Capítulo 4 ALGUIEN DE SU LADO

Mientras la silueta gris de la central nuclear se iba haciendo cada vez más pequeña en el retrovisor del coche patrulla, le pregunté a Chamorro:

– ¿Qué opinas?

Mi ayudante se tomó unos segundos para meditar su respuesta.

– Pues que no hemos avanzado un milímetro -dijo.

– ¿Por qué?

– Si hemos de creerles, todo estaba y está demasiado en orden. Eso puede consolarlos a ellos, pero nosotros seguimos teniendo un cadáver.

– Quizá sea cierto que todo está en orden -sugerí.

– ¿Ésa es tu conclusión?

– Vayamos por partes -propuse-. Sobredo es el hombre al que pagan por dar una cara asequible y cordial, así que podemos prescindir de todo lo que nos ha dicho. El que interesa es el jefe de operación, por lo que hace, y porque lleva jersey, lo que quiere decir que entre sus prioridades no se cuenta la de ofrecer una imagen. Y la verdad es que parece un individuo bastante sólido. Si así es la gente que aprieta los botones, no creo que haya razones para pensar que estén haciendo funcionar ese trasto atómico de forma irresponsable. La única temeridad que podemos imputarles, por ahora, es la de tener a ese abogado para representar sus intereses. Si hubiera representado los de María Goretti, habría logrado que la acusaran de ir provocando.

– Mira que eres bestia -me afeó Chamorro, que tenía conocimientos sobre vidas de santas, algo inusual para su edad.

– Mujer, es una broma -me excusé-. El caso es que tampoco hay que condenarlos por el abogado. Será hijo de alguien.

– O sea, que tu hipótesis es que la central nuclear no tiene nada que ver.

– Lo era antes de venir, y lo seguirá siendo hasta que aparezca algo que me obligue a rectificar -admití-. Simplemente, Chamorro, no puedo imaginarme a la clase de personas que trabaja ahí organizando un crimen, y ejecutándolo de la forma en que habría sido ejecutado éste. Resulta demasiado estrambótico, aunque comprendo que a alguien se le caliente la boca delante de la grabadora de un periodista. Es una central nuclear, de acuerdo, ¿y qué? Los que la llevan son empleados, como cualquier otro, con la única diferencia de que están un poco mejor pagados. Y en cuanto a eso, estoy de acuerdo con Marchena. Razón de más para pensar que preferirán disfrutar en paz de sus BMW y viajar al Caribe, en vez de planear asesinatos.

– ¿Entonces qué? ¿Pasamos?

No, Chamorro. En este negocio nuestro no se puede pasar de nada. No estaría de más que tratásemos de enterarnos mejor de ese historial problemático de la central. Dedicaremos a ello la tarde, por ejemplo.

Eso fue lo que hicimos. Regresamos a Madrid y buceamos durante unas horas en la hemeroteca. De todos y cada uno de los hechos de los que había sido protagonista la central nuclear en los últimos años había profusa información. Primero la noticia, después los comentarios, y por último las comparecencias de las autoridades de seguridad nuclear en el Parlamento. También se reseñaban las marchas de los ecologistas, las manifestaciones y las protestas de toda índole. Por lo que Chamorro y yo pudimos deducir, los problemas habían sido bastante leves, como nos había asegurado Sobredo. Alguna avería de maquinaria eléctrica, algunos errores menores de diseño, algunos fallos en procedimientos y manuales. En sus explicaciones a los parlamentarios, las autoridades minimizaban siempre su importancia, e insistían machaconamente en que jamás había habido riesgo para los trabajadores de la planta y mucho menos para la población en general.

La bendición de las autoridades era reconfortante, pero no disipaba todas las dudas. Aunque Chamorro conocía la diferencia entre la fisión y la fusión nuclear, ambos éramos profanos en la materia. Por eso, nunca podríamos saber si los detalles que discutían los peritos en su jerga impenetrable, y que a nuestros ojos no tenían mayor relevancia, podían generar en alguien avisado alguna intranquilidad. Tampoco podíamos estar seguros, por otra parte, de que no hubiera otros incidentes que no hubieran trascendido, y en los que Trinidad Soler hubiera podido verse envuelto. El jefe de operación había denegado con presteza y convicción esa posibilidad, pero mi simpatía por Dávila no me llevaba a concederle un crédito ilimitado.

Sin embargo, el investigador es, ante todo, un gestor de probabilidades. Por mucha capacidad y mucho entusiasmo que se tenga, no puede correrse en todas direcciones a la vez. La única técnica factible consiste en desperdiciar la menor cantidad posible de esfuerzo, sin dejar de sondear todas las pistas que ofrecen alguna perspectiva. Así que resolvimos dejar en aquel punto, por el momento, el asunto de la central nuclear, y volvimos nuestros ojos hacia algo importante que aún no habíamos atendido.

La voz de la viuda de Trinidad Soler, cuando aquella noche hablé con ella, no me pareció la de una persona apocada. Sonaba amarga, como correspondía, pero a la vez diáfana y llena de vigor. Era bastante grave, lo que siempre me afecta un poco, tratándose de una mujer. Las mujeres de voz grave me recuerdan infaliblemente a Lauren Bacall en El sueño eterno. Lo que más me admira del Marlowe que en esa película compone Humphrey Bogart, algo deficitario en ciertos aspectos, es que sea capaz de aguantarle la mirada y el pulso a una hembra de tal calibre.

Según mis notas, la mujer de Trinidad se llamaba Blanca Díez. Me dirigí a ella muy respetuosamente, anteponiéndole el doña y demás. Cuando le propuse ir a verla a la mañana siguiente, me respondió:

– Mentiría si dijera que tendré mucho gusto en recibirle. Lo único que quiero, sabe usted, es poder dejar de pensar en todo esto. A veces siento que me va a estallar La cabeza, de tanto pensar. Pero venga cuando le parezca; quiero decir, cuanto antes. Cuanto antes mejor.

Le prometí que estaríamos allí hacia media mañana, que me pareció una hora no demasiado incorrecta. Así se lo comuniqué a Chamorro, a quien llamé a su casa para organizar la jornada siguiente.

– Muy bien -tomó nota-. ¿De uniforme otra vez?

– No -decidí-. Vamos a empezar a ser un poco menos visibles.

De acuerdo.

A través del teléfono escuché la música que Chamorro tenía puesta de fondo. Era un disco de Chet Baker que yo le había regalado por navidades, porque de vez en cuando no está de más que los jefes tengan algún gesto hacia sus subordinados (o ése era el camelo que había tratado de venderme a mí mismo como justificación). Reconocí la canción que sonaba. Era, cómo no, But not for me. Cuando interrumpí la comunicación, aquella melodía se me quedó dando vueltas dentro del cráneo. Nunca había estado en el piso de Chamorro, y nada me inclinaba a creer en la conveniencia de intentar que eso cambiara. Pero comprobar que mi viejo amigo Chet no sólo estaba allí, sino que se las había arreglado para hacerse un hueco en su corazón, me produjo a la vez una íntima satisfacción y una turbia envidia.

Cuando llega la noche y me noto a merced de sentimientos contradictorios; cuando, de noche o de día, me doy cuenta de que me tropiezo con dificultades insalvables para resolver mi tarea; o sencillamente, cuando no entiendo qué demonios pinto en el mundo, nada me alivia más que una dosis de trabajo manual. Según leí en alguna parte, los antiguos hebreos siempre enseñaban a sus hijos un oficio, incluso si aspiraban a que cultivaran su intelecto, o sobre todo en ese caso, porque creían (no sin perspicacia) que todo hombre instruido que no supiera trabajar con las manos acabaría convirtiéndose en un bribón. Por mi parte, y no debe achacarse a la negligencia de mi madre, sino a su situación algo apurada, nunca aprendí un oficio. A decir verdad, tampoco recibí una instrucción exquisita, pero como de un modo u otro me gano la vida con el cerebro, hube de ocuparme de buscar por mi cuenta algo que pudiera hacer con las manos. Y lo encontré.

Aquella noche, como otras, di en distraer el insomnio con mis pinceles. Para la ocasión escogí una pieza selecta, una rareza que había descubierto hacía poco en una tienda especializada. Se trataba de un cazador del regimiento de caballería Alcántara, aniquilado hasta el último hombre en Monte Arruit en el verano de 1921. Por aquellas fechas mi afición a los soldados de plomo me había permitido formar ya un nutrido ejército de combatientes derrotados (requisito único, pero inexcusable para entrar en mi colección): desde un guerrero espartano de Leónidas hasta un desaliñado miliciano de la Columna Durruti. Pocos podían, sin embargo, compararse a aquella figura con el uniforme hecho jirones que observaba cabizbaja, sable en mano, a su caballo agonizante. Sería, quizá, una tara adquirida a fuerza de indagar la vida de quienes mordían el polvo, pero lo cierto era que cada día me sentía más ajeno a los triunfadores y más próximo a los humillados. No sólo era que casi siempre me cayeran mejor; también tenía un aspecto práctico. Quien busca el trato del opulento a menudo no saca nada de ello, o cosecha frutos agrios y dudosos. Mi silencioso homenaje de aquella noche a los desdichados cazadores de Alcántara, en cambio, logró apaciguar mi espíritu. Y mientras trataba de conseguirle al cazador la expresión de ojos que la escena requería, me acordé de Trinidad Soler, que al margen de lo feliz o infeliz que hubiera sido en vida, ahora pertenecía también al bando de los vencidos. Eso significaba que nadie, más allá de la frase piadosa o del elogio fúnebre, deseaba ya realmente estar junto a él. Ni siquiera su viuda, que sólo quería olvidarle y dejar de pensar. Por si le valía como consuelo, aunque sé o temo que un muerto ya no es nada, aquella noche le prometí a Trinidad que pasara lo que pasara siempre quedaría alguien de su lado. Si los demás podían o debían abandonarle, yo tenía la obligación de ocuparme de él.

Al final dormí dos o tres horas, lo que me obligó a ingerir unos cuantos cafés antes de poder empezar a considerar que mi mente estaba en condiciones de dar algún rendimiento. Nada más llegar a la oficina me tropecé con los primeros desafíos para mi paupérrimo estado. Los periódicos nacionales habían entrado a saco en el suceso. Alguien debía de haber hablado con el recepcionista, porque la maciza rusa ya aparecía en escena, con todo su potencial morboso. Algunos diarios habían hecho, además, el mismo ejercicio que Chamorro y yo la tarde anterior. Habían rastreado en sus archivos y ofrecían, resumido, el historial de incidentes de la central.

– ¿Qué te parece? -me preguntó Chamorro.

Se la veía dispuesta y fresca, como todas las mañanas, Aquel día, además, traía el pelo un poco húmedo. Gracias al agua su cabellera parecía más oscura y recogida, lo que daba a su rostro un aire de especial despejo.

– Me parece que tengo que ir a hablar con Pereira -farfullé.

El comandante me recibió con gafas oscuras. Ante mi estupor, porque el día estaba más bien cubierto, me informó, malhumorado:

– Me ha salido un orzuelo.

Lo tomé por un mal presagio, pero no hubo sangre. Le conté lo que temamos y lo que nos faltaba. Se mostró comprensivo. A fin de cuentas, sólo llevábamos día y medio de investigación y no podían esperarse resultados concluyentes. Pero antes de despedirme, Pereira me recomendó:

– Apóyate en nuestra gente de la zona. Que remuevan cielo y tierra, a ver si encuentran a alguien que le viera con la rusa, o lo que fuera.

– Lo haré, mi comandante.

– Yo aguantaré aquí lo que caiga. En el fondo, si te soy sincero, me importa un rábano. Ya estoy cansado de chupatintas histéricos. Lo que de verdad me preocupa ahora es que se me ponga bueno el ojo.

Pereira rara vez me abría su corazón de esa forma. Por si acaso, preferí hacer como que no había oído:

– A sus órdenes, mi comandante.

Cogimos un coche camuflado y emprendimos una vez más el camino de la Alcarria, que ya comenzaba a sernos familiar. El día estaba lluvioso y aquélla era por tanto una de las clásicas mañanas deprimentes de Madrid; una de ésas en las que sobre el asfalto resbaladizo progresan a duras penas cientos de miles de personas amargadas, reprimiendo a duras penas el impulso de partir de un puñetazo el frontal extraíble de la radio. Tardamos mucho en salir de la ciudad, y cuando ante nosotros se extendió el espacio libre de la autovía, Chamorro dejó que su pie coqueteara con el acelerador más de lo que en ella era corriente. No pude evitar una sonrisa maliciosa. Incluso ella era vulnerable a los efectos desquiciantes del atasco.

La casa de Trinidad Soler era un chalé soberbio en todos los sentidos, a pesar de los remates que le faltaban. Se hallaba sobre una colina con una impresionante vista sobre el valle. En lontananza se distinguía la silueta omnipresente de la central, vomitando como siempre al aire sus dos grandes penachos de vapor. En el jardín había una zanja enorme; posiblemente, deduje, el hueco destinado a convertirse en una piscina. La casa estaba algo retirada del casco de la población. Me pregunté cómo habría conseguido Trinidad la licencia para levantarla en tan privilegiado emplazamiento.

Cuando nos acercamos a la valla, acudieron al punto dos rottweilers. Venían sigilosos, sin gruñir siquiera, y se nos quedaron mirando fijamente.

– Un par de consumados asesinos -apreció Chamorro, intimidada-. Entrenados para sorprender a la víctima.

Tocamos el timbre y los perros empezaron a ladrar. Al cabo de medio minuto apareció una mujer en la puerta de la casa. Hizo seña de que esperásemos y vino hacia la valla con un paraguas y dos cadenas en la mano. Se inclinó sobre los perros y los enganchó a ambos en un abrir y cerrar de ojos.

– Lo siento. Un día de éstos tengo que llevarlos al veterinario, para que les ponga una inyección -dijo, con gesto ausente, mientras los apartaba.

Arrastró a los perros hasta una caseta a unos treinta metros y los dejó allí amarrados. Luego regresó a la cancela y nos abrió.

– Buenos días -saludó-. Blanca Díez.

Y me tendió la mano. Yo perdí un segundo en contemplar sus dedos, blancos como su nombre, y después, mientras los estrechaba, alcé lentamente la vista hacia su rostro. Chamorro había ganado su primera apuesta: no medía uno ochenta. Por educación, no quise comprobar si había algún signo que permitiese confirmar o desmentir su otra suposición malvada, la relativa al deterioro gravitatorio acentuado por los embarazos. Lo que no se cumplía en absoluto era que Blanca Díez estuviera gorda. Tampoco era lo que suele entenderse por una mujer espectacular. En realidad, era bastante más que eso. Lo comprendí al ver sus ojos oscuros, su cabello color carbón, el exquisito óvalo pálido de su cara. Durante una época, en mi adolescencia, me interesé mucho por Juana de Arco. Le suponía una belleza mística y fanática, que trataba de reconocer sin éxito en los retratos que de ella caían en mi poder. Incluso después la seguí buscando en el rostro de alguna que otra mujer real. No podía imaginar que iba a encontrarla en la Alcarria, dos décadas más tarde, encarnada en aquella viuda de cuarenta años.

– Soy el sargento Bevilacqua -dije, un poco aturdido-. Ésta es mi compañera, la guardia Chamorro.

– Mejor será que entren en seguida. Van a empaparse.

Recorrimos a buen paso el sendero, todavía a medio terminar. Una vez en la casa, Blanca Díez nos indicó que pasáramos a una especie de salón. Chamorro y yo avanzamos con prudencia y nos quedamos a la entrada. Era una habitación gigantesca, con grandes ventanales que aquella mañana daban al valle velado por la lluvia. La viuda de Trinidad Soler se nos unió al poco y nos pidió sin mucha ceremonia que tomáramos asiento. Después se sentó frente a nosotros, en una especie de mecedora. Vestía un suéter negro de cuello alto, sobre el que se dibujaba su escueta barbilla. Durante Díez o quince segundos estuvo quieta, mirándonos con sus ojos profundos.

– Y bien. ¿Han encontrado ya a esa mujer? -preguntó al fin, en tono neutro, como si quisiera afectar indiferencia.

– No -confesé, con humildad-. Y creo que nos costará bastante hacerlo, salvo que usted pueda darnos alguna pista.

Blanca Díez dejó escapar una risa fatigada. -No sé cómo podría. Todavía no consigo hacerme a la idea. Creí que ustedes vendrían y me explicarían algo. Que me contarían, por ejemplo, si es verdad todo lo que dicen los periódicos.

Era un trago, pero me pertenecía. Sin arredrarme, lo afronté:

– Todo, no. Siempre inventan algo. Lo que nosotros podemos decirle, y es prácticamente cuanto sabemos, es que su marido apareció desnudo y maniatado, en la habitación del motel. También puedo informarle de que los análisis han revelado una alta concentración de alcohol y drogas en su organismo. Y por lo que se refiere a otros detalles, al parecer llegó a la habitación acompañado de una mujer muy atractiva con acento extranjero, Por cierto utensilio hallado en el cadáver, da la impresión de que hubieran practicado con él, en fin, ciertos juegos no demasiado corrientes.

– Un eufemismo lamentable, sargento -desaprobó mis esfuerzos la viuda-. Aunque en el fondo se lo agradezco.

Me dolió percibir aquella condescendencia en las facciones de Juana de Arco, pero la vida a veces tiene esa perversa habilidad para herirnos. De modo que me saqué la daga de las costillas y decidí empezar a atacar:

– Señora Díez, ¿acostumbraba su marido a pasar la noche fuera de casa?

Blanca Díez se tomó un segundo, antes de responder. -Lo había hecho alguna vez. Pero no acostumbraba. -¿Por qué lo había hecho antes? ¿Había algún problema entre ustedes?

– Había muchos -dijo, con una sonrisa-. Dos hijos, esta casa, la otra, su trabajo, el mío, y las cicatrices de doce años de convivencia. Montones de problemas, como en cualquier matrimonio. Si me pregunta si yo le quería, no tenga duda. Si quiere saber si él me quería, puede ir al cementerio y llamar a la tumba. Yo sólo puedo decirle que no me parecía que no.

No titubeaba en ninguna frase, en ninguna palabra. Era como si se estuviera sometiendo a una prueba. Y como si la estuviera superando. De todo su discurso seleccioné un punto que podía ayudarme a ficharla.

– ¿Puedo preguntarle en qué trabaja usted, señora Díez?

– Puede. Soy traductora.

Me extrañó. No pude evitar decirlo en voz alta:

– ¿Y no la perjudica para su trabajo vivir aquí?

– En absoluto. Tengo ordenador y teléfono. Me envían los textos y yo los devuelvo traducidos por Internet. Es lo más cómodo para mí y también para quienes me encargan los trabajos. Tienen prisa, casi siempre.

– ¿De qué lengua traduce? -me dejé llevar por la curiosidad.

– Del inglés y del alemán, sobre todo. Del italiano y del francés, rara vez. Inventan menos, o lo venden peor.

Aunque me lo contaba todo, amablemente, advertí en su mirada que si seguía interrogándola sobre sus cosas acabaría encontrándome con alguna pulla que lamentaría escuchar. Así que volví al hilo:

– Quisiera hacerle una pregunta delicada, señora Díez. ¿Sabe si su marido tomaba alcohol o drogas habitualmente?

– Que yo sepa, vino en las comidas. Y más bien poco.

– ¿Nada más?

– Nada. Si acaso puede añadirle unas pastillas que le habían recetado.

– ¿Qué clase de pastillas?

– No soy experta en eso. Desde hacía algunos meses tenía problemas de insomnio, palpitaciones, incluso le dio alguna convulsión. Fue al médico y le dijo que eran crisis de angustia, o algo parecido. Por estrés, o porque sí. A veces, por lo visto, la causa es puramente química. Le mandaron una medicina para controlarlo. Y la verdad es que había mejorado bastante.

– No tendrá por ahí algún frasco de esa medicina.

– Creo que sí.

Volvió al cabo de un minuto con el medicamento. Miré la composición: bromazepam. Saqué el prospecto y anoté mentalmente los efectos derivados de una dosis excesiva, y de su combinación con otras sustancias. Por lo demás, eran unas pastillitas diminutas, que casi parecían de juguete.

– Haga un esfuerzo, por favor. ¿No se le ocurre a usted ninguna razón por la que su marido podía sufrir esas crisis? -escarbé.

– Ninguna o cien, al final es lo mismo. Podía ser su trabajo, la obra de la casa, la mudanza, o quizá que ya había pasado de cuarenta años y veía que le faltaba menos para morirse. La angustia es libre, sargento.

Decía la verdad o no, eso no podía discernirlo. Pero lo que a aquellas alturas quedaba claro era que con más preguntas directas por ese camino no iba a conseguir nada de ella. Era demasiado fuerte, suponiendo que mintiera, para caer ante mis pobres recursos inquisitivos.

– Tienen ustedes una bonita casa -observé.

– No está mal -admitió, apagada-. A él le hacía mucha ilusión. Ya ve.

– No quisiera ser indiscreto, pero a juzgar por esto y algunas otras cosas, no parece que la economía debiera preocupar a su marido.

– Ganaba un buen sueldo. Y a mí no me pagan poco, por si había pensado que sí -dijo, inmodesta-. Estoy especializada en algunas materias en las que cuesta encontrar traductores que no entreguen chapuzas inmundas.

Otro pinchazo en hueso. Tampoco por aquí había muchas perspectivas. Aunque fuera algo ventajista por mi parte, decidí volver a lo afectivo: -Me resulta muy embarazoso preguntarle esto, señora Díez, pero puede ser importante para la investigación. Que usted supiera, ¿su marido salió alguna vez con otras mujeres durante su matrimonio?

– Que yo supiera, no -repuso, lacónicamente.

– ¿Y a qué achaca que hace tres días decidiera hacerlo?

Aquí, Blanca Díez pareció por primera vez no tenerlas todas consigo. Se retorció lentamente las manos, antes de responder:

– No está preguntando a quien debe, sargento. Tal vez deba preguntárselo a usted mismo, como hombre. ¿Por qué una persona como Trinidad, cariñoso, responsable, sensato como pocos, pierde de pronto la cabeza y se va con una zorra a hacer todo tipo de disparates, que terminan por costarle la vida? Dígame usted, ¿qué voy a poder contarles a sus hijos, cuando me pregunten, ahora o dentro de unos años? ¿Que para el hombre que fue su padre, de repente, nada valió más que una rubia con las tetas duras?

Si había querido devolverme el golpe, lo había conseguido. De improviso me sentía allí, entre ella y Chamorro, como el acusado ante el más severo de los tribunales. Mi abominable delito: hacer pipí de pie.

Por fortuna, disponía de una ayudante con reflejos.

– Escúcheme, señora Díez -se interpuso, con suavidad-. Para nosotros, se trata principalmente de saber si a su marido le quitaron la vida o falleció por causas accidentales. Si no hay nada que nos haga pensar lo contrario, habrá que inclinarse por lo segundo. Y si llegamos a esa conclusión, no vamos a perder mucho tiempo tratando de dar con esa mujer.

– Me importa bien poco si dan con ella o no, agente -se revolvió la viuda.

Aquello había tocado fondo. Vi que no serviría de nada prolongarlo.

– Está bien, señora Díez -dije-. Tomo nota de su teoría. Si no he entendido mal, lo que cree es que su marido sufrió una especie de arrebato erótico.

– Yo no tengo ninguna teoría, sargento -respondió, recobrando la frialdad-. Espero a conocer los resultados de su investigación.

Blanca Díez nos acompañó hasta la verja. Los dos rottweilers seguían atados, aunque luchaban furiosos por romper sus cadenas. Causaba cierto nerviosismo mirarlos. Como bien señaló alguien, ninguna cadena es más fuerte que su eslabón más débil. La lluvia había amainado y la viuda de Trinidad Soler caminaba junto a nosotros con los brazos cruzados sobre el pecho. Cuando llegamos afuera, me dirigí a ella con precaución:

– Disculpe si en algo la hemos molestado. La tendremos informada.

Blanca Díez asintió, despacio. Con los cabellos revueltos por el viento y las manos aferradas a los codos me pareció de pronto una niña indefensa.

– Hay algo que quiero que sepa, sargento -dijo, antes de despedirnos-. Para mí, existió ante todo un Trinidad Soler. El hombre con el que tuve a mis hijos y superé las dificultades. El hombre que estuvo a mi lado y apenas pudo disfrutar de lo que conseguimos juntos. A él le añoraré siempre, descubra lo que descubra del desgraciado que encontraron en el motel.

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