– ¿No te has pasado un poco? -me preguntó Chamorro, tan pronto como estuvimos los dos aposentados en el interior del coche patrulla, con las puertas cerradas y el motor en marcha.
– Ya has visto que no -respondí, sin ocultar mi desánimo-. A esa mujer no se la derrumba ni a morterazos.
– Tampoco te ha ido tan mal. A lo mejor es que no había más que sacarle.
– No lo sé, Chamorro. Es verdad que nos ha dado información; para empezar, un nombre y una dirección por donde seguir. También es verdad que la otra vez pudo mentirnos para no desvelar sus pecadillos fiscales. Pero no sé si las piezas le encajan porque ahora es sincera o porque tiene la maldita habilidad de reconstruir su puzzle según se lo movemos.
– Creo que tardaremos un poco en resolver esa duda -vaticinó mi ayudante.
– Ya me fastidia. Si cometiera alguna imprudencia… Qué sé yo, esfumarse, o llamar ahora mismo a su primo.
Chamorro sonrió con una malicia infrecuente en ella.
– Si es inocente, no hará ninguna de las dos cosas -calculó-. Y si es una bruja taimada, tampoco. Acéptalo, vamos a tener que sudar un poco más. Tampoco es tan vergonzoso que una mujer te supere. De momento.
– Esa es una observación un poquito ruin, Virginia -me quejé-. Por no mencionar el hecho de que también es a ti a quien está burlando. Ya sé que todos los hombres somos unos cabrones y que siempre os hemos tenido explotadas y etcétera, pero yo me plancho mis camisas y además soy tu sargento. Así que confío en que en esto estés de mi lado, y no del suyo.
– Absolutamente, mi sargento -aseguró Chamorro.
– Por cierto, te sonará ese tal Rodrigo, espero.
– Sí -contestó Chamorro, con la presteza de una buena alumna-. Debe de ser el mismo que la llamó hace seis o siete días.
– Pues ya sabes lo primero que nos toca. Revisar palabra por palabra la transcripción de la cinta, a ver si encontramos algo que dé tufo.
Hicimos el ejercicio, sin gran provecho. La conversación entre Blanca y su primo era un modelo de charla banal, en la que ambos exhibían una cortesía desganada y hasta un poco distante. Cualquiera que sólo tuviera aquella grabación para juzgar podía llegar a la conclusión de que la relación entre ambos era más protocolaria que de parentesco. Tampoco se produjo ninguna llamada de Blanca a Egea en las horas siguientes a nuestra visita, ni la discreta vigilancia a que la gente de Marchena sometía a la viuda registró indicio alguno de que se dispusiera a abandonar su residencia. En esas circunstancias, y sin tener aún novedades del Registro, todo lo que podíamos hacer era ir a interrogar al primo. Le visitamos a la mañana siguiente.
Rodrigo Egea tenía su oficina en un moderno edificio del madrileño remedo de Manhattan que algún bromista o desaprensivo dio en autorizar que se levantara a la izquierda de la Castellana. Siempre que pasaba por allí sacaba una desalentadora sensación. Las torres formaban un marasmo inconexo, y el espacio que abarcaban reproducía toda la inhumanidad de una ciudad de rascacielos sin alcanzar ni un ápice de su posible belleza. Si a eso se unía que entre la gente normal solía circular por allí cierto ganado inquietante (personas mustias de tez amarillenta o, en el otro extremo, optimistas hueros con bronceados fulgurantes y excesivos), la zona no podía resultar menos atractiva para ir en busca de esparcimiento.
En cualquier caso, lo que aquella mañana nos llevaba allí no era diversión, sino trabajo, y aunque no íbamos de uniforme (habría llamado demasiado la atención en un edificio lleno de gente respetable), procuré sonar lo más oficial posible cuando me dirigí a la recepcionista y anuncié:
– Soy el sargento Bevilacqua, de la Guardia Civil. Quisiéramos hablar con el señor Egea, si puede recibirnos. -¿El sargento qué?
– Bevilacqua -casi deletreé-. Con be, uve y ce qu antes de la u.
– ¿El motivo por el que quiere hablar con el señor Egea?
– Es una investigación reservada, señorita -repelí su curiosidad.
Al cabo de unos minutos y de otra señorita, igualmente curiosa e igualmente repelida, nos encontramos frente a Rodrigo Egea. No es algo de lo que me enorgullezca, porque infringe mi deber de imparcialidad, pero he de confesar que aquel individuo me desagradó profundamente al primer vistazo. Llevaba una de esas camisas de rayas azules con el cuello y los puños blancos, aparatosos gemelos de oro y una corbata cuya marca, que se esforzaba en dejar a la vista, permitía tasarla en una buena fortuna. También llevaba el pelo demasiado largo, con las greñas pegadas a la nuca con fijador. Algo que nunca me ha costado de ser militar es llevar el pelo corto. Salvo por razones profesionales, como las que tiene el bajista de Iron Maiden o cualquier actor que interprete a Jesucristo o a Sansón, mi sentido de la higiene desaprueba la melena varonil. Alguna vez que me he tenido que dejar el pelo largo, para pasar por quinqui, he corrido a rapármelo en cuanto se acabó la necesidad del incógnito. Admito que se trata de un prejuicio arbitrario, pero sin duda influyó para que Egea me disgustara. A veces son estas cosas nimias las que tuercen el juicio que uno se hace de alguien.
– Buenos días -nos saludó Egea, mostrando un gran entusiasmo vital-. Pasen, por favor. Me tienen en ascuas. Es la primera vez que viene a verme la Guardia Civil. ¿Acaso he hecho algo malo?
Si me pudren los pijos, los ostentosos y los hombres con pelo largo, no es menos lo que me exasperan los tipos que hablan demasiado y demasiado pronto. Hice un gran esfuerzo mental para no responder sobre la marcha a la pregunta de Egea. En su lugar, una vez que su secretaria hubo cerrado la puerta, le ametrallé con una escueta presentación:
– Esta es la guardia Chamorro. Los dos trabajamos en homicidios y estamos investigando la muerte de Trinidad Soler.
– Ah -dijo Egea, pero no me pareció que le descolocara lo bastante.
– Según nuestras informaciones, el señor Soler era su socio en algunos negocios inmobiliarios. Si es tan amable, querríamos hacerle unas preguntas.
Rodrigo Egea pareció perder el hilo durante una décima de segundo. Al punto lo recobró, se irguió sobre su sillón de cuero y respondió:
– Bueno, eso no es del todo exacto. Socio, lo que se dice socio, no lo era. Colaboró con nosotros en algunas promociones, eso sí.
– Entiendo. ¿Le importa a usted atendernos, entonces? -pregunté, con mi tono más comedido, para poner a prueba su temple.
Rodrigo Egea volvió a quedarse en blanco.
– No, no, en absoluto -se rehizo, con un respingo-. ¿Qué quieren saber?
– Pues verá, señor Egea, sospecho que es usted un hombre ocupado -dije-, y nosotros también tenemos otros asuntos que atender esta mañana, así que si no tiene inconveniente me ahorro los preámbulos y voy directo al grano. ¿Tiene usted conocimiento, en particular, de algún motivo por el que alguien pudiera desear asesinar a Trinidad Soler?
Egea me miró con una especie de espanto.
– Vaya -repuso-. Desde luego nadie les acusará de perder el tiempo. ¿Eso es lo que creen, que le asesinaron?
– ¿Qué cree usted? -le devolví la pregunta.
– Dios, y yo qué sé -alzó las manos-. Creí que el caso estaba archivado. Que había sido un ataque al corazón, una desgracia. Por culpa de una emoción demasiado fuerte, ya me entiende.
– Aja. Que usted supiera, ¿solía el señor Soler salir con prostitutas?
– Menuda pregunta. Hice algunos negocios con él, sargento. No me iba con él de juerga ni nada por el estilo.
– ¿Diría que el difunto era un juerguista? -sondeó Chamorro, algo monjil.
– Pues no, no lo diría -replicó Egea, mirando fijamente a mi ayudante.
– Está bien, señor Egea -dije-. Vamos a ir más despacio, y empezaremos por el principio. ¿Desde cuando tenía negocios con el señor Soler?
– Hará unos tres años, cuatro quizá -hizo memoria Egea-. Trinidad estaba casado con una prima segunda mía. No es que tuviéramos una gran relación, pero nos veíamos de vez en cuando. Más que nada en entierros y bodas, ya sabe, las ocasiones en que se encuentran los parientes lejanos. Un verano coincidimos durante las vacaciones y empezamos a hablar del asunto. Él era ingeniero de caminos, y bastante bueno. Le hablé de las oportunidades que había y le interesó. Empezó poco a poco, asesorando, firmando proyectos. Luego se fue metiendo más. Hicimos algunas cosas juntos, con las sociedades que yo gestiono, y de ahí pasó a trabajar también con otras empresas. Trinidad no sólo era competente, sino una bestia para el trabajo. Impresionaba la cantidad de cosas que podía echarse a la espalda.
– ¿Puede contarnos un poco más en concreto qué hizo usted con él?
Egea se encogió de hombros.
– No sé si el detalle tiene mucho interés para ustedes. Un par de urbanizaciones en Guadalajara, un polígono en las afueras de Madrid. Una carretera comarcal para la Diputación, también en Guadalajara. Cosas así.
– ¿Y ganaron mucho dinero?
– No les enviará Hacienda, ¿no? -consultó, buscando complicidad.
– No -contesté, negándosela.
– En fin, sargento, los negocios se emprenden para ganar dinero. Y Trinidad valía y yo también valgo. No nos fue mal.
– Y a quienes trataron con ustedes, ¿tampoco les fue mal?
Egea me miró aviesamente, como para dar a entender que no se le escapaba la intención de mi pregunta. Después, sin titubear, dijo:
– Tampoco. El secreto de los buenos negocios es que todos ganen.
– Todos salvo el fisco, claro.
– Eh, me acaba de decir que no vienen de parte de Hacienda -recordó-. Si les mandan ellos, tendré que remitirles a mi asesor fiscal.
– Hacienda tiene sus medios para proteger sus intereses, señor Egea -aclaré-. Nosotros tenemos nuestros propios problemas. Lo que nos importa es si sólo se ahorraron impuestos o si distrajeron dinero de alguien más.
En el rostro de Egea apareció una expresión grave.
– Bueno, bueno, ésas son palabras muy feas, sargento -juzgó, con suficiencia-. Si tiene algo que imputarme, le ruego que lo haga, y a partir de ahí me negaré a contestar cualquier pregunta en ausencia de mi abogado.
– No le estoy imputando nada, ni lo haré salvo que aparezcan motivos. Sólo le pregunto, y usted puede responderme lo que quiera. Si en algo se siente imputado, me miente y en paz. Está en su derecho.
– Ya lo sé, sargento. Estudié Derecho, entre otras cosas -se jactó-. Pero no hay ninguna razón para que discuta con usted, ni tampoco para mentirle. Nunca le quitamos nada a nadie. Puede que otros quisieran ganar el dinero que ganamos, pero si lo hicimos nosotros fue porque anduvimos más vivos. La libre competencia, que se llama. El cimiento de nuestra sociedad.
Egea parecía poseer el don de levantarme el estómago. Sólo faltaba, para que terminara de aborrecerle, la desfachatez con que aludía a aquella pamema. Por mi parte, desisto de creer en la libre competencia hasta el día en que los niños de Liberia puedan aspirar a viajar a Disneylandia, en lugar de tener que defender su vida con un M-16. Pero Egea recibía por la parte ancha del embudo, y seguramente le gustaba pensar que lo merecía.
– De acuerdo, señor Egea -dije, tras respirar hondo-, no insistiré más en esa cuestión. Me gustaría saber, si lo recuerda, cuáles fueron sus últimas colaboraciones. Pongamos en el último año.
Egea arrugó la frente y alzó la vista al techo.
– Si le digo la verdad, no muchas, en el campo inmobiliario -respondió-. Se va a reír. Sobre todo, anduvimos dedicados a los concursos de basuras.
– ¿Concursos de basuras?
– De los ayuntamientos. Pagan un buen canon por la recogida. Se compran unos pocos camiones, se contrata gente barata y se recicla lo útil. A nada que haya un mínimo de toneladas, las cuentas pueden salir muy bien.
– Ya veo -dije, procurando hacer como que no había oído lo de la gente barata-. ¿Y qué aportaba en eso el señor Soler?
– Su buena cabeza. Y su virtuosismo para preparar ofertas. A los de los ayuntamientos los dejaba literalmente deslumbrados. Ganábamos los concursos de calle. Bueno, casi todos. A veces el pescado está vendido, ya sabe.
– No, no sé -repuse, sin poder aguantarme.
Egea me observó con una sonrisita sardónica.
– Pues nada, que a veces el concejal es amigo de alguien -explicó-, o le acaban de hacer un chalé en la sierra.
– Ustedes no hacían chalés a nadie -aventuré, en tono inocente.
La sonrisa de Egea se ensanchó por completo.
– Me niego a contestar esa pregunta. Es decir, no.
Para mi gusto, Egea se había relajado demasiado en el curso de la conversación. Era un signo evidente de que nos habíamos desviado a su terreno, donde se sentía sobrado y en posesión de una capacidad dialéctica superior. Tal vez la tuviera, aunque yo no fuera libre de expresar mis pensamientos. En cualquier caso, debía regresar a donde pudiera apretarle.
– Muy bien, señor Egea. Creo que con esto nos hacemos una idea del tipo de actividades a que se dedicaban usted y el señor Soler.
– Lo dice como si se tratara de pornografía infantil -observó, con dudoso humorismo-. Son actividades que contribuyen al bienestar de la comunidad, y en las que se obtiene un legítimo beneficio.
– No lo discuto. Lo que me preocupa, y quizá me hace parecer un poco más desabrido de lo que yo querría -me excusé, con fingida contrición-, es que alguien ha muerto en circunstancias poco claras. Y para serle completamente sincero, sólo en el mundo en que se movía con usted acierto a atisbar razones para que le matasen. El resto de su vida, su trabajo, su familia, era completamente anodino -mentí, pensando en Blanca.
– No negaré que los negocios son emocionantes, a veces -declaró Egea, con notorio placer-, pero tampoco crea que son como en las películas. Sobre todo se trata de trabajar muchas horas al día y de andar atento.
– Escúcheme con atención, señor Egea -dije, buscándole los ojos-, porque le voy a repetir la pregunta que le hice al principio. Sólo una vez, y le aconsejo que medite la respuesta. En el Código Penal, un homicidio es algo mucho más serio que un soborno a un concejal de pueblo. Espero que sea consciente de hasta qué punto puede comprometerle su respuesta.
– ¿Trata de impresionarme? -se revolvió, un poco indeciso.
– No. Sólo trato de darle una oportunidad de que recuerde si Trinidad Soler, que usted sepa, pudo ganarse algún enemigo con sus negocios.
Rodrigo Egea tardó esta vez más que nunca en responder. Al menos había conseguido hacerle perder el desparpajo.
– Si me lo pregunta así, blandiendo el Código Penal y poniéndome en la cabeza la pistola de estar encubriendo algo que desconozco -dijo, como quien hablara a un histérico-, me viene a la memoria algo que sucedió el año pasado. Yo no le daría mayor importancia, pero me curaré en salud.
– Adelante -invité.
– Fue precisamente en la apertura de ofertas de uno de los concursos de basuras. Un pueblo de mediano tamaño, un pastel apetecible. Lo ganamos y a alguien no le sentó bien. Era el cuarto o el quinto concurso que le ganábamos. Tanto él como Trinidad estaban en el acto. Tuvieron una discusión un poco violenta. El otro llegó a zarandear a Trinidad y le insultó con malos modos. Según me contaron, también le amenazó.
– ¿Qué clase de amenaza?
– No estoy muy seguro. Vas a desear no haberte llevado esta mierda, o algo similar. Desde luego, no creo que le dijera que iba a matarlo.
– ¿Y qué pasó después?
– Nada. Que seguimos compitiendo por otras concesiones. Y que unas las ganamos y otras las ganó él. Sólo fue un episodio desagradable.
– En todo caso, le estaríamos muy reconocidos si nos proporcionara el nombre del pueblo y el de ese competidor.
– El pueblo ahora me baila, dudo entre dos. Si me deja comprobar mis archivos, se lo confirmo. El competidor es alguien muy conocido en ése y otros negocios, especialmente en la zona de Guadalajara: Críspulo Ochaita. Prohibido reírse de su nombre -bromeó-. Le pone a cien.
– No solemos reírnos del nombre de nadie -dije, mientras lo apuntaba.
No me quedaba mucho que preguntarle a Egea, y ardía en deseos de perderle de vista. Pero aún me exigí un último esfuerzo.
– Antes dijo que Trinidad trabajaba con otras empresas, aparte de las que usted lleva. Supongo que podrá darnos razón de alguna.
– Sí. La mayoría pertenecen a mi jefe, el dueño de todo esto. Por si les había dado otra impresión -dijo, con una humildad súbita y que apenas le iba con la corbata-, yo sólo soy un empleado. Alquilo mi cerebro a quien tiene la pasta, y a cambio recibo una pequeña parte.
Si trataba de darme lástima, perdía su tiempo. Secamente, inquirí:
– ¿Y quién es su jefe?
Egea disfrutó de la expectación que acababa de crear.
– Todo un personaje -afirmó-. León Zaldívar. Quizá le suena.
– No -confesé.
– Rico hasta aburrirse -dijo, con orgullo-. Tiene inmobiliarias, constructoras, canteras, supermercados, gasolineras, concesiones de agua y de electricidad. Para empezar. Yo le llevo lo de las basuras y una parte del negocio inmobiliario. El resto apenas lo imagino, y tampoco me esmero mucho. Uno sólo debe meterse dónde le llaman, y siempre con cuidado.
– ¿Y qué hizo el señor Soler para él?
– Ya les he dicho bastante -se replegó Egea-. Si quieren saber más, se van a verle y se lo preguntan directamente.
Me sorprendió el comportamiento de Egea. Siempre creí que los millonarios pagaban a sus ejecutores para que les mantuvieran alejados de los problemas, no para que se los remitieran, desentendiéndose de ellos. Aun sin conocerle, no creía que aquel Zaldívar fuera a felicitar a Egea por haberle mandado a una pareja de guardias en investigación de un homicidio. De todos modos, lo último que me preocupaba en aquel momento era comprender la psicología de aquel fantoche. Ya trataría de sacar conclusiones.
Egea nos acompañó hasta la puerta misma de su oficina. Allí nos despidió con un apretón de manos desaforado, esa fastidiosa gimnasia que practican tantos inciviles que no respetan la tibieza o la desidia de los demás. Para terminar, se ofreció con una amabilidad también exagerada:
– Si necesitan otra vez de mí, ya saben dónde me tienen a su disposición.
– Gracias. Es posible que volvamos -dije.
– Si fue un asesinato, espero que cojan al responsable -aseveró, solemne-. Trinidad era un hombre incapaz de hacer daño a una mosca. Sería muy injusto que alguien hubiera tenido la crueldad de matarle de esa manera.
– El asesinato siempre es injusto -opiné.
– Desde luego -asintió Egea, súbitamente cariacontecido.
Cuando salimos a la calle aspiré el aire contaminado de Madrid con toda la fuerza de mis pulmones. Notaba que me faltaba el oxígeno. Sin poder contenerme más, solté la mala sangre que había estado acumulando:
– La madre que lo parió.
– Un encanto, desde luego -me apoyó Chamorro.
– También tú podías haber metido más baza. Me he, tenido que comer el marrón yo solo -la reprendí.
– No lo pagues conmigo -protestó-. Creí que querías llevarlo tú.
– Está bien. Tratemos de ser constructivos. ¿Qué te parece?
Chamorro alzó la barbilla y se mordió el labio inferior.
– Tan indeseable como para suponer lo peor de él.
– Ya. Pero, ¿qué supones tú?
– Que un culpable sería menos descuidado -dijo-. Largaría menos, procuraría dar mejor imagen, no sería tan impertinente.
– Coincidimos, en parte.
– ¿Sí? ¿Qué te parece a ti?
De pronto me acordé de algo. Después de todo el rato que llevaba refrenando la lengua, me apeteció soltarla. No me privé.
– Pues en primer lugar, me parece que está descontento con su pene.
– ¿Con qué? -preguntó Chamorro, desorientada.
– Con su pene. No sé si te has fijado en cómo Egea juguetea todo el rato con la corbata, enseñando siempre que puede la marca tan cara que gasta. Es una de esas teorías extravagantes de Freud. A veces tienen su gracia, hay que admitirlo. La corbata, según Freud, es un símbolo del pene. Los hombres muy aficionados a ellas valoran en su variedad o en su calidad todo lo que en su pene echan a faltar. Un hombre sólo puede tener el pene que tiene, pero puede ponerse un número ilimitado de corbatas. Con lo que emula el grosor, la forma o la longitud que su otro pinganillo no alcanza.
– ¿Y ésas eran las cosas que os enseñaban en la facultad? -interrogó Chamorro, sobreponiéndose al embarazo que le causaba la materia.
– Bueno, no siempre. Pero sí.
– No me extraña que te pasaras dos años en el paro.
– Me resulta difícil rebatirte eso -dije, juzgando inelegante mencionar en aquel contexto su debilidad por la astronomía-. Volviendo a lo que nos ocupa, creo que algo bueno tiene haber conocido a Egea.
– ¿El qué?
– Ahora estamos en un camino que lleva a alguna parte, no cabe duda. Aquí, en el delicioso y edificante mundo de Egea y sus compadres, pueden vivir quienes fueron a Málaga a contratar los servicios de Irina Kotova. Y de paso, hemos descubierto al otro Trinidad, a alguien a quien nadie conocía allí donde habíamos estado mirando antes. Incluso más, juraría que hacía por esconderse. Me estoy acordando ahora de algo que nos contó Dávila, el jefe de operación de la central nuclear: que Trinidad era bueno, pero no demasiado brillante; ningún supermán, llegó a decir. Si te fijas, el Trinidad Soler del que acaba de hablarnos este Egea era todo lo contrario.
– Cierto -apreció Chamorro.
– Es como si de pronto se le hubieran ofrecido las oportunidades que antes no había tenido, y como si las hubiera peleado con una especie de rabia.
– Quizá estaba aburrido de su empleo -conjeturó mi ayudante-. Seguro, bien pagado, pero insuficiente para sus ambiciones.
– Hasta ahora no hemos hecho muy bien nuestro trabajo, Virginia -reconocí-. Casi no sabemos quién y cómo era el hombre cuya muerte tratamos de esclarecer. Nos ha engañado, como engañó a los demás.
– Bueno, como dices, ahora estamos en el camino.
– Lo malo -constaté, repasando mis notas- es que el camino tiene bifurcaciones. Egea, Ochaita, Zaldívar… Y sólo hemos empezado a escarbar.
Al día siguiente, Chamorro trajo una gruesa pila de documentos del Registro Mercantil. En los papeles de aquellas opacas sociedades aparecían como socios los nombres de otras sociedades no menos opacas, algunas de ellas gibraltareñas, panameñas o de Liechtenstein. Pero los administradores y apoderados eran personas y entre los nombres para nosotros desconocidos encontramos otros que no lo eran: León Zaldívar, en una sola ocasión; Rodrigo Egea, que aparecía una y otra vez; Trinidad Soler, siete nombramientos en los últimos dos años. Ordenamos como pudimos aquella telaraña, en la que había participaciones cruzadas y también circulares, esto es, sociedades que eran socios de sus socios. Acabamos la jornada con dolor de cabeza y con la sensación de tener por delante una tarea inabarcable.
Cuando Chamorro se fue, volví al expediente y recuperé la fotografía de Trinidad Soler, aquel muerto al que no conocía. Miré sus ojos, su sonrisa tenue y siempre benevolente. Y me forcé a recordar que él era el perdedor de la historia, y que por eso, pese a todo, yo debía seguir de su lado.