Veinticuatro horas pueden dar mucho de sí, en el curso de una investigación desempeñada por gente competente. A la mañana siguiente de encontrar el cadáver de Trinidad Soler, era aún muy poco lo que Chamorro y yo habíamos aportado, pero en aquello trabajaban por fortuna otras personas que se encargaban de compensar adecuadamente nuestra ineficacia.
Para empezar, el forense. Después de someter el cadáver a su atroz ceremonial, cuyos detalles tanto conviene que ignoren las familias de las víctimas, determinó como causa del fallecimiento un paro cardíaco. Así dicho, no era más que una circunstancia obvia y común a cualquier otra defunción. Pero al combinarlo con la lectura del formidable arsenal de sustancias tóxicas que espesaban la sangre del muerto, desde cocaína hasta bromazepam, pasando por un generoso aporte etílico, el dato se volvía mucho más elocuente. A los efectos que a Chamorro y a mí nos interesaban, sin embargo, esta revelación dificultaba más que allanaba el camino. Comprobar que alguien se ha muerto chorreando porquería por los cuatro costados no sirve de mucho, si no hay manera de saber si la tomó por propia voluntad o se la metieron en el cuerpo contra ella. Si el cadáver tiene magulladuras cabe pensar en lo segundo, pero la ausencia de marcas no implica necesariamente que el caso sea el contrario. Hay muchas maneras de obligar a alguien a ingerir lo que no quiere, sin necesidad de estropearle la carrocería. Es una simple cuestión de imaginación, y siempre hay quien la tiene de sobra.
Los policías científicos también proporcionaron resultados bastante precisos. En la habitación había impresiones dactilares de tres personas. Una era la limpiadora. Aquella mujer carecía manifiestamente de móvil, había razones inocuas para que sus huellas aparecieran en la cómoda, y estaba tan atribulada que prevaleció el criterio encomiable de renunciar a abrir con ella una línea de investigación. Las segundas huellas eran, cómo no, del propio Trinidad. Y las terceras, de alguien que a primera vista, y salvo error u omisión de los ordenadores, no figuraba en nuestras bases de datos ni en las demás a las que podíamos acceder. Estas terceras huellas, por cierto, aparecían también en el utensilio que se había extraído del cadáver.
Por su parte, Marchena y los suyos se habían encargado de localizar a la familia del difunto. No había sido del todo sencillo, porque no vivían en la dirección de Guadalajara que aparecía en el DNI de Trinidad Soler. Según les habían informado en esas señas, hacía unos cinco meses que se habían mudado al campo, a una casa en un pueblo próximo a la central nuclear. Allí habían encontrado a la mujer, quien había dicho estar a punto de salir a denunciar la desaparición de su marido. A juicio de Marchena, que me refirió con notable minuciosidad la entrevista durante la conversación telefónica que mantuvimos aquella misma noche, la reacción de sorpresa y posterior dolor de la esposa había sido bastante persuasiva. Si bien el sargento había sopesado en un primer momento la posibilidad de contarle las circunstancias de la muerte, luego había pensado que eso mejor se lo decía yo, que era el experto y encima psicólogo. Le agradecí la deferencia, claro, y le felicité, porque así la pobre mujer se enteraría por los periódicos.
Los periódicos, desde luego, sacaron la noticia. Ruidosamente los de la provincia, y con bastante menos despliegue, en parte por falta de tiempo, alguno de los nacionales. La historia tenía elementos ante los que los periodistas no podían resistirse: la central nuclear y ese par de extremos relacionados con el hallazgo del cadáver que la viuda de Trinidad Soler tanto lamentaría ver en letra impresa. De todo ello se daba cuenta, salvo algún exceso puntual de entusiasmo narrativo, con un grado tal de aproximación a la realidad que certificaba que una vez más el juzgado había funcionado como una estupenda agencia de noticias. Según mi experiencia, era cada vez más improbable que una actuación judicial mínimamente jugosa desde el punto de vista informativo dejara de trascender a los medios. Como sufridor constante del fenómeno, había llegado a desarrollar ante todo una gran mansedumbre y también una teoría explicativa, quizá no demasiado brillante: el número de funcionarios de juzgado descontentos con su sueldo y desprovistos de auténtica vocación debía de estar creciendo a un ritmo vertiginoso.
A uno de los periódicos, probablemente el primero que había tenido acceso a la filtración, le había dado tiempo a recabar, para enriquecer un poco la noticia, las impresiones de un líder de la plataforma antinuclear que llevaba años luchando por el desmantelamiento de la central. Con un discurso algo caótico, pero revelador de un cierto olfato de gol, el líder ecologista aprovechaba para insinuar que la muerte podía tener que ver con todos los incidentes oscuros e inexplicados que jalonaban la explotación de la central en los últimos años. Resuelto a no dejar pasar la oportunidad, terminaba sugiriendo que en cualquier caso, y sin perjuicio de lo que pudiera averiguarse luego, ya era bastante inquietante que personas con tan delicadas responsabilidades, en cuyas manos estaba la seguridad de todos, llevaran una vida como la que a la luz de su muerte cabía suponerle a Trinidad Soler.
Una fotocopia de la página del periódico en cuestión estaba en la mesa de mi jefe, el comandante Pereira, cuando a la mañana siguiente temprano nos llamó a Chamorro y a mí a su despacho. Después de lo que había tenido ocasión de ver por ahí, me inclinaba a pensar que la fortuna no me había tratado mal al hacerme servir a las órdenes de Pereira. Era razonable, tenía buena cabeza y toleraba con bastante indulgencia que mi visión del mundo difiriera significativamente de la suya en algún que otro aspecto sustancial. Tampoco acostumbraba a darme órdenes a voces o recurriendo a un léxico cuartelario, con lo que me ahorraba, entre otras, la desalentadora sensación de haber sido trasladado a un batallón de castigo. Sin embargo, cuando Pereira te reclamaba a su despacho a primera hora y de aquella manera, rara vez salías de él confortado por una felicitación.
– A sus órdenes, mi comandante -vociferé desde el umbral. Al principio de mi vida militar creía que las actitudes excesivamente marciales eran propias de oligofrénicos, pero con el paso de los años había aprendido a usarlas como autoprotección. Un buen taconazo siempre ablanda a un oficial.
– Pasa, Vila, y tú también, Chamorro -invitó el comandante.
– A sus órdenes -musitó Chamorro, todavía un poco atontada y ensordecida por mi grito atronador.
– ¿Has leído los periódicos? -preguntó Pereira, sin preámbulos.
– Alguno, mi comandante.
– Échale un ojeada a éste, si no lo has visto -me conminó, arrojándome la fotocopia de aquel diario provincial.
Leí a toda velocidad, lo que decía acerca de la muerte, las declaraciones del representante de la plataforma antinuclear, y dos o tres invenciones interesadas que ofrecían sin rubor tras la sobada fórmula «según fuentes judiciales a las que ha tenido acceso este periódico…».
– El mundo está lleno de frívolos, mi comandante -opiné, con cautela.
– Eso ya lo sabemos todos, Vila -dijo Pereira-. No es lo que esperaba que te llamase la atención.
Puse cara de súbita concentración, que es la única aconsejable cuando uno no atina a entender lo que quiere transmitirle su jefe.
– Ya lo ves -consintió aclararme por fin-: han dado con un ángulo suculento de la cuestión. O con dos. Ya sabes la diferencia que hay entre trabajar con el aliento en la nuca y hacerlo sin que te presionen.
– Sí, mi comandante.
– Pues tenemos el aliento en la nuca, y bien. Alguien en el Ministerio de Industria ha leído la noticia durante el desayuno, y cuando ha llegado a la oficina tenía tiempo libre o estaba aburrido y ha hecho una llamada. Andan con no sé qué gaitas de renovarle los permisos a la central nuclear y no es el momento, dicen, en que les apetece que gane notoriedad.
– Este tipo está disparando al aire -dije, blandiendo la fotocopia-. Es muy posible que la muerte de ese hombre tenga tanto que ver con la central nuclear como con la conspiración del Coyote contra el Correcaminos.
Por un momento temí que Pereira no apreciara el chiste. Desde luego no pareció deslumbrarle, pero tampoco le puso más tenso.
– Claro, Vila -admitió-. Es de sentido común. Pero dime, ¿cuánto sentido común eres capaz de detectar últimamente a tu alrededor?
Miré a Chamorro. No parecía dispuesta a ayudarme en el cálculo.
– Bueno, es muy prematuro aventurar nada en este momento -empecé a explicar-. Por lo que hemos averiguado…
– Eso es lo que me gustaría que me contaras, Vila. Lo que habéis averiguado y el plan que tenéis. Y no veas en esto un alarde de impaciencia por mi parte. Los conozco. Es más que probable que me hagan pasar examen a mí antes de media mañana, y preferiría saber qué responderles.
Pereira tenía a veces aquella virtud. Llevaba una estrella de ocho puntas en la hombrera y eso le autorizaba a mandarme hacer cincuenta flexiones en cualquier momento porque sí, pero sabía respaldar sus órdenes con razones con las que uno pudiera simpatizar. Me costaba menos rendirle cuentas con el humanitario propósito de evitar que le echaran a él una bronca.
Los datos de la autopsia y el informe de la policía científica ya los tenía, así que comencé por resumirle mi conversación con Marchena y la información que él había reunido sobre la situación familiar del difunto.
– Estaba casado y tenía dos hijos pequeños. Por lo que sabemos, parece una familia normal, salvo por el hecho de que el hombre pasara la noche fuera de casa y a las cuatro de la tarde del día siguiente, desconociendo su paradero, la mujer no hubiera denunciado aún su desaparición. Tampoco tiene por qué significar nada. Ella dice que estaba a punto de salir a poner la denuncia, y tendremos algo más cuando la interroguemos, mañana o pasado. De momento, dejaremos que lo entierre en paz.
– Tampoco dejes que se enfríe mucho -advirtió el comandante, con una dureza poco frecuente en él.
– En cuanto al recepcionista -proseguí-, ayer fue imposible localizarlo. Tenía el día libre y debió de irse de juerga por ahí. Pero acabo de hablar con el motel y ya estaba en su puesto. Dentro de un rato nos vamos a verle.
– Bien -aprobó Pereira-. ¿Recuerda si el muerto llegó acompañado?
– Sí -respondí-. Una mujer. No he querido sacarle más por teléfono.
Observé de reojo a Chamorro. El único motivo por el que aún no le había contado aquello era que la llamada de Pereira me había sorprendido cuando me disponía a hacerlo. Pero mi ayudante me escrutaba con una de sus típicas miradas incendiadas. Me tocaría otra vez jurarle que confiaba en ella, tratar de convencerla de que no fuera tan susceptible, etcétera.
– Por lo que se refiere a los de la central nuclear -continué-, hablé ayer por la tarde con ellos. Un sujeto un poco nervioso, relaciones públicas o algo parecido. Según me contó, Trinidad Soler era ingeniero responsable en un departamento de la central, ahora no me sale el nombre, algo así como…
– Protección radiológica -precisó Chamorro, con su celo usual.
– Eso. Suena muy peliagudo, pero al parecer no tiene nada que ver con los que manejan la planta. Es algo secundario, de control y prevención. Vamos, que Trinidad no le daba al interruptor, precisamente.
– Me apuntaré esto -dijo Pereira-, por si sirve para que alguien se relaje. Aunque lo dudo -añadió, fatalista.
– Hemos quedado en ir a visitarles este mediodía -rematé mi informe-. El de relaciones públicas nos soltó el discurso que debe recomendar su manual para estas ocasiones: que tenemos sus puertas abiertas y que están a nuestra disposición para enseñarnos todo lo que queramos.
– Algo es algo -murmuró Pereira, mientras completaba sus notas-. Bien, veo que tenéis por donde seguir. ¿Algo más que deba saber?
– Eso es todo, mi comandante.
– De acuerdo -dijo, poniéndose en pie. En el lenguaje corporal del comandante, eso significaba que la audiencia se había terminado, y Chamorro y yo, suficientemente avezados en descifrar los gestos de la oficialidad y anticiparnos a sus deseos, saltamos al unísono de nuestras sillas. Pereira se dirigió con paso cansino hacia la mesa donde tenía el teléfono, dando por hecho que deduciríamos por nuestra cuenta que nos tocaba retirarnos. Pero antes de salir, no quise dejar de cerciorarme de que había comprendido todo lo que mi jefe esperaba de mí. Utilicé la fórmula tradicional:
– ¿Ordena alguna cosa más, mi comandante?
Pereira meneó la cabeza y a continuación me miró con ojos vagamente melancólicos. Era un recurso que no usaba mucho, pero cuyo significado no me era desconocido. Por si acaso, lo tradujo a palabras:
– Organízate a tu manera, Rubén. Sólo te ruego que me traigas algo que pueda echarles a los perros antes de tener que ponerles mi pantorrilla para que la muerdan. Ya sabes cuánto tiempo viene a ser eso.
– A sus órdenes, mi comandante.
Un cuarto de hora después, Chamorro conducía el coche patrulla por las calles de Madrid. En el asiento del copiloto, yo trataba de ordenar mis ideas. Me relajaba ver a Chamorro conducir, porque señalizaba todas las maniobras con la antelación que te enseñan en la autoescuela y porque se abría paso entre el atasco con elegancia, sin abusar de las luces. También me gustaba contar a los conductores que reparaban de pronto en ella y se quedaban mirándola como besugos, sólo porque era medio rubia y espigada. Era un ejercicio que me confirmaba en la creencia, hasta cierto punto apaciguadora, de que el hombre es un animal esencialmente predecible. Detesto a los lunáticos y a los extravagantes. Complican mi trabajo.
Normalmente no solíamos llevar aquel coche, y tampoco íbamos de uniforme. Aquella mañana hacíamos una excepción porque se me había ocurrido que convenía darle un aire lo más oficial posible a nuestros primeros movimientos. Cuando le había comunicado mis planes, la tarde anterior, Chamorro se había encogido de hombros y había dicho:
– Ningún problema.
A la mayoría de los que trabajamos regularmente de paisano nos fastidia sobremanera vestirnos de verde. Aunque lleves en la cabeza la discreta teresiana (y no el tricornio, tan estruendoso), el uniforme marca la diferencia entre poder aspirar tranquilamente a que nadie se fije en ti y tener que resignarte a servir de espectáculo por dondequiera que pases. Chamorro, sin embargo, se vestía de guardia siempre que se terciaba y lo hacía además de buena gana. Era con mucha diferencia la más militar de la unidad, y la única cuya uniformidad resultaba siempre irreprochable. Habría hecho una oficial ejemplar, si no la hubieran suspendido en las tres academias en las que había intentado ingresar antes de recalar en la Guardia Civil. Viendo a algunos que sí habían entrado en esas academias, era inevitable preguntarse con arreglo a qué absurdo criterio diseñaban y evaluaban las pruebas de acceso.
De los coches patrulla, en cambio, era menos amiga, por razones principalmente higiénicas. Siempre que subíamos a uno renegaba:
– Estoy hasta las narices de los cerdos que no vacían el cenicero.
En momentos así asomaba el lado arduo de Chamorro: su intransigencia, semejante a la de las estrellas cuyas órbitas estudiaba por las noches en sus manuales de astronomía. Para cultivar esa pasión oculta había llegado a matricularse en la universidad a distancia. A veces me quedaba observándola y me preguntaba cómo era posible que en menos de un año me hubiera hecho a ella hasta el punto de resultarme insustituible. Yo, que siempre había sido defensor de las virtudes del pájaro solitario. Pero así era.
Pronto salimos del casco urbano y enfilamos la autovía. Produce un malvado placer ir por la carretera con un coche de la Guardia Civil, y observar cómo todos fingen ir muy modositos a 120 durante el tiempo que tardan en rebasarte. Para permitírselo, y para no crear mayor peligro, se suele ir a 110, salvo emergencia. Chamorro seguía esa precaución, como otras, aunque siempre había quien te pasaba a 180 sin mayor reparo. Eso fue lo que nos sucedió con un cincuentón en un Mercedes a la altura de Alcalá.
– Ganas me dan de poner las sirenas y bajarle un poco los pistones a ese criminal -dijo Chamorro.
– Sólo podemos cogerle si se deja -constaté, escéptico-. Y además no le hemos cazado con un radar ni le hemos hecho la foto. Tiene un Mercedes y también tendrá abogado. Ganará el recurso, fijo.
– Y qué. Es sólo por amargarle la mañana.
– Olvídate. Ya le amargará la próstata.
– Pero qué lacio eres, a veces.
– Chamorro -le recordé, con un par de golpecitos sobre mis galones. No me importaba que cuando estábamos a solas me tratase con confianza, pero me dolía que mi campechanía la indujera a calificar a su superior con adjetivos que no se correspondían con su candor de antigua guitarrista parroquial. Ponía en peligro una parte crucial de su encanto.
Tardamos poco más de media hora en llegar al motel. Fuimos derechos a la recepción y allí, tragando mucha saliva, nos recibió un chico gordito de unos veinticinco años, que confesó ser el recepcionista como quien confesara ser el doctor Mengele o el estrangulador de Boston.
– No se preocupe, señor Torija -intenté calmarle-. Sólo se trata de hacerle unas preguntas. Es importante que nos diga todo lo que recuerde.
– Sí, claro -tartamudeó.
– Para empezar, ¿podría describirme a la mujer?
– Desde luego -asintió enérgicamente-. No era como para olvidarla. Veintipocos. Muy alta, yo diría que más de uno ochenta. Rubia muy clara. No así como usted -precisó, señalando a Chamorro-, sino más clara.
– Ya -observó Chamorro, molesta. Un día que había osado hacer un comentario sobre sus mechas yo había descubierto que el tema de la tonalidad capilar era tabú, pero el recepcionista no podía estar al tanto.
– En fin -prosiguió Torija, ruborizándose hasta el borde de la hemorragia-. También tenía los ojos muy azules, como si llevara lentillas de colores.
– ¿Vio que fueran lentillas?
– No, no. Digo que el azul era así de fuerte.
– Aja -intervino mi ayudante-. ¿Diría usted que era una mujer atractiva?
– Diría que era de largo la mujer más atractiva que he visto en mi puta vida -reconoció el recepcionista, con una franqueza de la que se arrepintió en el acto, intensificando su sonrojo hasta lo inverosímil.
En resumen, una rubia de uno ochenta con los ojos azules, muy atractiva. Como para dictar una orden de busca y captura inmediata.
– ¿Y no tenía algo más, alguna circunstancia peculiar? -le forcé.
– No se me ocurre nada. Ni un lunar siquiera. Qué le puedo decir, era perfecta, como hecha aposta. Sólo hay algo, si le vale.
– Qué.
– Era extranjera, seguro. Rusa, o de por ahí. Tenía mucho acento.
Aquello era algo más concreto, aunque hiciera presagiar dificultades harto engorrosas en la investigación. Tomamos nota.
– Así que tenía acento, al hablar. ¿Recuerda lo que dijo?
– Poca cosa. Que querían una habitación. Limpia, y sobre todo tranquila. Rellenó la ficha, cogió la llave y eso fue todo.
– ¿Rellenó ella la ficha?
– Sí, con los datos de él. Luego se la dio para que la firmara.
Chamorro y yo nos miramos. Ella se adelantó a preguntar:
– ¿En qué estado le pareció que se encontraba él?
Torija dejó que sus labios apuntaran una sonrisa.
– Me pareció que estaba pedo, o colgado, o las dos cosas al mismo tiempo. Se reía como un idiota, sin parar. Y además repetía una y otra vez las mismas palabras, como si hablara consigo mismo.
– ¿Qué palabras?
– Es la hostia. Así todo el rato. Parecía feliz.
Aquella revelación, o la forma tan sencilla y contundente que Torija tuvo de hacerla, me descolocó por completo. Siempre que uno trata de rehacer los pasos de un muerto encara la labor con una conmiseración tal vez ilegítima, pero inevitable. Y de pronto me encontraba con que Trinidad no sólo había llegado hasta el umbral de la muerte del brazo de una rubia más atómica que la central en la que trabajaba, sino derretido de gusto.
No nos quedaba mucho más que preguntarle a aquel hombre. Nos confirmó que nunca había visto antes a Trinidad Soler ni a la rubia y también pudo dar razón bastante exacta de la hora a la que habían llegado:
– Las doce y poco. Y cuarto como mucho. Lo sé porque acababan de empezar los deportes en la radio.
Según la autopsia, Trinidad Soler había muerto alrededor de la una de la madrugada. Su ensueño no había llegado a durar una hora.