Capítulo 5 AQUÍ NO HAY NADA TAN ALTO

Aquel mediodía nos reunimos a comer con Marchena y su gente. El almuerzo, en la propia casa-cuartel, lo aprovechamos para ponernos recíprocamente al corriente de nuestros respectivos avances, suponiendo que merecieran tan benévolo nombre. Después de la entrevista con la viuda, la sensación que teníamos Chamorro y yo era más bien desastrosa.

Marchena y sus hombres, por su parte, se habían entregado a buscar con ahínco a algún testigo que pudiera dar razón de los últimos movimientos del difunto. Conforme a las instrucciones del comandante, que yo les había transmitido obedientemente, habían puesto especial celo en tratar de conseguir alguna información acerca de la dichosa rubia.

De acuerdo con los datos que obraban en nuestro poder, los últimos que habían visto con vida a Trinidad, sin contar al recepcionista del motel, eran los de seguridad de la central, que le habían levantado la barrera para dejarle salir a las 18.05. Blanca Díez aseguraba que esa tarde no había vuelto por casa, así que el agujero negro se extendía desde entonces hasta las 0.15, hora aproximada de su llegada al motel, según el testimonio del recepcionista. Nuestros compañeros se habían empleado a fondo para tratar de rellenar ese hueco, pero todos sus esfuerzos habían resultado baldíos.

– Nadie le vio en esas seis horas -concluyó Marchena-. Ni en este pueblo ni el otro, donde vivía. Casi hemos ido puerta por puerta preguntando. Y en cuanto al asunto de la rubia, lo único que hemos conseguido es que se nos descojonaran todos. Coño, uno ochenta; ya lo creo que me acordaría. Te aseguro que al cuarto chistoso se le quitan las ganas de insistir.

– Ya me hago cargo -dije, mirando al techo.

La situación era comprometida. Allí estábamos, con la cabeza caliente y los pies fríos, sin saber muy bien a dónde apuntar. Había llegado al fin el momento temible, ése en el que uno se da cuenta de que la caja de cerillas está vacía y se pregunta con qué demonios va a prender la lumbre. El silencio que se apoderó de la habitación, y que se prolongó durante unos segundos interminables, era la mejor expresión de nuestra zozobra.

Lo que yo tengo claro -acabó saltando Marchena-, es que esa tarde debió de irse de la comarca. A Guadalajara, o incluso a Madrid. Es una hora de ida y otra de vuelta. Le sobraron cuatro para hacer el granuja.

Eso nos proporcionaría una explicación para la chica -reconocí.

Y un problema pistonudo -juzgó Chamorro-. Aquí no habría donde esconderla, pero en Madrid ya podemos echarle un galgo.

Compartía el disgusto de Chamorro. Ser un policía rural presenta sus inconvenientes, por ejemplo una indudable falta de glamour en muchas de las faenas que uno se tiene que echar a la cara. Sólo hay que fijarse en esas peleas a escopetazos que se organizan en algunos pueblos de vez en cuando. Pero por otro lado tiene la ventaja de que uno se mueve por ámbitos reducidos, donde nadie pasa desapercibido jamás. Con ese hábito, el que una investigación apuntara hacia una pista urbana, y nada menos que en Madrid, te producía un inevitable sentimiento de pereza y fatalidad.

– Por no mencionar que tendríamos que hablar con la policía -añadí.

Marchena, Ruiz e incluso Chamorro acogieron con ostensible desaire la contrariedad que acababa de descubrirles. En la práctica diaria, la rivalidad entre los cuerpos policiales se traduce en fenómenos de diversa gravedad. Uno de los más extendidos es que a cualquier miembro de uno le fastidia tener que admitir que necesita la ayuda de alguien del otro.

– Sería absurdo que intentáramos movernos por esos ambientes por nuestra cuenta -me justifiqué-. Emplearíamos meses en saber una décima parte de lo que ellos pueden contarnos tomando un café.

– De acuerdo, pero antes de eso deberíamos agotar lo que tenemos -se resistió Marchena-. A lo mejor estamos pasando por alto un punto: en todo ese tinglado perfecto que según la creencia generalizada era la vida de Trinidad hay un pequeño detalle que falla. Tomaba pastillas.

– Para evitar crisis de angustia -recordó Chamorro.

– No te creas que no he pensado en ellas -dije-. Por un lado pueden ser un indicio de algo que chirría, como estáis sugiriendo. Por otro, podría interpretarse que son la llave que nos cierra sin más el caso.

– ¿Y eso? -preguntó Marchena.

– Escuchad por un momento este cuento -propuse-. Trinidad es un hombre un poco pobre de espíritu, que gana más dinero del que esperaba y que a partir de ahí concibe sueños de grandeza. Se mete en una casa desmesurada, con una obra problemática y un montón de gastos. Lo hace lleno de ilusión, pero a veces las cosas que más quieres son justo las que te hunden la vida. El lío le desborda, y encima coincide con un deterioro de su relación con su mujer. De todo eso hace un mundo y empieza con el insomnio, las taquicardias y las convulsiones. De ahí pasa a tomar psicofármacos, que le alteran un tanto la personalidad, porque en alguna gente tienen esos efectos. Y una tarde, en lugar de volver a casa, coge el coche y enfila vete a saber a dónde. Empieza bebiendo algo. Si eso puede afectarle a un hombre sin mucha costumbre, no olvidemos que a él la medicación le hace más inestable. De alguna forma, quizá por casualidad, contacta con una profesional. Charla con ella, sopesa el dinero que le cuesta y de pronto decide que por una noche va a entregarse al desenfreno. Ahí entran en escena las drogas, que le convierten en un cóctel molótov. Como no controla muy bien, la lleva al motel que hay al lado mismo de la carretera. Y en mitad de la juerga, supera el límite y se le saltan los fusibles. La rubia huye para no dar explicaciones, y le quita el dinero por un cálculo canalla que tampoco nos importa demasiado. Fin.

Chamorro reflexionó en silencio sobre mi suposición. Marchena, al cabo de un momento, comenzó a asentir mecánicamente.

– Joder, Vila -dijo, con cara de pasmo-. Lo que hace tener estudios. Nunca se me habría ocurrido. Y es simple y redondo como un cubo.

Por eso mismo puede ser falso de principio a fin -le previne-. Nadie nos asegura que no es precisamente el cuento que alguien, y no Trinidad, ha querido contarnos. Pero ahora que lo tengo en la cabeza no va a dejar de incordiarme, sobre todo si seguimos con las manos vacías.

Prolongamos la conversación hasta la caída de la tarde. Aquel día no teníamos prisa, porque no íbamos a volver a Madrid. Habíamos aceptado el ofrecimiento de Marchena para dormir en el pueblo. Me apetecía despertarme con ruido de campanas, y de paso podríamos aprovechar para conocer un poco mejor el ambiente local. Por eso, aunque nos costó una laboriosa discusión, declinamos la invitación a cenar de la mujer de Marchena y salimos a dar una vuelta por el pueblo sobre el que ya se cernía la noche.

El casco viejo, parcialmente amurallado, se extendía entre dos cerros. En uno, el más alto, estaba el castillo, semiderruido. En el otro se alzaba la iglesia, una mezcla de románico y gótico, de amplia nave y notable fachada. Frente a ella había un parquecillo bien cuidado que daba a un mirador sobre la parte baja del pueblo. No lejos de allí había un viejo palacio, en el que según rezaba una placa reciente había nacido una princesa célebre por su belleza y por su infortunio. Las calles eran estrechas y una buena parte de ellas empinadas, pero estaban limpias y el empedrado era bastante regular. Chamorro y yo paseamos por ellas sin apresurarnos. No fueron muchas las personas que nos cruzamos en nuestro recorrido. Bajo aquella fresca y húmeda noche alcarreña, el pueblo parecía dormir un sueño centenario.

Nos detuvimos durante un rato ante la baranda del mirador. Chamorro se apoyó en ella y dejó volar la mirada sobre las luces del pueblo.

– Qué paz se respira aquí -dijo.

– Y eso que éste es el pueblo grande de la comarca -anoté.

Mi ayudante levantó la cara hacia el cielo. Se habían abierto algunos claros y entre las nubes titilaba un nutrido enjambre de estrellas.

– Encima tienen este cielo -exclamó, admirada-. Sin toda esa basura luminosa de Madrid. En momentos como éste creo que debería pedir destino. Aquí o a Cáceres, qué más da. Lejos del agobio.

– ¿Y por qué no lo pides?

Chamorro se quedó abstraída.

– Por no vivir bajo el mareaje de un sujeto como Marchena -dijo al fin-. Viéndole día y noche, de uniforme y de paisano, lunes y domingo.

– Tampoco es tan mal tipo, mujer.

– No digo eso. Digo que nunca me tomaría en serio. Además, tampoco me gustaría que me pasara lo que a una compañera de promoción. A los pocos días de incorporarse al puesto se le ocurrió ir a la discoteca del pueblo con un top y unos vaqueros ajustados. Casi paran la música cuando la vieron.

– Un rato arrojada, tu amiga.

– No creas. Sólo le gusta bailar. Tampoco es delito.

– Desde luego -admití.

– Pero aparte de todo eso, hay otra razón -agregó, casi inaudiblemente.

– ¿Cuál?

– Me gusta trabajar contigo.

Lo dijo sin mirarme. Chamorro era bastante púdica, para eso y para otras cosas. Uno de los motivos por los que la había aceptado sin reservas como ayudante había sido el modo en que la había visto sobreponerse a su pudor, la primera vez que habíamos trabajado juntos. Había sido una prueba dura para ella, porque era inexperta y porque me la habían endosado contra mi voluntad. Ahora, algún tiempo después, ya no parecía la muchacha tímida y dubitativa de entonces, y hasta se desempeñaba con un aplomo impropio de su experiencia. Pero yo sabía que para ello ponía en juego una voluntad heroica, que a ratos incluso me preocupaba. Porque no se me escapaba que debajo de todo eso, y conviviendo con su coraje, o quizá alimentándolo, había una sensibilidad frágil, que sólo en contadas ocasiones dejaba aflorar. Y cuando lo hacía, como aquella noche, yo necesitaba de toda mi escasa fuerza interior para reaccionar con la sobriedad que la situación requería.

– Bah, eso no debe apurarte -respondí-. Soy un bicho bastante común, lo mires por donde lo mires. Sargentos hay cinco mil, sin salir del Cuerpo. Y psicólogos frustrados, vete a saber. Lo mismo Díez o veinte veces más.

– Tal vez lo singular sea la intersección de los dos conjuntos -insinuó Chamorro, con un tono malicioso.

– Te he dicho mil veces que no me hables con tu jerga matemática -la reprendí-. Se me ha olvidado todo lo que estudié en el bachillerato. Además, aunque algunos cretinos crean que da tono, no es de buena educación dirigirse a la gente empleando términos que no comprende.

– Lo has entendido perfectamente.

– Uno puede trabajar casi con cualquier jefe, créeme -repuse, con una firmeza cada vez más precaria-. Yo ahora trabajo para el comandante Pereira, que no está mal, pero he tenido que soportar a cada uno que ni te imaginas. Recuerdo a cierto teniente, hace varios años, en los tiempos oscuros. La cosa estaba complicada, no te digo que no, pero a aquel tipo se le había ido la olla. Llevaba siempre una segunda pistola dentro del pantalón, montada. A partir de ahí, adivinas el resto. Y sin embargo, sobreviví.

Al fin, Chamorro enmudeció. Soplaba una brisa fría, pero agradable, y durante un minuto permanecimos allí quietos, sintiéndola en el rostro.

– Hay algo que se te nota siempre, Rubén -volvió a hablar mi ayudante. La mención de mi nombre de pila me alarmó, porque era algo que solía evitar. Desde que habíamos empezado a trabajar todo el día juntos la había relevado del engorroso mi sargento, pero su tuteo era siempre comedido.

– El qué -dije, porque creí que sería peor callar.

– Cuándo te interesa una mujer.

Palidecí. ¿Quería decir realmente aquello?

– Tenías que haber visto la cara que tenías delante de la viuda -explicó, sonriente-. Y ella también se dio cuenta.

Me eché a reír, aliviado, o quizá para encubrir una recóndita decepción.

– No importa -aseguré-. En realidad es una especie de técnica. Las mujeres tienden a relajarse con los hombres a los que creen que atraen sexualmente. Los consideran inferiores y no se protegen lo bastante. Prefiero que una mujer a la que debo sacarle información me crea atontado por sus encantos. Nunca se imagina que lo que me inspira es otra cosa.

– ¿Otra cosa?

– Curiosidad. Pura y simple. Eso es lo que me produjo la viuda nada más verla. Mucha curiosidad, no lo niego. Pero la curiosidad es el sentimiento más volátil. Sólo dura mientras queda algo por descubrir. Cuando apartas el último velo, antes incluso, se agota y necesitas otro enigma. Las mujeres no deberían sentirse demasiado halagadas por los hombres curiosos. Y me temo que casi todas tienen propensión a incurrir en ese error.

Chamorro no replicó nada a eso. Quizá trataba de calibrar mi sinceridad, o mis palabras la sumían en otras cavilaciones.

– De todas formas, he procurado sacarle utilidad a mi defecto -alegué, como posible descargo-. Debe de ser por eso, por tratar de reconducir a algo provechoso mi curiosidad insaciable, por lo que soy investigador.

– Sin embargo, yo no me considero nada curiosa dijo, circunspecta-. En realidad, a veces me parece que querría saber lo mínimo imprescindible para resolver el caso. Y una vez resuelto, olvidarlo en seguida.

– Por eso hacemos un buen equipo, Chamorro. Tu austeridad mental me sirve para mantener a raya mi fantasía desbordante.

– Así dicho, cualquiera pensaría que soy odiosa -se lamentó.

Dudé un segundo, abrumado por mi torpeza, pero en aquel punto no tenía más remedio que decírselo. Así que tomé aire y se lo dije:

– No, Virginia. No lo eres en absoluto.

El juego no fue más lejos. Cenamos en un mesón, y aprovechando que el camarero que nos atendía parecía bastante comunicativo, le sonsacamos sobre el impacto que había producido en el pueblo la muerte del ingeniero de la central nuclear. Nadie le conocía mucho, aparte de sus compañeros, pero entre lo poco que ellos contaban y la siempre incontrolable imaginación popular, corrían ya fantásticas historias acerca del suceso. Lo peculiar era que ninguna implicaba en lo más mínimo a la central. Con extrema cautela, traté de obtener la opinión que sobre ella tenía el camarero.

– ¿Qué voy a decirle yo? -me advirtió, con franqueza-. A mí me da de comer, como a casi todos aquí. Si no fuera por ella, este pueblo sería como uno de esos medio fantasmas que se ven en los documentales de la tele, con todos los jóvenes fuera y las casas cayéndose a pedazos encima de los viejos. Fíjese en esto, en cambio. Todo limpio, las calles y las plazas en condiciones, una biblioteca nueva, buenos chalés, y el dinero moviéndose y dando gusto a la gente. Como a muchos, al principio me jodía un poco que vinieran aquí, con sus cochazos y su aire de superioridad. Pero ahora ya nos conocemos todos, jugamos al dominó, y hasta yo me he comprado un coche alemán. No tan bueno como los suyos, claro, pero alemán, oiga.

– ¿Y no le preocupa todo eso de la radiactividad? -objeté.

– Qué coño. Es como el colesterol. Yo no me asusto con esas pamplinas. Verá usted, a mí me tocó la mili en el Sahara, cuando allí se estaba jodido de verdad. Me destinaron a Smara, un sitio de cuidado. Una vez estuvimos a punto de perdernos en el desierto, camino de El Aaiún. Eso sí que era para preocuparse, estar allí sin agua y sin saber hacia dónde tirar y pensando todo el rato en los moros y en los buitres. Eso se tocaba; te secaba la garganta, las pelotas se te hacían chicas como anises. Con perdón, señorita.

Chamorro levantó ambas manos, restándole importancia.

– En fin -prosiguió-, que no era como estas tonterías modernas, que ni se ven ni se huelen. El colesterol, la radiactividad, el ácido úrico. ¿Que te matan poco a poco?

Joder, la vida te mata poco a poco. Si el colesterol me trae al fresco, y lo llevo en la sangre, ya ve usted la radiactividad.

Mientras le escuchaba, pensé que se estaba perdiendo toda una idea para una campaña publicitaria agresiva en favor de la energía nuclear. Harto discutible, sin lugar a dudas, pero qué publicidad no lo es.

Preguntamos al camarero por un lugar donde ir a tomar una copa. Nos ofreció tres posibilidades, y entre ellas nos recomendó un pub o discoteca llamado, no sin cierta zumba, Uranio. Chamorro y yo nos encaminamos hacia el local sin ningún afán alcohólico, sólo por ver lo que podía deparar un jueves por la noche aquel pueblo y terminar allí de tomarle el pulso.

En Uranio, cuando entramos, no habría arriba de una docena de personas. No era mucho, pero tampoco era despreciable para un pueblo de aquel tamaño y una noche entre semana. En la barra había tres o cuatro hombres rubios, con pinta de extranjeros. No hablaban y bebían a grandes tragos. Según pudimos deducir después, eran técnicos alemanes que estaban haciendo algún trabajo en la central. El resto eran autóctonos, de diversas edades. Aparte de la mujer un poco obesa y varonil que atendía la barra, sólo había dos chicas, así que la llegada de Chamorro fue acogida favorablemente.

Pedimos algo y tratamos de pegar la hebra con la de la barra. A mí me costó bastante, por no decir que me dejó un par de veces con la palabra en la boca, pero Chamorro se las arregló en seguida para sacarle una sonrisa. A partir de ahí iniciaron un animado diálogo, que la otra sólo interrumpió ocasionalmente para ir a rellenarles el tanque a los alemanes. Chamorro condujo con habilidad la charla hasta lo que nos interesaba, y en cierto momento, aquella mujer se descolgó con una jugosa revelación.

– Vino por aquí alguna noche. Hará un par de meses o tres -calculó-. Era él, el ingeniero ese, el de la central Le he reconocido por la foto que traía hoy el periódico. Y lo mejor de todo: no estaba solo.

– No vendría con esa rubia de uno ochenta de la que habla la prensa, ¿no? -me entrometí, sin poder refrenarme.

La mujer de la barra me observó con visible desprecio. Después, volviéndose a Chamorro, le preguntó:

– ¿Cuánto es uno ochenta, así como tú?

Chamorro era alta; por decirlo todo, un poco más que yo, y además razonablemente esbelta. Eso tendía a complicarme un poco las cosas en cuanto a mantener la distancia jerárquica que debía mediar entre ambos, pero me las facilitaba en momentos como aquél. Al fin me percaté de por dónde iban los tiros y a partir de entonces me quedé en segundo plano.

– No -contestó Chamorro, algo envarada-. Uno ochenta es más.

– Aquí no hay nada tan alto -denegó la de la barra, categórica.

– ¿Pero era rubia? La mujer que vino con el ingeniero.

– No, morena. Bastante morena de pelo. Y blanca de cara.

– ¿Joven o mayor?

La mujer de la barra sonrió aviesamente.

– Bueno, para eso siempre hay gustos. Veintiocho o veintinueve, no más.

A grandes rasgos, ésa era toda la información que aquella mujer podía facilitar al respecto. Chamorro no quería insistir y yo tampoco quería que la cosa fuera demasiado lejos. Antes de tener que pelearme con aquel ogro para conservar a mi ayudante, pagamos y nos largamos de allí.

Salimos a la calle llevando todavía en los oídos la música que atronaba el local. Era una grabación bastante castigada de In the Navy, de Village People. De vuelta en la casa-cuartel, nos encontramos a Marchena, que todavía estaba en pie, aunque se había despojado de la parte superior del uniforme y en su lugar llevaba un jersey de punto de color burdeos.

– Tengo a Ruiz y a otro muchacho ocupándose de una «disputa familiar -explicó-. No será nada, pero por si acaso no he querido acostarme.

Estaba escuchando la radio. Nos sentamos con él y de paso le contamos la historia de la camarera del Uranio, que le dejó muy sorprendido. En ésas estábamos cuando en el programa que tenía sintonizado anunciaron una entrevista con el máximo dirigente de un grupo ecologista. El asunto no era otro que la polémica sobre la renovación del permiso de explotación de la central nuclear, que por esas fechas estaba tramitando el gobierno.

– Hombre, qué pequeño es el mundo -dijo Marchena.

El entrevistado era un hombre sereno que se expresaba con gran precisión y eficacia. Hasta el tono de su voz, grave y aterciopelado, resultaba persuasivo. Sus argumentos sonaban meditados, ecuánimes.

– Lo vendan como lo vendan, es demencial seguir produciendo energía con algo que genera residuos que hemos de almacenar durante cientos de miles de años -razonaba-. ¿Sabe usted cuánto es eso? Nuestra historia, suponiendo que empezáramos con los sumerios, que ya es suponer, no tiene arriba de seis mil años. ¿Quienes nos hemos creído que somos, para hipotecar la vida de gente a la que hoy ni siquiera podemos concebir?

– Culto, el gachó. Y en eso no anda descaminado -le apoyó Marchena.

EI dirigente ecologista demostró haber estudiado de forma exhaustiva los incidentes que había sufrido la central, de los que hizo una lectura ligeramente más alarmista que la que hacían los informes oficiales. Sin embargo, cuando el periodista trató de tirarle de la lengua sobre el reciente suceso del ingeniero muerto, se desmarcó en el acto:

– No quiero hablar sin conocimiento de causa sobre algo que afecta a personas que están sufriendo y cuya intimidad merece respeto. Quiero decir, además, que lamento mucho las especulaciones gratuitas vertidas por algún compañero en los últimos días. Creo que debemos centrarnos en lo que ahora nos preocupa, y dejar que de hechos como ése se encargue la justicia.

– Espero que lo haya oído el comandante -deseó Chamorro.

– No me digas que no es buena gente -añadió Marchena.

– Es listo -dije, con admiración-. Sabe que tiene poder, y que el poder no se puede usar al tuntún, metiéndose en cualquier charco.

– ¿Poder? -cuestionó Chamorro-. ¿No es más bien todo lo contrario, una especie de activista contra el poder establecido?

– Qué ingenua eres, Virginia. Sale en la radio, en el programa nacional, y fíjate con qué mimo le trata el periodista. Ya es parte del sistema. No digo que no cumpla un papel, no sé, higiénico; Pero no es ningún revolucionario. ¿Te he hablado alguna vez de Jung, un pelma al que tuve que estudiar en la facultad? Uno que se creía muy listo, porque los palurdos que iban a su consulta para que les leyera los sueños le tomaban por brujo. Bueno, pues hay algo en lo que le doy la razón a Jung: un revolucionario es un aguafiestas, alguien que siempre resulta incorrecto y blasfemo. Todo lo que ese hombre tan seductor de la radio ya no piensa resultar jamás.

– No capto lo que quieres decir, Vila -avisó Marchena, somnoliento.

– Nada. Que tenemos un problema menos del que ocuparnos.

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