El abogado Gutiérrez-Rubira, con sus zapatos y su maletín a juego y su graciosa pajarita, llegó a tiempo de vernos trasladar a Egea a su celda.
– ¿Cómo? ¿No van a interrogarle? -preguntó, sorprendido.
– Ya hemos cambiado algunas impresiones con él -expliqué-. El interrogatorio formal lo practicaremos luego.
– ¿Cuándo?
– Luego. Ahora tenemos cosas que hacer. La operación sigue abierta.
– ¿Cómo dice?
El abogado se hizo el ofendido. En el fondo le importaba un rábano, porque el que se iba a quedar a dormir entre rejas era Egea y al día siguiente él se pondría otros elegantes zapatos y cogería otro maletín a juego con ellos. Pero tenía que montarnos su número. En ese momento se acercó por allí el comandante Pereira. Con su voz más tronante, preguntó:
– ¿Qué pasa aquí?
– Mi comandante, el abogado del detenido. El letrado Gutiérrez-Rubira.
– Comandante, esto es un disparate -abordó a Pereira el abogado, con una amabilidad que denotaba hasta qué punto le aliviaba poder debatir el asunto con un igual, y no con un chusquero como yo.
– Los disparates los hará usted -replicó Pereira, inflexible-. Aquí pensamos antes de actuar. ¿Qué objeción tiene?
– Exijo que se ponga inmediatamente en libertad a mi patrocinado -saltó el abogado, visto que con zalemas no iba a conseguir nada.
– Si le parece -repuso Pereira, sin inmutarse-, ahora le justifico, hasta donde puedo, por qué no vamos a acceder a su petición. Pero si me disculpa un momento, estamos entreteniendo al sargento, que tiene cosas importantes que hacer -y volviéndose a mí dijo-: Vete, Vila. Yo me ocupo.
No aguardé a que me lo dijera dos veces. Me reuní con Chamorro y bajamos a toda velocidad hacia el coche. Un cuarto de hora antes lo había organizado todo con Pereira, o él lo había organizado conmigo, que era a fin de cuentas como quedaría registrada la operación en los archivos del Cuerpo. Pero para poder rematar la jugada nos faltaba todavía cumplir un trámite. Algo que debíamos ir a buscar a Guadalajara sin perder ni un minuto, aunque fueran casi las cuatro y aún no hubiéramos comido.
Dejé que condujera Chamorro, porque me pareció que ella andaba más fresca y más viva de reflejos. Yo sentía que la cabeza me hervía y veía pasar los kilómetros a una lentitud exasperante, aunque mi compañera no bajaba de los ciento cincuenta, sostenidos con incuestionable competencia conductora. Una vez en Guadalajara fuimos derechos al juzgado. Ya hacía rato que había terminado el horario de oficina y nuestro juez no estaba aquel día de guardia, pero tenía la esperanza de que fuera de los que se quedaban a trabajar horas extra. Cuando su señoría nos abrió la puerta del juzgado, en mangas de camisa y con las gafas sobre la punta de la nariz, intuí que podía fiarme de él. En cualquier caso, no tenía otro remedio.
– Señoría, le ruego que perdone la intromisión -dije-. Tenemos que hablar con usted sobre algo urgente y de cierta gravedad.
El juez se quedó un poco descolocado.
– Bueno -dijo, sin salir del todo de su asombro-. Pasen ustedes.
Pocas veces he tenido que hacer para alguien un relato tan comprometido como el que aquella tarde hube de hacerle a aquel juez. Lo fácil fue respaldar las decisiones que habíamos tomado respecto de nuestro sospechoso y la necesidad de las actuaciones cuya autorización acudíamos a solicitarle. Lo que de verdad me costó fue convencerle de la gangrena que corroía el juzgado del que era titular. No porque me faltaran datos. Tenía las filtraciones a los periódicos, las llamadas del secretario en momentos clave de la investigación, el conocimiento por Egea de detalles, como los de nuestra relación con Vassily Olekminsky, que sólo podía haber conocido gracias a una sistemática ruptura del secreto sumarial. Pero aquel hombre, en mangas de camisa, súbitamente avejentado y con las lentes sostenidas en precario equilibrio sobre la nariz, tenía que avenirse a aceptar que durante los tres años que llevaba al frente de aquel juzgado se habían estado burlando de él. Le habían escondido en la pila del atraso histórico lo que a alguien no le convenía que viera, mientras agilizaban los casos para los que, no la justicia, sino unos intereses particulares, reclamaban prioridad. Sólo alguien mucho más estúpido y pretencioso de lo que yo soy capaz de ser habría creído que podía transmitirle de cualquier manera esa ingrata convicción.
El juez me escuchó atentamente. En algún momento hizo amago de oponerse, pero nunca llegó a interrumpirme. Fue asimilando todo lo que le contaba, en un silencio cada vez más oscuro y espeso. Dejó que terminara, y cuando lo hice, quedó pensativo durante un lapso eterno.
– ¿Sabe? -dijo, sin energía, al cabo de su ardua reflexión-. Le creo, sobre todo, por una razón que merece conocer. En los años que llevo de juez, siempre desbordado por los papeles, la elocuencia de los abogados buenos, la confusión de los malos, el fárrago de las normas y el de la jurisprudencia, he aprendido que sólo hay algo que está siempre claro: qué es lo que le interesa a cada uno. Para sobrevivir me guío sobre todo por eso, ayudándome como puedo con las pocas y malas pruebas que esta manera demencial en que tramitamos los asuntos me pone encima de la mesa. Y hay algo, en lo que ha venido esta tarde a contarme, que está fuera de toda duda: usted no tiene ningún interés en que sea cierto cuanto acaba de decirme.
El juez se quitó las gafas y las dejó sobre sus papeles. Después se frotó los ojos y exhaló un desalentado suspiro.
– Creí que a mí nunca iba a pasarme -prosiguió-. Ahora ya sé a qué sabe, y cómo sucede. Te entierras en el trabajo, te empeñas en cumplir con tu deber, y mientras estás entretenido con eso, hay quien libre de tales preocupaciones se puede dedicar a jugártela. Y además, se trata de alguien de tu entera confianza, alguien que te parece el mejor que has tenido nunca. Todavía un par de horas antes de que te cayera la venda de los ojos pensabas: Qué suerte tener a fulano, tan diligente, tan experto, con tan buena mano, con la cantidad de paquetes que hay por ahí. Pues así es como pasa, y ahora me toca aguantar el peso de la cara de tonto. Que no es pequeño.
No habíamos ido allí a oír sus lamentaciones y no estaba seguro de que nos conviniera escucharlas, pero nada estaba más fuera de lugar que meterle prisa a aquel hombre. Por fortuna, fue él quien dijo:
– Muy bien. Esto está visto. ¿Qué necesitan de mí? Ya me he hecho una idea por lo que me han ido diciendo, pero vayamos a lo concreto.
– Ante todo, señoría -dije-, supongo que no ignora a dónde estamos apuntando. No es un cualquiera. Hablamos de periódicos, montones de contactos, recursos inagotables. El ruido que se organizará no será poco.
– Le diré una cosa, sargento. No sé qué es lo que esperan los que se presentan ahora a las oposiciones. Pero le aseguro que cuando decidí hacer lo necesario para poder ponerme una toga con puñetas, tuve muy claro que lo último que me permitiría sería asustarme por tomar una decisión que tuviera que tomar. Y si la cosa se complica mucho, pido una escolta.
– Hemos traído la orden redactada -informó Chamorro, tendiéndole un papel. Lo había montado con la fotocopiadora y el ordenador, a partir de otros que ya teníamos del juzgado. Sólo faltaba la firma.
– Bien, veo que son ustedes expeditivos -aprobó-. Ya me gustaría que fuera así el resto de la gente que viene por aquí.
Leyó el papel con atención, pero deprisa. Apenas terminó, cogió la pluma que tenía encima de la mesa y dibujó un imperioso garabato debajo de la última línea. Luego se nos quedó mirando, expectante.
– ¿Han traído copia?
– Sí -repuso Chamorro, mientras se la entregaba.
– Estupendo -dijo, y la firmó también-. Ya está. Ésta para ustedes y ésta para mí. Ténganme al tanto de todo. Les doy el número de mi teléfono móvil y me llaman en cuanto haya la menor novedad.
Anotamos su número. Después de dárnoslo, el juez se puso en pie.
– No les retengo más -dijo-. Más vale que se den prisa. Yo también tengo algunas cosas que solventar antes de que acabe la tarde.
– A sus órdenes, señoría -nos despedimos.
– Mucha suerte -nos deseó, con calidez-. Y muchas gracias.
Tres cuartos de hora más tarde, Chamorro, que ahora iba sola, aparcaba delante de la entrada de vehículos de la mansión. Sin prisa, quitó el contacto, cogió su bolso y descendió del coche. Después cerró con llave la puerta y echó a andar calle abajo, con despreocupada parsimonia.
Al cabo de quince segundos, se abrió la cancela y un hombre de aspecto deportista, bien vestido y peinado, se recortó en el umbral.
– Eh, señorita.
Chamorro se detuvo, pero fingió no haberle oído. Se puso a hurgar en su bolso, como si se le hubiera olvidado algo. A continuación, sin dejar de revolver el bolso, regresó hacia el coche.
– Señorita -insistió el hombre, acercándose unos pasos-. Tiene que quitar su coche de ahí. Es una salida de vehículos.
– ¿Cómo dice? -preguntó Chamorro.
– El coche -y pareció empezar a impacientarse, al ver que Chamorro había vuelto a bajar la cabeza y seguía absorta en su bolso.
El vigilante siguió aproximándose. Cuando apenas les separaban seis o siete metros, Chamorro sacó la pistola del bolso y le encañonó.
– Levante las manos y no se mueva -dijo-. Guardia Civil.
En cuestión de segundos, doce guardias uniformados y armados hasta los dientes acudieron a la entrada y se desplegaron por el jardín. Allí les salieron al paso otros dos vigilantes. A uno de ellos le dio tiempo a sacar su arma, pero ni siquiera llegó a levantarla. La dejó caer en décimas de segundo, como si quemase, al ver los tres subfusiles que le apuntaban. Acompañando a Pereira, a quien precedían en todo momento dos miembros de la unidad de intervención, Chamorro y yo rodeamos la casa. Habíamos sorprendido a Zaldívar meditando frente a su piscina. Cuando llegamos ya estaba en pie y contemplaba con gesto atónito a los tres guardias con pasamontañas que les apuntaban a él y a su mayordomo. Un cuarto vigilante se dejaba desarmar con aire irritado y las manos muy quietas sobre la cabeza.
– ¿Qué significa esto, sargento? -dijo León, al reconocerme.
– Soy yo quien está al mando, señor -le aclaró mi jefe, antes de que me diera tiempo a contestar-. Traemos una orden judicial que nos autoriza a entrar en su domicilio y a llevarle con nosotros.
– ¿Acusado de qué?
– De asesinato.
– Dios mío -observó Zaldívar, sonriendo-. ¿Y por eso vienen con toda la Brigada Paracaidista? Eh, oiga, dígales que no rompan nada.
Uno de los nuestros acababa de abrir de una patada la puerta de atrás de la casa. En compañía de otros tres entró a inspeccionar el interior. Me acerqué a Zaldívar y le puse las esposas. León se dejó hacer, sin ofrecer resistencia, pero mientras le apresaba las muñecas preguntó, sardónico:
– ¿Cree que esto es verdaderamente necesario, o es que le sirve para dar salida a algún bajo instinto? Por cierto, ¿qué le ha pasado en la cara?
– Su chico se puso nervioso -respondí-. Y como no sé si usted también se va a poner, prefiero tomar precauciones. Por el bien de ambos.
– ¿Mi chico? -se hizo el sorprendido.
– Egea -aclaró Chamorro, pasándose la mano por las costillas.
– Hombre, Laura -la reconoció-. Me alegra mucho verte. Fue una cena muy divertida. Aunque todavía sigo esperando tu llamada.
– Ya supongo que se lo pasó bomba -dijo Chamorro, escocida-. Sáquele partido al recuerdo, porque no pienso divertirle más.
– No te entiendo, Laura -protestó Zaldívar-. Soy yo el que debería estar enfadado. Me tomaste el pelo como a un chino. O lo que es peor, como a un pobre viejo verde que se hace demasiadas ilusiones.
– Ya lo veo.
En ese momento salieron los hombres que habían entrado en la casa, con dos mujeres del servicio y con Patricia, que se revolvía contra el agente que se veía obligado a empujarla para que avanzara hacia el jardín:
– No me toques, mastuerzo.
– La casa está limpia -declaró uno de los nuestros.
Entre León y su hija, una vez que estuvieron lo bastante cerca, hubo un significativo intercambio de miradas. Pero ella no hizo ningún comentario, y él se limitó a guiñarle un ojo y a informar, tranquilamente:
– Me llevan a la cárcel, creo. No te apures, que están metiendo la pata. Llama a Jesús en seguida y dile a Ramón que se ocupe del resto de las cosas, bajo tu supervisión. Volveré dentro de unos días, dándose muy mal.
Patricia continuó sin decir nada. Ni siquiera asintió.
Decidimos llevarnos con Zaldívar a todos los vigilantes, por resistirse y para que acreditaran su permiso de armas. Al resto del servicio y a Patricia los dejamos allí. La hija de Zaldívar vio desfilar en silencio a todos los detenidos, entre ellos a su padre, y a los guardias que habían entrado a perturbar la quietud de su lujosa residencia familiar. Parecía fijarse, especialmente consternada, en cómo los más desconsiderados de los nuestros machacaban con las botas los macizos de flores o se llevaban por delante los parterres. Yo me quedé el último, y antes de que saliera, me llamó:
– Eh, sargento.
Me volví.
– Espero que esté completamente seguro de lo que está haciendo -advirtió.
– Nadie está completamente seguro de nada -repuse.
– Pese a todo, espero por su bien que usted lo esté. Porque si no, va a acordarse toda su vida de esta tarde. Se lo prometo.
– Habría jurado que no se llevaba muy bien con su padre.
– Eso demuestra que no tiene usted demasiada capacidad para comprender las cosas, y mucha menos para comprender a las mujeres -replicó, desdeñosa-. Mientras tengan a mi padre encerrado, soy el jefe de la casa. Y haré lo que tenga que hacer. Se lo aseguro. Sin reparar en gastos.
– Pues le deseo mucha suerte, señorita -dije, marcando la palabra.
Llamamos al juez y le comunicamos que habíamos llevado la operación a cabo sin contratiempos. Su señoría nos ordenó que condujéramos a los detenidos a su presencia de inmediato. Les hicimos subir a los vehículos y nos pusimos en marcha hacia Guadalajara. A Zaldívar le metimos en nuestro coche. Chamorro se acomodó junto a él en el asiento trasero y yo ocupé el del copiloto. Al volante se sentó el cabo Domingo, un vallecano militante y socarrón. Nada más arrancar, puso la sirena a todo trapo.
– Me encanta hacer ruido en un barrio como éste. Aunque sea por una vez, que se jodan. Para que luego, digan que la chusma vive en Vallecas.
Zaldívar permanecía callado, con la vista al frente. Tenía las manos entrecruzadas sobre las rodillas y parecía secretamente regocijado. Mi orgullo me movía a no dirigirle la palabra, pero no pude resistir la tentación.
– No se le ve muy afectado -dije.
– Todos los días se cometen miles de errores garrafales -respondió, impávido-. Alguna vez te tiene que tocar a ti ser la víctima de uno. Estoy tratando de afrontar la experiencia de un modo constructivo.
– No estamos cometiendo ningún error -traté de desengañarle-. Su ejecutor Egea ha confesado todo. Se pilló los dedos tontamente y parece que no le apetece mucho sentarse solo delante del jurado.
– Ah -observó Zaldívar, como si cayera en la cuenta-, éste es de los delitos que juzgan con jurado. Por eso se le ve disfrutar de ese modo. El millonario frente al populacho. Realmente es usted un hombre elemental, sargento. Pero suponiendo que lleguen a procesarme, lo que ya es mucho suponer, tendré un abogado que se ocupará de demostrar en el juicio que no hay ninguna prueba concluyente. Y el juez les dirá a esos humildes y probos ciudadanos que sólo deben condenarme si no tienen ningún género de duda de que yo soy responsable del crimen. La gente modesta es tan toscamente honrada como usted, y en este país no hay costumbre de ser jurado, ni mucha afición. No le digo que no sientan ganas de empitonarme. Por descontado. Lo que le digo es que les asustarán los remordimientos y me dejarán ir.
– No comparto su gusto por la futurología -dije-. Esperaré a ver qué pasa. Pero si le vale un consejo, no sea tan triunfalista. Hemos tardado unos pocos meses en cerrar esta investigación, como puede comprobar. No hemos estado cruzados de brazos durante todo ese tiempo.
Zaldívar acentuó aún más su indestructible sonrisa. Ahora era indulgente.
– Me fascinará saber lo que les han dado de sí todos esos meses -aseguró-. Aunque me apuesto cien millones a que no han desentrañado lo único que podría vincularme, intelectualmente, con la muerte de Trinidad Soler.
– Lo siento, pero le consta que no puedo cubrir una apuesta de ese importe -decliné su insultante ofrecimiento.
– No se preocupe. Se lo contaré gratis, como parte de mi labor social. Sí, no ponga esa cara, he dicho que voy a contárselo. No me importa hacerlo porque sé que no va a saber cómo utilizarlo. ¿Ha leído a De Quincey, sargento? -preguntó, con un brillo malicioso en la mirada.
No podía creer lo que oía. Aquel tipo estaba loco de remate o no se había enterado todavía de que le llevaban esposado, camino del juez que iba a mandarle a prisión. Opté por seguirle cautamente la corriente:
– Nunca me había tropezado con un delincuente tan preocupado por mis lecturas, señor Zaldívar. Tampoco con nadie tan asquerosamente pedante. Imagino que me supone incapaz de ello, pero si se refiere a Del asesinato considerado como una de las bellas artes, sí lo he leído.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué le pareció?
– Una simpática pamplina, incapaz de escandalizar a nadie a estas alturas. En mi trabajo no recurro demasiado a sus enseñanzas.
– Lo subestima, sin duda -me afeó Zaldívar-. Si le hubiera prestado atención, habría observado que el asesinato de Trinidad, tal y como me lo imputa, se ajusta al milímetro a uno de los modelos de perfección propuestos por De Quincey. Primero por la víctima, que reúne los cuatro requisitos: un buen hombre, poco notorio, todavía joven y con hijos pequeños. Y después por el procedimiento: a través de persona o personas interpuestas, como el gran maestro del asesinato clásico, el Viejo de la Montaña. Porque supongo que no pretenderán sostener que lo hice personalmente.
– ¿A cuánto nos condenarían por tirar a este indeseable en marcha? -consultó Chamorro, señalándole con el pulgar izquierdo.
– Si queréis derrapo por su lado y lo empotro contra una farola -propuso Domingo, casual-. Echamos aceite en la calzada y es un accidente.
Sostuve la mirada de Zaldívar. Sus seductores ojos de color almendra, que debían de haberlo sido más en el pasado, me observaban fijamente.
– Veo que no recuerda muy bien el libro -dije, sin perder la compostura-. De Quincey censura el envenenamiento y ensalza la violencia física frontal. Veneno usaron contra Trinidad Soler, y también contra el pobre Ochaita; bastante sofisticado, pero veneno era, en definitiva. Y a la chica la liquidaron de la forma menos frontal posible. Por si eso fuera poco, incurrieron en nocturnidad, lo que su admirado autor considera una vulgaridad reprobable. La verdad, no creo que mereciera usted su felicitación.
Esta vez Zaldívar no contestó sobre la marcha. Asintió casi imperceptiblemente y su mueca arrogante se convirtió en una especie de rictus.
– No es usted tan imbécil como parece -apreció-. Por lo menos tiene memoria para retener las ideas ingeniosas de otros. Eso hace menos decepcionante este enojoso episodio, se lo confieso. Así que no es sólo por Trinidad. Veo que me imputa también una muerte natural, que a juzgar por su enigmática descripción debí provocar mediante un ritual vudú o algo semejante. Y para redondear, una chica. ¿Puedo saber quién?
– Es un poco tarde, señor Zaldívar -avisé, sin entusiasmo-. Hoy no venimos a divertirle, como le dijo antes mi compañera. Está todo destapado, incluyendo su trama en el juzgado y hasta su intento de embrollar el caso al principio, sirviéndose de uno de sus periódicos. Una maniobra inútil y que ahora le resultará comprometedora, como muchas otras cosas.
– No estoy en absoluto de acuerdo -dijo Zaldívar, meneando la cabeza-. Necesitarán algo más que unos indicios interpretados tortuosamente y la confesión de un hombre ansioso de atenuar sus culpas. Ahora le hablo en serio, sargento. Como De Quincey, cuya finalidad moral veo que le pasó por entero desapercibida, estoy convencido de la radical incorrección del asesinato. Y Trinidad Soler era mi amigo, y de lo demás no sé nada.
Traté de averiguar si lo que había en su semblante era un gesto compungido, o severo, o el más sutil de los sarcasmos. Ni sus labios rectos ni su mirada vacía arrojaban luz alguna sobre el particular. Hacía rato ya que avanzábamos por la autopista, camino de Guadalajara. Tras la espalda de Zaldívar, a quien me costaba un poco mirar desde el asiento delantero, se desataba el brusco espectáculo de un atardecer de octubre. Cuando se viene encima la oscuridad, se tiende más a evocar a los muertos. Me acordé de los tres, del insondable Trinidad, de la tierna Irina, del irascible Ochaita. Y en su nombre, aunque fuera una debilidad sentimental, formulé la pregunta:
– ¿Por qué, Zaldívar?
– Creí que tendría su teoría también para eso -anotó, con desgana.
– La tengo -admití-. La chica, porque no era nadie. Ochaita, por pura soberbia: un patán que osaba plantarle cara y meterle juicio tras juicio. Sospecho que ya estaba hasta el gorro de recibir citaciones, y a fin de cuentas era más fácil cargárselo a él que sobornar a todos los secretarios judiciales. En cuanto a Trinidad, pudo hacerlo por varios motivos. Si no admite uno, escogeré el que dice Egea. Aunque no disipe todas mis dudas.
– Lamento no poder ayudarle -dijo el detenido, distante-. Tendrá usted que completar su fantasía como Dios le dé a entender. Ya se lo he dicho y es lo que repetiré hasta que me pongan en libertad. Soy inocente.
Zaldívar hizo honor a su aseveración. Cuando le despacharon a la cárcel, poco antes de la medianoche, tras un baldío interrogatorio y un desagradable careo con Egea, seguía proclamando su inocencia y amenazándonos a todos. Eso sí, sin perder su sonrisa. Aunque le considerase un canalla, la entereza no podía negársela. Ni eso, ni su recalcitrante estilo.