Capítulo 18 EL FINAL DEL TÚNEL

No he asistido a otro entierro tan lúgubre corno el de Críspulo Ochaita. A lo largo de su vida había estado casado con dos mujeres, pero de las dos se había separado de forma accidentada y con ninguna había tenido hijos. El hecho de que una de ellas sí los hubiera tenido con otro hombre alimentaba habladurías que eran, por lo visto, lo que a Críspulo más le irritaba. El caso es que en ausencia de descendientes, y no habiendo el difunto observado la precaución de adoptar a alguien para llenar el vacío, a su entierro sólo asistió un puñado de empleados de confianza, tan graves como en el fondo ajenos, o preocupados principalmente por el incierto porvenir de sus salarios. Lo único parecido a una familia que había en el acto era su servidumbre más cercana. El gigantesco Eutimio, erguido ante el ataúd, lloraba con un torrente de lágrimas que resbalaban veloces sobre su piel curtida por el sol. También sollozaba una de las mujeres que atendían la casa.

El cura leyó con voz monótona las consabidas promesas de resurrección y tras ellas entraron en acción los operarios que debían bajar la caja a la fosa. Nunca he comprendido a la gente que desea cerrar su historia con ese rito penoso, el arriado de un armatoste por unos hombres desconocidos que maniobran a duras penas en un espacio angosto. Pero quizá Ochaita no había dispuesto aquello, ni lo contrario. Y por eso se le despachaba conforme a la costumbre, que no sólo en eso tiende a ser tortuosa.

Una vez que el ataúd tocó el fondo del hoyo, los operarios procedieron con rapidez y brusquedad al sellado del hueco. La mayoría de los presentes consideró que ya no debía asistir a la labor de albañilería, y comenzó a retirarse. No había familia a la que dar el pésame, aunque algún desinformado la buscara. En unos pocos minutos, sólo la alta figura de Eutimio, impresionante en su traje de riguroso luto, se alzaba junto a la tumba.

Nos acercamos a unos pasos y nos quedamos allí, aguardándole. Aún tardó un par de minutos en separarse del sepulcro. Finalmente se enjugó la cara con el dorso de la mano y se dio la vuelta. Nos reconoció al instante, pero bajó la vista, echó a andar y merced a sus zancadas kilométricas pasó de largo como una exhalación. Le llamé del modo más respetuoso:

– Espere, Eutimio, por favor.

Se paró en seco y se quedó inmóvil. Me aproximé a su lado.

– Lo siento -dije.

Eutimio me observó con unos ojos enrojecidos por el llanto. No habría dicho que me odiaba, pero tampoco que me contemplaba con afecto.

– Gracias -repuso, ásperamente-. ¿Qué busca aquí?

– A él ya no -constaté, señalando la tumba.

– ¿Y entonces?

– Ahora ya no puede pasarle nada -razoné, con cautela-. Y a usted tampoco, si no intervino directamente y se limitó a encubrirlo. Eso quedará borrado en el mismo momento en que nos denuncie los hechos.

Eutimio, contra mis temores, no estalló. Muy digno, aseguró:

– Yo no sé más de lo que él les contó.

– Sea práctico, Eutimio.

– Mire, mi sargento -respondió, contenido-. No me haga decir las cosas dos veces. Don Críspulo no era un santo, pero tenía lo que un hombre tiene que tener. Nunca le habría dado a nadie por la espalda. Y si lo hubiera hecho, en eso yo no le iba a tapar. ¿Está claro?

– De acuerdo, Eutimio -asentí-. Disculpe que le hayamos molestado en un día como éste. Nuestro pésame otra vez.

– Perdón, sólo una pregunta -intervino Chamorro, tras propinarme un codazo subrepticio, como para darme a entender que me olvidaba de algo.

El gigante la miró con una abierta reticencia.

– En mis tiempos, los guardias se estaban callados mientras los suboficiales no les dijeran que podían hablar -me reprochó.

– Los tiempos cambian -dije, humilde-. Pregunta, Chamorro.

– ¿Podría decirnos de qué murió? -inquirió mi ayudante.

Eutimio miró al cielo, como si buscara allí la respuesta.

– De lo que morimos todos, muchacha -afirmó-. Se le pudrió justo la parte de la que más había disfrutado en la vida. Se veía venir desde hace ya tiempo, porque nunca quiso obedecer a los médicos. Para mí, que con toda la razón. Por lo menos ha vivido y se ha muerto a su gusto y no al de ellos. Y ahora, si no se les ofrece nada más, seguiré mi camino.

Aguardó durante un par de segundos. Como ni yo ni Chamorro pronunciáramos palabra, reanudó su marcha. Al poco, le vimos subir a un Jaguar que se perdió al fondo de la desolada mañana de octubre.

Habíamos ido a aquel entierro en Guadalajara para tratar de aclarar algunas de nuestras borrosas sospechas. Volvimos a Madrid a media mañana con una vaga, sensación: como si tocáramos el final del túnel y a la vez como si todo se nos pudiera escurrir en un momento entre los dedos. Pero apenas tuvimos tiempo para entretenernos en esas elucubraciones. Nada más llegar a la oficina, la guardia Salgado, unánimemente considerada como la chica 10 de la unidad, me abordó y me informó con su sensual voz:

– Ha tenido una llamada, mi sargento. El secretario de un juzgado de Guadalajara. Le he dejado el número apuntado en ese Post-it.

No era nada inocente al mencionar la marca del papel adhesivo. Sus eses y sus tes componían una musiquilla irresistible. Aquella chica, que por lo demás era despierta y trabajadora, acabaría teniendo problemas algún día. Por lo pronto, cuando Chamorro vio que me quedaba totalmente obnubilado a raíz de oírla, no se resistió a anotar, con maldad:

– Un día de éstos a Salgado le van a dar un premio por su valiosa contribución al incremento de la cabaña nacional de babosos.

Pero, por una vez, mi ayudante erraba el tiro. No sostendré que yo era inmune a Salgado, aunque había trabajado con ella un par de veces, antes de la llegada de Chamorro, y no me había dejado secuelas. Sin embargo, no era en ella en quien estaba pensando. Para restablecer la normalidad, en la que yo debía dirigir el trabajo de ambos y no servir como blanco de sus acerados dardos, me dirigí con aire impasible a mi ayudante:

– Chamorro. Quiero que te vayas a ver a Valenzuela. Echando hostias.

Ella puso la cara que solía poner ante mi esporádico, que no frecuente, recurso al lenguaje sacrílego. En parte reflejaba su incomodidad, y en parte que advertía que lo que le estaba diciendo no admitía apelación.

– ¿Para qué? -indagó, prudente.

– Para que te dé la lista de los juzgados que conocen de los pleitos de Ochaita y de Zaldívar.

Chamorro se puso en pie. Antes de irse, me preguntó:

– ¿No vas a llamar al secretario?

– No, Chamorro. No voy a llamarle.

– A lo mejor es importante.

– A lo mejor. Pero para terminar de saberlo ya me está haciendo falta esa lista. Te agradecería que me la trajeras antes de Navidad.

Chamorro desapareció sin hacer el menor ruido. Yo fui en busca del voluminoso expediente que a aquellas alturas teníamos del caso de Trinidad Soler. Lo que de pronto me bullía en la cabeza, y me obligaba a revisar todo lo que habíamos hecho hasta entonces, justificaba hasta cierto punto mi desabrimiento, aunque Chamorro no tuviera la culpa. Si estaba en lo cierto, alguien se había estado riendo de mí, o mejor dicho de nosotros, a mandíbula batiente. Aparté los últimos papeles y fui en busca de los primeros. Allí estaban los recortes de prensa, y entre ellos localicé el del diario que el primer día se había apresurado a sugerir que la muerte de Trinidad tenía que ver con una oscura trama en la central nuclear. El mismo que había entrevistado a tal efecto al lenguaraz dirigente ecologista de segunda fila, y facilitaba datos manifiestamente obtenidos de la instrucción. Miré el nombre del periódico y busqué entre las notas que había estado tomando en las últimas tres semanas. Confirmada la coincidencia, murmuré:

– Hace falta ser gilipollas.

En ésas estaba, pegándome una generosa sarta de puñetazos en la frente, cuando Salgado se me volvió a acercar. Venía con su encanto de siempre, sujetándose con la mano derecha la pistola que portaba bajo la axila izquierda. Absurdamente, elegí aquel instante para' apreciar que nadie llevaba el embarazoso correaje con la gracia con que lo lucía Salgado.

– Vuelven a llamarle, mi sargento.

– ¿Quién?

– Un tipo raro. Extranjero, parece. No he podido coger el nombre.

Salté literalmente por encima de la mesa, bajo la mirada atónita de Salgado, y recorrí a trompicones la distancia que me separaba del teléfono. Cuando llegué, me abalancé sobre el auricular y grité:

– ¿Sí?

– ¿Sargento? -preguntó una voz que apenas podía distinguir entre lo que parecía el ajetreo y el vocerío característicos de un bar.

– Sí, soy yo.

– Aquí Vassily -me confirmó, aunque no hacía falta-. Tú perdonas que yo estoy llamando tan tarde.

– No hay nada que perdonar. ¿Qué tienes?

– Hay uno que conozco, sargento -respondió-. Y conozco bien. De tres veces, lo menos. ¿Te leo nombre que pones detrás de foto?

– Por tu padre, Vassily.

– ¿Cómo?

– Que sí -grité otra vez.

Medio minuto más tarde corría escaleras arriba, en busca de Chamorro, a quien presumía todavía con Valenzuela. Me la tropecé en un pasillo, con su bloc en la mano. Al verme tan desencajado, esgrimió el bloc, temerosa:

– Tengo la lista.

– Me lo cuentas por el camino -dije, jadeando-. Ha llamado Vassily. Lo enganchamos, Virginia. Se acabó esta mierda.

– ¿Cómo que se acabó? -repuso, incrédula.

– Bueno, quizá no del todo -admití-. Pero casi.

Por el camino, mientras yo derrapaba en las curvas y acuciaba con la sirena a los atontados que por el egoísmo de progresar a toda costa en el atasco del mediodía tardaban en apartarse, Chamorro me fue leyendo la lista que le había pedido. Había causas repartidas por diversos juzgados, pero en uno de ellos se daba una llamativa coincidencia: tramitaba los dos procedimientos en que más acorralado estaba Ochaita y muchos de los putrefactos que se seguían desde hacía tiempo inmemorial contra Zaldívar.

– Muy bien -gruñí, mientras esquivaba por pelos a un foxterrier descuidadamente conducido por una quinceañera-. Todo encaja de una puta vez.

Tres calles antes de llegar, apagamos y escondimos la luz giratoria. Nos apostamos cerca de la entrada del edificio. Eran las dos y cinco, así que no debía de haber salido todavía. Llamé a la unidad y pedí hablar con el comandante Pereira. En dos palabras, le di las últimas novedades y solicité su permiso para hacer lo que en función de ellas había planeado.

– Adelante -autorizó Pereira, escueto-. Me avisáis cuando esté.

– Ya lo has oído -le dije a una estupefacta Chamorro.

La espera fue tensa, con mi ayudante mirándome de reojo y mordiéndose las uñas, mientras yo apretaba las manos al volante y me pasaba el labio por la punta de los dientes una y otra vez. A las dos y cuarto pasadas, vimos salir el coche y le identificamos a él en su interior. Le dejé unirse al tráfico y llegar hasta un semáforo. Después le hice a Chamorro la seña para que sacara la luz, aceleré a fondo y avancé quemando el asfalto por el carril contrario. Al llegar a la altura del semáforo di un volantazo y atravesé el coche delante del suyo. Pude ver su cara de estupor, mientras Chamorro abría la puerta. Ella estaba más cerca y llegó primero, justo cuando él salía.

– ¿Qué pasa? -dijo.

– Que queda detenido -anunció Chamorro, y fue a trabarle con las esposas.

Pero en ese momento él retiró la mano, se agachó y con una rapidez endiablada le descargó un codazo en el vientre a mi ayudante. Cuando yo llegué, un par de segundos después, Chamorro estaba doblada en el suelo y su agresor corría hacia la acera. Me incliné un momento sobre ella.

– ¿Estás bien?

– Ve por él, maldita sea -me recriminó, con un hilo de voz.

Salí a la carrera. Me llevaba unos treinta metros de ventaja, y por el modo en que corría, ésa era una distancia que me iba a costar acortar. Se veía que era buen deportista, no sólo por los reflejos que había tenido al deshacerse de Chamorro, sino por el golpear rítmico de sus piernas. Deduje que tendría que confiar en mi resistencia, y me esforcé en impedir que se alejara mucho. Mientras siguiera fresco, alcanzarle parecía imposible.

Dobló la esquina de uno de los edificios y se internó en una de las plazas peatonales del complejo. De pronto, al saltar una bajada de tres escalones, se torció el pie y se fue abajo aparatosamente. Lo malo de los zapatos caros, que sólo valen para pisar moquetas, reí para mis adentros.

No tuvo tiempo de ponerse en pie y recobrar el ritmo. Antes de que pudiera hacerlo, le había aferrado por los hombros y trataba de acorralarlo contra una pared donde pudiera esposarle. Pero era un duro oponente. Aunque debía de tener el tobillo hecho migas, se revolvió y me asestó un puñetazo en la cara. No sé aún cómo me las arreglé para no soltarle. Sólo recuerdo que él pegaba y pegaba, mientras yo le aferraba y trataba en vano de arrearle a mi vez. Ninguno de los escasos transeúntes que pasaban por aquel rincón de la plaza se detuvo a ayudarme. De hecho, si alguno se hubiera parado, habría preferido ayudarle a él, que vestía mucho mejor. El castigo, administrado con toda su alma por mi adversario, duró una eternidad. Justo hasta que una bendita voz femenina aulló a su espalda:

– Basta ya, subnormal.

Egea se levantó muy despacio, trastabillando sobre su tobillo lesionado, con la pistola de Chamorro clavada en la nuca.

– Las manos bien altas. Y como muevas la cabeza un milímetro, te saco el cuello de la camisa por la boca. No tengo más que enseñar a mi compañero para justificar que lo hice en legítima defensa.

Su compañero, es decir, yo, estaba sumido en una nebulosa rojiza, en la que sólo acertaba a discernir a Chamorro, con un mechón de pelo suelto, insultando a Egea de un modo que acaso por los muchos golpes recibidos: me provocó una especie de alucinación. De pronto, me parecía estar viendo a la furiosa Verónica Lake de esa escena inolvidable del principio de La mujer de fuego. Era un papel en el que no había visto nunca a Chamorro, y, me prometí que en cuanto pudiera rescataría la cinta de mi videoteca de grabaciones, para refrescarme la memoria. Distraído con ese pensamiento, tardé todavía unos segundos en comprobar el funcionamiento de mis miembros y ponerle al fin las esposas a un desencajado Rodrigo Egea.

– Qué desagradable sorpresa, señor Egea -dije, limpiándome la sangre de los labios-. No esperaba que fuera a reaccionar como un rufián. Pensé que se dejaría detener con estilo, como un gentleman.

– Vete a tomar por culo, picoleto de los cojones.

Nunca he agredido a un detenido indefenso, pero confieso que con Egea estuve a punto de romper la regla. Opté por el desquite verbal:

– De eso es usted el que más sabe, aquí. Ardemos en deseos de escuchar lo que tiene que contarnos. Pero antes le recordaré a qué tiene derecho.

Le recité sus derechos meticulosamente, mientras lo arrastraba camino del coche. Rodrigo Egea escuchaba sin pestañear.

– Quiero un abogado, ya -exigió.

– Por supuesto. ¿Alguno en particular?

– Sí -dijo, desafiante-. Gutiérrez-Rubira.

– No me suena -respondí, imperturbable-. Ya sabe usted, en este país hay cientos de miles de picapleitos. Pero luego buscamos su teléfono. En la unidad tenemos un listín del colegio de abogados y todo.

No quería que Egea se montara luego una película de detención ilegal u obtención de testimonio con violación de sus derechos. Así que nada más llegar a la unidad llamamos al despacho de aquel tal Gutiérrez-Rubira. Pero debían de estar todos comiendo y no contestaba nadie. Dejamos un mensaje en el contestador automático y fuimos a informar al detenido.

– Su abogado no responde. ¿Insiste en esperarle?

Egea había perdido casi todo el gas. Se había aflojado la corbata y parecía comenzar a darse cuenta de lo que estaba pasando. En ese momento, para reforzar los efectivos en su contra, se personó en la habitación el comandante Pereira, a quien había ido a avisar Chamorro.

– A sus órdenes, mi comandante -le saludé.

– ¿Es éste?

– El mismo.

Pereira le observó con toda su dureza, que podía ser mucha. La verdad era que me intimidaba incluso a mí. Sin ninguna duda, el comandante había nacido para colgarse un uniforme de los hombros y hacerse respetar con él. Egea bajó los ojos y se retorció las manos nerviosamente.

– ¿A qué esperamos? -preguntó Pereira.

– A su abogado.

Pereira se cruzó las manos a la espalda. Suspirando, dijo a Egea:

– ¿De qué cree que le va a servir el abogado? Si es para que no le demos, aquí no le damos a nadie, hombre. Y si es para que le salve, a quien debería llamar es a su mago, si también tiene uno. Ande, no sea fantasma y no nos haga perder el tiempo, que aquí nadie ha comido todavía.

Y dicho eso, se largó, sin darle a Egea opción a responderle. Ésa era una de las más finas técnicas de Pereira. No quedarse a ver los efectos.

– Ya ha oído al comandante -dije-. Tiene setenta y dos horas por delante aquí dentro, como nos dé por ponernos cabezotas. Ningún juez le va a estimar un habeas corpus, y lo sabe. Así que usted verá si es la mejor estrategia empezar nuestra relación tocándonos las narices. Pero que conste que aquí no le presiona nadie. Si quiere esperar al abogado, esperamos.

Egea estaba a punto de derrumbarse. Manoseaba una y otra vez su chillona corbata de seda, como si fuera la cuerda que le mantenía ilusoriamente ligado a una realidad que ya se había desmoronado para él.

– No merece la pena -le aconsejó Chamorro, con su más dulce y cálida entonación-. Tenemos más que de sobra para empapelarlo. La única cuestión, ahora, es si quiere comérselo todo usted solo.

Egea la miró con unos ojos como platos. Por un instante quiso creer, tal vez, que no teníamos nada. Pero al instante siguiente comprendió que las cosas eran radicalmente distintas de cuando habíamos ido a su despacho y nos habíamos marchado confortados por sus mentiras. Y temió que supiéramos, posiblemente, más de lo que en realidad sabíamos.

– Ha sido el cabrón del ruso, ¿verdad? -preguntó, ansioso.

– Bielorruso -corregí, sin mucho énfasis.

Egea se llevó las manos a la cara y estuvo con ellas así, tapándose los ojos, durante un buen rato. Por fin se rindió y dijo:

– Me olía que me había visto. Lo que no sabía era si se acordaría, o si habríais tenido la idea de enseñarle fotos.

– Si pensó en ello, no ha sido muy inteligente, señor Egea -aprecié, procurando no herir demasiado su orgullo-. Debió huir cuando aún estaba a tiempo. Esos cabos se acaban atando tarde o temprano.

Egea parecía ausente. Regresó de pronto para inquirir, con rabia:

– ¿Y dónde se esconde, ese hijo de puta?

Entonces deduje que le habían estado buscando, y que Vassily había salvado su vida, seguramente, al no haber establecido otro vínculo con la justicia que aquel número de teléfono móvil que sólo yo tenía.

– Es un espíritu libre -repuse-. Vaga de aquí para allá.

Egea se frotaba la frente como si quisiera arrancarse la piel. Todavía le costaba aceptar que su intrincado pastel estuviera al descubierto.

– Un miserable fallo -se lamentó, encendido-. Sólo uno, y al carajo el invento. Es como para no creérselo, me cago en…

– Hay más de un fallo -le rebatí-. Tampoco se crea que era tan perfecto, sólo un poco retorcido. Se tarda, pero se desmonta igual.

Aunque lo intentaba, Egea no lograba salir de su desconcierto.

– Lo que no consigo explicarme, señor Egea -dije-, es para qué servía hacer aquella indignidad con el cadáver. ¿No es bastante con matar a un hombre? ¿Qué necesidad había de vejarle de esa forma?

– No, no, se equivoca -tartamudeó, con gesto desesperado-. Fue un accidente. No se trataba de matarle, se lo juro. Sólo era para hacerle unas fotos. Pero resultó que tomaba esas puñeteras pastillas y se quedó allí.

– Un bonito cuento -opiné-. Y como los más sublimes de todos los cuentos bonitos, rigurosamente inútil. Salvo que tenga otro cuento sobre el accidente que le costó un balazo en la nuca a la chica. Con un asesinato nos basta para emplumarle veinte años, que ya nos resarce del esfuerzo.

Egea enmudeció. Todavía no había asimilado nada.

– Qué pobre táctica se trae usted preparada, señor Egea -le compadecí-. Cualquier chorizo de mala muerte se lo monta diez mil veces mejor que todo un licenciado como usted. Estoy por dejarle quince minutos para que piense y se recomponga un poco. No me gusta abusar de nadie.

– ¿Qué otros fallos son esos que decía antes? -preguntó, emergiendo de pronto del pozo de sus pensamientos.

– Bueno, muchos -dije, distraído-. El paquete de plomo para Ochaita, por ejemplo. Era realmente ingenuo creer que eso no iba a saltar. Hay controles, y controles de los controles. No basta con falsificar unas fichas.

– Joder -exclamó Egea, con aspecto derrotado.

– Le repito lo de antes -insistió Chamorro, aprovechando aquella crisis-. La que tiene encima es demasiado gorda. No querrá pagarla solo.

Egea soltó una risotada histérica.

– ¿Cómo? Menuda chorrada -dijo.

– Será mejor si empieza a colaborar -advertí, poniéndome serio-. En alguna cosa puede ayudarnos todavía. Lo que más nos preocupa es lo que había en el paquete de plomo. Ya sabe lo peligroso que es. ¿Dónde está?

Egea se quedó con la vista perdida en el vacío, como un demente.

– Eso sí es brillante -aseguró, presuntuoso-. Por lo menos yo creo que tiene su gracia. Debajo del asiento del Lamborghini Diablo.

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