Capítulo 3 VAPOR DE AGUA

Pese a lo cerca que está de Madrid, donde he vivido treinta años, aquélla era la primera vez que visitaba la Alcarria. Sin embargo, no tuve conciencia de estar allí hasta que nos apartamos de la autovía y comenzamos a circular por carreteras de segundo orden. Diríase que al hacer las autovías los contratistas se ocupan de lograr que sus flancos resulten anodinos, dondequiera que la autovía se encuentre. Será para mejorar la seguridad vial.

El día era uno de ésos nublados pero a la vez luminosos, porque a ratos el sol se abría paso entre las nubes y las teñía de un deslumbrante color de acero. La tierra ofrecía su espléndido rostro primaveral, con los cultivos de cereal en el apogeo de su verdor. Como crestones erizados de árboles y arbustos, sobresalían aquí y allá las lomas y los cerros que conservaban la vegetación natural de la zona. Una de las cosas que más celebro de ser guardia civil es que puedo trabajar en el campo; mirarlo, y sobre todo olerlo. Como soy de ciudad (lo que entre otras cosas supone que nunca he tenido que labrarlo), el campo me produce una intensa fascinación.

Ahora llevaba yo el coche. Durante un buen rato, Chamorro permaneció con la cabeza apoyada en el respaldo, absorta en el paisaje y sumida en sus pensamientos. Al cabo se resolvió a compartirlos conmigo:

– Si sólo tuviéramos el testimonio del recepcionista, me inclinaría por suponer que Trinidad Soler se lo estaba pasando tan bien y por tantas razones a la vez que no tuvo más remedio que morirse.

– ¿Tú crees? -dudé, un poco distraído.

– La noche loca del ingeniero -se burló-. Olvide la rutina y las preocupaciones con una rubia cañón. Consiga por una vez el sueño de su vida y ya puestos bájese del tren, que no pasará más por aquí. Para qué volver a ver a su mujer gorda y a esos cafres insufribles de sus hijos.

– No sabes si es gorda.

– Me apuesto el sueldo de un mes a que no mide uno ochenta.

– Tampoco eso es tan importante.

– Pues me lo apuesto a que tampoco está a la misma altura en lo importante. Dos hijos le echan una buena mano a la ley de la gravedad.

Chasqué la lengua.

– No deberías estar tan segura de que todos los hombres somos unos australopitecus con el cerebro rebosante de semen -la reprendí-. Es un prejuicio que menoscaba tus posibilidades como investigadora, Virginia.

Chamorro tenía cierta propensión a ponerse colorada, sobre todo cuando yo empleaba su nombre de pila, maligna argucia que me cuidaba de dosificar hábilmente, ya que era una de mis pocas ventajas sobre ella.

– No estaría yo tan segura -se opuso, débilmente.

– Además, hay que hacerse a la idea de que el sueldo de hoy nos lo subvenciona a título póstumo el pobre Trinidad, con los impuestos que con tanto dolor pagaba en vida. No hay nada más feo que juzgar a quien te da de comer. Por encima de todo, ese hombre tiene derecho a que se aclare por qué y en su caso a manos de quién la palmó de forma tan ingrata.

Había quedado con Marchena en vernos un momento antes de visitar la central nuclear. Nuestro destino inmediato era por tanto el pueblo donde estaba la casa-cuartel, que era también el más importante de la comarca. Se trataba de una población de mediano tamaño, que parecía haber crecido mucho en los últimos tiempos. Poseía una iglesia descomunal, como ocurre en tantos pueblos españoles, incluidos algunos irrisorios, y un castillo en ruinas. El paraje en que se enclavaba no estaba del todo mal. En la boca de un valle y a la orilla de un río junto al que se alzaba una tupida arboleda.

Nos extraviamos un par de veces antes de dar con la casa-cuartel, un edificio bastante potable situado en la parte nueva, junto a un barrio de chalés. Apenas acabábamos de aparcar cuando Marchena salió a saludarnos.

– Bienvenidos a la fortaleza -dijo-. Me perdonáis que no forme a la tropa. Vaya, compañera, así vestida pareces un guardia.

– Soy una guardia, mi sargento -replicó Chamorro, forzando la sonrisa.

– También te hace un poco mayor -agregó Marchena-. Con perdón.

– No se apure, mi sargento. Hoy no tengo ningún casting.

– ¿Ningún qué?

– Déjalo, Marchena -me interpuse prudentemente-. Tengo noticias.

Una vez dentro, puse a Marchena en antecedentes de mi conversación matinal con el comandante, así como de las novedades que habíamos obtenido del recepcionista. El sargento me escuchó atentamente, mientras dibujaba con el bolígrafo en el bloc que tenía encima de su mesa. Cuando terminé mi relato, se quedó todavía callado durante unos segundos.

– Hace unos tres meses -dijo al fin, muy serio-, reventamos un garito de esos roñosos que montan al lado de la carretera. Había putas rusas, checas, polacas. Indocumentadas, y seguramente traídas de su país con engaño, ya te lo imaginas. Ninguna medía uno ochenta ni tiraba para atrás. Podían haber sido morullas, no digo que no, pero daban más grima que otra cosa. Desde la comandancia nos ordenaron perseguir esos negocios. No te juro que no quede ninguno en mi territorio, pero sí me juego un par de trienios a que no hay inmigrantes ilegales. Sólo material nacional. Meidin Espéin.

– Si te soy sincero, no me encajaba nada que Trinidad hubiera podido levantarse por aquí a la rubia, o viceversa -dije-. Pero lo más chocante, en ese caso, es que eligiera ir al motel, un lugar relativamente cerca de su centro vital. Si fueras a pegársela a tu mujer con una diosa de Hollywood, y ya puestos a hacer gasto, ¿no te irías lo más lejos posible?

– Al mismo Hollywood, como poco. Tú no conoces a mi mujer.

Chamorro nos miraba alternativamente a uno y a otro, con el rostro tan hierático como si lo tuviera vaciado en cemento.

– En fin -suspiré-. Habrá que seguir apuntándolo todo, antes de aspirar a entenderlo. ¿Qué más tenéis por aquí?

Marchena se echó para atrás e hizo rápidamente memoria.

– A ver -dijo-. He hablado con alguno de mis conocidos en la central. Trinidad Soler pasaba por ser un tipo bastante corriente. Buen carácter, trabajador, siempre a lo suyo, nada intrigante. Ningún conflicto que recuerden. Mas bien al revés. Recientemente le habían hecho no sé qué auditoría a su departamento y le habían felicitado por lo curioso y lo limpito que lo tenía todo. Un empleado modelo. Les he tirado de la lengua a los más golfos, que algo los conozco, y no he sacado nada de nada.

– Así que se le cruzó un cable -dedujo Chamorro-. O se lo cruzaron.

– La gente del pueblo, de éste y del otro, donde vivía o hace unos meses, no parece que le conociera demasiado. Su mujer iba a las tiendas y la tienen más fichada, pero él, cuando no estaba trabajando en la central, debía de quedarse en casa, o bien moverse lejos de estos contornos. Los que dicen haberle visto alguna vez, el del estanco, o el del ultramarinos, le describen como un hombre amable y correcto. Fin de la película.

– Pues estamos buenos -concluí-. Cada vez que pienso en el comandante me corre un sudor frío por la nuca. Como sigamos así, nos vamos a dar contra la pared antes de haber empezado.

– Quién sabe -discurrió Marchena, arrugando la frente-. Quizá en la viuda tengas un hilo para tirar del ovillo.

– Vamos, Marchena -protesté-. Si esto es lo que parece, la viuda debe de saber tanto del asunto como yo de jugar al polo.

Marchena tardó un poco en responderme.

– No digo que esté al tanto de sus líos -puntualizó-. Digo que vivía con él, y que cuando la vi me pareció que había algo raro. Como si esperara una desgracia. Ésta o cualquier otra. Es difícil explicarlo. Ya la verás.

– En fin -dije, poniéndome en pie-. Por ahora nos vamos a hablar con los de la central. ¿Algún consejo útil que puedas darnos?

Marchena se encogió de hombros.

– Procura que te inviten a comer. Tienen una residencia donde te pones hasta el culo. Todo bueno, de la tierra. Desde que estoy de jefe de puesto me han invitado alguna vez, en las fechas señaladas. Por eso de andar a bien con las fuerzas vivas, y supongo que también por las veces que les he echado un cable o les he llamado a los antidisturbios.

– ¿A los antidisturbios? ¿Tanto jaleo provoca la central?

– Bueno, tampoco tuvieron que hacer nada del otro mundo, aparte de darles una mano de hostias a un par de ecologistas que querían impedir que pasara algún cacharro o escalar a la chimenea para poner una pancarta.

Para ellos, como si nos hubiéramos esforzado a fondo. La verdad es que a mí algo me jode, porque yo también soy un poco verde. Ya se ve -bromeó, señalándose el uniforme-. Pero qué se le va a hacer. La central está del lado del orden establecido y yo soy un guardián de ese orden, ¿no?

Chamorro y yo asentimos, con precaución.

– Por lo demás -agregó-, son gente de lo más tratable, simpática, un poco demasiado a veces. Todos ganan mucha pasta, llevan buenos coches, viven en casas enormes. Yo no tengo ni puñetera idea de las diabluras que harán de puertas adentro de la central, pero de puertas afuera son tan peligrosos como mi abuela. Como todos los que tienen mucho que perder.

Marchena lo había simplificado un poco, pero en líneas generales estaba de acuerdo con su análisis. Nunca se ha dado el caso, que yo sepa, de que uno de esos alacranes con treinta o cuarenta antecedentes penales que roban un día un coche y acaban cayendo 48 horas después, tras haber matado de forma sanguinaria a tres o cuatro inocentes, hubiera estudiado en Oxford o hubiera pasado sus últimas vacaciones en las Maldivas.

Divisamos la central nuclear desde la carretera, bastantes kilómetros antes de llegar. En la distancia destacaban dos anchas chimeneas de las que brotaban sendos penachos de humo blanco. Había otra más delgada y más baja de la que no salía nada visible. Al pie se distinguía una semiesfera de hormigón desnudo, como lo demás. En medio del paisaje, la aparición resultaba fantasmagórica y a la vez inspiraba un extraño respeto.

– Tiene algo de sacrílego -observé en voz alta-. Como si desafiara una especie de prohibición divina. A ti tiene que interesarte mucho, ¿no?

– ¿Por qué? -se revolvió Chamorro, recelosa.

– Bueno, ya sabes. Ahí dentro juegan con la misma fuerza que palpita en el corazón de las estrellas.

Muy poético, mi sargento. Pero ahí dentro se dedican a la fisión nuclear. Las estrellas funcionan a base de fusión, que es otra cosa.

– Algo tendrá que ver -alegué.

– Poco. La idea es justo la contraria -dijo, como si la ofendiera.

A la entrada del recinto nos detuvo uno de esos cancerberos privados con muchas escarapelas fluorescentes sobre el uniforme, dragones y espadas cruzados sobre las escarapelas, gafas oscuras tapando medio rostro y revólver del 38 asomando mucho la culata. Lamenté que no trajéramos en el coche unos subfusiles, para organizar allí mismo un concurso de ferretería.

– Buenos días. ¿Qué desean? -preguntó, un tanto retador.

Le di el nombre de nuestro contacto y volvió a la caseta, sin apresurarse. Descolgó el teléfono, esperó un par de segundos, dijo algo, asintió tres o cuatro veces muy seguidas y de pronto se precipitó sobre el botón que levantaba la barrera. Mientras ésta se alzaba, y todavía sin soltar el teléfono, nos hizo atropelladamente ademán de que pasáramos.

También nos recibió un poco aturullado Gonzalo Sobredo, el responsable de relaciones públicas de la central con quien había concertado la entrevista. Nos estaba esperando en la escalinata que había a la puerta de algo que llamaban «recepción de visitantes», un edificio encaramado sobre una loma a unos cuatrocientos metros de la central propiamente dicha. Sobredo era un hombre bien vestido que olía mucho a colonia viril. No pude identificarla, porque no era ninguna de las que quedan al alcance de mi presupuesto.

– Lo siento mucho -se excusó-. No hay manera de que esta gente de seguridad entienda bien las instrucciones.

– No se preocupe -procuré aliviarle-. Esto es una propiedad privada y no traemos ninguna orden judicial. Ni siquiera tienen que dejarnos pasar.

– Por Dios -se horrorizó Sobredo-. Cómo puede decir eso. Siempre estamos encantados de cooperar con ustedes.

El responsable de relaciones públicas nos acompañó a una habitación enorme, que parecía más bien una especie de cine. Había incluso una pantalla al fondo, pero en vez de butacas tenía una mesa larga en el centro. Junto a ella nos esperaban otros dos hombres. Uno llevaba ropa informal, un jersey y pantalón de pana. Ni el jersey ni el pantalón eran baratos, pero le daban un aspecto espontáneo. No podía decirse lo mismo del otro, un treintañero pelirrojo de porte atlético y aire de suficiencia. Vestía una americana oscura de botones dorados, camisa azul cielo y corbata rosa.

– Luis Dávila, jefe de operación, y Raúl Sáenz-Somontes, abogado de la empresa -hizo las presentaciones Sobredo, señalando primero al hombre del jersey y después al lechuguino de la corbata rosa-. El sargento Vilavequia y, disculpe, señorita, pero he olvidado su apellido.

– Chamorro -apuntó mi ayudante, mientras observaba de soslayo al abogado, quien a su vez no le quitaba ojo a ella.

– Vilavequia -repitió el abogado, con delectación, el apellido que erróneamente acababa de adjudicarme Sobredo-. ¿Es usted de origen italiano?

– No -le atajé, tratando de imitar esa mirada entre paralizante y ligeramente homicida que tan bien le sale a Sean Connery.

Una vez que todos hubimos tomado asiento, el de relaciones públicas recobró el control de la situación. Reiteró su bienvenida a la central nuclear, evocó con cierta prolijidad lo mucho y lo bien que su personal había colaborado siempre con las fuerzas del orden, y sin previo aviso procedió a endosarnos un discurso muy elaborado y bastante conmovedor acerca de la luctuosa circunstancia que provocaba nuestra visita. Que si la pérdida de un compañero ejemplar, que si los rasgos escabrosos tan ruinmente aireados, que si la torticera implicación de la central nuclear por la prensa.

– Ya comprenderán que para nosotros este hecho es muy delicado, aparte de doloroso -agregó-. Pero sepan que cuentan con nuestra ayuda, para lo que pueda servir. Nadie desea más que nosotros que se esclarezca la verdad, con el debido respeto a la intimidad de la familia.

Nunca he sabido muy bien cómo reaccionar ante las alocuciones protocolarias, porque ninguno de los dos papeles que he desempeñado en mi vida digamos profesional, ni el de psicólogo desempleado ni el de guardia, requieren mucho de semejante destreza. Aun a riesgo de parecerle un poco grosero a aquella gente, traté de bajar a tierra a toda velocidad:

– Verá, señor Sobredo -dije-. Todo lo que yo sé es que ayer nos encontramos a un hombre muerto en un motel y que ahora nos toca tratar de averiguar quién lo hizo, si es que lo hizo alguien. Para eso hemos de informarnos mínimamente sobre la vida del difunto, y como da la casualidad de que ese hombre trabajaba aquí, les hemos pedido que nos concedan un rato esta mañana para preguntarles un par de cosas al respecto. En cuanto a la central nuclear, no es algo que por ahora nos preocupe particularmente. Por nosotros, como si fuera una fábrica de conservas. O una droguería.

– Pero a pesar de eso que dice, será usted consciente, sargento, de que una central nuclear no es lo mismo que una droguería -observó el abogado.

– A mis efectos, tanto da. Yo no busco ruido informativo, sino hechos. Y sólo me interesan los que me ayuden a entender mejor lo que ha ocurrido.

– Desde luego -intervino Sobredo, sonriendo precariamente-. Le ruego que nos disculpe si en algún momento parecemos hipersensibles. Es la costumbre de andar recibiendo leña todo el día, ya puede hacerse cargo.

– Por lo que a mí respecta, este negocio tiene licencia y funciona con arreglo a la ley -aclaré-. Y si abrigara alguna idea personal sobre el asunto, les aseguro que me la guardaría para mejor ocasión.

– Me sorprendería mucho que fuera usted inmune a la propaganda antinuclear -porfió el abogado-. Hoy cualquiera piensa que somos unos desalmados a los que no les importa arriesgar la vida de la gente para ganar dinero.

Comenzaba a preguntarme para qué habían llevado a aquel imbécil sabiondo a provocarme, y o mucho me equivocaba o lo mismo se preguntaba Sobredo. En cuanto a Dávila, el hombre del jersey, escuchaba aparentemente impasible, pero pude advertir cómo fruncía el ceño de vez en cuando.

– Centrémonos en Trinidad Soler, si no tienen inconveniente -rogué, evitando mirar al abogado-. ¿Cuál era su concepto de él?

Hubo un momento de duda. Al fin, Sobredo hizo un gesto a Dávila, el jefe de operación, y éste tomó la palabra.

– Como persona, de lo mejor que me he encontrado jamás -afirmó, con voz sosegada y rotunda-. Y como profesional, intachable. Tal vez no era un fuera de serie, pero no se puede formar un equipo sólo con supermanes. En mi opinión, vale más un grupo de gente sensata y eficaz. Y él lo era.

– Deduzco de lo que me dice que no imagina que pudiera andar envuelto en alguna cosa extraña -dejé caer.

– No lo imagino en absoluto -confirmó Dávila, sin pestañear.

– Ni había notado en los últimos tiempos ninguna anomalía en su comportamiento. No estaba más apagado, o más alegre, o más susceptible…

– No -rechazó el jefe de operación-. Bueno… Acababa de mudarse y andaba rematando la obra de su casa. Ya sabe, peleando con el arquitecto, el constructor, los albañiles, proveedores diversos. Puede que eso le tuviera un poco más preocupado que de costumbre, pero nada más.

Yo no podía ni soñar lo que era pelear con un arquitecto, porque mi piso, en el dudoso supuesto de que lo hubiera diseñado alguno, ya lo había comprado hecho. Pero ya me figuraba lo molesto que debía de ser para los pudientes tener que bregar con operarios y menestrales.

– Así que acababa de construirse una casa.

– Sí.

– ¿Una casa grande?

– Bueno, sí, normal -vaciló por primera vez Dávila.

– ¿Cuánto es normal?

– Cuatrocientos metros, algo más tal vez.

– ¿De parcela?

– No, construidos.

– Caramba -exclamé, mirando a Chamorro, que compartió mi estupor.

– No me malinterprete -rectificó Dávila, percatándose del traspiés-. Vivo en el mundo y sé que ésa no es una casa que pueda comprarse cualquiera. Pero la verdad es que no tiene nada de extraordinario entre la gente de aquí con la misma categoría que Trinidad. Tenga usted en cuenta que en el pueblo el suelo no es caro. Está a ciento cuarenta kilómetros de Madrid y a seis de una central nuclear. Ya puede suponer que no abundan los compradores.

Es algo que me pasa pocas veces y que quizá no debería pasarme jamás mientras estoy investigando una muerte. Pero aquel Dávila mostraba una franqueza y un sentido común que me gustaban. Me predisponía mucho a su favor aquella forma de razonar, solvente y directa a la vez.

– ¿Sería entonces correcto decir que Trinidad Soler no vivía por encima de sus posibilidades? -pregunté, ya que habíamos llegado ahí.

– Si se ha informado, sabrá que tenía un BMW, y además la casa nueva, y el piso en el que vivía antes en Guadalajara -resumió Dávila, con una tenue sonrisa-. Pero debo admitir que todo eso estaba a su alcance.

– No está mal este invento de la energía nuclear -exclamé, sin poder contenerme-. Si pagan así a todos, creo que voy a pedir la baja en el Cuerpo y voy a pedirles que me dejen llevarles la garita de la puerta.

– Se lo debemos a los sindicatos -bromeó azoradamente Sobredo-. Por lo que se fajan al negociar el plus de peligrosidad. Algo bueno tenía que tener que los periódicos estén todo el día asustando con estas centrales. Pero tampoco hay que exagerar. Aquí nadie se hace millonario.

– Lo que me gustaría saber, sargento -intervino de pronto el abogado-, es lo que anda usted persiguiendo. Creía que la víctima era el pobre Trinidad. Parece que buscara meterle a él en la cárcel.

– Señor Sanz… -empecé a decir.

– Sáenz-Somontes.

– Eso, Sáenz. Mi compañera y yo hemos venido aquí esta mañana a pedirles sólo unas informaciones. Si necesitamos consejo sobre cómo llevar adelante una investigación criminal, no dudaremos en recabar su parecer.

– Lo que digo es que no debería olvidar a quién sirve insistió, arrogante.

– Puede estar usted seguro de que no me olvido, señor letrado -respondí, de mala gana-. Por eso no quisiera robarles más tiempo del indispensable. Así que, volviendo al meollo, hay otra cosa que necesitamos que nos expliquen. No terminamos de entender muy bien a qué se dedicaba el difunto.

– Eso de la protección radiológica -apuntó mi ayudante.

Sobredo volvió a invitar con un gesto a Dávila para que contestara.

– Básicamente -dijo el jefe de operación- se trata de cuidar de que el personal que trabaja en zonas expuestas o manipula residuos no reciba dosis de radiación superiores a las autorizadas. Tenemos una serie de sistemas para controlar y prevenir ese riesgo. Trinidad era responsable de esos sistemas.

– Un trabajo cualificado, por lo que veo -aprecié-. Y comprometido.

– Todos aquí lo son -constató Dávila, con naturalidad-. Hacemos funcionar una máquina un poco complicada.

– Ya me voy percatando. Debe de darles muchos quebraderos de cabeza.

– Alguno. Pero por suerte nunca hemos tenido un incidente grave.

– Sin embargo, no es eso lo que decía hoy la prensa.

– ¿Lo ve, sargento? -saltó el abogado, triunfal-. Está usted intoxicado.

– Me limito a citar lo que dicen los periódicos -repuse, imperturbable.

– La central ha tenido los problemas corrientes en la explotación de cualquier instalación de esta envergadura -aseveró Sobredo-. Todos han sido comunicados a las autoridades competentes en tiempo y forma y debidamente resueltos con arreglo a la legislación aplicable. Tenemos registros y nos someten a inspecciones continuas. No tenemos nada que ocultar.

– Aja. ¿Y afectó alguno de esos problemas al área del señor Soler?

– No -dijo Dávila, categórico-. En toda la historia operativa de la central nadie ha recibido nunca dosis que superaran lo permitido.

Alargamos la conversación con algunas otras preguntas, pero ninguna de ellas nos descubrió mucho más. Al fin nos levantamos y nuestros tres interlocutores nos acompañaron hasta la puerta. Desde allí Chamorro y yo nos quedamos contemplando durante unos segundos la central.

– Si quieren visitarla por dentro, no hay inconveniente -ofreció Sobredo.

– Verían que no es tan siniestra -aseguró el abogado.

– No, muchas gracias -decliné la invitación-. Tenemos trabajo. Pero hay algo que me pica la curiosidad y que no me voy a ir sin preguntarles. La humareda que sale de esas dos chimeneas anchas, ¿qué es?

– No son chimeneas -dijo Dávila, bajando un poco los ojos, como si no quisiera parecer pedante-. Son torres de refrigeración. Sirven para enfriar el agua del circuito abierto. Esa agua absorbe el calor de un circuito cerrado, que recibe a través de un tercer circuito la energía térmica producida en el núcleo del reactor. Resulta un poco enrevesado cuando se cuenta, pero así es como está organizado. Para evitar fugas de radiactividad.

Escuchar a aquel hombre le inundaba a uno de paz. Si era él quien pilotaba la nave, parecía inconcebible que dejaran de tomarse todas las precauciones necesarias. Su falta de retórica, la pulcritud con que se ceñía a lo concreto, hasta el austero afecto que parecía sentir por aquel peligroso ingenio que manejaba, inspiraban una confianza casi irresistible.

– Entonces, el humo… -dudé aún.

– Agua -declaró, risueño-. Nada más que vapor de agua.

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