijo mientras garabateaba su firma.
– Más lo sería si no renunciáramos a la vista preliminar.-Jordan agarró el papel y salió de la celda para ir a llevarle la renuncia al escribiente-. Nos veremos ahí dentro.
Cuando llegó a la sala de tribunal, estaba hasta arriba de público. Los periodistas a los que se había permitido la entrada estaban de pie en la última fila, con las cámaras en ristre. Jordan buscó con la mirada a Selena, que estaba en la tercera fila detrás de la mesa de la acusación, entreteniendo como podía a Sam. «¿Cómo ha ido?», le preguntó ella con un taquigráfico arqueamiento de cejas.
Jordan respondió con un imperceptible asentimiento de cabeza. «Misión cumplida».
Consideraba intrascendente cuál fuera el juez que presidiera la sesión: aprobaría maquinalmente el proceso y lo traspasaría al tribunal en el que, allí sí, Jordan debería montar su numerito. Era el Honorable David Iannucci: lo que Jordan recordaba de él era que tenía injertos en el pelo, y que, cuando te presentabas ante él, tenías que poner todo tu empeño en mantener los ojos disciplinados para que miraran su cara de hurón en lugar de su línea de trasplantes capilares.
El escribano anunció la vista para el caso de Peter Houghton, y dos alguaciles condujeron a éste a través de una puerta. El público, el rumor de cuya conversación había llenado hasta entonces la sala, enmudeció. Peter no levantó los ojos al entrar. Permaneció con la vista fija en el suelo incluso cuando le hicieron sentar en su lugar junto a Jordan.
El juez Iannucci examinó el papel que acababan de ponerle delante.
– Veo, señor Houghton, que desea usted renunciar a la vista preliminar para la determinación de causa probable.
Ante la noticia, tal como Jordan había previsto, se produjo un suspiro colectivo por parte de los representantes de los medios de comunicación, los cuales habían albergado la esperanza de asistir a un espectáculo.
– ¿Entiende usted que mi obligación hoy debería haber sido la de determinar si hay o no una causa probable para creer que usted cometió los actos que se le imputan, y que renunciando a la vista preliminar para la determinación de causa probable usted declina su derecho a que yo encuentre dicha causa probable, y que por ello deberá comparecer ante el gran jurado, y yo me veré obligado a traspasar el caso al Tribunal Superior?
Peter se volvió hacia Jordan.
– ¿Ha hablado en nuestro idioma?
– Tú di que sí-le instó Jordan.
– Sí-repitió Peter.
El juez Iannucci lo miró fijamente:
– Sí, Su Señoría-lo corrigió.
– Sí, Su Señoría.-Peter se volvió de nuevo hacia Jordan, mascullando entre dientes-: Vaya mierda.
– Puede retirarse-dijo el juez, y los alguaciles se llevaron de nuevo a Peter tras hacerle levantar del asiento.
Jordan se puso de pie también, para dar paso al abogado defensor del siguiente caso del día. Se acercó a la mesa de la acusación, ocupada por Diana Leven, que seguía organizando los expedientes que no iba a tener ocasión de utilizar.
– Bueno-dijo ella sin molestarse en levantar los ojos de sus papeles-, no puedo decir que haya sido una sorpresa.
– ¿Cuándo piensa llamarme para el intercambio de pruebas?-le preguntó Jordan.
– No recuerdo haber recibido su carta requisitoria.
Y pasó junto a él apartándolo a su paso y precipitándose hacia el pasillo. Jordan se dijo que tenía que pedirle a Selena que enviara una nota por escrito a la oficina del fiscal. Un formalismo, pero al que sabía que Diana respondería. En un caso tan importante como aquél, el fiscal del distrito seguía toda la normativa al pie de la letra, para que si alguna vez llegaba a producirse una apelación, el veredicto original no quedara anulado por culpa de un error de trámite.
Nada más cruzar la doble puerta de la sala del tribunal, se vio abordado por los Houghton.
– Pero ¿qué demonios pasa aquí?-le increpó Lewis-. ¿Es que no le pagamos para que haga su trabajo?
Jordan contó hasta cinco antes de contestar.
– Lo había hablado antes con mi cliente, con Peter. Él me dio su permiso para renunciara la vista preliminar.
– Pero usted no ha dicho nada-protestó Lacy-. Ni siquiera le ha dado una oportunidad.
– La vista de hoy no habría beneficiado en nada a Peter. Y por el contrario habría puesto a su familia en el punto de mira de todas las cámaras que hay ahí fuera del tribunal. Eso es algo que pasará de todas formas, antes o después. ¿De verdad prefieren que sea antes?-Pasó la mirada de Lacy Houghton a su marido, y a ella de nuevo-. Les he hecho un favor-dijo Jordan, y se marchó dejando la verdad en el espacio entre ambos, una piedra que se hacía más pesada a cada momento que pasaba.
Patrick se dirigía hacia la sala del tribunal donde debía celebrarse la vista preliminar de determinación de causa probable para el caso de Peter Houghton, cuando recibió una llamada en el móvil que le hizo dar media vuelta en dirección opuesta, hacia la tienda de armas Smyth, en Plainfield. El propietario del establecimiento, un hombre rechoncho y de baja estatura con una barba manchada de tabaco, estaba sentado en el bordillo, sollozando, cuando llegó Patrick. Junto a él había un agente de la policía, quien hizo un gesto con la barbilla señalando la puerta abierta.
Patrick se sentó junto al propietario.
– Soy el detective de policía Ducharme-dijo-. ¿Podría explicarme qué ha sucedido?
El hombre sacudió la cabeza.
– Ha sido todo tan rápido. La mujer me pidió que le enseñara una pistola, una Smith and Wesson. Me dijo que la quería para tenerla en casa, como protección. Me preguntó si tenía folletos o catálogos de información sobre el modelo, y cuando yo me volví para buscarle algunos…ella…-Meneó la cabeza de un lado para otro.
– ¿De dónde sacó las balas?-preguntó Patrick.
– De la tienda, no. Yo no se las vendí-dijo el propietario-. Debía de llevarlas en el bolso.
Patrick hizo un gesto de asentimiento.
– Quédese aquí con el agente Rodríguez. Puede que tenga que hacerle algunas preguntas más.
Dentro de la armería había sangre y materia encefálica desparramada por la pared de la derecha. El forense, el doctor Guenther Frankenstein, había llegado ya y estaba inclinado sobre el cadáver, que yacía de lado en el suelo.
– ¿Cómo demonios has llegado tan pronto?-le preguntó Patrick.
Guenther se encogió de hombros.
– Estaba en la ciudad, en una muestra de coleccionismo de cartas de béisbol.
Patrick se agachó a su lado.
– ¿Coleccionas cartas de béisbol?
– Bueno, no iba a coleccionar hígados, ¿no?-Miró a Patrick-. En serio, tenemos que dejar de encontrarnos en este tipo de circunstancias.
– Qué más quisiera yo.
– La cosa no tiene mucho misterio-dijo Guenther-. Se ha metido el cañón de la pistola en la boca y ha apretado el gatillo.
Patrick se fijó en el bolso, sobre el mostrador de cristal. Se puso a rebuscar dentro y encontró una caja de munición con su ticket de caja del Wal-Mart. Luego abrió el billetero de la mujer y sacó su carnet de identidad, en el momento en que Guenther hacía rodar el cuerpo para colocarlo boca arriba.
A pesar de las señales del disparo que le ennegrecían los rasgos, Patrick la reconoció antes de mirar su nombre. Había hablado con Yvette Harvey. Había sido él quien le había dicho que su única hija, una niña con síndrome de Down, había perecido en el asalto al Instituto Sterling.
Indirectamente, pensó Patrick, el cómputo de víctimas mortales de Peter Houghton seguía aumentando.
– Que alguien coleccione armas no significa que tenga intención de usarlas-dijo Peter, frunciendo el cejo.
Hacía un calor infrecuente para finales de marzo, unos desconcertantes treinta grados, y el aire acondicionado de la prisión estaba estropeado. Los reclusos se paseaban en bóxers, los guardianes tenían los nervios de punta. La brigada de mantenimiento trabajaba tan despacio que Jordan pensó que, con suerte, quizá acabaran su trabajo antes de que volviera a nevar. Llevaba dos horas sentado con Peter y sudando en una sala de entrevistas que era una cámara de torturas, y se notaba empapada hasta la última fibra del tejido de su traje.
Quería marcharse. Quería irse a casa y decirle a Selena que nunca debería haber aceptado aquel caso. Le entraron ganas de agarrar el coche y marcharse con su familia a los veinticinco kilómetros escasos de playa con los que había sido agraciado New Hampshire, y zambullirse vestido en las glaciales aguas del Atlántico. Morir de hipotermia no podía ser peor que el lento despellejamiento que le reservaban Diana Leven y la oficina del fiscal del distrito en el tribunal.
Fuera cual fuese la pequeña esperanza que había albergado Jordan al descubrir una defensa válida (aunque fuese una defensa que jamás se había presentado antes ante un juez), se había visto seriamente mermada durante las semanas posteriores a la vista preliminar por la documentación que había ido recibiendo de la oficina del fiscal del distrito: montones de papeles, fotos y pruebas. Después de ver toda aquella información, era difícil imaginar que a un jurado le importara mucho por qué Peter había matado a diez personas; sencillamente, lo había hecho.
Jordan se pellizcó el arco de la nariz, entre los ojos.
– O sea que coleccionabas armas-repitió-. Supongo que debías de almacenarlas debajo de la cama hasta que pudieras hacerte con una bonita vitrina para exponerlas.
– ¿No me cree?
– La gente que colecciona armas no las esconde. La gente que colecciona armas no tiene listas negras con fotos marcadas con rotulador.
La transpiración perlaba de gotitas la frente de Peter, y alrededor del cuello de su uniforme penitenciario. Apretaba los labios.
Jordan se inclinó hacia adelante.
– ¿Quién es la chica a la que tachaste de la lista?
– ¿Qué chica?
– La de las fotos. Primero la señalaste con un círculo, pero luego anotaste: DEJAR QUE VIVA.
Peter miró hacia otro lado.
– Es sólo que la conocía.
– ¿Cómo se llama?
– Josie Cormier.-Peter vaciló, y luego miró a Jordan de nuevo-. Está bien, ¿verdad?
«Cormier», pensó Jordan. La única Cormier a la que conocía era la jueza que tenía asignado el caso de Peter.
«No podía ser».
– ¿Por qué?-preguntó-. ¿Es que la heriste?
Peter negó con la cabeza.
– Eso es una pregunta capciosa.
¿Había algo que Jordan desconociera?
– ¿Era tu novia?
Peter sonrió, pero la sonrisa no se reflejó en su mirada.
– No.
Jordan había estado alguna que otra vez en el tribunal del distrito con la jueza Cormier. Le gustaba. Era dura, pero justa. En realidad, era la mejor jueza que Peter podía desear para su caso: la alternativa como juez supremo de Tribunal Superior era el juez Wagner, un hombre muy mayor, y que barría hacia la acusación. Josie Cormier no se contaba entre las víctimas del tiroteo, pero ése no era el único argumento que podía esgrimirse en contra de la designación de la jueza Cormier para presidir el juicio. De repente, Jordan pensó en una posible manipulación de los testigos, en las cien cosas que podían ir mal. Se preguntaba cómo enterarse de lo que Josie Cormier sabía sobre lo sucedido, sin que nadie descubriera que había estado indagando.
Se preguntaba qué sabría ella que pudiera favorecer a la causa de Peter.
– ¿Has hablado con ella desde que estás aquí?-dijo Jordan.
– Si hubiera hablado con ella, ¿le habría preguntado si estaba bien?
– Bueno, no hables con ella-le instruyó Jordan-. No hables con nadie salvo conmigo.
– Que es como hablar con una pared-masculló Peter.
– Mira, te podría decir ahora mismo un millar de cosas que preferiría estar haciendo en lugar de estar aquí, sentado en esta sauna.
Peter entornó los ojos.
– ¿Y por qué no se larga y se dedica a alguna de ellas? De todos modos no escucha ni una palabra de lo que digo.
– Escucho todas y cada una de tus palabras, Peter. Las escucho, pero luego pienso en las cajas de documentos con pruebas que me ha mandado la fiscal del distrito, cada una de las cuales te presenta como un asesino despiadado. Te he escuchado cuando me has dicho que coleccionabas armas como si fueras un entusiasta de la guerra de secesión, o algo así.
Peter se estremeció.
– Está bien. ¿Quiere saber si pretendía usar esas armas? Pues sí, pretendía usarlas. Lo planeé todo. Lo tenía todo en la cabeza. Calculé todos los detalles, hasta el último segundo. Quería matar a la persona a la que más odiaba. Pero luego no lo conseguí…
– Esas diez personas…
– Se cruzaron en mi camino, nada más-dijo Peter.
– Entonces, ¿a quién querías matar?
En el otro extremo de la habitación, el aparato de aire acondicionado cobró vida de pronto con un estertor. Peter apartó la mirada.
– A mí mismo-dijo.