Mientras volvíamos a Madrid, la tarde se fue nublando. Al llegar al desvío de la M-30 el cielo se abrió de pronto y una tromba de agua se abatió sobre la ciudad. Aunque había puesto el limpiaparabrisas al máximo, Chamorro hubo de hacer grandes esfuerzos para orientarse. Cinco minutos después nos vimos atrapados en un atasco monumental. En un luminoso de señalización, unos cien metros por delante de nosotros, atisbé un triángulo rojo con un coche amarillo volcado en su interior. Al poco pude distinguir las temibles letras «ACCIDENTE CARRIL DERECHO.» La ristra de luces rojas se perdía al fondo de la cortina de agua, que seguía cayendo sañudamente.
– Creo que disponemos de un rato para reflexionar -dije.
– Es una forma de enfocarlo -opinó Chamorro, soltando el volante.
Eran las primeras palabras que los dos pronunciábamos desde Guadalajara. De pronto me sentía menos agobiado. Lo mejor de los días funestos, como aquel que nos agonizaba entre los manos, es el momento en que terminan de torcerse del todo. Viene a ser un alivio, porque a quien ya no espera ningún suceso alentador no hay manera de frustrarle más. Ahora que estaba claro que aquel día no sólo no iba a ocurrimos nada bueno, sino que encima íbamos a llegar a casa a las tantas, podíamos al fin relajarnos.
– Ha sido un encuentro muy aleccionador -observé, escuetamente. No hacía falta que mencionara a Ochaita para que Chamorro supiera a qué me estaba refiriendo. Ambos seguíamos pensando en él.
– Y que lo digas -asintió.
– No es malo que de vez en cuando te revuelquen -juzgué-. Es una especie de gimnasia. Previene el exceso de confianza y la tendencia a subestimar al adversario. Si lo miras, nuestro oficio tiene un punto de presunción. Debemos ser capaces de desarmar a cualquier sospechoso, de desenmascarar a cualquier asesino. Como si fuéramos más listos que nadie. Pero no lo somos, y nos viene bien que alguna vez nos lo recuerden. Porque nuestra baza no es nada de eso: ni la sagacidad, ni el ingenio, ni lo duros que podamos parecer. A veces el de enfrente es necio, o patoso, o blando, y con esas mañas te vale. Cuando la tarea es difícil, lo que sirve es otra cosa.
– Qué -murmuró Chamorro, distraída.
– Qué va a ser. El maldito tesón. Al fin y al cabo, nosotros somos el brazo ejecutor de la normalidad, que nos ha encomendado reprimir a los anormales. Y la normalidad siempre se impone, pero a la larga. No puedes ser más alto que el más alto. Tienes que esperar a que flaquee y se agache.
– Sabes que puedes contar conmigo lo que haga falta -aseguró mi ayudante-, pero yo diría que esto se nos ha puesto muy oscuro. Tendríamos tiempo si no hubiéramos agotado la paciencia de Pereira. Como no se nos ocurra pronto alguna idea brillante, nos vemos camino de Murcia.
– No estoy de acuerdo, Chamorro -disentí-. Me refiero a lo de la idea brillante. Me temo que el problema es justo lo contrario: una falta de método. Tengo la sensación de que en algún punto del camino nos hemos perdido. Nos hemos alejado de lo esencial y hemos dejado que nos despistaran.
– El caso es que no iba tan mal -dijo Chamorro, con una especie de añoranza-. Desde luego, no será por falta de sospechosos. Lo malo es que todos ellos lo siguen siendo, tanto como lo eran hace quince días. Ni más, ni menos. Si te fijas, no hemos podido comprometer ni descartar a ninguno. Es como si todos los esfuerzos se nos hubieran ido en nada.
– Y ahora sólo nos quedan seis días -recordé-. Pero hay que pararse y templar. Hacernos a la idea de que tenemos todo el tiempo por delante y preguntarnos: por qué, cómo. Regresar al principio, a los hechos.
– ¿Tú crees?
– Figúrate por un momento que vuelve a ser abril y que sólo sabemos lo que sabíamos entonces. Que el muerto es un ingeniero de la central nuclear, y que llegó acompañado de una rubia despampanante.
– ¿Y?
– Pues que nos hemos olvidado de las dos: de la central y de Irina. Y las dos cuentan para resolver el primer enigma que hemos tenido todo el tiempo encima de la mesa. No se trata de los dudosos negocios de Zaldívar, ni de las ansias de desquite de Ochaita, ni de los impenetrables sentimientos de Blanca Díez. El primer enigma, Virginia, es Trinidad Soler.
Chamorro no contestó. Se quedó mirando al fondo de la tarde tenebrosa.
– Tenemos que volver al hombre que fue capaz de reunir a su alrededor a unos seres tan distintos -proseguí-. El hombre que sedujo un día a la escéptica Blanca Díez. El mismo que trabajaba calladamente en la central nuclear, mientras le ganaba los concursos a Ochaita y recibía las confidencias de Zaldívar. El que una noche se encontró con Irina no sabemos dónde y en lugar de esquivarla la llevó al motel donde ella había de verle morir.
– ¿Y qué propones? -consultó Chamorro, mientras cambiaba de marcha.
– Ahora, nada -me rendí-. Si logramos salir de este follón, creo que convendrá que cada uno se vaya a su casa y reflexione por separado. Lo que te propongo es que lo medites y que mañana me traigas alguna idea. Yo lo intentaré también, cuando termine de lamerme las heridas.
Aquella noche me fui a la cama pronto y me quedé dormido al instante. Fue una bendición, porque a la mañana siguiente me levanté despejado y entre la ducha y el trayecto hacia la oficina pude ordenar bastante mis pensamientos. Cuando llegué, mi ayudante ya me estaba esperando. No era infrecuente que apareciera por la oficina quince minutos o media hora antes del inicio de la jornada. Me recibió con un aspecto radiante.
– Buenos días, Chamorro -la saludé-. ¿Te ha tocado la Primitiva?
– No, mi sargento -repuso, muy formal, porque teníamos testigos-. Pero creo que se me ha ocurrido una idea genial.
– Cuidado, Chamorro.
– Hice lo que me mandó, mi sargento -se defendió-. Me puse a pensar en lo esencial, en los hechos. Mi idea tiene que ver con Irina.
Como empezaba a ponerme nervioso la atención con que seguían nuestra conversación, me aparté con Chamorro a un lugar menos concurrido.
– A ver, cuenta -le pedí.
– Alguien fue a buscarla a Málaga -dijo, empeñosa-. Alguien con quien es muy posible que ya tuviera trato de antes, por la facilidad con que aceptó marcharse con él para pasar dos o tres días lejos de su territorio habitual. Mientras le daba vueltas a eso me he acordado de algo que nos contó Vassily, cuando le interrogamos: no podía darnos una lista con los nombres de los clientes de Irina, pero a algunos de ellos sí los conocía de vista.
Adiviné instantáneamente por dónde iba mi ayudante. Aunque hacerlo a aquellas alturas ya no tenía ningún mérito. El mérito era todo suyo, y mía, la responsabilidad de haber pasado semejante detalle por alto.
– Coño, Chamorro. Si resulta, te has ganado el sueldo -admití, sin regatearle mi admiración.
– ¿Sigues teniendo el número del móvil de Vassily?
Lo tenía, y medio minuto después estaba marcándolo. Hubo suerte.
– ¿Sí? -la voz de Vassily se destacaba apenas sobre el fondo sonoro de un motor de automóvil muy revolucionado.
– Hola, Vassily. Soy el sargento Bevilacqua. ¿Por dónde andas?
– Ah, hola, sargento. Ando bien.
No me esforcé por disipar el malentendido. Fui al grano:
– Vassily, quiero que veas unas fotografías.
– ¿De qué?
– Ya lo verás. Te las mando y me dices si alguna te llama la atención. Pero necesito que me des una dirección adonde pueda enviarlas.
– Bueno, ahora estoy de aquí para allá, sargento. Mejor tú mandas a bar que voy a decirte, y pones que es para Vassily. Ellos guardan.
Me dio el nombre de un bar y una dirección. Seguía estando por la zona de Málaga, aunque ahora en un municipio diferente.
– Vassily, necesito que me contestes con cierta prisa.
– Tú mandas fotos, sargento y yo paso por bar en dos días como mucho. No puedo decir seguro cuándo. ¿Cómo va investigación?
– Va adelante -mentí-. Tú fíjate bien en lo que te mando.
Una vez que conseguimos las fotos, las despachamos a Málaga por el procedimiento más urgente que teníamos a nuestro alcance. Después, volví a coger el teléfono. También yo había tenido una idea, aunque quizá fuera menos astuta que la de Chamorro. Como la de ella, estaba relacionada con aquellos primeros eslabones del caso que con el correr de nuestras pesquisas habíamos ido descuidando. Me costó un poco, pero al tercer intento me pasaron al fin con la extensión de Luis Dávila, el jefe de operación de la central nuclear. Sonaba austero y eficiente, como el día en que nos habíamos conocido. También me pareció que mostraba cierta prevención.
– Señor Dávila -dije, tras el intercambio de saludos-, nos gustaría tener una conversación con usted, a solas. Esta mañana, si es posible.
– Bueno, yo… -titubeó-. Verá, no creo que deba.
Me sorprendió aquella vacilación, en alguien como Dávila.
– ¿Por qué?
– La empresa tiene su responsable de relaciones exteriores y su responsable jurídico -explicó-. Usted los conoce. Yo les atiendo con mucho gusto, pero según nuestros procedimientos ha de ser a través de ellos.
No cabía duda de que era un hombre escrupuloso. Pensé que debía haber previsto algo así. Ahora tenía que encontrar el modo de soslayarlo.
– Le voy a ser muy sincero, señor Dávila -dije-. No me interesa lo más mínimo hablar con Sobredo o con el abogado. Me interesa hablar con usted, y tenerlos a ellos como testigos sólo va a servir para estorbarme y para hacerme perder el tiempo. Ya me gustaría poder permitírmelo, pero le aseguro que en este momento no me sobra ni un minuto. Comprendo que debe obediencia a su empresa y todas esas cosas. Por eso le ruego que considere que ésta es una circunstancia excepcional. Se trata de la muerte de un hombre. Estoy seguro de que tiene el criterio suficiente como para saber que hay ocasiones en las que uno puede saltarse los procedimientos.
– No puedo hacerlo -dijo Dávila, cada vez más envarado.
– Se lo pido como un favor personal -insistí-. Y si tiene miedo de perjudicar a su empresa, le doy mi palabra de honor de que me abstendré de utilizar nada de lo que me diga en contra de ella. Aunque sospechase algo que tuviera el deber de denunciar. También yo me saltaré mis normas.
Le prometí aquello casi sin darme cuenta de lo que decía. Quizá por eso Dávila, al cabo de unos segundos de silencio, quiso cerciorarse:
– ¿De verdad me da su palabra?
– De verdad -me ratifiqué.
– Está bien. Vengan, entonces.
– Otra cosa, señor Dávila.
– Dígame.
– ¿Sigue en pie la oferta de visitar la central?
– Se la hizo el responsable de relaciones públicas -recordó, meticuloso-. No soy quién para oponerme a su decisión.
– Pues querríamos visitarla, si no le importa. Nos gustaría ver por dónde se movía Trinidad, y hablar con la gente que trabajaba con él.
– Me lo está poniendo muy cuesta arriba, sargento.
– Mantengo mis condiciones. No utilizaré nada en su contra.
– Como quiera -concedió Dávila-. Espero que no me despidan por esto.
– Reconoceré haberle coaccionado, en caso de necesidad.
– No lo olvidaré -advirtió, con un ruidoso suspiro.
Salimos en seguida hacia la Alcarria y conduje casi como el primer día, cuando nos habían llamado para avisarnos del hallazgo del cadáver. Al cabo de poco más de una hora estábamos ante la barrera de la central nuclear. Tras superar todos los controles, que esta vez estaban convenientemente avisados, llegamos hasta el despacho del jefe de operación. El habitáculo de Dávila era modesto y su mobiliario anticuado, como el que había estado de moda diez o doce años atrás. Tras él tenía una inmensa imagen aérea de la central y sobre la mesa las fotografías de tres niños.
– Ustedes me dirán -nos invitó. Parecía más tranquilo que durante nuestra conversación telefónica, pero algo en sus ojos indicaba que no lo estaba del todo, como si no pudiera dejar de sentir el peligro. No en vano, pensé, era un hombre habituado a vivir administrando un riesgo colosal.
– Ante todo -dije, tratando de inspirarle confianza-, quiero que conozca la razón por la que le he pedido esta entrevista. Hace varios meses estuvimos por aquí, preguntándole por Trinidad Soler. Desde entonces han pasado muchas cosas. Hemos cerrado el caso y lo hemos reabierto, hemos seguido una multitud de pistas y hemos localizado a algunos sospechosos. Como resultado de todo eso, un asunto aparentemente simple se ha convertido en uno de los más endiablados que nos hemos echado nunca a la cara. Y después de mucho analizarlo, mi compañera y yo hemos llegado a la conclusión de que hay algo que no hemos investigado lo suficiente: al propio Trinidad.
– ¿Y en qué puedo ayudarles yo? -preguntó Dávila, con precaución.
– Voy a contarle algo que creo que no sabe, a juzgar por lo que nos dijo hace unos meses. Su subordinado tenía una actividad paralela desenfrenada, con la que ganó cantidades ingentes de dinero.
– ¿Trinidad? No puede ser.
– Es, señor Dávila. No olvide con quién habla. Hemos investigado sus declaraciones de la renta, su patrimonio. Estaba forrado.
– Me deja de piedra.
– ¿Nunca sospechó nada?
Dávila se quedó meneando la cabeza.
– Ni remotamente -dijo, despacio.
– Ahora creemos que Trinidad pudo ser asesinado -continué-, por algo que quizá tuvo que ver con esa otra actividad. Hay algunos indicios que sugieren que estaba asustado. Sabemos que tomaba medicamentos contra la angustia, y que compró dos perrazos para proteger su casa. Y nos resulta muy extraño que eso no se reflejase en absoluto en su trabajo aquí.
– Ya le dije, creo -recordó Dávila, cuidadoso-, que en los meses anteriores a su muerte parecía un poco menos centrado. Nada que pudiera considerarse alarmante, tampoco. Yo lo achaqué a su mudanza, y a la obra, y a todo lo que eso traía consigo. Quizá porque era lo que él mencionaba siempre.
– ¿De cuántos meses me está hablando?
– No lo sé exactamente. Con la obra de la casa llevaba cerca de un año. Antes de eso, yo no noté nada.
– ¿Cree usted que Trinidad era una persona asustadiza?
Dávila no contestó en seguida. Estaba a punto de juzgar la pasta de la que estaba hecho un hombre, y no era de esa clase de alegres bocazas que abordan una materia semejante como quien pela un plátano.
– Lo que yo puedo decirle -habló al fin-, es que no era ningún bravucón. Más bien tendía a rehuir los conflictos. Y si en alguna ocasión chocaba con alguien, la verdad es que no reaccionaba con demasiada frialdad.
– ¿Lo consideraba ambicioso?
– Esa es una pregunta más difícil -apreció-. No era como otros, a quienes se les ve perseguir el ascenso en cada informe que preparan. No parecía obsesionarle subir en la empresa, pero ahora que lo dice, hace dos años se tomó muy mal que se ascendiera a un compañero suyo y no a él.
– Tengo una tercera pregunta -dije-. Quizá la más comprometida.
– ¿Más aún? -bromeó Dávila, entrecerrando los ojos.
– ¿Cómo de honrado era Trinidad, para usted?
Dávila captó al vuelo que la interrogación tenía doble fondo. O quizá estaba tratando de adivinar cuál era mi concepto de la honradez. El caso es que tardó en responder todo lo que no había tardado hasta entonces.
– Para mí -dijo, sin apresurarse-, Trinidad era lo bastante honrado como para encomendarle responsabilidades que tenían que ver con la salud de mi gente, y como para esperar que nunca se saltaría una norma, por lo que estaba en juego. No crea que a veces uno no se pregunta si conoce lo bastante bien a las personas que desempeñan funciones tan delicadas. Al menos, en los seis años en que le tuve a mis órdenes, no fui capaz de sorprenderle en ninguna falta de diligencia. Yo diría que Trinidad tenía un sentido del deber, y que lo cumplía a rajatabla. Pero puedo equivocarme. Nadie baja nunca hasta el sótano de ninguna conciencia, aparte de la suya.
– ¿Y pudo el dinero inclinarle a aflojar en su honradez? -inquirí.
– El dinero -repitió Dávila, encogiéndose de hombros-. Yo tengo mala experiencia con eso. Hace tres años tuve que proponer que se despidiera a alguien a quien le habría confiado todo. Alguien a quien consideraba mi amigo, más que mi subordinado. Aceptó un talón de dos millones de un proveedor, para recomendarle. Dos millones, y todo por la borda. Cuando le pedí que me lo explicara, me dijo algo pueril: que creía que no se descubriría nunca, y que el proveedor era realmente el mejor. Si hay dinero por medio, sargento, yo ya no pongo la mano en el fuego por nadie.
Dávila pronunció aquellas palabras con una gallarda desolación.
Después, el jefe de operación nos condujo por una serie de pasillos y a través de un número interminable de barreras ante las que tuvimos que irnos identificando. Sumadas a las precauciones de la entrada, donde había detectores de metales y de explosivos, convertían a la central en el lugar más controlado en el que yo había entrado jamás. Al fin llegamos a un departamento señalado con el rótulo de Protección Radiológica. Allí Dávila nos presentó a un par de personas. A una de ellas, un tal Manuel Pita, la calificó como el más estrecho colaborador de Trinidad. Era un hombre de unos treinta años y aspecto atlético, amplia sonrisa y cabello pulcramente peinado a raya. El jefe de operación reveló nuestra condición de guardias civiles y la razón por la que estábamos allí, rogando máxima discreción. Le dije a Dávila que quería hablar con Pita. Se apartó prudentemente:
– Les espero fuera.
Pita afrontó el interrogatorio con tanta tranquilidad como si fuera una encuesta sobre el servicio posventa de un concesionario de automóviles. Sobre el carácter de Trinidad nos dio respuestas rápidas y precisas, que coincidían a grandes rasgos con el testimonio previo de Dávila, aunque el hecho de que también Pita tuviera un buen concepto significaba algo más. Un jefe siempre tiene en su contra la reticencia metódica y autodefensiva de quien ha de cumplir sus órdenes. En algún momento me pareció que Pita se abstenía de criticar tal o cual defecto por tratarse de un difunto, o por disciplina de empresa; pero no creí que tras eso se escondiera nada significativo. Cuando le pregunté si había observado algo llamativo en los últimos meses, se descolgó con una declaración simple, pero de posible enjundia:
– Le llamaban mucho por teléfono.
– ¿Desde fuera de la central? -interpreté.
– Supongo. Sobre todo le llamaban al móvil. Al particular.
– ¿Al particular?
– Sí -se rió-. Era gracioso, pero tenía dos. Uno de la empresa y otro particular, que se compró hará año y medio. Yo le decía que parecía Billy el Niño, con un móvil en cada cadera. Aunque el suyo era una virguería. Uno de esos que son un poco más grandes que un mechero.
– Así que no puede decirnos quién le llamaba -inquirió Chamorro.
– Pues no, la verdad -se excusó Pita-. Aunque ahora que me acuerdo, había alguien que le llamaba aquí, al teléfono fijo. Una chica. Durante un mes o cosa así le llamó tanto que le tuve que dar yo el recado varias veces. Tengo su nombre en la punta de la lengua. Ya está: Patricia.
Chamorro y yo nos miramos. Ella anduvo más rápida:
– ¿Patricia qué más?
– Sólo Patricia. Nunca me dio el apellido. -¿Y él le habló alguna vez de ella? -Nunca -rechazó Pita, con convicción-. De hecho, no parecía gustarle mucho que ella le llamara. No me pregunten por qué, pero siempre que le daba el recado, Trinidad ponía cara de preocupación.
– ¿Recuerda cuándo fueron esas llamadas? -intervine. -A primeros de año, más o menos -calculó-. Seguro no sabría decirle.
Por un momento imaginé que hubiera dado en hablar con aquel hombre en abril. Habríamos tenido que localizar las llamadas, pero eso requería un esfuerzo mínimo. No habríamos cerrado el caso en falso, y a lo mejor lo habríamos encarrilado a tiempo. Sólo un imbécil, me dije, se limita a hablar con los jefes, ante quienes siempre se disimula. La verdad, lo sabe cualquiera, se va deshilachando a medida que se sube hacia la cúspide.
Después de nuestra conversación con Pita, él mismo y Dávila nos acompañaron a recorrer la central. Vimos con cierta rapidez la zona de la maquinaria eléctrica, gigantesca, y la sala de control, una especie de imitación de la nave de 2001: Odisea del espacio. Lo que nos interesaba, y nos intimidaba en cierta medida, era el recinto del reactor nuclear: lo que llamaban el área controlada, debido al riesgo de irradiación que había sido la misión de Trinidad prevenir. Para entrar allí era necesario ponerse una ropa especial y colocarse un dosímetro. Dávila nos explicó su utilidad:
– Sirve para medir la dosis de radiación que recibe el portador. No se preocupen -dijo, al ver la cara de Chamorro-. Lo normal es que sea inapreciable. Como mucho, un microsievert. Para que se hagan una idea, cincuenta veces menos que una radiografía de tórax.
Sólo había un vestuario, así que Chamorro pasó primero a cambiarse. Salió enfundada en un mono naranja demasiado pequeño para ella, lo que fue saludado por Pita con un inmediato destello ocular. Mi ayudante estiraba furiosamente la tela, pero no pudo impedir que se marcaran ciertas líneas. Deduje que aquel día Pita iba a tener un aliciente inesperado para efectuar el recorrido que debía tener ya tan visto, y que mi templanza, una vez más, sería sometida a prueba. Dávila no pareció percatarse de nada.
Cruzamos más controles y más puertas, y al fin nos vimos en el corazón de una inmensa esfera blanca. La atmósfera era calurosa y un poco opresiva, pese a la amplitud. Sobre la plataforma que pisábamos había tres equipos iguales, también pintados de blanco, y altos como una casa. En el centro había una piscina de un hermoso y sorprendente color azul. Justo al lado, según nos indicaron, estaba el reactor. Nos acercamos hacia allí. Sentados junto a la piscina, a unos pocos metros de donde se desarrollaba la reacción nuclear, un par de técnicos con aspecto de ser extranjeros departían relajadamente, en un alto de su trabajo. El ruido no era atronador, pero sí el suficiente como para impedirnos oírles con demasiada nitidez. Habríase dicho que estaban tomando el sol en un parque, y no sentados encima del lugar en el que bullía una fuerza tan desproporcionada y peligrosa.
Dávila parecía siempre cauto, pero Pita participaba de la indiferencia de aquellos técnicos. Le iba explicando todo muy solícito a Chamorro, que seguía estirándose el mono. Para Pita, como para Trinidad Soler, aquél era un espacio cotidiano. Pensé en él, en Trinidad. Traté de verle allí y traté de representarme cómo se movería, qué pasaría por su cabeza en aquel recinto que reproducía, a su modo ultratecnológico, la solemnidad de un templo. Había una pasarela que cruzaba sobre la piscina. Nos invitaron a subir y al hacerlo pudimos ver bajo nuestros pies el agua inmóvil.
– ¿Qué es eso que hay en el fondo? -preguntó Chamorro. Se trataba de una especie de bastidores, de un oscuro color metálico.
– Es el combustible gastado -precisó Dávila, y a renglón seguido aclaró-: Las barras de uranio que se han ido quemando en el reactor.
– Eso debe de ser muy radiactivo.
– De lo más radiactivo -asintió Pita.
– ¿Y no es peligroso estar aquí encima, sin nada más que el agua por medio? -consulté, con cierta aprensión.
– Bueno, son casi diecisiete metros de agua, aunque no lo parezca -dijo Dávila-. Es un buen blindaje.
– ¿Por qué es tan azul? -inquirió Chamorro.
– No es azul -sonrió Dávila-. Sólo lo parece. Es un efecto que provoca el acero inoxidable de las paredes de la piscina.
– A todo el mundo le llama la atención ese azul -dijo Pita-. Incluso a los que estamos hartos de verlo. También a Trinidad. A veces se quedaba mirando ahí abajo, a donde está el combustible irradiado. Solía decir que era curioso que uno pudiera ver así algo capaz de provocar tanta destrucción. Sin más barrera que una simple capa de agua, transparente y azul.
Guardamos al muerto los segundos de silencio que todo muerto merece: Pita con el ceño ligeramente fruncido, Dávila con la mirada perdida en el fondo de la piscina. Ya habíamos visto más que suficiente. Salimos de la zona controlada, devolvimos nuestros monos naranjas y nos despedimos de Pita. Dávila nos acompañó aún a través de los restantes controles, hasta la salida. Incluso caminó con nosotros unos metros, en dirección a donde habíamos aparcado el coche. Me chocó un poco esa resistencia a separarse. El jefe de operación no paraba de darle vueltas a alguna cosa.
– Sargento, hay algo que quiero preguntarle -terminó por decir-. ¿Iba en serio la promesa que me hizo antes, cuando hablamos por teléfono?
– Si lo prometí, iba en serio -aseguré.
Dávila aún dudó un momento. Luego, con firmeza, declaró:
– Bajo esa condición que me ofreció, les voy a contar algo que mi conciencia me impide ocultarles. Hace una semana, durante una revisión de rutina, se advirtió una discrepancia en las fichas de control de cierto tipo de fuentes radiactivas. Hemos analizado una y otra vez los datos y la discrepancia subsiste. Lo que esto nos hace temer, en resumidas cuentas, es que alguien ha podido distraer una de esas fuentes. No es algo que pueda causar una catástrofe, pero entraña gran riesgo para quien esté cerca, así que ayer comunicamos el incidente a las autoridades nucleares. El problema -suspiró gravemente Dávila-, es que la fuente podría llevar más de un año circulando sin control. Los indicios que hemos reunido hasta ahora nos hacen pensar que falsificaron las fichas. Y en fin, aunque todo está por confirmar, creo que debo decirles que uno de los que pudo hacerlo fue Trinidad Soler.