Capítulo 14 UNA PIZCA DE POLVO DE ESTRELLAS

Tenía una razón para haber dejado a Chamorro al margen de mi entrevista con Zaldívar, y después de ésta, me pareció que la razón quedaba sobradamente ratificada. Aquella misma tarde me reuní con mi ayudante y le conté tan meticulosamente como pude lo que había hablado con el gran hombre. También le referí mi breve e imprevisto coloquio con su hija.

– Así que ella conocía a Trinidad -anotó Chamorro.

– Sí, pero no podría decirte cuánto. Por la manera en que habló de él, tampoco parecía que hubiera sufrido una pérdida irreparable.

– Pero respalda la versión de Zaldívar. Me refiero a que Soler debió de alcanzar efectivamente cierta confianza con él, cuando conocía a su familia.

– Si es que Zaldívar no le dio instrucciones a su hija para que estuviera nadando en la piscina y me endosara aquello -fantaseé-. Con él, yo no lo descartaría. Sea como sea, el hecho de que Zaldívar conociera o incluso apreciara a Trinidad no le excluye de nuestra quiniela. Debo reconocerle la solvencia con que ha superado el primer asalto, pero insistiremos.

– En todo caso -reflexionó Chamorro-, no tiró por el camino fácil. Cualquier otro habría tratado de arrojar sospechas sobre Ochaita.

– Lo que me habría hecho sospechar a su vez de él. Y lo sabe.

Mi ayudante adoptó una expresión cavilosa. Luego dijo:

– La que queda en mal lugar es la viuda, ¿no te parece? Es muy chocante que Trinidad llegara a alcanzar tanta intimidad con Zaldívar y que su mujer negara conocer a nadie aparte de su primo. Puedo creer que sus compañeros de la central nuclear estuvieran al margen de esa hiperactividad suya como negociante. Si utilizaba lo de los turnos y no era un bocazas, pudo arreglárselas para ocultarlo, aunque tuviera que esforzarse. Pero ¿cómo puedes impedir que se entere de ciertos pormenores la persona con la que vives? Algún día tuvo que sentirse eufórico, y hablarle a Blanca de los contactos que estaba haciendo. Esas cosas uno no puede evitar compartirlas.

Sopesé la conjetura de Chamorro. Era juiciosa y denotaba su sentido del detalle común, una habilidad insustituible para quien trata de avistar señales sospechosas. Observaciones como aquélla me hacían tenerle fe como investigadora y como ayudante, pero debíamos proceder con orden.

– No sabemos cómo era su relación -objeté-. Quizá no hablaban. Por lo pronto, nos consta que Trinidad pasaba muchas horas fuera de casa y que podía ser muy reservado. Tendremos tu reparo en cuenta, cuando volvamos por Blanca, si volvemos. Ahora toca Zaldívar, y más vale que le tengamos el respeto de no distraernos mientras nos ocupamos de él.

Fue relativamente difícil seguir los movimientos de Zaldívar sin que nos detectara el espeso aparato de seguridad que llevaba siempre alrededor. En más de una ocasión optamos pura y simplemente por perderle, antes que delatarnos. Sus jornadas eran por lo demás bastante iguales. Salía de casa muy temprano y llegaba a su oficina a las siete. A las Díez iba a jugar al tenis, dos horas, o al golf, cuatro. En el primer caso volvía a la oficina y estaba allí hasta las tres. En el segundo iba directamente a su casa a almorzar. Por la tarde volvía a la oficina y trabajaba de seis y media a nueve y media, algún día hasta las diez. Por la noche iba a cenar siempre solo al mismo restaurante, en el centro. Era un restaurante pequeño y monstruosamente caro. A las doce o doce y media estaba en casa. Y a la mañana siguiente, vuelta a empezar otra vez. Como mucho, debía de dormir unas seis horas durante la noche, aunque quizá se echara siesta en la sobremesa.

Durante los tres o cuatro días que mantuvimos el seguimiento, sólo hubo un hecho digno de reseñarse: una visita que Egea hizo a su casa. De todas formas, no resultaba anormal que después de hablar conmigo Zaldívar cambiara impresiones con su empleado. Por un momento consideramos la posibilidad de solicitarle al juez escuchas telefónicas, pero al final lo descartamos. En definitiva, no teníamos nada contundente para respaldar nuestra petición, y aun en el dudoso supuesto de que lográramos intervenir todas las líneas que pudieran interesarnos, habría sido muy raro que Egea o Zaldívar se fueran de la lengua por teléfono. Las escuchas valen sólo para los pardillos, o para los que se sienten absolutamente seguros.

Aguardamos hasta el viernes para pasar a la siguiente maniobra. Hicimos la reserva en el restaurante el jueves a mediodía, para no quedarnos sin sitio. Me ocupé de pedir yo la mesa, a nombre de Álvaro Ruiz-Castresana. Coló sin problemas, pero a Chamorro la asaltó en seguida un temor:

– Y si falla, ¿quién lo paga?

– Tú pide al sentarte una botella de agua -le aconsejé-. Si falla porque no viene, pasado un tiempo prudencial pides la cuenta, te levantas y te largas. Por una botella de agua tampoco pueden pedirte mil duros. Si falla porque viene y nada, pues te levantas igual. Te cagas en los muertos de Álvaro y el maître te compadecerá. O a lo mejor con eso entra el palomo.

– Para ti es fácil.

– No lo creas, Virginia -aseguré, y lo sentía.

El viernes a mediodía, al pasar por la oficina para terminar de preparar la función de la noche, me dijeron que tenía una llamada. El secretario del juzgado de Guadalajara que llevaba el caso de Trinidad Soler. Había dejado su número de teléfono. Me extrañó porque era la primera vez que el juzgado tomaba la iniciativa de llamarme. Marqué de inmediato aquel número.

– No se preocupe, es una consulta puramente rutinaria -me dijo el secretario, cuya voz transmitía una extraordinaria cordialidad-. Estamos haciendo alarde de asuntos en el juzgado, y su señoría me encarga que le llame para saber en qué estado están las investigaciones del caso Soler.

Superada mi sorpresa inicial, reaccioné como la situación requería. A fin de cuentas se trataba de la actuación lógica de un juzgado que instruía un caso de homicidio, aunque ésa no hubiera sido la tónica hasta entonces. Mi orgullo habría preferido que hubiera llamado el propio juez, pero me hice cargo de la distancia jerárquica y de lo muy ocupado que seguiría estando. Así que le referí al secretario cuáles habían sido nuestros avances y cuáles eran las pistas que estábamos siguiendo. Para que tuviera las últimas noticias, le anuncié que pensábamos acercarnos de incógnito a León Zaldívar, con intención de averiguar algo más y contrastar sus declaraciones.

– De acuerdo, muchas gracias, sargento -dijo el secretario, cuando hube terminado-. Pondré a su señoría al corriente. Si tiene alguna duda les llamará él, supongo. Buena suerte y buen fin de semana.

No era frecuente encontrarse en los juzgados gente tan atenta. Los funcionarios judiciales tienden a ser personas frías, cuando no ásperas. Será porque les toca ejercer poder sobre los demás, o porque tienen una actividad laboral un tanto repetitiva, o porque siempre van mal de tiempo. Quién sabe.

Tras atender disciplinadamente las demandas de la autoridad judicial, me centré en los preparativos de nuestra operación nocturna. Había que alquilarle a Chamorro una indumentaria apropiada, para lo que me habían facilitado una dirección idónea, el lugar al que recurrían los pretenciosos de Madrid cuando necesitaban galas de ocasión. Además de una ropa cara, creí que sería útil que llevara un micrófono, para poder seguir y grabar su conversación con Zaldívar. Nunca se sabía, aunque no esperaba nada excepcional. Ante todo, se trataba de verle sin careta, o con otra distinta.

Pasamos a recoger el vestido de Chamorro sobre las siete. Podía haberme inmiscuido, ya que era su jefe y tendría que gestionar que se nos reembolsara el gasto correspondiente, pero dejé que se dejara guiar por su gusto. Sobre el muestrario de su talla que nos ofreció la mujer que atendía el establecimiento, Chamorro escogió un vaporoso vestido malva, ni demasiado largo ni demasiado corto, con los hombros al aire y un escote palabra de honor. Me pareció recatado, pero me cuidé de decírselo. Aquella tarde debía encomendarme a ella, y confiar en alguien es confiar sin reservas.

Todas las que hubiera podido concebir, en cualquier caso, se disiparon cuando fui a recogerla a su casa, a eso de las nueve. La manera más breve en que puedo describir mi impresión es que me hirió indeciblemente no ser yo el hombre al que aquello estaba destinado. Chamorro se había recogido el pelo, una decisión aventurada, ya que sus facciones no eran quizá la clave de su atractivo. Pero el modo en que se había maquillado contribuía a hacer de aquel recogido un acierto. Dos sencillos pendientes y una mínima gargantilla de oro sobre su piel algo anaranjada, más la leve caída con que aquella tela malva colgaba de sus hombros, terminaban de convertirla en un cebo al que Zaldívar no iba a poder resistirse (ni tampoco, y esto era lo crucial, relacionarlo con la seca guardia de la que le habría hablado Egea).

– Portentoso, Virginia -capitulé.

– Gracias -dijo, esquivando mis ojos, pero sin poder hurtarme una sonrisa satisfecha-. Le pedí consejo a Nadia, la amiga del inspector Zavala.

– ¿En serio?

– Claro que no. ¿Tan poca fe tienes en mi propio criterio? -se quejó.

La dejé, consternado, en una esquina a unos cincuenta metros del restaurante. Era una de las primeras noches de octubre, y mientras la veía alejarse en aquella atmósfera ligeramente otoñal, me asaltó una nostalgia indefinida, como la que se siente por todo lo que uno ha deseado una y otra vez, sin llegar a poseerlo nunca. Por algún mecanismo perverso, eso es lo que termina añorándose, más que lo que de verdad se tuvo. El aire de Madrid, en otoño, tendía a producirme trastornos de aquella índole. Quizá porque es la estación en la que la ciudad se muestra más sugeridora, o quizá porque era entonces, en esa época indecisa entre la luz del verano y la desolación del invierno, cuando el adolescente que fui solía imaginar mujeres solitarias que caminaban por calles oscuras, como Chamorro aquella noche. Mujeres a las que, de haber existido y haberme atendido, probablemente no habría sabido qué pedir. Pero ahí estaba el secreto. Vi una película polaca que lo explicaba perfectamente. En ella, una mujer le preguntaba al chaval al que había descubierto espiándola qué era lo que quería de ella: si darle un beso, si acostarse con ella, si qué. El chaval respondía que no quería nada.

– ¿Me oyes bien? Si dejas de oírme, pita -irrumpió la voz de Chamorro en mis auriculares, sacándome de mi ensoñación. La oía, así que dejé que desapareciera tras la puerta del restaurante sin darle al claxon.

A partir de ahí, iba a ser difícil para los dos. Para ella porque le tocaba llevar el peso de la representación, y para mí porque sólo podría oír y no vería nada. Lo primero que me llegó a los auriculares fue una voz obsequiosa que la saludaba y que, tras revelar Chamorro que estaba citada con Álvaro Ruiz-Castresana, a cuyo nombre debía haber una reserva, confirmó al punto que en efecto la reserva existía, y le rogó que le acompañase. Después de eso, Chamorro pidió agua, y susurró al micrófono:

– Despejado, por ahora. Esto está muy mono. Ocho mesas; no, nueve.

Estaba preparado para que los minutos pasaran y nuestra ansiedad fuera creciendo con ellos, pero Zaldívar dio en presentarse aquella noche antes que ninguna otra. A las Díez menos cuarto, su coche se detuvo ante el restaurante y nuestro objetivo, tras bajar del vehículo con un fino olimpismo (sólo accesible a quienes poseen un lacayo que ya se ocupará de aparcar donde pueda), entró en el local. Pocos segundos después, oí a Chamorro:

– Dentro. Paso a desempeñar las funciones propias de mi sexo.

Era una pulla malintencionada y ventajista, porque yo no podía replicar. Todo lo que estaba a mi alcance era aguzar el oído, al que sólo me llegaba un confuso rumor de voces, ruido de cubiertos y algún tintinear de copas. Durante muchos minutos, quince o veinte, eso fue todo. Sólo regresó una vez la voz obsequiosa del principio, para preguntar si Chamorro deseaba otra cosa, o si iba pidiendo, o si continuaba esperando.

– Espero, gracias -dijo mi ayudante-. Debe de haberle retrasado algo.

Al fin, como un torrente caluroso que se desparramó por los auriculares y me inundó los oídos con su potencia, oí lo que temía y deseaba: -Disculpe, señorita.

– ¿Sí? -repuso una Chamorro diferente de la Chamorro de siempre.

– Veo que va usted a cenar sola.

– Me temo que sí. Si no decido volver a casa. Cuarenta y cinco minutos esperando son un plantón, ¿no? -consultó, con deliciosa candidez.

– Eso parece -confirmó Zaldívar, sin apremio-. Me preguntaba si consideraría desproporcionadamente impertinente, en esta circunstancia, que un anciano se brindara a impedir la intolerable posibilidad de que una dama como usted sea abandonada al rigor de una velada solitaria.

Ante semejante aluvión de almíbar revenido, tuve que hurgarme con el meñique en ambos oídos, para desatascarlos. Así que aquél era el estilo de Zaldívar; más que antiguo, silúrico. A las palabras del galán sucedió un silencio demasiado prolongado. ¿En qué andaba Chamorro? A lo mejor se le había cortocircuitado el cerebro, o estaba todavía descifrando los ampulosos circunloquios de Zaldívar. Pero terminó por responder:

– ¿Y dónde está ese anciano tan caritativo del que me habla?

Simple, pero brillante. Directo al punto flaco. Zaldívar se derramó:

– ¿Puedo permitirme deducir que no le parece espantoso cenar conmigo?

– ¿Por qué no? -dijo Chamorro, tras los segundos justos de espera.

Tras eso vinieron una serie de arrastrares de sillas, que me sirvieron para interpretar que Chamorro se desplazaba a la mesa del potentado, sin duda mejor que la que le habían adjudicado al inexistente Álvaro Ruiz-Castresana. Tras el último arrastrar, oí un encantador gracias de Chamorro. León era de los que empujaba la silla bajo las posaderas de las señoras.

– ¿Cómo es que cena solo? -abrió la conversación mi ayudante, con una hábil mezcla de descaro e ingenuidad en la voz.

– Quien cena solo es que está solo -dijo León, amargo-. No crea, a veces la prefiero, la soledad. Aunque es mejor romperla por una buena causa.

Chamorro no contestó al cumplido. Por los ruidos que llegaron a mis auriculares, debió de coger la carta y dijo:

– Espero que no me tome por una maleducada. Pero llevo un buen rato en esa mesa. Me estoy muriendo de hambre.

Zaldívar soltó una risita y se apresuró a llamar al maître, a quien pidió que recitara las sugerencias. Tanto él como Chamorro escogieron entre ellas; Chamorro un pescado, él algo que no entendí, pero que estaba hecho de venado. Para beber, León pidió el mejor vino. Así, sin pestañear, un lujo que allí debía de significar un fajo de billetes. Yo miré con resignación mi bocadillo de tortilla y la lata de cerveza con que iba a acompañarlo.

– Perdone mi torpeza -rió forzadamente él-. Me doy cuenta de que aún no me he presentado. Me llamo León. León Zaldívar.

– Yo me llamo Laura -inventó Chamorro-. Laura Sentís.

Un apellido original, aprecié. Estaba bien, siempre que luego no se le olvidara. Parece una tontería y habrá a quien le parezca imposible, pero a mí me ha sucedido una vez, y las pasé verdaderamente canutas.

– ¿Te importa que nos tuteemos, Laura? -atacó Zaldívar, intrépido.

– Para nada -concedió ella-. La verdad, más me importaría tener que llamar todo el rato de usted a la persona con la que estoy cenando.

Tras eso vino un silencio, unas miradas (adiviné) y auguré que tras ellas Zaldívar escupiría una frase ingeniosa. Pero erré.

– Ese vino te va a costar un dinero -avisó Chamorro.

– ¿Y qué es el dinero? -cuestionó León, rumboso.

– Bueno, depende del que tengas. ¿Tú tienes mucho?

Me encantó. El aire casi infantil, entre desconsiderado y dulce, que imprimía a sus palabras. Y a Zaldívar también le encantaba.

– ¿Qué quieres que te conteste? -titubeó, risueño-. No es elegante decir que sí. Pero digamos que tengo el suficiente como para que no me preocupe.

Qué suerte.

– Ahora en serio -Zaldívar cambió su tono; sonaba formal, como un locutor retransmitiendo un desfile-. Me gusta que hables así del dinero, sin remilgos, pero con naturalidad. La mayoría de la gente habla de él de una manera deprimente: o bien como si fuera de mal gusto o bien consiguiendo que efectivamente lo sea. El dinero es importante. Es quizá la cosa sobre la que resulta más necesario tener las ideas claras. Y nadie las tiene.

– ¿Cuáles son tus ideas, León? -inquirió Chamorro, casual.

En momentos como aquél, siempre he envidiado a las mujeres. Si uno le hace una pregunta así a una mujer, la mujer, suponiendo que no le mande a uno a freír espárragos, la sortea y en paz. Pero si a uno le hace la pregunta una mujer, suda tinta para responderla. León también:

– Para empezar, creo que el noventa y nueve por ciento de nuestros problemas se resuelven con dinero. Los que no se resuelven con él, o son muy retorcidos o no tienen solución. Y como preocuparse por el dinero resulta manifiestamente sórdido, hay que arreglárselas para escapar de esa preocupación como sea. Lo paradójico es que el único modo de conseguirlo es pasar un tiempo sin pensar en otra cosa que en ganar dinero. Mientras no hayas juntado el suficiente, no podrás ser libre. Es curioso. Salvo que lo heredes, sólo puedes librarte de él a fuerza de esclavizarte antes.

– Resulta contradictorio, desde luego -subrayó Chamorro.

– Si te fijas, Laura -se animó Zaldívar; de pronto intentaba sonar más incisivo, más convincente-, la mayoría de la gente quiere hacerlo todo a la vez: seguir su vocación, cultivar sus placeres, estar con su familia, y ganar dinero. Por eso se condenan a ser siempre siervos de él. Los que se liberan, aparte de algunos inconscientes con chiripa, son los que durante una época no piensan nada más que en la pasta. Olvidan sus aficiones, lo que esperan de la vida, a sus hijos, y se concentran en enriquecerse. Siempre te puede ir mal, de hecho no todos lo consiguen, pero si uno es tenaz y un poco despierto, puede lograrse. Yo no me considero un fenómeno, ni especialmente afortunado, y lo he conseguido. Ahora sólo hago lo que quiero.

– Pero algo habrás dejado por el camino -dudó Chamorro.

A eso sucedió un breve silencio. Luego, Zaldívar dijo:

– Todos dejan mucho por el camino. Pero a mí el sacrificio me ha valido la pena. Por lo menos no soy como tantos que veo por ahí. Lo lamentable, Laura, es que hoy la gente no se corrompe por el poco dinero que hace falta para comer, ni tampoco por el mucho que hace falta para ser libre. Lo hacen siempre por sumas intermedias: las que sirven para comprarse un coche más grande, o una casa, o una lancha motora, o cualquier otra de las mierdas a las que la publicidad reduce el horizonte vital de tantos cretinos.

– Eres muy duro.

– Tengo que serlo -declaró Zaldívar, afectando disgusto-. Dos o tres de los intelectuales que pontifican en la radio sobre lo divino y lo humano, de esos que denuncian el hambre del Tercer Mundo y siempre están del lado de los justicieros, se pliegan como servilletas ante un empleado mío, el director del periódico en el que escriben una columna idiota que les vale doscientas mil pesetas extra al mes. ¿Y para qué las quieren? Ninguno las necesita para no pasar hambre, o para que sus hijos tengan techo y ropa. Son para vicios. Los vicios que halagan su vanidad, pero no les salvarán nunca.

Me sorprendía mucho que Zaldívar fuera un moralista, aunque ya hubiera intentado venderme a mí esa imagen. Me sorprendía menos que ostentara su poder de un modo tan obsceno. Chamorro no le dejó ir:

– ¿Tienes un periódico?

– Tengo cinco -confesó Zaldívar, un poco avergonzado.

– ¿Cuáles?

– Qué más da. Mañana podría venderlos, o comprar otros. Cada cosa, como cada persona, tiene su precio, y siempre hay quien puede pagarlo. Eso es lo que les quita el aliciente. ¿Sabes lo único que no tiene precio?

– No -dijo Chamorro, con interés.

– Quien ha aprendido a no necesitar nada. Ésa es la única gente a la que un hombre como yo se siente capaz de admirar. Si es que existe.

Tras aquella reflexión de filósofo, con la que Zaldívar redondeaba su insólito cortejo, escuché unos ruidos que sólo podían significar que acababan de llegar las primeras viandas. Durante diez minutos, el coloquio quedó interrumpido y fue sustituido principalmente por la masticación. La que mejor oía era la de Chamorro, que tenía encima el micrófono. También intercambiaron algunos comentarios sobre la comida, sin mayor trascendencia. Cuando cesó la ingesta, Zaldívar retomó la conversación.

– Me has hecho hablar demasiado de mí -dijo-. Háblame de ti.

Era un momento delicado. El quid de un buen camuflaje está en la patraña que uno ingenia para sustentarlo. Chamorro improvisó con agilidad, sobre algunas pautas que habíamos acordado antes. Fábulo un pasado simple y feliz, con viajes y bádminton, un colegio de monjas hasta los dieciocho (aquí supo ser detallista y veraz) y una carrera de ciencias empresariales iniciada y abandonada. Para el presente inventó una tienda puesta con unas amigas y dinero paterno, y unos estudios por puro placer. Ahí enlazó con la astronomía y acabó hablando de Alfa Centauro, enanas marrones y antimateria, lo que debió de sumir a Zaldívar en un desconcierto semejante al mío. Si tenía que calificar su actuación, le daba un ocho y medio sobre diez.

– Me parece apasionante -juzgó Zaldívar-. Escudriñar el infinito. Aunque un poco pavoroso. A qué quedamos reducidos nosotros.

– A nada. No somos más que una pizca de polvo de estrellas que se junta y se separa sin que dé casi tiempo a verla -dijo Chamorro-. Y eso que el universo no es en realidad infinito, sino sólo muy grande.

Los dos quedaron en silencio. Admití que estaba bastante impresionado. Con la colaboración de Chamorro, Zaldívar estaba convirtiendo aquel flirteo en una experiencia de una hondura inaudita. Nada que ver con esas tonterías de las comedias de situación. Sólo faltaba que alguien empezara a hablar de la muerte. Y fue un solemne León quien asumió la tarea:

– Perdona que me haya distraído un poco -murmuró-. Es que me has recordado algo. En estos días pienso mucho en alguien que murió hace poco. Alguien que trabajaba conmigo. Un hombre joven, una desgracia terrible.

– Vaya, lo siento -se dolió mi ayudante.

– No podías saberlo -le quitó importancia Zaldívar-. De todas formas, en estos días me he convencido de que deberíamos tenerla más presente, a la muerte. A fin de cuentas, es la que justifica o invalida todo lo que somos y hacemos. Todos nuestros actos nos acercan a ella, y a la vez sólo valemos lo que acertamos a robarle. Ella está ya ahí, segura, inamovible. Nosotros apenas somos lo que tengamos tiempo de sentir y ver antes de que nos coja y se nos lleve. No es que pueda ser mañana, es que será mañana. Mi amigo murió de un ataque al corazón, con cuarenta y dos años.

– Qué pena -juzgó Chamorro.

No se me escapó lo que Zaldívar acababa de llamarle a Trinidad, mi amigo, ni tampoco que conocía su edad exacta.

– Hace quince o veinte años, cuando aún no había disfrutado mucho, me obsesionaba esa idea -prosiguió Zaldívar-. Que pudiera morirme de repente, a medio camino. Pero creí que tenía que correr el riesgo, y los dioses se apiadaron de mí. Justo lo que no hicieron con mi amigo. ¿Por qué? Yo no era mejor que él. Ni más listo, ni más noble, ni más fuerte. Misterio.

Cuando uno se encuentra a alguien que habla tanto y con tanta facilidad de su fuero íntimo, cabe pensar dos cosas: que el sujeto en cuestión tiene en tan poca estima a todos sus semejantes (y en tanta a sí mismo) que no le importa exhibirse; o que miente más que habla. Las dos me parecían verosímiles tratándose de Zaldívar, y más en un contexto en el que se trataba de deslumbrar a una apetitosa muchacha de veinticinco años. Debía de pensar que le venía bien dar aquella imagen de hombre herido por la vida. Y no tenía empacho en tirar de Trinidad, el difunto que tenía más a mano.

Cuando Zaldívar cambió de tema, Chamorro renunció sabiamente a tratar de hacer regresar la conversación al amigo muerto. Le siguió la corriente, procurando dejarle hablar. Su interlocutor iba y venía de una cuestión a otra, pontificando siempre, como aquellos empleados de sus empleados los directores de periódico. Tras los postres, Zaldívar pidió champán.

– ¿Qué celebramos? -preguntó Chamorro.

– Tu existencia, aquí y ahora, sobre esta pizca de polvo de estrellas.

– Gracias. Tampoco es para tanto.

– Me gustaría ser capaz de explicarte hasta qué punto es para tanto -aseguró León, galante, y supuse que en ese momento sus diminutos y calculadores ojos de color almendra estarían clavándose en los de Chamorro-. Pero como sé que no lo soy, me limito a los gestos. Por favor.

La última frase no parecía dirigida a ella. Hubo una pausa y se aproximó al micrófono algo que crujía. Poco después oí decir a Chamorro:

– Muchas gracias. Son preciosas. ¿Cuándo las has pedido?

– Antes de invitarte. Si me hubieras dicho que no, habría ido a tirarlas al Manzanares, junto con los trozos de mis sueños rotos. Como me dijiste que sí, te las doy a ti, y alguno de mis sueños también.

Los hombres cursis me producen una mezcla de bochorno y admiración. A veces, la verdad, uno quisiera tener el cuajo preciso para pronunciar memeces de ese calibre sin que se le descompongan los músculos faciales. Denota un gran autodominio. Chamorro estuvo bastante prudente:

– Gracias otra vez. Muy halagada.

Oí a Zaldívar pedir la cuenta, y despedirse del maître, y llamar colegí que por el teléfono móvil a su chófer para que se plantara en la puerta del restaurante antes de que él llegara a la acera. Luego le ofreció a Chamorro:

– Si me permites, te acerco a tu casa.

– No hace falta -dijo mi ayudante-. Acércame a una parada de taxis. Ya sabes. A lo mejor no quiero que sepas dónde vivo.

– ¿Por qué?

– A lo mejor tampoco quiero que sepas por qué.

– ¿Ni siquiera puedo tener un número de teléfono?

– No -denegó Chamorro, inflexible-. Pero dame tú uno, si quieres.

– Para que lo tires.

– Para tirarlo no te lo pediría.

Zaldívar hubo de rendirse. Otra cosa habría estropeado seriamente su personaje. Durante el paréntesis que siguió debió de buscar una tarjeta, garrapatear sobre ella su número privado y tendérsela a Chamorro.

– Toma. Pero más te vale tener en cuenta que si no llamas, no descarto poner un detective tras tu pista -amenazó.

– Sabría esconderme -aseveró Chamorro, con adorable desparpajo.

Por si acaso, seguí al coche. Pero Zaldívar la dejó en la parada de taxis más cercana y luego su resplandeciente Mercedes azul puso rumbo a su casa. Chamorro aguardó cauta a que se hubiera alejado, y sólo entonces subió a un taxi. Fui tras él durante el tiempo necesario para cerciorarme de que no había moros en la costa. Después di una ráfaga con las luces y le adelanté. En el siguiente semáforo, Chamorro se bajó del taxi y entró en mi coche. Tiró el ramo de rosas sobre el asiento de atrás y se abrochó el cinturón.

– Bueno. ¿Qué? -preguntó, impaciente.

– Qué quieres que diga -repuse.

– Te diré yo algo -anunció, quitándose los pendientes-. Si ese tío hubiera tenido veinticinco años menos y yo, no sé, diez menos, quizá me habría enamorado locamente de él. Pero no es el caso, así que espero que recuerdes que me debes una. Y no se te ocurra reírte, cabrón.

No se lo tuve en cuenta, naturalmente. Creo que aquélla fue la primera vez que oí una palabrota en boca de Chamorro.

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