El lunes siguiente, antes de que Chamorro y yo hubiéramos podido sentarnos a analizar la situación y decidir cómo explotábamos nuestras bazas, Pereira nos llamó a su despacho. Durante el último mes había tenido buen cuidado de mantenerle al corriente de nuestros movimientos, porque era muy consciente de lo que significaba que me hubiera permitido concentrarme en un solo caso. No sólo seguíamos teniendo una buena lista de asuntos pendientes, sino que en el ínterin habían surgido algunos otros. Entre ellos destacaba un horrendo crimen doble en la provincia de Murcia, que merced a su truculencia llevaba ya seis días sin caerse de los periódicos. Pereira me distinguía con su confianza y creía en lo que le decía, que en aquel caso que tan mal habíamos empezado se nos abrían al fin perspectivas prometedoras. Gracias a ello se había mostrado comprensivo, pero yo sabía que ése no era un estado en el que mi comandante se pudiera mantener eternamente. De hecho, llevaba algunos días notándole algo en la mirada.
Pereira no era dado a los rodeos, y aquella mañana no fue una excepción.
– Bueno, Vila, se os acabó el chollo -dijo-. Siento presionarte, pero quiero resultados inmediatos. Si vas a necesitar otro mes, te vas a Murcia cagando leches y ya lo iremos encajando todo como se pueda.
– Sería una lástima dejarlo ahora, mi comandante -me opuse, hasta donde podía hacerlo-. Estamos muy cerca.
– Convénceme.
Hice acopio mental de toda la información que habíamos ido reuniendo y me esforcé en elaborar con ella una síntesis lo más apañada posible. Gran parte ya la conocía el comandante, pero traté de ensamblarla y darle la coherencia que quizá él no había percibido hasta entonces. Uno no siempre está igual de lúcido y aquella mañana, por añadidura, aún no había tomado nada de cafeína. Mientras hablaba, noté que mi rendimiento estaba siendo mediocre y que las reservas de Pereira no menguaban, sino más bien al revés. Un poco a la desesperada, pasé a contarle lo que habíamos obtenido de nuestro asedio a Zaldívar. Sobre todo, la posición privilegiada hasta la que había logrado acercarse Chamorro la noche anterior.
– De todos modos -dijo Pereira, sin dejarse impresionar-, en eso que me cuentas me cuesta ver que tengas algún indicio medianamente preciso contra nadie. En cuanto a León Zaldívar, casi me parece lo contrario. No ha hecho ni dicho nada que le señale. Puede que sea un sinvergüenza, eso no lo niego, pero buscamos a un asesino, y todo lo que se desprende hasta ahora es que de veras apreciaba al difunto Trinidad Soler.
– No digo que Zaldívar sea nuestro sospechoso -expliqué-, aunque tampoco lo descartaría. Por un lado es verdad que parece carecer de móvil y que sus modos no son los de un matón. Pero por otra parte tiene demasiado dinero y demasiada voluntad de seguirlo teniendo como para andarse con contemplaciones, llegado el caso de quitarse de encima a alguien.
Pereira arrugó el ceño.
– No podemos pedir a un juez que procese a alguien por ser millonario.
– Lo que quiero decir es que de una o de otra forma, Zaldívar tiene la clave de este embrollo. Y lo que hemos averiguado sobre él puede ser nada, comparado con lo que ahora estamos en disposición de averiguar.
– ¿A corto plazo? -insistió Pereira.
En aquel momento podría haber tratado de ser entusiasta y haber prometido lo que no pensaba que estuviera a mi alcance conseguir. Pero ésa era una temeridad que no podía permitirme con Pereira.
– A corto plazo, no. Él es correoso, y su tinglado, complejo.
– No creas que no comparto tu punto de vista -me aseguró el comandante-. Puede que estés en lo cierto. La lástima es que no puedo dejarte una pizarra y parar el reloj hasta que acabes de demostrarlo. Podría, si tuviera un batallón de sesenta investigadores sesudos y minuciosos, licenciados en Harvard y dispuestos a trabajar venticuatro horas sobre veinticuatro, como los que tiene el FBI, si hay que creerse su propaganda. Pero yo tengo lo que tengo. Y ahora lo que me quema es un par de cadáveres con las tripas fuera y las manos cortadas que algún psicópata decidió fabricar en Murcia.
– Ya hay alguien encargándose de ello -alegué, tímidamente.
– No es sólo eso -me reconvino Pereira-. No quiero desautorizar tu criterio, ni tampoco condicionarte más de lo debido, pero en mi opinión deberías tratar de explorar sin más demora la pista de ese otro constructor, Críspulo lo que sea. Ahí tienes un móvil, indicios, etcétera.
– Sé que ése es el camino tieso, mi comandante -admití-. Pero me parece que aquí hay que dar algún rodeo, para no marrar el golpe.
– No vamos a discutir más, Vila. Ahora me toca sacar la estrella, y perdona por el detalle de mal gusto. Te doy hasta el viernes. Te organizas como quieras: investigas a Críspulo o que Chamorro llame a Zaldívar y le proponga que la lleve al cine. De verdad que me da igual, no te coarto en absoluto. Pero el lunes que viene hay algo o se acabó la exclusividad.
Una de las principales ventajas de ser comandante y no sargento es que se tiene mucha más ocasión de mostrarse sarcástico. A pesar de todo, concedí que Pereira cumplía con su deber, y por mi parte, no tenía más remedio que hacer aquello a lo que me comprometí al jurar bandera.
– A sus órdenes, mi comandante -dije, vencido.
A la salida del despacho del comandante, Chamorro se me dirigió amistosa y confidencialmente:
– Por si te sirve de algo, creo que tienes razón.
– Gracias, Virginia, pero la verdad es que no me sirve de mucho -le repliqué, todavía algo mosqueado-. Vamos a recopilar todo lo que haya sobre Críspulo Ochaita y hoy mismo nos vamos a verle.
Un vistazo a los archivos, una conversación telefónica con el siempre remoto teniente Valenzuela y algunas otras pesquisas nos permitieron completar el retrato, hasta entonces algo somero, que teníamos de Críspulo Ochaita. Era uno de esos tipos que se jactan de haber salido de la miseria y de haber ido subiendo peldaños sin ayuda de nadie, de un modo estrictamente autodidacta. El que se enseña a sí mismo carece de términos de comparación, y corre por ello el peligro de valorar demasiado lo que es y piensa. Al parecer, Ochaita había sucumbido a ese riesgo. A los que cuestionaban sus actitudes o sus procedimientos los despachaba sin más como idiotas o cagados, cuando no con ambas etiquetas. Tenía cuatro o cinco procesos por desobediencia y desacato, por incomparecencias en juzgados o por adjudicar epítetos menospreciativos a algún juez que le investigaba. Su incontinencia verbal corría pareja con las demás. Aparte del célebre Lamborghini amarillo, en el que iba a todas partes (despreciando la alternativa, cómoda y para él asequible, de ser conducido en otro tipo de vehículo por un chófer), se había hecho en un cerro próximo a Guadalajara una casa que ocupaba el cerro entero. Para ello había pasado por encima de protestas vecinales y de grupos ecologistas. Sobre el asunto había unas diligencias por delito urbanístico y ecológico, a las que se refería jocosamente siempre que tenía ocasión.
Como cualquier sujeto notable, porque Ochaita lo era, no estaba falto de cualidades. A decir de los que le conocían, incluidos sus enemigos, poseía una astucia natural fuera de lo común, un gran olfato para los negocios y una audacia a prueba de bomba. Y al contrario que otros nuevos ricos, era generoso. Las gratificaciones que distribuía entre los destinatarios más variopintos, desde colaboradores hasta aparcacoches, se habían hecho legendarias. Tampoco olvidaba dar fondos para iglesias que se caían a pedazos, hospitales o asilos de ancianos. A veces donaba sumas espectaculares. Ochaita era uno de esos hombres capaces de excederse en todo sin distinción.
Almorzamos en Madrid y con la comida recién aterrizada en el estómago nos pusimos rumbo a Guadalajara. Los cincuenta kilómetros que separan ambas ciudades transcurrieron en un suspiro, sin que nos diera casi tiempo a enterarnos. A eso de las cuatro y cuarto andábamos ya buscando el famoso cerro que Ochaita había desmochado en beneficio de su residencia y de una privilegiada vista sobre la llanura, y a las cuatro y media enfilábamos la carretera cuasiparticular que el constructor se había hecho para acceder a su mansión. Poco después nos cerró el paso una muralla digna de una fortaleza, tras la que oímos el ladrido de una jauría de perros presumiblemente homicidas. Aparcamos el coche y llamamos al portero automático.
– ¿Quién es? -gritó una voz desabrida, al cabo de un rato.
– Guardia Civil -dije, lacónicamente.
Pasaron varios segundos.
– ¿Y qué se les ofrece? -preguntó la voz, contrariada.
– Queremos hablar con don Críspulo Ochaita.
– ¿Sobre qué?
– Disculpe, pero no puedo decirle más. Es un asunto oficial.
– Espere.
Esta vez debimos aguardar cerca de un minuto. Volvió la voz:
– Don Críspulo no se encuentra.
Una respuesta hábil, y diplomática, sobre todo.
– Le ruego que le diga que es un asunto importante -insistí.
– Le repito que no se encuentra.
– Dígale que si no nos abre, vendremos con una orden judicial. Una orden de detención -me eché el farol, ya puestos a quemar aquel cartucho.
Se cortó la comunicación, esta vez durante dos o tres minutos. Ya estábamos a punto de rendirnos y de dar media vuelta cuando la voz resurgió como un estampido en el aparato, haciéndolo chirriar:
– Quédesen ahí. Tengo que atar a los perros.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y tras ella apareció un individuo escalofriante. Medía más de uno noventa, tenía unas orejas enormes y los ojos hundidos en unas cuevas oscuras. Vestía una ropa gastada y sucia y a la hora de buscar en mi memoria alguien a quien asemejarle sólo se me ocurrió el monstruo de Frankenstein en la versión de Boris Karloff. Pero el guarda de Ochaita era mucho más horripilante, y bastante más maduro.
– A ver la identificación -gruñó.
– Por supuesto.
Chamorro y yo le tendimos nuestras tarjetas, que examinó con gran atención, guiñando un poco los ojos.
– Sargento nada más -dijo, con suficiencia.
– Otro día vendrá el general -respondí-. Hoy tenía un compromiso.
– Mucha guasa tienes, Bevacula, o como sea -opinó, mientras leía mi apellido en la tarjeta-. Yo sólo llegué a cabo, pero entonces el asunto iba en serio. Entonces uno era autorídá. Hoy no habéis más que maricas, incluidos los generales. Por eso el Cuerpo ya no es lo que era.
Le miré despacio. Tenía coraje, y la fuerza suficiente para quebrarme el espinazo sin emplearse mucho. Pero no iba a callarme por eso.
– Es verdad, ya no nos ocupamos de meter en cintura a los gitanos y a los ladrones de gallinas -admití-. Mientras usted sigue recordando esos tiempos heroicos, ¿podría indicarnos cómo llegar hasta don Críspulo?
El guarda tardó en responder. Carraspeó con fuerza y dijo:
– Yo os llevo, pichones.
Seguimos al guarda a través del enorme jardín. No estaba nada mal, aunque no pude evitar compararlo con el de Zaldívar y en esa confrontación resultaba netamente derrotado en los apartados de organización, estética de detalle y estética de conjunto. La casa era un aborto faraónico, en el que se combinaban sin la menor ligazón todos los estilos arquitectónicos, desde el dórico hasta el futurista. Pero como no era el corresponsal de una revista de decoración y paisajismo, procuré sólo que me hiciera el menor daño posible. Una vez dentro del inmueble nos cruzamos con un par de mujeres lúgubres, con pinta de sirvientas, que ni siquiera alzaron la vista. Subimos al primer piso por una escalinata fastuosa, digna de que en cualquier momento cayera rodando por ella Escarlata O'Hara. Luego atravesamos un par de corredores flanqueados por cuadros inenarrables y acabamos desembocando en una sala que daba a un gran balcón. El balcón estaba abierto. Ante él, junto a una mesa con un vaso y una botella de whisky, había un hombre sentado de espaldas a la puerta. Llevaba un fino batín de seda, con dibujos de cachemir, y permanecía inmóvil. Vi que era un sujeto de buen tamaño, aunque tenía los hombros algo hundidos y encorvado el cuello. El cráneo, que era todo lo que le sobresalía del batín, aparecía bastante despoblado.
Cuando llegamos a su altura, el hombre que debía de ser Críspulo Ochaita alzó hacia nosotros una mirada furiosa. Lo que más me impresionó fue que los ojos que la sostenían parecían consumidos, como su rostro y su cuerpo todo. Rondaba los cincuenta años, pero aparentaba quince más. Tenía la tez amarillenta y los huesos le asomaban bajo la carne.
– ¿Tú eres el gilipollas que me quiere detener? -preguntó, con un vozarrón que casi habría podido decirse que le sobrevivía.
No consideré prioritario ofenderme, sino comprender por qué estaba así y de dónde sacaba las energías para arrojarme aquel venablo.
– Soy el sargento Bevilacqua y ésta es mi compañera, la guardia Chamorro -expliqué, como si respondiera a otra pregunta, formulada con más urbanidad-. Estamos investigando un homicidio y queremos hacerle unas preguntas, si no le incomoda demasiado.
– Joder, claro que me incomoda -respondió-. ¿Tú que te has creído, que se puede llamar a la casa de la gente y amenazarla con que la vas a detener así como si nada? ¿En qué tómbola te ha tocado el tricornio, pringao?
Así me iba a resultar un poco difícil. No dije nada, para darle la oportunidad de sosegarse. Fue una esperanza vana.
– Le he dicho a Eutimio que os dejara pasar para cagarme en la leche que os dieron y echaros luego a patadas -prosiguió-. Uno de los principales problemas de este país es que está lleno de incompetentes que no tienen ni puta idea de nada, pero como ahora todos somos simpáticos y láit y no queremos dar mala imagen, no hay quien tenga huevos de llamar inútil a quien lo es. Así vamos, cada vez peor, con todo lleno de sinvergüenzas y de chupones y de niños de papá. Todos viviendo como obispos, tocándose los cojones y lo que es peor, tocándoselos a los demás. Así que ya lo habéis oído: a asustar os vais a la guardería, y ahora largo de aquí, soplagaitas.
Durante una fracción de segundo, dudé entre dos estrategias completamente opuestas. Al final elegí la más arriesgada:
– Muy bien, señor Ochaita -dije, impasible-. Nos vamos. Pero usted se viene con nosotros. Queda detenido. Tiene derecho a una serie de cosas que supongo que ya sabe y que ahora le recordaré con tanto detalle como quiera, pero la primera de todas es a saber por qué se le detiene. Se le acusa de la muerte de Trinidad Soler, acaecida el 8 de abril de este año.
Ochaita abrió mucho los ojos, y Eutimio también. El dueño de la casa se apoyó a continuación sobre los brazos de su butaca e hizo ademán de levantarse. No completó el movimiento que había iniciado. A la mitad, su cara se torció en un rictus de dolor y volvió a caer sobre el asiento.
– Me cago en todo -barbotó-. Eutimio, las putas pastillas.
Eutimio se abalanzó con velocidad impropia de su edad y su envergadura hacia un mueble. De uno de los cajones sacó un frasco y un segundo después le tendió a su jefe una píldora que el otro se empujó adentro con lo que tenía más a mano, es decir, un trago de whisky. Durante medio minuto, Ochaita permaneció con los ojos cerrados y la boca apretada, mientras Eutimio nos observaba sin disimular sus instintos asesinos. Confieso que no acerté a reaccionar antes de que lo hiciera el disminuido Críspulo.
– Ya lo ves, sargentito como te llames -dijo, con un hilo de voz-. Me estoy muriendo a chorros. Así que contigo se va a ir tu puta madre. Yo me quedo aquí. Y si me queréis levantar y llevar en brazos, allá vosotros. Como a mí ya no me dará tiempo, le dejaré en mi testamento dinero a un abogado para que se lo gaste en que os echen a los dos de la Guardia Civil.
Aquél era uno de los atolladeros más incómodos en que me había metido jamás. Chamorro no paraba de mirarme de reojo.
– Siento que esté usted enfermo, pero si se niega a hablar con nosotros no tenemos otra solución que llevárnoslo -porfié, pese a mis dudas-. Si necesita cuidados médicos, llamaremos a una ambulancia.
– No te pongas borrico, sargento -me aconsejó, exhausto-. Para empezar porque sería una detención ilegal, y para terminar porque vas a perder el tiempo. Si me he zafado de cosas de las que soy más culpable que Satanás, cómo coño vas a colgarme esa mierda de la que no sé nada.
– ¿Niega conocer a Trinidad Soler?
Ochaita meneó la cabeza.
– No sé si eres retrasado o si te lo haces, chico. ¿Quién ha dicho eso? He dicho que no sé nada de su muerte. Por supuesto que le conozco. Hasta una vez le solté un par de hostias. Un momento -se detuvo, y me preguntó-: ¿Es por aquella tontería? Anda, que menudo sabueso estás tú hecho.
La pastilla debía de estar surtiendo al fin sus efectos sedativos. Por lo pronto, parecía que conseguía establecer un diálogo con él, claro que al precio de aguantar mansamente que me cubriera de toda clase de improperios. Decidí estirarlo cuanto fuera posible, aunque tuviera que seguir allí de pie, bajo la despreciativa vigilancia de Eutimio y sosteniendo la torpe amenaza de una detención que muy improbablemente iba a practicar.
– No es sólo por ese incidente -dije, tratando de mostrar aplomo-, aunque ya que lo menciona, disponemos de numerosos testigos que aseguran que aquel día usted profirió graves amenazas contra la víctima.
– ¿Cómo de graves? -preguntó Ochaita, dibujando a duras penas una torva sonrisa-. ¿Acaso dije que le iba a matar?
– Usted sabe que hay muchas maneras de decir las cosas.
– No para Críspulo Ochaita, sargentito -aseguró, prepotente-. Yo digo las cosas como me salen de las tripas. A ti te he amenazado con que voy a conseguir que te echen, y eso es lo que voy a hacer. Si hubiera querido amenazar de muerte a ese marisabidillo, pues lo habría hecho y en paz. Y luego habría salido el sol por Antequera, y yo me habría quedado tan fresco.
Ochaita me miraba desde abajo con una expresión entre asqueada y colérica. Su perro de presa, desde arriba, le imitaba fielmente.
– Pero no me negará su rivalidad con ese hombre -alegué-. Nos consta que en más de una ocasión se disputaron concesiones y obras. Y también nos consta que él le ganó a menudo, y que no siempre compitieron con buenas artes. No le voy a descubrir mucho más mis cartas. Lo que quiero que entienda es que no hemos venido aquí sin más, señor Ochaita.
Críspulo Ochaita lanzó una carcajada. Para cualquier otro hombre, habría sido una simple expansión, pertinente o no. Para Críspulo Ochaita, a aquellas alturas, era como escupir un pedazo de alma por la boca.
– Yo nunca he sido rival de ese mamporrero de chichinabo -rechazó-. Si acaso de su jefe o del jefe de su jefe, y más bien diría que al revés, que fue su jefe quien vino a tocarme las pelotas a mí.
Ochaita se paró a tomar aire. Debía de seguirle doliendo, pero se impuso a su sufrimiento y continuó, en el mismo tono de soberbia:
– Y si me ganaban, pues no te voy a negar que me jodía, pero también yo les ganaba a ellos y nunca he dejado de tener de sobra para hacer todo lo que me saliera del culo. Lo que no he entendido es eso que dices de que no peleábamos con buenas artes. Hablas como los maricones repeinados que salen en la televisión. Si lo que insinúas es que pagaba sobornos, pues sí, he pagado más sobornos que pelos tienes tú de cintura para abajo; que alguno tendrás, a pesar de todo. Y si quieres lo firmo ante notario o pongo una pancarta en la carretera. Como todo Cristo, diría para rematar la frase. Y ahora te chivas a un juececito soplapollas y que se ponga a montarme un sumario, y así tengo algo para reírme mientras me la chupan los gusanos.
No supe si Ochaita se estaba desahogando o si había sido así siempre, incluso antes de enfermar. En cualquier caso me abstuve de interrumpirle, porque ante todo me interesaba que siguiera largando.
– Y en cuanto a esas cartas que guardas en la manga -dijo-, no tengas vergüenza, sácalas y ponías encima de la mesa. Sé lo que llevas. Como decimos los jugadores de mus, todo perete: cuatro, cinco, seis y siete.
Ochaita calló al fin, agotado. Ahora era mi turno, y tenía que encontrar algo que me sirviera para romper su costra. Me la jugué.
– Va a dejarme que le haga una pregunta -anuncié, lentamente-, y me la contesta como quiera. Si lo prefiere me sigue insultando, o sigue jugando a ser el abominable hombre de las nieves. Pero le recomiendo que antes de decidirse piense un momento, para variar. Como experto que es usted, ¿qué diría que tienen las prostitutas rusas que no tengan las nacionales?
Puso cara de estupor.
– Eutimio, ¿tú le has dado un golpe en la cabeza a esta criatura? -preguntó, como si sinceramente le preocupara.
Vi a Eutimio esbozar una sonrisa. En su cara de engendro resultaba una de las más humillantes de que nunca he podido ser objeto.
– No se me escurra, señor Ochaita -intenté mantenerme firme.
El enfermo me midió con abierta curiosidad.
– No te entiendo, muchacho -dijo-. Tampoco me sé de memoria el código nuevo, la verdad. ¿Acaso es ahora delito irse de putas?
– No. Pero sí lo es matarlas.
– Hostia, otro muerto -exclamó-. ¿Por quién me has tomado, por una funeraria? Mira, chaval, yo de putas me voy cuando se me pone, que es muchas veces, o era, porque ahora ni se me levanta, con toda la porquería que me pinchan. Y lo he probado todo: nacionales, rusas, negras, chinas y hasta cojas, que tienen un morbo increíble. Las rusas no están mal, la verdad, pero tampoco me parecen más que otras. En fin, a lo que iba, que me he tirado a unas pocas, pero matar, ¿quién mataría a una puta? Eso sólo lo hacen los tarados que les piden que se vistan de enfermera o de monja. Yo puedo tener mis defectos, y hasta mis rarezas, pero soy un hombre cabal.
Tras hacer esta última declaración, Ochaita se quedó observándome. Tenía el mirar gastado y franco, como un toro medio desangrado ante el matador que enfila el acero temiendo volver a fallar la estocada. Por un segundo cruzaron por mi cerebro esbozos de frases que aludían a la Costa del Sol, a Irina Kotova, a una bala del nueve largo perforando una nuca. Pero ninguna de ellas llegó a materializarse en mis labios. De repente, sentí la acuciante necesidad de dejar de hacer el ridículo. Aquel despojo humano me estaba machacando, y comprendí que ninguna frase que se me ocurriera iba a doblegarle. Tampoco podía detenerle, porque habría sido rematar mi desatino. Tenía que retirarme y meditar otra táctica, si la había.
– Mira, sargento -volvió a hablar Ochaita, sin dejar de enfrentarme-. No sé cuánto me queda. No sé si serán quince días, o diez, o dos. No he tenido mala vida: lo he pasado bien, me he salido con la mía muchas veces y he podido darme caprichos que muchos nunca consiguen. Pero ahora todo me la sopla. Si te gusta algo de lo que hay en esta casa, llévatelo. Lo mismo te digo a ti, niña. A Eutimio le he dado todos los coches, y a una de las chicas toda la plata que solía limpiar. Yo ya no voy a necesitar nada, y lo que menos necesito, sargento, es que tú me creas inocente. Es más, si alguna vez hubiera matado a alguien, ahora me daría el gustazo de confesarlo. No es que no crea en el infierno. Vaya si creo: he vivido allí. Por eso no me importa lo que me espera. Después de todo, será como volver a casa.
De pronto, Ochaita había logrado desprenderse de su rencor de moribundo y sonaba pasmosamente sereno. Acepté que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro. Tragándome el orgullo, le dije:
– Está bien, señor Ochaita. Por ahora le creeremos. Y le ruego que nos disculpe si le hemos molestado. No era nuestra intención.
– Claro que era vuestra intención, capullo -me corrigió, sin apiadarse-. A ver si la experiencia os vale para espabilar un poco. Hasta nunca.
Le dejamos allí, con la mirada perdida en el llano amarillo, disfrutando de aquel triunfo casi póstumo. Eutimio hizo con nosotros todo el camino de vuelta hasta la salida. Antes de cerrar la puerta, sentenció:
– Lo que yo os decía. Una pandilla de maricas. No me extraña nada que ahora dejen entrar a las mujeres.