Capítulo 11 SUMAS Y RESTAS

Si algo tenía claro era que esta vez íbamos a tomarnos todo el tiempo que hiciera falta. En mi segunda oportunidad con Trinidad Soler, estaba dispuesto a pecar de cualquier cosa menos de apresuramiento. Las diligencias que el juez había ordenado requerían un cierto plazo para arrojar resultados, y dejamos que transcurriera antes de iniciar nuevas maniobras.

Lo que desde el principio resultó poco fructífero fue la intervención de la línea telefónica de Blanca Díez. La viuda de Trinidad sólo hablaba de forma regular con su familia más cercana y con sus clientes para las traducciones. Esporádicamente llamaron una ex vecina, una amiga de juventud y un primo lejano. Por el tono y el contenido de las conversaciones, todos ellos se limitaban a efectuar una comprobación rutinaria de la moral con que Blanca trataba de sobreponerse al trauma y a animarla a que rehiciera su vida. En cuanto a la viuda, su voz sonaba en aquellas cintas como yo la había oído por primera vez, cuatro meses atrás: clara y resuelta.

Tampoco nos ilustraron mucho, pese a su volumen y al ostentoso (e innecesario) sello que los marcaba como confidenciales, los documentos que remitieron las autoridades de seguridad nuclear en relación con los incidentes que les habían sido notificados a lo largo de la vida de la central. En gran medida eran ininteligibles para nosotros, pero lo que pudimos deducir con ayuda de un perito designado por el juez fue que ninguno de aquellos episodios había afectado al área de protección radiológica. En aquella información confidencial no había, por lo demás, nada que se apartara de lo que en su día se había hecho público y había recogido puntualmente la prensa.

Donde las redes sacaron pescado, al fin, fue en la investigación sobre la situación patrimonial de Trinidad Soler que el juez requirió a la Agencia Tributaria. En su día habíamos dado por buenas las explicaciones que tanto los jefes como la mujer de Trinidad nos habían dado para justificar su holgura económica, pero ahora que sabíamos que nos enfrentábamos a un homicidio debíamos profundizar más. Dejando aparte accidentes, casualidades y otras causas que resultan tan minoritarias como pintorescas, la gente suele matar por dos razones principales: por resentimiento y por dinero. Podría decirse que las dos razones se resumen en una: por orgullo, ya que es éste el que por lo común alimenta tanto la obcecación del resentido como la codicia del que no se conforma con la riqueza que pacíficamente posee. Pero es cierto que la mecánica del homicidio económico resulta distinta de la del pasional, y también que las víctimas de uno y otro tienden a presentar características diferenciadas. Puestos a elegir, no parecía demasiado plausible que Trinidad hubiera caído como consecuencia de un arrebato de nadie. Investigar sus bienes se convertía pues en una tarea ineludible.

La primera pista apareció en la declaración de la renta. En los últimos tres ejercicios, además de los ingresos derivados de su sueldo en la central nuclear, Trinidad declaraba honorarios profesionales y rendimientos del trabajo satisfechos por cuatro o cinco empresas de nombres crípticos, siempre rematados por las siglas S.L. No eran cantidades astronómicas, pero tampoco desdeñables. Y había una sospechosa coincidencia: en esos mismos ejercicios, los ingresos de su mujer como traductora se habían nada menos que triplicado, respecto del nivel de los años anteriores. Profundizando un poco más, pudo advertirse que entre sus supuestos clientes se encontraban algunas de las sociedades que satisfacían rendimientos a su marido.

La investigación patrimonial permitió averiguar que Trinidad y su esposa, pese a haber afrontado el cuantioso desembolso que les habría supuesto la construcción de su casa, poseían participaciones en fondos de inversión por importe de muchas decenas de millones de pesetas; todas ellas adquiridas en los últimos tres años. Habían procedido a una cuidadosa dispersión, con la que evitaban concentrar en un solo fondo cantidades que se acercaran a la mínima para tener que declarar impuesto sobre el patrimonio. Pero el conjunto de sus activos multiplicaba varias veces dicha cifra, lo que les obligaba a formular la declaración. La Agencia Tributaria confirmó que Trinidad y su esposa se habían abstenido de hacerlo, por lo que tenían una primera deuda pendiente. A ella habría que sumar la que correspondiera por la renta que sin duda habían ocultado, ya que los ingresos reconocidos no bastaban para justificar su potencia inversora. De todo ello se desprendían dos conclusiones: primera, que los números de Trinidad Soler habían dejado de cuadrar; y segunda, que el dinero lo había ganado demasiado deprisa y no había tenido el tiempo o la picardía de elaborar una estrategia inteligente de ocultación. Cualquiera medianamente avezado habría evitado ser titular directo de todos aquellos bienes, una torpeza que le exponía a ser cazado tan pronto como la inspección decidiera comprobar su situación fiscal.

Fuimos juntando los datos con paciencia y aplicación. Chamorro no protestaba apenas, pero a mí me aburría un poco aquel trabajo para contables, en el que había aprendido más o menos a desenvolverme por la única razón de su utilidad. En el fondo, preferiría creer que el crimen tiene que ver con los insondables conflictos del espíritu, antes que con sumas y restas de números sin alma. Para confesar del todo mi atraso mental, me cuesta arreglarme con las nociones, infaliblemente financieras, que esta época ha inventado para sustituir al pundonor, la lealtad y todas esas ingenuidades con que se consolaban los antiguos. Pero uno ha de hacerse a vivir donde vive, de modo que encomendé a Chamorro que se dejara caer por el Registro Mercantil para pedir una certificación de todas aquellas sociedades que habían estado engrosando la cuenta corriente de Trinidad Soler.

El empleado del Registro anunció a Chamorro que tardaría tres días en emitir las certificaciones que le había pedido. Mi ayudante, con buen criterio, renunció a acreditarse como guardia para tratar de abreviar el trámite. Nos interesaba el sigilo más que la celeridad.

Ante el compás de espera que eso nos planteaba, debatí con Chamorro acerca de nuestro siguiente paso. Se mostró de acuerdo en que, aun sin las certificaciones, teníamos material suficiente para efectuar el movimiento que llevábamos demorando desde hacía un par de semanas.

El paisaje alcarreño que aquella mañana de septiembre divisamos desde nuestro coche patrulla era bien distinto del que nos habíamos encontrado meses atrás, en el fragor de la primavera. Ahora predominaban los campos amarillos, secos y desolados tras la siega del cereal. Los cerros cubiertos de encinas y matorral sobresalían como islotes de colores rojizos y parduscos, con sus contornos delimitados por aquel mar de oro gastado por el sol. De pronto parecía una tierra árida y arrasada, en espera de la siembra y las lluvias que habían de renovar su esplendor y su vitalidad.

Había dudado si llamar a Blanca Díez para avisarla de nuestra visita. Pero al final había preferido correr el riesgo de no encontrarla, para preservar el factor sorpresa. Quería que abriera la puerta y viera el coche patrulla junto a la valla, y a los dos guardias civiles esperando al otro lado de la cancela. Y eso sólo iba a ser el principio de una sucesión de sensaciones que, si yo no me equivocaba mucho, habían de ponerla en algún aprieto.

Blanca estaba en casa, y en la cara con que se acercó a abrirnos pudimos leer que no esperaba la visita. Incluso se hizo un lío con las llaves, solventado con un esfuerzo que Chamorro y yo presenciamos sin pestañear.

– Ah, son ustedes -dijo, un poco artificiosa, mientras probaba la segunda llave en la cerradura-. No les había reconocido.

– Buenos días, señora Díez -la saludé militarmente-. Tenemos algunas novedades sobre el caso de su marido. ¿Podemos pasar?

– Sí, naturalmente -respondió, dando al fin con la llave correcta.

Volvimos a ser conducidos hasta el gran salón inundado de luz. Mientras nos sentábamos, oímos voces infantiles afuera. Blanca Díez explicó:

– Son los niños. Todavía no han terminado las vacaciones. Pero no se preocupen, están con los abuelos. ¿Qué novedades son ésas?

Blanca había conseguido rehacerse. Preguntaba por el motivo de nuestra visita como quien preguntara por el pronóstico del tiempo. Mejor. Era hora de poner a prueba aquella naturalidad tan admirable.

– Hemos encontrado a la mujer que llegó aquella noche al motel con su marido. A la rubia alta -recalqué el detalle, con maldad.

Blanca perdió visiblemente la compostura. Se quedó boquiabierta, como un pez fuera del agua.

– ¿Cómo?-balbuceó al fin.

– Pues verá, eso es lo peliagudo del asunto, cómo la hemos encontrado. Muerta -revelé, sin apiadarme-. Y hay que añadir que de una forma nada natural. Con un balazo en la nuca, para ser más exactos.

La viuda tenía la mirada perdida ante sí. O le impresionaba aquella forma de morir o no había sido muy sincera cuando en el pasado nos había asegurado que no le importaba si dábamos o no con la rubia.

– ¿Quién era? -preguntó, apenas con un hilo de voz.

– Puede decirse que nadie -repuse, procurando sonar desentendido y un tanto brutal-. Una puta bielorrusa de veintidós años que se llamaba Irina Kotova. La reclutaron en Málaga y luego dejaron su cadáver tirado en Palencia. Bueno, tirado no. Lo cierto es que la enterraron, aunque no lo bastante bien como para evitar que los lobos la desenterraran y se comieran una parte. Lo que ellos no quisieron es lo que hemos encontrado nosotros.

– Por favor -suplicó Blanca, llevándose una mano a la boca.

– Lo siento -mentí.

Se veía que no sabía cómo reaccionar. Uno puede estar preparado para muchas cosas, pero es más raro que lo esté para los detalles. Mi obligación, sin embargo, es fijarme en ellos, y en aquel instante me servía deliberadamente de su crudeza para tratar de pulverizar las defensas de mi oponente.

– Comprenderá, señora Díez, que a la vista de estas circunstancias el juez ha tomado la decisión de reabrir el caso de su marido. La fecha de su defunción coincide más o menos con la fecha en que murió esa mujer.

– ¿Más o menos?

– No es fácil determinar con exactitud la fecha de una muerte a partir de un puñado de huesos -aclaré, recalcando a propósito la última palabra.

Blanca adoptó un aire pensativo.

– ¿Y no existe la posibilidad de que esa mujer muriera por razones ajenas a su, cómo lo diría, relación con Trinidad? -inquirió, cautelosa.

– Existe, desde luego -admití, admirado por su sangre fría-. Pero la coincidencia exige que investiguemos antes de descartar la conexión.

– Es que por más que lo pienso, sargento, no puedo imaginarme quién podía querer hacerle daño a mi marido.

Me había mirado bien dentro de los ojos, para formular tan inconveniente apreciación. Aquella mujer tenía algo que me desconcertaba, porque sabía que no era una estúpida. Quizá le sucedía lo que les sucede a las personas demasiado fuertes, que acaban aficionándose al riesgo.

– Fuera quien fuera -dije, midiendo cada una de mis palabras-, debía de ser alguien bastante pudiente, si como parece se sirvió de esa mujer para tenderle una trampa a su marido. Irina era una prostituta muy cara, mucho más cara de lo que quizá sea usted capaz de suponer.

– No tengo especial interés en suponer nada al respecto -dijo, despectiva.

– En caso contrario -proseguí-, si fue su marido quien sufragó sus servicios, debía de sentirse especialmente espléndido. Según hemos podido averiguar, Irina Kotova podía llegar a cobrar un millón de pesetas, dependiendo de la intensidad y la variedad de los servicios que se le solicitaran.

Blanca Díez me observó con una mezcla de reprobación y desconfianza.

– Me pregunto por qué parece estar hoy tan empeñado en hacer observaciones de mal gusto -me recriminó, con gesto altivo-. En mi trato anterior con usted me dio la impresión de ser un hombre bastante correcto. Pero ahora he de reconocerle que se las está arreglando para arruinar la buena imagen que me había formado de la Guardia Civil.

– Lamento que piense eso -me encogí de hombros-. Ni el homicidio ni la prostitución son quizá cuestiones de buen gusto, pero no he elegido yo que sean nuestros temas de conversación con usted. Si quiere, otro día nos reunimos a hablar de ópera. Prometo ser mucho más refinado.

Sacudió la cabeza, lentamente.

– No estoy segura de entenderle demasiado bien, sargento. ¿A qué ha venido, a torturarme o algo por el estilo?

– En absoluto, señora Díez. Sólo me molesta un poco que no haya sido honesta con nosotros. Acudimos a usted con las mejores intenciones.

– ¿A qué se refiere?

– Le voy a hacer una pregunta, que a lo mejor sirve para que todos salgamos de dudas. Supongamos por un momento que Irina le pidiera a su marido la mitad de su tarifa máxima, esto es, quinientas mil pesetas.

– Insisto en que no le veo la gracia a esta conversación.

– Déjeme terminar, por favor. Supongamos quinientas mil. Dudo que su marido llegara a ganar tanto en un mes. ¿Por qué cree que no le temblaría la mano antes de pagar semejante suma por un polvo?

Blanca se puso en pie.

– Creo que éste es el momento en que le exijo que salga de mi casa.

– Como quiera, señora Díez -repuse, levantándome-. Pero antes de irme, dejo que escoja. Nos cuenta usted lo que sabe del lucrativo pluriempleo de su marido o aguarda a que terminemos de averiguar por nuestra cuenta lo poco que nos falta por saber. Es mi deber advertirle que si elige la opción B nuestras relaciones van a terminar de deteriorarse.

Blanca enmudeció de repente, y por primera vez desde que nos conocíamos, en sus profundos ojos oscuros vi algo semejante a una imploración. Me costaba hacer lo que estaba haciendo, me dolía ser despiadado mientras los ojos de Juana de Arco me elevaban una súplica tan desesperanzada y llena de angustia. Pero tenía que cumplir con mi obligación, que no era con ella, aunque algún pedazo veleidoso de mi corazón tal vez lo habría preferido, sino con un hombre muerto y vejado sobre la cama de un motel.

– Por el bien de todos, señora Díez -le rogué-. Empiece a contarnos la verdad y no nos condene al mal trago de arrancársela.

La viuda se dejó caer pesadamente sobre su asiento, apoyó su brazo izquierdo sobre las rodillas y comenzó a frotarse la frente con la mano derecha. Su máscara se había desmoronado por completo.

– Ahórreme algo -pidió, con amargura-. Dígame lo que ya sabe.

Le resumí a grandes rasgos, sin darle todos los pormenores, lo que habíamos averiguado sobre sus finanzas, y la dejé sospechar, sin entrar tampoco en gran detalle, cómo lo habíamos averiguado. Blanca me escuchó algo aturdida, con la barbilla apoyada en su mano y la boca oculta tras los dedos. Cuando hube terminado mi somera relación, agregué:

– Por supuesto, nos interesa cualquier información complementaria que usted pueda facilitarnos. Pero personalmente hay un punto que quisiera que me aclarase antes de nada. ¿Por qué nos mintió?

– ¿Tanto le cuesta adivinarlo? -preguntó, con una sonrisa triste.

– No me resulta nada fácil -dije, sin ocultar mi desazón.

– Tendré que afrontar la vergüenza de confesarlo, entonces. Como quizá sepa ya, mi marido no pagó todos los impuestos que debía. Bueno, el caso es que yo tampoco los pagué, ya que la mitad de todo era mía, se supone.

– ¿Y eso era razón suficiente?

– Verá, sargento, ahora soy una viuda que tiene que mirar por el futuro de sus hijos. Hacienda se llevará más de la mitad de ese dinero. Puede parecerle mucho, pero si piensa que mis hijos son pequeños y que tiene que durar hasta que puedan ganarse la vida, ya no le parecerá tanto.

– No puedo creer que por ahorrarse problemas con Hacienda aceptara que el homicidio de su marido quedase impune -protesté.

– Ni siquiera usted puede jurarme aquí y ahora que le mataron. Mi marido está muerto, sargento, y por mucho que haga, usted no va a resucitarle. Mis hijos están vivos. Si un barco naufraga, hay que ocuparse de salvar a los que chapotean, antes que de hacerles la autopsia a los ahogados.

Blanca, además de la aptitud para exhibir aquella lógica implacable, había recobrado la frialdad. Cualquier otro habría sucumbido, se habría entregado. La viuda de Trinidad Soler era más dura que todo eso. Y yo no acertaba a decidir si su capacidad de resistirme se debía, a su inocencia o a una férrea astucia aliada a la más escalofriante ausencia de escrúpulos.

– Está bien -aparqué la discusión-. Ahora cuéntenos por favor todo lo que crea que puede tener trascendencia para nosotros.

– Tendré que ordenarme un poco -dijo, con expresión de cansancio.

– Ordénese cuanto necesite. Pero no se ordene tanto que tengamos que volver mañana o pasado a echarle en cara alguna otra falsedad -le recomendé.

– Deduzco que van a comprobar lo que les diga.

– Deduce bien. Ya no podemos fiarnos de usted.

– Está bien -aceptó-. Son las reglas del juego, supongo. De todos modos, y aun a riesgo de que eso aumente su falta de fe en mí, lo primero que tengo que decirles es que yo no estaba ni mucho menos al corriente de todas las actividades extraordinarias de mi marido. En realidad, ni siquiera puedo proporcionarles datos demasiado precisos sobre ellas.

– Entenderá que nos cueste creerla -la interrumpí-. Sabemos lo que usted facturó en los últimos tres años, presumo que por traducciones, a algunas de las empresas con las que al parecer trabajaba su marido.

– Veo que han profundizado -dijo, con resignación-. Pero no se dejen engañar por las apariencias. Mi marido procuró blanquear una parte de lo que ganaba, y yo le serví ocasionalmente a esos efectos. Todo lo que hacía era emitir las facturas al nombre, la dirección y el código que él me indicaba. Luego me transferían el importe a mi nombre y ahí acababa mi intervención. Ni siquiera sabía cuál era la razón real del pago.

– ¿Nunca preguntó?

– Claro que sí. Y él me respondía que eran comisiones, pagos que no le convenía recibir directamente. No explicaba mucho más.

– ¿Y a usted le parecía bien?

– Era dinero, sargento. A todo el mundo le viene bien el dinero. Si mi marido emprendía negocios que le salían bien y me pedía ayuda para cobrar de la manera más ventajosa las ganancias, yo se la daba y punto. El dinero era para los dos. Para esta casa, para nuestros hijos. No iba a ser yo quien le afeara a mi marido que no pagase el porcentaje que debía al Estado. Tampoco el Estado hizo nunca gran cosa por nosotros.

En tanto que el Estado es el que me paga el sueldo que me protege del hambre y de algunas otras adversidades, no me era posible compartir aquella filosofía. Quizá habría podido esgrimir contra su insolidario raciocinio algún otro argumento, aparte de mi propio egoísmo, pero no me pareció apropiado entrar en semejante polémica con Blanca Díez.

– De acuerdo -dije-. Su marido traía dinero y a usted le parecía bien. Pero era mucho dinero, y muy rápido. ¿De dónde le contaba que venía? ¿Nunca sospechó que podía estarlo ganando de alguna manera poco honrada?

– Acaba de introducir usted un concepto un poco espinoso -advirtió Blanca Díez, con una mirada maléfica que subrayaba la sutileza de su discurso, acaso imputable a la experiencia acumulada en las múltiples traducciones de tantas lenguas-. Cada cual tiene su propia idea de la honradez, y por lo que le llevo escuchado me temo que la suya es un poco más estrecha que la mía. Pero no debe creer que por eso es mejor.

– Le agradezco el consejo, señora Díez. ¿Podría decirnos cuáles eran esas actividades, según usted honradas, a las que se dedicaba su marido?

Blanca Díez tomó aire y alzando la vista al techo, explicó:

– Aunque trabajara en una central nuclear, mi marido era ingeniero de caminos. Si le parece raro, acérquese por la central y haga una encuesta, y verá que allí más de la mitad lo son. Por alguna razón, casi todos los ingenieros de caminos acaban dedicándose a hacer cualquier cosa menos carreteras, puentes y esas cosas que se supone que les enseñan a hacer en la carrera. Sin embargo, mi marido era un experto en construcción civil, y además le gustaba. Digamos que se metió en negocios que le permitieron rentabilizar considerablemente sus conocimientos desaprovechados.

– ¿Qué clase de negocios?

– Obras públicas, urbanizaciones, operaciones urbanísticas en general.

– ¿No podría ser un poco más explícita?

– Las empresas con las que trabajaba hacían carreteras para la Diputación y la Comunidad, y otras obras para muchos ayuntamientos. También construían chalés, bloques de viviendas, polígonos industriales, centros comerciales. Supongo que no ignora que eso mueve mucho dinero.

– Y no siempre limpio.

– Eso lo dice usted -anotó, sin arredrarse-. Y no crea que soy idiota o que no sé de qué me está hablando. Lo sé. Me habla, por ejemplo, de comprar por dos duros terrenos rústicos que después se recalifican y pueden venderse, una vez urbanizados, por muchos millones. ¿No?

– Por ejemplo.

– ¿Ah, sí? ¿Es que tienen más derecho a cobrar la plusvalía los herederos, que apenas les ofrecieron cuatro perras por los sembrados del abuelo los vendieron echando virutas? No estoy de acuerdo, sargento. El dinero debe ser para quien se las ingenia para ganarlo. Y el que lo quiera, que espabile. Como hizo mi marido, que no era un delincuente por eso.

Era la primera vez que veía a Blanca Díez defendiendo al difunto Trinidad. Desde luego, era innegable que podía hacerlo con pasión, y con una contundencia que ni siquiera renunciaba al cinismo.

– Ya -dije, sin negar ni conceder nada-. ¿Y conocía o conoce usted a quienes llevan o llevaban esas empresas?

– No. Mi marido procuraba separar la familia y el trabajo. Y yo se lo agradecía. No tenía ningún interés en tratar a esas personas.

– Lo siento, señora Díez -intervino Chamorro-, pero nos resulta un poco increíble que no conociera absolutamente a nadie. Le recuerdo que tarde o temprano averiguaremos quiénes eran los dueños de esas empresas, y que luego iremos a verlos y los interrogaremos a ellos.

Blanca Díez se tomó unos segundos para meditar lo que iba a decir.

– No crea que me asusta con eso, agente -aseveró-. Hace unos meses me quisieron sacar algo de lo que no me interesaba hablar y me lo callé. Pero hoy ya no tengo nada que proteger con mi silencio. No conozco a la gente con la que trabajaba mi marido, con una excepción. Y si antes no les di su nombre es porque no le conozco por los negocios que tuviera con mi marido, sino al revés. Fue mi marido quien lo conoció a través de mí.

– ¿De quién se trata?

– De Rodrigo Egea, que no es dueño, sino gerente de algunas de esas empresas. Pero también, y antes, primo segundo mío. Para que vean que no les oculto nada, fue él quien le facilitó sus primeros contactos en el mundillo a Trinidad. Pero para saber más detalles, tendrán que acudir a él.

– ¿Podría decirnos dónde encontrarle?

– Debo de tener alguna tarjeta suya por ahí. Esperen.

Blanca volvió al cabo de un minuto con la tarjeta. En ella aparecía un nombre comercial, un logotipo naranja y una dirección de Madrid.

– ¿Me permite una pregunta indiscreta, señora Díez?

– A estas alturas de nuestra forzada relación, ya no creo que me queden secretos para usted, sargento -declaró, fatigada.

– ¿No preguntó a su primo si alguien podía desearle algún mal a su marido? Como consecuencia de esos negocios que tenían a medias.

– Sí, le pregunté.

– ¿Y?

– Me dijo lo que supongo que me diría en cualquier caso. Que en alguna ocasión habían rozado un poco la raya, pero que no la habían cruzado nunca. Que sólo eran negocios y que no se le ocurría nadie.

– Y usted se conformó con eso.

– No iba a contratar a un detective -dijo, y agregó, irónica-: Para eso le tengo a usted, ahora. Parece despejado, además de tenaz.

No era aquélla la forma en la que había previsto que terminaría la entrevista: con Blanca Díez recordándome mi obligación, entera y desafiante. Pero uno ha de aceptar con deportividad que se incumplan sus expectativas, porque en el fondo eso es lo único que le da chispa a la existencia.

– Muy bien, señora Díez -concluí-. Sólo una pregunta más, por ahora. Es algo que me intriga, lo reconozco. ¿Cuándo demonios se ocupaba su marido de sus negocios? ¿Y cómo lo hacía para que nadie se enterase?

Blanca sonrió, complacida.

– La gente sólo se entera de lo que uno quiere que se entere -repuso-. Trinidad hacía sus negocios lejos de aquí. Cuándo, quiere saber. Bueno, no tiene mucho truco. Mi marido trabajaba a turnos, y cuando necesitaba las mañanas procuraba coger el de tarde o el de noche y sacrificaba su sueño. Le aseguro que ese dinero lo sudó. Por si creía que se lo habían regalado.

– No lo dudo -dije-. Sé que tomaba pastillas.

Blanca acogió con perceptible rencor mi comentario. Pero no respondió. Poco después nos acompañó a la puerta. Antes de irnos, le advertí:

– Le ruego que esté localizable. En caso contrario, no sería nada improbable que se dictara una orden de detención contra usted.

– ¿Quiere decir eso que soy sospechosa? -consultó, con aire ingenuo.

– Nos mintió -recordé-. Y ahora administra toda la fortuna de su marido. Creo que no le falta inteligencia para sacar sus propias conclusiones.

Blanca bajó los ojos. En un tono desconsolado, afirmó:

– Le comprendo, sargento. Pero se equivoca. Yo no he ganado nada con esto. Sólo he perdido, y sigo perdiendo. Algún día se dará cuenta.

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