Capítulo 6 EL MAQUINISTA DE LA GENERAL

Las campanas de la iglesia no sólo me despertaron por la mañana, sino también a la una, las dos, las tres, etcétera. Las primeras veces era placentero, oírlas y volverte a dormir, pero a partir de las cuatro empecé a preguntarme por qué no prohibirían semejante crueldad. Con la iglesia hemos dado, Sancho, pensé automáticamente, pero después comprendí que los del pueblo ya no debían de oírlas, como yo había dejado de oír, con el tiempo, el estruendo que hacía el camión de la basura cuando se volcaba en las fauces los contenedores de medio barrio, debajo mismo de mi ventana.

Aquel viernes lo dedicamos a recorrer la zona,.como antes nuestros compañeros, pero sin el uniforme, fingiendo ser unos forasteros que hacían turismo. Comprobamos que la comarca, al menos en primavera, era óptima a esos efectos. La vegetación era abundante, los ríos bajaban con bastante agua y las flores silvestres brotaban por doquier. Los pueblos eran a la vez típicos y atildados, y en especial el más cercano a la central nuclear, que recibía la parte del león de los cuantiosos impuestos locales que debían satisfacer sus propietarios. Tenía aceras de granito, fuentes de mármol, templetes, galerías cubiertas de rosales. La quimera del oro en versión átomo. No podía negarse que habían aprovechado para hacerse un entorno acogedor.

Pero lo que Chamorro y yo intentábamos no era recoger estampas campestres o de pueblecitos encantadores, sino pistas para tratar de esclarecer una muerte que cada vez nos atrevíamos menos a calificar de homicidio. Lo que habíamos averiguado en el Uranio la noche anterior, que Trinidad podía haberle sido infiel a su esposa más de una vez, y con mujeres más jóvenes, hacía deslizarse el caso hacia un terreno en el que cobraba fuerza la teoría del accidente, provocado por unas prácticas sexuales arriesgadas y un abuso de drogas y alcohol. Sería todo lo asombroso que se quisiera, pero no era el primer caso de doble vida que salía a la luz. Era increíble como algunos se las arreglaban para convencer a todos de las imposturas más formidables.

Lo que pudimos sacarle a la gente de aquellos pueblos no fue más de lo que habían conseguido Marchena y sus hombres. Quizá fue incluso menos, porque a ellos los conocían y se fiaban y de nosotros recelaba casi todo el mundo, como en seguida pudimos percibir. A la desconfianza normal en los lugares pequeños, se unía la que debían al hecho de estar a menudo en el ojo del huracán por causa de la central nuclear. De ella querían hablar pocos, y los que lo hacían casi siempre se mostraban favorables, con argumentos similares a los del camarero que había servido en el Sahara.

Al final de aquella infructuosa jornada, volvimos a pasar por la casa-cuartel para despedirnos de Marchena.

– ¿Y qué? -preguntó.

– Nada -resumí-. Seguimos como al principio. O peor.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Sospecho que mi comandante no aprueba que Chamorro y yo estemos de vacaciones en el campo. Le propondré que os encarguéis vosotros. A lo mejor os tropezáis un día de éstos con alguien que vio algo.

– De modo que te rindes -dijo Marchena, incrédulo.

– No del todo. Me sigue quedando un hilo del que tirar. Una rubia de uno ochenta, con acento ruso. Buscaré en Madrid, como me sugeriste.

– ¿Y después?

– Después -dije, encogiéndome de hombros-, sólo me quedará ir a ver a Blanca Díez y anunciarle que vamos a cerrar el caso dando por buena la hipótesis de la muerte accidental. Si eso la conmueve y se descuelga con algo nuevo, lo veremos. Si no, carpetazo, salvo que el juez tenga otra idea, que me sorprendería, por lo que hasta ahora ha pasado del asunto. Me fastidiará, porque aquí hay algo que no me deja buen sabor. Pero así es la vida.

EI lunes siguiente, a primera hora, me presenté en el despacho de Pereira con la intención de exponerle mis planes. Me recibió de un excelente humor, cuyo motivo deduje tan pronto como advertí que ya no llevaba las gafas oscuras. Me escuchó con atención, asintiendo todo el tiempo.

– Me parece perfecto, Vila -dijo, cuando hube terminado-. Y tampoco creo que tengas que herniarte persiguiendo rusas de uno ochenta, aunque ya comprendo que la tarea tiene sus alicientes. Por fortuna los titulares de periódico caducan a la velocidad de la luz. Según me ha dicho el coronel, cuando llamó el viernes a ese alto cargo de Industria que se había interesado tanto, ni siquiera se acordaba. Casi ni le dejó contarle que teníamos buenas razones para creer que no se trataba de un crimen. En la prensa no ha vuelto a salir desde entonces, y hasta los ecologistas se nos han puesto juiciosos y han renunciado a hacer sangre del suceso. ¿Qué más se puede pedir?

Por un momento me sentí como Buster Keaton en esa escena tan famosa de El maquinista de la General; cuando corre enfervorizado por la vía, creyendo que le sigue todo el pueblo, y de pronto se da la vuelta y comprueba que detrás no viene nadie. Trinidad Soler, por quien tanto me había estrujado los sesos en los últimos días, era ya pasto del olvido.

Quizá por eso me tomé un poco más a pecho de lo que en un principio pensaba mi tentativa desesperada de sacar algo de la pista de la rubia. Esa misma mañana llamé a la policía y les dije que quería ponerme en contacto con alguien especializado en prostitución de alto nivel; si podía ser, que conociera bien la zona de Madrid. La policía que atendió mi llamada, tras acoger con un satisfecho ajá mi solicitud, no se privó de humillarme:

– ¿Y cuál es la razón de su interés, sargento?

– Mi sargento, si no te importa, que por lo menos esto es la mili -le espeté, molesto por su retintín-. ¿Cuál te crees tú que es la razón, que he decidido romper mi hucha? Estoy investigando un posible homicidio.

Entre mi irritación y la mención de la palabra mágica, la policía debió de entender que no había elegido una buena ocasión para ejercitar su ironía. Cortó durante un instante la comunicación y cuando reapareció lo hizo mucho más seria. Me remitió a un tal inspector Zavala, cuyo teléfono y destino me suministró a continuación. Le agradecí su ayuda.

Pedí a Zavala mantener una entrevista con él, a lo que accedió sin poner ningún reparo. Por teléfono parecía un individuo simpático y algo nihilista, y en persona confirmaba esa impresión. Iba hecho un cuadro, con unos pantalones granate, camisa rosa y chaqueta azul piscina. Podía hacer tres o cuatro días que no se afeitaba, como mínimo, y en el meñique lucía un sello engastado en una argolla de oro de buen espesor. Su despacho parecía haber sido montado por uno de los hermanos Marx, y después desordenado por otro. Nos saludó con mucha cordialidad, sobre todo a mi ayudante.

– Vaya, cómo está mejorando la Guardia Civil -dijo.

Entré rápidamente en materia. Le conté en qué andábamos, le hablé de la rubia, mencioné su posible origen ruso. Zavala me oyó con aparente concentración, mientras jugaba a meterse el sello en la nariz.

– No sé, Belicuva… Vaya, no me sale.

– Bevilacqua. Di Vila, si quieres hacer menos gasto.

– Pues eso, Vila. No te puedes imaginar la cantidad de tías sobrenaturales, así como esa rubia, que andan por ahí en venta. Todas las que no consiguen hacerse modelos, y también algunas de las que lo consiguen.

Chamorro dejó escapar un leve carraspeo.

– En fin, estoy exagerando un poco, claro -se disculpó Zavala-, pero aun así son muchas. Hombre, de uno ochenta ya no hay tantas, si es que era de verdad uno ochenta, porque cuando una fulana potente tiene una mínima estatura no es difícil marearse y confundir las proporciones.

– Habrá que dar el dato por bueno -dije-. No tenemos otro.

– En todo caso. Ni siquiera te creas que el hecho de ser rusa ayuda mucho. Para empezar, vete a saber qué era en realidad. Rusa, ucraniana, estonia, letona, lituana, bielorrusa, eslovaca, checa, polaca, búlgara… Sólo son algunas de las posibilidades que ofrece el mercado, en cuestión de rubias con acento. Y aunque supiéramos lo que era, vete a localizarla. Yo conozco algunos sitios donde hay material de esa procedencia, pero no todos. Piensa que se trata casi siempre de inmigrantes ilegales. Aunque el negocio sólo se lo permite hasta cierto punto, intentan ser discretas.

– A estas alturas, no me quedan muchas esperanzas -admití-. Si tuviéramos una fotografía, por lo menos. Pero no quisiera dejar de intentarlo.

Zavala se restregó los ojos durante un buen rato, como si acabara de levantarse o como si le escocieran mucho los ojos.

– Te puedo dar algo -anunció, tras un aparatoso suspiro-. Lo mejor que tengo, y lo de más confianza. Si de aquí no sacas nada, ya te puedes poner a llamar a todos los números que vienen en el periódico y a tratar de encontrar todos los que no vienen. Y que la suerte te acompañe.

Revolvió durante un buen rato entre sus papeles antes de encontrar un folleto de aspecto suntuoso. Era color marfil, con una estrella dorada encima. Tras sostenerlo en alto durante un segundo, me lo arrojó a través de la mesa.

– Ahí tienes, Golden star -dijo-. La creme de la creme de Madrid.

Al abrir el folleto, Chamorro y yo nos encontramos con un esmerado álbum fotográfico de unas veinte páginas. En cada una de ellas aparecían entre dos y tres mujeres inverosímiles, salvo en las cuatro últimas, donde los modelos eran varones de diversos tipos, desde el titán musculoso al muchacho de aspecto tierno y vulnerable. Debajo de cada fotografía había un nombre y un par de datos de interés. En la última página, justo la opuesta a la de la estrella dorada, había un teléfono de Madrid. Eso era todo.

– Aquí es donde llaman las empresas, cuando se traen a algún ricacho o algún politicastro del Tercer Mundo para venderle algo y el tipo les pide diversión -explicó Zavala-. Bueno, no tiene por qué ser del Tercer Mundo, ni tampoco hombre, como habrás visto al final. Si hay en juego un contrato de unos miles de millones, sea quien sea el primo, nada cuesta hacer un pequeño desembolso para quedar como príncipes. Las chicas y los chicos son de primera: limpios, educados y políglotas. Puedes llevarte a una de esas criaturas al Ritz y ni siquiera el maître adivinará que vas con una furcia.

Chamorro no daba crédito. Aunque hubiera tenido que familiarizarse con el turbio universo en el que suceden los homicidios, no había perdido la capacidad de asombrarse con lo que podía salir de debajo de las alfombras.

– Puedes marcar ese número de teléfono -ofreció Zavala-. Pregunta por Nadia y cuando te pongan con ella le dices que la llamas de parte de Lucho Zavala. Te atenderá bien. Sondéala a ella sobre la rusa gigante, y a ver qué te cuenta. A lo mejor hay suerte y la tiene en su bolsa.

Le di las gracias al inspector por su colaboración, y por si acaso le dije que no descartaba volver a consultarle en el futuro.

– Encantado de serle útil a la Benemérita -proclamó, socarrón-. Será por eso de que sois militares. Siempre me parecéis gente formal.

Llamamos al número de teléfono que había en el folleto y después de un par de vicisitudes me encontré hablando con una voz de acento extranjero que aceptó ser Nadia. Mencioné a Zavala y la voz se ablandó en el acto:

– Ah. Viniendo de Lucho, lo que quieras.

Se avino a recibirnos. Nos dio una dirección de la zona noble de la Castellana y allí nos dirigimos, en medio del atasco del lunes por la tarde, que todavía no llegaba a ser un caos completo porque la lluvia seguía prendida de las nubes, sin resolverse a caer sobre los atemorizados viandantes. El edificio era lujoso y además había sido remozado recientemente. El portero nos vio pasar con esa cara de hastío y ese rencor indefinido de todos los porteros, pero no intentó interceptarnos. Llegamos hasta el ascensor y pulsamos el botón del octavo. En el piso sólo había dos puertas. Llamamos al A.

La puerta nos la abrió una mujer de unos treinta años, de mediana estatura. Llevaba el pelo teñido de color cobre y doscientas mil pesetas de ropa encima, a juzgar por la caída del tejido. Preguntamos por Nadia.

– ¿De parte de quién? -consultó, con acento sudamericano.

Rubén Bevilacqua.

– Qué bonito nombre. ¿Es auténtico?

– Claro que no.

La mujer sonrió gentilmente y nos hizo pasar a una salita de espera. Al cabo de medio minuto volvió y nos indicó que la acompañáramos. Recorrimos un pasillo larguísimo, por el que deduje que aquel piso no tenía menos de trescientos o cuatrocientos metros. Al fin desembocamos en una gran habitación revestida de madera y dispuesta como un despacho. Tras la mesa, de pie, aguardaba una mujer de alrededor de treinta y cinco años. Medía uno ochenta, era o se había teñido de rubia; y cuando pude distinguirlos vi que sus ojos eran de un delicado color lila. Por un momento me acordé de Zavala y no tuve más remedio que reconocerle la ocurrencia.

– Señor Bevilacqua -susurró impecablemente su voz extranjera.

Le presenté a Chamorro. Nadia estrechó su mano con sus dedos largos y acariciantes, mientras la examinaba de arriba abajo.

Tomamos asiento frente a ella. Me fijé en las pulseras de oro macizo, la camisa de seda, las mejillas tapizadas de un polvo finísimo. Ya no era una jovencita, se notaba en el contorno de sus ojos o las comisuras de su boca, pero en sustitución de la frescura perdida ostentaba un sosegado esplendor. Y nadie habría dicho que salía perjudicada con el cambio.

– ¿Cómo sigue mi buen amigo Lucho? -preguntó en seguida.

– Bien. Le manda saludos.

– Ya dudo que me mande eso, el muy sinvergüenza -se mofó.

Consideré que saldría perdiendo si me enredaba en aquella clase de insinuaciones, de modo que decidí abordar directamente la cuestión.

– Verá, buscamos a una mujer.

– Ah, muy bien. En ese caso, han venido al lugar adecuado.

– Una chica de poco más de veinte años. Muy alta. Rubia. Ojos azules.

– No es usted muy original, Rubén. ¿Eh, Virginia?

Chamorro sonrió, un poco forzadamente, o eso quise creer.

– Podría ser rusa, o de otro país del Este -añadí-. Y hace una semana, en Guadalajara, se le quedó un hombre muerto entre las manos.

Nadia despegó la espalda de su sillón de cuero y dejó fugazmente que un mohín lúgubre torciera sus labios y le arrugara la nariz.

– No hay nada contra ella -me apresuré a decir-. Según todos los indicios fue un accidente. Se trata únicamente de contar con su testimonio para cerrar el caso. Simple rutina. No tiene nada que temer.

– No parecéis policías -observó Nadia, algo desorientada.

– Somos guardias -confesé-. Guardias civiles.

– Ya me extrañaba. Demasiado… ¿Cómo se dice? Tiesos.

– Bueno, eso depende de la gente con la que haya que tratar. Si hace falta, podemos parecer un dúo punk -aseguré, para aliviar la tensión.

– De todos modos, es igual -logró relajarse-. Si os envía Lucho es que sois gente de confianza y yo estoy encantada de atenderos. Una rusa, dices. Bueno, yo soy rusa, sin ir más lejos, y tengo a algunas chicas que también vienen de allí. De poco más de veinte años hay alguna, y también alta y con los ojos azules. Pero si una de mis chicas hubiera tenido un incidente así lo sabría. Además, Guadalajara no es un lugar que trabajemos mucho.

– No estoy sugiriendo que sea alguna de las suyas -aclaré-. Tal vez ha oído algo, o alguna de ellas lo ha oído. Se me ocurre que a lo mejor se juntan en algún sitio con otra gente de su tierra, y que quizá allí… Nadia sonrió malévolamente.

– Algunos se juntan en la iglesia ortodoxa, una vez por semana. Pero nosotras solemos faltar. De todas formas, ¿estás seguro de que era rusa?

– No.

– Vete a saber, entonces -se desentendió-. Si hubieras venido a preguntarme esto en el 91, cuando yo llegué aquí, habría sido más fácil. Entonces los del otro lado nos contábamos por decenas, si llegaba. Ahora hay miles de bellezas eslavas repartidas por toda Europa, buscando Eldorado.

– Ya -asentí, con desazón-. Pues es una lástima que Eldorado no exista.

– Por eso lo llamo así.

– Sin embargo, a usted parece haberle ido bien.

– Yo no he ido detrás de ningún espejismo. Trabajé mucho, invertí bien el dinero que ganaba y aproveché mi experiencia para montar un buen negocio. Nunca aspiré a salir en las revistas, que es lo que sueñan muchas idiotas cuando descubren que tienen un cuerpo que llama la atención a la gente. Por eso estoy aquí, y no colgada en alguna pensión de mierda.

Su acento era fuerte, pero Nadia, en coherencia con la aparente firmeza de sus convicciones, había aprovechado los años que llevaba en Madrid para armarse con un castellano contundente y versátil. Unido al resto de sus recursos, la convertía en una interlocutora temible.

– Si suele traer a chicas de allí -intervino Chamorro-, al menos podrá decirnos en qué otros sitios podríamos buscar.

– No lo creas, querida -dijo-. Yo traigo a las mías, y mis quebraderos de cabeza me cuesta. En lo que hacen otros, procuro no meterme. De todos modos, hay muchas posibilidades. Algunas llegan por su cuenta, otras vienen como estudiantes, o contratadas por agencias de azafatas o de modelos. Cada día se inventan más formas de explotar el filón. La carne joven es una mercancía siempre rentable. Hoy nadie se resigna a envejecer, y muchos están dispuestos a comprar cara su ilusión de novedad.

Ya empezaba a tener una mala sensación con aquel caso. Todas las vías que íbamos abriendo, tan penosamente, se cerraban en seguida o se perdían en una nebulosa que desanimaba a seguir. No quise aceptar que nuestra visita a la bellísima Nadia hubiera sido otra pérdida de tiempo, así que procuré cerrarla con algo que pudiera sugerir una continuación.

– A pesar de todo -le rogué-, le estaríamos muy agradecidos si nos hiciera saber cualquier rumor que pudiera llegar a sus oídos.

– Oídos tengo -aceptó Nadia, con dulzura-, y si algo me llega se lo diré.

Nadia sólo nos acompañó hasta la puerta de su despacho, lo que en parte agradecí, porque no era cómodo mantener todo el rato la nuca doblada para poder mirarla a la cara. Antes de separarnos, se dirigió a Virginia:

– Supongo que no te importará mucho, y a lo mejor haces bien. Pero si alguna vez cambias de idea, creo que te desaprovechas. Tienes los rasgos un poco duros y se nota que has hecho algún ejercicio físico inadecuado. Pero las dos cosas se pueden suavizar, si se sabe cómo.

Chamorro primero se sonrojó, pero inmediatamente se esforzó por rehacerse. Nadia la había picado con su comentario.

– Guardaré su teléfono, por si las moscas -dijo, afectando un aire desvalido-. De momento no tengo demasiados gastos.

– Una ventaja, si te dura -juzgó Nadia, con expresión nostálgica.

Mientras desandábamos el pasillo en dirección al vestíbulo, de una de las habitaciones laterales salió una deidad de unos diecinueve años. Vestía un albornoz y llevaba una toalla arrollada en la cabeza. La piel de su rostro, sin pizca de maquillaje, era tan clara que casi la atravesaba la luz. Nos observó con unos ojos grises enormes, murmuró algo en una lengua ininteligible y volvió a desaparecer tras la puerta por la que había asomado.

Cuando estuvimos de nuevo en el ascensor, después de despedirnos de la sudamericana del pelo cobrizo, le dije a Chamorro:

– En adelante habrá que olvidar que esto existe. Será lo más saludable.

– No sé si tengo los mismos motivos, pero estoy de acuerdo -repuso.

Fueron pasando los días. Hicimos algún otro movimiento, sin mucha fe, y nos mantuvimos en contacto constante con Marchena, por si sonaba la flauta. Nada dio el menor fruto. Cuando Pereira terminó por reclamarnos un informe para remitírselo al juez, no pudimos hacer otra cosa que asumir una conjetura que descartaba cualquier hecho delictivo y proponer el archivo del caso. El juez aprobó sin rechistar nuestra propuesta.

Un soleado mediodía de abril, cumpliendo nuestro deber, cogimos un coche patrulla y nos fuimos a ver a Blanca Díez. Durante el trayecto, ni Chamorro ni yo estuvimos demasiado locuaces. Los dos compartíamos la misma frustración, el mismo desasosiego, la misma inapetencia.

La viuda nos recibió con una helada cortesía. No dejó de indicar que la habíamos interrumpido en mitad de una traducción urgente, por si eso nos apremiaba a abreviar nuestra estancia, quizá. Respecto de la otra vez, advertí algunas diferencias. Llevaba gafas y lucía una camisa holgada, que permitía, entre otras cosas, apreciar su airoso cuello. También noté una ausencia significativa: no tuvo que protegernos de ningún rottweiler.

Nos hizo pasar al mismo salón, que ahora daba a un valle esplendoroso, inundado por el sol. Allí reproduje para ella, procurando ahorrarle la rigidez del lenguaje forense, el contenido del informe que habíamos elevado a la autoridad judicial. Blanca Díez escuchó impasible, sin interrumpirme. Cuando acabé, apoyó un codo sobre el sofá en el que estaba sentada y volvió la cara hacia el ventanal. Se quedó así, ensimismada, durante más tiempo del que Chamorro y yo habríamos querido tener que aguantar inmóviles, con la teresiana en la mano, sentados en el borde de nuestros asientos.

– Muy bien, sargento -dijo al fin, sin mirarme-. Supongo que han hecho todo lo que han podido. Si eso es lo que creen, eso será lo que crea yo.

– Quiero que sepa que no nos sentimos muy contentos con esta solución, señora Díez -me sinceré-. No estoy convencido de lo que le he contado. Sencillamente no encuentro pruebas para poder contarle otra cosa.

La viuda de Trinidad Soler volvió despacio la cara hacia mí. La tenía enrojecida y arrasada de lágrimas. Me pareció ver a Juana de Arco ardiendo en la pira, y no pude evitar que el corazón se me encogiera ante la imagen.

– Viviré con la duda -se resignó-. Algún día lo sabrá, porque tarde o temprano lo sabemos todos. Sabrá lo que es el dolor absoluto, hasta que ya nada puede herirte más. Yo sé ahora lo que es ese dolor, y puedo soportar lo que a usted le incomoda tanto. Le he perdido. Eso es todo, y no tiene remedio. Qué me importa si usted resuelve o no su rompecabezas.

No encontré nada que responderle. A veces, lo mejor que uno puede dar de sí mismo es abstenerse de hacer o decir nada.

– En todo caso -rectificó, enjugándose el llanto-, les doy las gracias por sus desvelos. Parecen profesionales decentes, que no es poco.

De regreso a Madrid, paramos a tomar un café en un lugar que indicaban como el Mirador de la Alcarria. Estaba junto a la carretera, en un promontorio desde el que se ofrecía a la vista una vasta extensión. Nos quedamos un rato contemplando aquel paisaje, cada uno sumido en sus pensamientos.

– Si miras al fondo del todo, la imagen se vuelve borrosa -dijo Chamorro-. De nada te sirve forzar la vista. El ojo no alcanza, es así de simple.

– Ya lo sé, Chamorro. Pero no puedes evitar que te joda.

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