Capítulo 33

El día se estaba rindiendo a las sombras cuando Loren Muse llegó al viejo campamento.

El rótulo decía Urbanización Lago Charmaine. Muse sabía que el terreno era inmenso y se extendía a ambos lados del río Delaware, que separa Nueva Jersey de Pensilvania. El lago y las casas estaban en el lado de Pensilvania. Casi todo el bosque estaba en Nueva Jersey.

Muse odiaba el bosque. Le gustaba el deporte pero no soportaba estar al aire libre. Odiaba los bichos, pescar, vadear, hacer excursiones, encontrar antigüedades raras, el polvo, las oficinas de correos, los cebos, los cerdos de premio, las ferias de agricultura y cualquier cosa de las que consideraba «rurales».

Se paró frente a la casita donde vivía el guarda de seguridad, mostró su identificación y esperó que se levantara la barrera. No se levantó. El guarda, uno de esos levantapesas hinchados, se llevó dentro su identificación y llamó por teléfono.

– Oiga, que tengo prisa.

– No se ponga histérica.

– Que no me ponga…

Muse estaba que echaba chispas.

Delante de ella se veían luces parpadeantes. Un puñado de coches de policía, se figuró. Seguro que todos los policías en un radio de ochenta kilómetros estaban deseosos de participar.

El guarda colgó el teléfono y se sentó. No se acercó al coche de Muse.

– Yuju -gritó Muse.

El guarda no respondió.

– Oye, tío, que te estoy hablando.

Él se volvió lentamente a mirarla. Maldita sea, pensó ella. El chico era joven y gallito. Eso era un problema. Si tienes a un guarda ya mayorcito, suele ser un tipo bien intencionado que está retirado y aburrido. ¿Una guarda? A menudo era una madre que necesitaba ganar dinero extra. Pero ¿un hombre en plena juventud? Siete de cada diez veces era el más peligroso de los enteradillos, un aspirante a policía que por algún motivo no había entrado en el cuerpo. No era para desprestigiar su propia profesión, pero si a un tipo se le mete en la cabeza ser poli y no lo logra, suele haber una razón, y suele ser algo que preferirías no tener que presenciar.

¿Y qué mejor para compensar tu vida sin sentido que hacer esperar a un investigador jefe, a una investigadora jefe?

– Oiga -intentó Muse, en un tono ligeramente más amable.

– Todavía no puede pasar -dijo él.

– ¿Por qué no?

– Tiene que esperar.

– ¿A qué?

– Al sheriff Lowell.

– ¿Al sheriff Lobo?

– Lowell. Ha dicho que nadie entra sin su permiso.

El guarda se subió los pantalones, ni más ni menos.

– Soy la investigadora jefe del condado de Essex -dijo Muse.

Él soltó una risita.

– ¿Le parece que estamos en el condado de Essex?

– Los que están dentro son mis empleados. Necesito entrar.

– Oiga, no se ponga histérica.

– Muy buena.

– ¿Qué?

– Lo de que no me ponga histérica. Ya lo ha utilizado dos veces. Es muy divertido. ¿Puedo utilizarlo cuando realmente tenga que humillar a alguien? Le citaré.

Él cogió un periódico y la ignoró. Muse sopesó la posibilidad de cruzar y cargarse la barrera.

– ¿Lleva pistola? -preguntó Muse.

Él dejó el periódico.

– ¿Qué?

– Una pistola. ¿Lleva una pistola? Para compensar otras carencias, ya sabe.

– Cállese.

– Yo sí llevo. Miré, si me abre la puerta, le dejaré tocarla.

No dijo nada. Una mierda le dejaría tocarla, puede que le pegara un tiro.

El guarda la miró furioso. Muse se rascó la mejilla con la mano libre, levantando el dedo meñique ostentosamente en su dirección. Por la forma como la miró Muse vio que el gesto le había dolido.

– ¿Se está haciendo la lista conmigo?

– Oiga, no se ponga histérico -dijo Muse, apoyando las manos en el volante.

Era una estupidez y Muse lo sabía, pero la verdad es que también era divertido. Le estaba subiendo la adrenalina. Estaba ansiosa por saber qué había descubierto Andrew Barrett. A juzgar por la cantidad de luces parpadeantes, seguro que era algo gordo.

Como un cadáver.

Pasaron dos minutos. Cuando Muse estaba a punto de sacar el arma y obligarle a abrir la barrera, un hombre de uniforme se acercó a su vehículo. Llevaba un sombrero de ala ancha y una placa de sheriff. El nombre de la placa decía LOWELL.

– ¿Puedo ayudarla en algo, señorita?

– ¿Señorita? ¿Es que no le ha dicho quién soy?

– Pues, no, lo siento, sólo ha dicho…

– Soy Loren Muse, la investigadora jefe del condado de Essex. -Muse señaló la garita del guarda-. Minipelotas tiene mi identificación.

– Oiga, ¿qué me ha llamado?

El sheriff Lowell suspiró y se secó la nariz con un pañuelo. Tenía una nariz bulbosa y más bien enorme, igual que todos sus rasgos, largos y pendulantes, como si alguien hubiera dibujado una caricatura de él y después la hubiera dejado derretirse al sol. Agitó la mano con el pañuelo en dirección al guarda.

– Calma, Sandy.

– Sandy -repitió Muse. Miró hacia la garita-. ¿No es un nombre de chica?

El sheriff Lowell la miró desde encima de la enorme nariz. Seguramente con desaprobación. Muse no podía culparle.

– Sandy, dame la identificación de la señora.

Primero histérica, luego señorita, y ahora señora. Muse se estaba esforzando mucho para no ponerse furiosa. Estaba a menos de dos horas de Newark y de Nueva York, y cualquiera diría que había retrocedido en el tiempo.

Sandy entregó la identificación a Lowell. Éste se sonó la nariz con tanta fuerza y tenía la piel tan flácida que Muse temió que se arrancara parte de ella. Examinó la identificación, suspiró y dijo.

– Deberías haberme dicho quién era, Sandy.

– Pero usted dijo que no entrara nadie sin su permiso.

– Y si me hubieras dicho por teléfono quién era, te lo habría dado.

– Pero…

– Miren -interrumpió Muse-, háganme un favor. Discutan sus modales toscos en la próxima reunión de la logia, ¿vale? Tengo que entrar.

– Aparque a la derecha -dijo Lowell, sin ofenderse-. Sólo se puede acceder a pie. La acompañaré.

Lowell hizo una seña a Sandy con la cabeza y éste apretó un botón que levantó la barrera. Muse se rascó la mejilla con el dedo meñique otra vez al pasar. Sandy se desesperó, impotente, lo que a Muse le pareció muy oportuno.

Aparcó y Lowell se reunió con ella. Llevaba dos linternas y le entregó una. La paciencia de Muse empezaba a agotarse. La cogió de mala manera y dijo:

– Bueno, ya está bien, ¿por dónde?

– Usted sí que sabe cómo tratar a la gente -dijo él.

– Gracias, sheriff.

– Por la derecha. Vamos.

Muse vivía en un piso asqueroso de dos habitaciones o sea que no podía hablar mucho, pero aun sin entender demasiado, aquella urbanización cerrada parecía exactamente igual a cualquier otra, excepto que el arquitecto había pretendido darle un aspecto rústico y no lo había logrado. El exterior de aluminio simulaba falsos troncos de cabaña, un aspecto de lo más ridículo en una inmensa urbanización de edificios de tres pisos. Lowell bajó de la acera y se metió en una pista.

– ¿Sandy le ha dicho que no se pusiera histérica? -preguntó Lowell.

– Sí.

– No se ofenda. Se lo dice a todo el mundo. Incluso a los hombres.

– Debe de ser la alegría de su grupo de caza.

Muse contó siete coches patrulla y tres vehículos de urgencias de diferentes clases. Todos tenían las luces parpadeantes en marcha. Muse no podía imaginarse para qué. Los residentes, una mezcla de viejos y familias jóvenes, estaban observando no se sabe qué, atraídos por las innecesarias luces.

– ¿Es muy lejos? -preguntó Muse.

– Unos dos kilómetros. ¿Quiere aprovechar para hacer una visita por el camino?

– ¿Una visita de qué?

– Del lugar en el se produjeron los asesinatos. Pasaremos por donde hallaron uno de los cadáveres hace veinte años.

– ¿Trabajó en el caso?

– Periféricamente -dijo.

– ¿Qué quiere decir?

– Periféricamente. Me ocupé de aspectos relativamente menores o poco importantes. Me movía por los márgenes. Periféricamente.

Muse le miró.

Lowell podía estar sonriendo, pero era difícil saberlo con tanto colgajo.

– No está mal para un pueblerino tosco como yo, ¿eh?

– Estoy deslumbrada -dijo Muse.

– Puede que le convenga ser un poco más simpática conmigo.

– ¿Por qué dice eso?

– Primero, manda hombres a buscar un cadáver a mi condado sin informarme. Segundo, éste es mi escenario del crimen. Usted es una invitada mía.

– ¿No me vendrá ahora con el rollo de la jurisdicción?

– No -dijo él-. Pero me gusta parecer duro. ¿Cómo lo he hecho?

– Psé. ¿Podemos seguir con la visita?

– Claro.

El sendero se fue estrechando hasta que prácticamente desapareció. Subieron por las rocas y rodearon los árboles. Muse siempre había sido un poco muchachote. Le gustaba la actividad. Sus zapatos podían aguantarlo, y que Flair Hickory se fastidiara.

– Espere -dijo Lowell.

El sol seguía bajando. El perfil de Lowell se veía recortado. Se quitó el sombrero y se sonó de nuevo.

– Aquí es donde hallaron al chico de los Billingham.

Doug Billingham.

Fue como si el bosque entendiera las palabras y el viento susurrara una vieja canción. Muse miró. Un chico. Billingham tenía diecisiete años. Le habían encontrado con ocho heridas de arma blanca, casi todas defensivas. Había peleado con el agresor. Miró a Lowell, que tenía la cabeza baja y los ojos cerrados.

Muse recordó otra cosa, algo del expediente. Lowell. Eso era. El nombre.

– Una mierda periféricamente -dijo-. Usted era el jefe.

Lowell no contestó.

– No lo entiendo. ¿Por qué no me lo ha dicho?

Él se encogió de hombros.

– ¿Por qué no me dijo que estaba reabriendo mi caso?

– Porque no ha sido así. No sabía que tuviéramos nada hasta ahora.

– O sea que han topado con una mina de oro por pura casualidad -dijo él.

A Muse no le gustó el cariz que estaba tomando la conversación.

– ¿A qué distancia estamos del lugar donde encontraron a Margot Green? -preguntó Muse.

– A un kilómetro al sur.

– Primero encontraron a Margot Green, ¿no?

– Sí. Veamos, por donde hemos entrado, donde están las casas, ahí se encontraba el campamento de chicas. Las cabañas, digamos. Las de los chicos estaban al sur. La chica Green fue hallada cerca de allí.

– ¿Cuánto tardaron en localizar a Billingham tras encontrar a Green?

– Treinta y seis horas.

– Es mucho tiempo.

– Es mucho terreno.

– Aun así. ¿Estaba tirado en el suelo?

– No, le habían enterrado superficialmente. Por eso no debieron de verlo la primera vez que pasaron. Cuando se trata de chicos desaparecidos todo el mundo se apunta y quiere ayudar a cubrir más terreno. Pasaron por encima de él. No se dieron cuenta de que estaba aquí.

Muse miró al suelo. No había nada destacable. Había una cruz, como uno de esos recuerdos improvisados que se ponen en los lugares donde se ha producido un accidente de coche. Pero la cruz estaba casi tumbada. No había foto de Billingham. Ni recuerdos, ni flores ni peluches. Sólo una cruz hecha polvo. Sola en el bosque. Muse casi se estremeció.

– Probablemente ya lo sabe, pero el asesino se llamaba Wayne Steubens. Resultó que era un monitor. Se han elaborado muchas teorías sobre lo que pasó aquella noche, pero el consenso parece ser que Steubens liquidó primero a los chicos desaparecidos, Pérez y Copeland. Los enterró. Empezó a excavar una tumba para Douglas Billingham cuando encontraron a Margot Green. Entonces se marchó. Según el criminólogo de Quántico, para él enterrar los cuerpos era parte de la emoción. Supongo que ya sabe que Steubens enterró a todas las demás víctimas, ¿verdad? Las de los otros estados.

– Sí, ya lo sé.

– ¿Sabía que dos de ellos todavía estaban vivos cuando los enterró?

También lo sabía.

– ¿Tuvo ocasión de interrogar a Wayne Steubens? -preguntó Muse.

– Hablamos con todos en ese campamento.

Lo dijo lenta y cuidadosamente. A Muse se le despertó una alarma en la cabeza. Lowell continuó.

– Sí, el tal Steubens me puso los pelos de punta, al menos es lo que pienso ahora. Pero puede que sea un efecto posterior, ya no lo sé. No había pruebas que relacionaran a Steubens con los asesinatos. De hecho, no había nada que relacionara a nadie con ellos. Encima Steubens era rico. Su familia contrató a un abogado. Como se puede imaginar, el campamento se vació enseguida. Todos los chicos volvieron a casa. A Steubens lo mandaron al extranjero el siguiente semestre. A una escuela de Suiza, creo.

Muse todavía miraba la cruz.

– ¿Quiere que sigamos?

Ella asintió y se pusieron a caminar.

– ¿Desde cuándo es investigadora jefe? -preguntó Lowell.

– Hace unos meses.

– ¿Y antes?

– Tres años en homicidios.

Él volvió a secarse la nariz.

– No se vuelve más fácil, ¿verdad?

La pregunta parecía retórica, así que Muse no contestó y siguió caminando.

– No es la indignación -dijo él-. Ni siquiera son los muertos. Ellos ya no están. No puedes hacer nada. Es lo que queda atrás, el eco. Este bosque por el que camina. Algunos viejos creen que se oye un eco aquí. No es tan raro si te pones a pensarlo. Seguro que Billingham gritó. Él grita, resuena, rebota adelante y atrás, el sonido va disminuyendo, pero no llega a desaparecer nunca del todo. Como si una parte de él siguiera gritando, incluso ahora. El asesinato resuena así.

Muse mantuvo la cabeza baja, mirando dónde ponía los pies en el suelo accidentado.

– ¿Ha conocido a alguna de las familias de las víctimas?

Ella lo pensó.

– Sólo a mi jefe.

– Paul Copeland -dijo Lowell.

– ¿Se acuerda de él?

– Ya le he dicho que interrogué a todo el mundo del campamento.

La alarma volvió a sonar en la cabeza de Muse.

– ¿Fue él quien le hizo investigar el caso? -preguntó Lowell.

Muse no contestó.

– El asesinato es injusto -siguió él-. Es como si Dios tuviera un plan y un orden natural. Lo crea y alguien decide desbaratarlo. Si resuelves el caso, es una ayuda. Pero es como si arrugaras una lámina de aluminio. Al encontrar al asesino vuelves a extenderla, pero para la familia, nunca recupera su forma.

– ¿Una lámina de aluminio?

Lowell se encogió de hombros.

– Está hecho un filósofo, sheriff.

– Mire a su jefe a los ojos de vez en cuando. Lo que pasó en este bosque aquella noche sigue allí. Todavía resuena, ¿no?

– No lo sé -dijo Muse.

– Y yo no sé si usted debería estar aquí.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque yo interrogué a su jefe aquella noche.

Muse paró de caminar.

– ¿Me está diciendo que existe un conflicto de intereses?

– Creo que es exactamente lo que podría estar diciendo.

– ¿Paul Copeland fue sospechoso?

– El caso sigue abierto. A pesar de su interferencia, sigue siendo mi caso. Por lo tanto, no le responderé a esto. Pero sí le diré una cosa: mintió sobre lo ocurrido.

– Era un chico que tenía que hacer guardia. No sabía lo importante que era.

– Eso no es excusa.

– Pero después dijo la verdad, ¿no?

Lowell no respondió.

– He leído el expediente -continuó Muse-. Se escapó y no hizo lo que debía hacer durante la guardia. Hablando de estar destrozado, ¿qué le parece el sentimiento de culpa que debe de sentir? Seguro que echa de menos a su hermana. Pero creo que le consume más el sentimiento de culpa.

– Es interesante.

– ¿Qué?

– Ha dicho que le consume el sentimiento de culpa -dijo Lowell-. ¿Qué clase de culpa?

Muse siguió caminando.

– Es curioso, ¿no le parece?

– ¿Qué? -preguntó Loren.

– Que aquella noche dejara su puesto. Piénselo un momento. Un chico tan responsable. Todos decían lo mismo de él. Y de repente, la noche que los campistas se escapan, la noche que Wayne Steubens planea cometer un asesinato, Paul Copeland decide portarse mal.

Muse no dijo nada.

– Querida colega, esto siempre me ha parecido demasiada coincidencia.

Lowell sonrió y se volvió.

– Venga, está oscureciendo y usted quiere ver lo que ha encontrado su amigo Barrett -dijo.


Después de que Glenda Pérez se marchara, no lloré, pero estuve a punto.

Me quedé sentado, solo, estupefacto, sin saber qué hacer, qué pensar o qué sentir. Me temblaba todo el cuerpo. Me miré las manos. Me temblaban de mala manera. Incluso hice eso que haces cuando crees que puedes estar soñando. Efectué todas las comprobaciones y no estaba soñando. Era real.

Camille estaba viva.

Mi hermana había salido viva del bosque. Como Gil Pérez.

Llamé a Lucy al móvil.

– Hola -dijo.

– No te vas a creer lo que acaba de decirme la hermana de Gil Pérez.

– ¿Qué?

La puse al corriente. Cuando llegué a la parte de que Camille había salido viva del bosque, Lucy pegó un grito.

– ¿Lo crees? -preguntó.

– ¿Lo de Camille?

– Sí.

– ¿Por qué iba a decirlo si no fuera verdad?

Lucy no dijo nada.

– ¿Qué? ¿Crees que miente? ¿Qué motivos tendría?

– No lo sé, Paul. Pero nos faltan muchas piezas.

– Lo comprendo, pero piensa un momento: Glenda Pérez no tiene motivos para mentirme sobre esto.

Silencio.

– ¿Qué pasa, Lucy?

– Es que es muy raro. Si tu hermana está viva, ¿dónde demonios ha estado todo este tiempo?

– No lo sé.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Lo pensé un momento, intentando serenarme. Era una buena pregunta. ¿Ahora qué? ¿Qué hacía ahora?

– He vuelto a hablar con mi padre -dijo Lucy.

– ¿Y qué?

– Recuerda algo sobre aquella noche.

– ¿El qué?

– No quiere decírmelo. Ha dicho que sólo te lo dirá a ti.

– ¿A mí?

– Sí. Ira ha dicho que quiere verte.

– ¿Ahora?

– Si tú quieres.

– Quiero. ¿Paso a recogerte?

Ella vaciló.

– ¿Qué?

– Ira ha dicho que quiere que vayas solo. Que no hablará delante de mí.

– De acuerdo.

Más vacilación.

– ¿Paul?

– ¿Qué?

– Recógeme de todos modos. Esperaré en el coche.


Los detectives de homicidios York y Dillon estaban en la «sala de tecnología» comiendo pizza. La sala era en realidad un lugar de reunión donde tenían televisores, vídeos y cosas por el estilo.

Entró Max Reynolds.

– ¿Cómo va?

– Esta pizza es un asco -dijo Dillon.

– Estamos en Nueva York, ni más ni menos. La Gran Manzana. El hogar de la pizza. Y esto sabe a caca de perro.

Reynolds encendió el televisor.

– Siento que la comida no esté a tu gusto.

– ¿Exagero? -Dillon miró a York-. A ver, ¿esto sabe a vómitos o soy yo?

– Es la tercera porción que te comes -dijo York.

– Y probablemente la última. Para que veáis que lo digo en serio.

York miró a Max Reynolds.

– ¿Qué tienes para nosotros?

– Creo que he encontrado a nuestro hombre. O al menos, su coche.

Dillon pegó un buen tirón a la pizza con los dientes.

– Menos hablar y más actuar.

– Hay una tienda en la esquina a dos calles de donde encontraron el cadáver -empezó Reynolds-. El dueño ha tenido problemas de robos de los artículos que tiene en la calle. Así que ha enfocado la cámara en esa dirección.

– ¿Un coreano? -preguntó Dillon.

– ¿Cómo dices?

– El dueño de la tienda. ¿Es coreano?

– No estoy seguro. ¿Y eso qué tiene que ver?

– Me juego lo que sea a que es coreano. Por eso pone la cámara enfocando hacia fuera, por si le roban una naranja. Después empieza a gritar que paga los impuestos cuando probablemente tiene a diez ilegales trabajando en el local y exige que alguien haga algo. Como si la policía pudiera perder el tiempo mirando sus cintas baratas y borrosas para encontrar al ladrón de fruta.

Calló y York miró a Reynolds.

– Sigue.

– En fin, la cámara nos da una visión parcial de la calle. Nos pusimos a buscar coches así de antiguos, de más de treinta años, y mirad lo que hemos encontrado.

Reynolds ya tenía la cinta puesta en el sitio pertinente. Se vio un antiguo Volkswagen Escarabajo y él congeló la imagen.

– ¿Éste es nuestro coche? -preguntó York.

– Un Volkswagen Escarabajo de 1971. Uno de nuestros expertos dice que lo sabe por la suspensión MacPherson delantera y por el maletero frontal. Más importante aún, esta clase de coche concuerda con las fibras de alfombra que encontramos en la ropa del señor Santiago.

– Joder -dijo Dillon.

– ¿Se ve la matrícula? -preguntó York.

– No. Sólo tenemos una imagen lateral. Ni una parte, ni siquiera el estado.

– Pero ¿cuántos Volkswagens Escarabajo amarillos originales puede haber en circulación? -dijo York-. Empezamos por los vehículos matriculados en Nueva York, y después Nueva Jersey y Connecticut.

Dillon asintió y habló mientras masticaba como una vaca.

– Podríamos encontrar algo.

York se volvió hacia Reynolds.

– ¿Algo más?

– Dillon tenía razón, la calidad no es buena. Pero si lo amplío -apretó un botón y la imagen creció-, tenemos una visión parcial del hombre.

Dillon entornó los ojos.

– Parece Jerry García o algo así.

– Cabellos grises largos, barba gris larga -convino Reynolds.

– ¿Ya está?

– Ya está.

– Empecemos por buscar en tráfico. Este coche no puede ser difícil de localizar -dijo York a Dillon.

Загрузка...