Lucy quería buscar el nombre «Manolo Santiago» en Google; probablemente se tratara de un periodista que escribía un artículo sobre el hijo de puta de Wayne Steubens, el Monitor Degollador, pero Lonnie la esperaba en el despacho. Cuando ella entró, no la miró. Lucy se paró a su lado, en un suave intento de intimidación.
– Sabes quién envió el diario -dijo.
– No puedo estar seguro.
– ¿Pero?
Lonnie respiró hondo, y Lucy tuvo la esperanza de que fuera para coger ánimos y hablar.
– ¿Sabes algo acerca de rastrear los mensajes de correo electrónico?
– No -dijo Lucy, acercándose a su mesa.
– Cuando recibes un mensaje, ¿sabes cómo funciona ese galimatías de ubicaciones, SMTP e ID de mensajes?
– Finjo que sí.
– Básicamente te muestra cómo te ha llegado el mensaje. Adonde ha ido, de dónde viene, qué ruta y qué servicio de correo de internet ha utilizado para ir del punto A al punto B. Como un matasellos.
– De acuerdo.
– Por supuesto, existen maneras de enviarlos de forma anónima. Pero en general, aunque lo hagas así, dejas alguna huella.
– Fantástico, Lonnie, excelente. -Lonnie estaba escurriendo el bulto-. ¿Debo suponer que has encontrado alguna de esas huellas en el correo que llevaba ese diario adjunto?
– Sí -dijo Lonnie. Levantó la cabeza y sonrió un poquito-. No voy a volver a preguntarte por qué quieres el nombre.
– Bien.
– Porque te conozco, Lucy. Como casi todas las tías buenas, eres insufrible. Pero también eres aterradoramente ética. Así que si necesitas traicionar la confianza de tu clase, traicionar a tus alumnos, a mí y a todo en lo que crees, tiene que haber una buena razón. Una razón vital, diría yo.
Lucy no dijo nada.
– Es vital, ¿verdad?
– Dímelo, Lonnie, por favor.
– El correo procedía de uno de los ordenadores de la Biblioteca Frost.
– La biblioteca -repitió Lucy-. ¿Cuántos ordenadores tendrán? ¿Cincuenta?
– Más o menos.
– Entonces nunca sabremos quién lo envió.
Lonnie hizo un gesto ambiguo con la cabeza.
– Sabemos a qué hora se envió. A las seis cuarenta y dos de la tarde de anteayer.
– ¿Y eso en qué nos ayuda?
– Los alumnos que utilizan el ordenador tienen que firmar. No tienen que firmar para un ordenador concreto, el personal dejó de hacer eso hace dos años, pero para conseguir un ordenador sí tienes que reservarlo durante una hora. Fui a la biblioteca y conseguí las hojas de asistencia. Comparé una lista de estudiantes de tu clase con los estudiantes que habían firmado para reservar una hora de ordenador entre las seis y las siete de la tarde de anteayer.
Calló.
– ¿Y?
– Sólo había una persona que coincidiera con alguien de tu clase.
– ¿Quién?
Lonnie se acercó a la ventana y miró hacia la explanada.
– Te daré una pista -dijo.
– Lonnie, de verdad que no estoy de humor…
– Es una aduladora-dijo.
Lucy se quedó de piedra.
– ¿Sylvia Potter?
Lonnie seguía dándole la espalda.
– Lonnie, ¿me estás diciendo que Sylvia Potter envió esa entrada de diario?
– Sí -dijo-. Eso es exactamente lo que te estoy diciendo.
Una vez en mi despacho, llamé a Loren Muse.
– Necesito otro favor -dije.
– Dispara.
– Necesito que averigües lo que puedas de un número de teléfono. De quién era, a quién llamó. Todo.
– ¿Qué número es?
Le di el número que me había facilitado Raya Singh.
– Dame diez minutos.
– ¿Sólo?
– Oye, no soy investigadora jefe por mi cuerpo serrano.
– Que te crees tú eso.
Se rió.
– Me gusta cuando te sueltas, Cope.
– No te acostumbres.
Colgué. ¿Mi frase había sido inadecuada, o era una respuesta justificable a su comentario del «cuerpo serrano»? Es simplista criticar la corrección política. Los extremos son un blanco fácil para el ridículo. Pero yo he visto lo que pasa en un lugar de trabajo cuando se permiten todo tipo de comentarios. Puede ser intimidatorio y siniestro.
Es como lo de las normativas actuales aparentemente hiperprotectoras con la seguridad de los niños. Tu hijo tiene que ponerse un casco de bici te guste o no. Debes usar un mantillo especial en los patios de juegos y no puedes tener armazones donde los niños puedan trepar demasiado alto y, ah, sí, tu hijo no debería caminar tres manzanas sin ir acompañado, y espera un momento, ¿dónde está la protección para la boca y los ojos? Es muy fácil burlarse de estas cosas, y después algún listillo manda un correo al azar que dice: «Oye, nosotros lo hacíamos y sobrevivimos». Pero la verdad es que muchos niños no sobreviven. Antes los niños tenían mucha más libertad. No sabían que hubiera un mal acechando en las sombras. Algunos fueron a un campamento de verano en los días en que la seguridad era laxa y se dejaba a los niños ser niños. Algunos de esos niños se adentraron en el bosque de noche y nadie volvió a verlos.
Lucy Gold llamó a la habitación de Sylvia Potter. No hubo respuesta. No le sorprendió. Buscó en el directorio de la facultad, pero no tenían los números de móvil. Lucy recordaba haber visto a Sylvia usando una BlackBerry, así que le mandó un breve correo electrónico pidiéndole que la llamara lo antes posible.
Tardó menos de diez minutos en responder.
– ¿Quería que la llamara, profesora Gold?
– Sí, Sylvia, gracias. ¿Podrías pasar un momento por mi despacho?
– ¿Cuándo?
– Ahora, si fuera posible.
Hubo unos segundos de silencio.
– ¿Sylvia?
– Mi clase de literatura inglesa está a punto de empezar -dijo-. Hoy tengo que presentar el proyecto final. ¿Puedo pasar cuando termine?
– Por supuesto -dijo Lucy.
– Tardaré un par de horas.
– Está bien, no me moveré de aquí.
Más silencio.
– ¿Puede decirme de qué quiere hablar, profesora Gold?
– Puede esperar, Sylvia, no te preocupes. Nos veremos después de tu clase.
– Hola.
Era Loren Muse. Yo estaba otra vez en el juzgado y Flair Hickory empezaría su contrainterrogatorio en un par de minutos.
– Hola -dije.
– Estás horrible.
– Se nota que eres una investigadora experta.
– ¿Te preocupa el contrainterrogatorio?
– Ya lo creo.
– Chamique lo hará bien. Tú hiciste un estupendo trabajo.
Asentí, e intenté concentrarme otra vez en el juicio. Muse caminó a mi lado.
– Oh -dijo-, respecto al número de teléfono que me diste, tengo malas noticias.
Esperé.
– Era de usar y tirar. Lo que significa que alguien lo pagó en metálico con un número fijo de minutos y no dejó ningún nombre.
– No necesito saber quién lo compró -dije-, sólo necesito saber qué llamadas se hicieron desde él o cuáles recibió.
– Es difícil -dijo Muse-. Imposible a través de los canales normales. El que lo adquirió lo hizo por internet, y a algún irresponsable que se hacía pasar por otro irresponsable. Tardaré un poco en rastrearlo todo y en ejercer suficiente presión para conseguir los registros.
Meneé la cabeza. Entramos en la sala.
– Otra cosa -dijo ella-. ¿Has oído hablar de MVD?
– Most Valuable Detection -dije.
– La empresa de investigadores privados más importante del estado. Cingle Shaker, la mujer que he puesto a investigar a los chicos de la fraternidad, había trabajado allí. Se dice que han iniciado una investigación sobre ti, con cuenta de gastos ilimitada y con órdenes de buscar y destruir.
Llegué a la parte delantera de la sala del juicio.
– Magnífico.
Le entregué una vieja fotografía de Gil Pérez y ella la miró.
– ¿Qué?
– ¿Todavía tenemos a Farrell Lynch trabajando en informática?
– Sí.
– Pídele que efectúe un envejecimiento progresivo de este tipo. Que le envejezca veintiún años. Dile también que le afeite la cabeza.
Loren Muse iba a seguir hablando, pero algo en mi expresión la detuvo. Se encogió de hombros y se marchó. Entró el juez Pierce. Todos nos levantamos. Y entonces Chamique Johnson subió al estrado.
Flair Hickory se puso de pie y se abrochó cuidadosamente la americana. Fruncí el ceño. La última vez que había visto un traje azul claro de aquel tono fue en una película de un baile de graduación de 1978. Sonrió a Chamique.
– Buenos días, señorita Johnson.
Chamique parecía aterrada.
– Buenas -dijo con un hilo de voz.
Flair se presentó como si ambos acabaran de conocerse en una fiesta. Interrogó a Chamique sobre sus antecedentes. Fue amable pero firme. La habían arrestado por prostitución, ¿correcto? La habían arrestado por temas de drogas, ¿correcto? La habían acusado de robar ochenta y cuatro dólares a un cliente, ¿correcto?
No protesté.
Aquello formaba parte de mi estrategia de sacar a la luz todas las imperfecciones. Yo mismo había planteado muchas de aquellas cuestiones durante mi examen, pero el contrainterrogatorio de Flair era eficaz. No le pidió todavía que explicara su testimonio. Simplemente calentaba ciñéndose a los hechos y a los datos policiales.
Después de veinte minutos, Flair empezó a atacar de verdad.
– Ha fumado usted marihuana, ¿no?
– Sí -dijo Chamique.
– ¿Fumó la noche en que fue presuntamente atacada?
– No.
– ¿No? -Flair se llevó la mano al pecho como si esa respuesta le hubiera impactado profundamente-. Mmm. ¿Ingirió alguna bebida alcohólica?
– ¿In… qué?
– ¿Tomó alguna bebida alcohólica? ¿Una cerveza, o vino, por ejemplo?
– No.
– Nada.
– Nada.
– Mmm. ¿Tal vez tomó una bebida cualquiera? ¿Un refresco, quizás?
Iba a protestar, pero en realidad mi estrategia era permitir que ella se defendiera sola tanto como pudiera.
– Tomé algo de ponche -dijo Chamique.
– Ponche, vaya. ¿Y no tenía alcohol?
– Eso es lo que decían.
– ¿Quién?
– Los chicos.
Ella vaciló.
– Jerry.
– ¿Jerry Flynn?
– Sí.
– ¿Y quién más?
– ¿Eh?
– Ha dicho chicos. Con una «s» al final. Como si fueran más de uno. Jerry Flynn sólo es un chico. A ver, ¿quién más le dijo que el ponche que consumió…? Por cierto, ¿cuántos vasos tomó?
– No lo sé.
– Más de uno.
– Supongo que sí.
– Por favor, no suponga, señorita Johnson. ¿Diría que más de uno?
– Probablemente, sí.
– ¿Más de dos?
– No lo sé.
– Pero ¿es posible?
– Sí, tal vez.
– Entonces tal vez más de dos. ¿Más de tres?
– No lo creo.
– Pero no puede estar segura.
Chamique se encogió de hombros.
– Tiene que decirlo en voz alta.
– No creo que tomara tres. Probablemente dos. Puede que ni siquiera dos.
– Y la única persona que le dijo que el ponche no tenía alcohol fue Jerry Flynn. ¿Es correcto?
– Creo que sí.
– Antes ha dicho «chicos» como si fuera más de uno. Pero ahora dice que sólo fue uno. ¿Está cambiando su testimonio?
Me puse de pie.
– Protesto.
Flair hizo un gesto de disculpa.
– Tiene razón, es una pequeñez, sigamos adelante. -Se aclaró la garganta y se llevó una mano a la cadera derecha-. ¿Tomó alguna droga esa noche?
– No.
– ¿Ni siquiera una calada de un cigarrillo de marihuana, por ejemplo?
Chamique negó con la cabeza y después recordó que tenía que hablar, se inclinó hacia el micrófono y dijo:
– No.
– Mmm, bien. ¿Cuándo fue la última vez que tomó drogas?
Me puse de pie otra vez.
– Protesto. La palabra «drogas» podría referirse a cualquier cosa: aspirina, Tylenol…
Flair parecía divertido.
– ¿No cree que aquí todo el mundo sabe a qué me refiero?
– Preferiría una aclaración.
– Señorita Johnson, me refiero a drogas ilegales. Como marihuana, cocaína o LSD. Algo así. ¿Me entiende?
– Sí, creo que sí.
– Bien, ¿cuándo tomó drogas ilegales por última vez?
– No me acuerdo.
– Dice que no tomó la noche de la fiesta.
– No.
– ¿Y la noche anterior a la fiesta?
– No.
– ¿Y la noche anterior a ésa?
Chamique se encogió un poquito y cuando contestó que «no», no estuve seguro de creerla.
– Veamos si concretamos un poco el calendario. Su hijo tiene quince meses, ¿es correcto?
– Sí.
– ¿Ha tomado drogas ilegales desde que nació su hijo?
La voz de Chamique fue muy baja.
– Sí.
– ¿Puede decirnos de qué clase?
Me puse de pie otra vez.
– Protesto. Lo hemos entendido. La señorita Johnson ha tomado drogas en el pasado. Nadie lo niega, pero eso no hace menos horrible lo que hicieron los clientes del señor Hickory. ¿Qué importa cuándo?
El juez miró a Flair.
– ¿Señor Hickory?
– Creemos que la señorita Johnson es una consumidora habitual de drogas. Creemos que aquella noche estaba colocada y el jurado debería tenerlo en cuenta cuando evalúe la integridad de su testimonio.
– La señorita Johnson ya ha declarado que no había tomado ninguna droga esa noche ni ingerido -lo pronuncié con sarcasmo- alcohol.
– Y yo -dijo Flair- tengo derecho a dudar de sus recuerdos. El ponche contenía alcohol, sin ninguna duda. Presentaré al señor Flynn, que testificará que la testigo lo sabía cuando bebió. También quiero establecer que esta mujer no dudaría en tomar drogas, ni siquiera mientras amamantaba a su bebé…
– ¡Señoría! -grité.
– Ya es suficiente. -El juez dio un golpe de mazo-. ¿Podemos seguir, señor Hickory?
– Podemos, señoría.
Me senté. Mi protesta había sido una estupidez. Parecía que quería despistar y, peor aún, había dado a Flair la posibilidad de dar más explicaciones. Mi estrategia hasta entonces había sido permanecer en silencio. Había perdido mi disciplina y nos había costado caro.
– Señorita Johnson, acusa a estos dos chicos de haberla violado, ¿correcto?
Me puse de pie.
– Protesto. No es abogada ni conoce la terminología legal. Les ha contado lo que le hicieron. Es la sala la que debe encontrar la terminología correcta.
Flair parecía divertido otra vez.
– No le estoy pidiendo una definición legal. Siento curiosidad por su lenguaje.
– ¿Por qué? ¿Piensa hacerle un examen de vocabulario?
– Señoría -dijo Flair-, ¿puedo continuar interrogando a la testigo?
– ¿Por qué no nos explica adonde quiere ir a parar, señor Hickory?
– Bien, lo reformularé. Señorita Johnson, cuando habla con sus amigos, ¿les dice que la han violado?
Ella vaciló.
– Sí.
– Ya. Y dígame, señorita Johnson, ¿conoce a alguien más que afirme haber sido violada?
Yo otra vez.
– Protesto. ¿Relevancia?
– Lo permitiré.
Flair estaba de pie junto a Chamique.
– Puede responder -dijo, como si quisiera ayudarla.
– Sí.
– ¿Quién?
– Un par de chicas con las que trabajo.
– ¿Cuántas?
Levantó la cabeza como si intentara recordar.
– Me acuerdo de dos.
– ¿Son strippers o prostitutas?
– Las dos cosas.
– Una de cada o…
– No, las dos hacen ambas cosas.
– Ya. ¿Esos delitos se produjeron mientras trabajaban o durante su tiempo libre? Volví a levantarme.
– Señoría, esto es demasiado. ¿Qué relevancia tiene?
– Mi distinguido colega tiene razón -dijo Flair, gesticulando con todo el brazo en mi dirección-. Cuando tiene razón, tiene razón. Retiro la pregunta.
Me sonrió. Me senté despacio, asqueado hasta la médula.
– Señorita Johnson, ¿conoce a algún violador?
Yo otra vez:
– ¿Quiere decir aparte de sus clientes?
Flair se limitó a mirarme y se volvió hacia el jurado como diciendo «Ay que ver lo bajo que se puede llegar a caer». La verdad es que era cierto.
Por su parte, Chamique dijo:
– No entiendo lo que quiere decir.
– No se preocupe, querida -dijo Flair, como si su respuesta pudiera aburrirle-. Ya volveremos al tema más tarde.
No soporto cuando Flair dice esto.
– Durante este presunto ataque, mis clientes, el señor Jenrette y el señor Marantz, ¿usaban máscaras?
– No.
– ¿Llevaban alguna clase de disfraz?
– No.
– ¿Intentaron taparse la cara?
– No.
Flair Hickory meneó la cabeza como si fuera la cosa más incomprensible que hubiera oído en su vida.
– Según su testimonio, la cogieron contra su voluntad y la arrastraron dentro de la habitación. ¿Es correcto?
– Sí.
– ¿La habitación donde vivían el señor Jenrette y el señor Marantz?
– Sí.
– No la atacaron fuera, en la oscuridad, o en algún lugar que no pudiera relacionarse con ellos. ¿Es correcto?
– Sí.
– Es raro, ¿no le parece?
Estaba a punto de protestar otra vez, pero lo dejé pasar.
– Así que su testimonio es que la violaron dos hombres que no llevaban máscaras ni hicieron nada por disfrazarse, que le mostraron sus rostros, que lo hicieron en su habitación con al menos un testigo que vio cómo la obligaban a entrar. ¿Es correcto?
Recé por que Chamique no sonara indecisa. No lo hizo.
– Es correcto, sí.
– Sin embargo, por algún motivo -de nuevo Flair parecía el hombre más perplejo del mundo- ¿utilizaron alias?
Ella no contestó. Bien.
Flair Hickory siguió meneando la cabeza como si le hubieran pedido que sumara dos y dos y le diera cinco.
– Sus agresores utilizaron los nombres Cal y Jim en lugar de los suyos propios. Éste es su testimonio, ¿no es así, señorita Johnson?
– Sí.
– ¿Tiene lógica para usted?
– Protesto -dije-. Nada en este delito brutal tiene lógica para ella.
– Ah, lo comprendo -dijo Flair Hickory-. Sólo esperaba, teniendo en cuenta que ella estaba allí, que la señorita Johnson pudiera ofrecer una teoría de por qué ellos dejaron que les viera las caras y la atacaron en su propia habitación, y sin embargo utilizaron alias. -Sonrió amablemente-. ¿Tiene usted alguna, señorita Johnson?
– ¿Una qué?
– ¿Una teoría sobre por qué dos chicos llamados Edward y Barry se llamarían entre ellos Jim y Cal?
– No.
Flair Hickory caminó hacia su mesa.
– Antes le he preguntado si conocía algún violador. ¿Se acuerda?
– Sí.
– Bien. ¿Es así?
– No lo creo.
Flair asintió y cogió una hoja de papel.
– ¿Y qué me dice de un hombre actualmente encarcelado en Rahway condenado por delitos sexuales llamado… por favor, preste atención, señorita Johnson, Jim Broodway?
Chamique abrió mucho los ojos.
– ¿Se refiere a James?
– Me refiero a Jim, o James, si prefiere el nombre formal, Broadway, que solía vivir en el 1189 de Central Avenue en la ciudad de Newark, Nueva Jersey. ¿Le conoce?
– Sí. -Su voz era baja-. Le conocí.
– ¿Sabía que estaba en la cárcel?
Se encogió de hombros.
– Conozco a muchos tipos que ahora están en la cárcel.
– Estoy seguro de ello -por primera vez, había mordacidad en la voz de Flair-, pero ésa no era mi pregunta. Le he preguntado si sabía que Jim Broodway estaba en la cárcel.
– No se llama Jim. Es James…
– Se lo preguntaré una vez más, señorita Johnson, y después pediré a la sala que le exija una respuesta…
Yo ya estaba de pie.
– Protesto. Está acorralando a la testigo.
– Denegada. Conteste a la pregunta.
– Algo había oído -dijo Chamique, y su tono era sumiso. Flair soltó un suspiro dramático.
– Sí o no, señorita Johnson, ¿sabía que Jim Broodway está cumpliendo condena en una penitenciaría del estado?
– Sí.
– Ya está. No ha sido tan difícil.
Yo otra vez.
– Señoría…
– Ahórrese el espectáculo, señor Hickory. Continúe.
Flair Hickory volvió a su silla.
– ¿Ha mantenido relaciones sexuales con Jim Broodway?
– Se llama James -insistió Chamique.
– Llamémosle «señor Broodway» para acabar con esta discusión. ¿Ha tenido relaciones sexuales con el señor Broodway?
No podía dejarlo pasar.
– Protesto. La vida sexual de la testigo es irrelevante para el caso. En esto la ley es clara.
El juez Pierce miró a Flair.
– ¿Señor Hickory?
– No pretendo empañar la reputación de la señorita Johnson o inferir que fuera una mujer de moral dudosa -dijo Flair-. La fiscalía ya ha establecido claramente que la señorita Johnson ha trabajado de prostituta y ha participado en varias actividades sexuales con una amplia variedad de hombres.
¿Cuándo aprenderé a tener la boca cerrada?
– El punto que intento establecer es diferente y no será ninguna vergüenza para la acusación. Ya ha admitido haber mantenido relaciones sexuales con hombres. El que el señor Broodway fuera uno de ellos no representa ni mucho menos grabarle una letra escarlata en el pecho.
– Es perjudicial -contrarresté.
Flair me miró como si acabara de caerme de un caballo.
– Ya le he explicado por qué no lo es. Pero la verdad es que Chamique Johnson ha acusado a dos jóvenes de un delito muy grave. Ha testificado que un hombre llamado Jim la violó. Lo que estoy preguntando, pura y simplemente, es esto: ¿alguna vez ha mantenido relaciones sexuales con el señor Jim Broodway, o James, si lo prefiere, que está cumpliendo condena en la penitenciaría del estado por delitos sexuales?
Ahora entendía adonde quería ir a parar. Y no me gustaba.
– Lo permitiré -dijo el juez.
Volví a sentarme.
– Señorita Johnson, ¿alguna vez ha mantenido relaciones sexuales con el señor Broodway?
Le resbaló una lágrima por la mejilla.
– Sí.
– ¿Más de una vez?
– Sí.
Parecía que Flair quisiera intentar especificar más, pero fue lo bastante listo para parar. Cambió un poco de dirección.
– ¿Alguna vez estuvo colocada o ebria mientras mantenía relaciones sexuales con el señor Broodway?
– Podría ser.
– ¿Sí o no?
La voz de Flair era amable pero firme. También desprendía una pizca de indignación.
– Sí.
Ahora lloraba más. Me levanté.
– Un descanso, señoría.
Flair dejó caer el martillo antes de que el juez pudiera responder.
– ¿Alguna vez hubo otro hombre implicado en sus relaciones sexuales con Jim Broodway? La sala estalló en exclamaciones.
– ¡Señoría! -grité.
– ¡Orden! -El juez usó la maza-. ¡Orden!
La sala volvió a quedar en silencio rápidamente. El juez Pierce me miró.
– Sé lo difícil que es escuchar esto, pero permitiré la pregunta. -Se dirigió a Chamique-. Por favor, responda.
La estenógrafa de la sala repitió la pregunta. Chamique se quedó quieta mientras las lágrimas resbalaban por su cara. Cuando la estenógrafa terminó, Chamique dijo:
– No.
– El señor Broodway testificará que…
– ¡Dejó que un amigo suyo mirara! -gritó Chamique-. Nada más. ¡Nunca permití que me tocara! ¿Me ha oído? ¡Nunca!
El silencio era total en la sala. Intenté mantener la cabeza alta, intenté no cerrar los ojos.
– Así que -dijo Flair Hickory-, tuvo relaciones sexuales con un hombre llamado Jim…
– ¡James! ¡Se llama James!
– …y había otro hombre en la habitación y sin embargo, ¿no sabe de dónde salieron los nombres de Jim y Cal?
– No conozco a ningún Cal. Y se llama James.
Flair Hickory se acercó más a ella. Ahora su cara expresaba preocupación, como si quisiera tocarla.
– ¿Está usted segura de que no se lo ha imaginado, señorita Johnson?
Su voz parecía la de uno de esos médicos que salen en la tele.
Ella se secó las lágrimas.
– Sí, señor Hickory, estoy segura. Absolutamente segura.
Pero Flair no se amilanó.
– No estoy diciendo que mienta -siguió, y yo me mordí la lengua para no protestar-, pero ¿no existe la posibilidad de que tal vez tomara demasiado ponche, y no es culpa suya, por supuesto, ya que no sabía que contuviera alcohol, y participara en un acto consentido y después recordara algo de otra época? ¿No explicaría esto que insista en decir que los hombres que la violaron se llamaban Jim y Cal?
Estaba de pie para decir que eso eran dos preguntas, pero Flair sabía perfectamente lo que hacía.
– Lo retiro -dijo Flair Hickory, como si aquel asunto fuera muy triste para todas las partes implicadas-. No tengo más preguntas.