CINCO MESES DESPUÉS

Alex empujó a la gente del público de la sala, confusos ante la confesión de Josie. Entre ellos estaban los Royston, que acababan de oír que a su hijo le había disparado la hija de ella, pero Alex no podía pensar en eso en aquellos momentos. Sólo podía ver a Josie, atrapada en el estrado, mientras Alex intentaba atravesar la barra divisoria. Ella era jueza, maldita sea; ella debería estar autorizada para entrar, pero dos alguaciles la sostenían firmemente por la espalda.

Wagner estaba golpeando su mazo, aunque a nadie le importaba un bledo.

– Haremos una pausa de quince minutos-ordenó, y mientras otro alguacil arrastraba a Peter hacia la puerta trasera, el juez se volvió a Josie-: Jovencita-dijo-, sigues bajo juramento.

Alex observaba cómo Josie era llevada hacia otra puerta, y gritó su nombre. Un momento después, Eleanor estaba junto a ella. Su ayudante la tomó del brazo.

– Alex, venga conmigo. No está segura aquí en estos momentos.

Por primera vez desde que podía recordar, Alex se dejó llevar.


Patrick llegó al tribunal justo cuando se producía el alboroto. Vio a Josie en el estrado, llorando desesperadamente; vio al juez Wagner luchando por conseguir el control de la situación; pero por encima de todo, vio a Alex intentando frenéticamente llegar hasta su hija.

Él hubiera sacado su arma allí mismo para ayudarla a conseguirlo.

Para cuando consiguió llegar a empellones al pasillo central, Alex se había ido. La vio fugazmente mientras se deslizaba hacia una sala junto al estrado, y Patrick atravesó la barra divisoria para seguirla, pero sintió que alguien lo aferraba por la manga. Molesto, se volvió y se encontró con Diana Leven.

– ¿Qué demonios está ocurriendo?-preguntó él.

– Tú primero.

Él suspiró.

– He pasado la noche en el Instituto Sterling, intentando confirmar la declaración de Josie. No tiene ningún sentido. Si Matt le hubiera disparado a Peter, debería haber señales del disparo en la pared que Peter tenía detrás. Supongo que estaba mintiendo otra vez; que Peter le disparó a Matt sin provocación. Una vez que descubrí dónde había dado esa bala, utilicé un láser para ver dónde había rebotado, y entonces entendí por qué no la habíamos encontrado la primera vez que estuvimos allí.-Hurgó en su saco y extrajo una bolsa de pruebas con una bala dentro-. El departamento de bomberos me ayudó a sacarla del arce que está fuera, junto a la ventana de las duchas. La he llevado directamente al laboratorio para que la examinaran, y me he quedado con ellos toda la noche con un látigo hasta que han accedido a trabajar en la muestra. No sólo es la bala disparada con el arma B, sino que además tiene sangre y tejido de Matt Royston. El asunto es que, cuando se traza el ángulo de la bala, no parece proceder de cerca de donde estaba Peter. Era…

La fiscal suspiró con cansancio.

– Josie acaba de confesar que ella disparó a Matt Royston.

– Bueno-dijo Patrick, entregándole la bolsa de pruebas a Diana-, finalmente está diciendo la verdad.


Jordan se apoyó contra los barrotes de la celda.

– ¿Habías olvidado hablarme de esto?

– No-contestó Peter.

Él se volvió.

– ¿Sabes?, si lo hubieras mencionado al principio, este caso podría haber tenido un resultado muy diferente.

Peter estaba echado en el banco de la celda, con las manos detrás de la cabeza. Para sorpresa de Jordan, estaba sonriendo.

– Ella volvía a ser de nuevo mi amiga-explicó Peter-. No rompes la promesa que le haces a un amigo.


Alex se sentó en la oscuridad de la sala de conferencias, donde los acusados eran llevados normalmente durante los descansos, y se dio cuenta de que ahora su hija cumplía los requisitos para ser una. Habría otro juicio y, esta vez, ella estaría en el centro.

– ¿Por qué?-preguntó.

Ella podía distinguir el contorno plateado del perfil de Josie.

– Porque tú me dijiste que dijera la verdad.

– ¿Cuál es la verdad?

– Amaba a Matt. Y lo odiaba. Me odiaba a mí misma por amarle, pero si no estaba con él, no era nadie.

– No lo entiendo…

– ¿Cómo podrías? Tú eres perfecta.-Josie sacudió la cabeza-. El resto de nosotros somos todos como Peter. Algunos sólo hacemos un trabajo mejor escondiéndolo. ¿Cuál es la diferencia entre pasar tu vida intentando ser invisible y hacer como si fueras la persona que crees que todos quieren que seas? En uno y otro caso, estás fingiendo.

Alex pensó en todas las fiestas a las que había ido en las que lo primero que le preguntaban era «¿A qué te dedicas?». Como si eso fuera suficiente para definirte. Nadie nunca te preguntaba quién eras tú en realidad, porque eso cambiaba. Podías ser jueza o madre o soñadora. Podías ser solitaria o visionaria o una pesimista. Podías ser la víctima y podías ser el matón. Podías ser el padre y también el niño. Podías ser herido un día y curarte al siguiente.

«Yo no soy perfecta», pensó Alex, y quizá ése era el primer paso para empezar a serlo.

– ¿Qué me va a pasar?-preguntó Josie. La misma pregunta que le había hecho un día atrás, cuando Alex se sentía capacitada para dar respuestas.

– Qué nos va a pasar a ambas-la corrigió Alex.

Una sonrisa cruzó la cara de Josie, y desapareció tan rápido como había venido.

– Yo he preguntado primero.

La puerta de la sala de conferencias se abrió, dejando que entrara la luz del pasillo, perfilando lo que fuera que viniera a continuación. Alex apretó la mano de su hija y respiró profundamente.

– Vamos a verlo-dijo.


Peter fue condenado por ocho asesinatos en primer grado y dos asesinatos en segundo grado. El jurado decidió que, en el caso de Matt Royston y Courtney Ignatio, él no había actuado con premeditación ni deliberadamente, sino que había sido provocado.

Después de que fuera pronunciado el veredicto, Jordan se encontró con Peter en la celda. Había sido llevado de regreso a la cárcel sólo hasta que se celebrara la sesión en la que se pronunciaría la sentencia; luego, sería transferido a la prisión del Estado, en Concord. Si cumplía íntegras las sentencias de ocho asesinatos, no saldría de allí con vida.

– ¿Estás bien?-le preguntó Jordan, poniéndole la mano en el hombro.

– Sí.-Peter se encogió de hombros-. Sabía que algo así iba a ocurrir.

– Pero ellos te escucharon. Por eso han considerado que dos de las muertes fueron homicidios y no asesinatos.

– Supongo que debería decir gracias por intentarlo-esbozó una sonrisa torcida-. Que tenga una buena vida.

– Iré a verte si ando por Concord-dijo Jordan.

Miró a Peter. En los seis meses transcurridos desde que aquel caso había caído en sus manos, su cliente había crecido. Ahora, Peter era tan alto como Jordan. Probablemente, pesara un poco más. Tenía una voz más grave, una sombra de barba en la mandíbula. Jordan se maravilló de no haber notado esas cosas hasta entonces.

– Bueno-dijo Jordan-, siento que no haya salido del modo que esperaba.

– Yo también.

Peter le tendió la mano y Jordan, en cambio, lo abrazó.

– Cuídate.

Fue a salir de la celda y entonces Peter volvió a llamarlo. Tenía en la mano los anteojos que Jordan le había llevado para el juicio.

– Éstos son suyos-dijo Peter.

– Quédatelos. Tú les darás más uso.

Peter metió los anteojos en el bolsillo del saco de Jordan.

– Creo que me gustará saber que usted los cuida-dijo-. Y tampoco hay tanto que quiera ver realmente.

Jordan asintió con la cabeza. Salió de la celda y se despidió de los guardias. Luego se dirigió al vestíbulo, donde Selena le esperaba.

Mientras se acercaba a ella, se puso los lentes de Peter.

– ¿Qué significa eso?-preguntó ella.

– Creo que me gustan.

– Tienes una visión perfecta-señaló Selena.

Jordan consideró el modo en el que los lentes hacían que el mundo se curvara en los extremos, por lo que tenía que moverse con cautela.

– No siempre-contestó.


En las semanas que siguieron al juicio, Lewis comenzó a tontear con números. Había hecho un poco de investigación preliminar y había entrado en la STATA para ver cuántos tipos de patrones emergían. Y-ahí estaba lo interesante-no tenía nada que ver con la felicidad. En cambio, comenzó a mirar en las comunidades en las que en el pasado había habido tiroteos escolares y acercándose al presente, para ver cómo un solo acto de violencia podía afectar a la estabilidad económica. O, en otras palabras, una vez que el mundo desaparecía de debajo de los pies, ¿se volvía alguna vez a pisar tierra firme?

Estaba de nuevo en la Universidad de Sterling, daba microeconomía básica. Las clases habían empezado a finales de septiembre, y Lewis se vio a sí mismo deslizándose con facilidad hacia el circuito de conferencias. Cuando hablaba de los modelos keynesianos, equipos, competencia, era pura rutina, le suponía tan poco esfuerzo, que casi podía hacerse creer a sí mismo que aquél era otro primer año del curso de investigación que daba en el pasado, antes de que Peter fuera condenado.

Para ir de una clase a otra, Lewis tenía que ir pasillo arriba y pasillo abajo-una maldad innecesaria, ahora que el campus tenía WiFi y cuyos estudiantes podían jugar al póquer conectándose entre sí o enviarse mensajes mientras él daba la clase-, lo que facilitaba que muchas veces sorprendiera a los chicos a traición. En el aula, dos jugadores de fútbol estaban turnándose para apretar una botellita con agua y lanzar un chorrito con el que rociaban la parte de atrás del cuello de otro chico. Éste, dos hileras más adelante, se volvía a cada momento para ver quién le estaba lanzando chorros de agua, pero entonces, los atletas disimulaban mirando los gráficos de la pizarra, con un aire tan inocente como niños de coro.

– Ahora-dijo Lewis, sin perder un segundo-, ¿quién puede decirme qué pasa si se coloca el precio por encima del punto A, en el gráfico?-Arrancó la botella de agua de las manos de uno de los atletas-. Gracias, señor Graves, comenzaba a tener sed.

El chico de dos hileras más adelante levantó la mano como una flecha y Lewis asintió con la cabeza hacia él.

– Nadie querría comprar el equipo por ese dinero-dijo el chico-. Así que caería la demanda, y eso significa que el precio tendría que bajar o acabar con un montón de excedente en el almacén.

– Excelente-dijo Lewis y levantó la vista hacia el reloj-. Muy bien, chicos, el lunes cubriremos el siguiente capítulo de Mankiw. Y no se sorprendan si hay un examen sorpresa.

– Si nos lo dice, no es sorpresa-señaló una chica.

Lewis sonrió.

– Uy.

Se acercó al chico que había dado la respuesta correcta. Estaba guardando sus cuadernos en la mochila, tan atiborrada de papeles que el cierre no podía cerrarse. Llevaba el pelo largo, y en la camiseta, estampada una imagen de la cara de Einstein.

– Buen trabajo hoy-le dijo Lewis.

– Gracias.-El chico pasaba el peso de un pie al otro; Lewis estaba seguro de que no sabía qué decir a continuación. Finalmente tendió la mano-: Ejem, encantado de conocerle. Quiero decir, ya lo conocemos todos, pero no así, personalmente.

– Exacto. Recuérdame cuál es tu nombre.

– Peter. Peter Granford.

Lewis abrió la boca para decir algo, pero luego sólo sacudió la cabeza.

– ¿Qué?-El chico bajó la cabeza-. Parecía que estuviera a punto de decir algo importante.

Lewis miró al homónimo de su hijo, su modo de meter los hombros hacia adentro, como si no mereciera mucho espacio en este mundo. Sintió aquel dolor familiar, que se siente como un martillazo en el esternón, que sentía cuando pensaba en Peter; una vida que se perdería en la prisión. Deseó haber dedicado más tiempo a mirar a Peter cuando lo tenía frente a los ojos, porque ahora se veía forzado a compensarlo con recuerdos imperfectos-como en ese momento-, y encontrar a su hijo en las caras de los extraños.

Lewis hizo un esfuerzo y esbozó la sonrisa que guardaba para momentos como aquél, cuando no había absolutamente nada por lo que estar contento.

– Era importante-dijo-. Me recuerdas a alguien que conozco.


A Lacy le llevó tres semanas reunir el coraje para entrar en la habitación de Peter. Ahora que se había pronunciado la sentencia-ahora que sabían que Peter nunca regresaría a casa de nuevo-, no había razón para mantenerla como la había mantenido durante los últimos cinco meses: un sepulcro, un refugio para el optimismo.

Se sentó en la cama de Peter y se llevó su almohada a la cara. Todavía olía a él y ella se preguntó cuánto tiempo tardaría el olor en disiparse. Echó un vistazo a los libros apilados en sus estantes; aquellos que la policía no se había llevado. Abrió el cajón de su mesilla y pasó el dedo por la borla de seda de un punto de libro, el diente de metal de una grapadora. La panza vacía de un control remoto sin pilas. Una lupa. Un viejo mazo de cartas de Pokemon, un truco de magia, una pequeña linterna unida a un llavero.

Lacy agarró la caja que había subido del sótano y lo metió todo dentro. Aquélla era la escena del crimen: mirar lo que había dejado atrás para intentar reconstruir al chico.

Dobló su colcha, luego las sábanas y luego liberó la almohada de su funda. De repente, recordó una conversación durante una cena, en la que Lewis le había dicho que, por diez mil dólares, se podía derribar una casa. «Imagina cuánto menos cuesta destruir algo que construirlo», había dicho. En menos de una hora, aquella habitación se vería como si Peter nunca hubiera vivido allí.

Cuando todo era una pulcra pila, Lacy se sentó en la cama y miró alrededor, las paredes austeras, la pintura un poco más brillante en los lugares en los que habían estado colgados los pósters. Tocó las costuras elevadas del colchón de Peter, y se preguntó cuánto tiempo continuaría pensando en él como de Peter.

Se supone que el amor mueve montañas, que hace girar el mundo, que es lo único que necesitas, pero eso deja de lado los detalles. El amor no podía salvar a un solo niño; no a los que habían ido al Instituto Sterling ese día que habían creído un día normal; no a Josie Cormier; sin duda, no a Peter. Entonces ¿cuál era la receta? ¿El amor debía estar mezclado con algo más para obtener una buena receta? ¿Suerte? ¿Esperanza? ¿Perdón?

Ella recordó, de repente, lo que Alex Cormier le había dicho durante el juicio: «Las cosas existen mientras haya quien que las recuerde».

Todo el mundo recordaría a Peter por diecinueve minutos de su vida, pero ¿qué pasaría con los otros nueve millones? Lacy tendría que ser quien cuidara de ellos, porque era la única forma de mantener esa parte de Peter viva. Por cada recuerdo de él que incluyera una bala o un grito, ella tendría cientos más: un niñito chapoteando en un estanque, montando en bicicleta por primera vez, o saludando con la mano desde lo alto de un juego en una plaza. O un beso de buenas noches, una tarjeta hecha de colores para el día de la madre o una voz desentonada en la ducha. Ella mantendría unidos los momentos en los que su niño era igual que el resto de la gente. Se los pondría, como un collar, cada día de su vida; porque si los perdía, entonces el chico al que ella había amado y que ella había criado y conocido, desaparecería de verdad.

Lacy colocó de nuevo las sábanas sobre el colchón. La manta con las esquinas remetidas; sacudió la almohada. Volvió a poner los libros en los estantes, y los juguetes, herramientas y baratijas en la mesita de noche. Por último, desenrolló las largas lenguas de papel de los pósters y los colgó en la pared. Tuvo cuidado de colocar las chinchetas en los mismos agujeros originales. De ese modo no haría más daño.


Exactamente un mes después de que fuera condenado, cuando las luces se apagaron y los guardias de la penitenciaría dieron la última vuelta por la pasarela, Peter se agachó y se quitó el calcetín derecho. Se volvió de lado en la litera de abajo y se quedó mirando la pared. Se metió el calcetín en la boca, empujándolo tan atrás como pudo.

Cuando se le hizo más difícil respirar, cayó en un sueño. Tenía dieciocho años, pero era el primer día del jardín de infancia. Llevaba su mochila y su fiambrera de Superman. El autobús escolar se acercó y, con un suspiro, se abrieron sus enormes mandíbulas. Peter subió los escalones y se dirigió hacia la parte trasera, pero esta vez él era el único estudiante que había allí. Caminó por el pasillo hasta el fondo de todo, cerca de la salida de emergencia. Puso la fiambrera a su lado y miró por la ventana trasera. Fuera brillaba tanto que pensó que el sol mismo estaba siguiéndolos por la carretera.

– Allí-dijo una voz, y Peter se dio la vuelta para mirar al conductor. Pero así como no había otros pasajeros, tampoco había nadie al volante.

Era de lo más increíble: en su sueño, Peter no tenía miedo. De algún modo, sabía que estaba dirigiéndose exactamente a donde quería ir.

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