El juicio se pospuso hasta el día siguiente.
Algunos dirán que esto jugaba a mi favor en el caso, que el jurado tendría toda la noche para meditar sobre mi interrogatorio y que esto lo cambiaría todo, bla, bla, bla. Esta clase de especulación era inútil. Era el ciclo de vida de un caso. Si había algo positivo en esta situación, se compensaría con el hecho de que Flair Hickory tendría más tiempo para preparar el contrainterrogatorio. Los juicios funcionan así. Te pone enfermo de los nervios, pero estas cosas tienden a igualar las partes. Llamé a Loren Muse con el móvil.
– ¿Ya tienes algo?
– Sigo trabajando en ello.
Colgué y vi que tenía un mensaje del detective York. No sabía qué pensar del hecho de que la señora Pérez hubiera mentido sobre la cicatriz en el brazo de Gil. Si se lo preguntaba directamente, seguro que me diría que se había equivocado. Qué se le va a hacer.
Pero ¿por qué lo habría hecho?
¿Estaba diciendo, en realidad, lo que creía que era verdad? ¿Que ese cuerpo no era el de su hijo? ¿Estaban los señores Pérez simplemente cometiendo una equivocación grave (pero comprensible)? ¿Eran tan incapaces de asumir que Gil había estado vivo todo ese tiempo que no podían aceptar lo que tenían ante sus propios ojos? ¿O mentían?
Y si mentían, ¿por qué lo hacían? Antes de hablar con ellos, necesitaba contar con más datos.
Tenía que conseguir la prueba definitiva de que el cadáver del depósito con el alias de Manolo Santiago era realmente el de Gil Pérez, el chico que había desaparecido en el bosque con mi hermana, Margot Green y Doug Billingham hacía casi veinte años.
El mensaje de York decía: «Perdone que haya tardado tanto. Me preguntó por Raya Singh, la novia de la víctima. Sólo teníamos un móvil de ella, aunque parezca increíble. En fin, la llamamos. Trabaja en un restaurante indio de la Ruta 3 cerca del túnel Lincoln». Me dio su nombre y dirección. «Se supone que está allí todo el día. Si se entera del nombre auténtico de Santiago, comuníquemelo. Por lo que parece, llevaba mucho tiempo usando este alias. Hemos encontrado indicios de él de hace seis años en la zona de Los Ángeles. Nada importante. Le llamaré.»
No sabía cómo interpretar el mensaje. Nada importante. Me fui al coche, y en cuanto abrí la puerta vi que había algo raro.
Un sobre grande sobre el asiento del conductor.
Sabía que no era mío. Sabía que no lo había dejado yo. Y sabía que había cerrado el coche.
Alguien había entrado en mi coche.
Cogí el sobre. Sin dirección, ni sello. Estaba totalmente en blanco. Me pareció fino. Me senté en el asiento de delante y cerré la puerta. El sobre estaba cerrado. Lo abrí con el dedo índice. Metí la mano y saqué el contenido.
Se me heló la sangre en las venas cuando vi lo que era.
Una fotografía de mi padre.
Fruncí el ceño.
– ¿Qué co…?
En el pie, escrito a máquina en el borde blanco, estaba su nombre y el año: «Vladimir Copeland». Nada más.
No entendía nada.
Me quedé quieto un momento mirando la fotografía de mi amado padre. Pensé en su carrera de médico en Leningrado, en todo lo que le habían arrebatado, en que su vida había acabado siendo una serie interminable de tragedias y decepciones. Le recordé discutiendo con mi madre, los dos hechos polvo y sin nadie más a quien gritar que el uno al otro. Recordé a mi madre llorando sola. Recordé a Camille conmigo algunas de aquellas noches. Ella y yo no nos peleábamos nunca, algo raro entre hermanos, pero tal vez es que habíamos vivido mucho. A veces me cogía de la mano y me decía que saliéramos a dar un paseo. Pero casi siempre íbamos a la habitación de Camille y ella ponía una de sus canciones pop favoritas y me hablaba de ella, de por qué le gustaba, como si tuviera un significado oculto, y después me hablaba de algún chico de la escuela que le gustaba. Yo la escuchaba y sentía aquella curiosa sensación de satisfacción.
No entendía nada. ¿Por qué aquella fotografía…?
Había algo más en el sobre.
Lo puse boca abajo. Nada. Metí la mano hasta el fondo. Parecía una tarjeta. La saqué. Sí, era una tarjeta. Con rayas rojas. Ese lado, el pautado, estaba en blanco. Pero en el otro lado, el que era liso, alguien había mecanografiado tres palabras en letras mayúsculas:
EL PRIMER SECRETO
– ¿Sabes quién envió el diario? -preguntó Lucy.
– Todavía no -dijo Lonnie-. Pero lo sabré.
– ¿Cómo?
Lonnie mantuvo la cabeza baja. El vacilón seguro de sí mismo había desaparecido. Lucy se sintió mal por él. No le gustaba lo que le obligaba a hacer. A ella tampoco le hacía gracia. Pero no tenía más remedio. Se había esforzado mucho por ocultar su pasado. Se había cambiado el nombre. No había permitido que Paul la encontrara. Se había deshecho de sus cabellos rubios naturales. A ver, ¿cuántas mujeres de su edad tenían los cabellos rubios naturales? Y ahora llevaba ese color castaño anodino.
– De acuerdo -dijo-. ¿Estarás aquí cuando vuelva?
Él asintió. Lucy bajó la escalera hacia su coche.
En la tele parece muy fácil obtener una nueva identidad. Puede que lo fuera, pero para Lucy no había sido así. Era un proceso lento. Había empezado por cambiarse el apellido Silverstein por Gold. Plata por oro. Inteligente, ¿verdad? No lo creía, pero a ella le gustaba, le daba la sensación de mantener un vínculo con el padre al que tanto quería.
Se había movido por todo el país. El campamento no existía desde hacía tiempo. Lo mismo que los bienes de su padre. Y al final, también su padre había desaparecido prácticamente.
Lo que quedaba de Ira Silverstein se alojaba en una casa de convalecencia a quince kilómetros del campus de la Universidad de Reston. Condujo y disfrutó de ese rato a solas. Escuchó a Tom Waits cantando que esperaba no volver a enamorarse, pero por supuesto sí se enamoraba. Dejó el coche en el aparcamiento. La casa, una mansión reformada que ocupaba una gran extensión de terreno, era más agradable que la mayoría. Prácticamente todo el sueldo de Lucy iba a parar allí.
Aparcó junto al viejo coche de su padre, un oxidado Volkswagen Escarabajo amarillo. El Escarabajo estaba siempre en el mismo sitio. Dudaba de que se hubiera movido de allí en el último año. Aquí su padre tenía libertad. Podía marcharse siempre que quisiera. Podía ingresar o salir. Pero lo triste era que casi nunca salía de la habitación. Las pegatinas izquierdistas que adornaban el vehículo estaban descoloridas. Lucy tenía una copia de la llave del Volkswagen y de vez en cuando lo ponía en marcha, para que la batería no se gastara. Sólo sentarse en el coche y hacer eso le traía recuerdos. Veía a Ira conduciéndolo, con su gran barba, las ventanas abiertas, la sonrisa, el saludo y el bocinazo a todos los que pasaban.
Nunca había tenido el valor de sacarlo a dar una vuelta.
Lucy se presentó en recepción. Era una residencia muy especializada, para personas mayores con historial de drogas y problemas mentales. Eso parecía incluir un amplio abanico de situaciones, desde los que parecían totalmente «normales» hasta los que podrían aparecer como extras en Alguien voló sobre el nido del cuco.
Ira era un poco de las dos cosas.
Lucy se detuvo en el umbral. Ira estaba de espaldas a ella.
Llevaba el consabido poncho de alpaca. Sus cabellos grises salían disparados en todas direcciones. «Let's Live for Today» de The Grass Roots, un clásico de 1967, sonaba en lo que su padre todavía denominaba un «equipo de alta fidelidad». Lucy escuchó a Rob Grill, el vocalista, contando «1, 2, 3, 4» antes de que el grupo se lanzara a otro «sha-la-la-la, let's live for today». Cerró los ojos y cantó en silencio.
Absolutamente genial.
En la habitación había cuentas y tapices y un póster de «Where Have All the Flowers Gone». Lucy sonrió, pero con poca alegría. Una cosa era la nostalgia, y otra una mente deteriorada.
La demencia precoz se había infiltrado, por la edad o por el consumo de drogas -no se podía asegurar-, y se había quedado. Ira siempre había estado mentalmente ausente y siempre había vivido en el pasado, por eso era tan difícil determinar el avance de la decadencia. Eso era lo que decían los médicos. Pero Lucy sabía que el punto inicial, el empujón cuesta abajo, se había producido ese verano. Ira cargó con gran parte de la culpa por lo que pasó en el bosque. Era su campamento. Debería haber hecho más para proteger a los campistas.
Los medios se le echaron encima, pero no con tanta furia como las familias. Era demasiado buena persona para aguantarlo. Aquello le destrozó.
Ahora Ira apenas salía de la habitación. Su mente rebotaba de una década a otra, pero ésta -la de los sesenta- era la única en la que se sentía cómodo. La mitad del tiempo creía que todavía estaba en 1968. Otras veces se daba cuenta de la verdad -se le notaba en la expresión-, pero era incapaz de enfrentarse a ella. Así que, como parte de la nueva «terapia de validación», sus médicos le permitían tener la habitación en 1968, aposta.
El médico había explicado que esta clase de demencia no mejoraba con la edad, de modo que era preferible que el paciente se sintiera lo más feliz y tranquilo posible, aunque eso representara vivir en una especie de mentira. En resumen, Ira quería vivir en 1968. Allí era donde se sentía más feliz. ¿Para qué amargarle la vida?
– Hola, Ira.
Ira, quien nunca había querido que le llamara «papá», se volvió hacia la voz de Lucy con la lentitud provocada por la medicación. Levantó la mano, como si estuviera bajo el agua, y la saludó.
– Hola, Luce.
Lucy se sacudió las lágrimas. Siempre la reconocía, siempre sabía quién era. Si vivir en 1968 y el hecho de que su hija no hubiera nacido en esa fecha parecía entrar en contradicción es porque así era. Pero eso nunca hacía tambalear la ilusión de Ira.
Su padre le sonrió. Siempre había tenido un gran corazón; era demasiado generoso, demasiado infantil e ingenuo para un mundo tan cruel. Ella se refería a él como un «ex hippie» pero eso implicaba que en un cierto punto Ira había dejado de ser hippie. Mucho después de que todos abandonaran las camisas teñidas y las flores y las cuentas, cuando ya todos se habían cortado los cabellos y se habían afeitado la barba, Ira se mantuvo fiel a la causa.
Durante la magnífica infancia de Lucy, Ira nunca le había levantado la voz. Apenas ponía filtros ni límites, porque quería que su hija viera y experimentara todo, incluso cuando seguramente era inapropiado. Curiosamente, esa falta de censura había hecho que su única hija, Lucy Silverstein, fuera más virtuosa de lo normal en su época.
– Cómo me alegro de verte… -dijo Ira, tropezando al acercarse a ella.
Ella avanzó y le abrazó. Su padre olía a viejo y a sudor. El poncho necesitaba pasar por la lavadora.
– ¿Cómo te encuentras, Ira?
– Muy bien. Nunca he estado mejor.
Él abrió un frasco y tomó una vitamina. Ira hacía eso a menudo. A pesar de sus ideas anticapitalistas, su padre había amasado una pequeña fortuna con las vitaminas a principios de los setenta. Lo cobró todo y compró aquella propiedad en la frontera de Pensilvania y Nueva Jersey. Durante un tiempo fundó una comuna. Pero no duró mucho y lo convirtió en un campamento de verano.
– ¿Estás bien? -preguntó ella.
– Mejor que nunca, Luce.
Y se echó a llorar. Lucy se sentó a su lado y le cogió la mano. Él lloró, después se rió, y volvió a llorar. No dejó de repetir cuánto la quería.
– Lo eres todo para mí, Luce -dijo-. Te veo… y veo todo lo que eres. Me entiendes, ¿verdad?
– Yo también te quiero, Ira.
– ¿Lo ves? A eso me refiero. Soy el hombre más rico del mundo.
Y se echó a llorar otra vez.
No podía quedarse mucho rato. Tenía que volver al despacho y ver si Lonnie había descubierto algo. Ira apoyaba la cabeza en su hombro. La caspa y el olor empezaban a afectarla. Cuando apareció una enfermera, Lucy aprovechó la interrupción para separarse de él. Se odió a sí misma por hacerlo.
– Volveré la semana que viene, ¿de acuerdo?
Ira asintió, y sonreía cuando ella se marchó.
En el pasillo la esperaba la enfermera. Lucy había olvidado su nombre.
– ¿Cómo ha estado estos días? -preguntó Lucy.
Normalmente era una pregunta retórica. Esos pacientes estaban todos mal, pero sus familias no querían oírlo. Normalmente la enfermera habría dicho: «Oh, todo va bien».
Pero esta vez dijo:
– Últimamente su padre ha estado más agitado.
– ¿En qué sentido?
– Normalmente Ira es el hombre más amable y tierno del mundo. Pero sus cambios de humor…
– Siempre ha tenido cambios de humor.
– No como éstos.
– ¿Se ha mostrado desagradable?
– No. No es eso…
– ¿Qué, pues?
Se encogió de hombros.
– Ha empezado a hablar mucho del pasado.
– Siempre habla de los sesenta.
– No, no tan pasado.
– ¿Qué, pues?
– Habla de un campamento de verano.
Lucy sintió una opresión en el pecho.
– ¿Qué dice?
– Dice que era dueño de un campamento de verano. Y entonces desvaría. Empieza a hablar de sangre, del bosque y de las tinieblas, cosas así. Después se cierra en banda. Es estremecedor. Antes de la semana pasada, no le había oído decir ni una palabra de un campamento, y mucho menos de que poseyera uno. Aunque por supuesto, la mente de Ira no es muy estable. Puede que se lo esté imaginando todo.
Lo dijo como una pregunta, pero Lucy no contestó. En el extremo del pasillo, otra enfermera gritó:
– Rebecca.
La enfermera, que ahora Lucy sabía que se llamaba Rebecca, dijo:
– Tengo que dejarla.
Cuando Lucy se encontró sola en el pasillo, miró hacia la habitación. Su padre le daba la espalda y miraba la pared. Lucy se preguntó en qué estaría pensando. Qué era lo que no le estaba contando.
Qué sabía en realidad de aquella noche.
Hizo un esfuerzo y fue hacia la salida. Vio a la recepcionista, que le pidió que firmara el libro de visitas. Cada paciente tenía su propia página. La recepcionista buscó la de Ira y empujó el libro hacia Lucy para que firmara. Ella tenía el bolígrafo en la mano y estaba a punto de garabatear distraídamente como había hecho al entrar cuando se detuvo.
Había otro nombre.
La semana pasada, Ira había tenido otra visita. Su primera visita aparte de ella, por supuesto. Frunció el ceño y leyó el nombre. No le sonaba de nada.
¿Quién demonios era Manolo Santiago?