Cuando volví a casa, Loren Muse se paseaba arriba y abajo como un león acechando a una gacela herida. Cara estaba en el asiento de atrás del coche. Tenía clase de danza en una hora. No la acompañaba yo, sino Estelle, la niñera. Pagaba a Estelle más de lo normal, y no me importaba. Si encuentras a alguien que es bueno y además conduce, le pagas lo que te pida.
Me detuve en la entrada. La casa era de una sola planta, con tres dormitorios y tanta personalidad como el pasillo del depósito. Se suponía que iba a ser una casa «para empezar». Jane quería que nos mudáramos a una mansión, tal vez en Franklin Lakes. A mí no me importaba mucho donde vivía. No estoy pendiente de las casas o los coches, y dejaba que Jane se saliera con la suya en estos temas.
Echaba de menos a mi esposa.
Loren Muse tenía una sonrisa de depredadora en la cara. Muse no serviría como jugadora de poker, eso estaba claro.
– Tengo todas las facturas. Y los registros del ordenador también. Todo. -Después se volvió hacia mi hija-. Hola Cara.
– ¡Loren! -gritó Cara.
Bajó del coche. A Cara le gustaba Muse. Ésta se llevaba bien con los niños. Muse nunca había estado casada, nunca había tenido hijos. Hacía unas semanas me había presentado a su último novio. El chico no estaba a su altura, pero ésa parecía ser la norma con las mujeres de una cierta edad.
Muse y yo lo esparcimos todo por el suelo del estudio: declaraciones de testigos, informes de la policía, registros telefónicos, todas las facturas de la fraternidad. Comenzamos con las facturas de la fraternidad, y había una tonelada. Todos los móviles. Todos los pedidos de cerveza. Todas las compras por internet.
– Bueno -dijo Muse-, ¿se puede saber qué buscamos?
– No tengo ni idea.
– Creía que tenías algo.
– Sólo una sensación.
– Oh, por favor. No me digas que sigues una corazonada.
– Jamás -dije. Seguimos buscando.
– Bueno -dijo ella-, ¿estamos mirando estos papeles en busca de un rótulo que diga: «Gran pista por aquí»?
– Buscamos un catalizador -dije.
– Bonita palabra. ¿En forma de qué?
– No lo sé, Muse. Pero la respuesta está aquí. Es como si pudiera verla.
– Vaaaale -dijo, haciendo un gran esfuerzo por no levantar los ojos al cielo.
Seguimos buscando. Pedían pizzas prácticamente cada noche, ocho, a Pizza-To-Go, y las cargaban directamente a su tarjeta de crédito. Tenían Netflix para poder alquilar películas en DVD regularmente, de tres en tres, entrega a domicilio, y a algo llamado HotFlixxx, para hacer lo mismo con las porno. Habían encargado camisetas de golf con el logo de la fraternidad. El logo de la fraternidad también estaba en las pelotas de golf, toneladas de ellas.
Intentamos ordenarlo todo de alguna manera. No tengo ni idea de por qué.
Cogí la factura de HotFlixxx y se la enseñé a Muse.
– Barato -señalé.
– Internet ha vuelto accesible el porno y las masas pueden permitírselo.
– Es bueno saberlo -dije.
– Pero podría ser algo -dijo Muse.
– ¿El qué?
– Chicos jóvenes, mujeres a tope. O en este caso, mujer.
– Explícate -pedí.
– Quiero que contratemos a alguien de fuera.
– ¿A quién?
– A una investigadora privada llamada Cingle Shaker. ¿Has oído hablar de ella?
Asentí. Ya lo creo.
– Qué digo «oído» -insistió-. ¿La has visto?
– No.
– Pero ¿has «oído» hablar de ella?
– Sí, he oído hablar de ella -dije.
– Pues no es una exageración. Cingle Shaker tiene un cuerpo que no sólo hace parar el tráfico, sino que levanta el asfalto y arrasa las medianas de la autopista. Y es muy buena. Si alguien puede hacer hablar a los chicos de la fraternidad, es Cingle.
– De acuerdo -dije.
Horas después, ni siquiera sé cuántas, Muse se levantó.
– Aquí no hay nada, Cope.
– Eso parece, ¿no?
– ¿Mañana preparas el testimonio con Chamique?
– Sí.
Me miró desde arriba.
– Aprovecharás más el tiempo trabajando con ella.
Le dediqué un saludo militar burlón. Chamique y yo ya habíamos trabajado en su testimonio, pero no tanto como se podría imaginar. No quería que sonara ensayado. Tenía pensada otra estrategia.
– A ver qué puedo conseguirte -dijo Muse.
Salió por la puerta con su mejor pose amenazadora.
Estelle nos preparó la cena: espaguetis y albóndigas. No es una gran cocinera, pero se podía comer. Después llevé a Cara a Van Dyke's a tomar un helado, como un premio. Estaba más charlatana. Por el retrovisor, la veía en su asiento con el cinturón puesto. Cuando yo era niño, se nos permitía sentarnos delante. Ahora era necesario alcanzar la edad legal para beber antes de poder sentarnos delante.
Intenté escucharla pero Cara sólo decía una tontería tras otra, como hacen los niños. Parece que Brittany había sido mala con Morgan y por eso Kylie le había tirado un borrador y después Kylie, no Kylie G sino Kylie N -había dos Kylies en la clase-, no quería ir a los columpios a la hora del patio a menos que Kiera también fuera. Yo miraba de vez en cuando su cara animada, arrugada como si imitara a un adulto. Me invadió esa sensación abrumadora. Se infiltró dentro de mí. A los padres les asalta de vez en cuando. Estás mirando a tu hijo en un momento cualquiera, no mientras está en un escenario ni en una competición, sólo está ahí y le miras y sabes que es toda tu vida y eso te conmueve y te asusta y te gustaría detener el tiempo.
Había perdido a una hermana. Había perdido a una esposa. Y más recientemente, había perdido a mi padre. En las tres ocasiones me había hundido. Pero al mirar a Cara, la forma como gesticulaba y abría mucho los ojos, supe que había un golpe del que no me recuperaría nunca.
Pensé en mi padre. En el bosque. Con aquella pala. Su corazón roto. Buscando a su hijita. Pensé en mi madre. Se había ido. No sabía dónde estaba. A veces todavía pienso en buscarla. Pero ya no tan a menudo. Durante años la odié. Puede que todavía la odie. O puede que ahora que tengo una hija comprenda un poco mejor el dolor que debió de experimentar.
Entramos en casa y sonó el teléfono. Estelle se llevó a Cara y yo respondí.
– Diga.
– Tenemos un problema, Cope.
Era mi cuñado, Bob, el marido de Greta. Era presidente de la asociación benéfica JaneCare. Greta, Bob y yo la fundamos después de la muerte de mi esposa. Me había dado una prensa estupenda. Un homenaje a mi hermosa y amada esposa.
Vaya, a todos debía de parecerles que había sido un esposo maravilloso.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– Tu caso de violación nos está costando caro. El padre de Edward Jenrette ha hecho que varios de sus amigos se retracten de sus compromisos.
– Qué elegante.
Cerré los ojos.
– Peor, está diciendo por ahí que hemos echado mano a los fondos. EJ Jenrette es un hijo de puta muy bien relacionado. Ya estoy recibiendo llamadas.
– Que nos inspeccionen -dije-. No encontrarán nada.
– No seas ingenuo, Cope. Competimos con otras asociaciones por las subvenciones. El más mínimo indicio de escándalo y estamos acabados.
– No podemos hacer nada, Bob.
– Es cierto, pero es que… estamos haciendo un buen trabajo, Cope.
– Lo sé.
– Y conseguir fondos siempre es difícil.
– ¿Qué propones?
– Nada. -Bob vaciló e intuí que tenía algo más que decir. Así que esperé-: Pero en fin, Cope, vosotros siempre hacéis tratos, ¿no?
– Los hacemos, sí.
– Dejáis pasar una injusticia menor para poder castigar un delito más grave.
– Cuando es necesario.
– Esos dos chicos. Me han dicho que son buenos chicos.
– Pues te han informado mal.
– Mira, no digo que no merezcan ser castigados, pero a veces hay que negociar. El bien mayor. JaneCare está avanzando mucho. Podría ser el bien mayor. Es lo único que quiero decir.
– Buenas noches, Bob.
– No te enfades, Cope. Sólo quería ayudar.
– Lo sé. Buenas noches, Bob.
Colgué. Me temblaban las manos. El hijo de puta de Jenrette no había ido a por mí. Había ido a por la memoria de mi esposa. Subí la escalera. La rabia me consumía. La canalizaría. Me senté a la mesa. Sólo había dos fotos encima. Una era la foto escolar de mi hija, Cara. Tenía un lugar preferencial en el centro de la mesa.
La segunda fotografía era una granulada de mis abuelos en la vieja patria, Rusia, o como lo llamaban cuando ellos murieron en ese gulag, la Unión Soviética. Murieron cuando yo era muy pequeño, cuando todavía vivíamos en Leningrado, pero conservo un vago recuerdo de ellos, especialmente de la mata de cabellos blancos de mi abuelo.
A menudo me pregunto por qué tengo esa fotografía sobre la mesa.
Su hija, mi madre, me había abandonado, ¿no? Es una idiotez si te paras a pensarlo, pero a pesar del dolor que evocaba, la fotografía tenía una extraña importancia para mí. Miraba a mis abuelos y pensaba en las vueltas que da la vida y en las maldiciones familiares y en dónde había empezado todo.
Antes había fotos de Jane y Camille. Me gustaba tenerlas a la vista. Me consolaban. Pero que a mí me consolaran los muertos no significa que consolaran a mi hija. Era difícil encontrar un equilibrio con una niña de seis años. Quieres hablarle de su madre. Quieres que lo sepa todo de Jane, de su estupendo espíritu, de cuánto había querido a su niña. También quieres ofrecerle algún consuelo, como que su madre está en el cielo observándola. Pero yo no creía en eso. Me gustaría. Me gustaría creer que existe una maravillosa vida eterna y que desde arriba, mi esposa, mi hermana y mi padre nos sonríen. Pero no logro creerlo. Y cuando le cuento estas cosas a mi hija, tengo la sensación de estar mintiéndole. Lo hago de todos modos. Por ahora es como una especie de Santa Claus o conejito de Pascua, algo temporal y tranquilizador, pero al final ella, como todos los niños, sabrá que no es más que otra mentira paterna con muy poca justificación. O puede que me equivoque y estén allí arriba mirándonos. Puede que ésta sea la conclusión a la que llegue Cara algún día.
A medianoche, por fin, me permití pensar en lo que quería pensar: mi hermana, Camille, Gil Pérez, y aquel verano mágico y horrible. Volví mentalmente al campamento. Pensé en Camille. Pensé en aquella noche. Y por primera vez en varios años, me permití pensar en Lucy.
Una sonrisa triste cruzó mi cara. Lucy Silverstein había sido mi primera novia de verdad. Nos iba de maravilla, un romance de verano de cuento de hadas, hasta aquella noche. No tuvimos ocasión de romper, los asesinatos nos separaron. Nos alejaron cuando todavía estábamos enredados el uno en el otro, en un punto en que nuestro amor, por tonto e inmaduro que fuera, estaba alimentándose y creciendo.
Lucy era el pasado. Me había dado un ultimátum a mí mismo y la había apartado de mi vida. Pero el corazón no entiende mucho de ultimátums. A lo largo de los años, he intentado descubrir a qué se dedica Lucy, introduciendo su nombre y otros datos en Google, aunque dudo que nunca tenga valor para ponerme en contacto con ella. Nunca descubrí nada. Me imagino que, después de lo que pasó, se habrá cambiado el apellido por prudencia. Probablemente ahora esté casada, como yo lo estuve. Probablemente sea feliz. Esperaba que lo fuera.
Me sacudí esos pensamientos. Ahora mismo necesitaba pensar en Gil Pérez. Cerré los ojos y volví atrás. Pensé en él en el campamento, cuando montábamos a caballo, cuando le pegaba puñetazos en broma en el brazo, y en cómo él solía decir: «¡Enclenque! Ni me he enterado».
Le veía con el torso delgado, los pantalones cortos demasiado grandes antes de que se pusieran de moda, la sonrisa que necesitaba ortodoncia con urgencia, la…
Abrí los ojos. Algo estaba mal.
Bajé al sótano. Encontré la caja de cartón enseguida. Jane era buena etiquetando las cosas. Vi su pulcra letra en un lado de la caja. Aquello hizo que me detuviera. La letra es algo tan personal. La rocé con los dedos. Toqué su letra y la imaginé con el gran rotulador en la mano, el capuchón en la boca mientras escribía en letras grandes: FOTOGRAFÍAS – COPELAND.
En mi vida había cometido muchos errores. Pero Jane… fue mi único gran acierto. Su bondad me transformó, me hizo mejor y más fuerte en todos los sentidos. La amaba y éramos apasionados, pero más que eso, ella tenía la capacidad de hacerme mejor. Yo era neurótico e inseguro, un niño con beca en una escuela donde había muy pocos, y ella era un ser casi perfecto que vio algo en mí. ¿Cómo? ¿Cómo podía yo ser horrible e inútil si un ser tan magnífico me amaba?
Jane era mi roca. Y un día se puso enferma. Mi roca se desmenuzó. Y yo también.
Encontré las fotografías de aquel verano de hacía tanto tiempo. No había ninguna de Lucy. Había tenido la sensatez de tirarlas todas hacía años. Lucy y yo también teníamos nuestras canciones -Cat Stevens, James Taylor-, temas tan empalagosos como para vomitar. Me cuesta escucharlas. Todavía hoy. Procuro que no se introduzcan en mi iPod. Si las ponen en la radio, cambio de emisora a la velocidad del rayo.
Repasé un montón de fotos de aquel verano. La mayoría eran de mi hermana. Fui mirándolas hasta que encontré una que se tomó tres días antes de su muerte. En la foto salía Doug Billingham, su novio. Un chico rico. Mi madre estaba encantada, evidentemente. El campamento era una rara mezcla de privilegiados y pobres. Dentro del campamento, las clases altas y bajas se mezclaban al nivel más equitativo que es posible imaginar. Así lo quería el hippie que dirigía el campo, el encantador padre hippie de Lucy, Ira.
Margot Green, otra niña rica, estaba entre ellos. Siempre estaba en medio. Era la tía buena del campamento y lo sabía. Era rubia y desarrollada, y lo explotaba a todas horas. Siempre salía con chicos mayores, al menos hasta Gil, y para los meros mortales que la rodeaban, la vida de Margot era como algo salido de la tele, un melodrama que todos observábamos con fascinación. La miré y me imaginé el corte en su garganta. Cerré los ojos un segundo.
Gil Pérez también estaba en la foto. Para eso había bajado al sótano.
Enfoqué la luz de la mesa y miré más de cerca.
Mientras estaba arriba había recordado algo. Yo soy diestro, pero cuando pegaba puñetazos a Gil en el brazo utilizaba la mano izquierda. Lo hacía para evitar tocar su horrible cicatriz. Estaba curada, pero me daba miedo tocarla. Como si pudiera abrirse y empezar a sangrar. Por eso utilizaba la mano izquierda y le pegaba en el brazo derecho. Entorné los ojos y me acerqué más.
Veía el extremo de la cicatriz asomando por debajo de la camiseta.
La habitación empezó a dar vueltas.
La señora Pérez había dicho que la cicatriz de su hijo estaba en el brazo derecho. Pero entonces yo le habría golpeado con la mano derecha, ergo le habría dado en el hombro izquierdo. Pero yo no hacía eso. Yo le pegaba con la mano izquierda… en el hombro derecho.
Ahora tenía la prueba.
La cicatriz de Gil Pérez estaba en el brazo izquierdo.
La señora Pérez había mentido.
Y ahora debía preguntarme por qué.