Capítulo 8

El juicio se aplazó hasta después del almuerzo.

La hora del almuerzo normalmente es el momento de discutir la estrategia con mis subordinados. Pero no era eso lo que quería hacer ahora. Quería estar solo. Quería repasar mentalmente el interrogatorio, descubrir qué había olvidado, imaginar lo que haría Flair a continuación.

Pedí una hamburguesa y una cerveza a una camarera que parecía desear estar en uno de esos anuncios de «¿Necesita una escapada?». Me llamó guapo. Me encanta que las camareras me llamen guapo.

Un juicio consiste en dos narraciones que compiten por llamar la atención. Tienes que convertir a tu protagonista en una persona real. Ser real es mucho más importante que ser puro. Los abogados lo olvidan. Creen que tienen que hacer que sus clientes parezcan encantadores y perfectos. No es verdad. Así que nunca intento engañar al jurado. Las personas son buenos jueces de los caracteres. Es mucho más probable que te crean si muestras tus debilidades. Al menos en mi bando, el de la fiscalía. Cuando eres defensor, te conviene remover las aguas. Como Flair Hickory había dejado muy claro, quieres presentar a esa bella dama denominada «Duda Razonable». Para mí era al contrario. Necesitaba claridad.

La camarera reapareció, dejó la hamburguesa frente a mí y dijo:

– Aquí tienes, guapo.

Miré mi comida. Era tan grasienta que estuve a punto de pedir un angiograma como guarnición. Pero la verdad es que aquella porquería era lo que realmente deseaba. La cogí con ambas manos y sentí cómo mis dedos se hundían en el pan.

– ¿Señor Copeland?

No reconocí al joven que estaba de pie a mi lado.

– Si no le importa, intento almorzar -dije.

– Esto es para usted.

Dejó una nota sobre la mesa y se marchó. Era una hoja de un cuaderno amarillo doblada en un pequeño rectángulo. La desdoblé.

Por favor, reúnase conmigo en el último reservado a su derecha.

EJ Jenrette

Era el padre de Edward. Miré mi amada hamburguesa. Ella me devolvió la mirada. No soporto la comida fría o recalentada. Así que me la comí. Me moría de hambre. Intenté no devorarla. La cerveza estaba buenísima.

Cuando terminé, me levanté y fui hacia el último reservado a mi derecha. EJ Jenrette estaba sentado a la mesa. Tenía un vaso de algo que parecía whisky delante de él. Rodeaba el vaso con ambas manos, como si intentara protegerlo. Tenía los ojos clavados en el líquido.

No levantó la cabeza cuando me senté frente a él. Si estaba preocupado por mi tardanza -vaya, si es que la había notado-lo disimulaba muy bien.

– ¿Quería verme? -pregunté.

EJ asintió. Era un hombretón de tipo atlético, con una camiseta de diseño que parecía estrangularle el cuello. Esperé.

– Usted tiene una hija -dijo.

Esperé.

– ¿Qué haría para protegerla?

– De entrada, nunca la dejaría ir a una fiesta en la fraternidad de su hijo.

Levantó la cabeza.

– No tiene gracia.

– ¿Hemos terminado?

Dio un buen trago a su bebida.

– Le daré a la chica cien mil dólares -dijo Jenrette-. Donaré a la asociación benéfica de su esposa otros cien mil.

– Estupendo. ¿Quiere extender los cheques ahora?

– ¿Retirará los cargos?

– No.

Me miró a los ojos.

– Es mi hijo. ¿De verdad quiere usted que pase los próximos diez años en la cárcel?

– Sí. Pero será el juez quien decida la sentencia.

– Sólo es un chico. Como mucho, se dejó llevar.

– Tiene una hija, ¿no, señor Jenrette?

El señor Jenrette miró su bebida.

– Si un par de chicos negros de Irvington la cogieran, la metieran en una habitación y le hicieran esas cosas, ¿le gustaría que el asunto se escondiera debajo de la alfombra?

– Mi hija no es stripper.

– No, señor, no lo es. Tiene todos los privilegios en la vida. Todas las ventajas. ¿Para qué iba a desnudarse?

– Hágame un favor -dijo-. No me venga con esos rollos socioeconómicos. ¿Está diciendo que porque era pobre no tenía otra salida que dedicarse a la prostitución? Por favor. Es un insulto para las personas desfavorecidas que han trabajado para salir del gueto.

Arqueé las cejas.

– ¿El gueto?

No dijo nada.

– Vive en Short Hills, ¿no, señor Jenrette?

– ¿Y?

– Dígame -dije-: ¿cuántas de sus vecinas eligen desnudarse o, como dice usted, prostituirse?

– No lo sé.

– Lo que Chamique Johnson haga o no haga es totalmente irrelevante respecto a que la hayan violado. Eso no lo decidimos nosotros. Su hijo no decide quién merece ser violado. Pero la verdad es que Chamique se desnudaba porque tenía unas opciones limitadas. Su hija no. -Meneé la cabeza-. Ya veo que no lo entiende.

– ¿Entender qué?

– Que ella se vea obligada a desnudarse y vender su cuerpo no hace menos culpable a Edward. En todo caso, lo hace más culpable.

– Mi hijo no la violó.

– Para esto tenemos los juicios -dije-. ¿Hemos terminado?

Por fin levantó la cabeza.

– Le puedo hacer la vida muy difícil.

– Diría que ya lo está intentando.

– ¿La retirada de fondos? -Se encogió de hombros-. Eso no ha sido nada. Un calentamiento.

Me miró a los ojos y sostuvo la mirada. Había ido demasiado lejos.

– Adiós, señor Jenrette.

Alargó la mano y me cogió el brazo.

– No les condenarán.

– Ya veremos.

– Ha ganado algunos puntos hoy, pero todavía tienen que contrainterrogar a esa puta. No puede explicar por qué dio esos nombres. Eso será su ruina y lo sabe. Escuche mi propuesta. Esperé.

– Mi hijo y el chico de los Marantz se declararán culpables de cualquier cargo siempre que no implique ir a la cárcel. Cumplirán servicios en la comunidad. Pueden estar en libertad condicional estricta tanto tiempo como le plazca. Me parece justo. A cambio financiaré económicamente a esa mujer y me aseguraré de que JaneCare recibe fondos. Todos ganamos.

– No -dije.

– ¿De verdad cree que esos chicos volverán a hacerlo?

– ¿Sinceramente? -dije-. Lo más seguro es que no.

– Creía que el objetivo de la cárcel era la rehabilitación.

– Sí, pero a mí no me interesa tanto la rehabilitación -repliqué-. Me interesa la justicia.

– ¿Y cree que mandar a mi hijo a la cárcel es hacer justicia?

– Sí -dije-. Pero se lo repito: para eso están los juicios y los jurados.

– ¿Se ha equivocado alguna vez, señor Copeland?

No dije nada.

– Porque voy a buscar. Buscaré hasta que dé con ese error que cometió. Y lo utilizaré. Tiene secretos, señor Copeland. Ambos lo sabemos. Si sigue con esta caza, voy a sacarlos a la luz para que todo el mundo los vea. -Parecía estar recuperando la confianza y no me gustó-. Como mucho, mi hijo cometió un error. Intentemos encontrar una forma de enmendar lo que hizo sin arruinarle la vida. ¿Puede entenderlo?

– No tengo nada más que decir -respondí.

No me soltó el brazo.

– Última advertencia, señor Copeland. Haré lo que sea para proteger a mi hijo.

Miré a EJ Jenrette e hice algo que me sorprendió: sonreí.

– ¿Qué? -preguntó.

– Es bonito -dije.

– ¿Qué es bonito?

– Que su hijo tenga tantas personas luchando por él -dije-. En la sala también. Edward tiene a mucha gente a su lado.

– Le queremos.

– Es bonito -repetí y me solté-. Pero cuando veo a todas esas personas sentadas detrás de su hijo, ¿sabe lo que no puedo evitar notar?

– ¿Qué?

– Que Chamique Johnson no tiene a nadie sentado detrás de ella -dije.


– Me gustaría leeros este fragmento de diario -dijo Lucy Gold. A Lucy le gustaba que los alumnos se sentaran formando un círculo. Ella se colocaba en el centro. Era duro, sí, pasear alrededor del «círculo de aprendizaje» como si fuera el luchador malo, pero funcionaba. Al poner a los alumnos en círculo, por grande que éste fuera, todos estaban en primera fila. No había forma de ocultarse.

Lonnie estaba en el aula. Lucy había pensado en hacerle leer a él el diario para poder dedicarse a estudiar las caras de los alumnos, pero el narrador era una mujer. No sonaría bien. Además, el que lo hubiera escrito sabía que Lucy estaría observando las reacciones. Tenía que saberlo. Tenía que estar jugando con ella mentalmente. Así que Lucy decidió que lo leería ella y que Lonnie controlara las reacciones. Y por supuesto, Lucy levantaría la cabeza a menudo, haciendo pausas en la lectura, con la esperanza de captar algo.

Sylvia Potter, la pelota, estaba directamente delante de ella. Tenía las manos dobladas y los ojos muy abiertos. Lucy la miró a los ojos y le sonrió. Sylvia se iluminó. A su lado se sentaba Alvin Renfro, un gandul sin remedio. Renfro estaba sentado como tantos otros alumnos, como si no tuviera huesos y fuera a caerse de la silla y convertirse en un charco en el suelo.

– «Esto sucedió cuando yo tenía diecisiete años -leyó Lucy-. Estaba en un campamento de verano. Trabajaba de MEP, que es un monitor en prácticas…»

Mientras seguía leyendo sobre el incidente en el bosque, la narradora y su novio, P, el beso contra el árbol, los gritos en el bosque, Lucy paseaba por el cerrado círculo. Ya había leído el fragmento al menos una docena de veces, pero ahora, al hacerlo en voz alta, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Notaba las piernas flojas. Lanzó una mirada a Lonnie. Él también había notado algo en su tono y la observaba. Ella le miró como diciendo «se supone que debes observarlos a ellos, no a mí», y se volvió enseguida.

Al terminar, Lucy animó a los alumnos a hacer comentarios. Esta petición casi siempre seguía la misma rutina. Los alumnos sabían que el autor estaba allí, en aquella aula, pero como la única manera de construirte a ti mismo es hundiendo a los demás, se lanzaban a destriparlo con furia. Levantaban la mano y empezaban siempre con alguna clase de negación, como «¿Soy sólo yo o…?» o «Podría equivocarme, pero…» y a continuación:

– La escritura es plana…

– No noto su pasión por el tal P, ¿y vosotros?

– ¿La mano bajo la blusa? Por favor…

– A mí me ha parecido una tontería.

– El narrador dice: «Nos besamos y fue tan apasionado…». No digas que fue apasionado, demuéstralo.

Lucy moderaba. Aquélla era la parte más importante de la clase. Era difícil enseñar. A menudo pensaba en sus días de estudio, las horas de lecturas pesadas y cómo no era capaz de recordar absolutamente nada de ellas. Las lecciones que realmente había aprendido, las que había interiorizado y recordaba y utilizaba, eran los comentarios breves que el profesor hacía durante la discusión. Enseñar era cuestión de calidad, no de cantidad. Si hablas demasiado, acabas siendo como el hilo musical, una molesta música de fondo. Si dices muy poco, puedes marcar un gol.

A los profesores también les gusta que les presten atención. Eso puede ser peligroso. Uno de sus primeros profesores le había dado un consejo muy claro sobre esto: no todo gira en torno a ti. Lucy intentaba tenerlo presente siempre. Por otro lado, a los estudiantes tampoco les gusta que te mantengas distante. Así que siempre que tenía ocasión de contar una anécdota, intentaba que fuera una en la que hubiera metido la pata -no tenía que pensar mucho para encontrarlas-, pero que al final había acabado bien.

Otro problema era que los alumnos no decían lo que realmente creían sino lo que esperaban que causara buena impresión. Eso también era lo habitual en las reuniones del claustro; la prioridad era parecer bueno, no decir la verdad.

Pero esta vez Lucy se mostró más agresiva de lo normal. Quería reacciones. Quería que el autor o la autora se manifestara. Así que insistió.

– Representa que se trata de un recuerdo -dijo-. Pero ¿alguien cree que esto sucedió realmente?

Eso los hizo callar a todos. Había unas reglas no escritas en el aula y Lucy prácticamente había llamado mentiroso al autor. Aflojó un poco.

– Lo que he querido decir es que parece ficción. Normalmente sería algo bueno, pero ¿lo es en este caso? ¿Hace que os cuestionéis la veracidad?

La discusión fue animada. Se levantaron manos. Los chicos debatieron entre ellos. Era el momento álgido del trabajo. La verdad era que tenía pocas cosas en su vida. Pero le gustaban estos chicos. Cada semestre volvía a enamorarse de nuevo. Eran su familia, desde septiembre a diciembre o de enero a mayo. Entonces la abandonaban. Algunos volvían. Muy pocos. Y ella siempre se alegraba de verlos. Pero ya no volvían a ser su familia. Sólo los estudiantes actuales tenían ese estatus. Era raro.

En determinado momento, Lonnie salió del aula. Lucy se preguntó adonde iba, pero estaba inmersa en la clase. Algunos días ésta duraba demasiado poco. Aquél era uno de ellos. Cuando terminó la hora y los alumnos empezaron a recoger sus cosas, seguía sin tener ni idea de quién le había mandado aquel diario anónimo.

– No lo olvidéis -dijo Lucy-. Dos páginas más del diario. Los quiero para mañana -después añadió-: Bueno, si queréis mandar más de dos páginas, adelante. Lo que tengáis está bien.

Diez minutos después, estaba en su despacho. Lonnie ya se encontraba allí.

– ¿Has visto algo en sus caras? -preguntó.

– No -dijo.

Lucy empezó a recoger, metiendo papeles en la bolsa del portátil.

– ¿Adónde vas? -preguntó Lonnie.

– He quedado.

El tono de ella le impidió seguir preguntando. Lucy «quedaba» un día a la semana, pero no le confiaba a nadie adonde iba. Ni siquiera a Lonnie.

– Oh -dijo Lonnie.

Miraba al suelo. Lucy se detuvo.

– ¿Qué pasa, Lonnie?

– ¿Estás segura de que quieres saber quién ha escrito el diario? No sé qué decirte pero este asunto me parece una traición.

– Necesito saberlo.

– ¿Por qué?

– No puedo decírtelo.

– Está bien -se conformó él.

– ¿Está bien qué?

– ¿A qué hora volverás?

– Dentro de una o dos horas.

Lonnie miró el reloj.

– Para entonces puede que ya sepa quién lo ha enviado -dijo.

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