Capítulo 20 EL ALQUIMISTA IMPACIENTE

Los cinco periódicos de Zaldívar, como una sola voz, proclamaban a la mañana siguiente la existencia de una sucia conspiración contra su dueño, impulsada por los turbios intereses de sus competidores y orquestada torticeramente en torno a la no aclarada muerte de una persona próxima al ejemplar empresario. Para los tres diarios más moderados, el juzgado y la Guardia Civil actuaban como ciegos e involuntarios instrumentos de la conjura. Pero los dos más combativos planteaban abiertamente la corrupción del juez y de «elementos aislados del instituto armado», recordando para ilustrar su tesis algunos casos de prevaricación judicial y de narcotráfico realizado por guardias. A propósito de Trinidad Soler volvían a arremeter contra la central nuclear, denunciando en términos ambiguos un escándalo de tráfico de material radiactivo que estaba a punto de salir a la luz. Se veía que Zaldívar, dubitativo aún sobre cómo usar aquel extremo sin que le perjudicara, no había acertado a transmitir instrucciones claras al respecto.

Pereira me mostró los titulares con una sonrisa triunfal.

– Podemos felicitarnos, Vila -dijo-. El gran cerebro ha escogido la estrategia del perdedor. Ahora sólo falta que acuse al rey y al papa, y acabarán encerrándole en una habitación con los tabiques acolchados.

– No es muy inteligente por su parte -asentí-. Pero no hay que darle por derrotado, mi comandante. Presentará batalla hasta el final. Y usted sabe como yo que no es imposible que le absuelvan.

– Es igual, Vila. Este tipo está listo, aunque se le aparezca San Pedro en el juicio y lo suelten dentro de dos años. Cuando uno pisa el talego ya no vuelve a ser el mismo. Los que hasta ayer le saludaban en las recepciones o cogían sus sobres no volverán a dejar que se les acerque a menos de un kilómetro. Y eso es como la pena de muerte, para alguien como él.

– No le digo que no tenga usted razón, mi comandante. Pero me fastidiaría mucho que todo se quedara en un peón como Egea.

Pereira me observó con aire preocupado.

– Te has involucrado demasiado en esto, Vila. Voy a tener que darte otra cosa en seguida, para que te distraigas y te olvides.

– No me vendría nada mal que me dejara disponer de un día, mi comandante -le pedí-. Todavía me quedan por cerrar algunos detalles.

Pereira pareció recelar de mi petición. Quizá porque adivinaba que no se trataba de asuntos oficiales, sino de detalles de índole más bien personal. A pesar de todo no me negó su consentimiento:

– Está bien. Un día. Aprovéchalo.

Tras despachar con Pereira, me reuní con Chamorro. Estaba completando los informes, archivando expedientes y rematando la documentación del caso. Se la veía muy satisfecha, poniéndolo todo en orden.

– ¿Has terminado la limpieza? -pregunté.

– Casi, mi sargento.

– No sé muy bien cómo voy a recordar todo esto -le confié, mientras me sentaba a la mesa contigua a la suya y me acercaba el teléfono.

– ¿Por qué?

– Por todo. Por la manera en que Zaldívar jugó con nosotros, por ejemplo. O por el tiempo que dedicamos a investigar a Trinidad sin sospechar que él era el primer asesino. Hasta fuimos a acusar a Ochaita, que en realidad era su víctima. Nunca me había equivocado tanto, creo.

– Por si te sirve de consuelo -bromeó-, no hay muchos casos en los que el asesino muera seis meses antes que la víctima.

– Gracias, Virginia -dije-. No sé qué haría sin ti.

– Ya ingeniarías algo.

– No lo digo por hoy. Ha sido una investigación difícil.

– No hay nada que agradecer -le quitó importancia-. Me gusta mi trabajo.

Mientras marcaba el primer número, aproveché que ella volvía a abstraerse en los papeles para espiarla subrepticiamente. No era extraño que alguien como yo, con algún que otro desperfecto en la personalidad, se sintiera a gusto, siempre dentro de un orden, en un trabajo como aquél. Pero que Chamorro, una criatura incontaminada y llena de aspiraciones positivas, declarase su apego al esclarecimiento de homicidios, siempre me daba que pensar. A muchos, a mí mismo antes de conocerla, les habría parecido que una chica como ella estaba incapacitada para coexistir con la realidad criminal, y que en el caso de que se obstinara en hacerlo saldría lesionada de una u otra forma. Pero Chamorro no sólo había desmentido las expectativas de quienes dudaban de sus aptitudes, sino que iba sumando casos sin que ello la afectara de manera perceptible. Y lo más pasmoso era que en el fondo seguía conservando un residuo de ingenuidad. A veces se me ocurría que quizá fuera eso, justamente, lo que la hacía más dura que nadie.

Hablé primero con Dávila. La última vez que le había llamado había sido la víspera, cuando había concertado con él la recogida de la fuente radiactiva de debajo del asiento del Lamborghini de Ochaita. Hasta el momento, conforme a mi compromiso, me las había arreglado como había podido para mantener a la central nuclear en un segundo plano; no por los propietarios de la central, a quienes nada debía, sino por aquel hombre que se la había jugado en su día para ayudarme y para convencer a sus superiores de que le dejaran hacerlo. Después de leer las alarmantes insinuaciones que aquella mañana traían los periódicos de Zaldívar, consideré obligado llamarle para garantizarle que nosotros no éramos la fuente de la noticia.

– Ni por un momento lo había supuesto -dijo Dávila, que sonaba cargado de resignación-. Tenía que acabar saltando, antes o después. Nos pondremos la chichonera y a barajar. Después de todo, ésa no es mi guerra, sino la de la gente de relaciones públicas. Yo seguiré haciendo lo de siempre.

– Me alegro, porque auguro que la campaña irá a peor -le advertí-. Al dueño de esos periódicos puede interesarle ponerles en medio a ustedes. Con fundamento o sin él, eso da igual. Ya sabe que quien invierte el dinero controla el producto, sea el que sea. Y si se monta bien comprarse un periódico es como comprarse una fábrica de verdades a medida.

– Eso sí que es un lujo, y no un yate -opinó Dávila.

– Desde luego -coincidí-. El problema es que nosotros estamos atados por el secreto del sumario. No podremos ayudarles.

– Ya se moverán mis jefes donde tengan que moverse. Tampoco hay que preocuparse más de la cuenta. Al final, la gente quiere seguir encendiendo la luz, y poniendo el vídeo, y cocinando en la vitrocerámica. Incluso los de las pancartas. Por eso existimos y seguiremos existiendo.

– A lo mejor algún día alguien encuentra una alternativa -dudé.

– Ahora está de moda el gas natural -se rió Dávila-. Efecto invernadero a lo bestia y reservas limitadas. Y el sol y el viento y todas esas cosas sirven para poner una guinda verde, pero poco más. Si le soy sincero, la energía nuclear me intimida como a cualquiera, pero no veo otro camino. No la que tenemos ahora, porque lo de los residuos es un berenjenal. O inventan reactores limpios o nos vamos al cuerno. Han enseñado a la gente a necesitar demasiadas fruslerías. Me temo que el noventa y cinco por ciento de la población de Europa occidental aceptaría la destrucción del planeta a cien años vista si ése fuera el precio de poder seguir teniendo lavadora.

Decidí interrumpir en aquel punto la conversación. El poder de convicción de Dávila estaba a punto de erosionar mi actitud más bien reticente frente a la industria para la que aquel juicioso individuo trabajaba.

– Muchas gracias por todo, señor Dávila. Ha sido un placer.

– Lo mismo digo -repuso-. Dentro de las circunstancias.

A continuación busqué en la agenda un nuevo número. Al cabo de unos segundos, tenía al otro lado de la línea, una línea llena de ruidos e interferencias, la voz siempre enérgica de Vassily Olekminsky. En primer lugar, le hice un resumen de noticias, lo bastante abstracto como para no infringir mi deber de sigilo. Luego le pedí que siguiera localizable, ya que era un testigo de cargo esencial. Le advertí del peligro que corría, por ese mismo motivo, y le ofrecí protección, si creía necesitarla. Vassily se burló:

– Oh, no, sargento, sería cosa muy graciosa que Vassily fuera a todas partes con policía. Ruina total para negocio.

– Como quieras. Pero ándate con mucho cuidado.

– Claro. ¿Puedo hacer pregunta, sargento?

– Cómo no.

– ¿Por qué hicieron eso a Irina?

A esa pregunta podía haber respondido de muchas formas. Por ejemplo, según el testimonio de Egea: que sólo pretendían utilizar a Irina como cebo y que, ante la imprevista muerte de Trinidad, habían decidido eliminarla sobre la marcha para que no hubiera testigos. O según mi teoría: que su ejecución estaba ya decidida, y que la habían elegido a ella porque creían que trayéndola desde seiscientos kilómetros de distancia, y abandonando luego su cadáver en otro sitio alejado, nadie podría unir todas las piezas. Ambas posibilidades se resumían en una: para sus asesinos, Irina no valía más que cualquier otra herramienta empleada en el crimen. Pero no era nada de eso lo que podía contarle a Vassily. Improvisé otra versión:

– El hombre al que reconociste se volvió loco. Sabía que Irina no podía ser sólo para él y así desahogó su rabia.

Tampoco era una historia inverosímil. Seguramente Egea podría haber escogido a otra chica menos adorable que Irina. Quién sabía las razones que habían pesado en él cuando la había seleccionado para morir.

– Vida es mierda de verdad grande, sargento -sollozó Vassily, al cabo de un breve silencio-. Tú dime cuando es juicio y no preocupas nada, que voy a verle cara a ese cabrón. Así puedo escupir encima.

– No creo que te dejen acercarte, Vassily.

– No importa. Escupo muy lejos -se jactó.

El resto de los asuntos pendientes no podía o no debía arreglarlos por teléfono. Tampoco había ninguna razón para que obligara a Chamorro a venir conmigo, porque ella me había ayudado a resolver el caso, pero no eran suyas las responsabilidades que se trataba de zanjar. Así que la dejé allí, terminando de clasificar todos los papeles, bajé a buscar un coche y tan pronto como lo tuve partí una vez más hacia la Alcarria.

El día estaba lluvioso y oscuro, y tanto la lluvia como la falta de luz arrojaban sobre el ánimo una murria difícil de resistir. Conduje no muy deprisa por la autopista, entre la nube de agua que el limpiaparabrisas apartaba a duras penas con su tenaz barrido. A punto estuve de pasarme el desvío que debía tomar. Mientras avanzaba por la carretera secundaria, amainó la lluvia. Apenas caía cuando aparqué junto a la fachada de la casa-cuartel.

– Hombre, Vila -me saludó Marchena, efusivo-. Ya creíamos que te habías olvidado de nosotros. Como has estado dedicado a una investigación de alto nivel, que les zurzan a los guardias de pueblo.

– Sabes que no es verdad -protesté-. Aquí estoy, para probarlo.

Le puse al corriente de los últimos acontecimientos, en parte por la deuda moral que tenía con él y su gente, y en parte por lo que le afectaba. Al menos dos de los delitos, la muerte de Trinidad y la apropiación indebida de la fuente radiactiva, habían sucedido en su demarcación.

– A pesar de todo, tienes que reconocerme que yo no estaba nada descaminado -dijo, visiblemente orgulloso-. Se lo cargaron, y la tostada se había cocinado fuera de aquí. Lo que yo decía desde el principio.

– Eso parece -observé-. Pero el único que hasta ahora ha confesado jura que lo de Trinidad fue un accidente. Que sólo querían hacerle unas fotos.

– ¿Y qué va a jurar? Mira, Vila, a mí el tarro no me dará para estudiar latín, pero sí para ver estas cosas. Igual que sabía que la faena no era obra de mis vecinos, te digo que a ese desgraciado lo quisieron quitar de la circulación. ¿Unas fotos? ¿Y dónde estaba el fotógrafo?

– Eso es lo que yo pienso, también -asentí.

Marchena insistió en que tomara un café, lo que hizo que fueran ya las doce pasadas cuando volví a subir al coche y emprendí viaje hacia la última estación de mi recorrido. No encontré en su casa a Blanca Díez. Según me dijo la chica que me abrió la puerta, había aprovechado que acababa de escampar para ir al cementerio. Le pedí que me indicara cómo llegar.

El cementerio era bastante pequeño. Tenía una zona antigua, con algunas tumbas con las lápidas medio borradas. Al paso me fijé en una que carecía de lápida, pero que ostentaba un cartel metálico, muy limpio, que proclamaba que era de propiedad. Mejor tener descendientes celosos que el mejor de los mármoles. El muro del fondo del viejo recinto lo habían echado abajo y prolongando los muros laterales habían construido una nuevo unos cincuenta metros más allá. En este espacio recién conquistado, y apenas colonizado por una decena de sepulcros, encontré a Blanca, erguida ante uno de ellos. Había depositado sobre la lápida unos claveles blancos. La leyenda de la tumba no era original: Tus hijos y tu esposa no te olvidan.

– Buenos días, señora Díez -dije, sin elevar mucho la voz.

Blanca no me contestó en seguida. Siguió mirando la lápida, con aire ausente. Aguardé sin prisa, unos pasos detrás de ella.

– Hola, sargento -habló finalmente-. Esta mañana he vuelto a leer el nombre de Trinidad en los periódicos. Supongo que sabrá algo.

– Algo sé, sí.

– ¿Y va a contármelo?

– A eso vengo, en parte.

Blanca se dio la vuelta. Había estado llorando, y sus ojos oscuros brillaban como si la luz les saliera de dentro.

– ¿Cuál es la otra parte? -preguntó.

– La otra parte, naturalmente -expliqué-, es pedirle disculpas. Ahora que he terminado me doy cuenta de que no siempre me comporté como debía con usted. Espero que comprenda que fue por una buena causa.

– Comprenderé que fue por una causa, sargento -me corrigió-. Con eso basta. Que sea buena o mala siempre depende Dios sabe de qué. ¿Y qué es lo que ha descubierto, al final de su azaroso camino?

No era demasiado cómodo contárselo allí, de pie sobre el barro del cementerio. Pero asumí mi deber y le hice el relato que me pedía y al que tenía, acaso, más derecho que nadie. Blanca me escuchó sin que nada alterase sus facciones, ni siquiera cuando le conté que su marido había intervenido en la muerte de otra persona. No le dije hasta qué punto, calculando fríamente el grosor de plomo que permitiría envenenarle las entrañas a Ochaita con lentitud y sin que ninguna lesión externa delatase el proceso mortal. Pero ella podía deducir, y quizá dedujo. Al menos, inquirió:

– ¿Por qué hizo eso Trinidad?

Como para todo, porque ése es mi oficio, tenía una hipótesis: por despecho, por odio, por el rencor de haber sido vapuleado en público. Un hombre robusto como Ochaita a veces no sabe a qué se expone humillando físicamente a quien lo es menos, como en ese caso Trinidad. También pudo obrar por miedo a las amenazas de Ochaita, o por dinero, o porque Zaldívar ejerciera un ascendiente irresistible sobre él. Pero si tenía que elegir algo, elegía lo primero. Para Blanca, en cambio, me limité a decir:

– Nunca se está seguro de eso. Lo indudable es que lo hizo.

La viuda de Trinidad me dio por un momento la espalda. Se quedó mirando el valle, sombrío bajo el opresivo cielo gris. Soplaba una brisa que le echaba el cabello sobre la cara. Terminó por cogérselo con la mano.

– La transmutación -dijo de pronto, sin mirarme.

– ¿Qué?

– La transmutación, sargento -repitió-. El propósito de la alquimia. Hace un par de años traduje un libro inglés que iba de eso. Me sorprendió. ¿Sabe usted qué era lo que en realidad pretendían los alquimistas?

– Convertir el plomo en oro, si no recuerdo mal -dije, dudando si eso tendría que ver, de una forma enrevesada, con los manejos de Trinidad para preparar el paquete que había acabado con Ochaita.

– Frío, frío -denegó-. Eso pretendían los malos alquimistas. La verdadera transmutación consistía en mejorar la naturaleza del propio alquimista, no de los metales. Los metales sólo eran el instrumento. Por eso los que se impacientaban y se obsesionaban con el oro acababan consiguiendo el efecto inverso, empeorar ellos mismos. La transmutación, pero al revés.

– Perdone, pero no la entiendo.

Blanca volvió a apuntar sus ojos en mi dirección.

– No conozco a ese hombre del que me habla, sargento -dijo-. Algo lo cambió de arriba abajo. No era el mismo con quien me casé. Y ahora pienso si fue el dinero, como el oro a los alquimistas impacientes, y si sus hijos no podrán pedirme cuentas el día de mañana por no haber sabido impedirlo. O lo que es peor, por haberlo estimulado. Quizá yo me alegraba demasiado cuando veía cómo crecía nuestra fortuna. Ahora tengo una casa, y los millones que me queden después de que acabe conmigo Hacienda. Pero no le tengo a él. Y él era lo mejor que había encontrado en la vida.

Las lágrimas asomaron a sus ojos, y terminaron por caer. Pero Blanca no quiso apartar la cara. Mientras el llanto surcaba sus mejillas, ella inspiraba a fondo, para impedir que se le descompusiera el gesto.

– No le condene, ni se condene usted tampoco -le aconsejé-. Trinidad se metió en un lío demasiado complicado. Ésas cosas se sabe cómo empiezan, nunca por dónde salen. Y no todo el mundo es igual de fuerte.

– Trinidad era fuerte, se lo aseguro.

– A veces eso es aún peor que ser débil. En el límite todo se convierte en su contrario. La virtud en defecto, la fuerza en debilidad.

– Ya. Lástima que la filosofía china nunca haya acertado a consolarme. Ni a mí ni a nadie, me huelo -se mofó Blanca, forzando una amarga sonrisa.

– La intención era buena -me justifiqué.

Blanca quedó pensativa. Parecía recapitular, cerciorarse de que no quedaba nada que debiera preguntarme. Aún dio con algo:

– ¿Y qué fue lo que consiguieron, matándole?

De nuevo, no era aquélla una pregunta para la que tuviera una respuesta única. Y una vez más, elegí la que creí que más podía confortarla. A la postre la verdad es siempre dudosa, inasequible. En su lugar uno no puede levantar más que historias, y a una historia no cabe exigirle más que una cierta consistencia. Si de paso se puede lograr hacer bien a la gente, no hay razón para inclinarse por otra historia, que tampoco será nunca irrefutable. Así que omití hablarle de Patricia y de la posible venganza de un padre paranoico, aunque habría podido pergeñar una historia piadosa y no del todo infundada, mencionando lo mucho que la hija de Zaldívar se parecía a ella.

– Pues quizá no consiguieron nada -respondí-. Creo que quisieron deshacerse de su marido porque se olían que sufría remordimientos y que en cualquier momento podía avisar a Ochaita, o acudir a la policía a denunciarlo todo. Sí; al final, eso es lo que me parece más probable.

Blanca no era una mujer ingenua. Tampoco contaba con ello.

– Muchas gracias, sargento -dijo, bajando los ojos-. Está usted perdonado.

Echó a andar hacia la salida, y no la seguí. Me quedé allí, viendo cómo su espalda se iba haciendo más pequeña y calculando, con una súbita ansiedad, que jamás volvería a contemplar su rostro. Pero no estaba seguro de que me gustara aquella mujer. Había en ella algo inhumano, una intransigencia con la debilidad y la equivocación. En qué medida hubiera influido con ello en la vida o en la muerte de Trinidad, era una cuestión que no me correspondía en absoluto dilucidar. Aunque no pude evitar preguntármelo.

Desde entonces, he pensado con cierta frecuencia en Trinidad Soler. Por alguna razón, casi siempre lo imagino en la pasarela sobre la piscina azul, mirando absorto su contenido letal. Otras veces, en cambio, me lo figuro en sus últimos instantes de vida, acechando entre la bruma de las drogas y el alcohol el ensueño también azul de los ojos de Irina Kotova. Creo que Trinidad fue consciente de la muerte que había detrás de ese azul, como lo era de la que había al fondo de la piscina. Como todos sabemos de la negrura infinita que se oculta tras el cielo de una mañana de verano.

Esto es lo que querría comprender: por qué lo aceptó. Nunca he pretendido juzgarle, porque no es mi trabajo, porque ningún castigo puede añadirse al que recibió y porque una vez le hice una promesa que me toca honrar. Tan sólo me gustaría ser capaz de entender por qué un hombre como él quiso pasar la raya. Por qué, un mal día, decidió partir sin billete de vuelta hacia ese lugar oscuro y solitario donde el azul se desvanece.


Londres – Getafe – Madrid – Chidana de la Frontera,

16 de junio-19 de septiembre de 1999

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