Capítulo 21

– ¿Luce? -dije-. ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien. Es sólo que…

– Sí, lo sé.

– No puedo creer que haya llorado.

– Siempre fuiste una llorona -dije, y me arrepentí inmediatamente.

Pero ella se rió.

– Ya no -dijo.

Silencio.

– ¿Dónde estás? -pregunté.

– Trabajo en la Universidad de Reston. Estoy cruzando los jardines.

– Ah -dije, porque no sabía qué decir.

– Perdona que te dejara un mensaje tan críptico. Es que ya no me apellido Silverstein.

No quería que ella supiera que yo ya lo sabía. Pero tampoco quería mentirle. Así que solté una exclamación poco comprometedora:

– Ah.

Más silencio. Esta vez lo rompió ella.

– Vaya, qué raro es esto.

Sonreí.

– Lo sé.

– Me siento como una tonta -continuó-. Como si volviera a tener dieciséis años y estuviera desesperada porque me ha salido un grano.

– Lo mismo que yo -dije.

– En realidad no cambiamos nunca, ¿no? Quiero decir que en el fondo siempre somos un niño asustado que no sabe qué va a ser de mayor.

Yo aún sonreía, pero pensé en que nunca se había casado y en los arrestos por conducir ebria. No cambiamos, supongo que no, pero nuestros caminos sí cambian.

– Me alegro de oír tu voz, Luce.

– Y yo de oír la tuya.

Silencio.

– Te he llamado porque… -Lucy calló. Entonces-: No sé ni cómo explicarlo, o sea que deja que te pregunte algo: ¿te ha pasado algo raro últimamente?

– ¿Raro en qué sentido?

– Algo extraño referente a aquella noche.

Ya esperaba que me dijera algo parecido, lo veía venir, pero igualmente se me borró la sonrisa como si me hubieran pegado un puñetazo.

– Sí.

Silencio.

– ¿Tú sabes qué está pasando, Paul?

– No lo sé.

– Creo que debemos averiguarlo.

– Estoy de acuerdo.

– ¿Quieres que nos veamos?

– Sí.

– Será muy raro -dijo.

– Lo sé.

– No es que yo quiera que lo sea. Y no es por eso por lo que te he llamado. Para verte. Pero creo que tenemos que encontrarnos y hablar de esto. ¿No crees?

– Sí -respondí.

– Estoy diciendo tonterías. Las digo cuando estoy nerviosa.

– Ya me acuerdo -dije. Y esta vez también me arrepentí de haberlo dicho y añadí rápidamente-: ¿Dónde podemos vernos?

– ¿Sabes dónde está la Universidad de Reston?

– Sí.

– Tengo otra clase y después visitas de los alumnos hasta las siete y media -dijo Lucy-. ¿Quieres pasar por mi despacho? Está en el edificio Armstrong. ¿Te parece a las ocho?

– Allí estaré.

Cuando llegué a casa, me sorprendió encontrar a la prensa acampada frente a la entrada. Se oye hablar mucho de esto, de que la prensa hace estas cosas, pero aquélla era mi primera experiencia directa. Los policías locales estaban por ahí, animados ante la posibilidad de participar en algo que parecía importante. Se colocaron a ambos lados del paseo para que yo pudiera aparcar el coche. La prensa no intentó colarse. De hecho, cuando me detuve los periodistas no me hicieron mucho caso.

Greta me recibió con una bienvenida de héroe conquistador. Me cubrió de besos, de abrazos y felicitaciones. Quiero mucho a Greta. Hay personas que sabes que son buenas y ya está, que siempre están a tu lado. No abundan. Pero existen. Greta interceptaría una bala por mí. Eso hace que tenga ganas de protegerla. En eso me recuerda a mi hermana.

– ¿Dónde está Cara? -pregunté.

– Bob se ha llevado a Cara y a Madison a Baumgarfs a cenar. Estelle estaba en la cocina, llenando la lavadora.

– Esta noche tengo que salir -le dije.

– Está bien. Cara puede dormir en casa -intervino Greta.

– Gracias, pero preferiría que durmiera en casa esta noche.

Greta me siguió al estudio. Se abrió la puerta principal y entró Bob con las dos niñas. De nuevo me imaginé a mi hija saltándome al cuello y gritando «¡Papá! ¡Ya estás en casa!». No fue lo que pasó. Pero sí que sonrió y se acercó a mí. La levanté y la besé con ganas. Ella no dejó de sonreír, pero se frotó la mejilla. Bueno, qué se le va a hacer.

Bob me dio una palmada en la espalda.

– Enhorabuena por el juicio -dijo.

– Todavía no ha terminado.

– Eso no es lo que dicen los medios. Al menos así te quitarás de encima a Jenrette.

– O se volverá más feroz.

Palideció un poco. Si Bob participara en una película, sería el tipo republicano rico y malo. Tiene la piel rojiza, las mejillas gruesas, los dedos cortos y mochos. Éste es otro ejemplo de lo engañosas que pueden ser las apariencias. El entorno familiar de Bob era totalmente trabajador. Estudió y trabajó mucho. No le habían regalado nada y nada le había resultado fácil.

Cara volvió a entrar en la habitación con un DVD en la mano. Lo llevaba levantado como si fueran una ofrenda. Cerré los ojos y recordé qué día de la semana era y me maldije a mí mismo. Después dije a mi hija:

– Es la noche de cine.

Ella seguía alzando el DVD, con los ojos muy abiertos. Sonreía. En la tapa había una peli de dibujos animados o animada por ordenador, con coches parlantes o animales de granja o animales de zoológico, algo de Pixar o Disney, algo que ya había visto cien veces.

– Exacto. ¿Harás palomitas?

Me arrodillé para estar a su nivel y le puse una mano en cada hombro.

– Cariño, papá tiene que salir esta noche -dije.

Ninguna reacción.

– Lo siento, cielo.

Esperé las lágrimas.

– ¿Puede verla Estelle conmigo?

– Claro, hija.

– ¿Y puede hacer palomitas?

– Por supuesto.

– ¡Bien!

Yo me esperaba un ataque de mal humor, pero nada.

Cara se marchó y yo miré a Bob. Él me miró como diciendo: «Niños, ¿qué se le va a hacer?».

– Por dentro -dije, señalando a mi hija-. Por dentro está destrozada.

Bob se rió y en ese momento sonó mi móvil. La pantalla sólo decía NUEVA JERSEY, pero reconocí el número y me sobresalté un poco. Descolgué y dije:

– Diga.

– Muy bonito lo de hoy, estrella del día.

– Señor gobernador -dije.

– No es correcto.

– ¿Disculpa?

– Lo de señor gobernador. A un presidente de Estados Unidos puedes dirigirte correctamente como señor presidente, pero a los gobernadores se les llama simplemente gobernador o por su apellido, por ejemplo, gobernador Semental o gobernador Imán para las Chicas.

– Ah, ¿qué tal gobernador Compulsivo Anal? -intervine.

– Ahí está.

Sonreí. Durante mi primer año en Rutgers, conocí a Dave Markie (ahora gobernador) en una fiesta. Me intimidó. Yo era hijo de inmigrantes. Su padre era senador de Estados Unidos. Pero eso es lo bonito de la universidad. Se hacen extrañas alianzas. Acabamos siendo amigos íntimos.

Los adversarios de Dave no olvidaron airear esta amistad cuando me nombró para mi actual puesto de fiscal del condado de Essex. El gobernador se encogió de hombros y siguió adelante. Yo ya había conseguido buena prensa y a riesgo de preocuparme por lo que no debería preocuparme, el día de hoy podía haber contribuido a mis posibilidades de llegar a obtener un escaño en el Congreso.

– Bueno, menudo día, ¿eh? Bien, bien, Cope, Cope, no hay quien lo pare. ¿Es tu cumpleaños, Cope?

– ¿Intentas atraer votantes aficionados al hip-hop?

– Intento entender a mi hija adolescente. En fin, felicidades.

– Gracias.

– De todos modos sigo sin hacer comentarios de este caso.

– No te había oído decir «sin comentarios» en la vida.

– Por supuesto que sí, pero de formas creativas: creo en nuestro sistema judicial, todos los ciudadanos son inocentes hasta que se demuestra su culpabilidad, las ruedas de la justicia girarán, no soy juez y jurado, debemos esperar a conocer todos los hechos.

– Estereotipos para no comentar.

– Estereotipos de sin comentarios y de todos los comentarios -corrigió-. Bueno, ¿cómo va todo, Cope?

– Bien.

– ¿Sales con alguien?

– A veces.

– Tío, eres soltero. Eres guapo. Tienes dinero en la cuenta. ¿Ves adónde quiero ir a parar?

– Eres sutil, Dave, pero creo que te sigo.

Dave Markie siempre había sido un mujeriego. Físicamente no estaba mal, pero lo que sí tenía era un don para ligar que podía cualificarse tirando por lo bajo como irresistible. Tenía esa clase de carisma que hacía que todas las mujeres se sintieran como si fueran la persona más hermosa y fascinante del mundo. Era todo una comedia. Sólo quería llevarlas a la cama. Ni más ni menos. Aun así, jamás he conocido a nadie mejor ligando.

Por supuesto ahora Dave estaba casado y tenía dos niños bien educados, pero no me cabía ninguna duda de que seguía teniendo sus ligues. Algunos hombres no pueden evitarlo. Es instintivo y primitivo. La idea de que Dave Markie no le tirara los trastos a una mujer era sencillamente un anatema.

– Buenas noticias -dijo-. Voy a pasar por Newark.

– ¿Para qué?

– Newark es la ciudad más grande de mi estado, por si no lo sabías, y yo valoro a todos mis electores.

– Ya.

– Y tengo ganas de verte. Hace mucho que no nos vemos.

– Estoy bastante ocupado con este caso.

– ¿No puedes sacar tiempo para tu gobernador?

– ¿Qué pasa, Dave?

– Se trata de lo que hemos mencionado antes. Mi posible candidatura al Congreso.

– ¿Buenas noticias? -pregunté.

– No.

Silencio.

– Creo que tenemos un problema -añadió.

– ¿Qué problema?

Su voz recuperó la jovialidad.

– Puede que no sea nada, Cope. Ya hablaremos. Quedamos en tu despacho, a mediodía, ¿vale?

– De acuerdo.

– Compra bocadillos de aquel local de Brandford.

– Hobby's.

– Ése. Los de pechuga de pavo con pan de centeno casero. Cómprate uno para ti también. Hasta luego.


El edificio del despacho de Lucy Gold era un engendro en medio de un patio más bien hermoso, una estructura «mod» de los setenta que supuestamente debía parecer futurista, pero la verdad es que a los tres años de terminar su construcción ya había pasado de moda. El resto de los edificios del patio eran de elegante ladrillo pero bastante faltos de hiedra. Aparqué en el estacionamiento del rincón suroeste. Incliné el retrovisor y entonces, parafraseando a Springsteen, miré mi cara en el espejo y quise cambiarme de ropa, de cabello y de cara.

Bajé del coche y caminé por el parque. Me crucé con docenas de estudiantes. Las chicas eran mucho más guapas de lo que recordaba, pero eso seguramente se debía a mi edad. Los saludé con la cabeza al pasar. No me devolvieron el saludo. Cuando yo iba a la universidad había un tipo en mi clase que tenía treinta y ocho años. Había sido militar y no había llegado a licenciarse. Recuerdo cómo cantaba en el campus sólo por ser más mayor. Ésa era mi edad ahora. Difícil de creer que yo pudiera tener la misma edad que aquel carcamal.

Seguí con pensamientos tan poco elevados porque me ayudaban a ignorar adonde me dirigía. Llevaba una camisa blanca por fuera, vaqueros y una americana azul. Zapatos Ferragamo sin calcetines. La personificación del «Casual Chic».

Cuando me acerqué al edificio, sentí que el cuerpo me temblaba. Me enfadé conmigo mismo. Era un hombre hecho y derecho. Había estado casado. Era padre y era viudo. Llevaba sin ver a aquella mujer más de la mitad de mi vida.

¿Cuándo somos demasiado mayores para esto?

Busqué en el directorio, a pesar de que Lucy ya me había dicho que su despacho estaba en el tercer piso, puerta B. Profesora Lucille Gold. Tres-B. Apreté con esfuerzo el botón correcto del ascensor. Giré a la izquierda cuando salí al tercer piso, aunque la señal de «A-E» tenía una flecha apuntando a la derecha.

Encontré su puerta. En ella había una hoja con sus horas de visita. Casi todas estaban ocupadas. También había un horario de las clases y notas sobre cuándo debían presentarse los trabajos. Casi respiré sobre mi mano y la olí, pero ya me había tomado una pastilla de menta.

Llamé con dos golpes secos de los nudillos. Con seguridad, pensé. Virilmente.

Por Dios, qué lastimoso.

– Adelante.

Su voz me produjo un vuelco en el estómago. Abrí la puerta y entré en la habitación. Ella estaba de pie junto a la ventana. Todavía había sol y una sombra le cruzaba la cara. Seguía siendo muy hermosa. Encajé el golpe y me quedé quieto. Así nos quedamos un rato, a cuatro metros y medio de distancia, sin movernos.

– ¿Qué tal la iluminación? -dijo.

– ¿Perdona?

– He estado pensando dónde debía situarme. Cuando llamaras, ¿sabes? No sabía si abrirte la puerta. No, demasiado cerca para empezar. ¿Quedarme sentada a la mesa con un lápiz en la mano? ¿Mirarte por encima de las gafas de leer? En fin, un amigo me ha ayudado a probar todos los ángulos. Él creía que éste era el mejor, al otro lado de la habitación con la persiana medio bajada.

Sonreí.

– Estás guapísima.

– Tú también. ¿Cuántos trajes te has probado?

– Sólo éste -dije-. Pero es que ya me han dicho otras veces que es mi mejor look. ¿Y tú?

– Me he probado tres blusas.

– Ésta me gusta -dije-. Siempre te sentó bien el verde.

– Entonces era rubia.

– Sí, pero todavía tienes los ojos verdes. ¿Puedo pasar?

Ella asintió.

– Cierra la puerta.

– ¿No deberíamos abrazarnos o algo así?

– Todavía no.

Lucy se sentó en su silla y yo en la silla frente a su mesa.

– Esto es un lío -dijo.

– Lo sé.

– Tengo un millón de cosas que quiero preguntarte.

– Yo también.

– Me enteré de lo de tu mujer por internet. Lo siento.

Asentí.

– ¿Cómo está tu padre? -pregunté.

– No muy bien.

– Lamento oír eso.

– Todo ese amor libre y todas esas drogas al fin se cobraron su peaje. Ira tampoco… nunca superó lo sucedido ¿entiendes?

Claro que lo entendía.

– ¿Cómo están tus padres? -preguntó Lucy.

– Mi padre murió hace unos meses.

– Lo siento mucho. Le recuerdo muy bien de aquel verano.

– La última vez que fue feliz -dije.

– ¿Por lo de tu hermana?

– Por muchas cosas. Tu padre le dio la oportunidad de volver a ejercer la medicina. Eso le encantaba, ejercer la medicina. Tampoco llegó a hacerlo.

– Lo siento.

– Mi padre nunca quiso participar en la demanda, quería mucho a Ira, pero necesitaba culpar a alguien y mi madre insistió. Todas las demás familias se apuntaron.

– No tienes que darme explicaciones.

Callé porque tenía razón.

– ¿Y tu madre? -pregunté.

– Su matrimonio no sobrevivió.

La respuesta no pareció sorprenderla.

– ¿Te importa si me pongo la bata profesional? -preguntó.

– En absoluto.

– Perder un hijo es una tensión espantosa para un matrimonio -dijo Lucy-. La gente cree que sólo las parejas sólidas sobreviven a un golpe así. Pero no es cierto. Lo he estudiado. He visto matrimonios que se podrían describir como «cutres» durar e incluso mejorar. He visto otros que parecían destinados a durar para siempre resquebrajarse como yeso barato. ¿Vosotros dos mantenéis buena relación?

– ¿Mi madre y yo?

– Sí.

– Hace dieciocho años que no la veo.

Nos quedamos callados.

– Has perdido a muchas personas, Paul.

– No vas a psicoanalizarme, ¿verdad?

– No, nada de eso.

Se echó hacia atrás y miró arriba y a un lado. Fue un gesto que me devolvió al pasado. Nos sentábamos en el viejo campo de béisbol, donde la hierba estaba crecida, y yo la abrazaba y ella miraba arriba y a un lado de esa manera.

– Cuando estaba en la universidad tenía una amiga -empezó Lucy-. Ella tenía una gemela, aunque no idéntica. No sé si eso representa mucha diferencia, pero con los idénticos parece que existe un vínculo más fuerte. En fin, cuando estábamos en segundo año, su hermana murió en un accidente de coche. Mi amiga reaccionó de una forma rarísima. Estaba destrozada, sin duda, pero parte de ella se sentía casi aliviada. Era como si pensara que ya estaba. Que Dios había terminado con ella. Ya le había tocado lo peor y no podía pasarle nada. Ya había pagado. Si pierdes a una hermana gemela, es como si estuvieras a salvo el resto de tu vida. Una tragedia espantosa por persona. ¿Comprendes lo que te digo?

– Sí.

– Pero la vida no es así. Algunos tienen salvoconducto toda la vida. A otros, como tú, les toca más de lo que debería. Mucho más. Y la peor parte es que no te vuelves inmune.

– La vida no es justa -dije.

– Amén. -Me sonrió-. Esto es raro, ¿no?

– Sí.

– Estuvimos juntos… ¿qué? ¿Seis semanas?

– Algo así.

– Y sólo fue un capricho de verano, visto en perspectiva. Desde entonces habrás tenido docenas de novias.

– ¿Docenas? -repetí.

– ¿Qué pasa? ¿Cientos?

– Como mínimo -dije.

Silencio. Sentía un peso en el pecho.

– Pero tú eras especial, Lucy. Eras…

Paré.

– Sí, lo sé -dijo-. Tú también. Por eso es tan raro esto. Quiero saberlo todo de ti. Pero no sé si ahora es el momento.

Fue como si un cirujano estuviera trabajando, un cirujano plástico de aceleración del tiempo. Había cortado los últimos veinte años, había extraído mi yo de dieciocho años y lo había cosido a mi yo de treinta y ocho, prácticamente sin costuras.

– ¿Por qué me has llamado? -pregunté.

– ¿Esa cosa rara?

– Sí.

– Tú has dicho que también te había pasado algo extraño.

Asentí.

– ¿Te importaría empezar? -preguntó-. ¿Como cuando hacíamos manitas?

– Au.

– Lo siento. -Se calló, cruzó los brazos como si tuviera frío-. Estoy diciendo tonterías. No puedo evitarlo.

– No has cambiado, Luce.

– Sí, Cope. He cambiado. No te puedes imaginar cuánto he cambiado.

Nos miramos a los ojos, de verdad, por primera vez desde que yo había entrado en la habitación. No soy ningún lince interpretando las miradas de las personas. He visto demasiados buenos mentirosos para creer en lo que veo. Pero ella me estaba contando algo, una historia, y la historia contenía mucho dolor.

No quería que hubiera mentiras entre nosotros.

– ¿Sabes a qué me dedico ahora? -pregunté.

– Eres fiscal del condado. También lo vi en internet.

– Bien. Ese cargo me da acceso a la información. Una de mis colaboradoras realizó una investigación preliminar sobre ti.

– Ya. Así que ya sabrás lo de conducir bebida.

No dije nada.

– Bebo demasiado, Cope. Todavía. Pero ya no conduzco.

– No es de mi incumbencia.

– No lo es, pero me gusta contártelo. -Se echó hacia atrás, juntó las manos y las apoyó en el regazo-. Cuéntame lo que te ha pasado, Cope.

– Hace unos días, una pareja de detectives de homicidios de Manhattan me mostraron una víctima sin identificar, un varón -dije-. Creo que el hombre, que ellos dijeron que tendría treinta y tantos años, era Gil Pérez.

Abrió la boca.

– ¿Nuestro Gil?

– Sí.

– ¿Cómo es eso posible?

– No lo sé.

– ¿Ha estado vivo todo este tiempo?

– Eso parece.

Luce meneó la cabeza y después dijo:

– A ver, ¿se lo has dicho a sus padres?

– La policía los llevó para identificarlo.

– ¿Qué dijeron?

– Dijeron que no era Gil. Que Gil murió hace veinte años.

Se hundió un poco en la silla.

– Uau. -Vi cómo se mordía el labio inferior y reflexionaba. Otro gesto que nos devolvía a nuestros días de campamento-. ¿Qué ha estado haciendo Gil todo este tiempo?

– Espera, ¿no vas a preguntarme si estoy seguro de que era él?

– Por supuesto que lo estás. No me lo habrías dicho si no lo estuvieras. Por lo tanto, o bien sus padres mienten o, lo que es más probable, niegan la evidencia.

– Sí.

– ¿Por cuál de las dos te inclinarías?

– No lo sé con seguridad. Pero creo que mienten.

– Deberíamos hablar con ellos.

– ¿Los dos?

– Sí. ¿Qué más has sabido de Gil?

– No mucho. -Me agité en la silla-. ¿Y tú qué? ¿Qué te ha pasado?

– Mis alumnos escriben diarios anónimos. He recibido uno que prácticamente describe lo que nos sucedió aquella noche.

Creí que no lo había oído bien.

– ¿Un diario de un alumno?

– Así es. Acierta en muchas cosas. Cómo fuimos al bosque. Cómo empezamos a besarnos. Cómo oímos el grito. Todavía era incapaz de entenderlo.

– ¿Un diario escrito por uno de tus alumnos?

– Sí.

– ¿Y no tienes ni idea de quién lo escribió?

– Ni idea.

Lo pensé un momento.

– ¿Quién conoce tu identidad real?

– No lo sé. No cambié de identidad, sólo de apellido. No sería tan difícil de averiguar.

– ¿Y cuándo recibiste el diario?

– El lunes.

– El día después de que asesinaran a Gil.

Pensamos un momento en silencio.

– ¿Tienes aquí el diario? -pregunté.

– Te he hecho una copia.

Me pasó las páginas por encima de la mesa. Las leí. Leerlo hizo que todo volviera, y que doliera. Me pregunté por lo del enamoramiento, lo de no llegar a superar al misterioso P. Pero cuando lo dejé sobre la mesa, lo primero que le dije fue:

– Esto no es lo que pasó.

– Ya.

– Pero se parece mucho.

Ella asintió.

– Conocí a una chica que conocía a Gil. Me dijo que le había oído referirse a nosotros. Que él había dicho que mentimos.

Lucy se quedó quieta un momento y después hizo girar la silla hasta ofrecerme su perfil.

– Mentimos.

– No sobre nada que fuera importante -dije.

– Estábamos haciendo el amor -dijo-, mientras los asesinaban.

No dije nada. De nuevo, compartimenté. Así era como lograba sobrevivir cada día. Porque, si no compartimentaba, recordaría que yo era el monitor de guardia aquella noche. Que no debería haberme escapado con mi novia. Que debería haberlos vigilado mejor. Que de haber sido yo un chico responsable, de haber hecho lo que se suponía que debía hacer, no habría dicho que había hecho recuento cuando no era verdad. No habría mentido sobre eso al día siguiente. Habríamos sabido que faltaban desde la noche anterior y no sólo desde la mañana. Así que tal vez mientras yo ponía las marcas de recuento junto a las inspecciones de las cabañas que no había hecho nunca, a mi hermana la estaban degollando.

– Éramos unos niños, Cope -dijo Lucy.

Silencio.

– Se escaparon. Se habrían escapado aunque hubiéramos estado vigilando.

Probablemente no. Yo habría estado allí. Les habría descubierto. O habría visto las camas vacías al hacer la ronda. No hice nada de esto. Salí y lo pasé bien con mi novia. Y al día siguiente, cuando vi que no estaban, pensé que se estarían divirtiendo. Gil había salido con Margot, aunque creía que ya habían cortado. Mi hermana se veía con Doug Billingham, aunque no muy en serio. Se habían escapado y lo estaban pasando bien.

Así que mentí. Dije que había mirado en las cabañas y que todos estaban a salvo, dentro. Porque no me di cuenta del peligro. Dije que estaba solo aquella noche; me aferré largamente a esa mentira porque quería proteger a Lucy. Es raro, ¿no? No sabía lo que había pasado. Así que mentí. Cuando encontraron a Margot Green, reconocí parte de la verdad, que no había sido cuidadoso haciendo la guardia de noche. Pero dejé a Lucy al margen. Y me aferré tanto tiempo a esta mentira, que tuve miedo de rectificar y contar toda la verdad. Ya sospechaban de mí (todavía recuerdo la cara escéptica del sheriff Lowell) y si lo reconocía entonces, la policía se preguntaría por qué había mentido. De todos modos no tenía ninguna importancia.

¿Qué diferencia había entre que yo estuviera solo o con alguien? De uno u otro modo, no los vigilé.

Durante la demanda, los abogados de Ira Silverstein intentaron echarme parte de la culpa. Pero yo sólo era un crío. Había doce cabañas sólo en el lado del campamento de los chicos. Aunque hubiera estado en mi puesto, habría sido muy fácil escaparse sin que yo los viera. La seguridad del campamento no era suficiente. Eso era cierto. Legalmente no era culpa mía.

Legalmente.

– Mi padre solía volver a ese bosque -dije.

Lucy se volvió a mirarme.

– Iba a cavar.

– ¿Para qué?

– Para encontrar a mi hermana. Nos decía que iba a pescar. Pero yo lo sabía. Lo hizo durante dos años.

– ¿Por qué dejó de hacerlo?

– Mi madre nos abandonó. Supongo que pensó que su obsesión ya nos había costado demasiado cara. Entonces contrató a unos detectives. Llamó a viejos amigos. Pero creo que no volvió a cavar.

Miré la mesa de Lucy, que era un revoltijo. Había papeles por todas partes, algunos medio caídos, como una cascada congelada. También había libros de texto abiertos de cualquier manera, como soldados heridos.

– Éste es el problema cuando no tienes un cadáver -dije-. Doy por supuesto que has estudiado las etapas del duelo.

– Sí. -Asintió. Lo entendió-. El primer paso es la negación.

– Exactamente. En cierto modo, nunca pasamos de ahí.

– No hay cadáver, ergo, negación. Necesitas pruebas para seguir adelante.

– Mi padre sí. Yo sí estaba seguro de que Wayne la había matado. Pero también veía a mi padre haciendo sus salidas.

– Te hizo dudar.

– Digamos que mantuvo viva la posibilidad en mi cabeza.

– ¿Y tu madre qué?

– Se volvió más y más distante. El matrimonio de mis padres nunca fue maravilloso. Ya hacía aguas antes. Cuando mi hermana murió, o lo que coño le pasara, ella se apartó totalmente de mi padre.

Nos quedamos los dos en silencio. Los últimos restos de sol estaban desapareciendo. El cielo se convertía en un remolino de colores púrpuras. Miré por la ventana a mi izquierda. Ella también miró. Nos quedamos así un rato, lo más cerca que habíamos estado en veinte años.

Antes he dicho que los años habían sido eliminados quirúrgicamente. Entonces fue como si regresaran. Volvió la tristeza. La podía ver en ella. La destrucción de larga duración que aquella noche había infligido a mi familia era evidente. Yo había esperado que Lucy no hubiera tenido que pasar por eso. Pero estaba claro que sí. Para ella tampoco había habido conclusión. No sé qué más le había sucedido en los últimos veinte años. Atribuir a ese incidente toda la tristeza que veía en sus ojos sería demasiado pretencioso. Pero en ese momento me vi a mí mismo alejándome de ella aquella noche.

El diario del alumno decía que ella no había podido olvidarme. Yo no me atribuyo tanto mérito. Pero estaba claro que ella no había podido olvidar aquella noche. Lo que representó para su padre. Lo que representó para su infancia.

– ¿Paul?

Ella seguía mirando por la ventana.

– ¿Sí?

– ¿Qué hacemos ahora?

– Averiguar qué sucedió realmente en el bosque.

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