– Tengo noticias.
Alekséi Kokorov seguía siendo un espécimen atroz, aunque impresionante. A finales de los ochenta, justo antes de que derribaran el Muro y su vida cambiara para siempre, Kokorov había sido ayudante de Sosh en Intourist. Tenía su gracia si te parabas a pensarlo. En su país eran agentes de élite del KGB. En 1974, estaban en el «Spetsgruppa A», el grupo especial que teóricamente era la unidad contraterrorista y de crimen, pero una mañana fría de Navidad de 1979, su unidad había tomado por asalto el Darulaman Palace en Kabul. No mucho después, a Sosh lo habían destinado a trabajar en Intourist y se había mudado a Nueva York. Kokorov, un hombre con el que Sosh no congeniaba especialmente, también se había ido. Ambos habían dejado atrás a sus familias. Así eran las cosas. Nueva York era seductor. Un destino sólo permitido a los soviéticos más leales. Pero incluso éstos necesitaban ser vigilados por un colega con el que no congeniaran demasiado o con el que no tuvieran amistad. Incluso los más leales necesitaban que se les recordara que tenían seres amados en casa que podían sufrir por su culpa.
– Adelante -dijo Sosh.
Kokorov era un borracho. Siempre lo había sido, pero en su juventud esto casi era una ventaja para él. Era fuerte y listo, y beber le volvía especialmente perverso. Obedecía como un perro. Pero los años le habían pasado factura. Sus hijos eran mayores y no le necesitaban. Su esposa le había dejado hacía años. Era patético, pero es que él representaba el pasado. Sosh y él no se caían bien, pero el vínculo existía de todos modos. Kokorov había acabado siendo leal a Sosh y Sosh le tenía en nómina.
– Han encontrado un cadáver en aquel bosque -anunció Kokorov.
Sosh cerró los ojos. No se esperaba esto y, sin embargo, no estaba totalmente sorprendido. Pável Copeland quería desenterrar el pasado. Sosh tenía la esperanza de impedírselo. Hay cosas que es mejor que un hombre no sepa. Gavrel y Aline, sus hermanos, estaban enterrados en una fosa común. Sin lápidas ni dignidad. Esto no le había importado nunca a Sosh. Polvo al polvo, y todo ese rollo. Pero a veces pensaba en ello. A veces se preguntaba si Gavrel se levantaría un día acusando con un dedo a su hermano pequeño, el que le había robado un pedazo de pan hacía más de sesenta años. Fue sólo un mordisco, Sosh lo sabía. No habría cambiado nada. Aun así Sosh seguía pensando en lo que había hecho, en ese pedacito de pan, todos los días de su vida.
¿De eso se trataba ahora? ¿De los muertos buscando venganza?
– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó Sosh.
– Desde la visita de Pável, he estado comprobando las noticias locales -respondió Kokorov-. En internet. Han informado de ello.
Sosh sonrió. Dos viejos gángsteres del KGB utilizando el internet norteamericano para recoger información; tenía gracia.
– ¿Qué debemos hacer? -preguntó Kokorov.
– ¿Hacer?
– Sí. ¿Qué debemos hacer?
– Nada, Alekséi. Fue hace mucho tiempo.
– El asesinato no prescribe en este país. Investigarán.
– ¿Y qué descubrirán?
Kokorov no dijo nada.
– Ha terminado. Ya no tenemos agencia ni país que proteger.
Silencio. Alekséi se frotó la barbilla y miró hacia otro lado.
– ¿Qué?
– ¿Echas de menos aquella época, Sosh? -preguntó Alekséi.
– Echo de menos mi juventud -dijo-. Nada más.
– La gente nos temía -dijo Kokorov-. Temblaban al vernos pasar.
– ¿Y eso era bueno, Alekséi?
Su sonrisa era horrible, con unos dientes demasiado pequeños para su boca, como la de los roedores.
– No finjas. Teníamos poder. Éramos dioses.
– No, Alekséi, éramos matones. No éramos dioses, éramos los esbirros que hacían el trabajo sucio de los dioses. Ellos tenían el poder. Nosotros teníamos miedo y por eso hacíamos que los demás tuvieran más miedo aún que nosotros. Nos hacía sentir grandes aterrorizar a los débiles.
Alekséi hizo un gesto despreciativo en dirección a Sosh.
– Te estás haciendo mayor.
– Los dos nos hacemos mayores.
– No me gusta revivir este asunto.
– Tampoco te gustó que Pável volviera. Es porque te recuerda a su abuelo, ¿no?
– No.
– El hombre que arrestaste. El viejo y su esposa.
– ¿Te creías mejor, Sosh?
– No. Sé que no lo era.
– No fue mi decisión. Ya lo sabes. Les denunciaron y actuamos.
– Exactamente -dijo Sosh-. Los dioses te ordenaron hacerlo. Y lo hiciste. ¿Todavía te sientes un gran hombre?
– No fue así.
– Fue exactamente así.
– Tú habrías hecho lo mismo.
– Sí, lo habría hecho.
– Contribuíamos a una causa mayor.
– ¿De verdad te creías eso, Alekséi?
– Sí. Todavía lo creo. Aún no estoy seguro de que nos equivocáramos tanto. Cuando veo los peligros que ha traído la libertad, no estoy tan seguro.
– No -dijo Sosh-. Éramos gángsteres.
Silencio.
– ¿Y ahora qué? -insistió Kokorov-. ¿Ahora que han encontrado el cadáver?
– Puede que nada. Puede que muera más gente. O puede que Pável Copeland tenga por fin la oportunidad de enfrentarse a su pasado.
– ¿No le dijiste que no debía hacerlo, que debía dejar enterrado el pasado?
– Sí -dijo Sosh-. Pero no me escuchó. ¿Quién sabe cuál de los dos tendrá razón?
Entró el doctor McFadden y me dijo que había tenido suerte, que la bala me había atravesado el costado sin dañar ningún órgano interno. Siempre me llevo las manos a la cabeza cuando el héroe recibe un disparo y después sigue con su vida como si nada hubiera pasado. Pero la verdad es que hay un montón de heridas que se curan sin más. Estar sentado en aquella cama no iba a hacerme más bien que descansar en casa.
– Me preocupa más el golpe de la cabeza -dijo.
– Pero ¿puedo ir a casa?
– Duerma un poco primero, ¿entendido? Veamos cómo se siente al despertarse. Creo que debería quedarse esta noche.
Quería discutir, pero lo cierto era que no ganaba nada yéndome a casa. Estaba dolorido, mareado y sufría. Probablemente tenía muy mal aspecto y asustaría a Cara si me presentaba así.
Habían encontrado un cadáver en el bosque. Todavía no lograba concentrarme lo suficiente para pensar en esto.
Muse me había mandado la autopsia preliminar al hospital. Todavía no sabían mucho, pero era difícil creer que no se tratara mi hermana. Lowell y Muse habían realizado una investigación a conciencia de mujeres desaparecidas de la zona, por si había alguna otra que pudiera coincidir con la descripción. La búsqueda no había dado frutos; la única concordancia preliminar con los registros informáticos de desaparecidos era mi hermana.
Por ahora la forense no había determinado la causa de la muerte. No era raro con un esqueleto en ese estado. Si la habían degollado o la habían enterrado viva, probablemente no lo sabrían nunca. No habría muescas en los huesos. Los cartílagos y los órganos internos habían desaparecido hacía tiempo, víctimas de alguna entidad parasitaria que se había dado un festín con ellos.
Salté al tema clave. La separación del hueso púbico.
La víctima había dado a luz.
Volví a pensar en ello. Me pregunté si era posible. En circunstancias normales, eso me daría esperanzas de que la mujer desenterrada no fuera mi hermana. Pero si no lo era, ¿a qué conclusión podía llegar exactamente? ¿Que alrededor de la misma época otra chica, una chica que nadie había reclamado, había sido asesinada y enterrada en la misma zona que los chicos asesinados en el campamento?
No tenía ni pies ni cabeza.
Algo se me escapaba. Se me escapaban muchas cosas.
Saqué el móvil. En el hospital no había cobertura, pero busqué el teléfono de York en la agenda y utilicé el teléfono de la habitación para hacer la llamada.
– ¿Alguna novedad? -pregunté.
– ¿Sabe qué hora es?
No lo sabía. Miré el reloj.
– Las diez pasadas -dije-. ¿Alguna novedad?
Suspiró.
– Balística ha confirmado lo que ya sabíamos. La pistola que Silverstein disparó contra usted es la misma que utilizó para matar a Gil Pérez. Y lo del ADN tardará semanas, aunque el grupo sanguíneo del asiento trasero del Volkswagen concuerda con Pérez. En términos deportivos, diría que el partido está sentenciado.
– ¿Qué ha dicho Lucy?
– Dillon dice que no ha ayudado mucho. Estaba en estado de shock. Ha dicho que su padre no estaba bien, que probablemente se imaginó alguna clase de amenaza.
– ¿Dillon se lo ha creído?
– Claro, ¿por qué no? De todos modos, el caso está cerrado. ¿Cómo se encuentra?
– De muerte.
– A Dillon le pegaron un tiro una vez.
– ¿Sólo una?
– Muy buena. El caso es que todavía enseña la cicatriz a todas las mujeres que conoce. Dice que las vuelve locas. Téngalo presente.
– Consejos de seducción de Dillon. Gracias.
– ¿Sabe lo que les dice después de enseñar la cicatriz?
– Eh, muñeca, ¿quieres ver mi pistola?
– Maldita sea, ¿cómo lo ha sabido?
– ¿Adonde ha ido Lucy después de que terminaran de hablar con ella?
– La acompañamos a su piso en el campus.
– De acuerdo, gracias.
Colgué y marqué el número de Lucy. Saltó el contestador. Dejé un mensaje y después llamé al móvil de Muse.
– ¿Dónde estás? -pregunté.
– Camino de casa, ¿por qué?
– Pensaba que podrías ir a la Universidad de Reston para interrogar a Lucy.
– Ya he ido.
– ¿Y qué?
– No me ha abierto la puerta. Pero he visto luces encendidas. Está en casa.
– ¿Está bien?
– No sabría decirte.
No me hizo ninguna gracia. Su padre había muerto y ella estaba sola en su piso.
– ¿Estás muy lejos del hospital?
– A unos quince minutos.
– ¿Puedes pasar a recogerme?
– ¿Te dejan marchar?
– ¿Quién va a impedírmelo? Además, sólo será un rato.
– ¿Mi jefe me está pidiendo que le acompañe a casa de su novia?
– No. Yo, el fiscal del condado, te pido que me acompañes a casa de una persona de gran interés en un homicidio reciente.
– Como quieras -dijo Muse-. Ya estoy llegando.
Nadie me impidió salir del hospital.
No me encontraba bien, pero había tenido días peores. Me preocupaba Lucy y me daba cuenta de que era algo más que una preocupación normal.
La echaba de menos.
La echaba de menos de la forma que se echa de menos a alguien de quien te estás enamorando. Podría marear la perdiz, suavizar un poco esta afirmación, decir que mis emociones estaban en modo superacelerado con todo lo que estaba pasando, decir que se trataba de nostalgia de una época mejor, una época más inocente, una época en la que mis padres estaban juntos y mi hermana viva, y qué demonios, incluso Jane estaba bien y hermosa y feliz en algún lugar. Pero no era esto.
Me gustaba estar con Lucy. Me gustaba cómo me hacía sentir. Me gustaba estar con ella de la manera como te gusta estar con alguien de quien te estás enamorando. No había necesidad de más explicaciones.
Muse conducía. Su coche era pequeño y estaba lleno de trastos. Yo no era muy aficionado a los coches y no tenía ni idea de qué coche era, pero olía a tabaco. Debió de captar mi expresión porque dijo:
– Mi madre fuma como una carretera.
– Ya.
– Vive conmigo. Es algo temporal. Hasta que dé con el marido número cinco. Mientras tanto le digo que no fume en mi coche.
– Y no te hace ni caso.
– No; creo que decírselo hace que fume más. Es lo mismo en el piso. Llego de trabajar, abro la puerta y me siento como si tragara ceniza.
Deseaba que condujera más rápido.
– ¿Estarás bien para ir al juzgado mañana? -preguntó.
– Creo que sí.
– El juez Pierce quería ver a los abogados en su despacho.
– ¿Tienes idea de por qué?
– No.
– ¿A qué hora?
– A las nueve de la mañana.
– Allí estaré.
– ¿Quieres que pase a recogerte?
– Sí.
– ¿Puedo coger un coche de empresa?
– No trabajamos para una empresa. Trabajamos para el condado.
– ¿Un coche del condado entonces?
– Tal vez.
– Qué bien. -Condujo un rato más-. Siento mucho lo de tu hermana.
No pude decir nada. Todavía me costaba reaccionar. Tal vez necesitaba oír que se había confirmado la identidad. O tal vez llevaba veinte años de luto y ya no me quedaban más. O tal vez, lo más probable, estaba poniendo mis emociones en suspenso.
Ya habían muerto dos personas más.
Lo que pasara en ese bosque hacía veinte años… Tal vez los chicos del pueblo tenían razón, los que decían que un monstruo los había devorado o que el hombre del saco se los había llevado. Lo que había matado a Margot Green y a Doug Billingham, y con toda probabilidad a Camille Copeland, seguía vivo, seguía respirando, seguía cobrándose vidas. Puede que hubiera dormido veinte años. Puede que hubiera ido a un lugar nuevo o se hubiera trasladado a otro bosque en otro estado. Pero ese monstruo había vuelto, y yo no iba a permitir que volviera a salirse con la suya.
El alojamiento para profesores de la Universidad de Reston era deprimente. Los edificios de ladrillo eran viejos y estaban apiñados. La iluminación era mala, pero creo que esto podía convenirme.
– ¿Te importa esperar en el coche? -pregunté.
– Tengo que hacer un recado -dijo Muse-. Vuelvo enseguida.
Subí por el camino. Las luces estaban apagadas, pero oí música. Reconocí la canción. «Somebody» de Bonnie McKee. Mortalmente deprimente -el tal «somebody» era el amor perfecto que ella sabe que está en alguna parte, pero no encuentra nunca- pero así era Lucy. Le encantaban las canciones desgarradoras. Llamé a la puerta. No hubo respuesta. Toqué el timbre, llamé otra vez. Pero nada.
– ¡Luce!
Nada.
– ¡Luce!
Volví a llamar. Se estaba acabando el efecto de lo que me había dado el médico. Sentía los puntos en el costado. Los sentía literalmente, como si cada movimiento me desgarrara la piel.
– ¡Luce!
Intenté abrir la puerta. Estaba cerrada. Había dos ventanas. Intenté mirar. Estaba demasiado oscuro. Intenté abrirlas. Ambas estaban cerradas.
– Por favor, sé que estás dentro.
Oí un coche detrás de mí. Era Muse. Se paró y bajó.
– Toma -dijo.
– ¿Qué es?
– Una llave maestra. La he pedido en seguridad del campus.
Muse.
Me la lanzó y volvió al coche. Introduje la llave en la cerradura, volví a llamar y la giré. Se abrió la puerta. Entré y cerré la puerta.
– No enciendas la luz.
Era Lucy.
– Déjame sola, ¿vale, Cope?
El iPod pasó a la siguiente canción. Alejandro Escovedo preguntaba musicalmente qué clase de amor destruye a una madre y la deja perdida retorciéndose entre los árboles.
– Deberías hacer uno de esos recopilatorios -dije.
– ¿Qué?
– Uno de esos que se anuncian en televisión. TimeLife presenta Las canciones más deprimentes de todos los tiempos.
Oí que soltaba una risita. Mis ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad. La vi sentada en el sofá. Me acerqué más.
– No -dijo.
Pero seguí avanzando y me senté a su lado. Había una botella de vodka en su mano. Estaba medio vacía. Eché un vistazo. No había nada personal en el piso, nada nuevo, nada llamativo ni alegre.
– Ira -dijo.
– Lo siento mucho.
– La policía dice que mató a Gil.
– ¿Tú qué crees?
– Vi sangre en el coche. Te disparó. Sí, por supuesto que creo que mató a Gil.
– ¿Por qué?
No respondió y tomó un largo trago.
– ¿Por qué no me das la botella? -dije.
– Esto es lo que soy, Cope.
– No es verdad.
– No soy para ti. No puedes rescatarme.
Tenía algunas respuestas para esto, pero todas me sonaban a tópico. Lo dejé correr.
– Te quiero -dijo-. No sé por qué, pero nunca he dejado de quererte. He estado con otros hombres. He tenido novios. Pero tú siempre estabas presente. Con nosotros. Incluso en la cama. Es una estupidez, una tontería, y sólo éramos unos chicos, pero así son las cosas.
– Lo entiendo -dije.
– Creen que Ira podría haber matado a Margot y a Doug.
– ¿Tú no?
– Él sólo quería que se olvidara, ¿sabes? Hacía demasiado daño, causaba demasiada destrucción. Cuando vio a Gil, debió de ser como si un fantasma hubiera vuelto para mortificarlo.
– Lo siento -repetí.
– Vete a casa, Cope.
– Prefiero quedarme.
– No es decisión tuya. Ésta es mi casa. Mi vida. Vete a casa.
Dio otro largo sorbo.
– No me gusta dejarte así.
Se rió lúgubremente.
– ¿Crees que es la primera vez o qué?
Me miró, como desafiándome a discutírselo. No lo hice.
– Esto es lo que hago. Bebo en la oscuridad y escucho estas malditas canciones. Pronto me dormiré o me desmayaré o como quieras llamarlo. Mañana apenas tendré resaca.
– Quiero quedarme.
– No quiero que te quedes.
– No es por ti. Es por mí. Quiero estar contigo. Esta noche especialmente.
– No te quiero aquí. Sólo empeora las cosas.
– Pero…
– Por favor -dijo, y su tono era de súplica-. Déjame sola, por favor. Mañana. Empezaremos de nuevo mañana.