Durante aproximadamente una semana, estuvimos recolectando aquí y allá diversa información sobre las pistas que se desprendían del interrogatorio de Rodrigo Egea y de la documentación que habíamos obtenido en el Registro Mercantil. En primer lugar, nos ocupamos de contrastar el incidente que Egea nos había relatado entre Trinidad y aquel tal Críspulo Ochaita. Para ello pedimos ayuda al puesto del pueblo donde habían sucedido los hechos. Nuestra gente no necesitó hacer ninguna indagación. El altercado, según nos contó el brigada que estaba al frente del puesto, había sido la comidilla del pueblo durante semanas. Al parecer, aquel Ochaita, un hombretón corpulento y, conforme había demostrado, con cierta propensión a la violencia, había sacudido como un pelele a Trinidad, de complexión más bien delgada y menor estatura. Había sido necesaria la intervención de media plantilla de la policía municipal para separarlos, y numerosos testigos respaldaban que Ochaita había proferido graves amenazas contra Trinidad. Pero nadie había presentado denuncia y el asunto había quedado en una anécdota un poco agitada para los anales del pueblo. La empresa a la que Trinidad representaba en aquel concurso seguía explotando pacíficamente y a plena satisfacción de la población la concesión de la recogida de basuras.
Sobre la trama empresarial de León Zaldívar, para quien Trinidad había estado trabajando, pedimos orientación a un par de expertos en delincuencia económica. Uno de ellos nos remitió al teniente Valenzuela, que cumplía funciones de enlace con la Fiscalía Anticorrupción. El teniente, un atildado oficial de academia de veintiocho o veintinueve años, nos recibió en su despacho impoluto, como sus zapatos diariamente lustrados con betún.
– ¿León Zaldívar? -dijo, con gesto adusto-. Menudo pájaro.
– ¿Por qué? ¿Qué hay contra él?
El teniente Valenzuela me observó con cierto recelo. Tal vez no me juzgaba merecedor de compartir la información que poseía sobre Zaldívar, o tal vez echaba de menos el mi teniente al final de la pregunta que le había formulado. A algunos oficiales de academia les excitan esas cosas.
– De momento, nada -dijo, tras un carraspeo quizá absolutorio-. Quiero decir que algunos tenemos la convicción de que está pringado en más de un asunto, pero ninguna prueba concluyente. Tiene abiertos varios procesos, algunos desde hace años. Diligencias interminables, recursos y más recursos, montañas de papel, pruebas periciales, humo que se va cubriendo de polvo en las estanterías de los juzgados correspondientes.
Me impresionó aquella metáfora casi conceptista de Valenzuela. Su tupé un poco rojizo estaba demasiado bien peinado, y siempre me cuesta prever que un hombre demasiado bien peinado pueda ser ingenioso.
– ¿Y qué tipo de asuntos son ésos que se le investigan, mi teniente?
– Cohechos, estafas, delitos contra la Hacienda Pública. También tiene algunas denuncias por coacciones y otro par de causas exóticas.
– ¿Causas exóticas?
– Injurias y calumnias. Es dueño de varios periódicos -el teniente recordó un par de nombres-. Los usa a discreción contra quienes se le atraviesan.
Valenzuela no era un tipo locuaz. Tampoco parecía demasiado inclinado a darme pormenores, y los pormenores eran lo que yo necesitaba. Comprendí que tendría que intentar implicarle en nuestra guerra.
– Verá, mi teniente -le confié-, si nos interesamos por León Zaldívar es porque alguien que trabajaba para él apareció muerto hace algo más de cuatro meses. Y tenemos buenas razones para pensar que fue un homicidio. -¿Cómo se llamaba el muerto? -preguntó el teniente, con curiosidad. -Trinidad Soler. Valenzuela meneó la cabeza.
– No me suena -dijo-. Desde luego no consta en ninguno de los sumarios que están abiertos, salvo que me falle ahora la memoria.
– Y un tal Rodrigo Egea, mi teniente, ¿le suena? -Ése sí. Está imputado en un par de cohechos. Relacionados con revisiones de planes urbanísticos. Pero son procedimientos que tienen muy poco futuro. Los archivarán un día de éstos, si no lo han hecho ya.
– Entiendo -dije-. El caso, mi teniente, es que en este momento de la investigación, aunque carecemos de indicios inculpatorios concretos, no podemos descartar a Zaldívar como sospechoso. Por lo que usted sabe de él, ¿podría ese hombre estar implicado en un caso de homicidio?
Valenzuela volvió a mirarme con poca fe, o eso se me figuró.
– Lo que sé, sargento, es que hasta la fecha no está procesado por nada de eso. Y tampoco tengo ninguna información que me permita creerle implicado en algo semejante. Por mis noticias, Zaldívar es un individuo muy listo, que no tiene demasiados escrúpulos y que siempre se cubre bien. Por un lado, puede que sea capaz de organizar un asesinato, quién sabe. Por otro, me parece que es demasiado astuto para verse enredado en algo así.
– ¿Qué quiere decir, mi teniente?
– Que buscaría otra manera más sofisticada de librarse de quien le estorbase. Empezó hace poco más de veinte años, casi de la nada. Ahora andará por los cincuenta y pocos y ya ha hecho miles de millones. Siempre a fuerza de darle al magín, y buscándole las vueltas a la ley, sí, pero sin pillarse nunca los dedos. Tiene quince o veinte abogados que sólo trabajan para él y una red impresionante de contactos en los sitios más inimaginables. Le sobran recursos para hundir a un hombre, sin necesidad de matarlo.
– Por lo que cuenta, no parece una presa fácil -observé.
– Desde luego, si vas a ir por él, ya puedes atarte los machos -advirtió el teniente-. Ni siquiera descartes que tu jefe reciba una llamada.
– ¿Le ha pasado eso a usted, mi teniente?
– No -dijo Valenzuela, distante-. Hasta ahora, todo lo que hacemos nosotros es acumular información. Con lo que tenemos, es prematuro atacarle. Los procesos que están en curso los impulsan otros.
– ¿Quiénes?
– Algún fiscal inexperto, y sus enemigos. Sobre todo uno: Críspulo Ochaita, un constructor de Guadalajara. Entre los dos tienen todo un fuego cruzado de querellas, denuncias y pleitos. Dan de comer a muchas togas.
– ¿Y eso? -indagué, haciéndome de nuevas.
– Son tal para cual. Ochaita se le parece, en parte, aunque es más tosco y su ámbito de actuación es más reducido. Han chocado en concursos municipales, obras, promociones. Ochaita se creía dueño de un cortijo en el que Zaldívar se le ha metido hasta la cocina. Y no es de extrañar que le haya mojado la oreja. Mi teoría personal es que los políticos corruptos prefieren a Zaldívar. Es más elegante, menos obvio que el otro. Para que te hagas una idea, Ochaita se pasea en un Lamborghini Diablo amarillo y organiza sin pudor comilonas y fiestorros bien surtidos de putas. A Zaldívar nos costará empapelarle, pero Ochaita caerá un día de éstos. Está bastante jodido en un par de procesos que tiene pendientes. Tanta chulería se paga.
Al teniente se le había ido soltando la lengua. Parecía bien enterado, y quizá le tentaba exhibir sus teorías. A veces sucede que a los sujetos más estirados los hace asequibles su vanidad intelectual.
– En fin, mi teniente -resumí-. Que por lo que veo estamos a punto de meter la mano en un encantador nido de avispas.
– No sé qué va a hacer, sargento -se inhibió, con cierta frialdad-, pero le recomiendo que mire muy bien dónde pone el pie.
– Bueno, algún punto débil tendrá el gran hombre -bromeé.
– ¿Zaldívar? Sólo uno conocido. Las mujeres -dijo, mirando mecánicamente a Chamorro-. Pero no le gustan las prostitutas, como a Ochaita. Él es un seductor. Regala flores, joyas, organiza viajes románticos para engatusar a su amada. Aunque ninguna le dure más de tres o cuatro meses.
– Ya me habría extrañado -opinó Chamorro, rompiendo el precavido silencio al que ante el teniente la inclinaba su baja graduación.
Con los informes que nos suministró Valenzuela, los papeles que habíamos reunido por nuestra cuenta y los testimonios de que disponíamos, Chamorro y yo nos encontramos en el centro de un bonito galimatías. Si cuatro meses atrás el problema era la falta de indicios que permitieran explicar aquella muerte, ahora la dificultad venía dada por la sobreabundancia. Por desgracia para el investigador y en beneficio del sospechoso, no puede acusarse a nadie en función de presunciones de verosimilitud, sino trazando una línea precisa que lleve de un hecho a otro y soportando debidamente cada uno de los puntos intermedios. A esos efectos, parecía más fácil ir por Ochaita, y bastante más dificultoso apuntar a Zaldívar. Por eso mismo, creí que era por este último por donde debíamos empezar.
Elegido Zaldívar, se abrían dos posibilidades: una, rastrear minuciosamente todos los procesos que tenía abiertos, tratar de hacer el inventario de todos los negocios en los que había recurrido a los servicios de Trinidad y buscar elementos que sirvieran para imputarle algún conflicto con el difunto; y dos, tirar por la calle del medio. No oculto que la naturaleza indolente y antojadiza de mi proceso mental se veía poderosamente atraída hacia la segunda vía, pero también tenía alguna razón para escogerla. La primera habría exigido muchas semanas y un equipo de gente que ni siquiera podía soñar que se asignara al caso. Bastante era que se me permitiera tener todas mis horas y las de Chamorro a disposición de la investigación.
Durante un tiempo, el que tardé en convencerme de la limitación de mi cerebro y sobre todo de mi deplorable falta de concentración, me interesó mucho el ajedrez. Ante todo me atraían esos problemas de finales con pocas piezas, en los que hay que administrar al máximo los escasos recursos. Al diseñar mi táctica frente a Zaldívar, me acordé de aquellos ejercicios.
El teléfono de su oficina lo conseguí a través de Rodrigo Egea, quien me lo facilitó sin ofrecer la más mínima resistencia. Supuse que a un hombre como Zaldívar era imposible acceder sin haber concertado cita previa, incluso anunciándose como agente de la autoridad. Para empezar, su secretaria (o la secretaria de su secretaria) me despejó diciéndome que el señor Zaldívar estaba de viaje. Eso sí, tomó muy amablemente mi número y mi nombre (del que sólo hube de deletrearle la última sílaba) y me aseguró que se pondrían en contacto conmigo ala máxima brevedad. Tres horas más tarde, cuando ya me disponía a irme a comer, sonó mi teléfono.
– ¿El sargento Bevilacqua? -indagó una bien modulada voz viril.
– Soy yo -respondí.
– León Zaldívar -anunció-. Me han dicho que quiere hablar conmigo.
– Sí, le llamé esta mañana.
– Es en relación con Trinidad Soler, supongo.
– Supone bien -confirmé, un poco sorprendido.
– ¿Le encaja esta misma tarde?
– Cuando usted pueda, tampoco quiero molestarle más de lo necesario -dije, dudando si era yo quien le buscaba a él o viceversa.
– Esta tarde entonces. ¿A las cuatro?
– De acuerdo. Pasaré por su oficina.
– No -se opuso, con un tono de autoridad del que deduje que no podía desprenderse, habituado como estaría a tratar todo el día con subordinados genuflexos-. Venga a casa. Hablaremos más cómodamente.
Apunté su dirección, una calle con el inevitable nombre de árbol en una de las inevitables urbanizaciones de la franja septentrional de Madrid.
– Hasta las cuatro -dijo, y colgó sin darme tiempo a responder.
A eso de las cuatro menos diez rodaba ya por las silenciosas y desiertas calles de la urbanización, jalonadas de gigantescas chinchetas rompeamortiguadores para que el estricto límite de 20 por hora, que en cualquier otro sitio se habría incumplido con tanta holgura como impunidad, mantuviera su vigencia. Mientras sorteaba los temibles obstáculos del único modo posible, humillándome ante ellos, pensé que resulta bastante instructivo tomar nota de las prohibiciones que se revelan plenamente efectivas. Sirve para discernir, entre toda la retórica interesada y la vana hojarasca que circula al res pecto, qué es lo que realmente goza de protección en una sociedad.
A la residencia de Zaldívar, cuyo jardín abarcaba un frente de no menos de cien metros, se accedía por una ancha puerta negra y maciza que encontré cerrada. Bajé del coche y llamé al portero automático, provisto de una cámara que pude advertir que seguía suavemente mis movimientos. En el altavoz sonó una voz masculina ante la que me identifiqué. Apenas un par de décimas de segundo después de que diera mi nombre, sonó un zumbido y la puerta negra empezó a resbalar sobre su riel. Pregunté si podía pasar con el coche. La voz me dijo que por supuesto que podía hacerlo.
Apenas entré en el recinto, un hombre joven que había a la puerta de una confortable garita me indicó que siguiera hacia la entrada. Recorrí un largo sendero de gravilla flanqueado por un jardín cuyo césped debían de repasarlo cada mañana con cuchillas de afeitar. Al llegar a la entrada de la casa, otro hombre joven me indicó que aparcara el coche en unas plazas para visitantes que había bajo unos árboles. Así lo hice. Luego me encaminé hacia la entrada principal y cuando estuve lo bastante cerca como para dirigirle la palabra al segundo hombre, éste se apartó e indicó con el rostro hacia la puerta, donde me esperaba un tercer hombre que ya no era tan joven.
– ¿El sargento Bevilacqua? -preguntó, y antes de que yo dijera nada, me pidió con gentileza-: Pase, por favor.
Atravesamos la mansión, luminosa y repleta de objetos costosos, muchos de ellos de utilidad o inutilidad para mí desconocida, y acabamos desembocando en el jardín posterior. Allí, el taciturno mayordomo (eso deduje que era, aunque no iba ataviado como tal) me indicó que tomara asiento a una mesa que había bajo un porche, ante una gigantesca piscina. Aunque nos acercábamos al final de septiembre, la tarde era todavía calurosa.
– El señor Zaldívar vendrá en seguida -prometió persuasivamente el mayordomo, y se retiró sin hacer el menor ruido.
Entonces me percaté de que en la piscina había una mujer. Iba enfundada en un bañador negro y braceaba con buen estilo. Cuando terminó el largo que estaba haciendo, y quizá para no nadar hasta la escalera, salió del agua alzándose a pulso sobre el bordillo. Corrió expeditiva hacia una hamaca donde había un albornoz y unas zapatillas y se colocó uno y otras sin aguardar a escurrirse. Después vino derecha hacia la casa. A medida que se acercaba, pude distinguirla con más detalle. Aparentaba algo menos de treinta años, tenía una estatura mediana, la tez bastante blanca (por lo que acababa de ver, no perdía su tiempo tomando el sol) y el cabello, aunque había que tener en cuenta que estaba mojado, no muy largo y casi negro. Me recordó a Blanca Díez. Era, más joven, el mismo tipo de mujer.
Tal vez me quedé mirándola más intensamente de lo debido. Pero cómo podía evitarlo, en aquel plácido jardín estival en el que los dos estábamos solos. La mujer se detuvo al llegar a mi altura y me observó a su vez.
– Hola, ¿quién eres? -preguntó al fin, trocando en una tenue sonrisa su inquisitivo gesto del principio. También tenía una voz grave, como Blanca.
– Rubén Bevilacqua -dije, un poco fuera de lugar.
– Patricia Zaldívar -se presentó, alisándose hacia atrás el pelo con la mano izquierda y tendiéndome la derecha. Mientras yo estrechaba sin mucha fuerza aquellos dedos fríos y húmedos, ella agregó-: Tú debes de ser el guardia civil que viene a hablar con mi padre.
– Sí -no vi para qué iba a servirme esconderlo.
– Pensé que traerías el tricornio y el uniforme y todo eso.
– La verdad es que el tricornio da bastante calor -me justifiqué.
– ¿Vienes a hablar de lo de Trinidad?
– Así es -dije, tras un instante de vacilación.
– ¿De verdad crees que le mataron? -me interrogó con súbita ansiedad, clavándome sus brillantes ojos oscuros.
– Eso es lo que investigo. Es pronto para decir nada.
– Qué triste es todo -declaró, con un gesto ausente-. Una persona tan buena como Trinidad. Qué asco de mundo. Bueno, adiós. Y encantada.
Y así, sin más, desapareció en el interior de la casa, dejándome allí, de pie y desconcertado. Volví a sentarme, pero no tuve tiempo de reflexionar sobre aquel inesperado encuentro. Al minuto apareció ante mí un hombre alto, bronceado y vestido impecablemente de sport. Pasaba de los cincuenta, lo denunciaban sus sienes y las arrugas en torno a sus ojos. Pero iba tieso como un poste y tenía el vientre como una tabla.
– Buenas tardes, sargento -dijo, con calidez-. Soy León Zaldívar. Le ruego que me disculpe por la espera.
– No se preocupe -repuse.
– ¿Quiere tomar algo?
– No. Si acaso, agua del grifo -dije, por parecer lo más estoico posible.
– ¿Irá contra su religión si es mineral? -me consultó, con ironía.
– No -declaré-. Pero no quiero obligarle a hacer gasto.
Zaldívar me analizó en silencio, con su impenetrable amabilidad.
– Soy su anfitrión y debo procurar que esté a gusto -afirmó-. Además le trae un asunto delicado. Por eso preferí que viniera a casa. También por poder hablar aquí, al aire libre, y no en un despacho. Si le digo la verdad me agobian los despachos. Me deprimen, por grandes que sean.
Podía entenderle, pero me preguntaba por qué se mostraba tan deferente conmigo. Los poderosos sólo muestran deferencia hacia los destripaterrones cuando esperan sacarles algo. Lo que me tocaba dilucidar era si ese algo que Zaldívar esperaba sacarme era la garantía de quedar al margen de la investigación, como podía parecer, o sólo una pequeña distracción que le ayudara a matar el aburrimiento aquella tarde. Un destripaterrones debe contar siempre con esa posibilidad, para no sobrevalorar la atención del poderoso.
Zaldívar hizo una seña y en voz no muy alta pidió agua mineral para los dos. Otra muestra de su meticulosa cortesía, interpreté.
– Rodrigo me ha contado que investiga usted la muerte de Trinidad -me espetó a renglón seguido, sin demorarse en circunloquios.
– En efecto.
– Y que cree que puede tratarse de un homicidio.
– Sí.
– ¿Por qué?
Zaldívar parecía habituado a ir derecho, sin pedir permiso. Aguanté la autoritaria mirada de sus pequeños ojos de color almendra.
– El juez ha decretado secreto sumarial -dije-. No puedo dar detalles.
– Me importa mucho saber si Trinidad fue asesinado, sargento -advirtió, como si debiera hacerme cargo de la relevancia del dato-. Era un buen colaborador y un magnífico ser humano, y hasta hace unos días creí que había muerto víctima de un desdichado accidente. Estoy muy preocupado y le confieso que me enfurece pensar que alguien haya podido matarle. Sobre todo por las circunstancias de las que estuvo rodeado el hecho.
– Comprendo sus sentimientos -mentí-. Pero no he venido aquí a rendirle cuentas, sino a tratar de ser el que hace las preguntas.
Encajó sin inmutarse mi deliberada grosería. Se echó hacia atrás y en ese momento vino el mayordomo con la botella de agua y los vasos. Zaldívar observó sin decir palabra cómo los dejaba sobre la mesa. Tan pronto como el mayordomo se hubo retirado, me dio su augusta autorización:
– Muy bien. Pregunte lo que quiera. Soy todo suyo.
Me abrumó un poco, gozar de la repentina y completa posesión de alguien como Zaldívar. Pero no me pagaban para abrumarme. Empecé fuerte:
– ¿Tuvo alguna vez usted, señor Zaldívar, algún problema, discrepancia o disputa con el difunto Trinidad Soler?
Zaldívar se tomó apenas un segundo para pensar la respuesta.
– Supongo que tiene que plantearse esa posibilidad -dijo, alzando la barbilla-. Yo también me la plantearía, en su lugar. Trinidad trabajaba para mí. Mis negocios mueven mucho dinero. Un día, Trinidad me engaña. Y yo me cabreo como Marión Brando y le mascullo a un hombre siniestro que le enseñe que con el padrino no se juega. Pero en su hipótesis hay tres fallos. Uno, yo no soy Marión Brando; dos, no tengo hombres siniestros en nómina; y tres, por si le queda alguna duda, Trinidad Soler era incapaz de robar a nadie. Aun si hubiera podido, le aseguro que no habría empezado por mí. Me apreciaba, como yo a él. El dinero no le hacía falta quitármelo. Yo se lo daba a ganar. Y pensaba darle a ganar mucho más en el futuro. No es fácil encontrar gente de la que puedas fiarte con los ojos cerrados.
Uno sabe, casi en seguida, cuándo se las ve con un irreflexivo o con alguien que mira y sopesa cada palabra que pronuncia. Por si me quedaba alguna duda, Zaldívar acababa de certificarme a qué grupo pertenecía.
– Cuénteme, por favor, cómo conoció al señor Soler -le pedí, más cauteloso-, y cómo llegó a tener esa confianza en él.
– Si ha hablado con Rodrigo, debe de haberle dicho ya que él fue quien me lo presentó -razonó, como para hacerme ver que no se chupaba el dedo-. Él lo contrató como asesor para algunos proyectos que dieron unos resultados extraordinarios. Un día quise conocerle y Rodrigo lo trajo aquí. Estuvimos charlando durante toda la tarde, hasta bien entrada la noche. Con él tuve una sensación que le confieso que he tenido pocas veces y con muy pocas personas. Me gustó en seguida. Era un hombre serio, decente. Alguien que hacía las cosas bien porque creía en el rigor, y no para ostentar sus méritos. No tenía mucha soltura para relacionarse con extraños, eso se notaba, y sin embargo se conducía con un ardor inusual. Supongo que otro habría visto en él a un hombre algo vacilante, o sin mucho control de sí mismo. Yo le adiviné una fuerza fuera de lo común. Y los hechos me dieron la razón.
– ¿A qué clase de fuerza se refiere?
– A la de un hombre que podía empeñar su mente y su voluntad en algo y perseguirlo sin tregua. Sobre todo, sin darse tregua a sí mismo. Eso es lo más difícil. Todos nos queremos demasiado, y tendemos a condescender con nuestras flaquezas al primer contratiempo. Trinidad no. Era implacable consigo mismo. Tanto que quizá se le iba la mano, a veces.
Medité las palabras de Zaldívar. Desde luego, no podía acusarle de tener una conversación trivial. Traté de volar algo más bajo:
– Si no entiendo mal, esa tarde vio que el señor Soler podría ser un buen auxiliar para sus negocios, y pensó en utilizarle más a fondo.
– Ésos son términos demasiado vulgares -reprobó Zaldívar.
– Es por simplificar -me excusé-. ¿Qué fue lo que le encargó?
– En gran parte, creo que ya lo sabe, por su conversación con Rodrigo. Aparte de los trabajos que hizo con las empresas que él lleva, me ayudó con algunas concesiones de abastecimiento de aguas y un par de proyectos más. Le nombré apoderado en varias de mis empresas, y administrador de otras dos o tres. Pero hablar de esto es bajar a una minucia sin mayor trascendencia. Al menos sin mayor trascendencia para mí. Durante el último año y medio, Trinidad fue el consejero al que consultaba los problemas que me preocupaban de verdad. No sólo me ayudaba a enfocar los negocios desde el punto de vista técnico. Para eso sobran las personas capacitadas. Sobre todo, me interesaba algo que escasea mucho: su criterio moral.
Creí haber oído mal. Zaldívar se dio cuenta de mi extrañeza.
– No se asombre tanto. Creo que un hombre de negocios debe moverse por algo más que por el dinero. Hay que desarrollar una sensibilidad de lo que se puede y no se puede hacer. De lo contrario, uno puede meterse en caminos indeseables, en los que a la larga, con independencia de lo que parezca a corto plazo, sólo puede perder. Trinidad me ayudaba a evitarlos.
Me paré un instante a organizar mis ideas. Temí estar dejando que Zaldívar levantara una estudiada cortina de humo.
– No crea que no percibo la importancia de lo que dice -aclaré, por no resultar demasiado desconsiderado-, pero los hechos puros y simples, y a eso debo ceñirme, sólo me hablan de una colaboración profesional que permitió al señor Soler aumentar espectacularmente su fortuna en muy poco tiempo, en gran medida a través de actividades especulativas y, por lo que hemos podido averiguar, hurtando al fisco gran parte de sus ganancias. Disculpe si le ofendo, pero no acabo de ver el lado moral del asunto.
Zaldívar no se conmovió en absoluto ante aquella observación. Casi pareció celebrar que hubiera cometido la zafiedad de formularla.
– Voy a hacerle una pregunta un poco peculiar, sargento, si me permite que invierta por un momento los papeles -dijo, dejando bien claro que el permiso se lo daba por concedido-. ¿Ha leído usted Guerra y Paz?
– ¿Cómo dice?
– Guerra y Paz, de mi tocayo León Tolstói.
– No -repuse, sin comprender a qué venía aquello-. Lo empecé, pero lo dejé a la cuarta batalla o a la cuarta fiesta, no recuerdo bien.
– Una lástima -opinó-. Siempre pregunto esto, porque tengo la pequeña manía de dividir a la gente entre quienes han leído y quienes no han leído ese libro. Hay una raya divisoria entre quienes soportan mil quinientas páginas de sabiduría continua y quienes se rinden a medio camino. Esperaba sinceramente que usted estuviera del otro lado de la raya.
– Lamento defraudarle. Sólo termino los libros que me mantienen la curiosidad. Y con eso no digo que Guerra y Paz sea malo.
– Sería muy osado por su parte -ponderó-. En cualquier caso, la frase que quería citarle debe de estar por la página veinte, así que seguramente la leyó, aunque acaso no la recuerde. La pronuncia el príncipe Andréi: Querido, no puede decirse en cualquier parte lo que uno piensa.
– Perdone, pero no entiendo a dónde quiere ir a parar.
– Tiene que ver con su comentario acerca de la moral. Le digo lo que usted antes, espero que no se ofenda, pero ya que me releva con su propia franqueza de la hipocresía que normalmente mantendría, le responderé que nunca esperé que un guardia civil tuviera la sutileza que se requiere para procurarse un sentido moral de los negocios. Naturalmente, es fácil ser un quijote y perder hasta la camisa. Lo difícil es tener una ética y ganar dinero. Para eso nadie le dará un código. Se trata de un camino personal.
En aquel momento traté de acordarme de la imagen que me había forjado de Zaldívar, antes de conocerle. Quizá me había representado a un fatuo, encantado de haberse conocido, algo embotado por su exceso de posesiones y enredado en una maraña de ideas fútiles. No estaba descontento de vivir en su pellejo, eso saltaba a la vista, pero pocos hombres me había tropezado con una mordacidad tan afilada. Lo malo era que se me escurría una y otra vez, y ése no era el objetivo. Tenía que reaccionar, y pronto.
– Todo eso que dice es muy interesante -admití-, y veo que debo intentar leer otra vez Guerra y Paz. Pero verá, señor Zaldívar, un guardia civil como yo, un hombre poco sutil, como bien dice, para penetrar en la dimensión ética de la actividad empresarial, siente por el contrario una insoportable comezón cuando reúne indicios que le sugieren que se las ve con un crimen y se encuentra de repente con un cotarro como el suyo. Dinero abundante, rápido, y al lado un muerto. No es muy complicada, pero es la ecuación que se repite una y otra vez. La vida tiende a imitarse en la sencillez.
Zaldívar reflexionó brevemente, con los índices unidos bajo la punta de su nariz. Luego tomó aire y dijo, con gesto incrédulo:
– ¿Espera que me autoinculpe de algo, sargento?
– Desde luego que no.
– Mejor. Porque en ese caso estaría perdiendo el tiempo de ambos.
– Lo que espero -repliqué-, a lo mejor, es que inculpe a otro. Alguien con quien el señor Soler, actuando en su nombre, tuviera problemas. O alguien que pudiera desearle a usted mal y que no pudiendo llegar hasta este jardín tan protegido, resolviera pegarle una patada en las indefensas partes del pobre Trinidad, un asesor de su confianza, como acaba de decirme.
Zaldívar se hizo el sorprendido.
– ¿Habla en serio? -dudó.
– Seamos claros, señor Zaldívar -propuse-. No puedo descartarle como sospechoso, porque todavía no sé lo suficiente del caso. Se hace cargo, supongo. Ya le he preguntado directamente por sus problemas con el señor Soler, y he podido observar su reacción; y le he preguntado indirectamente por lo que el difunto hacía para usted, y puedo contrastar su versión con lo que he averiguado por otras fuentes. Con eso tengo hecha la mitad del trabajo que me traía esta tarde aquí. Ahora tengo que hacer la otra mitad. Comprobar si se aviene a contarme si alguien más, aparte de Críspulo Ochaita, amenazó a Trinidad por hacerle ganar dinero a usted.
– Le agradezco la claridad, sargento -dijo, mientras me atravesaba con una mirada gélida-. Pero no creerá que soy tan imbécil o tan frívolo como para acusar a alguien de asesinato sin tener pruebas.
– Sólo por curiosidad, sin ninguna trascendencia oficial -traté de relajarle-. ¿Cree usted que Ochaita pudo organizarlo?
– Imagino que no desconoce las malas relaciones que hay entre esa persona y yo, cuando pregunta lo que me acaba de preguntar -contestó, sin precipitarse-. También sabe que hubo unas amenazas y un incidente desagradable con Trinidad. Y si se ha informado sobre esa persona, sabrá además que es algo impulsiva. Yo diría que un poco elemental, en más de un sentido. Quizá sea la clase de individuo que puede planear matar a un hombre, sin darse cuenta de lo que eso entraña. Pero me sorprendería mucho que se hubiera atrevido a tanto. Sólo es un cacique provincial en apuros.
No se me escapó su desprecio, probablemente cargado de intención.
– ¿Y pudo ser alguien más, aparte de Ochaita? -le insistí.
– No he acusado a Ochaita, ni lo haré con nadie más -advirtió-. Si supiera de alguien, habría ido a denunciarlo. O habría presentado una querella y habría puesto a mis mejores abogados a trabajar en el asunto.
Toda la campechanía de Zaldívar se había esfumado. Yo había acabado mi vaso de agua (él apenas le había robado un par de sorbos al suyo) y también sentía que no me quedaba nada imprescindible que preguntar. Me sentía un poco cansado, por la tensión de enfrentarle. Di por concluido el interrogatorio y Zaldívar se puso al instante en pie. Me acompañó a través de su formidable vivienda, hasta la gravilla donde seguía, avergonzado, mi mísero utilitario. Antes de separarnos, mientras recobraba por un momento su estudiada urbanidad, se permitió no obstante dirigirme un aviso:
– Espero que no tardarán mucho en aclarar todo esto. Si no, pondré a gente cualificada a trabajar en el asunto. No es que no me fíe de su competencia, pero no pienso quedarme sin saber la verdad.
A diferencia de él, yo no tenía el prurito de decir la última palabra. Asentí y me fui hacia mi coche. Al pasar junto a la entrada, camino de la salida, vi a Zaldívar, ya de espaldas, entrando en la casa muy derecho y con las manos en los bolsillos. Y dudé si aquel hombre era, hasta la fecha, quien más descaradamente me había mentido o quien más me había revelado acerca de la misteriosa personalidad oculta de Trinidad Soler.