Transcurrieron tres meses. En ese tiempo, la primavera dejó paso al verano, a Chamorro y a mí nos salieron otros muertos, cada uno con sus pejigueras, y antes de poder darnos cuenta nos encontramos con que nos tocaba irnos de permiso. Sin embargo, algo nos impidió disfrutar plenamente de las vacaciones aquel año. Aunque las semanas se hubieran ido sucediendo en el calendario y los problemas sobre la mesa, ni mi ayudante ni yo habíamos acertado a olvidarnos del todo de Trinidad Soler. Mientras estaba ocupado en otras tareas, desde luego, no me acordaba mucho; pero a veces, por la noche, o yendo en el metro, me venía de improviso a la mente la imagen del cadáver doblado sobre aquella cama mugrienta. Y una agria sensación de tarea pendiente se apoderaba inexorablemente de mi ánimo.
Supongo, de todos modos, que tanto Chamorro como yo habríamos acabado pasando la página, y que la muerte de Trinidad Soler habría quedado como uno de tantos sucesos fortuitos, si el azar no hubiera decidido desbaratar, con su capricho imprevisible, la historia ya escrita y archivada.
Al azar le gusta adoptar los más diversos disfraces, y por los que escoge en ciertas ocasiones uno juraría que es un humorista incorregible. En esta oportunidad se encarnó en un repelente e irascible yorkshire terrier que atendía por el nombre de Cuqui. Circulaban sus dueños por una carretera solitaria de la provincia de Palencia cuando sucedió que Cuqui se sintió apremiado por sus necesidades fisiológicas. Al instante dio en ponerse tan histérico e intratable que el conductor resolvió parar en el primer recodo el vehículo y soltar al pequeño basilisco peludo para que aplacara su ansiedad. Así lo hicieron, y el perro, en cuanto se vio libre, desapareció como una exhalación tras unos arbustos. Regresó al cabo de cinco o seis minutos y lo subieron de nuevo al coche, sin advertir nada anormal. Un cuarto de hora más tarde, al volverse para inspeccionar la actividad de su mascota, la dueña advirtió que estaba jugueteando con algo. Por un momento pensó en quitárselo, pero como buena conocedora de su pésimo carácter prefirió aguardar a que lo soltara por su voluntad. Al cabo de media hora la dueña distinguió sobre el asiento, junto al lugar donde se acurrucaba el perro, un extraño objeto alargado. Gracias a que el animal dormitaba, pudo arrebatárselo sin que a éste le diera tiempo a reaccionar. Un segundo después, la dueña volvía a arrojar el objeto sobre el asiento. Era un dedo humano, de excepcional longitud y casi completamente descarnado. Un índice, para ser más precisos.
El hallazgo de Cuqui fue entregado una hora después en un puesto de la Guardia Civil. Con ciertas dificultades, se logró localizar el punto kilométrico en el que el perro se había apeado a hacer sus necesidades. Los agentes removieron los arbustos y el terreno que los rodeaba en cien o doscientos metros a la redonda, sin ningún resultado. Aquella misma tarde llegó un equipo con perros rastreadores. Antes del anochecer, a algo más de un kilómetro de la carretera, los perros encontraron un cadáver desenterrado y con signos de haber sido parcialmente devorado por lobos. Aquel paraje, de escaso tránsito, era uno de los pocos de la provincia donde subsistían. Los restos estaban esparcidos alrededor del lugar del enterramiento, de suerte que la reconstrucción del esqueleto no resultó nada fácil. Fue completamente imposible dar con cuatro dedos y algunos huesos menores.
Cuando Chamorro y yo volvimos de nuestras vacaciones, a mediados de agosto, el asunto se amontonaba junto con otros no resueltos sobre la mesa de la unidad. El primer día de trabajo, tras departir durante un rato con los compañeros (y averiguar de paso, hasta donde permitían la urbanidad y el sigilo, dónde y cómo había ligado Chamorro el bronce que daba un aspecto tan sugerente a su rostro y sus brazos), me puse a examinar con negligencia aquellos expedientes. Al llegar al del cadáver de Palencia, me interesó en seguida la historia de su hallazgo. Después, la fecha en que el forense había datado aproximadamente la defunción: alrededor de cuatro meses atrás. Los muertos que aparecen con retraso suponen siempre un reto adicional para el investigador. Seguí acopiando detalles. La causa de la muerte había sido un único balazo en la nuca, y el proyectil, del calibre nueve largo, había aparecido alojado en el cráneo. No se había encontrado el casquillo. Se trataba de una mujer de alrededor de veintiún años. El dato adquiría aquí especial trascendencia, porque el procedimiento homicida hacía pensar en un asesinato realizado por un profesional o semiprofesional y era menos frecuente que esos crímenes tuvieran como víctimas a mujeres.
Llamé a Chamorro y le di el expediente para que lo leyera y me comentara después sus impresiones. Se lo llevó a su sitio, donde lo estuvo estudiando durante una media hora. Al cabo de ese tiempo vino hasta mi mesa, abrió la carpeta sobre ella y con su índice inusualmente moreno señaló un renglón del informe de la autopsia. Leí: «ESTATURA: 1,79 metros».
– Demonio -exclamé.
– ¿Piensas lo mismo que yo? -dijo, radiante.
– Si es que soy un gilipollas y que el verano me ha vuelto más gilipollas, sí -admití, con toda humildad-. ¿Cómo se me ha podido pasar eso?
– Bueno, te despistó el 7. Es el mismo truco de los grandes almacenes, y a ellos les funciona con casi todo el mundo.
– Un fino insulto, Virginia -juzgué-. Sabes que intelectualmente nada puede afrentarme más que ser asimilado a casi todo el mundo.
– No seas tan quisquilloso, hombre. ¿Qué hacernos con esto?
– Utilizarlo, por supuesto. Casi uno ochenta, y muerta hace unos cuatro meses. Si nuestra intuición es correcta, sabemos de ese cadáver una serie de detalles que lo dejan a punto de caramelo: pertenece a una mujer muy atractiva, desaparecida en el entorno de Madrid, posiblemente prostituta y tal vez originaria de un país del Este. Habrá que volver a hablar con la policía. Es más que probable que la desaparición se les denunciara a ellos.
– Si es que se denunció -apuntó Chamorro.
– Crucemos los dedos, mujer.
El gesto de mi ayudante se volvió súbitamente sombrío.
– Vamos, Chamorro, ahora que empezamos a tener suerte -la animé.
– ¿A quién vas a llamar? ¿A Zavala? -preguntó, circunspecta.
– Es una buena idea.
– ¿Y no crees que si se hubiera denunciado la desaparición de una mujer de esas características habría sido él quien te habría llamado?
– Puede que no atara el cabo -repuse, inseguro. En algo fuimos afortunados: Zavala no estaba de vacaciones. Su voz, al otro lado de la línea, vaciló durante unos segundos cuando le saludé, después de identificarme. Al fin consiguió hacer memoria.
– Hombre, claro -dijo-. El que buscaba una rusa. Mira que estoy atontado, como si hubiera tantos picos con apellido de spaghetti.
– Vaya, inspector -protesté-. Ahora me toca ofenderme. ¿Por dónde empiezo, por el Cuerpo o por mis antepasados?
– No te ofendas, que acorta la vida. Bueno, ¿y qué? ¿Disteis con ella?
– Quizá. Por eso llamo.
Le expliqué de forma sucinta lo del cadáver de Palencia y nuestra teoría. Zavala me escuchó en silencio. Cuando terminé, oí cómo sofocaba un par de toses y a continuación informó, con su tono apático habitual:
– No me suena nada de eso en los últimos meses. Pero preguntaré por aquí. Alguna de esta gente está mucho más al loro que yo de ese tipo de negocios. Yo no puedo con las desapariciones. Me falta paciencia.
Una hora más tarde, sonó mi teléfono. Era Zavala.
– Nada -dijo-. He revisado papeles y he hablado con los expertos. Las que más se parecen son una prostituta de la Casa de Campo y una bailarina de un antro de la zona centro. Las dos desaparecidas en los últimos meses. La de la Casa de Campo era alta, pero también negra zulú. Y la bailarina era rubia y polaca, pero no alzaba más de metro sesenta. Mala suerte.
– No te preocupes -respondí-. Este asunto está gafado.
Después de recibir las malas noticias de Zavala, Chamorro y yo nos quedamos durante un buen rato callados delante de aquel expediente, tratando en vano de recomponer nuestra euforia hecha añicos.
– Está bien -me rehice-. Ha sido un espejismo veraniego, y una prueba de que tenemos clavada una espina. Pero los adultos deben superar sus traumas. Empecemos con el cadáver de Palencia desde el principio.
Como si nunca hubiera existido un muerto llamado Trinidad Soler.
La rutina obligaba ahora a zambullirnos en los archivos para rastrear todas las desapariciones denunciadas en los últimos doce meses. A partir de ahí había que seleccionar aquellas que pudieran coincidir con el cuerpo que teníamos. Su estatura era una ventaja, pero chicas de veinte años desaparecían bastantes. Muchas tenían problemas con su familia y se iban de casa, sin más. Otro problema era que el archivo estaba sólo en parte informatizado: no podías estar seguro de que una búsqueda por el criterio de estatura resultara segura al cien por cien. Y mientras ibas recorriendo todas aquellas fichas, cada vez con más esfuerzo para mantener la atención, había que soportar una insidiosa incertidumbre: podías estar ante uno de los casos en los que nadie había denunciado nada. Eran una minoría, pero eran.
Ni siquiera el hecho de conseguir una candidata idónea supondría un avance decisivo. Habría que intentar la identificación; tratándose de un cadáver descompuesto, sobre todo por radiografías o arreglos dentales. Todo el mundo tiene radiografías, pero cuando hacían falta para esclarecer una muerte siempre les costaba a los allegados encontrarlas. Si es que tenía allegados. A veces podía contarse también con la ropa, pero junto al cadáver de Palencia sólo habían aparecido unas bragas blancas de algodón. Una prenda común y apenas útil a los efectos que nos interesaban.
Todas estas consideraciones, junto a una inoportuna acometida de la sórdida depresión posvacacional, pesaban en mí aquel mediodía de lunes cuando me enfrenté con Chamorro a los archivos de personas desaparecidas. La fe con que encaraba la labor no era mayor que la que tenía, pongamos, en la resurrección de la madre de Dumbo. Eso quiere decir que era poca, pero no que careciera de ella por completo. Nunca me he resignado del todo a que no acabe llegando el día en que la elefanta vuelva con su hijito.
En todo caso, el lunes pasó entero sin que sacáramos nada. El martes llegué a la oficina tarde, mareado por el calor y furioso por la inmoderada reducción estival del servicio de metro, sin duda decidida por gente que no lo cogía nunca. Cuando entré, vi que Chamorro ya trabajaba con el ordenador y que la impresora que tenía al lado estaba escupiendo papel.
– Joder, qué frenesí, Chamorro -exclamé-. Esta mañana, yo ya estoy derrotado antes de que empiece el combate.
Mi ayudante se volvió. Su capacidad de disimulo facial era reducida, así que no me costó advertir que algo la llenaba de júbilo. Aguardó a que saliera el último folio de la impresora y me lo trajo junto con el resto. Me entregó sin pronunciar palabra aquellos papeles y cruzó las manos a su espalda.
Empecé a leer y desde la primera línea, pese al calor y el aturdimiento, todo me sonó a música celestial. Nombre: Irina Kotova. Nacionalidad: bielorrusa. Nacida el 12 de mayo de 1977 en Vítebsk, ciudad cercana a la frontera con Rusia. Uno ochenta de estatura (aprox.). Sesenta y cinco kilogramos de peso (aprox.). Rubia muy clara. Ojos azules. Sin marcas o cicatrices conocidas. Desaparecida el 6 de abril en la Costa del Sol. Denunciada la desaparición por quien dice ser su compañero sentimental, Vassily Olekminsky, también bielorruso, de veintisiete años, el día 16 de abril. Facilita fotografía reciente y afirma desconocer las posibles razones de la desaparición…
Paladeaba aquella prosa de atestado como si fuera la poesía más excelsa. De pronto ya no sentía el calor, ni el agobio, ni la comezón reprimida de tantas semanas. Miré a Chamorro y no pude contenerme:
– Eres un sol, Virginia.
– Se lo debes a mi austeridad mental, como tú la llamas.
– Ni perdón ni olvido -bromeé.
– Nunca me has pedido disculpas, que yo sepa.
– Pues si hoy no me arrodillo es sólo para que no me manden al psiquiatra. Creo que los militares son todavía peores que los civiles.
Telefoneamos sin pérdida de tiempo a nuestra gente de Málaga. Al cabo de un rato de rebotar de un sitio a otro llegamos a un tal teniente Gamarra, cuyo acento le denunciaba como natural de la región. Aceptó vagamente tener responsabilidad sobre el caso de la bielorrusa desaparecida.
– Casi ni me acuerdo -dijo-. Pero sí. La verdad es que cuando desaparece esta gente no nos calentamos mucho la cabeza. Van y vienen, y lo mismo los ves haciendo cualquier chapuza para comer que conduciendo un Mercedes descapotable. Cuando no se ametrallan unos a otros en alguna mansión. Hay quien está especializado en lidiar con ellos. Te hablo de los del Cesid y los del Servicio de Información. Aquí contamos con menos ingenio y poco armamento pesado, así que procuramos no rascar más de la cuenta.
Le comuniqué a Gamarra que teníamos razones para pensar que el cadáver de Irina Kotova había aparecido en Palencia.
– Vaya, es la primera vez que oigo que pasa algo en Palencia -saltó, muy sorprendido-. Eso quiere decir que existe. Ya empezaba a creer que me habían engañado en el colegio. Pero bueno, ¿estás seguro?
– Casi -respondí-. Y si le parece poco, mi teniente, creo que todavía podemos hacer otra carambola más.
Le hablé de Trinidad Soler e improvisé un rápido resumen de su caso.
– Oye, Vila -dijo, con desconfianza-. ¿No crees que estás queriendo sacarle demasiado jugo a esa osamenta?
– Si me manda la fotografía de la chica, en seguida salimos de dudas.
– Te la mando, claro, no te apures. Pero de aquí a Palencia hay un trecho.
– Cosas más raras se han visto, ya lo sabe usted. Otra cosa, mi teniente. Si no le parece a usted mal, yo creo que no estaría de más ir localizando, tan pronto como se pueda, a ese tal Vassily Olekminsky.
– ¿Basilio qué?
– El novio. Le necesitaremos para identificar los restos.
– Ah, sí, claro. En seguida doy la orden. Le engancharemos. Si es que no ha desaparecido él también.
Pereira estaba de vacaciones, y por un lado no quería molestarle y por otro tenía razones supersticiosas para no hacerlo. En cuanto al juez de Guadalajara, a aquellas alturas no creía que sufriera insomnio por haber cerrado demasiado pronto el caso de Trinidad Soler. De modo que Chamorro y yo guardamos para nosotros la noticia, a la espera de recibir la fotografía.
Llegó al día siguiente. Rasgamos el sobre con un respeto casi reverencial, y de igual modo extrajimos su contenido, una instantánea de tamaño estándar en la que aparecían un hombre grande con bigote rojizo y una chica un poco más baja, con el mar al fondo. Los dos nos quedamos mirando, anonadados, la que había sido la cara de Irina Kotova.
– Parece un ángel -opinó Chamorro, con un deje de amargura.
– Sí. Un ángel caído -dije.
– Eso es lo que suele pasar con los ángeles, en este mundo.
– Vaya, Chamorro, no te me pongas tan trágica.
– No lo puedo evitar -explicó, con desaliento-. Mírala. Le quedaba toda la vida, y la habría vivido si no hubiera tenido esa cara, seguramente. Pero ahí llevaba escrita su condena. Un irresistible imán para cerdos. Lo que más me pudre es que terminen pagando el pato las pobres chicas como ella, mientras que los cerdos siguen engordando en su pocilga, tan a gusto.
– No sé. Las cosas siempre son un poco más enrevesadas. Yo apostaría que ella prefería ser como era -conjeturé.
– No lo habría pensado lo suficiente.
Durante sus primeras semanas en la unidad, Chamorro había sido objeto de ciertas murmuraciones a causa de su aspecto no muy exageradamente femenino. Se trataba de una maledicencia infundada, como tantas otras que germinan con facilidad en cualquier lugar en el que conviven más de tres personas. Pero sí era cierto que casi nunca se la veía con falda y mucho menos con los ojos resaltados o un poco de color en los labios. Yo, que en el curso de alguna de nuestras investigaciones anteriores había podido comprobar con asombro de lo que a ese respecto era capaz, sólo podía pensar que normalmente se esforzaba por pasar desapercibida. Siempre lo había achacado a una cierta pudibundez, pero al oírle decir aquello, la sobriedad de su estilo aparecía ante mis ojos bajo una nueva luz.
– En fin, tampoco las matan a todas -aduje, por animarla un poco.
– No. A otras les sacan el tuétano y cuando se les gasta las arrumban. Y luego ellas consumen el resto de sus días adorando como estúpidas sus fotos de cuando eran jóvenes, borrachas del odio que le tienen a la vida.
– Qué tremenda vienes hoy. A todo el mundo le resulta entrañable su juventud. Incluso a mí, y eso que tuve una bastante patética.
– No sabes de lo que estoy hablando, mi sargento -reprobó mi frivolidad-. Tú eres un hombre.
– Oh, Dios mío -imploré-. Tarjeta roja. Fin de la conversación.
– Tú lo dices.
– Muy bien, Chamorro. Aprendo mucho contigo, pero te recuerdo que tenemos algo a medias. El trabajo es salud. Física y también mental.
Aquella apesadumbrada charla sobre la fotografía de Irina me había hecho olvidar el optimismo con que había acudido esa mañana al tajo. Siempre he procurado sentir compasión, en el mejor sentido de la palabra, por la desdicha de las personas cuya muerte me ha tocado esclarecer. Eso implica tener presente quiénes fueron, y esforzarse, hasta donde resulta factible, por conocer y comprender la manera en que veían las cosas. También implica, muchas veces, llegar a cobrarles afecto, aunque sea necesariamente póstumo. Todo ello requiere, sin duda, una cierta contención de ánimo. Pero no era ilegítimo estar contento cuando un caso en el que habíamos desperdiciado tantos esfuerzos daba la impresión de encarrilarse. La indagación de sus muertes era el modo de llevar nuestras vidas adelante, y el de vivir es un ejercicio que requiere un mínimo de sensaciones entusiastas.
Por eso, aquella mañana decidí llevar yo el coche y le hice recorrer a buena velocidad los cien kilómetros que nos separaban del motel. Era un luminoso día de verano, la autovía estaba despejada, y aunque Chamorro iba un poco reconcentrada en el asiento del copiloto, cuando pusieron en la radio la canción del verano (una memez olvidable, como casi todas sus predecesoras) subí el volumen del aparato y la tarareé a pleno pulmón.
Fue Chamorro, que la llevaba en el bolsillo de la camisa, quien le tendió a Torija, el recepcionista, la fotografía de Irina Kotova. En los tres meses y pico que habían pasado, Torija se había dejado una barbita fina que no cumplía el presumible objetivo de conferirle un rostro aristocrático. De hecho, le asemejaba más bien a un telepredicador de Miami. Estuvo observando la fotografía durante medio minuto eterno, sin pestañear.
– No me cabe ninguna duda -certificó-. Ésta era la chica.