Capítulo 1

Tres meses después

Estaba sentado en el gimnasio de una escuela elemental, observando a Cara, mi hija de seis años, deslizarse nerviosamente por una barra de equilibrio situada a unos diez centímetros del suelo, pero en menos de una hora estaré mirando la cara de un hombre que ha sido perversamente asesinado.

Eso no debería sorprender a nadie.

Con los años -y de las formas más horribles que uno pueda imaginar- he aprendido que la pared que separa la vida de la muerte, la belleza extraordinaria de la fealdad apabullante, es frágil. Sólo se necesita un segundo para atravesarla. En un momento la vida parece idílica: estás en un lugar tan casto como el gimnasio de una escuela elemental. Tu hijita está haciendo piruetas. Su voz suena atolondrada. Tiene los ojos cerrados. Ves la cara de su madre en ella (su madre solía cerrar los ojos y sonreír así) y recuerdas lo frágil que es esa pared.

– ¿Cope?

Era mi cuñada, Greta. Me volví hacia ella. Como siempre, Greta me miró con cariño. Le sonreí.

– ¿En qué piensas? -susurró.

Ella lo sabía. Mentí de todos modos.

– En las cámaras de vídeo -dije.

– ¿Qué?

Todas las sillas plegables estaban ocupadas por los demás padres. Yo me había quedado atrás de pie, con los brazos cruzados y apoyado en la pared de cemento. Sobre la puerta había reglamentos pegados, y por todas partes se veía esa clase de frases supuestamente estimulantes pero tan irritantes como «No me digas que el cielo es el límite cuando hay huellas en la luna». Las mesas del almuerzo estaban plegadas. Me apoyé en una, sintiendo el frío del acero y el metal. Nosotros envejecemos, pero los gimnasios de escuela elemental no cambian. Sólo parecen empequeñecer.

Hice un gesto hacia los padres.

– Hay más cámaras de vídeo que niños.

Greta asintió.

– Los padres lo filman todo. Absolutamente todo. ¿Qué harán con todo eso? ¿Crees que alguien vuelve a mirarlo de principio a fin?

– ¿Tú no lo haces?

– Preferiría dar a luz. Sonrió.

– No -dijo-, seguro que no.

– Vale, no, puede que no, pero ¿no formamos parte de la generación MTV? Tomas cortas, muchos ángulos… Pero filmar esto tal cual, someter a un inocente amigo o a un familiar a este…

Se abrió la puerta. En cuanto los dos hombres entraron en el gimnasio, supe que eran policías. Aunque no hubiera tenido mucha experiencia -soy fiscal del condado de Essex, en el que se encuentra la ciudad, más bien violenta, de Newark-, me habría dado cuenta. Al menos en eso la televisión acierta. El modo de vestir de los policías, por ejemplo, no es el mismo que el de los padres de una urbanización de lujo como Ridgewood. Nosotros no nos ponemos traje cuando vamos a ver a nuestros hijos haciendo gimnasia; nos ponemos pantalones de pana o vaqueros con un jersey de cuello de pico o una camiseta. Esos dos hombres llevaban trajes de mala confección y de un marrón que me recordó las astillas de madera después de una tormenta. No sonreían. Sus ojos escudriñaron la habitación. Conozco a casi todos los policías de la zona, pero a esos dos no los conocía. Eso me preocupó. Algo me olía mal. Sabía que yo no había hecho nada, por supuesto, pero seguía sintiendo un hormigueo en el estómago del tipo «soy inocente pero me siento culpable».

Mi cuñada Greta y su marido Bob tienen tres hijos. La pequeña, Madison, tenía seis años e iba a la misma clase que Cara. Greta y Bob me habían ayudado mucho. Tras la muerte de Jane, mi esposa y hermana de Greta, se mudaron a Ridgewood. Greta asegura que ya tenían pensado hacerlo. Lo dudo, pero estoy tan agradecido que no me lo cuestiono. No puedo imaginar cómo sería mi vida sin ellos.

Normalmente los otros padres se quedan detrás conmigo, pero como este acontecimiento era en horario diurno, había muy pocos. Las madres -excepto la que me estaba mirando furiosamente a través de su videocámara, porque había oído mi diatriba anti-videocámara- me adoran. No es por mí, evidentemente, sino por mi historial. Mi esposa murió hace cinco años, y estoy criando solo a mi hija. Hay otros progenitores solos en la ciudad, básicamente madres divorciadas, pero yo soy la estrella. Si me olvido de escribir una nota o me retraso para recoger a mi hija o me olvido su almuerzo en la cocina, las otras madres o el personal de la escuela intervienen y me echan una mano. Mi indefensión masculina les parece encantadora. Si alguna madre sola hace una de estas cosas, se la acusa de negligente y recibe todo el peso del sarcasmo de las demás madres.

Los niños seguían saltando o tropezando, dependiendo del punto de vista. Miré a Cara. Estaba muy concentrada y lo hacía bien, pero me dio la sensación de que había heredado la falta de coordinación de su padre. Algunas chicas del equipo de gimnasia del instituto estaban allí para ayudar. Eran mayores; probablemente tenían diecisiete o dieciocho años. La que recogió a Cara durante su intento de salto mortal me recordaba a mi hermana. Mi hermana, Camille, murió cuando tenía más o menos la edad de esta chica, y los medios de comunicación nunca me permiten olvidarlo. Pero tal vez eso no sea tan malo.

Ahora mi hermana estaría cerca de los cuarenta, la misma edad que cualquiera de estas madres. Es raro pensar en ella así. Yo siempre recordaré a Camille como una adolescente. Es difícil imaginar qué estaría haciendo ahora, dónde estaría, sentada en una de esas sillas, con esa sonrisa tonta-feliz-preocupada de «ante todo soy madre», filmando sin parar a su retoño. Me pregunto qué aspecto tendría ahora, pero lo que veo siempre es a la adolescente que murió.

Puede parecer que estoy obsesionado con la muerte, pero hay una diferencia enorme entre el asesinato de mi hermana y la muerte prematura de mi esposa. El primero determinó mi proyección profesional y mi trabajo actual. Puedo luchar contra esa injusticia en los tribunales. Y lo hago. Intento que el mundo sea más seguro, intento meter entre rejas a las personas que podrían hacer daño a otras, intento que otras familias tengan lo que la mía nunca llegó a tener: una conclusión.

Frente a la segunda muerte, la de mi esposa, me sentí indefenso y estafado y, por mucho que me esfuerce, nunca podré hacer nada para compensarla.

La directora de la escuela esbozó una sonrisa de falsa preocupación con su boca excesivamente pintada y se dirigió hacia los dos policías. Se puso a hablar con ellos, pero ninguno de los dos se molestó siquiera en mirarla. Observé sus ojos. Cuando el policía alto, sin duda el jefe, vio mi cara, se detuvo. Ninguno de los dos se movió durante un segundo. Ladeó muy ligeramente la cabeza, convocándome fuera de aquel paraíso seguro de risas y volteretas. Mi asentimiento fue igual de leve.

– ¿Adónde vas? -preguntó Greta.

No quiero parecer cruel, pero Greta era la hermana fea. Ella y mi amada y difunta esposa se parecían; saltaba a la vista que eran hijas de los mismos padres. Pero todo lo que funcionaba físicamente en Jane no lograba el mismo resultado en Greta. Mi esposa tenía una nariz prominente que la hacía parecer sexy. Greta tiene una nariz prominente que sólo parece eso, grande. Los ojos de mi esposa, bastante separados, le daban un atractivo exótico. En Greta, tanta separación hace que se parezca a un reptil.

– No estoy seguro -dije.

– ¿Trabajo?

– Podría ser.

Echó un vistazo a los probables policías y después me miró.

– Iba a llevar a Madison a almorzar a Friendly's. ¿Quieres que me lleve a Cara?

– Sí, le encantará.

– También puedo recogerla después de la escuela.

– Sería de gran ayuda -contesté.

Greta me besó suavemente en la mejilla, algo que hace muy pocas veces. Me dirigí a la salida, acompañado por las carcajadas infantiles. Abrí la puerta y salí al pasillo. Los dos policías me siguieron. Los pasillos de las escuelas tampoco cambian nunca. Tienen una especie de eco de casa encantada, un extraño semi-silencio y un vago pero perceptible olor que calma y enerva al mismo tiempo.

– ¿Es usted Paul Copeland? -preguntó el alto.

– Sí.

Miró a su compañero, que era más bajo, robusto y sin cuello. Tenía una cabeza en forma de ladrillo, y su piel también era áspera, lo que acrecentaba la ilusión. Un grupo de niños que podían ser de cuarto dobló una esquina. Estaban todos rojos de hacer ejercicio. Probablemente venían del patio. Pasaron junto a nosotros, seguidos por la agobiada maestra que nos dirigió una sonrisa forzada.

– Quizá sea mejor que hablemos fuera -dijo el alto.

Me encogí de hombros. No tenía ni idea de sobre qué quería hablar. Tenía de mi parte la inocencia, pero la experiencia me decía que con la policía nada es lo que parece. Seguro que no querían hablar del gran e importante caso en el que trabajaba y que copaba todos los titulares. De haber sido eso, me habrían llamado a la oficina, me habrían avisado al móvil o a la BlackBerry.

No, estaban allí por otra cosa, por algo personal.

Insisto en que era consciente de no haber hecho nada malo. Pero he visto a toda clase de sospechosos y toda clase de reacciones. Les sorprendería. Por ejemplo, cuando la policía tiene bajo custodia a alguien que considera un sospechoso razonable, a menudo lo deja horas encerrado en la sala de interrogatorios. Sería de esperar que los culpables se subieran por las paredes, pero en general sucede precisamente lo contrario. Son los inocentes los que se ponen más nerviosos y se angustian. No tienen ni idea de por qué están allí o de qué es lo que la policía cree erróneamente que han hecho. Los culpables a menudo se duermen.

Salimos fuera. El sol caía de lleno. El alto entornó los ojos y levantó una mano a modo de pantalla. Ladrillo no pensaba dar esa satisfacción a nadie.

– Soy el detective Tucker York -dijo el alto. Sacó la placa y después señaló a Ladrillo-. Él es el detective Don Dillon.

Dillon también sacó su identificación. Me las mostraron. No sé por qué lo hacen. ¿Cuánto puede costar conseguir identificaciones falsas?

– ¿En qué puedo ayudarles? -pregunté.

– ¿Le importaría decirnos dónde estuvo anoche? -preguntó York.

Ante una pregunta como ésta deberían haber sonado las sirenas. Debería haberles recordado inmediatamente quién era yo y que no respondería a ninguna pregunta sin un abogado presente. Pero yo soy abogado. Un abogado muy bueno. Y evidentemente, eso hace que te vuelvas más estúpido cuando te representas a ti mismo. También era humano. Cuando la policía te acosa, lo sé por experiencia, tu reacción es desear complacerlos. No lo puedes evitar.

– Estaba en casa.

– ¿Puede confirmarlo alguien?

– Mi hija.

York y Dillon miraron hacia la escuela.

– ¿La niña que daba volteretas ahí dentro?

– Sí.

– ¿Alguien más?

– No lo creo. ¿De qué se trata?

York era el que llevaba la voz cantante. Ignoró mi pregunta.

– ¿Conoce a un hombre llamado Manolo Santiago?

– No.

– ¿Está seguro?

– Bastante seguro.

– ¿Por qué sólo bastante seguro?

– ¿Sabe quién soy?

– Sí -dijo York. Tosió tapándose la boca con el puño-. ¿Quiere que nos arrodillemos o le besemos el anillo?

– No quería decir eso.

– Bien, entonces estamos en la misma onda. -No me gustó su actitud, pero lo dejé pasar-. ¿Por qué está sólo bastante seguro de no conocer a Manolo Santiago?

– El nombre no me suena. Creo que no le conozco. Pero podría ser alguien a quien he procesado o un testigo en uno de mis casos, o qué sé yo, puedo haberlo conocido en alguna asociación benéfica hace diez años.

York asintió, animándome a seguir hablando. No lo hice.

– ¿Le importa acompañarnos?

– ¿Adónde?

– No tardaremos mucho.

– No tardaremos mucho -repetí-. Eso no parece un sitio.

Los dos policías intercambiaron una mirada. Intenté que diera la impresión de que no pensaba ceder.

– Anoche fue asesinado un hombre llamado Manolo Santiago.

– ¿Dónde?

– Su cadáver se encontró en Manhattan. En la zona de Washington Heights.

– ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

– Creemos que puede ayudarnos.

– ¿Ayudar cómo? Ya se lo he dicho, no le conozco.

– Ha dicho… -York llegó a consultar su cuaderno, pero era sólo teatro, porque no había escrito nada mientras yo hablaba-que estaba «bastante seguro» de no conocerle.

– Pues estoy seguro. ¿Vale? Estoy seguro.

Cerró de golpe el cuaderno con un gesto teatral.

– El señor Santiago sí le conocía.

– ¿Cómo lo sabe?

– Preferiríamos que lo viera.

– Y yo prefiero que me lo digan.

– El señor Santiago… -York vaciló, como si eligiera sus siguientes palabras- llevaba algunos objetos encima.

– ¿Objetos?

– Sí.

– ¿Puede ser más concreto?

– Objetos -dijo- que lo señalan a usted.

– ¿Me señalan como qué?

– ¿Es usted fiscal del distrito?

Por fin Dillon, el Ladrillo, había hablado.

– Soy fiscal del condado -dije.

– Lo que sea. -Adelantó el cuello y señaló mi pecho-. Empieza a tocarme las pelotas.

– ¿Disculpe?

Dillon se acercó a mi cara.

– ¿Le parece que estamos aquí para una lección de semántica o qué?

Creí que se trataba de una pregunta retórica, pero él esperó. Finalmente dije:

– No.

– Pues escuche. Tenemos un cadáver. El tipo está relacionado con usted de forma obvia. ¿Quiere venir y ayudarnos a aclarar esto o quiere seguir con estos juegos de palabras que hacen que parezca cada vez más sospechoso?

– ¿Con quién cree exactamente que está hablando, detective?

– Con alguien que se presenta a las elecciones y no desearía que nosotros fuéramos con esto a la prensa.

– ¿Me está amenazando?

York intervino.

– Nadie está amenazando a nadie.

Pero Dillon había dado en el clavo. La verdad era que mi designación para el cargo era sólo temporal. Mi amigo, el actual gobernador de Nueva Jersey, me había nombrado fiscal en funciones del condado. También se hablaba en serio de que me presentara al Congreso, tal vez incluso a un escaño vacante en el Senado. Mentiría si dijera que no tenía ambiciones políticas.

Un escándalo, incluso el mero rumor de un escándalo, no me ayudaría en absoluto.

– No veo cómo podría ayudar -dije.

– Tal vez no pueda o tal vez sí. -Dillon hizo rotar el ladrillo-. Pero su deseo es ayudar si puede, ¿no?

– Por supuesto -dije-. Vaya, no deseo tocarle las pelotas más de lo estrictamente necesario.

Mi comentario casi le hizo sonreír.

– Pues suba al coche.

– Esta tarde tengo una reunión importante.

– Para entonces ya habrá vuelto.

Esperaba encontrarme un Chevy Caprice desvencijado, pero el coche era un Ford nuevo. Me senté en el asiento trasero. Mis dos nuevos amigos se sentaron delante. No hablamos en todo el trayecto. Había tráfico en el puente George Washington, pero encendimos la sirena y nos colamos entre los coches. Al cruzar al lado de Manhattan, York rompió el silencio.

– Creemos que Manolo Santiago podría ser un alias.

– Ya -dije, porque no se me ocurrió nada mejor que decir.

– La verdad es que no tenemos una identificación positiva de la víctima. Le encontramos anoche. En su permiso de conducir dice Manolo Santiago. Lo hemos investigado y no parece ser su nombre auténtico. Hemos buscado sus huellas dactilares. Nada. Así que no sabemos quién es.

– ¿Pero creen que yo sí?

No se molestaron en responder.

La voz de York era tan informal como un día de primavera.

– ¿Es usted viudo, señor Copeland?

– Sí -dije.

– Debe de ser difícil criar a una hija solo.

No dije nada.

– Sabemos que su esposa murió de cáncer y que usted ha creado una fundación para promover la investigación de esa enfermedad.

– Ajá.

– Admirable.;

Como si pudieran saberlo.

– Debe de sentirse raro -dijo York.

– ¿Por qué?

– Por lo de estar al otro lado. Normalmente es usted el que hace las preguntas, no el que las responde. Tiene que parecerle raro.

Me sonrió por el retrovisor.

– ¡Eh, York! -dije.

– ¿Qué?

– ¿Tiene un cartel o un programa? -pregunté.

– ¿Un qué?

– Un cartel -dije-. Para que vea sus anteriores papeles, ya sabe, antes de que le tocara el codiciado papel de «poli bueno».

York soltó una risita.

– Sólo digo que es raro. ¿Le ha interrogado alguna vez la policía?

Era una pregunta con trampa. Tenían que saberlo. A los dieciocho años había trabajado como monitor en un campamento de verano. Cuatro campistas -Gil Pérez y su novia Margot Green, Doug Billingham y su novia, Camille Copeland (es decir, mi hermana)- se adentraron en el bosque una noche.

Nunca volvieron a verles.

Sólo se hallaron dos de los cuatro cadáveres. Margot Green, de diecisiete años, fue hallada degollada a cien metros del campamento. Doug Billingham, también de diecisiete, apareció a un kilómetro de distancia. Tenía varias puñaladas, pero la causa de la muerte era el degollamiento. Los cadáveres de los otros dos -Gil Pérez y mi hermana, Camille- nunca aparecieron.

El caso apareció en los titulares. Wayne Steubens, un monitor de buena familia del campamento, fue arrestado dos años más tarde -tras su tercer verano de terror-, pero no hasta haber asesinado a cuatro adolescentes más. Le bautizaron como el «Monitor Degollador» y otras tonterías por el estilo. Las siguientes dos víctimas de Wayne fueron halladas cerca de un campamento de exploradores en Muncie, Indiana. Otra de las víctimas estaba en uno de esos campamentos omnipresentes cerca de Vienna, Virginia. Su última víctima había estado en un campo de deportes de Poconos. Casi todas fueron degolladas. A todas las habían enterrado en el bosque, a algunas antes de morir. Sí, enterradas vivas. Se tardó mucho en localizar los cadáveres. Al chico de Poconos, por ejemplo, tardaron seis meses en encontrarlo. Los expertos creen que en las profundidades del bosque puede haber todavía más muertos enterrados.

Como mi hermana.

Wayne no ha confesado nunca, y a pesar de estar en una cárcel de máxima seguridad desde hace dieciocho años, insiste en que no tuvo nada que ver con los cuatro asesinatos que supusieron el principio de todo.

Yo no le creo. El hecho de que todavía quedaran dos cadáveres por descubrir daba pie a especulaciones y creaba un halo de misterio. Daba más protagonismo a Wayne. Creo que le gusta. Pero esa incertidumbre, ese atisbo de esperanza, duele una barbaridad.

Quería a mi hermana. Todos la queríamos. La gente suele pensar que la muerte es lo más cruel. Pero no lo es. Al cabo de un tiempo, la esperanza es un sentimiento mucho más doloroso. Cuando se lleva tanto tiempo conviviendo con ella, con el cuello todo el tiempo en la tabla de cortar, con el hacha levantada sobre ti desde hace días, después meses, y luego años, anhelas que caiga y te seccione la cabeza. Todos creen que mi madre se marchó porque mi hermana fue asesinada. Pero la verdad es precisamente la contraria: mi madre nos dejó porque nunca pudimos probarlo.

Deseaba que Wayne Steubens nos dijera qué había hecho con ella. No sólo para darle sepultura como es debido y todo eso. Estaría bien, pero aparte de esto, la muerte es una pura y destructiva bola de demolición. Te golpea, te aplasta, y empiezas a reconstruir. Pero no saber -esa duda, ese rayo de esperanza- convierte a la muerte en algo parecido a las termitas o a alguna clase de germen implacable. Te devora por dentro. No puedes detener la podredumbre. No puedes reconstruir porque la duda sigue consumiéndote.

Creo que a mí todavía me consume.

Esa parte de mi vida, por mucho que quiera mantenerla en privado, siempre ha sido un tema atractivo para los medios. Incluso una somera búsqueda en Google mostraría mi nombre en relación con «el misterio de los campistas desaparecidos», como lo bautizaron inmediatamente. La historia todavía aparecía en esos programas de «crímenes reales» del Discovery o de la Court TV. Yo estaba aquella noche en ese bosque. Mi nombre estaba allí, a la vista de todos. Fui interrogado por la policía. Incluso fui sospechoso.

Así que tenían que saberlo.

Decidí no contestar. York y Dillon no insistieron.

Cuando llegamos al depósito, me guiaron por un largo pasillo. Nadie habló. No sabía qué conclusión sacar de eso. Ahora cobraba sentido lo que había dicho York. Yo estaba en el otro lado. Había observado a muchos testigos haciendo este recorrido. Había visto toda clase de reacciones en el depósito. Normalmente los identificadores se muestran estoicos. No sé exactamente por qué. ¿Se están preparando para lo peor? O quizá todavía existe una brizna de esperanza, otra vez esa palabra. En todo caso, la esperanza se desvanece enseguida. No nos equivocamos jamás con las identificaciones. Si creemos que es su ser querido, lo es. El depósito no es lugar para milagros de última hora. Nunca.

Sabía que me estaban observando, que estudiaban mi reacción. Tomé conciencia de mis pasos, mi postura, mi expresión facial. Me esforcé por parecer neutral y después me pregunté por qué.

Me acercaron a una ventana. No se entra en la habitación. Se mira desde detrás de un cristal. La sala estaba embaldosada para poder limpiarla a manguerazos; no había necesidad de gastar en decoración o servicios de limpieza. Todas las camillas estaban vacías menos una. El cadáver estaba tapado con una sábana, pero se veía la etiqueta colgada del dedo del pie. Es verdad que las usan. Miré el gran dedo gordo asomando por debajo de la sábana, totalmente desconocido. Eso es lo que pensé. No reconozco el dedo gordo de este hombre.

Con la tensión, la mente te juega malas pasadas.

Una mujer con mascarilla empujó la camilla para acercarla a la ventana. Entonces me acordé del día en que nació mí hermana. Recordé la maternidad del hospital. La cristalera era más o menos igual, con tiras finas de hojas en forma de diamante. La enfermera, una mujer con una constitución parecida a la mujer del depósito, empujó el carrito con mi hermanita dentro hacia la ventana. Igual que ahora. Es de suponer que en circunstancias normales habría pensado en algo conmovedor como el principio y el final de la vida, pero no pensé nada de eso.

La mujer levantó el extremo de la sábana. Miré la cara. Todos los ojos estaban posados en mí. Lo sabía. El difunto tenía más o menos mi edad, treinta y tantos. Llevaba barba. La cabeza afeitada. Tenía puesto un gorro de ducha que me pareció un poco grotesco, pero sabía para qué lo llevaba.

– ¿Le han disparado en la cabeza? -pregunté.

– Sí.

– ¿Cuántas veces?

– Dos.

– ¿Calibre?

York se aclaró la garganta, como si intentara recordarme que no se trataba de mi caso.

– ¿Le conoce?

Volví a mirar.

– No -dije.

– ¿Está seguro?

Estaba a punto de confirmarlo. Pero algo me detuvo.

– ¿Qué pasa? -preguntó York.

– ¿Por qué estoy aquí?

– Queríamos saber si le conocía…

– Ya, pero ¿qué les hizo pensar que podía conocerle?

Desvié la vista a un lado y vi que York y Dillon intercambiaban una mirada. Dillon se encogió de hombros y York recogió el testigo.

– Llevaba su dirección en el bolsillo -dijo York-. Y también un puñado de recortes sobre usted.

– Soy un personaje público.

– Sí, lo sabemos.

Se calló. Me volví a mirarlo.

– ¿Qué pasa?

– Los recortes no hablaban de usted. En realidad, no.

– ¿De qué hablaban entonces?

– De su hermana -dijo-. Y de lo que pasó en el bosque.

La temperatura de la sala bajó diez grados, pero al fin y al cabo estábamos en el depósito. Intenté mantener la calma.

– Puede que fuera un fanático de los crímenes. Hay muchos por ahí.

York vaciló. Vi que volvía a intercambiar una mirada con su compañero.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Qué más llevaba encima?

York se volvió hacia un empleado cuya presencia ni siquiera había advertido y dijo:

– ¿Puede mostrar al señor Copeland los efectos personales?

Seguí mirando la cara del difunto. Tenía marcas de viruela y arrugas. Intenté imaginármelo sin ellas. No le conocía. Manolo Santiago era un desconocido para mí.

Alguien trajo una bolsa de pruebas de plástico rojo. La vaciaron sobre una mesa. Desde lejos distinguí unos vaqueros y una camisa de franela. Había una cartera y un móvil.

– ¿Han mirado el móvil? -pregunté.

– Sí. Es desechable. La agenda está vacía.

Aparté la mirada de la cara del difunto y me acerqué a la mesa. Las piernas me temblaban.

Había algunas hojas de papel dobladas. Desdoblé una con cuidado. El artículo del Newsweek. La foto de los cuatro adolescentes muertos, las primeras víctimas del Monitor Degollador. Siempre empezaban con Margot Green porque su cuerpo fue localizado enseguida. Se tardó un día más en localizar a Doug Billingham. Pero el verdadero interés estaba en los otros dos. Se había encontrado sangre y ropa desgarrada perteneciente tanto a Gil Pérez como a mi hermana, pero no los cuerpos.

¿Por qué no?

Es sencillo. Los bosques son inmensos. Wayne Steubens los había escondido bien. Pero algunas personas, esas que aman las conspiraciones, no lo creían así. ¿Por qué sólo habían desaparecido dos cuerpos? ¿Cómo podía Steubens haberlos trasladado y enterrado tan rápidamente? ¿Tenía un cómplice? ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué estaban haciendo esos cuatro en el bosque?

Incluso ahora, dieciocho años después de que arrestaran a Wayne, la gente habla de los «fantasmas» del bosque, o de que hay una secta secreta viviendo en una cabaña abandonada o de pacientes escapados de un sanatorio u hombres con garfios en vez de manos o extraños experimentos médicos que salieron mal. Hablan del coco y de los restos de su campamento, rodeado todavía de los huesos de los niños que se ha comido. Dicen que de noche todavía pueden oír aullar a Gil Pérez y a mi hermana, Camille, buscando venganza.

Pasé muchas noches solo en ese bosque. Nunca oí aullar a nadie.

Mis ojos pasaron de la foto de Margot Green a la de Doug Billingham. La fotografía de mi hermana era la siguiente. Había visto esa foto millones de veces. A los medios les encantaba porque en ella mi hermana parecía maravillosamente normal. Era una chica cualquiera, la canguro favorita, la adolescente encantadora que vivía a una manzana. Camille no era así. Era maliciosa, tenía unos ojos vivos y una sonrisa de niña mala que hacía perder la cabeza a los chicos. Esa foto no se parecía en nada a ella. Ella era mucho más. Y tal vez eso le había costado la vida.

Iba a coger la última fotografía, la de Gil Pérez, pero algo me detuvo.

El corazón se me paró.

Sé que suena dramático, pero fue lo que sentí. Miré el montón de monedas que Manolo Santiago tenía en el bolsillo y lo vi, y fue como si una mano se introdujera en mi pecho y me estrujara el corazón tan fuerte que no le permitiera latir.

Retrocedí.

– Señor Copeland.

Mi mano avanzó como si tuviera vida propia. Vi que mis dedos lo cogían y lo acercaban a mis ojos.

Era un anillo. Un anillo de chica.

Miré la foto de Gil Pérez, el chico que había sido asesinado junto a mi hermana en el bosque. Volví atrás veinte años. Y recordé la cicatriz.

– ¿Señor Copeland?

– Enséñeme su brazo -dije.

– ¿Cómo dice?

– El brazo. -Me volví hacia el cristal y señalé el cadáver-. Enséñeme su brazo, maldita sea.

York hizo una seña a Dillon. Éste apretó el intercomunicador.

– Quiere ver el brazo del fallecido.

– ¿Cuál? -preguntó la mujer del depósito.

Me miraron.

– No lo sé -dije-. Los dos, supongo.

Parecían confundidos, pero la mujer obedeció. Bajó la sábana.

Ahora su torso era peludo. Estaba más gordo, al menos catorce kilos más que en aquella época, pero eso no era sorprendente. Había cambiado. Todos habíamos cambiado. Pero no era eso lo que buscaba. Yo miraba el brazo en busca de una cicatriz irregular.

Estaba allí.

En el brazo izquierdo. No me sobresalté ni nada por el estilo. Era como si me hubieran despojado de parte de mi realidad y estuviera demasiado entumecido para hacer nada al respecto. Me quedé allí quieto.

– ¿Señor Copeland?

– Le conozco -dije.

– ¿Quién es?

Señalé la foto de la revista.

– Se llama Gil Pérez.

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